Sí, ese día aquella carta lo cambió todo. Mi padre se fue a la guerra y los demás nos mudamos definitivamente a casa de la abuela Candelaria, más protegidos al parecer por la puerta Roja que por cualquier otra. Había pasado más de un año de aquello. Y yo había aprendido mucho desde entonces. Sobre todo, había descubierto que el funcionamiento de aquella casona contaba con su propio ritual y que más me valía cumplir con él puntualmente.
La pequeña Mo ya había nacido y ocupaba prácticamente toda la atención de mi madre; al menos en cuerpo, porque la mente de mi madre daba para mucho más que eso. Mi hermano era el hombrecito de la casa y cargaba con sus propias tareas, indescifrables para mí. Así pues, quedábamos la tía Juliana, la abuela y yo para ocuparnos de todo.
Y todo era mucho.
El invierno se acercaba y costaba mantener la casa en forma. La humedad se combatía con fuego, pero el fuego se alimentaba de la leña, que no era fácil de conseguir ahora que mi padre no estaba. Así pues, el privilegio de un buen crepitar sólo estaba reservado para los fogones que nos daban de comer, mientras la majestuosa chimenea de la Cocina Grande —también Salón— permanecía tan oscura y silenciosa como los fogones que la acompañaban y que nunca se usaban. Contar con semejante chimenea era lo que la había convertido en la estancia más relevante de la casa, donde se recibía a las visitas y se reunía la familia para celebraciones, pero ahora sólo era en las noches más frías que se encendía el poderoso hogar, como un fiel guerrero que nos defendiera del cruel invierno. El resto del tiempo teníamos que conformarnos con enrollar toallas y trapos en las rendijas de las ventanas y arrebujarnos bajo un montón de mantas para luchar contra el frío. La abuela Candelaria, la tía Juliana y yo dormíamos juntas y la vieja cama de matrimonio nos acogía bien juntitas para darnos calor; yo junto a la abuela, Juliana a nuestros pies. Mamá y Mo tenían la habitación más grande para ellas y mi hermano dormía en el sofá de la Cocina Grande, protegido por el silencioso hogar.
Así que, por la mañana, cuando me escurría entre mis guardianas, debía esquivar también el sueño profundo del muchacho para poder salir al patio, porque sólo desde el Salón se accedía a nuestra habitación.
Pero una vez en el patio el aire cambiaba.
Y eso también lo descubrí muy pronto.
Se disipaban las cenizas de la noche y alboreaba el día en el rocío de ese pequeño rellano que era el pulmón de la casa. El aire de finales de otoño parecía limpiar el mundo con ese frío que me tensaba las mejillas, arrancando así el sueño de mi piel y del cielo que ya clareaba con los primeros brochazos de luz. Miles de gotitas se congregaban sobre los adoquines y parecía que todas las estrellas hubieran dejado ahí sus centelleos nocturnos. Me encantaba ese momento, tan intenso en su silencio, tan efímero que parecía un espejismo, un secreto compartido entre el patio y el alba, del que sólo yo era testigo. La tierna despedida de una noche que dejaba gotitas cristalizadas sobre el pobre suelo gris, convirtiéndolo en una alfombra de diamantes, duraba sólo unos minutos, cuando los primeros rayos del sol las acariciaban y chispeaban, danzarinas. Pero parecían querer eternizar aquellos instantes de regocijo en los que, con aquel lenguaje de guiños y reflejos, de luces y sombras, intercambiaban algo tan etéreo y sutil que a los humanos nos resultaba completamente indescifrable en su belleza. Me acerqué de puntillas, con cuidado de no romper el hechizo, para recoger con el dedo una gota que resbalaba lentamente por una vieja hoja de parra. Pero en cuanto la toqué se esparció por la yema sin ton ni son; sólo agua. Y entonces un pequeño berrido rasgó la cúpula de silencio que nos envolvía: Mo se quejaba tras los muros de su estancia y oí el eco del arrullo de mamá para calmarla. Volví rápidamente la vista al patio, pero una nube había cubierto el sol y ya se oía movimiento al otro lado de la puerta Roja. El día se había puesto en marcha.
Así que crucé rauda ese patio que hacía unos instantes me había parecido el escenario de un mundo resplandeciente de milagros y pactos secretos y sueños de cristal susurrados entre mágicos destellos, para adentrarme entre las ollas y sartenes de la Cocina Chica. La auténtica cocina de la casa, porque la Cocina Grande, la bien llamada Salón, era un engañabobos.
