Era la tía Isidora, que estaba en el patio. Vivía en la calle de atrás, era hermana de mi madre y de Juliana y madre de Genaro. Y a pesar de su edad ya algo avanzada, era la persona más preciosa que había visto nunca jamás en mi vida. Tenía un color de cabello único en el pueblo desde que faltaba el abuelo; ahora ella era la roja, como él. Y con ese cutis traslúcido y sus suaves facciones que parecían talladas por un artista italiano, a mí me recordaba siempre a la reina de algún cuento de hadas. Era, sin duda, majestuosa. Llegaba a casa e iba directamente al patio, andando sin prisa y contemplando todo a su alrededor, abrazando con su presencia las paredes de yeso, el suelo sobre el que se deslizaba sin hacer ruido, la enorme piedra en la que se sentaba, respirando gozosa el rayito de sol que se colaba entre las hojas de la parra bajo la que esperaba a que la abuela Candelaria apareciera, mientras ella seguía su recorrido hasta alzar la vista al cielo, como siempre la encontraba. Pero en cuanto mi abuela hacía acto de presencia tras el conocido reclamo: «Madre, vengo a reñir», parecía que toda ella se transformaba. La luminosa calma que había esparcido como motitas de rayos de luz flotando por el patio se concentraba de golpe en sus profundos ojos verdes, convirtiéndolos en dos pequeñas bombas a punto de explosión. Mi abuela entonces ponía los brazos en jarras y comenzaba la disputa. A menudo era por nimiedades, discutían un poco y luego empezaban a contarse los últimos chismorreos, pero otras veces se producían auténticas tempestades de rayos y truenos entre las cuatro paredes de aquel patio.
Ese día no llegué a descubrir cuál era la queja de mi tía Isidora porque su empuje quedó apaciguado muy pronto, y para cuando me uní al grupo de mujeres hablaban sobre una vecina a la que la tía Juliana le estaba haciendo en aquellos momentos una falda. Las tres, Isidora, Juliana y mi abuela Candelaria, se hallaban en perfecta armonía y se las veía de lo más a gusto bañadas por aquellos ínfimos momentos de sol que de vez en cuando regalaba el invierno. Mis garbanzos y yo nos hicimos un hueco en ese pequeño aquelarre y me los fui comiendo mientras las observaba, pendiente de cada una de ellas, procurando respirar con normalidad y sin molestar.
Eran tan distintas, tan suyas y tan mías… Eran mi familia. La tía Juliana —pobrecilla, con su miopía no se le había ocurrido nada mejor que ser costurera— tejía con la labor apenas a unos centímetros de la nariz, concentrada pero muy capaz de mantener la conversación al mismo tiempo que enhebraba hilo y aguja, sin prisa pero sin pausa, con una constancia que marcaba el compás de la charla. Mi abuela había llevado hasta allí un cesto con patatas y una palangana a la que iban a parar las espirales de piel de que las iba despojando una a una. Con la rebeca de lana arremangada y el ceño fruncido, iba pasando la vista de sus manos a sus hijas y de vez en cuando atisbaba los sonidos que le llegaban de la cocina, donde tenía algo al fuego, o los ruiditos indescifrables de la pequeña Mo tras las paredes. En cambio Isidora estaba, sencillamente, allí sentada. Hablaba a veces para las demás, a veces parecía que lo hiciera más para sí o para alguien que estuviera escuchando oculto entre las ramas de la parra. Me miraba y me daba la impresión de que sus ojos querían preguntarme algo entre aquellos centelleos que ardían y se extinguían intermitentemente, como un fuego travieso que no supiera si mostrarse o no. Yo ya hacía rato que había perdido la noción del tiempo, la voz de aquellas tres mujeres ejercía su hechizo para barrer poco a poco cualquier angustia que hubiera traído del pueblo, haciéndome sentir a salvo en aquel recogido rincón del mundo.
Nuestro hogar.
