VI

Si cuando aquella tarde salí de casa de mis tíos e inicié la expedición en busca de los gatitos iba algo despistada, quizás era porque seguía pensando en ellos, porque parte de mí se había quedado entre aquellas plantas aromáticas y los secretos que perfumaban. Por eso me sorprendió cuando, sólo unas cuatro o cinco casas más allá, de repente oí su voz al doblar una esquina. La reconocí enseguida, tan profunda y tan sonora. Salía del patio trasero de casa del herrero, justo un poco más adelante, donde él tenía su taller. Yo todavía no había encontrado a los gatitos, así que no quería entretenerme mucho. Además, siempre me habían dicho que no hay que entrar en casas ajenas sin llamar…, pero tenía demasiadas cosas revoloteando en la cabeza y en realidad todo esto lo pensé cuando ya estaba cruzando la cancela y rodeando el jardincillo para agazaparme sin ser vista detrás del carro que había frente al taller.

Pues sí, ahí estaba el forastero, en mangas de camisa como si fuera verano. La visión de aquel hombretón me devolvió de golpe a la realidad. Era la primera vez que tenía ocasión de observarlo con calma, sin el temor de que me descubriera escrutándolo como a un raro ejemplar de escarabajo. Imponía. Era más alto de lo que me había parecido cuando le vendió las gafas a la abuela. Y más corpulento. Tenía una espalda como un armario y unos brazos anchos que duplicaban su tamaño cuando alzaba las herramientas que el herrero le iba pasando. Sorprendida, comprobé que aquel día llevaba el pelo recogido en una cola, como una niña. El contraste entre sus angulosas facciones, duras, cuadradas, rodeadas por aquella frondosa barba, y la coleta en la que sólo faltaba un lacito de satén me pareció desconcertante. Se me escapó la risa. ¿Dónde se había visto a un hombre con coleta? El hecho de dejarse melena ya era estrafalario, pensé con una mueca divertida. Qué hombre tan curioso. Estaban los dos hablando sobre cuestiones de herrería, porque, como decía en aquel momento el joven sacudiendo su coleta, él sólo fue vendedor ambulante cuando la necesidad lo llevó a ello.

—Yo estoy hecho para el metal.

Los veía entre las ruedas, él de pie y el herrero sentado en su inseparable taburete, desde donde le iba alcanzando con sus manos arrugadas y callosas una herramienta tras otra y esperaba a que el recién llegado le hablara de su uso. Parecía tratarse de un examen como aquellos de los que tanto se quejaba mi hermano. Permanecí inmóvil en mi escondite, observándolos sin prestar atención a la aburrida conversación técnica, viendo cómo el viejo herrero se encorvaba a por un nuevo trasto, dejando a la vista la calva que se hacía hueco en su nívea coronilla, y el hombretón lo recogía con un gesto experto que no pasaba desapercibido, murmurando el nombre para su barba mientras el otro fruncía el ceño con interés. Parecían dos polos opuestos que hablasen un lenguaje común. Uno ya ajado, cansado, pero sabio y astuto. El otro lleno de fortaleza, atronador, pero pendiente de aprobación. Creo que más que un examen era una prueba de relevos. Y no llegué a ver si el nuevo la había superado porque, pillándome totalmente desprevenida, de repente aquella voz atronadora dijo:

—Creo que tenemos a una joven alumna tras tu carromato, Juan.

Y ambos se volvieron para clavar la mirada en mi escondrijo.

Tardé unos segundos en reaccionar, paralizada por el susto de haber sido descubierta de forma tan sorprendente. Intenté desaparecer quedándome inmóvil, dejando hasta de respirar, pero al final, en vista de que no desviaban la atención, no me quedó más remedio que salir y acercarme a ellos con las mejillas ardiendo y la mirada gacha.

—Lo siento mucho, señor.

—Vaya por Dios, ¡pero si es la nieta de Candelaria! —Se sorprendió el herrero—. ¿Qué hacías ahí detrás? ¿No sabes que es de muy mala educación escuchar a escondidas conversaciones de mayores?

Yo estaba tan avergonzada que me había quedado muda. No sabía cómo excusarme y no era capaz de hacer nada más que mirar la punta de mis zapatos y pestañear sin parar mientras escuchaba cómo el herrero iba a explicarle a mi abuela lo ocurrido porque no podía ser que una niña educada mostrara semejante comportamiento. Pero, aprovechando un momento en que el viejo Juan tuvo que interrumpirse para tomar aire, su invitado intervino para dirigirse a mí.