Avancé en penumbra hasta la ventana y, cuando me encaramé a una silla para abrir los postigos, descubrí escarcha en el alféizar. Iba a ser un invierno duro aquel. Sin embargo me hallaba en el mejor refugio, me dije, mirando a mi alrededor y tragando saliva. Sí, esa pequeña jungla de sartenes, ollas, cucharones y fogones gorjeantes era el lugar idóneo para combatir el frío, allí el fuego estaba siempre encendido. ¿Para qué iba a querer salir? Además, siempre había algo que hacer, algún plato que fregar, algo que recoger, uno siempre estaba en movimiento y no tenía tiempo de pensar en el frío mientras limpiaba los escupitajos del caldero hirviendo, remendaba un calcetín o pelaba patatas…, ¿verdad? Suspirando, volví de nuevo la vista hacia la ventana, pero se veía todo muy gris ahí fuera, quizás se estuviera empañando el cristal… ¿No había amanecido el día luminoso?
—Niña, ¿qué haces ahí subida mirando las musarañas? Anda, enciende el fuego que hoy tenemos prisa. Es día de mercado.
Di un respingo y me bajé rápidamente de la silla. Animada ante la perspectiva de ir al mercado, encendí el fuego con brío y preparé ansiosa la olla para hervir la leche. Pero ella me la quitó de las manos.
—No. Busca las tortas de anoche, quedaron algunas, las calentaremos.
Volví a dejar la ollita sin decir palabra mientras mis tripas se retorcían dejando clara su opinión. Pero la despensa, apenas digna ya de su nombre, no daba opciones. Lo mejor que podía hacer era tragar lo que me diera la abuela y pensar que en poco rato estaríamos en el mercado y volveríamos con la cesta llena de nuevos colores. Y vería a las gallinas arrullarse e inflar su plumaje para combatir el frío, estaría el niño del diario canturreando las noticias y la mujer del primo Genaro seguro que escurriría alguna golosina para mí, porque ella siempre sabía guiñarme el ojo sin que nadie más la viera. Apenas me di cuenta de lo que engullía, tales eran mis ansias de salir corriendo de la cocina, cubrirme con mi capita y unirme al jolgorio que ya se empezaba a oír en la calle. Por eso tampoco me di cuenta de que la tía Juliana salía de la habitación cuando yo entraba, y del impacto contra sus piernas reboté directamente al suelo.
—¡Pero bueno! ¿A santo de qué vas tan atolondrada? Ea, levanta, no ha sido nada.
—Perdona, tía, la abuela me espera para ir al mercado —me disculpé.
—Bueno, pero si no miras por dónde andas de poca ayuda podrás serle, así que, vamos, cálmate. ¿Dónde tienes el cesto? —dijo mirando a mi alrededor.
—Creo que está… en la cocina —murmuré.
Ella sólo enarcó una ceja y sonrió. Yo salí corriendo de nuevo (bueno, andando rápido, intentando parecer muy muy calmada).
Y por fin salimos. Un airecillo helado se coló entre los mechones rebeldes que escapaban del abrazo de mi bufanda, que apreté de nuevo tanto como pude. En cuanto torcimos la esquina al final de la calle, apareció ante mis ojos un escenario a todo color. La Plaza Mayor recogía entre la iglesia y el ayuntamiento un concurrido batiburrillo de tenderetes, carretas, gentes y bestias de todas clases. Viendo que la abuela me miraba por encima del hombro, me acerqué a sus faldas y nos adentramos juntas en la plaza abarrotada.
Parecía que estuviéramos dentro de un colorido cuadro en movimiento. La gente del pueblo y sus alrededores había llevado hasta allí toda suerte de productos y artilugios; pipas y tabaco cubrían por completo un caballete, la señora de los cestos y canastos los tenía amontonados unos sobre otros haciendo equilibrios en una esquina, a su lado las lanas, hilos y retales expuestos como un arcoíris de texturas gustosas, pirámides de leña cargada en carretas iban y venían circulando por entre los puestos de hortalizas y las ovejas en su improvisado corral. Cacareos, gorjeos, berridos y balidos se entremezclaban con la voz de los comerciantes que atraían a su público con las suculentas ofertas del día. El chico del diario aireaba sus últimos ejemplares ya. Olía a castañas, a polvo y a verduras.
Sin embargo, algo extraño flotaba en el aire. Una neblina que no provenía del cielo perlado, sino del suelo; de los pasos presurosos, del polvo huidizo, de las voces demasiado agudas que de vez en cuando rasgaban el barullo, de las miradas demasiado largas mal disimuladas, de los susurros de soslayo y los precios oscilantes no marcados.
—Coja más, María, coja más.
—Pero es demasiado, no puedo…
—Usted coja, yo no la veo. Y quién sabe cuándo podrá volver a comprarlas…
—¡Ay, si le descubren, Genaro!
—Ea, ea.
