El olor aterciopelado del café molido invadía la cocina como una sabrosa y cálida nubecilla dentro de la que nos habíamos refugiado todos. Aquella mañana, el invierno ya se había adueñado plenamente del pueblo y nosotros creábamos un fuerte alzado en torno a los fogones de la Cocina Chica, envueltos en el delicioso aroma a café y a las migas de la abuela. Aquel era uno de mis desayunos favoritos, lo mejor para deshacer el hielo; cualquier hielo. El café, bien cargado de leche y de mucha malta, cosquilleaba desde la tripita y corría en todas direcciones, desentumeciendo los miembros y dando calor a las mejillas. Yo abrazaba el tazón caliente con las dos manos y los dedos se me iban poniendo colorados en contacto con aquel brebaje que era el resorte que nos ponía en marcha. Y las migas…, qué gusto era mojar las migas, una, dos, tres veces, sumergirlas en el café y sacarlas bien empapadas y paladearlas a dos carrillos. «Mastica, Sacra, ¡estás engullendo!», era la frase que más se oía en torno a la vieja mesa de madera, marcada por años de cortar, pelar, amasar, triturar, remover y emplatar para mi familia. Pero cuando se trataba de las migas con café, ah no, entonces no. Entonces me tomaba mi tiempo para saborear aquella delicia, para mojar sin prisa, para que aquella taza de café con leche durara hasta que casi estuviera frío y convertir mi ración de migas en un deleite que se prolongase tanto como fuera posible. Es curioso lo feliz que me hacía entonces un placer tan sencillo, el gran valor que tenía para mí aquel rato en comunión con los míos, aunados por el dulce calorcillo que había anidado en el corazón de todos nosotros, con sabor a café y a familia. Porque hay que puntualizar que aquellas migas no eran un desayuno diario, la abuela no siempre estaba dispuesta a prepararlas; por lo tanto, la calidez y la ternura que masticábamos eran aún más valiosas, porque emergían directamente de ella misma. Qué era lo que provocaba que aquellos días contados la abuela nos preparase migas, ninguno lo sabíamos con certeza. Pero siempre, siempre, lo agradecíamos de corazón, porque, aunque nunca lo dijéramos en voz alta, lo cierto es que aquellas mañanas mojando migas en café, leche y malta todos nos sentíamos un poco más unidos, un poco más felices y un poco más a salvo.
Las cosas estaban cambiando y todos lo sabíamos, incluso yo, pese a mi corta edad. A nuestro remoto y pequeño pueblo empezaban a llegar ya los efectos de la guerra. Aquello que hasta entonces no había sido para mí más que una palabra, una forma abstracta que se cernía sobre nosotros como una sombra amenazante, ahora empezaba a tomar cuerpo y a hacerse visible. Ya no era sólo el hecho de que mi padre estuviera lejos en una misión que, aunque yo no supiera exactamente de qué se trataba, tenía claro que era muy peligrosa. Ya no eran sólo los sollozos que de vez en cuando acertaba a oír al otro lado de la puerta de la habitación de mi madre. Ni el mal humor creciente de la abuela. Cada vez había más indicios. Nos habían confirmado que el anterior mercado había sido, efectivamente, el último. Se había implantado el racionamiento y la variedad de alimentos era cada vez más escasa. Si hasta ese momento el nuestro había sido un pueblo humilde, ahora el miedo al hambre empezaba a llamar a muchas puertas. Y aunque por aquel entonces me costaba mucho entender por qué nos ocurrían ciertas cosas, ahora sé que la nuestra no fue la situación más difícil.
En mi mente de niña se quedó grabado un furioso sentimiento de injuria, de impotencia y de injusticia. Nunca había visto a nadie tratar mal a mi abuela; para nosotros era la figura más respetada de la familia. Pero aquel día, ay, cuando vino el camión del racionamiento, cuando empezaron a repartir las sardinas…, aquel día vi lo que jamás habría imaginado y encalló en mi mente como un denso revoltijo de miedo y rabia incomprensibles.
