No resultó fácil mantener mis pequeñas escapadas en secreto, a pesar de que en mi familia estuvieran acostumbrados a verme entrar y salir sin compás. En invierno todos eran mucho menos permisivos. Teníamos más quehaceres en casa y menos horas de luz para abarcarlo todo. Por la noche estaba tajantemente prohibido cruzar la puerta Roja, y durante el día parecía que el pelotón de mujeres formara filas a mi alrededor. Siempre me encontraba a alguien, se diría que todas tenían un ojo puesto en mí. No sólo mi madre o mi abuela, con las que convivía. Isidora también parecía andar ojo avizor, y a mí no me quedaba más remedio que pasar por delante de su parcela para llegar hasta la herrería, así que nuestros encuentros se convirtieron en algo reiterado. Ella no parecía darle importancia, aunque muchas veces yo seguía notando el peso de su mirada sobre mi nuca muchos pasos más allá, con la sensación de que sabía muy bien a dónde me dirigía. No lo juzgaba, no me recriminaba, sólo me acompañaba, como una cálida presencia, velando por mi seguridad hasta que cruzaba el portón del taller.
Y algunas mañanas, cuando el frío era menos hiriente, me detenía en el precioso portal que guardaba su casa a ver cómo salía de ella el médico, que era el padre de Dorotea.
El marido de Isidora, Gregorio, tenía una tremenda deformación en una mano que le había quedado por siempre en carne viva y abultada de úlceras, una lesión que requería que le aplicaran curas a diario. Yo no conocía el origen de aquella desgracia, para la familia se había convertido en algo normal en lo que nadie se fijaba, pero me gustaba ver cómo aquel señor tan serio, al que yo apenas conocía aunque viviera frente a mi hogar, salía de casa de mis tíos, con su maletín y su gabán, dejándolos ya curados en el umbral de la puerta. Y digo «curados» porque parecía que ambos compartían una herida común que iba sanando con las atenciones del doctor pero que requería del cariño mutuo para cicatrizar. Y yo alargaba aún unos segundos más aquel pequeño espionaje para ver cómo él se protegía la mano dañada con la otra y miraba tranquilizador a su mujer, y cómo ella le besaba la mejilla con tristeza, se colgaba de su brazo y lo estrechaba con cariño. Y así, entrelazados, cerraban la puerta para que el frío no hiriera sus secretos.
Pero yo esperaba aún un poco más, para devolverle el favor a mi tía y custodiar el resplandor que aún escapaba bajo su puerta. Para asegurarme de que nadie pudiera entrever el misterio que quedaba oculto en el interior.
Y entonces proseguía mi camino, que no siempre terminaba donde había planeado.
A veces el viento me enredaba, llegaba hasta mí con gruesos copos que olían a tierra empapada, o traía restos de cantos perdidos entre gorriones, recordándome que el campo esperaba, vivo, latente, con mucho que contar pese a las nieves. Entonces daba un rodeo y me escabullía por las calles entre faldas presurosas que no reparaban en mí. Y corría y dejaba atrás el pueblo y su bullicio. Me internaba en un paisaje que a la vez me encantaba y me sobrecogía, olvidando las calles adoquinadas y la herrería.
El campo en invierno era tan distinto… Los días de calma en que el cielo estaba encapotado y el frío era tenso casi daban miedo. Por su silencio, por su helor, por su ingravidez. Parecía que todo aquel querido universo mío estuviera en suspenso. Y mis pisadas crujían sobre la nieve como si rompiera un hechizo que podía desencadenar cualquier maldita represalia. Así que andaba con el corazón en un puño hasta que ya no me atrevía a avanzar más y me sentaba en el murete del camino y, callada yo también, escuchaba el silencio impuesto por el invierno.
Pero aquel día había algo distinto, algo tenía revolucionada a la naturaleza que vivía más allá de nuestras casas. Parecía que los habitantes del campo se hubieran rebelado contra la ley mordaza de las nieves. Los trinos de los pájaros se interrumpían unos a otros, estridentes y revueltos, incomprensibles. Una ligera brisa agitaba las ramas secas de las jaras, derramando polvo de nieve que se arremolinaba juguetón en torno a mis piernas. Vi níveas huellas de conejo cruzando el camino, y a medida que me acercaba a la casita de Pedro empecé a detectar un rumor extraño. Un sonido constante que quedaba por debajo de los demás, como telón de fondo, pero que paso a paso se hacía más y más audible. Era como si los árboles hablaran entre sí más alto de lo normal, agitando sus hojas con entusiasmo. Pero estábamos en diciembre, apenas quedaba nadie con hojas. Aquello era algo distinto, algo que rugía como una poderosa corriente… de… agua.
Exacto.
Era agua corriendo impetuosa; era un torrente, o un río.