Miré callada al primo, sus ojillos tenían un brillo húmedo, cansado. Sus manos se movían aprisa pero los hombros permanecían fijos, como los de un soldadito de plomo. Y su mujer aquel día no estaba.
—Hola, Candelaria, ¿cómo está? —saludó a la abuela sin apenas mirarla. Tenso.
—Genaro, eso que has hecho…
—Vamos, dígame, ¿qué le pongo? —cortó.
Me di cuenta de cómo la abuela arrugaba los labios, apretando las palabras con fuerza para que no se oyeran. Pero yo las vi y estoy segura de que el primo Genaro también, porque dejó caer los hombros y sonrió con cariño a modo de respuesta. Con un cariño triste.
—Ya sabe que puede ser el último, abuela. —Suspiró. Y se volvió hacia mí—: Hoy no tengo garbanzos tostados, pequeña, pero te he traído otra cosa.
El puesto de fruta y verdura del primo Genaro era mi favorito. Lo preparaba todo tan bonito que daba pena coger nada por no desmontar el impecable puzle que formaban las cajitas de madera, con los regalos que su huerto le había dado —como él decía— perfectamente colocados. El degradado de los limones como soles, las frondosas zanahorias, los tomates regordetes en forma de corazón, las berenjenas de ese púrpura único, los pepinos y las oscuras espinacas, hasta las judías y las lechugas con su forma de flor, para terminar con las cebollas y las patatas aún espolvoreadas de tierra, me fascinaba siempre. Y aunque, por algún motivo, ese día hubiera menos verduras de las habituales, su puesto seguía siendo el mejor.
—Aquí tienes. —Y me entregó una alargada flor blanca, como quien entrega una delicada figurilla de cristal.
—¿Qué es? —le pregunté sorprendida, cogiéndola con cautela por el tallo.
—Una campanilla de las nieves, la primera que veo este año. Es de las pocas flores que pueden nacer de entre la nieve que cubre la tierra en invierno. Es pequeña, delicada y bella, pero también muy fuerte. Como tú, Sacra.
Alcé la vista hasta sus ojos y vi que estaban a puntito de desbordarse. En aquel profundo pozo flotaban pesar, preocupación y una grandísima ternura que nacía de algún lugar muy muy hondo. Se me atragantaron sus lágrimas con mis ganas de abrazarle y sólo pude abrir un poco los labios para intentar una sonrisa que salió con un ruidito indescifrable.
—Bueno, da las gracias, niña —me instó mi abuela.
—Muchas gracias, primo Genaro —murmuré.
Él posó su mano en mi cabecita con una sonrisa y se acercó de nuevo a sus verduras. Sirvió a la abuela lo que ella le pedía, más alguna cosa que le escondió en el cesto sin que se diera cuenta. Yo no entendía por qué tanto misterio. A medida que el mercado se iba vaciando y en nuestros cestos ya no cabía ni un huevo más, el silencio se fue filtrando poco a poco entre los despojos pisoteados. Los portones de las ventanas se cerraban, las carretas con cajas vacías se perdían camino abajo y sólo quedaron en la plaza restos de estiércol y un frío que anidaba con rabia en los huesos.
La abuela estaba seria, una vez en casa fue directa a la Cocina Chica, prendió los fogones y allí se quedó, vaciando la cesta y la rabia al mismo tiempo mientras maquinaba la comida.
Juliana asomó la cabeza alertada por el estruendo y, sin tener demasiado claro si cruzar o no el umbral, le preguntó a la abuela si la podía ayudar.
—Sí, puedes hablar con tu sobrino para que deje de hacer estupideces —refunfuñó.
A lo que Juliana se la quedó mirando con los ojos muy abiertos y sin saber qué responder. Se acercó dando pasitos pequeños y preguntó en un tono aún más suave si cabe:
—¿Qué ocurre, madre?
—¿Que qué ocurre, Juliana? ¿¡Acaso aún no sabes lo que ocurre!? —estalló.
Vi que mi tía se encogía ligeramente y retrocedía un paso.
—¡Que este mundo está loco, eso es lo que ocurre! Que todo el mundo ha perdido el santísimo juicio y lo siguiente que va a perder será la cabeza, pero a balazos. ¡Dios mío! Y ella me pregunta que qué ocurre… —gruñó dándole la espalda y dirigiéndose a las pobres lechugas abofeteadas.
Juliana, pálida y sin habla, parecía hacerse cada vez más y más pequeña. Acabó mirándome a mí, no sé bien si buscando una respuesta a su alrededor o quizás descubriendo avergonzada que yo las observaba a ambas desde un rincón. Con la mirada baja y sin atreverse a añadir ya nada más, fue guardando en la despensa todo aquello que no la obligara a cruzarse con la abuela en su huracanado trajín.