—¡Fascista!
—¡Nacional!
—¡Ellos son unos asquerosos nacionales! ¡Fuera!
La apartaron. La empujaron. Le escupieron. Recibió codazos y pisotones y toda clase de maldiciones. Querían impedir que se acercara al camión. ¡Nuestros propios vecinos! Pero ella, tozuda y dura como era, logró llegar hasta el soldado. Sólo para recibir un desplante más.
—Largo de aquí, esto es territorio rojo, no servimos a los traidores.
Traidora. Mi abuela. ¿Traidora a quién, de qué, por qué? Era imposible que yo en aquellos momentos entendiera lo que estaba pasando. Los niños entonces apenas teníamos derecho a preguntar y mucho menos a recibir explicaciones de los mayores. Además, no gustaba hablar de aquellos temas. Yo la miraba con los ojos desorbitados y llenos de lágrimas, perpleja y muy muy asustada. ¿Por qué trataban así a mi abuela? ¿Acaso pensaban dejarnos morir de hambre? ¿Qué había hecho? Era descorazonador ver su escueta figurita tambalearse de un lado a otro, recibiendo miradas de rabia lanzadas como sables que volaban hacia ella de todas partes. Parecía que aquella gente la odiaba, pero eran nuestros vecinos, los mismos con los que cruzábamos un «buenos días» cada mañana, los mismos de quienes conocíamos achaques, número de hijos y nietos, costumbres culinarias. ¿Acaso les había hecho algo malo la abuela para merecer semejante maltrato?
Yo parecía un perrillo olvidado en medio de aquel rabioso ajetreo. Procuraba mantenerme cerca de ella, pero recibía golpes por todas partes y mi falda bailaba más que cuando giraba sobre mí misma. Quise agarrarme a su brazo, pero no me dejaban, me hundía en aquella marea de gente desesperada, entre flecos de lana que me nublaban la vista y abrigos que parecían todos del mismo color sin nombre. En algún momento mi cabecita castaña debió de quedar sumergida entre aquel montón de brazos agitados al aire y mi abuela se debió de dar cuenta, porque de repente salió de la nada su escuálido brazo enfundado en puntilla negra y me agarró del hombro con una fuerza sorprendente. Yo había perdido la cinta y tenía el pelo revuelto sobre la cara, así que seguí trastabillando su mano, que apretaba la mía con firmeza, y apenas tuve tiempo de dar un cabezazo para alzar la vista y ver que ella ya se había abierto camino para sacarnos de allí. La vi erguirse con dignidad y nos alejamos con su barbilla muy alta y mi mirada extraviada, perdida en aquel enjambre rabioso que aún zumbaba a nuestro alrededor y a nuestras espaldas.
De camino a casa, vi cómo una lágrima rebelde escapaba corriendo hasta la comisura de sus labios apergaminados mientras ella agarraba con fuerza el medallón que llevaba siempre colgando al cuello, donde estaba grabada una Virgen con el Niño y, por el reverso, la fecha en que fue madre. No sé de cuál de sus hijos, pero me pareció que en aquel momento eso era lo de menos, porque lo que tenía ante mí era simplemente a una madre luchando por no dejarse vencer. Una madre maltrecha por la injusticia de verse juzgada; ella, que tenía que lidiar a diario con la incongruencia de aquel conflicto que le había arrebatado a tirones a sus hijos, alejándolos a cada uno en una dirección opuesta. Los pequeños nudillos, blancos y huesudos, se marcaban cada vez más en aquella mano que apretaba con rabia, con fuerza, con el dolor de una angustia desesperada. Aquella mano ajada que cada día recogía fuerzas de flaqueza para, no sé cómo, seguir. Poco a poco aflojó la presión y cayó al fin junto al cuerpecito enjuto de mi abuela, que cruzaba la puerta justo cuando unos gritos tras nosotras la detuvieron.
