VIII

El camino olía a movimiento. A nervios. A caos. Las puertas de todos los vecinos estaban cerradas, pero se oían voces agitadas tras cada una de ellas y narices asomando fugaces a las ventanas. El rastro de ruedas emborronaba las calles. A medida que me acercaba a casa, descubrí la puerta de algunos hogares completamente abierta con sus tripas desperdigadas en la entrada. Un revoltijo de muebles, ropas, ollas, papeles. El eco de un niño llorando, un hombre maldiciendo. En otras, sólo la madera fuera de sus goznes, la intimidad violada, desorden y silencio. Cuando llegué frente a mi querida puerta Roja, estaba entreabierta. Como queriendo resistir, sin admitir haber sido vencida. Dentro de casa había movimiento, discreto, pero ahí estaba. Las camas habían sido levantadas a zarpazos, la cocina parecía un campo de batalla, las habitaciones tenían cajones y armarios abiertos y caídos. Mi madre no estaba, eran mi abuela y Juliana quienes trajinaban escoba y trapo en mano, intentando recomponer los pedazos de aquel pequeño mundo hecho jirones.

—¡Sacra! —Juliana me aferró entre sus brazos en cuanto me vio, estrangulándome en un abrazo tembloroso mientras me cubría de besos. Apenas podía respirar—. Sacra, cariño, estábamos tan preocupadas… No vuelvas a desaparecer así, qué susto, ¡Dios mío! —Me balanceaba de un lado a otro—. Sacra, creíamos, creíamos… —Y rompió a llorar.

La abuela Candelaria, encorvada hacia el suelo, me vio de lejos y sólo asintió con un gesto seco. Como confirmando que estaba allí.

—Ella no tenía duda de que estarías bien —me explicó Juliana mirándola de reojo—, ¡cualquiera diría que podía saber dónde estabas! Pero tu madre se empeñó en salir a buscarte. Creo que está enfrente, con la mamá de Dorotea. Seguro que llega en cualquier momento. Vamos, cariño, coge el cubo y ayúdanos a recoger. La abuela está muy muy cansada; que vea que la ayudamos.

—¿Donde está Teodoro? —fue lo primero que pregunté. Estaba en el granero, me dijo. Lo siguiente fue—: Tía…, ¿qué ha pasado?

Vi cómo sus ojillos se volvían a convertir en dos presas de agua a puntito de rebosar. Le tembló el labio inferior mientras miraba a su alrededor.

—¡Ay, mi niña! —exclamó, y dejó escapar su angustia en un suspiro—. Han venido los militares. Buscaban cosas de valor. Han entrado en todas las casas, pero han sido especialmente cruentos con aquellos que somos sospechosos de apoyar al bando contrario. Lo han desmantelado todo… —Mientras hablaba, secándose con cuidado las lágrimas, se irguió un poco y sacó pecho tímidamente—. Pero no saben con quién tratan. No, señor. Creen que por ser mujeres y estar solas no nos sabemos valer. Pero no han encontrado nada. ¡Nada! Mamá, tu abuela, es muy astuta, y ellos van demasiado cegados de rabia. Miran sin ver. Ella lo escondió todo donde sabía que no iban a buscar. —Y con una ligera sonrisa en los labios se giró hacia el patio y bajó un poco la voz—: Ve con tu hermano y lo verás. Corre, echa un vistazo y vuelve volando a ayudarme con esto, ¿oyes?

Yo asentí, muda, y crucé el patio en dirección al granero.

—¡Eres como un ratón, Sacra! —exclamó Teodoro cuando me vio entrar—. Te has escabullido de toda esta locura sin que ninguno nos diéramos cuenta. De la que te has librado… —Y siguió hurgando en el trigo.

Teodoro tenía los dos brazos metidos en la mole de trigo que llenaba el granero, metidos realmente hasta los hombros. Y para mi asombro vi cómo emergían acarreando una destartalada caja de madera que no había visto nunca. Se volvió a zambullir, flexionando un poco las rodillas, con la cabeza ladeada y escupiendo briznas de hierba que le caían por encima. De nuevo salió cargado con otro tesoro: el viejo saxofón.

La abuela, pequeñita pero hábil como pocas, había escondido todos los pocos objetos de valor dentro del montón de trigo que guardábamos en el granero. Era el trigo que los mozos cultivaban en los escasos campos que aún conservaba la familia, aquellos que no había tenido que vender para ir sobreviviendo tras morir el abuelo. Los arrendaba y cobraba el alquiler con aquel trigo que luego intercambiaba por otros bienes en el pueblo. Allí la moneda se había volatilizado con los primeros estallidos de la guerra, y a aquellos trueques debíamos agradecer el tener siempre algo que comer en la despensa, por poco que fuera.