Yo me escabullí patio a través en busca de mi madre.
Fue su voz entonando susurros quien me recibió. Cuando abrí la puerta con cautela descubrí que tarareaba algo con la pequeña Mo dormidita en sus brazos, sólo asomaba su minúscula nariz de la manta con que la acunaba. Me acerqué despacio para quedarme escuchando en cuclillas, hasta que la nana se fue apagando poco a poco, perdiéndose en algún lugar indefinido entre mi madre y las paredes de la habitación.
—Mamá, ¿por qué está enfadada la abuela con el primo Genaro? —le pregunté bajito.
Ella me miró con el ceño fruncido, sin responder hasta asegurarse de que la pequeña había cogido un sueño profundo.
—Sacra, ¿por qué no estás ayudando a tu abuela a preparar la comida? —me devolvió la pregunta, pasando por alto mis dudas.
—Está poniendo el caldero al fuego y acabamos de llegar del mercado y… —fui bajando el tono buscando la excusa que me faltaba, achicada bajo sus oscuras e inquisitivas pupilas— y quería ver a Mo, no la he visto en todo el día.
—Aún no estamos ni a la mitad del día, no exageres. —Suspiró, pero me dejó acercarme a la mantita—. Despacio —me avisó.
Cada vez que la veía pensaba lo mismo: no parecía de verdad. Era tan pequeña y tan perfecta… Como alguna de las muñecas que había visto a las niñas del pueblo, pero mucho más suave, más tierna y con un olor dulzón que no se parecía a ningún otro. Tenía una nariz que era como un delicado tobogán rosado, y esas manos… ¿cómo podían ser de verdad? ¿Cómo podían existir unas uñitas tan y tan pequeñas? Siempre con los puñitos cerrados, se aferraba al dedo tendido con una fuerza asombrosa. Chocaba… lo poderosa que era la vida dentro de aquella muñequita pelona.
—Tienes las manos sucias, Sacra, no la toques.
Me aparté con cuidado, sin dejar de mirar sus deditos rosados.
—Mamá, ¿de quién se tenía que esconder el primo Genaro?
—Ay, niña, vale ya de hacer preguntas. No te metas en temas de mayores. Ya sabes que son tiempos difíciles y hay cosas que tú no puedes comprender. Pero tienes que hacer caso a la abuela, en todo. Y ahora ve a la cocina por si necesita ayuda. Anda.
Me levanté y cerré la puerta sin hacer ruido, dejándolas sentadas al borde de la cama, tal y como las había encontrado. Me fui andando despacio con la mirada perdida, preocupada por esa sensación extraña que revoloteaba a mi alrededor, como si hubiera algo molesto que no sabía identificar pero que se había colado conmigo en casa y se me había quedado pegado a la piel con el polvo que habíamos traído del mercado, algo inquietante que se alimentaba de las evasivas de mi madre y los gruñidos de la abuela.
La palangana de atrás era nuestro mejor termómetro. Ella nos indicaba la llegada definitiva del invierno, transformando en un sólido bloque de hielo el agua que yo había sacado el día anterior del pozo. Sí, aquella noche, finalmente, había helado. Y lo había hecho con ganas. Y cuando al mediodía fui a buscar agua para preparar el baño de mi hermana pequeña, tuve que pedir ayuda a mi hermano para mover la vieja palangana, que seguía congelada.
—La llenaste demasiado. ¿Cómo pudiste traerla hasta aquí fuera? —me preguntó resoplando, sorprendido.
Yo sólo me encogí de hombros, distraída, buscando más allá de nuestro muro.
—Vaya, tengo la hermana más fortachona del pueblo y yo sin saberlo —siguió él, divertido.
A mí se me escapó una risita, porque mis brazos, parecidos al tallo de la flor de Genaro, quedaban muy alejados del término «fortachona».
—Teodoro, ¿cuándo vendrán?
Él también alzó la vista, haciendo un alto.
—No puede faltar mucho, seguro que procuran no pasar una sola noche más ahí fuera. Vamos, gorrinita —me dijo, guiñándome un ojo—, o nosotros también nos congelaremos.
Y entramos en casa, en una Cocina Chica que olía a gloria. La abuela estaba preparando su famoso puchero y el vaho empañaba los ventanucos, que me llamaban para que dibujara en ellos con los dedos. Pero me contuve, porque si la abuela me veía encaramada al mueble de la cocina corría el riesgo de quedarme sin mi ración de sopa, y ese sencillo manjar era entonces, para mí, algo sagrado.