—¡Abuela, espere!
Era Genaro, que avanzaba resoplando por la calle. Ella se giró en redondo, sin rastro de asombro pero con el ceño ligeramente fruncido, y, sin decir palabra, esperó a que su nieto mayor llegara hasta la entrada de la casa Roja.
—Abuela, he visto lo que ha ocurrido ahí fuera… No pude acercarme… —Siguió resollando—. ¿Está bien? ¿Le han hecho daño?
La miró de arriba abajo, como buscando una respuesta a su inquietud antes de que ella dijera nada. Y tardó en hacerlo, pero cuando lo hizo, ay…
—¿Qué era lo que decías que defendían…? Democracia, ¿verdad? Oportunidades para todos, libertad, porque son la voz del pueblo. —Genaro se quedó inmóvil, con la mandíbula algo desencajada y la misma expresión anonadada que si le hubieran dado una bofetada—. Sí, señor, eso que has visto ha sido enormemente democrático y equitativo. Sí, señor.
Él tardó unos segundos en recomponerse y cuando lo hizo frunció el ceño exactamente igual a como lo tenía fruncido su abuela.
—Yo no defiendo a esos, abuela, ni lo que están haciendo. No, así no. Así no. ¿Cómo puede aún pensar tal cosa? Yo no defiendo a unos bárbaros que no quieren dar de comer a una anciana y a su nieta. Eso es… ¡eso es repulsivo! ¡No tienen humanidad ni…!
Pero de repente se atragantó en su arrebato cuando su mirada se posó en mi encogida figurita. Le cambió la cara y las ardientes mejillas perdieron el color. Yo me había alejado ligeramente de ambos y me refugiaba apoyada en las firmes alas de la puerta Roja, que parecía resguardarme, manteniéndose aún a medio abrir, como si quisiera impedir que atravesaran su linde la ira y el miedo que corrían deslizándose como un frío torrente por las calles. Que no llegaran a mí. Genaro sabía que me había asustado y que no había hecho más que acabar de enfurecer del todo a la abuela, cuya mirada era cada vez más recriminatoria. Y quiso disculparse, pero no supo.
—Yo…, es decir, yo sólo digo…
—No digas más.
Él me miró aún, angustiado.
—Escuche, abuela, por favor. Yo sólo quiero que estén a salvo, no quiero que les ocurra nada.
—No seas iluso, Genaro, no lo estamos, ni tú, ni yo ni nadie. Pero ni aquí ni en el otro extremo de España. Y hace tiempo que te lo vengo diciendo. Matar es siempre matar, no importa cómo se vaya vestido. Y en esta guerra matan todos, hijo.
Él meneó la cabeza.
—Esto… esto no debería estar pasando, esto es una locura. Sí, una locura. —Hizo una pausa y la miró muy serio antes de seguir—. Lo sé. Nos han engañado a todos, nos han vendido humo. Y ahora, tal y como están las cosas… —Negó de nuevo, cabeceando—. ¿Sabe cuánta gente ya no puede venir a la tienda? No tienen con qué pagarme, pero es que tampoco tienen para comer. El pueblo agoniza, abuela. Y, ¡maldita sea!, mientras discutimos y nos enfrentamos, ellos consiguen exactamente lo que pretenden: fraguar odios, crear enemistades y señalar culpables en una y otra dirección para encender así la chispa que luego utilizarán a su antojo y nunca a nuestro favor. Tiene usted razón, porque, al final, como ya he dicho, el pueblo agoniza. Pero todo el pueblo, todos por igual. No hay motivos, ni razones ni justificación para eso. No los hay, se mire por donde se mire, abuela.
Ella seguía mirándole seria y con la mandíbula prieta, pero el ceño se había alzado al cielo y una luz húmeda invadía sus pupilas.
—Que no te oigan hablar así, hijo.
—Ni a usted tampoco, abuela.