A mí me temblaban las piernas sólo de pensar que un montón de hombres armados habían revuelto de arriba abajo nuestro hogar, nuestro refugio, nuestra fortaleza. Sentí en ese temblor la profunda vibración de un extraño retumbar, el eco arrollador que crecía y crecía de un pelotón de botas pisoteando mi mundo, y sonó tal y como aquella lejana mariposa ya sabía que sonaría la destrucción del amor, de la compasión y del respeto a la vida… a manos de los hombres. Me sentí débil e indefensa. Impotente. Pero en cambio la abuela estaba recogiendo sin mostrar apenas preocupación. Llevaba el inamovible pañuelito negro sobre la cabeza, el pelo recogido en un moño bajo y el gesto sombrío de siempre. La única muestra de cansancio, lo único que alteraba su imagen, eran unas marcadas ojeras arqueando su piel apergaminada. Pero, pese a todo, su pequeña figura se movía de un lado a otro, tan eficiente como siempre. Serena y firme. Constante.

Cuando llegó mi madre, oí a Juliana murmurar asombrada acerca de lo ocurrido. Sobre cómo mi abuela parecía saber lo que se avecinaba y lo rápido que había recogido todos los documentos y objetos de valor y los había ocultado. Me acerqué discretamente y las oí cuchichear con el ceño fruncido, preguntándose por qué la abuela había corrido después a dejar la puerta entreabierta si sabía que los soldados estaban asaltando las casas. ¿Por qué no la había atrancado? ¿Por qué no se habían escondido? Entendí que mi abuela los había dejado entrar sin oponer resistencia, al menos visible. Y también entendí por qué. Si todo aquello que hacía falta alejar de sus manos estaba a buen recaudo, para qué huir de lo inevitable. Para qué obligarlos a forzar y destrozar la puerta principal y acabar entrando igual. De esta forma habría menos daños.

A Juliana tal vez le parecieran excentricidades, pero yo cada vez estaba más convencida de que la abuela, de alguna forma, sabía más que los demás de todo cuanto ocurría a su alrededor. Tal vez sí sabía lo que se avecinaba antes de que los soldados irrumpieran en casa, y quizás también sabía que no tenía que temer por mí porque yo estaba a salvo con Pedro. La busqué con la mirada y vi que erguía una lamparita caída en una de las habitaciones. Le quitó el polvo con un trapo, con cuidado, dibujando su silueta, descansando en sus recovecos. Era de cristal y no se había roto, amortiguada por la cama. En aquel momento la quise muchísimo y me sentí terriblemente agradecida, porque aquella pequeña y valiente mujer había sabido cómo poner a salvo nuestras cosas. Cómo ponernos a salvo a todos. Corrí hacia ella y me abracé a sus piernas, pillándola desprevenida. Sentía la mirada de mi tía y de mi madre en mi espalda y casi veía sus ojos desorbitados. Ella se quedó quieta unos segundos, con los brazos en alto, sorprendida aún. Hasta que me dio unas suaves palmaditas en la espalda.

—Está bien. Está bien —murmuró.

Supe por la voz que sonreía. Seguramente no con los labios, pero sí desde el pecho. Una de esas sonrisas que se quedan cosquilleando en la garganta y que a menudo se oyen mucho mejor de lo que se ven. Me alejé despacito, sin mirarla, para no delatarla ni delatarme.

Fue un día extraño. El sol apenas apareció en toda la jornada; como si hubiera decidido dejar de recorrer la bóveda celeste; como si también él hubiera huido. Igual que nuestros vecinos. Todos permanecían en casa, y si alguien salía, avanzaba presuroso entre titubeantes carreras.

Isidora se acercó a vernos unos minutos: nosotras a un lado de la portezuela de atrás y ella al otro. Durante la breve conversación con sus hermanas, de vez en cuando resonaba por las calles algún grito sofocado, una llamada, una regañina. Mi abuela no dijo una palabra, y cuando mi tía, antes de irse, me lanzó una larga mirada maternal, tan cariñosa como angustiada, Candelaria dio un paso hacia mí, posó una mano en mi hombro y aguantó con firmeza los ojos esmeralda de Isidora, que ahora se habían alzado hacia ella.

La presión sobre mi espalda era más posesiva que protectora.

¿Por qué le molestaba que Isidora se preocupara por mí?

Por qué se empeñaba en alejarme de ella.

Tras aquel lenguaje había tanto, que yo estaba asegura de que mucho se me escapaba. Que más allá de la preocupación de mi tía por nosotras y del «yo me ocupo» tajante de mi abuela, había varias preguntas y respuestas demasiado ágiles para mí. Pero lo que sí detecté, y me dejó unos segundos sin aliento, fue la silenciosa acusación que nos atravesó de repente como una fría corriente de aire. Y aunque las mejillas de mi tía se arrebolaron, ni una ni otra apartó la mirada. Y yo no podía dejar de preguntarme qué ocurría entre aquellas dos fieras mujeres, qué era aquella batalla que llevaban tanto tiempo librando… y por qué, ahora, esa tensión se hacía más insoportable a cada instante que pasaba. Era como si el cauce de los acontecimientos estuviera desenterrando entre ellas viejas heridas que ahora volvían a doler, cada día un poco más. ¿Qué podía haber hecho mi querida Isidora para ganarse tanta desconfianza? O qué creía Candelaria que estaba haciendo… Ay, mi abuela podía ser tan dura a veces, que me reconcomía…