Estábamos ya fregando el puchero y recogiendo los restos de la comida cuando empezaron a oírse los primeros y tan esperados gritos. Yo me quedé con el trapo en alto y mirando hacia fuera, atenta, a la espera de las conocidas palabras que anunciaban uno de mis momentos favoritos del inicio de las nieves. Se oían carreras sobre los adoquines. El brusco entrechocar de puertas haciéndose eco unas a otras. El pueblo se movilizaba aprisa. Y di un brinco al oír, al fin:
—¡¡Ya vieneeen!!
—¡Abrid las puertas!
—¡¡¡Que viene el guarrooo!!!
Miré a la abuela con avidez y una sonrisa que me bailoteaba en los labios. Y ella, seria y con los ojos muy abiertos, exclamó:
—¡Corre! ¡Llama a tu hermano!
Y tiempo me faltó. Salí como un rayo, chillando a voz en grito:
—¡Teodorooo! ¡Que vieneee! ¡¡Ya llega el guarro!!
Lo vi salir apresurado, calándose una boina hasta las orejas.
—Te dije que sería hoy. Tú abre la puerta grande, yo voy al patio de atrás. ¡Aprisa, Sacra, como lo perdamos la abuela nos mata!
Y no con poco esfuerzo abrí de par en par las grandiosas alas de la puerta Roja buscando ansiosa a mi alrededor. Toda la calle exhibía sin pudor sus entrañas, abiertas y expectantes las puertas de cada uno de los vecinos, dispuestos a recibir a ese goloso compañero que volvía a casa en busca de refugio tras haber estado todo el verano pastando por los montes. Poco a poco, un extraño rumor fue creciendo, como cuando se avecina tormenta y sólo se atisba del trueno un lejano retumbar. Pero ellos eran más rápidos. En cuestión de segundos el aire se fue enrareciendo con aquel olor característico que yo siempre reconocía enseguida, mezcla de hierba fresca aplastada y barro, un hedor húmedo y penetrante, y la avalancha de pezuñas retumbó en la plaza, que la recibió con la energía amplificadora de un grandioso y febril tambor. Y los agudos gritos de alborozo de los niños del pueblo resonaron tras las ventanas y en los balcones, mezclándose con los de mis vecinas entre risas y llamadas a voces. Y enseguida se empezaron a confundir con los chillidos de los animales, ese sonido tan estridente y tan suyo, arrancándome una carcajada porque aquella creciente cacofonía significaba que, por fin, ya estaban aquí.
Vi fascinada cómo una inmensa avalancha de cerdos aparecía calle arriba, atropellándose unos a otros en la carrera y, fundiéndome con la pared, me regocijé ante el espectáculo. A medida que avanzaban, se iban desprendiendo miembros del tumulto, adentrándose cada uno por un portal. Con precisión matemática, sin dudas y sin perder el ritmo, cada uno entraba a toda velocidad en su hogar. Entornando los ojos, me pegué contra los muros de la casa de mi abuela mientras pasaban por delante de mí con gran estruendo, hasta que uno de ellos se desvió hacia nuestro umbral. Pasó zumbando por el patio y cruzó la puertecilla que llevaba al corral; yo lo perseguía tan rápido como podía para verlo lanzarse directamente a su zahúrda, el cuchitril donde mi hermano ya lo esperaba, con la comida preparada en el alargado dornajo de madera, listo para cerrar la cancelita.
Yo aún jadeaba mientras veía cómo Teodoro le llenaba con paciencia un barreño de agua para que pudiera recuperarse después del largo viaje que lo había traído de vuelta a casa.
—¿Puedo tocarlo? —le pregunté al poco, con repentina timidez frente a aquel animal que me parecía más grande de lo que lo recordaba.
—Claro, mejor ahora que una vez haya empezado a revolcarse en el barro.
Me acerqué con cuidado y posé una mano en su lomo, pero él ni se inmutó, concentrado como estaba en saciar su sed. Era muy áspero, con aquellos pelos tan duros. Me miré la mano: había quedado marrón tras sólo un par de caricias.
—Qué marrano, está sucísimo.
—Pero vamos a ver, ¿tú por qué crees que lo llaman «el guarro»? No es un animal famoso por su higiene, precisamente.
A mí se me escapó la risa y le volví a acariciar por si se había podido ofender con el comentario de mi hermano. Al fin y al cabo, siempre volvía a casa, tan malo no podía ser si nos quería tanto como para acordarse exactamente de cómo regresar a nuestro hogar año tras año.
El espectáculo de la vuelta de los cerdos al pueblo siempre me había fascinado, parecía un milagro que cada uno supiera exactamente cuál era su casa, por qué puerta tenía que entrar para encontrarse con su parcelita de barro y su familia. ¿Cómo era posible? Se pasaban muchos meses por los montes, se marchaban jovencitos y canijos, volvían convertidos en espléndidos cerdos y, a pesar del tiempo transcurrido y de adentrarse en el pueblo a toda velocidad, cada gorrino iba directo y sin dudar a donde se le esperaba. Sí, era un espectáculo realmente digno de verse.