Ambos quedaron unos segundos en silencio.
—Sí, se veía venir hacía mucho tiempo…, pero yo tampoco creía que llegaríamos tan lejos, que llegaríamos a esto… ¡Inútiles! —susurró, desgarrada—. Jamás, jamás esto. Ni por España ni por nadie. Y mira, hijo, ellos se supone que saben de política, ¡pero mira! No lo paran, no detienen esta hecatombe, y tanto si no quieren como si no saben cómo pararlo, son unos inútiles. Y sí, unos asesinos —añadió entre dientes, pero la pude oír perfectamente—. Todos.
—No quieren —susurró Genaro.
Un escalofrío recorrió a la abuela, que ahora guardaba silencio retorciéndose por dentro.
—Y mis chicos allí, dando la vida… —murmuró—. Por qué, para qué… —Aguantó la respiración, antes de susurrar—: Y quitándola.
Por un momento creí que se desmayaría. Cerró los párpados apretando con fuerza. Nunca la había visto tan agitada, respirando así, como si le costara. Me aferré a la madera, encogiéndome, en busca de algo firme en aquel huracán de emociones. Ella miró entonces a Genaro a los ojos, como si no quisiera admitir lo que iba a decir, como si creerlo doliera demasiado.
—Me escribió, ¿sabes? Mi niño…, tu tío. Matan a sangre fría, sin saber siquiera a quién disparan cuando les dan la orden de abrir fuego. Y no importa que el pobre desgraciado se acoja a todos los santos o a Dios. ¡Su Dios! Ese por el que tanto hinchan el pecho. Dicen que los jefazos azules lo llaman limpiar…
Genaro la escuchaba con la boca entreabierta y un gesto de piedad en la mirada que no podía ocultar. Dio un paso hacia ella, pobrecillo, como si estando más cerca pudiera consolarla o protegerla. Ay, Genaro, la espina estaba clavada demasiado adentro y en el rostro de la abuela se veían los terribles efectos de su veneno, de su dolor, que pasaron con rapidez de la angustia… a la cólera, tintando de colores sus finas mejillas.
—Pero eso, allí o aquí, es asesinar —dijo la abuela—. Y no hay Dios ni Patria de por medio. Son sólo eufemismos, palabras vacías cuando se usan como excusa para empuñar un arma. No se atreven a decir en voz alta que sólo son hombres matando a otros hombres, movidos como marionetas por hilos de colores. Y sus madres en casa, todas ellas de negro, llorándolos.
La abuela apretó los puños con fuerza, con ese orgullo tan suyo, antes de alzar los ojos, vidriosos, para mirarle de nuevo.
—Sí, hijo, lo sé, no hace falta que me lo jures. El pueblo se muere. Entero. De hambre y masacrado. Y a nadie le importa.
Genaro tardó unos segundos en responder, como si se hubiera quedado pensando en las últimas palabras de la abuela, o como si sopesara si debía hablar. Y habló.
—Por eso si ellos no le ponen remedio, tenemos que ser nosotros quienes busquemos soluciones. Porque así, sencillamente, no se puede seguir.
Al oír aquello, de repente mi abuela alargó como un resorte una mano por la espalda hacia mí, con la palma tiesa, como protegiéndome de un peligro invisible, aunque yo ya estuviera unos pasos alejada.
—Genaro, no sabes lo que dices. ¿Qué estás diciendo? —Y su voz sonó aguda.
—Nada, abuela, nada. Sólo creo que hay que buscar opciones.
—Pero qué opciones, por favor, hijo, ¡qué opciones! —Aún con el brazo estirado hacia atrás, dio un paso al frente hacia su nieto—. Genaro, por el amor de Dios, no hagas tonterías. Te lo ruego, no hagas más tonterías. ¿Me has entendido? —insistió, elevando la voz.
—Sí, sí, no sufra, abuela, no sufra —respondió él, conciliador.