Pero aquella hipnótica reina, bella, imprevisible e indomable, tierna y explosiva, cuando de vez en cuando posaba sus ojos en mí, pestañeaba buscando despejar la visión y creo que algo veía, algo intuía. Me pareció que hurgaba en mi interior y quizás fue el rubor de mis mejillas lo que al final me delató, o tal vez fueran mis manos que aún retorcían sin permiso la papelina de garbanzos tostados. No sé qué le dio la pista, pero de repente un extraño gesto cruzó raudo su semblante, como un ave que aparece y desaparece de la vista en pleno vuelo. Sólo duró un instante, pero vi claramente que algo había descubierto. Algo que la había intrigado y sorprendido a un tiempo. Abrió algo más de lo normal sus maravillosos ojos verdes, haciéndome partícipe de su hallazgo de forma totalmente involuntaria, me temo. Pero no dijo nada. Y yo no podía apartar la vista de ella por más que la inseguridad me carcomiera haciendo que me revolviera inquieta en el suelo. Qué estaba ocurriendo, qué veía mi tía, por qué tenía aquella sensación de que sabía algo que ni siquiera yo sabía poner en palabras… Pero entonces Isidora estiró un poco la espalda, alejándose de forma casi imperceptible, ladeó la cabeza con tanta ternura y curiosidad como un cachorrillo, y a mí se me escapó la sonrisa, divertida por el aleteo de sus interminables pestañas. Ella me devolvió la sonrisa, amplia, dulce y calurosa. Y tras escrutarme aún unos segundos, se volvió de nuevo hacia su madre, que algo le decía.
Aunque disimulara, yo tenía claro que Isidora no perdía detalle de lo que allí ocurría. Su mirada vagaba como sobrevolando cuanto veía sin que pareciera querer posarse en nada, porque en realidad lo que hacía era otearlo todo. Veía que las manos de Juliana estaban palideciendo a causa del frío, que el cubo de la abuela estaba cada vez más cargado de peladuras y en algún momento tendría que ir a la cocina, y que yo ya no le quitaba ojo. Por eso nuestras miradas se cruzaban una y otra vez, como si jugaran a perseguirse. A mí me fascinaba tratar de descubrir los secretos que ocultaba el brillo de sus iris de ensueño, pero ella era rápida y jugaba demasiado bien; me tomaba el pelo. Porque sí, era un juego. Uno que yo en aquellos momentos agradecí que me brindara. Sus pestañas me camelaban melosas y luego sus labios me sorprendían con aquella curva traviesa. Me regañaba cuando se me escapaba la risa con la viveza de sus cejas, y si cruzaba las piernas agitando la falda yo bajaba rápidamente la mirada, porque aquel feroz bandazo ardía en mis mejillas, pilladas in fraganti. Pocas veces me dejaba ver más allá de hasta donde ella quería, en realidad ni a mí ni a nadie, pero yo estaba cada vez más convencida de que ella sí veía más allá en los demás. Y en mí.
Porque ella sabía cosas que yo nunca le había contado en voz alta. Sabía, por ejemplo, que oía el canto de las hojas de la parra sobre nuestras cabezas y que veía cómo el sol les hacía cosquillas y ellas cambiaban el tono y se arrullaban calmadas. Su astuta mirada me descubría sonriendo con la vista alzada susurrando a las nubes que demorasen su llegada; el viento me avisaba, me alborotaba el pelo cuando el tiempo cambiaba y, concentrada como estaba en reconocer la despedida de las aves que volaban hacia su morada, tardaba en darme cuenta de que ella me observaba. Y la parra se agitaba. Y yo sabía que ella lo sabía, porque en el fondo de aquellas dos esmeraldas aparecía un brillo tostado que bailoteaba divertido y me incitaba a seguir, haciéndose cómplice de aquella conversación paralela que discurría entre nosotras, el sol y la parra.