—¡SACRA!
Un grito que no sonaba nada bien me sacó de golpe de mi ensoñación. Miré a mi hermano con preocupación y volví adentro, deseando a cada paso hacerme invisible. No tenía idea de lo que había hecho, pero sin duda algo había hecho. Mi madre me estaba esperando frente a la puerta principal.
—¿Puedo saber por qué esta puerta sigue abierta de par en par como si esta casa fuera un circo del que todo el vecindario pudiera disfrutar?
—Es que acaban de llegar los guarros y…
—Ya sé que han llegado —me cortó—, todo el pueblo lo sabe, pero no es necesario dejar las puertas abiertas durante el resto del día, ¿no te parece? Haz el favor de cerrar inmediatamente.
Hice en silencio lo que me mandaban, pero antes de que mi madre se diera la vuelta pregunté con mi voz más angelical:
—¿Puedo salir un rato?
Ella ya no estaba pendiente de mí porque la pequeña Mo se removía en su habitación, así que sólo me puso como condición volver antes de que anocheciera. Como siempre. Pero eso, por aquellos meses, era algo que ocurría ya muy temprano, así que no tardé nada en abrigarme y salir en busca de Pedro.
Pedro era el pastor que nos devolvía cada año la piara sana y salva. Y era, también, mi mejor amigo. Mi familia me tenía dicho una y mil veces que no molestara a los mayores y que no hablara con desconocidos. Que cuando anduviera por el pueblo, fuera con los demás críos y no diera la vara a los adultos, porque bastante tiene cada uno con lo suyo. Yo no entendía muy bien por qué pensaban que yo podía dar con ninguna vara a nadie, ni tampoco entendía qué era aquello tan cargante que acarreaba cada uno en aquel pueblo y que tanto preocupaba a mi familia, pero tenía claro que yo no iba a contribuir a apesadumbrar a nadie. Yo sólo hablaba con mis amigos siempre que podía. Y, todo fuera dicho, la mayoría de mis amigos no eran críos. Y sí, en eso desobedecía una orden directa. Pero así eran las cosas…
Encontré a Pedro en la plaza, recogiendo su petate y sacudiéndose la ropa. Ya había cumplido con su tarea y se marchaba a casa, pero cuando me vio, se detuvo.
—¡Pedro! ¿Ya te vas?
—Hola, pequeña. —Me sonrió—. Ya es hora de volver a casa, ¿no te parece?
Pedro tenía una forma de sonreír especial. Él no necesitaba abrir la boca, ni enseñar los dientes, ni emitir ningún sonido. Él sólo te miraba y sus ojos grises resplandecían con una luz que te calmaba y te caldeaba el corazón con la suavidad de una manta de borreguito. Él te abrazaba sin tocarte y te sonreía sin apenas mover los labios, todo sólo con ese calor que era él y que era luz; como si llevara siempre la primavera consigo. Y cuando empezamos a caminar, uno junto a otro, me dejé hipnotizar una vez más por sus andares, que tanto había echado de menos. Deslizando siempre los pies sin prisa, acariciando el suelo, Pedro acompasaba sus movimientos con los del aire, flotando. No había lucha, ni choque, ni esfuerzo. Él me había contado que la montaña se lo había enseñado todo. Había aprendido a respetar al tiempo y a dejarse guiar por él, entendiendo sus normas, siguiendo su ritmo y agradeciendo sus regalos tanto como respetando sus adversidades. En verano disfrutaba del sol y en otoño bendecía la lluvia que luego limpiaría los cielos de primavera y daría su fruto en los campos. Él no entendía de enfados ni de prisas. No les veía motivo. Yo siempre le decía que me recordaba al viento. Y él brillaba —o sonreía—. Y a medida que avanzábamos por el camino que llevaba a su cabaña, saliendo del pueblo, su baile con las ráfagas del frío aire invernal era cada vez más latente. Y el entorno se iba adaptando a nuestro paso, ralentizando agresiones, ondeando más dócil. Los tallos secos del camino ya no crujían, se abrazaban y esquivaban en una grácil danza con los copos desperdigados que iban cayendo del cielo. Y el camino pedregoso nos dejaba andar sobre él en silencio, porque Pedro no dolía, pasaba suavemente por encima, sin pisar. Y el viento nos recogió, dejándonos un espacio acústico de sonidos envolventes, donde al fin mi amigo respondió a mis preguntas sobre sus meses en las montañas.
