IX

Hasta la grandiosa fuente de cuatro saltos parecía haber convertido su canto en llanto por aquellos días. Su burbujeo resonaba amplificado en la plaza hueca, vacía del coro de risas y la melodía de la vida. Ya nadie se atrevía a acercarse a aquellas paredes agujereadas, y nuestra pequeña y sencilla fuente, más alejada del centro pero más accesible en su humildad, abastecía a todos generosamente. Era uno de los pocos enclaves del pueblo que parecía seguir latiendo con pulso propio, un rincón entre calles donde aún vibraba algo de alegría. Era también de los pocos sitios hechos de piedra a los que yo aún me acercaba sin temor, porque ahora cruzaba aprisa y con miedo las calles que antes me brindaban la alegría del juego y la aventura. Y como yo, seguían acercándose muchos animales a beber. Y también él seguía allí sentado invariablemente. El anciano Don. Me habría dado pena verlo siempre allí solo si no fuera por esa tranquilidad que transmitía. Esa paz. Parecía estar exactamente donde deseaba estar. Parecía que aquel era el lugar al que pertenecía y en el que se sentía a gusto. Nada le obligaba a estar allí pero del mismo modo parecía que nada le resultara más confortable que estar allí, sentado en aquel murete de piedra que él convertía en banco, mirando a la vida pasar y dejándose llevar por los gorgoteos de la fuente.

Yo había cogido la costumbre de saludarle al llegar, por educación y porque tenía la tímida esperanza de que algún día me devolviera el saludo y descubriera al fin cómo sonaba su voz. Me la imaginaba muy muy ronca. Gastada de no usarla. Pero nunca me había respondido. Hasta aquel día.

—Buenos días, Sacra.

Me quedé petrificada donde estaba, mirando al frente y con ambas manos apoyadas en el borde de la fuente. No me atrevía a girarme. ¿De verdad me había saludado?

—No traes el cántaro.

No era una pregunta. Pero esperaba una respuesta, o una explicación. Qué forma tan curiosa de preguntarme qué hacía allí sin compañía de ningún tipo, ni de cántaro ni de adultos. Me quedé callada sin saber qué decir, notando cómo me subían los colores.

—¿Y tus mayores?

—¿Qué pasa con ellos? —pregunté con un hilo de voz, un poco a la defensiva y sin querer mirarle.

Sentía las mejillas ardiendo, me ardía la cara, el cuello y hasta los pies. Debía de estar toda yo de un reluciente y vergonzoso color carmín.

Él ladeó un poco la cabeza antes de contestar:

—Nada, sólo me pregunto si les parecerá bien que estés aquí, sola, hablando conmigo.

—Ellos… ellos no saben que estoy aquí, pero no pasa nada, saben que me porto bien, que no hablo con extraños. Y usted no es un extraño, es Don, he visto a mi tía Isidora saludarlo muchas veces y mi madre también lo conoce y sabe que no pasa nada, no es malo que hablemos y ella es muy buena y me deja venir aquí aunque no venga con ella…

Cada vez estaba más nerviosa y sabía menos lo que decía, el corazón golpeaba alocado en la garganta y se me atropellaban las palabras. Recordé las lágrimas de Juliana. No me gustaba hablar de mi familia, ya no, porque ya no sabía qué podía decir y qué no, qué estaba bien y qué podía ser peligroso, para mí, para ellos, para todos.

—Sacra… Yo no he dicho que tu familia sea mala. —Parecía que me hubiera leído el pensamiento. Lo miré, respirando agitada—. Olvida eso, ¿de dónde lo has sacado, de los chismorreos de este pueblo? ¡Bah! —exclamó con una mueca que apareció y desapareció en su rostro como una grotesca marioneta que asoma al guiñol. Gesticuló ahuyentando a una mosca inexistente y casi consiguió hacerme sonreír—. Olvídalo, aquí no hay buenos ni malos, hija, sólo un montón de gente asustada que apenas sabe lo que hace y mucho menos lo que dice.

Pensé que yo tampoco lo tenía muy claro ya. Y él siguió leyéndome la mente, estoy segura. Hasta estuve a puntito de apartarme unos pasos antes de que siguiera:

—No te dejes confundir por esas palabras, bueno, malo. Son sólo ideas abstractas demasiado fáciles de manipular. Aquí todos somos iguales, igual de humanos, igual de mortales, igual de temerosos, igual de supervivientes. Y cuando las personas están tan asustadas, dejan de ser ellas mismas. Así que no se lo tengas en cuenta, ¿oyes? No son malas. —Se quedó unos segundos en silencio, y luego, para mi sorpresa, añadió—: Conozco a tu familia, ¿sabes? A tu tía Isidora, como bien has dicho, a la buena de Carmen, a tu abuela… Y te puedo asegurar, Sacra, que tu familia no-es-mala.