Y ese día sabía también que algo me angustiaba. Incluso me temía que de alguna forma incomprensible había llegado a descubrir el motivo de mi angustia. Por eso el parpadeo constante, por eso el juego de miradas, por eso los guiños y los regodeos en nuestras pequeñas escapadas al cielo. Para tenerme entretenida, para que me sintiera acompañada. Y yo, por supuesto, entraba al juego con facilidad.
—Tía Juliana, creo que la tía Isidora también quiere una falda como esa… No deja de mirarla.
Yo la miraba con ganas mal disimuladas de provocarla y ella respondía escondiendo carcajadas en el fondo de sus ojos esmeralda.
—No, Sacra, lo que admiro es cómo tu tía Juliana insiste en coser sin lentes, como si se retara a cada puntada.
—No hay reto alguno, Isidora. Sé muy bien dónde llevar la aguja —respondía Juliana con su calma habitual.
—¿Y no te sería más fácil si además de saberlo lo vieras…?
Y a mí se me escapaba la risa antes de que las dos me abroncaran con la mirada.
Pero entonces la abuela carraspeaba y todas nos callábamos.
Y cuando Juliana no la miraba, Isidora cabeceaba con la ironía pintada en sus labios y en cada bamboleo de su roja cabellera. Y yo me divertía sólo con mirarla.
Ella era distinta. Y a mí me encantaba oír resonar por las esquinas su «Madre, vengo a reñir», porque, aunque anunciara la llegada de cierto alboroto, traía siempre consigo una luz especial, una fuerza distinta que transformaba por completo mi hogar aunque sólo fuera durante un rato. Me fascinaba. Yo no sabía de quién había sacado aquel carácter, tan opuesto al de sus hermanas, tan fuerte como el de la abuela, pero mucho más indómito y arrolladoramente cálido frente a la aparente frialdad de su madre. Más cambiante, diría, y sí, tan plagado de matices. Tan sorprendente. Tan misterioso. Era única. Y a menudo creía que en realidad ninguna de nosotras la conocía, al menos no completamente, porque ella ejercía un magistral control sobre su luz y sus sombras, sobre aquello que estaba dispuesta a mostrar y compartir y lo que se guardaba para sí. Sí, había algo en Isidora diferente al resto, algo que no sabía explicar pero que me hacía sentirla cercana, algo que empezaba a descubrir en nuestros silencios compartidos y que poco a poco me daba cuenta de que nos vinculaba más allá de lo que yo habría imaginado. Ella intuía cosas de mí que yo no le había contado a nadie, es cierto, pero también yo, entre los resquicios de lo que en ella empezaba a descifrar, intuía algo oscuro que ella no quería que nadie supiera. Algo que ella se cuidaba mucho de mantener oculto. Un dolor enterrado bajo capas y capas cuidadosamente elaboradas para que nadie pudiera siquiera olerlo. Cuántos secretos parecía atesorar mi tía, pensaba mientras veía cómo con un gesto aún coqueto acomodaba unos mechones rojizos tras la oreja.
Luego la vida, o esa parte de la vida que carece de encanto y no parece más que un engranaje del que sólo somos piezas, se vuelve a poner en marcha. Y nosotros volvemos a corretear como ratoncillos enjaulados, cada uno en su rueda. La abuela se llevó sus patatas a la cocina, la tía Isidora volvió a casa, donde la esperaban su marido y su propio puchero, y quedaron en el patio Juliana y su falda. La aguja seguía entrando y saliendo del floreado tejido, una y otra vez, sin descanso. Parecía un movimiento ajeno al del resto del mundo, que seguía su propia cadencia, independiente de todo lo demás. Ella de vez en cuando se alejaba de la labor y la elevaba un poco, evaluaba el conjunto con gesto calculador y de nuevo la acercaba a su naricilla para continuar. Algunas veces me quedaba con ella y llegué a creer que no se percataba siquiera de mi presencia. Pero no era así. En cierto modo, ambas sabíamos que la otra estaba allí, pero la percibíamos en un plano lejano, pues cada una estábamos en nuestro propio mundo y en aquel patio no éramos más que distantes vecinas. Ella tejía y yo observaba la danza de su aguja, el vaivén de las manos, el tornasol de los colores, la filigrana de las flores, el crujido de las hojas, los nudos del tronco que trepaba, los desconchones de la pared, las migajas de sol, la lenta carrera de las nubes, los remolinos de sus tripas agrisadas. Eran cada vez más oscuras y parecían engordar por momentos. Me recordaron a una tormenta que había creído ver en un tiempo que ahora parecía muy lejano y demasiado cercano a la vez. Temblé con un escalofrío.