Aceleré el paso, arranqué a correr persiguiendo aquel sonido, guiada por las cada vez más abundantes señales de vida. Huellas, ramas rotas, plumas, nieve revuelta. Dejé atrás la cabaña de Pedro y me adentré en los altos matorrales de jaras, apartándolas sin cuidado, sin pensar, sin apenas mirar dónde pisaba, toda mi atención puesta en el oído. Ahí estaba. Me detuve en seco. Un arroyo que nunca antes había visto chapoteaba alegremente frente a mí. Se había abierto camino entre piedras y nieve, labrando un surco entre ramas caídas, hojarasca y el árido suelo de aquellas tierras manchegas. Corría oculto dentro de aquel bosque astilloso, no sabía ni de dónde venía ni hacia dónde iba. Era imposible que no lo hubiera visto hasta entonces. Era nuevo allí. Estaba segura. Quizás la nieve en las montañas había cambiado su ciclo aquel año, o quizás el monte no podía contener tanta nieve y las capas altas se habían deshecho creando aquel raudo canal de agua. Lo cierto es que no tenía ni la más remota idea de cómo se había podido formar un riachuelo en tan poco tiempo, pero ahí estaba, generando en torno a sí un maravilloso bullicio de vida como no había visto en lo que llevábamos de invierno. Creo que no me hubiera sorprendido ver revoloteando alguna abeja por allí.
Estuve largo rato observándolo, encantada. Había tanta alegría en sus gorjeos… Era rápido y saltarín, se retorcía y hacía quiebros esquivando piedras y baches y no paraba. Sin apenas darme cuenta, me descubrí remontándolo. Tampoco callaba. Había zonas en las que sonaba más bravo, un poco feroz, impetuoso. Había momentos en los que parecía reír y hacer gorgoritos con aquellas gotitas relucientes que lanzaba al aire. Jugaba a cambiar de velocidad, de forma y de color sin orden ni concierto, tan caprichoso como hipnótico, a veces turbio, otras completamente transparente. Era una sinfonía completa, una paleta completa, una historia completa que avanzaba con fuerza y de la que ansiaba conocer el origen. Y sin apartar la vista del joven riachuelo, prácticamente me di de bruces con Pedro.
Estaba en cuclillas, de espaldas a mí, a la orilla de mi reciente descubrimiento. Y me llegó, amortiguado por el agua, el suave murmullo de su voz. Habría jurado que hablaba con alguien, pero no veía con quién, sólo atisbaba los pliegues de algún ropaje oscuro. Pero cuando Pedro se levantó, junto a él se elevó la silueta de un anciano cubierto con un mantón y una boina encasquetada sobre finas greñas blancas. Era Don. Ambos me miraron sorprendidos, mudos y en tensión. Y pareció que durante unos segundos el ambiente en torno a nosotros quedara congelado y hasta el tiempo se detuviera. Dejaron de oírse los trinos y el río, dejó de soplar la brisa, conteniendo el aliento y acallando la vida que resonaba a nuestro alrededor. Las miradas de los tres quedaron prendidas en un hilo enredado de incógnitas, pero tras unos instantes que parecieron extenderse de forma incalculable fue el anciano quien decidió. Con una mirada casi furtiva que tan pronto se alzó hacia mí se volvió hacia Pedro, rompió el embrujo y volvió a activar el movimiento del mundo. Volví a oír el chapoteo del agua. Y no puedo estar segura porque sus ojos quedaban tras la sombra de la boina, pero me pareció que de alguna forma aquella mirada lanzaba una severa advertencia, aunque Pedro no cambió el gesto en absoluto. Sólo esperó, como él hacía, dejando que su silencio y su calma hablaran por él como tan bien sabían. Aunque la espera no duró ni un segundo, pues, con la misma sorprendente agilidad con que se había erguido, Don se envolvió de un bandazo en su mantón, propinó un fugaz toque a su boina a modo de saludo, como si de una chistera se tratara, y puso rumbo al camino, dejándonos allí plantados sin mediar palabra hasta verle desaparecer.
Mi amigo aún parecía algo sorprendido de verme.
—Sacra —exclamó, con sus claros ojos ligeramente más redondeados de lo normal—. ¿Qué haces aquí, pequeña?
No era una pregunta digna de él, y me sorprendió. Parecía algo descolocado, y yo no acababa de ver el porqué de todo aquello. Quizás le avergonzaba que lo hubiera encontrado inmerso en una reunión tan poco habitual, a los adultos no les gustaba que sus debilidades fueran descubiertas. Pero Pedro no era un adulto cualquiera y por lo tanto no le servía una excusa cualquiera. Tardé un poquito en contestar, y cuando al fin lo hice no fue ni a su pregunta ni con la pregunta que él probablemente esperaba:
—¿Has visto cuánta agua, Pedro? ¡Es precioso! Los gorriones están entusiasmados con este arroyo. Es nuevo, vine a los campos. Y estoy segura de que hace unos días no estaba. ¿Tú lo sabías? Que se estaba formando, digo. —Me fui emocionando a medida que le trasladaba mi sorpresa—. ¿De dónde ha salido, Pedro? Nunca habíamos tenido un arroyo aquí. Nunca. ¿Verdad?