Pero yo sabía que la abuela Candelaria sí sufría, y sufriría. Muchísimo. Y él también lo sabía, estoy segura. Porque aquella mano insegura que él había apoyado en el viejo brazo tembloroso mientras hablaba apretó con cariño los huesecillos de la abuela y despacito, muy despacito, se acercó como trastabillando hacia ella, hasta abrazarla, estrecho. Ella apenas se movió, pero cuando él le estampó en la mejilla un sonoro beso vi cómo mi abuela cerraba un instante los ojos y sus manos dejaban escapar un pequeño espasmo para estrujar a su nieto de forma fugaz. Un gesto contenido pero imposible de contener.
Él se apartó y, mirando a la abuela con una sonrisa torcida, dijo:
—Voy a darle a Carmen la maravillosa noticia de que hoy no tenemos sardinas.
Ella también sonrió:
—Cuídala. Y cuídate, niño.
—Y vosotras.
Genaro se marchó, dejándome, aún apoyada en la puerta, con el corazón revuelto de emociones contradictorias pero con una sensación extrañamente cálida que sobrevolaba todas las demás y parecía querer rebosar por la comisura de mis ojos. Creo que era amor.
Más adelante supe que a mi abuela no le habían querido servir su ración de sardinas aquel día porque el territorio en el que se enclavaba nuestro pueblo pertenecía al bando Rojo y desgraciadamente mi abuela tenía un hijo y un yerno batallando por los nacionales, lo que la convertía, potencialmente, en una fascista.
Lo que nadie tenía en cuenta es que también tenía otro hijo batallando con los Rojos. Así de desquiciante. Cada uno vivía en una punta de España y a cada uno se le asignó un bando, allí nadie escogió. Y tocó el que tocó. Como en un sorteo. Como echar los dados. Pito pito gorgorito. Puro azar. Maldito azar, que destrozaría una más de entre tantas y tantísimas familias. Sí, la nuestra también fue el ejemplo literal de la atrocidad que una guerra civil supone: una guerra entre hermanos. Un fratricidio que en aquellos momentos desgarraba el alma de una madre vapuleada por los dos bandos, que en su desahogo había entrado a limpiar la cocina a zarpazos. Nadie la ayudaría, ni unos ni otros. Igual que jamás vencería uno u otro, allí sólo habría víctimas por todas partes. Mi abuela, sus hijos. El país entero, deshecho.
Aquel episodio me generó una desazón que todavía recuerdo con angustia y de la que me costaría mucho mucho tiempo desprenderme. Desde entonces, cambió nuestra dieta y cambió cómo nos miraba la gente. Y no sólo a nosotros. Todo el pueblo se volvió suspicaz. Unos con otros. Vecinos, amigos, viejos compañeros. En la mirada de todos había anidado una brizna de desconfianza. «El miedo corroe», me había dicho una vez mi padre, hacía ya lo que parecía una eternidad. Y en aquel entonces comencé a comprender lo que realmente esa frase significaba. Yo miraba a mi familia y no entendía qué había distinto en nosotros que generase que se nos repudiara como muchos estaban haciendo. Pero luego miraba a quienes nos escupían al cruzar la calle y en sus ojos temblaba tanto miedo e incertidumbre como en los míos. Y entonces pedía una y otra vez que todo pudiera acabar en un abrazo tan poderoso como el de mi abuela y su nieto cubiertos por las alas de mi mariposa Roja. Ojalá todos hubieran podido verlo…
La suerte que tuve en aquellos tiempos, si podemos llamarlo de esa forma, es que yo era sólo una niña. Y a los niños se nos ignoraba un poco, la verdad.
Y sí, fue una suerte. Me permitía ir y venir sola por las calles sin preocuparme demasiado y hablar con todos sin que a mí nadie me cambiara el tono. Podía seguir saliendo a jugar con Dorotea y podía incluso escabullirme hasta los campos de vez en cuando. Y podía ir a ver al primo Genaro y a su mujer a la tienda y que me dieran garbanzos tostados.