Oí un leve quejido a mi lado y bajé la vista hacia mi tía. Se removía en su asiento y también ella me miró. Hizo círculos con las muñecas para aliviarlas.
—Parece que viene nieve, pequeña.
Yo asentí y la ayudé a recoger para resguardarnos en la Cocina Chica. Tenía las manos heladas; me dio pena. Nunca entendí muy bien por qué Juliana, con sus problemas de vista, se había hecho justamente costurera. O modista, como a ella le gustaba decir. A mí me había parecido siempre que la abuela, con sus campos de trigo, se sabía en el deber —que cumplía con orgullo— de mantenernos a todos ahora que mi padre no estaba. Pero al parecer Juliana tenía su propia forma de ver ciertas cosas, y en algunos puntos claramente no coincidía con su madre.
Era una mujer menuda y de carita ovalada, que parecía un corderito de tan buena que era, siempre con una sonrisa lista para regalarla a quien la necesitara, siempre colaboradora, siempre arrimando el hombro. Pero a mí me constaba que Juliana era más que esa mujer casera y bondadosa. Tenía una chispa dentro que titilaba con ternura pero con fuerza. Y yo sabía que poseía sus ideales y opiniones propias, pero no tenía el carácter necesario para proclamarlas a los cuatro vientos ni mucho menos para imponerse. Por eso, te tenías que fijar bien para ver sus sutiles maniobras, su forma de dar pequeños giros a su favor en algunas situaciones, pero siempre recubriéndolo todo con ese velo endulzado que le permitía hacer mucho más de lo que habría podido hacer mediante la confrontación. Porque, ay, ella detestaba la confrontación. Y ese era, para bien o para mal, el terreno en el que la abuela podía con ella y donde salía vencedora. Y como Juliana, por más que le pesara, lo sabía, siempre que podía lo evitaba, acobardada.
Jose María era un buen ejemplo.
La abuela Candelaria había demostrado muy elocuentemente no estar de acuerdo con aquella relación, pero Juliana desoía con delicada obstinación sus aseveraciones; sin decir gran cosa, buscaba por su cuenta sus propias soluciones.
Y es que mi querida y dulce tía Juliana, que me arropaba, que me pasaba el brasero por mi cachito de lecho para que durmiera calentita, que me tenía siempre lista una sonrisa o una palabra de consuelo cuando me veía angustiada, que era toda bondad, la pobre estaba enamorada. Y yo, que por ella sacaba toda mi picardía, me había convertido en su cómplice. Y puesto que la abuela no la dejaba reunirse con su Romeo, yo la ayudaba a convertirse en una sigilosa Julieta. Y palabra que representaron sus respectivos papeles a la perfección. Hoy en día aquello sería visto como algo completamente ridículo, pero entonces resultaba de lo más enternecedor. Ella, asomada a la ventana que daba a la calle de atrás. Él, desde la calle, contándole lo habido y por haber con tal de mantenerla ahí tanto tiempo como le fuera posible. Y aquí la apuntadora, asomada a la puerta para no perder palabra de lo que decía la joven pareja ni de los ruidos que llegaban del interior de la casa.