Vi que sus hombros se relajaban un poco y que su semblante brillaba, como mi Pedro solía hacer. Yo le devolví la sonrisa. Temía que algo se me escapaba, que la presencia de Don no era en absoluto casual. Pero, aunque me sorprendiera, a mí no me importaba que paseara con aquel viejecito solitario del pueblo. Además, las ganas de compartir aquella novedad con mi amigo podían más.
Se acercó hacia mí con su andar suave. Esos pocos movimientos, pausados, bastaron para acompasar el ritmo de mi alterado corazón. Incluso el pequeño riachuelo parecía haber pasado de bailar una danza rápida a un hermoso vals. Pedro se deslizaba sobre aquella mezcla sucia de barro y nieve deshecha, sin que una sola gota humedeciera sus zapatos. Juraría que apenas rozaba el suelo. No digo que Pedro volara, no, digo que de alguna forma se ponía de acuerdo con aquel barrizal, llegaban a un tácito pacto conforme ni él dañaba su cauce natural ni la nieve empapaba sus pies. O, bueno, quizás sí flotara. Quién sabe. Yo en aquellos momentos no me lo planteaba, sólo dejaba que Pedro me introdujera sutilmente dentro de aquella melodía que él hacía sonar con dulzura y que, tras unas pocas notas susurradas, una mirada, unos pasos, un gesto, ponía en perfecta armonía a todo aquello que lo rodeara. El río, la nieve, los trinos, las jaras, mi alma.
—Qué rápido lo has encontrado. Estoy sorprendido, ya lo ves. Pero también muy orgulloso. Cómo has aprendido a escuchar, niña. Qué bien. Cuéntame, cuéntamelo todo.
Le hablé de los gorriones. Del silencio, y luego hoy, la algarabía. Le dibujé las señales, todas las que mandaba el bosque. Y no sé cómo me acordé de la tormenta. El silencio, el suspense antes del rayo del que salió. Y le conté que algunos días de aquel invierno no me atrevía a pasar del murete. Me quedaba allí sentada, esperando. Porque tenía la sensación de que el silencio era el mismo que aquel día. Un silencio agarrotado, a la espera de algo. Y le dije de dónde venía, es decir, cuál era mi destino inicial al salir de casa ese día, antes de desviarme hacia el campo.
—Vaya, vaya. Parece que ya os conocéis bastante. ¿Y qué opinas de él, Sacra?
—Creo que te gustaría. No es como tú…, pero os parecéis a veces. Al principio me daba miedo, pero ahora me cae bien. Somos amigos. Pero…, Pedro…, Alain también es tu amigo, ¿verdad? —Se me había ocurrido de repente, y no sabía cómo lo sabía, pero lo sabía.
Él, claro, se dio cuenta.
—Sí, es un viejo amigo. Hacía mucho tiempo que no lo veía…
Le faltaba algo más por decir, pero se quedó con la mirada perdida en dirección al pueblo, dejando vagar sus pensamientos por entre las ramas, más allá del arroyo, más allá del bosque, de aquel momento y aquel lugar. Por unos instantes, pareció difuminarse, volverse tan liviano que un golpe de viento lo habría barrido ante mí, desdibujando su silueta hasta hacerlo desaparecer. Sus ojos claros brillaban tanto que perdían el color para volverse casi transparentes…, fijos en un punto indefinido, mirando a la nada y viendo más allá de todo. No me atrevía a hablar ni a moverme, sólo esperé, dejando que la brisa que se había alzado me pusiera la piel de gallina y tal vez le hiciera volver. Lo hizo con gesto apagado, triste. Lo miré extrañada pero no dije nada, dejé que se tomara su tiempo, y entonces exclamó:
—Todo avanza muy deprisa, ¿verdad? Mira este pequeño riachuelo, es extraño que esté aquí, ¿no te parece? —Yo asentí, intrigada—. Hay muchas cosas que están ocurriendo de manera extraña, la Tierra no deja de enviarnos señales. Patos perdidos. Tormentas inesperadas. Días de calor en diciembre. Un río en plena época de heladas. Pero está ocurriendo y debemos escuchar lo que haya venido a decirnos. Hablabas del ruido, de la algarabía, del desorden. Pero ¿qué hay más allá de ese caos repentino, Sacra? ¿Qué has oído que te ha hecho venir hasta aquí hoy?
