Pero yo no soportaba el baño. Ahí metida, en un agua que se enfriaba demasiado deprisa, tenía que aguantar cómo mi madre, armada con un estropajo, rascaba una y otra vez mis «mugrientas rodillas», según sus palabras. ¡Con qué dolor lo recuerdo! Me mordía el labio inferior para no quejarme, pero no podía evitar insinuar de vez en cuando que ya estaba bien limpia. No lograba entender que aquel ritual tuviera que ser tan desagradable.
—¿Y Teodoro? —preguntaba al terminar.
—Él, más tarde —respondía siempre mi madre.
Pero yo nunca veía que llegara ese momento. Como tampoco entendía a qué se dedicaba mi hermano; por aquel entonces nadie me había explicado cuál era ese oficio para el que se suponía que se estaba preparando, ni qué hacía durante todo el día que lo mantenía siempre alejado de casa; fuera lo que fuese, debía de hacerlo bien, porque mi madre nunca tenía una mala palabra para él. Seguro que, igual que le perdonaba todo lo demás, le perdonaba también el baño…
Me estaba alejando del baño y de los restregones con jabón de mi madre, cabizbaja y enfadada, arrastrando los pies a conciencia, como bien sabía que a ella tanto le molestaba, cuando oí unos cuchicheos tras las paredes. Pensé que sería Teodoro, a quien me imaginaba holgazaneando por ahí, al otro lado de alguna puerta entornada, pero resultó que las voces se colaban desde más allá de los muros, a través de un ventanuco que daba a la calleja de atrás, la que llevaba a la casa de la tía Isidora. Miré a un lado y otro del pasillo a ver si alguien más daba señales de haber oído algo, pero estaba sola. Así que me acerqué con disimulo y asomé sólo la nariz para ver qué ocurría. Allí, junto a los muros de piedra de la casa Roja, estaba Isidora hablando con mi querida Carmen. Apenas podía entender lo que decían, tan bajito hablaban, pero tras aguzar el oído unos segundos capté con claridad mi nombre. Sorprendida y arrebatada de curiosidad, casi saqué medio cuerpo por la ventana para lograr captar lo que decían. Me agarré con fuerza al alféizar.
—… creo que ella aún no entiende del todo qué es lo que le pasa. La vi tan desconcertada…, la pobrecilla agarraba su cucurucho de garbanzos como si fuera un bote salvavidas… —decía Carmen—. Pero es raro, no creo que estuviera demasiado asustada, sólo algo perdida. Me parece… me parece que le puede la curiosidad.
Vi cómo a Isidora se le escapaba la sonrisa entre aquellos delicados labios suyos, dibujando arruguitas en torno a sus ojos esmeralda, que brillaban ligeramente.
—Siempre ha sabido escuchar. Aunque ahora se esté encontrando con más de lo que quizás nunca ha llegado a imaginar, está acostumbrada a dejarse llevar y ver qué le trae ese camino.
—Me preocupa que vea demasiado, Isidora. Que se asuste… o que llegue a correr peligro. —Carmen se acomodó el nudo del chal que le cubría los hombros y preguntó bajito, sin mirar a su suegra—: ¿Crees que la estamos poniendo en peligro si dejamos que siga por ese camino?
Isidora no se movió y tardó unos segundos en responder. Sacudió brevemente la cabeza y su melena rojiza refulgió fugaz, meciéndose con una calma que se extendía a cada uno de sus gestos. Y cuando habló, esa calma se trasladó a su voz, pausada:
—Creo que es inevitable que siga avanzando, que siga descubriendo. No podríamos impedirlo aunque quisiéramos. Lo mejor que podemos hacer es estar a su lado, para que lo viva como una bendición… y no se convierta jamás en una tragedia.