Insistió, separando las palabras con pausas muy marcadas, como para que yo pudiera entenderlo sin dificultad. Asentí en silencio. Creo que era la primera vez que alguien me hablaba del tema tan abiertamente. Quizás también era la primera vez que yo le daba a alguien la oportunidad de hacerlo; me tenía muy calladas mis inseguridades sobre mi familia. Sabía lo que sentía y sabía cómo eran en realidad, pero me inquietaba no saber ni poder entender lo que sentían los demás para llegar a tratarnos como lo hacían.

Miedo. Eso era lo que Don había dicho. Nuestros vecinos estaban asustados, tan asustados como yo. Y todo se reducía a lo mismo: incomprensión, desespero y miedo. No éramos distintos, al contrario: por dentro estábamos todos en la misma situación. Era más lo que nos unía que lo que nos separaba, pero el miedo hacía que todos se obsesionaran con lo contrario. Don, en cambio, parecía tenerlo muy claro. En aquel momento lo miré con otros ojos. Aquel anciano y su forma tan directa de hablar habían logrado reconfortarme.

—Y ahora dime, ¿qué haces perdiendo el tiempo aquí con este pobre viejo?

Tardé un poquito en responder.

—Yo… sólo estaba paseando.

—¿Apoyada en la fuente? Vaya. Será verdad eso que dice Pedro de que eres una niña distinta a las demás. Nunca he visto a ninguna otra pasear sin moverse.

Deslicé las manos sin ton ni son por encima de la fría piedra, acariciándola.

—Yo… bueno…

No sabía qué decir, tenía la mente en blanco, envuelta en un tupido manto de vergüenza. ¿Pedro le había hablado de mí? Al final acabé por balbucear lo primero que me vino a la cabeza. La verdad.

—Me gusta escuchar el sonido de la fuente cuando no hay nadie más. Es bonito.

Entonces sí me miró fijamente. Volvió despacio la cabeza hacia mí y así se quedó. Y aunque por más que buscaba su mirada apenas veía sus ojos, ocultos siempre por la vieja boina, sentía con absoluta claridad el peso de sus pupilas posadas sobre mí. Sopesando. Hasta que asintió ligeramente.

—Sí, hay muchas formas de pasear —dijo, y el tono de su voz era otro—. También con la imaginación. Y la música es un buen medio de transporte, sin duda. Puede llevar a tu corazón hasta lugares insospechados. Como el agua.

Hundió con suavidad, incluso con dulzura, el índice en el agua del abrevadero. Lo hizo correr hacia un lado y otro, levantando pequeñas olas que chispeaban con la luz, creando burbujas blancas que, cuanto más las miraba entre aquellas lucecitas parpadeantes, más me parecía que se confundían con su piel. Los latidos de mi inquieto corazón se amansaron, el tiempo se ralentizó lentamente y discurrió suave al compás. Hasta que dejé de distinguir el dedo y también la mano, fundidos con el agua que seguía dibujando formas frente a mí: la piel se había vuelto transparente y relucía en filigranas de luz y gotitas que salpicaban a un lado y a otro, dejándose llevar por Don, que ya era parte de ella y parecía dirigirla sin tocarla. Poco a poco, las minúsculas olas se detuvieron.

—Cuéntame, Sacra —dijo con una voz suave y envolvente que parecía llegar de algún lugar que estaba en todas partes a nuestro alrededor—, ¿adónde te lleva la música de la fuente?

Lo miré intrigada. Quién era aquel hombre. Vi sus ojos brillar, brillar tanto que parecían deshacer las arrugas que los bordeaban. Ahí estaban, al fin, únicos y sorprendentes… Azules. Poderosamente azules. Todo él resplandecía con una luz que yo no era la primera vez que veía. No tenía la ajada voz de anciano que le había preparado en mi mente. Aquella voz que nos envolvía se deslizaba ondeante, era poderosa y musical, salpicaba con frescura o con fuerza, caprichosa, a su gusto, pero sobre todo era clara y firme. Y él también lo era. La posición de los hombros, erguidos, los movimientos sutiles e imperceptibles, el reposo de las manos. Parecía que todo él se moviera suavemente al son ininterrumpido del agua que nos acompañaba. Sólo los pliegues que surcaban su piel tostada, como una tierra de labranza horadada por cientos de canales, me recordaban que era un anciano. ¿Qué me había preguntado…? Ah, la fuente.

—Pues… Me relaja.

¿Cómo explicárselo? ¿Cómo decirle que su danza saltarina me envolvía y me aislaba de todo lo demás, me hacía flotar mecida por su paz y parecía querer contarme una historia que no llegaba a captar del todo porque se fundía con el azul del cielo y se perdía, eterna, entre las nubes?

—Ya veo…

Me atravesó con una mirada tan intensa y profunda que podría cruzar muros… Una mirada que entonces recordé que ya le había visto antes, en aquella misma fuente, aquel día con mi abuela… Me di cuenta de que buscaba algo más, algo más que lo que se apreciaba a simple vista. ¿Acaso no era esa la respuesta que esperaba?

—Vienes mucho, ¿sabes? —añadió—. No es la primera vez que te veo sola por aquí. Y empezaba a creer que… Pero bueno, eres una niña, es normal que inventes juegos para escapar de los mayores, ¿verdad? Sí, aún no estás lista para asumir tanto… Aún no.