Me quedé callada unos segundos, rebuscando entre mis recuerdos, con la mirada vuelta hacia mí. Hasta que me di cuenta de que aquellos mismos sonidos que buscaba en mi memoria seguían resonando a mi alrededor. Y mirando más allá del río, me dejé llevar por ellos. Era un torbellino de piar de aves, de crujidos de ramas cargadas de nieve demasiado pastosa que se escurría hasta impactar con el suelo empapado, de ráfagas de viento que iban y venían sin sentido. Y, salpimentándolo todo, el río. Sí, el río era quien me había llamado. Se confundía con los demás sonidos de la naturaleza, pero era él quien dirigía aquella alocada partitura. Porque sí que había una partitura, extraña, distinta, pero ahí estaba. Y la voz del río era quien guiaba a todos los demás instrumentos para transmitir con sus desvaríos un mensaje que llegara coherente. Un reclamo.
Una llamada de auxilio.
—El río quería que volviera al bosque… Quería que lo encontrara —murmuré muy muy bajito.
Él asintió, casi imperceptible.
—La Naturaleza está aquí para quien quiera oírla. Está en nosotros, por eso nuestro corazón reconoce su llamada, si nos permitimos conectar con él (reconectar con Ella). Y hay un sentido en todo lo que nos muestra, por más que de entrada nos cueste dar con él. —Me miraba fijamente—. Incluso en lo que parece caos. Y en sus tormentas; en todas las que te muestra.
Desvié la mirada. Sabía de qué clase de tormentas hablaba. Ya no me cuestionaba cómo lo sabía él, porque Pedro era así, nos conocíamos demasiado bien. Pero sí me preguntaba temerosa qué quería decir con aquello. A qué se refería exactamente. Pero no sólo él. Cuál era el aviso que aquella llamada, aquel grito de auxilio, aquella melodía que yo tanto amaba y que ahora sonaba estridente y angustiada, estaba intentando hacerme llegar, como él sugería. Qué había más allá del ruido… Me volví de nuevo hacia él, sin saber dónde buscar las respuestas.
—Este riachuelo —dijo volviéndose hacia las revoltosas aguas antes de que yo hablara— en pocos días será un hermoso río que dotará de un nuevo sonido a nuestro pueblo. Combatirá con fuerza ese frío silencio que te atemoriza, sobre el que de momento ya ha obtenido una pequeña victoria: ha conseguido traerte de nuevo hasta aquí. Al bosque que amas y que habías comenzado a temer. Es muy joven aún, pero ya abre nuevas opciones, ya crea nuevas sintonías, ya hace nuevos amigos. Como tú, Sacra. —Sonreí, pensando en Alain—. Y a pesar de venir de mucho más lejos de lo que podemos imaginar, tiene un largo camino por delante. Es importante que no olvidemos su origen, que nos fijemos en su avance, pero, sobre todo, que escuchemos con atención el agua que suena ahora, en este preciso momento. Siempre es única, ¿sabes? Aun sonando sin descanso desde tiempos inmemoriales, aun siendo también eterna, la melodía de la vida en cada momento es única. Aguza el oído, Sacra. Ábrele el corazón.
Después de este pequeño —e inusual en él— discurso, nos quedamos los dos en silencio de nuevo. Yo sólo habría querido preguntarle por qué. Por qué aquel río estaba allí de repente, qué estaba ocurriendo y qué era lo que pretendía decirme. Por qué aquellos silencios del campo eran distintos a los demás, por qué me daban miedo, por qué él estaba tan triste, por qué nunca me había hablado de Alain si también era su amigo… Pero él tenía de nuevo la mirada perdida y yo me tragué todos mis porqués y posé mi mano sobre su brazo, con cuidado. Apenas lo toqué. Pero quería decirle de alguna forma que estaba allí, con él. Él me miró desde algún lugar muy lejano, pasando a través de mí. Una sombra oscilaba en sus pupilas, empañando el brillo que solían reflejar.
—Lo entenderás. Llegará el momento en que tú sola lo entenderás. —Sus palabras llegaron a mí sin que él moviera los labios.
Le sonreí con un cariño que voló directo del centro del pecho hacia mis mejillas. Pedro.
Pero él apenas reaccionó; seguía con la vista clavada más allá de las zarzas.
—Vamos, pequeña, en tu casa estarán preguntándose dónde andas.
—No me esperan hasta la hora del almuerzo.
—Quizás hoy te necesiten antes —me contradijo, firme.
No me gustó su tono, que se había vuelto lúgubre bruscamente. Siguiendo su mirada vidriosa, me volví preocupada en dirección al pueblo y sentí que un aire helado me recorría la espalda. No necesitamos decirnos mucho más. Él se quedó donde estaba y yo salí corriendo hacia casa, con un extraño peso sobre el corazón que a cada paso que daba apretaba con más fuerza.