Los martillos repiqueteaban en puertas y ventanas fijando baldas; su eco retumbaba en todo el pueblo. Me di cuenta de que Isidora se marchaba con la mirada empañada entre aquel lúgubre concierto, tras fugaces abrazos de sus hermanas y con mi mirada siguiéndola hasta perderla de vista. Ella no estaba bien, pero nadie le había preguntado. Y yo habría querido salir tras ella para darle el abrazo que mi abuela no le había dado, para darle las gracias por arriesgarse a venir, para contarle que había estado con mi Pedro y que estaba bien, que quería que también ella tuviera cuidado, que ojalá pudiera quedarse con nosotras en la casa Roja. Pero cerraron la puerta sin una palabra ni una mirada más, como si nos cerrásemos también al mundo que quedaba tras ella.

Ni una carcajada, ni una voz infantil resonó en las calles aquel día. La gente se atrincheraba, no sabía muy bien frente a qué, pero más valía prevenir. «¿Y nunca más saldrán?» Pero eso era imposible. Debían comer, ir a por agua. «Es el susto», decía mi madre. «En unos días todo estará más tranquilo.» Pero Candelaria callaba y eso no me gustaba.

En cuanto pude, crucé la calle en busca de Dorotea para ver si estaba bien. Y por primera vez pensé que era una suerte vivir justo enfrente. Mi madre me había dicho que su madre no la dejaba salir de casa, así que fui yo. Ella salía entonces del cuarto materno, aquel recinto sagrado que yo nunca había visto y que tanta curiosidad me suscitaba. Se percibían susurros al otro lado de la puerta y un olor a flores enrarecido por efluvios amargos y medicinales. Me imaginaba una cama inmensa y unas cortinas muy muy blancas, montones de mantas sobre la cama y bandejas con píldoras de colores y vasos labrados de plata que centelleaban cuando alguien pasaba a su lado. Pero nunca supe qué ocultaba realmente, Dorotea nunca me lo contó, y a su madre apenas la vi a lo largo de mi infancia. Aquella frágil mujer era el vértice en torno al que se erigía el misterio de mis vecinos, que vivían la kafkiana realidad de tener un padre médico en un hogar con una madre mortalmente enferma. Me quedé un rato en aquella casa, buscando entretenimiento en el cuarto de Dorotea, pero ella no colaboraba demasiado. Sus ojillos vidriosos se volvían alertas hacia la puerta una y otra vez, como si temiera que en cualquier momento entrara alguien y la pillara jugando conmigo.

—¿Por qué miras tanto la puerta? —le pregunté al final—. ¿Tienes miedo?

—No…

—Seguro que los soldados ya no vuelven hoy. —Quise calmarla (calmarnos).

—…

La observé, intrigada. Y se me ocurrió otra opción.

—¿Sabe tu madre que estoy aquí? —insistí.

Ella me miró algo indignada.

—Claro que lo sabe. Ella me mandó a jugar al cuarto… —Bajó un poco la voz y añadió—: Así nadie nos ve.

Pero yo no lo entendía.

—¿Por qué no nos pueden ver?

Dorotea tardó un poco en contestar, parecía dudar. Quizás ella tampoco lo entendiera muy bien, o quizás no supiera cómo decírmelo.

—Bueno, ella no quiere que esté mucho contigo, ¿sabes? No por ti —intentó tranquilizarme—, por lo de tu familia…, pero dice que hoy es un día especial y que me irá bien estar con una amiguita. Para distraerme del susto, ya sabes…

Y se retorció un poco el volante de la falda con unos dedos muy finos y demasiado blancos. No me miraba, pero vi que le temblaba el labio inferior. Me senté en el suelo y alcé la vista a la pared de la cama que tenía llena de dibujos.

—¿Qué es lo de mi familia? —le pregunté flojito, casi sin atreverme.

Entonces sí me miró, un vistazo fugaz.

—Bueno… ¿No lo sabes? —indagó.

Yo negué con la cabeza.

—Mi padre dice que tu familia es un peligro, que nos tenemos que alejar de vosotros. También oí una vez que decían algo de que tenéis el agua sucia. Mi madre dice que es muy importante mantener las apariencias, pero que vosotros hacéis cosas muy raras, que ya no sabe qué pensar de tu familia.

Yo estaba completamente descolocada. No entendía por qué de repente mi familia, que había vivido enfrente de la de Dorotea desde que yo tenía uso de razón y que siempre había mantenido con ellos una buena relación, ahora ya no era digna de confianza.

Entonces pensé en Isidora, en el fuego de su melena y el poder de su presencia, en el misterio que las envolvía a ella y a la pobre mano maldita de su marido… Y pensé en las miradas de acero de mi abuela Candelaria y en la tensión silenciosa que las distanciaba, aquel frío abismo que parecía esconder un secreto que nadie mencionaba jamás. Recordé la capacidad de mi abuela para anticiparse a los acontecimientos, y pensé también en Carmen y en el brillo de su piel y sus cuchicheos entre sombras y callejuelas. Y tuve que esforzarme en tragar saliva, porque se me había quedado la boca seca y no tenía ni idea de cómo verbalizar mis temores. Ni si debía hacerlo.