Sin haberme movido ni un ápice de donde me había quedado parapetada desde un inicio, perpleja, vi cómo se levantaba con dificultad, cansado, dejando caer su peso con fuerza sobre el bastón. Vi una espalda dolorida y envejecida arquearse para coger el cesto que tenía junto a sus pies y, poco a poco, paso a paso, se fue alejando.

Pero algo se quedó flotando en el ambiente. Una sensación ingrávida que no me gustó. Él sabía algo que yo también sabía pero que no habíamos querido compartir, ni él ni yo. Durante unos instantes me había parecido que tendía un puente hacia mí, un puente que yo no había cruzado y que él había retirado de golpe. ¿Por qué?

Hacía frío. De repente fui muy consciente del riesgo, del peligro que me rodeaba estando allí, de ese sabor amargo en el aire. De que estaba sola en la calle. Fui muy consciente del graznido de los cuervos, de las puertas firmemente cerradas a mi alrededor, del silencio cortante. Me sentí indefensa y tan pequeña…

Aún no quería separarme de él. No quería quedarme sola.

Y lo seguí.

Andaba despacio y no fue difícil darle alcance. Avanzaba apoyado en su bastón por la calle que llevaba a mi casa, pero pasó de largo y siguió.

Sus andares sonaban distinto a cualquier cosa que hubiera escuchado antes. Arrastraba los pies, desacompasados, y cada vez que la suela hacía contacto con la calzada, crepitaba ligeramente, como agua corriendo entre guijarros, como un chapoteo lejano y fugaz. El toc toc del bastón marcaba el compás, parecía abrir el telón a aquella melodía extraña que fluía por la calle. Toc-chapoteo-corriente. Toc-chapoteo-corriente. Me dejé llevar por aquel curioso sonido que de alguna forma parecía contener cierta vida en sí mismo, como si hubiera algún sentido en su cadencia. Cuando te dejabas llevar por él, te envolvía y revolvía hasta apropiarse de tus sentidos y copar todo tu campo auditivo. Y algo ocurría a tu alrededor, como si poco a poco la calzada se fuera transformando y se volviera líquida y resplandeciente, transparente y azulada, fluida… Y poco a poco tus pasos descubrían una nueva textura bajo las plantas de los pies y crujían piedrecitas redondas y escurridizas porque andabas sobre un arroyo que corría por un monte pedregoso; y el aire cambiaba y se volvía tibio y acogedor, y los pasos, que ya eran chapoteos saltarines entre brincos y risas incontenibles, te salpicaban las piernas de un agua helada y cristalina que te provocaba gozosos escalofríos. Y el sol brillaba reflejado en los cientos de gotitas que bailaban por los aires…

Por eso fue el silencio repentino que cayó sobre mí como una losa lo que, de golpe, me detuvo. Alcé la vista, sorprendida y confusa, porque él ya no estaba frente a mí y el monte había desaparecido. Me hallaba sola de nuevo, delante de la herrería. ¿Dónde se había metido? No podía haberse evaporado sin más.

Busqué a mi alrededor, asomándome a la siguiente esquina, apartando discretamente el visillo de la ventana de una vecina, pero fue al asomarme a la herrería cuando lo vi, apoyado en el marco del portón. Hablando con Alain.

—… cuando te vi aparecer con aquel montón de gafas, apenas me lo podía creer. Menudo truhan.

—Prefiero llamarlo ingenio, Don.

—Llámalo como quieras, la cuestión es que después de todo este tiempo sin verte, de repente apareces y en dos días ya estás instalado y le has echado mano a la herrería —exclamó Don, sacudiendo despacio la boina—. Te felicitaría si no fuera porque ya no me sorprende tu… ¿cómo lo has llamado? Ingenio.

—Don, vamos, no me digas que la vida de pueblo te ha vuelto un cascarrabias —replicó Alain mientras se frotaba las manos con un trapo destrozado.

Me pareció que sonreía por debajo de la barba, pero la espalda de Don se irguió y todo él pareció crecer. Los gestos de Alain se ralentizaron, estirando el silencio, tensando poco a poco el aire que los separaba, hasta que soltó el trapo y alzó la mirada para posarla en el anciano.

—Siento haber tardado, amigo, pero ya estoy aquí. —Vi cómo echaba un elocuente vistazo al cesto que Don llevaba colgando, antes de añadir—: Y he venido a ayudar.

Su voz sonó aún más ronca de lo normal, oí el silencio amortiguado que siguió a sus palabras y vi, sin apenas dar crédito, cómo Don apoyaba su ancha mano sobre los hombros del herrero y apretaba suave.