—Toma una perrilla y ve a por garbanzos tostados, anda —me ofreció la abuela.
Y con aquella moneda que no valía más que cinco céntimos crucé el pueblo hasta la Plaza Mayor, dando alguna carrerita para desentumecer las piernas del frío que se me colaba por las rodillas.
Esa plaza siempre me pareció tan majestuosa… Quedaba en alto y tenía tres entradas, cada una con un pequeño tramo de escalones. Un banco de piedra la bordeaba entera, abrazándola y recogiéndola frente a la iglesia. Una intrincada barandilla de hierro hacía de respaldo y los chorros cantarines de una fuente que quedaba a un lado la dotaban de su propia melodía. Aquellos cuatro chorros que saltaban al cielo de forma incansable, noche y día, eran el punto de encuentro de las mujeres que tenían la fortuna de vivir en el centro del pueblo. Iban allí con sus cántaros y los llenaban de esa agua milagrosamente inagotable que luego les serviría para cocinar, limpiar y bañar a sus criaturas. Siempre que me acercaba sola hasta allí, aminoraba la marcha cuando estaba a los pies de los escalones y los subía despacio, muy despacio, uno a uno, callada y atenta, pidiendo permiso a ese mundo vivaz y risueño para entrar en él. Y la plaza se extendía entonces ante mí, grandiosa, y su ritmo contagioso trepaba desde la planta de los pies hasta la sonrisa, que ella sola ya se había instalado en mis mejillas, animando a mis ojos a bailotear inquietos de un lugar a otro, pendientes de las mujeres que parloteaban y reían en la fuente, de los saltarines gorjeos del agua, de los ancianos sentados uno junto a otro bañados por un sol tímido y blanquecino; y de la iglesia, firme e imponente, regia guardiana de aquel reducto de alegría que se atrevía a despuntar en tiempos sombríos, protegida por la antigua balaustrada, recuerdo de otros mejores.
Y entre aquella algarabía se hacían un hueco el primo Genaro y su pequeña tienda. Él era verdulero, pero en su local había de todo un poco, desde tomates hasta mis queridos garbanzos tostados, la mejor golosina del lugar. Y, gracias a Dios, su tienda seguía abierta. Ella y el viejo bar aguantaban, inmutables. El tilín de la campanilla me delató, alertó de que una intrusa, bajita pero muy golosa, se había colado.
—¡Sacra!
Era Carmen, la mujer de Genaro, asomándose por encima del mostrador con la boca abierta de oreja a oreja en una gran sonrisa. Mi querida Carmen. Aquella mujer llevaba el sol a donde quiera que fuera y parecía que todo florecía a su alrededor. Las sonrisas eran mayores y las gentilezas abundaban cuando ella andaba cerca. Sus curvas opulentas despertaban pasiones, y su constancia, su trabajo duro y entregado en el campo generaban el respeto y el aprecio que todo el mundo le prodigaba. Y ella, a cambio, estaba siempre dispuesta a cuidar de todos. Niños, adultos, jardines o animales. Por eso cuando yo la veía aparecer, siempre con sus sencillos vestidos en tonos cálidos como la Naturaleza de la que vivía rodeada en su hacienda, el cabello suelto y ondulado color tierra, con sus mejillas sonrosadas ocultando los ojos achinados bajo aquella inmensa sonrisa, me parecía que alguna suerte de gran Madre Tierra venía hacia mí. Y en un parpadeo ya estaba a mi lado y me estrechaba con fuerza entre sus rollizos brazos, plantándome un sonoro beso en cada mejilla. En aquella familia todo el mundo daba los besos haciendo muchísimo ruido, como un escandaloso chasquido que quisiera ensordecerte de todos los sonidos que enturbiaran tu mundo, para dejarte flotando en un envolvente zumbido de ternura familiar. El resultado era siempre una leve sordera transitoria y sendas manchas de carmín en las mejillas, que una tenía que restregarse con el reverso de la mano y una sonrisa para evitar ofensas.