Una sombra fugaz cruzó su semblante tras aquellas palabras y vi cómo se llevaba durante unos segundos sus pensamientos lejos de allí. Supe que había recordado algo que guardaba muy adentro y que muy pocas veces se permitía recordar. Pero en ocasiones las emociones traicionan, sobre todo cuando llevan demasiado tiempo encadenadas. Yo no sabía qué era lo que estaba atormentando las profundidades del alma de mi tía, a qué se debía que esa oscura humareda enmarcara sus ojos como una terrible enfermedad. Pero Isidora tenía experiencia ejerciendo como su propia carcelera y recuperó enseguida el dominio de sí misma. Entonces observó a su nuera, que jugaba a enredar y desenredar los flecos de su chal, estudiándola. Yo sabía que esas mejillas bondadosas siempre le habían gustado, Isidora conocía todo lo bueno que había en Carmen y no pudo alegrarse más cuando su hijo Genaro la tomó por esposa. Con ese cariño que sus labios siempre demostraban más de lo que ella habría querido, dio un pasito hacia la joven y posó una mano sobre su brazo. La vi resplandecer unos segundos al tiempo que su sonrisa cálida buscaba los ojos terrosos de Carmen, que los alzó despacio para devolverle la sonrisa, suspirando.
—Es especial nuestra pequeña, ¿verdad?
—Sí, Carmen, lo es. Por eso doy gracias de que pronto volveremos a estar todos juntos para acompañarla en lo que esté por venir.
Yo me había quedado inmóvil, colgada del ventanuco, ingrávida y suspendida en el tiempo. No sentía las yemas de los dedos de tan fuerte como me agarraba y no podía apartar la vista de Isidora y Carmen, como si me hubieran atrapado con un poderoso imán. No acababa de entender aquella conversación, no acababa de creerme lo que estaba oyendo, no sabía si tenía algún sentido… La incongruencia de que aquellas dos mujeres a las que tanto quería susurraran por las esquinas sobre mí me resultaba tan sorprendente que casi sonaba a fantasía. Sacudí la cabeza, como si intentara espantar un moscardón que en realidad estaba dentro de mí. Porque, más allá de la avalancha de interrogantes, también había una especie de señal de alarma que me zumbaba en las sienes. Había una voz que quería hacerse oír desde algún lugar recóndito de mi interior. Insistente. Y esa extraña sensación creció y creció hasta que logró imponerse sobre todo lo demás; era el temor, la temible sospecha de que quizás, y sólo quizás, una parte de mí podía intuir algo de lo que significaba todo aquello. De lo que podía llegar a significar.
De repente un golpe seco atronó la casa entera, haciendo que casi perdiera el equilibrio. Puse los pies en el suelo rápidamente y tras mirar a mi alrededor, desconcertada, volví a asomar la nariz e intenté descubrir qué me había perdido.
Las dos mujeres miraban la portezuela de atrás con gesto contrito. Fue Carmen quien puso en palabras lo que ambas ya sabían.
—Candelaria…
Isidora resopló con hastío, asintiendo. Conocía demasiado bien a su madre.
—Esto me va a costar caro.
Y tras un efímero abrazo, cada una se fue en dirección contraria a paso ligero.
A los pocos segundos parecía que un terremoto estuviera arrasando con las ollas y sartenes de la Cocina Chica y el eco del estropicio resonaba por toda la casa.
La abuela Candelaria. Era ella quien había dado aquel violento portazo. Ella también las había oído, escondida igual que yo para escuchar sin ser descubierta. Hasta que decidió decir la última palabra, como siempre. Pero ¿por qué no había salido? Miré a un lado, a la calle vacía, y al otro, hacia las entrañas de la casa, dudando…
Y decidí acercarme despacito para asomar la cabeza con cuidado al reino de vapores de mi abuela Candelaria. La descubrí de espaldas, emprendiendo una terrible cruzada contra una vieja cacerola deformada. Me quedé mirándola con el ceño fruncido, su espalda chiquita y su falda oscura y larga enmarcada por la lazada del mandil.
Por qué aquella reacción ante la conversación clandestina de la que ambas habíamos sido testigos… Por qué aquel ardor en sus mejillas, aquel brillo húmedo que refulgió en sus ojos cuando se dio la vuelta y agarró un trapo con las manos crispadas. Mi abuela estaba deformada por el dolor, que ella transformaba en furia. Casi podía ver el nudo en la garganta que le ahogaba la respiración, pero lo que yo entonces no sabía era que a mi abuela ya hacía rato que le faltaba el aire, hacía rato que se había dado cuenta de qué hablaban esas dos, y desde entonces el pecho subía y bajaba a un ritmo que, a su edad, no podía ser bueno. Ahora el nudo atronaba su interior con unas ganas terribles de estallar y gritar, pero ella no podía hacer más que desquitarse con los cacharros.