—¡Chisss! —la alertaba yo entre siseos—. ¡Tía! Que la abuela ya te anda buscando. ¡Va haciendo frufrú por los pasillos y abriendo habitaciones!
Y ella sonreía con prisas y se despedía lanzando besos al aire y conteniendo la risa.
—¡Vamos, vamos! —susurraba, y me agarraba al vuelo y nos escabullíamos como lagartijas escondiendo las ganas de reír bajo la nariz y en las mejillas sonrosadas, justo a tiempo para evitar a la abuela y su delantal, que ya doblaban la esquina.
Así de sencillo y de delicado era el amor entonces. Un maravilloso malabarismo, tan real como lo cuento y tan fantástico como una obra de la más elevada dramaturgia. Nada como el amor para hacer cobrar vida al arte.
Yo ya no olvidaría nunca ese brillo en los ojos de mi Juliana y lo reconocería muchas otras veces a lo largo de mi vida, en otros lugares, en otras pupilas.
Esas pequeñas travesuras fueron pronto un secreto a voces que se nos consentía con los labios fruncidos y la mirada forzosamente dirigida a otra parte. Pero, puesto que eran por un bien mayor y sin maldad alguna, nunca las consideré realmente travesuras, como tampoco me consideraba a mí misma una niña traviesa. Ahora podría afirmar que nunca me dieron opción a serlo.
Mi abuela llevaba la casa a toque de corneta, y yo sólo era un soldado raso más de su regimiento. Quizás con algún pequeño privilegio, dada mi corta edad, pero no había excusa alguna que me permitiera eludir mis labores. Ayudaba en la compra y en las tareas básicas de la cocina. Junto con mi hermano, alimentábamos a los pocos animales que teníamos en el corral y recogíamos los huevos de las gallinas. Esta era una de las tareas con las que más disfrutaba, siempre la alargaba tanto como podía. Cuando entrábamos en el gallinero, las gallinas nos recibían siempre con sus suaves cacareos, como un acogedor arrullo a esos amigos que recogían con mimo sus valiosos tesoros. Los ponían siempre en el mismo sitio, y a mí me divertía pensar que nuestras gallinas eran tan organizadas porque respondían a las directrices de mi abuela. Allí todo el mundo tenía que cumplir con su parte y con diligencia. Incluso nuestro viejo cerdo, que yo me había asegurado, con mis berrinches cada vez que se hacía el intento, que nunca jamás llegaríamos a comérnoslo, parecía que estaba un poco más limpio cuando la abuela Candelaria se asomaba al corral. Yo estiraba los minutos en aquella escuálida parcelita. Estaba rodeada de barro y de heno, de plumas y olor a estiércol, pero mucho más entretenida que en cualquier otro lugar de la casa.
—Señor Gallo, no debería ser tan altanero. Si aletea de esa forma, la pobre Linda nunca se atreverá a acercarse. —Y me acuclillaba junto a Linda, que ahuecaba su plumaje pardo mientras yo la acariciaba y le susurraba—: En el fondo es muy manso, a mí me deja incluso cogerle en brazos. Pero le gusta hacerse el duro, ¿sabes? Tenéis que haceros amigos, Linda, ¡tendréis los pollitos más bonitos del mundo! ¿No te gustaría tener muchos pollitos regordetes correteando por aquí? —Para mis adentros añadía que a mí me gustaría, ¡muchísimo!
Y así pasaba las horas hasta que mi madre me arrancaba de allí, alejándome de mi pequeño mundo para instruirme poco a poco en las practicidades del suyo. Hacíamos la cama juntas y yo intentaba divertirme en silencio aireando a bofetones las almohadas. Y, desgraciadamente, también me ocupaba de preparar el baño. Ese desagradable acontecimiento sólo se daba una vez por semana, a diario nos lavaban únicamente zonas estratégicas como las manos, los pies, las rodillas o la cara, donde más polvo acumulábamos, por lo visto. Pero el día del baño…, eso era otro cantar.