—¿Creen que en mi familia son… malos? —apenas pude preguntar.

Ella se encogió de hombros.

—No lo sé, pero no quieren que nos vean con vosotros —lo dijo como sin darle importancia mientras me pasaba una peonza, pero volvió a mirar la puerta un segundo antes de hacerla rodar.

Recuerdo que ya no estuve a gusto el resto del tiempo que pasé entre las cuatro paredes de aquella casa, tenía el corazón encogido y era incapaz de concentrarme en nada de lo que Dorotea me decía. Entré en uno de mis estados de mutismo, ya sólo seguía el juego de forma mecánica. Pero ella me conocía y no insistió. Nos separamos y cada una volvió a su mundo, un mundo que estaba completamente patas arriba.

Pero con el tiempo supe que lo que ocurría allí era, en realidad, mucho más mundano, aunque la sensación de que el corazón se me había encogido en el pecho permaneció y volvió siempre que rememoraba aquella escena. Resultaba que la familia de la muñequita rubia que vivía frente a la casa Roja era de inclinación nacional. A pesar de haberse arruinado y de estar pasando por las dificultades que todo el mundo murmuraba pero que nadie conocía con certeza, mantenían ciertos ideales heredados bien callados. Estábamos en territorio rojo, y la bancarrota les vino bien para pasar desapercibidos, para no ser ni asesinados, ni expropiados, ni encarcelados, junto con su muy medida discreción. Y si temían a mi familia y se querían alejar de ella, era por miedo a que los relacionaran con quienes eran públicamente conocidos como fascistas. Esa era la etiqueta que se les había estampado a los míos en el pueblo, y aunque a muchos les había sorprendido que en la casa del Rojo vivieran azules, a nadie parecía importarle que lo fueran realmente o no; lo único importante era unirse a los insultos y la repudia general, y así no llamar la atención. Por si acaso.

No éramos agua clara, eso era lo que había intentado decir Dorotea. Quizás porque nadie sabía con certeza qué posición tomaba una familia que tenía a sus hombres repartidos batallando en ambos bandos. ¡Como si lo hubieran podido escoger! Y a mí me embargaban la rabia y las ganas de llorar cada vez que sentía una nueva estocada sobre los míos. Todo el mundo parecía odiarnos: los que supuestamente pensaban como nosotros y los que supuestamente no lo hacían. Todos parecían odiar a todos, en realidad, y por motivos que a mí me parecían tan intangibles e insuficientes para semejante descarga de rencor y crueldad gratuita, que muy pronto los catalogué como ficticios. Irreales. Inventados. Porque nada, nada, justificaba aquel enfrentamiento de hermanos contra hermanos, de vecinos contra vecinos, de amigos contra amigos. De un pueblo al que habían dividido y confrontado en dos tonos pero que, al final, era y siempre había sido un único abanico de colores lleno de preciosos matices.

Al caer aquella terrible noche, pese a las quejas de sus hijas, Candelaria encendió el fuego de la Cocina Grande. Las llamaradas crecieron alegres, crepitando con fuerza sobre la leña olvidada e iluminando rápidamente todo el Salón con su luz cálida y amarillenta. Atrancamos puertas y ventanas y ella se entretuvo especialmente en la puerta Roja. Cuando terminé con nuestra habitación me acerqué a ayudarla, pero me detuve al verla con ambas manos apoyadas en la recia madera y los ojos cerrados. Esas manos eran como dos pequeños promontorios sobre aquel rústico valle de madera, una extensión más de aquellas viejas vetas que recorrían las leñosas puertas, con sus nudos, sus durezas, con sus yemas suaves y lisas y sus nudillos rugosos, con esas líneas azuladas como ríos que las atravesaban y se perdían entre las astillas pulidas por los años, siguiendo los recovecos de las tablas que se erguían regias hasta el techo; ambas añejas pero poderosas, oscurecidas por el paso de los años y reforzadas por las inclemencias que habían acarreado. Aquellas manos, aquella puerta, estaban en perfecta comunión, manteniendo un diálogo íntimo apoyadas la una en la otra, no sabría decirse cuál de las dos era más fuerte ni más hermosa en su cruda naturaleza.

Quiso que cocinara mi madre y ella siguió andorreando por la casa, revisando lo que los demás habíamos hecho. En los momentos en que me pude escabullir de entre los vapores de la cena vi de lejos cómo encendía lamparillas de aceite y candelabros. Por todas partes. Y al mismo tiempo me parecía que hablaba en silencio con alguien, como hablaba yo con las margaritas, sin palabras. Pensé que quizás estuviera rezando, por nosotros, por nuestra seguridad. O por las demás familias asustadas que cubrían el pueblo entero.