—¿Cómo estás, pequeña? ¿Te manda Candelaria?
Yo negué con la cabeza.
—Vengo a por una perrilla de garbanzos tostados para mí.
—Vaya, vaya, ¡mira qué suerte la tuya! —exclamó alzando las cejas—. Ven aquí, anda, voy a enseñarte algo. —Y me guio de la mano ondeando sus generosas caderas hasta la trastienda, de donde salía un sugerente calorcito.
Allí tenían el hornillo donde tostaban los garbanzos los días que no salían a venderlos a la plaza o por las calles. Era el mismo donde preparaban las castañas cuando era época y, a pesar de haber trotado tanto, ahí seguía, produciendo las chucherías por las que nos volvíamos locos los niños de aquel recóndito pueblecito de Castilla adonde las golosinas industriales aún no habían llegado. Así que aquellos garbanzos que ella estaba atizando en esos momentos eran nuestra mayor tentación.
—¡Recién hechos! —exclamó.
Y mientras los hacía rodar de un lado a otro, me preguntó por mi madre y mi hermanita, me preguntó por la tía Juliana y su miopía, y por la abuela.
—Está enfadada —le conté.
—¿Enfadada? ¿Con quién? —indagó de reojo.
—No lo sé —respondí yo. Pensé de repente que quizás no debía decir nada sobre las intimidades de mi familia. Pero Carmen también era de la familia, y además era muy buena—. Está seria, más de lo normal —añadí—. Habla muy poco. Y mira siempre con las cejas arrugadas.
Agaché la cabeza después de decir aquello, preocupada por haberme excedido.
Yo no sabía por qué la abuela estaba cada vez más agria, pero sin duda aquel era el término. Era como lo que le pasa a la leche cuando cambia poco a poco de sabor hasta ponerse mala. Y yo tenía miedo de que la abuela también se pusiera mala. Pero no sabía si Carmen podría explicarme por qué le estaba pasando aquello.
Entonces ella dejó la palita que estaba usando, me cogió con delicadeza la barbilla, alzándola para que la mirase a los ojos, y se agachó ante a mí. Quedamos a la misma altura, y así, frente a frente, con sus grandes ojos terrosos, tan luminosos y cálidos como las brasas que tostaban los garbanzos, clavados en los míos, me dijo:
—Sacra, escúchame. Tu abuela es muy sabia. Y fuerte. No temas por ella. Ella aguanta, ¿sabes? Siempre aguanta, como los robles, firmes frente al temporal. Ella aguanta, como las gruesas paredes de piedra de tu casa —exclamó, posando una mano en su pared descascarillada—, que os guardan de todo lo que pase ahí fuera. Ella aguanta, mucho mejor que cualquier soldado en la batalla. Y como soldado, vigila, y como hogar, se hace dura por fuera —y apoyó con suavidad un dedo sobre mi corazón— para manteneros a salvo dentro. Y como roble, calla. Ve, actúa, y calla. Confía en ella, pequeña, y quiérela a pesar de su dureza. Algún día entenderás todo lo que hace por nosotros… —afirmó, acariciando suavemente mi mejilla.
—Yo la quiero —dije sin dudar, porque nada cambiaba eso.