Recuerdo perfectamente a mi abuela preparándose para ir a la fuente a por agua, con el cántaro agarrado contra la cadera. No íbamos a la fuente de la Plaza Mayor, vivíamos un poco lejos del centro y teníamos otra más humilde que nos quedaba más cerca, sólo unas calles más allá. En el abrevadero que salía de ella, como un empedrado brazo extendido, siempre había algún animal saciando su sed, y en el murete que la rodeaba se sentaban los ancianos de las casas de alrededor a disfrutar del sol y de los chismorreos que sus mujeres, hijas y nietas compartían generosamente y sin pudor. Algunos se reían por debajo del bigote, otros tenían la chispeante costumbre de rebatir todo cuanto se decía, parecía que con el único fin de animar la reunión, y había uno, siempre el mismo, que callaba. Sentado en compañía de su bastón, con el chaleco de borrego bien abotonado y la boina calada hasta las cejas dejando escapar sólo algunos finos mechones perlados, apenas se le veían los ojos, que quedaban siempre a la sombra, enmarcando una curiosa y minúscula nariz que parecía fuera de lugar en aquel rostro ancho y varonil. Tenía la piel tan tostada y apergaminada que era imposible descifrar, en aquel mapa horadado por años y años a la intemperie de la vida, cuántos inviernos habían pasado sobre aquel anciano taciturno. Le llamaban Don, así sin más, y a mí me caía bien. Nunca me había dirigido la palabra, ni yo a él, pero sí, me caía bien. Tenía algo. Alguna vez me pareció que me miraba: notaba como si una cálida mano se apoyara sobre mi hombro y entonces me giraba hacia él, porque, por extraño que resultara, me parecía que era él. Pero siempre lo encontraba sentado en su sitio y mirando… a saber dónde. ¿Cómo saberlo? Los demás le trataban con cariño y con respeto, y él inclinaba ligeramente la cabeza para saludarlos, sólo eso, pero bastaba. La algarabía a su alrededor contrastaba con su silencio y le daba un aura especial. Porque esa fuente que nunca callaba era el vértice en torno al que se cocían todas las novedades del pueblo. Si querías enterarte de cualquier cosa, sólo tenías que buscar una excusa para ir a la fuente a por agua y zambullirte en el jolgorio incesante de saludos, charlas y cotilleos que la rodeaban. Era, sin duda, el mejor noticiero que yo he visto hasta ahora.
Las mujeres iban y venían con el cántaro bien anclado contra la cadera, tan bien encajado que incluso eran capaces de gesticular con él aupado. Y algunas tenían tanta gracia en sus movimientos que aquel sencillo arte se convertía en una forma más de seducción y coquetería, sabiéndose admiradas por su destreza. Sus risas y su ajetreo se oían varios metros antes de descubrir el abrevadero. La orquesta que creaban la fuente, las voces bailarinas y sus risas entre llamadas y algún que otro balido que se colaba por allí para beber era la antesala a un pequeño mundo único en su risueña armonía. Ondeaban las manos femeninas señalando, saludando y revoloteando zalameras; del pelo a la mejilla y del cántaro a la piedra.