La cena fue bulliciosa, todos arrebujados alrededor de la mesa de la Cocina Chica, llenando los vacíos con una inagotable verborrea sin sentido. Hablamos de todo tipo de nimiedades y todo el mundo encontraba excusas para levantarse e ir a la despensa a por un poco más de sal, a atizar el fuego, a alejar del hornillo una olla que ya hervía, a asegurar una ventana, a entornar la puerta para evitar una corriente inexistente. Hasta que poco a poco el fragor se fue acallando y la abuela nos mandó recoger y dirigirnos al Salón. Así, tal cual:

—Todos al Salón mientras yo preparo una tisana para calmar los nervios.

Nos miramos unos a otros: aquel no era el ritual habitual.

Tal como fuimos tomando asiento fuimos enmudeciendo. Nos quedamos en completo silencio, mirándonos las manos, dejándonos hipnotizar por las llamas danzarinas, o simplemente con la mirada perdida en algún punto indefinido entre aquellas cuatro paredes. La inquietud que hervía, visible y ostentosa durante la cena, sólo se traslucía ahora en pequeños gestos, en un vano intento de reprimirla. Un pie que tamborileaba con vida propia, los dedos de mi madre que se enredaban y retorcían unos a otros, un parpadeo demasiado repetido. Todo se oía amplificado en aquel espacio lo suficientemente grande como para que nuestros temores cogieran aire y se expandieran, hambrientos. El crepitar de una rama al quemarse nos hacía dar un respingo, los ruiditos indescifrables de Mo en su cuna resultaban demasiado audibles, el vendaval en las calles parecía silbar más fiero a cada minuto que pasaba. Nos fuimos quedando sin luz sin apenas darnos cuenta. El grandioso fuego del hogar pareció irse debilitando, como si le abandonaran las fuerzas, ahogándose entre sus propias cenizas. Las llamas menguaron, temblaron ligeramente, como sacudidas por un espasmo. Perdieron brillo. Quedaron bajas y azuladas.

Y el termómetro bajó en picado.

Sentí un aliento helado soplándome en la nuca y un escalofrío me recorrió entera. Vi a Teodoro abrazándose, agarrándose con fuerza de los codos. Mi tía tembló y Mo rompió a llorar. Un viento frío y cortante se había colado en la habitación, desgarrándonos a todos la piel y haciéndonos castañetear los dientes. De repente, un puño de acero me aferró el corazón y supe que no podía tragar saliva. Sentí hielo arraigando en algún lugar muy muy dentro de mí. Quise huir…, huir de aquello que flotaba a nuestro alrededor y que nadie más parecía ver. Mi madre estaba pálida, blanca como la nieve, sus pupilas congeladas miraban la cunita pero no era capaz de moverse hasta ella. Petrificada. La pequeña berreaba cada vez con más fuerza agitando los bracitos en el aire en un frenesí desesperado. Vi cómo las sombras de los muebles se alargaban y crecían hacia el techo como si tuvieran vida propia, creando formas grotescas y esperpénticas, chirriando sobre las vigas y goteando oleosas sobre las ventanas cerradas. Se alimentaban de aquel vaho enrarecido que estaba en el aire, aquel frío espeso y tangible, imposible de respirar, que nos estaba asfixiando. Se empezaron a acercar, las vi reptando por el suelo. Quise chillar, avisar a los demás, pero ni mi voz salió ni nadie parecía capaz de oírme. Las paredes, los muebles, nuestras propias sombras fueron engullidas por una negrura insondable, corpórea y más oscura que una noche sin luna. Impenetrable. Terrorífica.

Pero la puerta se abrió de golpe dando un bandazo y un haz de luz atravesó la estancia e iluminó entre tinieblas nuestros cuerpos desdibujados. La figura de Candelaria se recortó en el umbral, más elevada de lo normal, firme y segura, portando algo resplandeciente en una bandeja de plata. Se quedó allí, erguida, dejando que la luz y un olor amargo fueran penetrando poco a poco en el Salón. Reconocí hierbas, una mezcla de plantas, flores y especias. Era su tisana. Una infusión seca, herbácea y con un regusto picante que sólo con sus vapores ya te hacía entrar en calor. Y una vela. Con pasitos medidos, muy muy lentos, fue entrando. Y el frío fue saliendo. A regañadientes, aferrándose aún a nuestros corazones y a nuestras mentes enardecidas. Las sombras empequeñecieron, mis lágrimas se detuvieron, tan silenciosas como habían empezado. Mi madre alzó a Mo en brazos, Teodoro se acercó al fuego, Juliana me echó una manta sobre los hombros. Y la abuela nos sirvió la infusión, con la mandíbula tensa y las manos crispadas. Y me miró a mí unos segundos más de lo normal, con la intensidad de la sospecha. O del secreto que temía compartido. Y tuve la terrible certeza de que, efectivamente, ambas habíamos visto y sentido lo mismo.

O quizás sólo me lo pareció.

Las consecuencias de aquel primer asalto no fueron pocas. Aquellas tropas de hombretones uniformados se habían tomado la justicia, la ley y el orden —que era desorden— por su mano. Las detenciones empezaron a proliferar, los camiones de racionamiento a menguar y los registros en busca de cualquier objeto de valor se convirtieron en costumbre.