La veía moviendo arriba y abajo sus piececillos nerviosos y habría querido saber qué pasaba por su mente, haber consolado su angustia, pero ella nunca habría compartido conmigo aquello que la carcomía por dentro. No me habría contado todo lo que sabía, todo lo que ya llevaba tiempo temiendo y que poco a poco se le confirmaba. Qué sorpresa me habría llevado entonces si hubiera sabido que ella venía observando con disimulo mis desapariciones al campo, mis constantes idas y venidas a reinos a los que ella sabía con asombrosa certeza que nadie más que yo podía acceder, velándome cuando me quedaba con la mirada perdida en la lejanía. El episodio en la fuente que acababa de vivir no era más que el principio de otros muchos que se sucederían, ella lo sabía bien, pero, ay, cómo iba yo a imaginar que ella en realidad lo entendía mejor que nadie. Entonces habría comprendido por qué la rabia le arrebolaba las ajadas mejillas; no era sólo porque aquellas dos mujeres a las que consideraba dos jovenzuelas estuvieran especulando junto a su puerta sin tenerla a ella en cuenta, sino porque no le hacía ni pizca de gracia enterarse de que iban a permitir que todo aquello se desarrollara como si tal cosa. Pobre Candelaria, cómo podía yo saber que el mayor de sus temores en aquellos momentos era que yo llegara a sufrir tanto como había sufrido ella.
Me quedé mirándola unos segundos, ensimismada y masajeando mis pobres rodillas, que aún me escocían, siendo testigo del arrebato de mi abuela Candelaria. Sabía la facilidad con que chocaba con Isidora, tenían demasiado carácter las dos, pero en aquel caso intuía que no se trataba de lo que se hubieran echado en cara, sino más bien de lo contrario. Que era todo lo que no se habían dicho y que ahora ardía entre los calderos, que era todo lo que flotaba en el ambiente y que el humo del silencio no me permitía ver con claridad…
Sólo sabía, con una certeza que a cada segundo que pasaba me pesaba más sobre la espalda, que todo aquello, me gustara o no, tenía que ver conmigo.
Al final me alejé tan despacito como había llegado, con la intriga demasiado viva y la sospecha arrastrándose pegada a mi sombra. Serpenteé entre puertas y pasillos, crucé el patio y me planté frente a la puerta Roja, dispuesta a salir en busca de aire fresco sin decir una palabra a nadie. Necesitaba respirar.
Salí de casa, escabulléndome silenciosa como un ratoncillo. Y cuando estaba recorriendo las calles, procurando encontrar una dirección para mis pasos y mis pensamientos, una sonrisa se me escapó sin permiso por la comisura de los labios, y es que de repente pensé que sabía de alguien a quien le encantaría trenzar mi pelo brillante y con olor a recién lavado. Apreté el paso con ganas.
A Dorotea le encantaba el baño, me lo había dicho más de una vez. No es que yo quisiera ir sucia, también me gustaba oler a jabón de oliva, era simplemente que habría preferido ahorrarme el trance hasta llegar a ese punto. Pero alguna vez que aparecía en la calle enfurruñada y con las rodillas enrojecidas, ella me miraba como si tuviera delante un perro verde, sin comprender cómo aquella minucia de dolor, tras la que el pelo me quedaba brillante y sedoso, me podía molestar tanto.
Aquella niña, que era la hija del doctor, vivía delante de nuestra puerta Roja, aunque sabía que no era allí donde aquella tarde la encontraría, por eso seguí callejeando muchas casas más allá.