Asomada al abrevadero en medio de aquel bailoteo, me fijé en que el agua de la fuente reflejaba el brillo de sus cabellos y de sus ojos femeninos. Me apoyé en la fría piedra, siguiendo los parpadeos resplandecientes de aquellos reflejos, viendo cómo, poco a poco, iban apareciendo cientos de chispitas sobre las pequeñas olas que se agitaban en la superficie, dibujando formas arremolinadas, creciendo y abriéndose en increíbles capullitos que florecían burbujeando una y otra vez hasta el infinito. Maravillada, me acerqué un poco más y me pareció que dibujaban un campo blanco y reluciente de margaritas sobre el agua en movimiento…, pequeñas florecillas blancas que se mecían ondeando movidas por una cálida brisa. El frío había desaparecido y el suave viento me traía el aroma del campo en primavera, un extenso campo en flor alfombrado de margaritas que me susurraban cientos de historias al oído. Me envolvió la sensación de sentirme arropada por aquel mundo familiar que me acogía una vez más para contarme sus misterios. Y entonces descubrí, entre panzas doradas de flores al sol, el perfil de una mariposa como jamás había visto una igual. Descansaba sobre el botoncito amarillo que era el centro de una margarita cercana, con las patitas rebozadas de polen y las alas blancas ribeteadas de negro, casi inmóviles. Era grandiosa, como la palma de mi mano, y parecía erguirse con el porte majestuoso de la alta cuna. Me quedé mirándola maravillada, hasta que ella supo que la observaba. Y lenta, muy lentamente, extendió las alas, las agitó con dulzura y se alzó en un vuelo pausado con el que me hipnotizó poco a poco. Oía su aleteo, profundo y embriagador, que me llamaba para que la siguiera. Pintó ante mis ojos el delicado equilibrio que rige el cuadro de la Vida que nos rodeaba, flotando suave y en perfecta armonía sobre la hierba, hasta que de repente descubrí el camino trazado por la gente como una cicatriz que atravesaba el prado. Oí sobrecogida un extraño retumbar que sonaba como un ejército que avanzara acercándose, cada vez más profundo y ensordecedor, haciendo temblar hasta las piedras del camino. Aquella dolorosa vibración resonaba a mi alrededor como un trueno imparable. Y sentí cómo el equilibrio que había reinado hasta entonces se truncaba de repente y algo se rompía en mi interior, arrollado y pisoteado por el avance inexorable de los hombres. El vuelo de mi mariposa se detuvo en seco. Sonó un crujido. Y me encogí sobre mí misma, llevándome una mano a los labios para cubrir el gemido que quería escapar de mi garganta al ver caer, muerta, la mariposa a mis pies. Y mis lágrimas empezaron a caer a su alrededor, dejando huellas húmedas en la tierra…
Eran gotitas que dibujaban pequeños charcos entre los dedos, porque mis manos estaban agarrotadas sobre el murete, me aferraba a la fría piedra como si me fuera la vida en ello. Miré a mi alrededor, con la vista turbia empañada de lágrimas. Las señoras reían anécdotas y otro corrillo un poco más allá llenaba los cántaros mientras hablaban de los catarros que trae el invierno. Y al girarme buscando a mi abuela Candelaria descubrí sobresaltada que Don inclinaba la cabeza hacia mí, con las manos hundidas en la fuente, como si se las acabara de lavar. Me pareció que me observaba con calma mientras se secaba las manos sobre el pantalón, una dulce calma que llegó hasta mí como suaves oleadas de paz. No sonreía, pero la sensación era la misma que cuando te regalan una cálida sonrisa en el momento oportuno. Yo me sentía vagando entre dos mundos, perdida entre aquella gente que zumbaba a mi alrededor sin sentido y la extraña primavera que acababa de dejar atrás. Y por algún motivo parecía que Don me acompañaba en aquel tránsito, como si él también viera el velo que se descorría entre las realidades, como si pudiera leer a través de mí… Desvié despacio la mirada, tragué saliva y me di la vuelta para secarme las mejillas con el reverso de la manga. ¿Aquella gente habría notado algo? ¿Se me notaba algo? Porque a mí me parecía que el desgarro de la Vida maltratada se retorcía aún en las ondas que se arremolinaban en la superficie de la fuente y que cada vez recordaban más a un cielo oscuro y tempestuoso…
Pero no dije nada y me alejé apresurada, lanzando una última mirada a Don, camuflado entre mujeres afanosas. Me acerqué a donde mi abuela estaba llenando el cántaro y me concentré en ese gesto cotidiano, familiar. La ayudé a incorporarlo y cerré un segundo los ojos con disimulo, intentando calmarme, buscando sentir el ligero calor del sol cuando se colaba entre las nubes y dejar que poco a poco me recordara lo que estaba haciendo allí. Que me devolviera a aquella realidad inmediata, palpable, sólida como el pesado cántaro de barro. Respiré hondo y…
—¡Niña, vas a verter toda el agua! —gritó mi abuela—. Si lo que pretendes con esto es librarte del baño, vas muy mal encaminada, jovencita. Acabarás bañándote en agua fría si no te comportas. —Tomó aire, mirándome, y tras una pausa preguntó—: ¿Sacra? ¿Me oyes?