No vi la sonrisa, no vi sus ojos, pero vi algo entre ellos, un ligero resplandor, un temblor que sacudió el aire y que llegó hasta mí como una ligera ola. Eran como dos piezas de un mismo mecanismo que hubieran encajado sutil pero perfectamente, generando un cambio en el ambiente, una nueva y cálida luz que se extendió hasta cubrir con ternura el pueblo entero. Cerré los ojos un instante dejándome inundar por aquella sensación de paz que arropaba el alma y que me pareció reconocer, pues me recordó a otro encuentro igual de sorprendente, días atrás en aquel mismo taller… Y cuando los abrí, el bastón quedaba apoyado en la pared, la puerta se cerraba tras ellos y sólo alcancé a oír una última frase:

—Vamos, tengo que hablarte de un muchacho que se llama Genaro…

Aquello fue como una sacudida de realidad. ¿Genaro? ¿Qué le ocurría a mi primo? No le había pasado nada malo, ¿verdad? No podía ser, me repetía con aprensión, ya nos habríamos enterado, estaba segura…, o quería estarlo. En la casa de al lado alguien barría la entrada y a lo lejos se oían voces que resonaban por las calles y llegaban hasta mí distorsionadas. Sonaban graves y me parecieron vestidas de uniforme. Volví la vista de nuevo a la herrería, pero ya no los veía, por lo que ya no servía de nada que me quedara allí. Me apreté con fuerza el abrigo contra el cuerpo y arranqué a andar, intentando escapar de aquel mal presentimiento que tan ferozmente se había abalanzado sobre mí, de aquellos malditos recovecos que antes plagaban el pueblo de maravillosos escondites para juegos y que ahora acogían a todos aquellos demonios que esperaban agazapados para saltar sobre cualquier víctima desamparada. Y un temblor me recorrió entera mientras recordaba, asustada, los temores y las advertencias de la abuela. Qué sabía Don de mi primo…

El primo Genaro, que tenía la tienda en aquella misma plaza de los horrores donde el gran amor de mi Juliana perdió la vida, ya no permitía que Carmen fuera allí, con lo que él cargaba con todo el trabajo de cara al público y ella pasó a ocuparse del huerto y la hacienda. A Carmen sí que la veía a menudo, cuando la abuela me mandaba al huerto para que la ayudara a cambio de algo de comida, pero a él apenas lo veíamos, lo único que deseaba Genaro era llegar a casa y encerrarse para que nadie descubriera sus hundidas ojeras ni el rojo de sus ojos inyectados en sangre y ahogados de tanto dolor. Mi abuela fue a verle varias veces, preocupada como estaba por su estado y por sus secretos. Iba a prevenirle, a intentar que cambiara de opinión. Pero Genaro quería ayudar y él no discriminaba, él ayudaba a todos por igual. Utilizando su tienda y los recursos que su hacienda le proporcionaba, hacía llegar lo que hiciera falta a aquellas familias que más necesitadas estaban, sin atender a bandos ni a colores. Él tenía muy claro que la sangre de todos era igual de escarlata cuando estallaba contra las paredes de la iglesia. Y mi abuela se enfadaba, que era su forma de sufrir y de llorar el peligro que corría su nieto. «Acabará entre rejas.» Y yo me encogía frente al absurdo. ¿Era malo ayudar a quienes pasaban hambre?

Así que aquellas visitas a su pequeña tienda eran siempre un terremoto de emociones, que yo ahora recordaba analizando cada detalle.

—Esto ya lo he vivido, Genaro, tu madre era igual, siempre envuelta en una cruzada tras otra, como cuando se empeñó en que las milicias salvarían la historia…

—Pero quién ha dicho nada de milicias, abuela —la interrumpía él—. Aquí la política ni pincha ni corta, bastante ha hecho ya. Yo lo único que quiero es dar de comer a mis vecinos. Mire, encima de la tienda tengo un niño llorando día sí día también, abuela, muertito de hambre, berreando como un descosido. Y qué pretende, ¿que haga oídos sordos cuando las verduras se me pudren porque nadie puede comprarlas pero esa familia que malvive ahí arriba, como tantas otras, no tiene nada que llevarse a la boca? ¿No entiende que no puedo hacer eso, abuela?

—Pero, chiquillo, ¿no te das cuenta de que no sabes qué hace esa gente cuando te vas? Ni quién te ve entrar aquí o allá… ¿No ves que las lenguas andan cada día más largas?

—Abuela, ¡por favor! —Pero ella lo miraba tan seria que sobraban respuestas—. Está bien, está bien, sé que esas cosas pasan, sé que ya ha pasado y sé que me puede pasar, sí, de acuerdo. —Resopló—. Pero, sencillamente, no puedo quedarme de brazos cruzados. Me niego. Me importa bien poco a qué dios rezan o qué brazo alzan. Son mis vecinos. Y además… —sacudió lentamente la cabeza— no ve usted sus caras cuando me ven llegar, abuela… Parece que de repente la esperanza se permita asomar unos instantes, tímida, a sus ojos; devolviendo algo de la vida arrebatada a esa pobre gente. —Tomó aire con un hondo suspiro—. Sólo es eso, abuela. —La miró con tristeza—. Un cachito de vida.