Y ella sonrió, con esa sonrisa suya grande y luminosa. Y vi algo en el fondo de sus ojos, unas chispas, unas ascuas que se encendían unos segundos y titilaban, de un fuego antiguo, poderoso y singular. Y toda ella brilló un poco, como si una luz le irisara la piel apenas unos instantes. Y su pelo ondeó como movido por una ligera brisa y aquel cuartucho en el que estábamos se desdibujó y olí algo que me trajo un viento suave y cálido, un olor a tierra y a campo, al trigo tras la siega, a polvo de caminos cien veces andados y flores tardías bajo un sol de verano. Oí un ligero zumbido, como de abejas laborando, y el piar de algún pájaro lejano. Y vi, en el horizonte de aquel prado dorado, unas nubes extrañas que se iban acercando, con las panzas oscuras cargadas de malos presagios. El viento cambió y un extraño helor me erizó la nuca y tiñó de grises la escena, de unos grises acerados que dolían y que se clavaban en las pupilas cegándote con luces repentinas que parecían extrañas explosiones. Tuve que entornar los ojos y quise alejarme, retroceder, pero la sangre se me había congelado en las venas y estaba paralizada, con la mente embotada por el alocado retumbar de mi corazón. Y de repente un grito agudo resonó en algún lugar lejano. Un escalofrío me recorrió entera. Y ese grito pareció clavarse en los tímpanos, penetrar tan y tan profundo en mi cabeza que se estiró en un tiempo que había quedado en suspenso, haciéndose eterno, interminable… Perdida en aquella cacofonía de los sentidos apenas pude oír, como un eco apagado, el ligero tintineo de una campanilla… Sí, sonaba una campanilla en algún rincón… Había voces fuera.
Intenté enfocar la vista, desorientada, como si despertara en medio de una pesadilla. Sin saber dónde estaba, busqué a mi alrededor y fui descubriendo poco a poco el cuartito de Carmen, reconociendo su trastienda. Pero percibí aún durante varios minutos los resquicios de un penetrante pitido que se confundía con los ruidos de la calle, hasta que se fue desvaneciendo lentamente.
—Sacra.
Sus ojos, de nuevo oscuros, me miraban fijamente, más abiertos de lo normal. Olía a garbanzos, y ese olor familiar me ayudó a volver con fuerza a la realidad. Carmen estaba muy seria. ¿Asustada?
—Ve con cuidado. Ve con mucho cuidado. —Hizo una pausa y me observó como si quisiera ver más allá de mis pupilas—. Y confía sólo en los tuyos para que te guíen. ¿Oyes, pequeña? Y en ti. En tu instinto. Y si alguna vez quieres hablar… o quieres más garbanzos… —añadió con un pequeño gesto simpático (pero fue muy muy pequeño)—, ven a verme.
Cogió una papelina, la convirtió con agilidad en un cono y allí vertió un puñado de garbanzos tostados aún tibios. Me pasó aquel valioso tesoro, pero yo apenas tenía hambre ya. El cuartito se me había hecho incómodo, asfixiante; necesitaba salir a la calle cuanto antes.
Una terrible sensación de urgencia se había apoderado de mí, el cuerpo me pedía a gritos salir corriendo, pero no sabía hacia dónde ni de qué huía. Tenía mucho calor en pleno invierno, el corazón latía descontrolado y la angustia en la mirada de Carmen se había quedado grabada a fuego en mi retina. No entendía por qué la piel de Carmen me había recordado al verano, ni por qué de repente había tenido calor en pleno invierno, no entendía cómo era posible lo que había vivido dentro de una trastienda, qué significaban aquellas nubes aterradoras ni por qué me habían encogido así el corazón. Y, sobre todo, qué había visto Carmen a través de mis ojos, por qué me miraba como si hubiera algo más allá de mí misma, algo que sólo ella pudiera ver. Me parecía que había querido decirme algo más y, aunque no sabía qué, tenía la desagradable sensación de que sus palabras habían sonado a advertencia. A señal de aviso.
Llegué a casa sin aliento, con la garganta reseca por el frío y los garbanzos un poco espachurrados por apretar la papelina con demasiada fuerza. Y nada más entrar, oí:
—Madre, vengo a reñir.
Y se me escapó una entrecortada sonrisa de alivio. Suspiré. Y procuré respirar. Una vez. Y otra. Acompasando poco a poco la respiración mientras cruzaba el pasillo.
Estaba en casa. Ya estaba en casa.