Yo asentí con rapidez.
—Virgen santa, qué habré hecho yo para que tengas siempre la cabeza en las nubes.
Echamos a andar de vuelta a casa, pero los pasitos de la abuela eran aún más cortos de lo habitual cargada como iba con el cántaro grande a rebosar.
Yo no podía evitar lanzar alguna ojeada sobre mis hombros y hacia el cielo. Aquel prado, aquel terrible retumbar, aquella pobre mariposa…
—Sacra, ¿se puede saber qué haces? ¿Qué ocurre?
La abuela se había detenido y yo no me había dado ni cuenta. Me sonrojé y escondí las manos a la espalda, no sé por qué.
—No pasa nada, abuela. ¿Está bien?
Era ella la que se había detenido, así que intenté desviar la atención.
—La que no está bien eres tú, niña. —Y me miró de arriba abajo—. Dime, ¿por qué presiento que me escondes algo? —Yo no respondí—. Vamos, Sacra, te conozco bien y sé que hay algo.
Y se quedó observándome con esos ojillos astutos que atravesaban voluntades y hacían que todos la temiéramos. Incapaz de sostener esa mirada, buscaba desesperada una vía de escape, pero no tenía ni idea de cómo librarme de responder a mi abuela. ¡Nadie podía hacer eso! Tragué saliva con dificultad. Ella seguía clavándome la vista sobre la coronilla, esperando.
—¿Ha ocurrido algo que yo no sepa mientras estábamos en la fuente? —insistió—. ¿Alguien te ha dicho algo?
No me atreví a mirarla, pero asentí un poquito con la cabeza.
—Bueno, ¿y qué ha sido?
Al final la miré. No sabía qué decir. Y cuando nuestros ojos se encontraron y se posaron los unos en los otros, los suyos se abrieron ligeramente y un abanico de arrugas se desplegó a su alrededor, como si hubieran descubierto algo en el fondo de mis pupilas y ahora fuera a ella a quien le faltaran las palabras. Se quedó un rato en silencio, sin apartar la mirada, un rato que se me hizo muy muy largo pero que al mismo tiempo me pareció un hondo suspiro. Y recolocando de nuevo el cántaro contra su cadera, con movimientos muy lentos, como si se tomara su tiempo para reflexionar cada gesto, dijo al fin:
—Está bien, Sacra. Está bien. Ahora nos daremos un buen baño caliente y lo olvidaremos todo, ¿de acuerdo? Este tiempo es muy traicionero, tal vez te hayas destemplado y estés un poco pocha, niña. No pasa nada. Está bien —repitió. Y no me quedó claro si me intentaba convencer a mí o trataba de convencerse a sí misma.
En cualquier caso, su comentario me sirvió para recordar con desagrado a qué habíamos ido a la fuente y por qué cargaba mi pobre abuela con el cántaro más grande de la casa. Aquel tesoro que parecía que el cielo y yo llorábamos con la misma facilidad sería el agua que luego pondríamos al fuego a entibiar y que de ahí iría a la enorme cuba (que no era en realidad más que un barreño ancho) donde nos bañarían. Hice una mueca. Pero aun así seguí sus pequeños andares sin rechistar, procurando hacerle caso y pensar que el baño, como ella decía, lo curaría todo.