Dorotea era lo más presumido que yo había conocido jamás; no nos parecíamos en nada. Bueno, en realidad nadie se parecía a ella: era rubia. Y en aquel lugar todos éramos de cabello y ojos como tiznados por el carbón. Ella, en cambio, tenía una melena ondulada del color del trigo, carita redondeada y ojos claros como un torrente alpino. Parecía una criatura celestial fuera de lugar. Pero sólo lo parecía, yo podía dar fe de ello. Tras aquella linda apariencia, hervía un talante tozudo y dictatorial que chocaba siempre con el mío, tan obstinada como ella pero mucho más dada al mutismo que a los aspavientos escandalosos. Nuestros juegos solían terminar tan sorprendentemente como habían empezado. Discutíamos en cada uno de nuestros encuentros y nadie entendía, ni siquiera nosotras mismas, por qué éramos amigas.
Pero lo cierto era que, de una forma u otra, con el tiempo nos habíamos tomado un curioso cariño. A menudo jugábamos con pedazos de algún lebrillo roto que encontrábamos por ahí. Pero al poco de juntarnos y empezar a jugar con aquellos pobres trocitos de barro esmaltado que constituían nuestro entretenimiento, ya estábamos cada una por su lado, ella montando el puzle con las piezas que en otro tiempo habían constituido una bella jarra, yo con la espalda apoyada en la pared dando vida a las sombras que creaba con la ayuda de las manos y los tímidos rayos de sol.
Solíamos citarnos en una vieja casona abandonada que pronto apareció ante mis ojos, con sus paredes jalbegadas descascarilladas y su maravilloso patio despejado, situado estratégicamente de tal forma que siempre le daba el sol. En aquel escondite nadie nos molestaba. Los blancos muros estaban marchitos a desconchones y todo el lugar respiraba un aire a viejo secreto olvidado que me encantaba. Allí pasábamos las horas mecidas por el sol durante casi todo el año, excepto en los meses más fríos. Algunos pocos ratos jugando juntas, más a menudo discutiendo y la mayor parte del tiempo cada una en su mundo, en una extraña armonía que a las dos nos funcionaba bien y nos gustaba. Una tranquila armonía que yo aquella tarde necesitaba más de lo que ella pudiera sospechar.
—A mis padres cada vez les cuesta más dejarme que vaya sola por ahí —comentó ella, bajito—. Creo que me lo acabarán prohibiendo.
Ambas sabíamos que sólo la guerra, aquella palabra maldita que oíamos susurrada por las esquinas, era la causante del temor de sus padres. Yo no dije nada, pero por dentro pensé que ojalá eso no ocurriera. Ni a ella ni a mí. Y aprovechando mi pausa cada vez más larga, Dorotea siguió:
—¿En tu casa no les ha importado que salieras?
—No sé si se han dado cuenta —respondí con vaguedad.
Noté que ella detenía un momento sus quehaceres. Sabía que mi amiga tenía muy arraigado el sentido de la obediencia a los mayores.
—Hoy mi abuela estaba muy muy enfadada —le expliqué en pocas palabras—, y no quería molestar…
—Mi padre dice que a las personas viejecitas les puede dar un infarto.
—¿Qué es un infarto? —pregunté, alzando un segundo la vista del dibujo que estaba haciendo en la arena.
—No lo sé, pero después se mueren.
—Ah, entonces mi abuela no tiene de eso, ella es muy fuerte —dije más tranquila, repasando mis figuritas con el dedo.
Dorotea se había hecho una trenza sobre cada hombro y ahora me observaba con timidez.
—¿Me dejas trenzarte el pelo?
Sonreí a modo de respuesta, porque llevaba rato esperando aquella petición, y simplemente me di la vuelta y solté el lazo que sujetaba mi pelo recién lavado. Seguí dibujando mientras ella se afanaba en su tarea, que quedó algo extraña porque yo no era demasiado buena como modelo. La pobre resoplaba cada vez que me movía. Pero en realidad no se imaginaba cuánto me relajaba aquello, cuánto me gustaban las cosquillitas que me hacían sus dedos al peinar mi cabello, repartiendo mechones a un lado y a otro, para luego ir trenzándolos poco a poco y suavemente. Me quedaba como adormecida sintiendo el vaivén de sus manos, y pasé de tener la cabeza inclinada hacia el suelo, intentando concentrarme en mis dibujos, a rendirme con la barbilla apuntando al cielo y los brazos alrededor de las rodillas, encandilada con los círculos que dibujaban los gorriones sobre nuestras cabezas y sus idas y venidas a las viejas tejas donde hacía tiempo había descubierto que escondían sus nidos.