Las pesadillas también.

Danzaban frente a nosotros de día y de noche, no importaba que tuvieras los ojos abiertos o cerrados. La Plaza Mayor, antes centro de festividades y alegría, se convirtió en el lugar más terrorífico del pueblo. Pronto empezaron a quedar marcados en las paredes del ayuntamiento los agujeros de los fusilamientos.

Candelaria no quería ni oír hablar de aquello, porque era justo ahí donde mi primo Genaro mantenía abierta su tiendecita, contra viento y marea. Pero, sobre todo, contra las aseveraciones de su abuela, que no cesaba en su empeño por hacerle cambiar de opinión. Preocupada. Asustada. Furiosa porque por lo visto Genaro no hacía más que poner su vida en peligro. Y cuando mi abuela estallaba, recibían todos. Él, por testarudo; su mujer Carmen, por demasiado benevolente, y su madre Isidora, por inconsciente. Y ahí empezaba la retahíla de bufidos de mi abuela: «¡Como si no hubiera perdido suficiente ya, maldita sea, parece que no aprenda… ¿Qué más tiene que ocurrir, Isidora? Qué más…». Clamaba por la casa, hablando a las paredes o a su saya, vaya uno a saber. «¡Y aún creerá que no me doy cuenta de que sigue haciendo la suya, como si fuera casualidad que precisamente ahora estén todos aquí…» Pero yo la oí en más de una ocasión, consiguiendo con aquellos arrebatos furtivos contagiarme su angustia y sembrarme un mar de dudas. No sabía a qué se refería mi abuela, ni sabía que Isidora hubiera sufrido ninguna pérdida… ¿De ahí el pozo sin fondo que se adivinaba en sus pupilas? ¿Era eso lo que calcinaba el alma de mi tía? Pero parecía que mi abuela supiera más aún, que viera una trama que nadie más que ella veía, una trama de asociaciones prohibidas y secretos y maniobras clandestinas demasiado peligrosas para ser contadas en voz alta. Parecía conocer una oscura historia en la que el dolor del pasado y el peligro del presente se mezclaran y se enredaran, provocando en ella un constante estado de tensión y alarma por lo que se pudiera avecinar. Pero yo sabía que, lejos de estar loca, había demasiadas verdades ocultas en las indescifrables palabras de mi abuela, verdades que nadie más debería oír ni saber, según su parecer. Pero cuando me la cruzaba por los fríos pasillos y ella callaba, algo se quedaba suspendido en el ambiente. Un silencio forzado con el que parecía querer elevar un muro en torno a mí. Nuestras miradas jamás se cruzaban, pero el aire glacial a nuestro alrededor nos comunicaba, pese a sus esfuerzos por alzar fronteras y mantenerme aislada, protegida de aquella amenaza sin nombre que yo ya sabía que iba mucho más allá de banderas y uniformes y que tenía algo que ver con mi tía Isidora y… ¿con Genaro también? Yo fruncía el ceño y ella se alejaba tensa, contrariada, creo que consigo misma, por lo que yo pudiera haber descifrado durante nuestro brevísimo encuentro. Y yo me quedaba donde me había dejado, confusa, sin alcanzar a comprender qué era lo que tanto preocupaba a mi abuela que me ocurriera, de qué pretendía alejarme con tanto ahínco…

Durante aquellos terribles meses en los que el ambiente se hacía cada vez más irrespirable, en casa y en el país entero, los militares detuvieron a Jose María, el enamorado de la tía Juliana, convencidos de sus inclinaciones a derechas, sin otro argumento más que la suposición susurrada por las calles. Estuvo semanas en la cárcel y cuando lo sacaron fue para ponerle un fusil en las manos y obligarlo a matar uno por uno a todos sus compañeros. Si sus fuerzas flaqueaban, lo fusilarían a él y a todo el que quedara en pie. Era la práctica habitual, a este y al otro lado de España. Y eso fue lo que ocurrió.

Recuerdo que aquel fue el primer domingo en que Candelaria no quiso ir a misa. Se negó. A las pocas semanas la iglesia dejó de ser la casa de Dios para ser incautada, violada, saqueada y pasar a convertirse en la cárcel de sus feligreses. Incluso llegó a usarse en algún momento como almacén. Así que pasamos el duelo en casa, cayendo entre lágrimas en un sueño inquieto del que despertábamos varias veces durante la noche, con la almohada de nuevo empapada.