Candelaria lo observaba entre enternecida, agobiada y desesperada, porque, por mucho que la desquiciara, sabía que esa batalla ya estaba perdida. Y se revolvía por dentro, temerosa de lo que a su nieto le pudiera ocurrir, enfadada con él por su testarudez, confrontando emociones porque, también a ella, aunque lo disimulara bien, le dolía en el alma la agonía que asfixiaba a su pueblo.

Pero los suyos eran los suyos. Ante todo.

—Y supongo que tu madre se sentirá orgullosa —refunfuñó entre dientes.

Pero Genaro, en vez de ofenderse, respondió con una valiente sonrisa.

—Mi madre ya no es una jovencita inconsciente como usted la ve, abuela, pero sigue siendo la misma Isidora. Con su fe y su pasión. Con su generosa y valerosa forma de ofrecerse a todo lo que haga falta. —Y a cada palabra el ceño de Candelaria se oscurecía más y más. Pero él seguía, indiferente—: No tema, abuela, me va a ayudar. Y no es la única. No estoy solo en esto.

Yo veía cómo la expresión de Candelaria se iba deformando. Si mi pobre primo creía que la estaba apaciguando, iba totalmente desencaminado. Recordando su mirada desencajada me di cuenta de que ella sabía más de lo que su nieto suponía y que en aquel momento sus palabras no hicieron más que confirmar las sospechas que ya albergaba. Todo aquello que ella se temía, y que estaba intentando frenar, entonces debió de parecerle irremediable, porque dejó caer los hombros con gesto abatido y cabeceó una y otra vez sumida en sus propios pensamientos. Pero Genaro no se daba cuenta de nada de todo eso.

—Es mi madre, abuela, no lo olvide —concluyó con calma—. Igual que usted se preocupa, ella también lo hace.

El bufido que soltó Candelaria debió de oírse de punta a punta de aquel pequeño pueblo.

Y yo aguanté el aliento, porque sabía que hablar de Isidora con Candelaria era peligroso y Genaro ya había ahondado suficiente.

Pero mi primo se contuvo y no añadió nada más. Él también hacía tiempo que veía la tensión existente entre su madre y su abuela, y era lo suficientemente listo como para no meterse en aquel pantanoso terreno más de lo necesario. Lo miré atenta, a la espera de su reacción. Pero él sólo se tomó unos segundos antes de esbozar, poco a poco, una gran sonrisa en su rostro bondadoso, aquel rostro que aún guardaba algo del niño risueño que fue en otro tiempo, con aquellas rollizas mejillas que daban ganas de pellizcar.

—¿Sabe? ¡Tengo mucha suerte! —exclamó él, de repente. A mí no dejaba de sorprenderme que pudiera mostrase tan imperturbable frente al severo gesto de nuestra abuela, que lo miraba contrariada—. Sí. Usted, mi madre y Carmen son mi gran suerte. Estoy rodeado de mujeres que se preocupan por mí. ¡Mujeres con un gran corazón pero que también son de armas tomar!

Mi abuela ni se molestó en responder; eran precisamente las armas lo que la amargaban.

Las armas que con tanta ligereza se disparaban por aquel entonces, las armas que parecían querer hacerse con el protagonismo de aquel pueblo y aquel país, las mismas armas que no parecían preocupar a su nieto lo suficiente pero que tantas vidas arrebataban cada día por mucho menos frente a la puerta de su humilde tiendecita, en aquella gran plaza que ahora vivía en estado de luto permanente.

Por eso yo seguía serpenteando veloz entre puertas atrancadas mientras recordaba aquello; por eso mi instinto llevaba días, semanas, pidiéndome que me alejara de las calles, de aquellas casitas jalbegadas y envueltas en un manto de nieve blanca que habrían podido resultar la perfecta postal navideña pero que ahora estaba manchada de sangre y podrida por las esquinas. Me pedía que me alejara de aquel lugar en el que se fraguaban conspiraciones, en el que las miradas eran cuchillos, en el que el cielo encapotado resonaba con tanta furia como los disparos y las sombras de la desconfianza se alargaban de una puerta a otra. Donde los amigos se acusaban unos a otros y el dinero valía más que la familia, como bien sabía mi abuela. Donde el odio y el terror destilado por unos uniformes impregnaban ya cualquier tejido, rico o pobre, de hombre o mujer, y lo corroía todo, rompiendo lazos que deberían haber sido más fuertes que él.

Así que, a pesar del frío, de la nieve y las patrullas, siempre que podía me abrazaba al abrigo, como hacía en aquellos momentos, y me iba a los campos. Allí me trasladaba a otro mundo donde podía disfrutar de ver crecer el río, que iba aumentando su caudal día a día, me sentaba con Pedro en la mecedora de su porchecito a escuchar el trino de los gorriones o ayudaba a Carmen en sus tierras.