Nadie habría imaginado que a aquella niña presumida y caprichosa, la muñequita de todo el pueblo, le gustaría pasar tiempo con una niña silenciosa que se entretenía viendo cómo se mecían las flores, que de vez en cuando canturreaba para sí, escuchaba el piar de los gorriones como si le contaran las más bellas historias y jugaba a hilvanar los rayos del sol entre los dedos pintando sombras en la pared. Pero a Dorotea, aunque no lo compartía, no le importaba.
Y me dejaba hacer, permitiendo que en aquel refugio nuestro convergieran dos mundos opuestos, pero necesitados el uno del otro. Y así, en ese viejo patio olvidado, se daba la mágica fusión de realidad y fantasía a manos de aquellas niñas contrarias.
Por supuesto, de aquel extraño pacto nada sabían los adultos. Nuestras madres nos mandaban a jugar y con eso se quedaban y les bastaba. No imaginaban que nuestra amistad estaba forjada sobre disputas y silencios, y que pocas o ninguna eran las confesiones que nos habíamos hecho en nuestras cortas vidas. Que el cariño y la comprensión habían brotado de un contacto invisible entre dos criaturas que habían aprendido a entenderse y quererse sin hablar. Porque ella nunca me contó sobre los apuros que fingían no pasar en su casa ni sobre los graves problemas de salud de su madre. Ni yo tampoco le hablé nunca del carácter cambiante de mi madre, de las intrigas que se cernían cada vez más visibles sobre las mujeres de mi familia, ni de cuánto echaba de menos a mi padre. De las muchas noches que se me hacían eternas antes de que llegara el sueño, porque mi cabeza no dejaba de elucubrar nefastos escenarios en los que mi padre podía andar perdido. Me tenía muy callado cuánto añoraba su sonrisa al llegar a casa, aportándome calma cuando me invadía la angustia, o su voz dando vida a mis cuentos al caer la noche.
Porque era él quien, después de cenar, intentaba encontrar un ratito para auparme en su regazo y leerme alguna historia que me hiciera soñar bonito. Pasaba las páginas despacio, porque cada personaje tenía su tono de voz, sus gestos característicos, sus muecas. Y yo le miraba y le escuchaba dejando que el tiempo y la realidad quedaran en suspenso para dar cabida a aquel momento único que sólo él era capaz de crear. Y precisamente porque no siempre se daba la ocasión, siempre que ocurría era como un regalo caído del cielo. Y su calor me abrigaba más que cualquier manta, porque él era mi ángel guardián. Pero yo sabía que ahora era él quien necesitaba un ángel de la guarda a su lado, y durante aquellas noches en vela a menudo rezaba para prestarle el mío, si lo tenía, para que volara junto a él y le cuidara de cualquier mal.
Pero ¿cómo contarle a nadie aquello, ni siquiera a otra niña como Dorotea? En aquella época, a los niños se nos enseñaba a callar y a no preguntar. Y siempre que se podía, se nos despachaba con presteza. Así que, acostumbradas a eso, incluso entre nosotras nos callábamos nuestras penas y nuestras dudas. Por eso yo nunca consolé sus lágrimas por el miedo a perder a su madre. Ni ella nunca consoló las mías por los azotes que mi madre me daba a mí por no dárselos a mi hermano. Sólo permanecíamos una junto a la otra. Y, pese a la aparente frialdad que existía entre nosotras, nos teníamos un gran cariño mutuo, y cuando miro hacia atrás sé que Dorotea fue la única amiga de mi edad que tuve durante la infancia.
Y yo nunca llamé ni he llamado amigo a cualquiera. Todos los que han entrado en esa categoría han tenido algo especial. Las mariposas. Pedro. Las margaritas. Carmen. La tía Isidora. Y los rayos del Sol. Creo que para Dorotea también lo eran los pedazos de lebrillo. Ah, y mis olivos. De hecho, fue encaramada a ellos que le vi llegar. A mi nuevo amigo, me refiero.