A pesar de las gruesas paredes de la casa Roja, el dolor y el horror que desgarraban a la tía Juliana esos días atravesaban los muros hasta helarme el alma. Nunca la había visto así y, cada uno a su manera, todos nos hacíamos eco de su emoción, incluso la abuela. Yo no supe hacer otra cosa que quedarme al margen. Me aparté a un lado con el corazón encogido de horror, pena y terror. Sólo era capaz de compartir sus lágrimas en silencio. Me daba la sensación de que habíamos sufrido una emboscada furtiva y gratuita, demasiado cruel, demasiado inconcebible, demasiado dolorosa. Intentaba entender cómo era posible que aquel pequeño hombrecillo tan bonachón un día estuviera y al siguiente no. Y no me hacía a la idea de que nunca más vería a Juliana asomada a la ventana, de que nunca más oiría sus cuchicheos haciéndola sonrojar, de que nunca más resonaría en la calleja su risa compartida. ¿Tan volátil era todo? ¿Significaba aquello que todo lo que yo conocía podía desaparecer sin más de un momento a otro? Me daba pánico pensarlo. No quería perder mi vida, ni mi hogar ni a los míos. ¿Qué derecho tenía nadie a arrebatar así una vida? A desmantelar de golpe el mundo de alguien. Era injusto. Era de locos. Y empecé a sentirme terriblemente pequeña, peor que una hormiga, más bien una marioneta que no manejaba ni sus hilos ni los hilos de aquellos a quienes amaba. No sabía qué hacer, no entendía nada y, sumergida en aquella ansiedad, me di cuenta de que no podía hacer nada por dar sentido a algo que no lo tenía.

Fueron muchas noches sin dormir, muchas miradas desamparadas a mi pobre tía Juliana sin saber cómo ayudarla, muchas preguntas sin respuesta mientras vivía una vida que se había vuelto tan ilógica y borrosa como repentinamente efímera a mis ojos.

Y en casa creo que en realidad nadie sabía cómo ayudarme. Me daba cuenta de que todos teníamos penas, pero a mí la angustia me carcomía, necesitaba algo más que un ahogado silencio compartido. Y creo que fue precisamente por esa falta insoportable de palabras que, llegado el momento, fue ella quien salvó la distancia que nos separaba.

Y aquel día descubrí que, para mi sorpresa, el dolor y el amor no tienen por qué ser rivales. Que la pena y la impotencia no tienen por qué degenerar en rabia u odio. Que por más cicatrices que atraviesen un corazón, eso no genera más que nuevas rendijas por las que se puede filtrar la luz. Porque pocos días después de la tragedia, fue la propia Juliana quien me habló de lo ocurrido. Con su voz dulce de siempre, simplemente ahora algo ronca de agua salada.

Estábamos haciendo la cama juntas cuando vi que una lágrima salpicaba las sábanas. Y luego otra. Y otra. Yo me quedé con las manitas aferradas al grueso algodón, mirándola, muda. Mi pobre Juliana. Cuánto dolía verla así. Y aquellas gotitas incontenibles empezaron a resbalar también por mis mejillas, como un pequeño espejo de la tristeza que tenía delante y que tan hondo sentía en mi interior.

Ella alzó la vista y me encontró mirándola a través de aquel vaho.

Y dejando las sábanas como estaban, rodeó la cama para sentarse a mi lado.

—Ay, mi niña…

Y me lancé a sus brazos, para llorar juntas lo que sufríamos juntas.

Recuerdo que su pelo enmarañado olía a cebolla pochada y que su vieja mantilla de lana raspaba un poco. Las elaboraba ella, pero las mejores nunca se las quedaba, siempre las vendía o las regalaba. La acaricié un poco, aunque picara, porque aquel calorcito picante también era ella. Me desenredé un poco de entre sus brazos para mirarla de nuevo y me encontré con su tierna sonrisa, empapada.

—No llores más, Sacra querida. Te dará dolor de cabeza. —Creo que lo decía más por ella que por mí. Con la yema del pulgar me recogió despacio las lágrimas y me secó delicadamente las mejillas. Y volvió a intentar sonreír—. Ya está.

Yo me senté a su lado y le cogí la mano que me tendía. Esperé un segundo antes de exclamar sin poder contenerme:

—No es justo, tía… —Noté cómo las lágrimas volvían a abrasar, tironeando del rabillo de los ojos y agolpándose en la garganta—. Él no se lo merecía. —No quería mirarla para no desobedecer porque me echaría a llorar, pero no pude evitarlo y la miré rápido, sólo un momento, para decirle lo que llevaba quemándome en el pecho tantos días—: Lo siento tanto, tía.

Ella me abrazó de nuevo, apretando fuerte mis hombros y meciéndome un poquito, su cabeza reposando sobre la mía. Me sequé las lágrimas con la manga y esperé a oír su voz, que se le quebró al decir:

—Lo sé, mi niña, lo sé. Y tienes razón, no se lo merecía. Nadie se merece esto. Nadie.

Vi cómo se apoyaba sobre el colchón y cerraba los ojos con fuerza, tratando de respirar hondo mientras una lágrima rebelde se le escapaba, caprichosa.

—¿Y por qué pasa, tía? Yo no quiero que pasen estas cosas, no deberían pasar.

—¡Ay, Dios mío! Porque estamos en guerra, mi niña. Así de cruda es nuestra realidad.

Y cuando dijo aquello, saltó un resorte en mi pecho, liberando una angustia que corrió con un escalofrío por mi columna; notaba que el labio me temblaba y no quería ni pensar lo que iba a decir en voz alta.