Mi querida Carmen. Ella sola no daba abasto para mantener aquel gran huerto que ella y Genaro habían ido creando con los años y que era motivo de todo su orgullo. Las heladas y las nieves eran un duro enemigo contra el que se debía mantener la constancia en la lucha. Las negociaciones arrancaban de buena mañana y proseguían hasta que caía el sol. Un día sí y otro también. Sus manos, la tierra, las plantas. La nieve y el sol. Entre todos procuraban encontrar la estrategia que mantuviera viva su fuente de alimento hasta la llegada de la primavera.

Y a mí me encantaba ayudarla.

Carmen llevaba el milagro de la vida en la punta de sus dedos y lo gestionaba con un respeto y un amor que con cada gesto entibiaban el alma. Ella me enseñó a quitar malas hierbas sin herirlas, acariciándolas y arrancándolas con el mismo cuidado y cariño con el que luego recogía las lechugas y sacudía los restos de tierra de sus grandes hojas. Las pequeñas avenidas abiertas entre verduras y hortalizas eran los senderos por los que discurría su jornada, serena y constante. Sus dedos se hundían en la tierra y la ahuecaban para extraer con fuerza y suavidad las zanahorias y las cebollas, pidiendo permiso y dando gracias, siempre. Nunca le oí una mala palabra cuando una tomatera se quebraba bajo el peso del hielo y sus hojas se retorcían agonizantes. En cambió sí la vi cerrar los ojos y arrodillarse frente a aquella parcelita de judías que en tres días murió entera. Se quedó en el suelo, con las manos caídas a los lados, la barbilla al pecho y los dedos apoyados en la tierra escarchada.

Llevábamos días ofreciéndole cuidados especiales a aquel sector que veíamos flaquear frente al frío, pero no hubo nada que hacer, Carmen tenía muchos otros retoños entre los que repartir su atención. Pero para ella aquello no era sólo una pérdida económica. Perdía también a un pequeño grupo de amigas a las que había regado, alimentado, con las que hablaba a diario para darles ánimo y consolaba con mimos y abono. Estuvo varios minutos allí, dejando que sus rodillas enrojecieran por el frío y sus manos se hundieran un poco más en la tierra. Y por un momento creo que hundió los dedos completamente, cuarteando la capa de hielo que cubría el suelo. El gesto se crispó, cerró los puños repletos de arenisca y tensó los brazos. Una lágrima temblaba en el borde de sus pestañas. La escarcha en torno a ella se deshizo humedeciendo la tierra y creando un círculo a su alrededor de un color más cálido, más dorado, más rico. Y aquella esfera creció como lo harían las olas cuando lanzas una piedrecita a un lago, del centro hacia fuera, haciéndose cada vez más grande, abarcando más y más. Empezaron a caer gotitas de las hojas marchitas de las judías, se formó un charquito en el suelo en torno a cada repollo de coliflor, las lianas de las tomateras se estiraron buscando el cielo y una lombriz asomó entre mis pies. Antes de que se pusiera en pie, la tierra de nuevo tierna se había abierto para dejar asomar a las patatas y teníamos una urraca revoloteando sobre nuestras cabezas. Juraría que la temperatura había ascendido algunos grados. Carmen anduvo despacio entre lo que quedaba de sus judías y se detuvo frente a las berenjenas para agacharse y dar un ligero beso a un nuevo ejemplar que, a mí, me pareció más púrpura desde aquel momento. Luego, sonriendo ligeramente, me cogió de la mano y me llevó a la portezuela del huerto, donde nos apoyamos a observar sin prisa cómo aquel reducto del mundo escapaba durante un ratito de las garras del invierno, con mi mano aún resguardada en la suya y la yema tibia de sus dedos acariciándome sin descanso.

Aquellos días trabajando en el huerto con ella eran como un bálsamo que me era arrebatado a zarpazos cuando llegaba al pueblo. Porque para ella todo ser vivo merecía nuestro amor y compasión, y aquellas plantas que tantos metros llenaban de color detrás de su casa sin duda estaban muy muy vivas. El contraste con la gente que se escurría por el pueblo era demasiado agudo: parecían vivos, defendían con energía y sin sentido colores enfrentados, pero estaban muy muy muertos por dentro. Por eso yo volvía a sus brazos siempre que podía. A sus tomates y sus berenjenas. A aquella tierra más rica que cualquier otra nutrida por el amor de una mujer que era una Madre en mayúsculas.

Y ella a menudo me hablaba mientras trabajábamos. Me contaba del lento crecimiento de los limoneros y los naranjos, de cuánto ansiaba la llegada de la primavera para volver a oler a azahar. Me contaba cómo se llenaba el campo de abejas que con sus incansables horas zumbando de una flor a otra engendraban a los cerezos, recordándonos que todos los seres de este planeta estamos conectados para mantener el equilibrio de la vida. Un equilibrio sobre el que a veces hablaba con el ceño algo fruncido y un resplandor preocupado en su cálida mirada color arena. A veces murmuraba, más para sí que para mí, sobre la temperatura incongruente o sobre una ansiada lluvia que no llegaba. Y la veía alzar la vista oteando la lejanía, como si la respuesta estuviera más allá de la tierra que pisaban nuestros pies, en algún lugar lejano que en cambio ella sí podía ver. Y cuando yo le preguntaba qué ocurría, ella respondía sin concretar. Me decía que las cosas debían cambiar, que las gentes de este mundo loco debían recordar que esta tierra se merece un respeto. Que si no empezábamos a seguir sus ciclos, estos desaparecerían y llegaría el caos. Yo la miraba extrañada y algo turbada, y entonces ella señalaba hacia el camino.