—Ha sido un verano raro, mi pequeña Sacra. Las abejas han zumbado alborotadas, nunca las había visto tan cargadas de polen, pero parecía que les costara tanto encontrarlo como luego acarrearlo. No disfrutaban. Tenían prisa. No sé por qué… Parecía que les faltara algo, pero no llegué a entender el qué… Las vi durante muchos meses. Y los vientos han sido cambiantes. Fríos algunas noches, arenosos otras. Desordenados. Parecían querer decir tantas cosas que se atropellaban unos a otros. Y la calma del equinoccio. Ay, pequeña, qué angustia. Qué silencio tan asfixiante. Sí, no me mires así, no era uno de nuestros silencios, Sacra. Era distinto, como una espera, como un insondable interrogante que no fue resuelto en toda la larga noche. No sé qué era… —bajó la voz hasta convertirla en un murmullo, tuve que ponerme de puntillas para oírle—, pero este verano fallaba algo.
Se quedó unos minutos callado, todo él suspendido en una pausa meditativa. Hasta que en un momento dado exclamó:
—¿Viste los patos, pequeña?
Yo asentí, muda. Claro que los había visto, grandes bandadas habían iniciado la migración mucho antes de lo habitual. Había intentado jugar a contarlos, pero siguieron pasando durante muchos días, a veces volando en círculos. Y el juego fue dejando de gustarme. Sus graznidos ya no me hacían salir al patio, sino quedarme escuchando tras las ventanas de la cocina, encogida.
—Exacto —dijo Pedro—. Pasaron una y otra vez. Sabían que se tenían que ir, pero no sabían hacia dónde. ¿Acaso ya no es seguro su otro puerto…?
Dejó que la pregunta se perdiera en el aire, alejándose hasta más allá de nuestro pequeño círculo, rompiendo el hechizo… porque de repente volví a oír el chirrido del viento. Habíamos llegado. Crucé los brazos sobre el pecho para resguardarme del frío que volvía a clavarse en la piel y Pedro dejó sus cosas sobre las tablas de madera del porchecito de su casa, que pisaba por primera vez después de tantas y tantas semanas. Me pareció que toda la estructura crujía feliz para recibirle mientras él giraba la llave en la cerradura.
—Pedro… —Él esperó—. Mi hermano dice que este va a ser un invierno muy frío. Malo. ¿Tú también lo crees?
Tardó un poco en contestar, pero yo ya conocía sus silencios y no me inquietaban. Eran como un bálsamo y eran parte de él. Esperé.
—Tu hermano es un buen chico —dijo despacio—. Es posible que tenga razón. Veremos…
Yo no sabía por qué ser un buen chico le daba mayor credibilidad como meteorólogo, pero, por cómo oteó mi amigo el horizonte, me di cuenta de que él no sólo esperaba a ver cuánto frío marcarían las heladas, sino que también esperaba respuestas sobre otro tipo de frío. Uno más intangible, uno que yo desconocía pero que surcaba su rostro, amenazante, reflejando extrañas formas entre los recovecos de su entrecejo, haciendo que una pesada sombra se instalara bajo sus ojos, que de repente me parecieron cansados de esconder algo que se asemejaba demasiado a la preocupación. Y cuando ya creía que se iba a despedir, me preguntó:
—¿Has pasado tiempo con las margaritas este año?
Si cualquier otro me hubiera hecho esa pregunta, probablemente me habría sonrojado y habría respondido con alguna excusa atropellada para cambiar de conversación. Pero él no se burlaba de mí. Él era de los pocos que no juzgaba, que de hecho entendía que me gustara pasar tardes enteras de verano tendida en los campos de las afueras del pueblo, mirando el cielo y oliendo el perfume de las flores que me rodeaban. Yo nunca se lo había explicado a nadie, me daba vergüenza, pero lo cierto era que allí el tiempo dejaba de existir. Cuando estaba sumergida en aquel suave mar de colores silvestres, parecía que las horas dejaran de pasar veloces como solían hacerlo normalmente. Allí el cielo discurría sin pasado ni futuro, flotando en un presente dulce como el aroma que desprendían mis pequeñas compañeras. Y los sonidos del campo llegaban resguardados por aquel manto de hierba que era su hogar y así podía percibirlos todos: desde los brincos de los conejos que resonaban a lo lejos hasta el piar de los pájaros, que era una sinfonía sin fin relatando la historia del bosque, los prados y sus habitantes.