—Pero mi papá está en esa guerra, tía… —Se me cortó la voz—. Está en la guerra, y yo no quiero, no quiero… —No pude contener los sollozos que se me escaparon entrecortados con una voz demasiado chillona—. No quiero que le pase eso. ¡No quiero que se muera!

Y empecé a hipar sin poder controlarlo mientras intentaba esconderme no sabía de qué o de quién, dejando que el pelo me tapara la cara.

Noté que ella se quedaba tensa a mi lado. Pero no me soltó la mano ni me pidió callar los gemidos que se me escapaban, sólo siguió allí, dándome tiempo, dejando que el peso de su mirada sobre mi espalda me acompañara. Me dejó llorar cuanto quise sin soltarme y, poco a poco, empezó a acariciarme suavemente la cabeza con la otra mano. Me frotó la espalda, me cogió del hombro y me giró hasta apoyarme en su pecho y, allí arrebujada, siguió acariciándome el pelo, hasta que mis sollozos se calmaron y empecé a respirar más tranquila.

—Es normal tener miedo, Sacra. Todos lo tenemos. Y no te puedo prometer nada, pequeña. Sólo puedo decirte que, pase lo que pase, tu papá estará siempre contigo. Siempre. Estará en tu memoria, en todos los momentos pasados juntos, en todo lo que te enseñó. Estará en tu sonrisa, que es la de él, y en tus ojos. Estará en muchas de las decisiones que emprendas a lo largo de tu vida, porque todo lo bueno que hay en ti es también suyo. Y te acompañará siempre, cariño.

Yo seguía intentando respirar mientras escuchaba las palabras de mi tía.

—Recuerda que mis hermanos también están allí, niña. Yo también tengo miedo.

Claro, mis tíos. La abracé más fuerte.

—Sabes, Sacra —siguió ella—, nos cuentan que la muerte es el final. Pero en realidad no lo es, no completamente. Es el final de una parte de nosotros, de este cuerpo que se apaga y dejamos de ver. Pero su esencia… su esencia no se va nunca del todo, pequeña, sólo se transforma para llegar a ti de otras formas. Su esencia sigue estando. En la tierra y en el cielo, en ti y a tu alrededor.

«Porque todo está conectado», pensé yo. Y no sé de dónde me vino aquel pensamiento, pero sí sé que en aquellos momentos me calmó. Porque reconocí las notas que sonaban en la voz de mi querida Juliana, aquella dulzura suya era mucho más que la ternura de una mujer bondadosa de los pies a la cabeza. Era parte de una melodía que se filtraba entre sus palabras y que llegaba a mi corazón con un brillo único que me apaciguaba el alma.

—¿Sabes una cosa, pequeña? —exclamó, mirando algún punto lejano perdido en la pared—. Cuando siento que se me llevan los demonios, que el dolor me arrastra a ese pozo tan y tan profundo que es la pena más honda, pienso que él, mi Jose María, no habría querido que esto me cambiara. —Y vi con sorpresa cómo una chispeante sonrisa se apropiaba de sus labios—. ¿Recuerdas sus bromas desde la calle? Que yo le hacía bajar la voz porque siempre se pasaba de indiscreto. —Yo asentí, mirándola aún asombrada porque seguía sonriendo—. Él decía verdades que la gente no estaba acostumbrada a oír, y no le importaba lo que los demás pensaran, sobre todo porque nunca había maldad en ellas. Y eso es lo que no quiero olvidar jamás. Su risa, su honestidad, su forma de ver y vivir la vida. A él me lo han arrebatado, es cierto —exclamó con un ahogo—, pero eso no me lo podrán arrebatar jamás. No dejaré morir la sonrisa que él amaba ni su verdad, que era su honestidad. —Y entonces me miró algo turbada, como recordando que yo estaba allí—. ¿Entiendes lo que digo, pequeña?

Yo asentí varias veces.

—Sí, tía. Que vas a ser feliz por él.

—Sí, mi niña. Por él y por mí. Porque él no creía que amargarnos sea la solución a nada, y yo tampoco lo creo. Pena tengo mucha, sí, tanta que hay días que parece que me vence. Pero odiar a esos hombres no va a cambiar lo ocurrido, y pensar que el mundo es un lugar infame, tampoco. El mundo está loco, eso es todo. Loco de penas tan amargas como la mía, de rabia, de sinsentido, de dolor. Pero con más rabia y más dolor no lo solucionaremos. Con acusaciones y señalando unos a otros no lo solucionaremos. Sólo el amor y la bondad pueden, cuando son honestos, cambiar las cosas. Y la risa. Como la suya…

Estuvimos un rato más sentadas en el borde de aquella cama, cogidas de la mano y en silencio, dejando que la vida y la muerte hicieran las paces con nuestras penas y nuestras esperanzas. Procurábamos que ni el miedo ni la impotencia pudieran con nosotras, convirtiendo aquel nudo que eran nuestros dedos en una fuerza invisible pero no por ello menos poderosa.

Y desde algún lugar remoto de mi cabecita, me llegó la certeza de que mi padre hubiera estado orgulloso de ella. Y sonreí.