—¿Adónde crees que van todos esos carromatos, Sacra? Van a la ciudad. Y la ciudad sigue engullendo más y más, como un pozo sin fondo. Pero la Tierra no es un pozo sin fondo.

Y tras lanzar un hondo suspiro, se volvía a inclinar y a dejar que sus manos se fundieran con los campos.

—Parecen olvidar que no es ella —añadió dejando que las piedrecillas se escurrieran entre sus dedos— quien depende de nosotros, sino nosotros quienes dependemos de ella.

Y yo me agachaba con Carmen para seguir de cerca la luz que irradiaba mientras labraba, mientras sus dedos entablaban esa danza con la Naturaleza y su voz me narraba el prodigio de la vida.

Me hablaba de los cerezos y el manto con el que alfombraban de rosa los campos en primavera. Me explicaba que en el vientre escarlata de aquella fruta iba la simiente de un nuevo árbol. Y aquella simiente un día se convertiría en un precioso y perfumado cerezo, pero antes tenía toda una vida por delante, una vida como la nuestra, me decía, con su etapa embrionaria bajo tierra, su infancia entre tiernas hojitas y su adolescencia estirando el tronco delgaducho hacia el cielo. Su primera floración. Sus primeros frutos.

Yo le pregunté por los olivos, y ella estaba de acuerdo conmigo en que eran grandes sabios. Y sí, algunos muy muy mayores.

Carmen me miraba de una forma especial cuando le hacía preguntas así. Y yo no sé cómo me atrevía a hacerlas, salían solas sin pedir permiso, sin que las pensara. Me daba cuenta de que a veces hablaba con ella como hablaba con Pedro: sin temor a que me juzgara y sobre cosas que no solía verbalizar. Pero ella no sólo me escuchaba con calma y con cariño, sino que me respondía en el mismo idioma, y a mí me embargaba una cálida sensación de estar en casa. Esa conversación prohibida para la mayoría de los oídos creaba entre su corazón y el mío un luminoso puente por el que fluía con naturalidad y sin palabras.

—Ellos saben todo lo que pasa a su alrededor y me cuidan y me lo cuentan —dije—; el viento a veces llega tan nervioso que agradezco que sus hojas me protejan. Pero, aunque sean fuertes, creo que a los olivos les preocupa estar en peligro, Carmen. Hay algunos días de frío en que parecen querer huir de todo lo que llega hasta ellos, o bueno, hasta nosotros. Pero, claro, no pueden, pobres —exclamé, encogiéndome de hombros. A Carmen se le escapaba la risa, yo la veía—. ¡Ya me entiendes! —Y ella asentía varias veces, para que siguiera. Y le conté lo mismo que le había contado ya a Pedro—. Entonces de repente cuesta más respirar, el aire nos ahoga, incluso los pájaros callan y las liebres salen corriendo. Y mi espalda se queda tensa, rígida, como ellos… Parece como si… como si se estuvieran preparando para algo.

—Saben que hay algo que no funciona, pequeña… Han vivido mucho y lo saben.

Reflexioné un instante.

—¿Y cómo podemos ayudarlos?

—Ayudándonos entre nosotros, Sacra. Si no cuidamos los unos de los otros, ¿cómo vamos a cuidar a la Naturaleza? Si no nos importa la vida de otro ser humano, ¿cómo nos va a importar la de un árbol, una abeja o una flor?

—Pero son importantes. ¡A mí sí me importan! —exclamé, algo indignada.

Ella sonrió dibujando hoyuelos en sus mejillas sonrosadas.

—Lo sé, pero tú no eres alguien cualquiera, pequeña. Tú oyes y ves lo que los demás apenas intuyen. Por eso tú sí puedes ayudar a los olivos y nos puedes ayudar a todos, en realidad.

Me quedé callada unos segundos, intentando entender lo que me quería decir.

—¿Cómo…?

Esta vez Carmen tardó un poco en contestar. Estaba seria, veía que batallaba entre callar o seguir hablando; entre lo que podría decirme y lo que consideraba que debía decirme. Y no me gustó ese debate interno. Porque me recordó a los temores que compartió con Isidora en el callejón, me recordó a la mirada sombría que por primera vez vi en Pedro, junto al río, antes del asalto a la casa Roja, me recordó a la profundidad de los ojos de Don cuando me descubrió llorando aquel día en la fuente… Esa sensación de que ellos veían algo a través de mí y a través del tiempo, veían venir algo que me atañía y que los angustiaba lo suficiente como para no querer decírmelo.