Y cuando las margaritas susurraban los secretos de aquel mundo, sonaban como un coro de miles de pequeñas voces, como un intrincado bordado de miles de vidas hilvanadas a todo color. Y yo me dejaba mecer por sus susurros. Me dejaba llevar por aquel eterno sonido que, si escuchabas con atención, estaba en el suave vaivén de la hierba, en la brisa que llegaba hasta mí con olor a montes lejanos, en los aleteos que pasaban raudos sobre mi cabeza y en los crujidos pesados de los escarabajos en la arena. Aquel sonido que parecía guiar también el baile lento y alegre de las mariposas, mis queridas mariposas. Ellas embelesaban los minutos y los convertían en horas con su danza, con aquel aleteo que parecía capaz de contarte todo lo que el corazón quisiera oír, porque iba y venía al mismo ritmo que sus latidos. Eran mis favoritas, porque nadie surcaba el aire, cantaba, bailaba y narraba tan bien como ellas. Con tanta gracia. Con toda la armonía que las rodeaba capturada entre sus alas y repartida allá por donde pasaran, haciendo que el mundo, a su paso, se hiciera magia.
Y, a menudo, ese festival del campo me entretenía tanto que me sorprendía cuando la cálida brisa me traía noticias de las gentes de un pueblo que, allí, me parecía muy lejano y mucho menos real que las labores de los abejorros y de las hormigas en su ordenada procesión. Allí, a veces incluso me había parecido oír la voz profunda de los árboles centenarios…, pero debía de ser el aire jugando con mis sentidos.
—Sí… —respondí a su pregunta mirando la punta de mis zapatos, llenas de barro.
Noté el peso de su mano en mi hombro y alcé la vista.
—Bien. Es importante.
Sabía que a él le gustaba que lo hiciera, pero también sabíamos ambos que ni a mi madre ni a los demás niños les gustaba ni les parecía normal. «Siempre estás sola», me regañaba a veces mi madre, «ve a jugar con Dorotea y con los demás niños, anda». Y a veces lo hacía, pero… las flores y las mariposas también eran mis amigas, y eso jamás lo entendería nadie, al menos no mi madre ni Dorotea. Pero Pedro sí. Por eso era mi mejor amigo. Y creo que por eso me animaba a seguir haciéndolo.
Su mirada se quedó vagando por los campos que se extendían frente a su cabaña, último eslabón de civilización antes de que la naturaleza diera rienda suelta a su fuerza creadora en el frondoso bosque que teníamos detrás. Seguí las chispitas de sus ojos hasta sobrevolar los matorrales.
Ya no había flores, aquellas eran unas semanas cenagosas; un estadio intermedio entre la paleta completa y el blanco absoluto. Me gustaba cuando empezaba el otoño y las hojas se vestían de dorado, parecían miles de rayos de sol ondeando al viento. Y luego los trajes de gala, rojos, burdeos, pardos. Era la época de la elegancia en los prados y el bosque, y parecía que todos estirasen el tronco o el tallo con cierta aristocracia durante esos ocasos encendidos que pintaban el cielo a brochazos de colores imposibles y que llegaban cada día un poco más temprano. Pero aquello ya había pasado, e igual que ocurre tras una fiesta, parecían quedar sólo los despojos de lo que fuera, hacía tan poco, la naturaleza esplendorosa. Ahora el suelo estaba pastoso, la capa de escarcha que se formaba ya durante la noche se pasaba el día entero encharcando la tierra, para volver a congelarse cuando menguaba la luz. Definitivamente, no me gustaban esos últimos días de otoño. Las hierbas que quedaban parecían temblorosas y sin color, como si cada sacudida de aquel viento cortante las despojara un poco más de su tinte verde. Como si con cada nueva ventada y con cada crujido, se les escapara un poco más la vida. Yo sabía que algunos animales hibernaban, guardaban fuerzas durante el invierno hasta la siguiente primavera; quería pensar que a las plantas les ocurría lo mismo, dejaban caer las flores, las hojas y hasta el color, para así reservar fuerzas hasta el retorno de un clima más benévolo. Pero no estaba del todo segura de que eso fuera exactamente así, y un extraño cosquilleo me incordiaba susurrándome que lo que realmente les ocurría era algo peor…
Los gruesos nubarrones que se retorcían en el cielo estaban engullendo ya cualquier resquicio de luz que quedara en él; en el pueblo habían dado la luz y las ventanas se encendían una tras otra desencadenando un alegre dominó amarillo. Así que, tras una rápida despedida, me alejé de Pedro corriendo por el camino de vuelta a casa. Me fui con la sensación de dejar tras de mí un rastro extrañamente amargo, como si un ligero eco de la preocupación que yacía bajo los ojos de mi amigo se quedara grabado en mis huellas ligeras sobre el barro del camino. Y correr más rápido no hacía que desapareciera, ni servía para escapar del frío que me incordiaba colándose entre la ropa y pellizcando mis nervios, murmurando angustias y encendiendo alertas. Recordándome con insistencia que aquello no era normal, que aquella no era la sensación que solía acompañarme a casa cuando había estado con Pedro.