—Pronto lo descubrirás por ti misma, mi niña —respondió al fin, pasándome con suavidad las yemas de los dedos por la mejilla. Y dejó escapar una suave risita, porque sus manos estaban embarradas y un rastro de granitos de tierra se quedó pegado a mi piel en ese gesto.

Me limpió mientras yo volvía la mirada hacia sus plantas. Ella lo vio, lo sé. Vio que yo aceptaba que ella callara pero que era muy consciente de que algo callaba. Y me pasó una bolsita de tela para que la acompañara a recoger tesoros entre las avenidas del huerto. O, en otras palabras, buscamos distracción donde más nos gustaba.

Y se puso a contarme algo con aquella voz suya que se confundía con el sonido de la tierra y las plantas, entrelazándose con esa sinfonía que vibraba a nuestro alrededor y en la que yo me dejaba mecer, gustosa, sin preguntarme cómo era posible que Carmen se fundiera en ella con semejante facilidad.

Carmen hablaba de los árboles y las plantas como si hablara de personas, con el mismo cariño y dotándolos de las mismas propiedades. Cuando veía unas hojas mustias, te decía que aquella planta estaba triste o se encontraba mal. Cuando una pequeña rompía con brío el caparazón de la tierra y en pocos días se había cubierto de hojas esmeralda, reía contagiada por la alegría de aquella planta que había encontrado el lugar donde crecer feliz. Yo a menudo creí que para ella lo eran; personitas, quiero decir. Incluso llegué a pensar que podía hablar con ellas, quizás mucho mejor de lo que hablaba yo con los olivos… Por eso la observaba, la escuchaba con atención y procuraba aprender tanto como me fuera posible, copiando sus gestos, sus caricias, su tono de voz.

Pero creo que nunca llegué a brillar como ella lo hacía cuando se perdía entre sus campos y se olvidaba del resto del mundo. O quizás en realidad se fundía en él. Y lo unía todo. Sí; hacía converger en ella todo un mundo vibrante de vida que era ella, eran sus plantas, eran la tierra el cielo el sol los prados y todo aquello que quedaba más allá de nuestra vista. Y entonces brillaba con el cálido tornasol de un campo de trigo antes de la siega. Y era luz, era agua, era tierra y era vida. Era verde y era ámbar, era etérea y era fuerte, estaba conmigo, con la tierra, con las ramas y las raíces, creciendo desde dentro hacia fuera, desde la sabia hasta las hojas, dándoles baños de sol los días en que ni las nubes veían el sol. Carmen abrazaba al mundo y lo ponía en equilibrio, lo devolvía a su ciclo y su cauce natural. Cuánta falta hacía una Carmen entonces. Infundiendo amor. Infundiendo paz.

Era de esperar que se llevara bien con mi Pedro. Yo sabía que el primo Genaro, cuando la nieve saturaba los caminos y él pasaba días enteros en la tienda, le había pedido a Pedro que de vez en cuando la fuera a ver y cuidara de ella. Aunque yo estaba bastante segura de que aquella mujer no necesitaba el cuidado de nadie, que su ternura no le restaba fortaleza, sino al contrario. Y se me escurría la sonrisa de lado cuando pensaba que probablemente Isidora, que yo empezaba a sospechar que estaba más unida a su nuera de lo que nadie imaginaba, habría estado de acuerdo conmigo. Pero lo cierto era que Carmen siempre estimaba la compañía. Así que de vez en cuando Pedro recorría el tramo de camino pedregoso que separaba su apartada cabañita de la hacienda y se dejaba caer por allí como un soplo de aire puro que viniera a renovarnos. Traía consigo el olor húmedo del bosque y el río, briznas de hojarasca y retazos de aquella brisa musical que corría de árbol en árbol y que él llevaba dentro. Entonces Carmen detenía sus quehaceres y nos invitaba a pasar. Cogía un par de cestos y los llenaba de frutas y verduras para que Pedro se los llevara y luego se arremangaba para preparar una bebida calentita. Abrazando con las dos manos el tazón humeante, nos sentábamos en el porche trasero a pesar del frío, bien pegaditos los tres. Buscábamos formas en las nubes, que avanzaban pesadas y perezosas, con ese color perlado de la nieve contenida. Pedro entornaba los ojos y alzaba un poco la barbilla, dejándose arrullar por las suaves ráfagas de viento, el mismo que a los demás nos helaba la nariz y nos la ponía colorada. Carmen paseaba la vista por su plantación hasta más allá de los límites del horizonte, y el ligero vaivén de las hojas de todos los tamaños y formas parecía saludarla a su paso. Y alguna vez, durante aquellos dulces momentos de evasión, vi que ambos se miraban y me miraban de reojo. Y resplandecían unos segundos, compartiendo una luz, un secreto, del que yo era una agradecida testigo. Conjugaban entre los dos una armonía que yo sabía que iba mucho más allá de aquella hacienda y aquel momento, entonando una melodía familiar que ya había oído antes y que, cuando eran ellos quienes la hacían vibrar, tenía la certeza de que era lo suficientemente poderosa como para cambiar no sólo mi mundo, sino cualquier mundo.