—Oye, pequeña, parecía que andabas buscando algo entre los cacharros de ahí fuera, ¿verdad?

Yo no tenía demasiado claro si debía responder o no, a pesar de que su tono parecía cordial, así que asentí con la cabeza por cortesía.

—¿Y no sería eso, quizás…?

Con la barbilla aún hacia los zapatos, vi de reojo que su enorme mano señalaba algo, así que seguí con la vista la dirección que indicaba. Ahí, a los pies de la fragua ya apagada, estaba la gata con sus cachorros, acurrucados en el rincón más calentito del taller. Se me escapó una exclamación de alegría y lo miré con los ojos muy abiertos.

—¿Cómo lo ha sabido?

Él se encogió de hombros y me hizo un guiño. Aproveché aquel momento de simpatía para preguntar:

—¿Puedo acercarme a tocarlos, señor?

Él se volvió a mirar al herrero, que con las cejas arqueadas no parecía compartir en absoluto el regocijo que invadía la escena que tenía delante y no contestó. Fue el otro quien dijo:

—Adelante.

Eran muy muy pequeños. Se escondían entre el pelaje de la barriga de su madre, rebuscaban a tientas las mamas y tras succionar un poco se quedaban dormidos ahí mismo. La gata me dejó acariciarla, pero a sus crías no. Cuando alargué la mano hacia ellos emitió un sonido ronco en lo profundo de la garganta, como un maullido sordo de advertencia, al mismo tiempo que encogía las orejas. Un segundo intento no me pareció prudente, y decidí dejarlos tranquilos hasta que al menos fueran capaces de andar por sí mismos. Sabía que ahí agazapada no levantaba sospechas, así que alargué un poco más aquel momento mientras reflexionaba y acariciaba a la gata entre las orejas peluditas.

¿Cómo había sabido el forastero que buscaba a los gatitos? ¿Y cómo había descubierto mi escondite? Apenas me había movido, no había hecho ruido, y ellos estaban hablando, no podían oírme…

Fueron los ágiles ojillos del animal los que me avisaron de que alguien se acercaba a nosotras. Se acuclilló a mi lado.

—¿Qué te explica?

Yo esperé un poco a responder, acariciando a mi compinche, que no dejaba de ronronear. Era un pregunta rara viniendo de un adulto.

—No quiere que toque a sus bebés. Creo que le gusto, pero está todo el rato alerta, como esperando un peligro que no sabe por dónde puede llegar. —Pensé un segundo—. Y usted también le gusta, mire, sigue ronroneando.

Él la miró y luego me miró a mí. Bajó un poco más la voz.

—Entonces os parecéis. Tú tampoco te fías de mí, aunque en el fondo sabes que no soy malo. Es sólo que aún no nos conocemos bien.

Creo que probablemente me sonrojé otra vez. Pero debajo de la barba él escondía una pequeña sonrisa; no se había molestado, aunque sí se había dado cuenta. Me miraba más bien divertido, y le devolví la sonrisa con timidez. Le iba a pedir disculpas, pero creo que él ya lo sabía, porque me interrumpió.

—Voy a trabajar aquí, con Juan, durante una temporada. Él necesita ayuda para poder descansar y yo necesito un trabajo. Si te apetece, podrías venir a verme de vez en cuando y cuidamos juntos de esta pequeña familia. ¿Te parece?

Por supuesto que sí, les había cogido cariño incluso antes de verlos, y a él tenía muchas preguntas que hacerle, en cuanto me atreviera, claro, porque me temía que eran de esas que en principio una niña educada no debería hacer…

Así que por el momento sólo indagué:

—¿La gata es del herrero?

Él entonces abrió aún más la sonrisa.

—No, la encontré por la calle y la traje esta mañana; pensé que aquí estaría resguardada del frío y que podrías venir a verla cuando quisieras. Porque la estabas buscando, ¿verdad?

—Sí, pero ¿cómo…? —exclamé, mirándole cada vez más sorprendida. Yo no le había hablado a nadie de los gatitos, habría sido poner sobre aviso a mi familia y precipitar la negativa que intentaba evitar.

Él no alteró las facciones ni un ápice.

—No te apures, Sacra, poco a poco te iré contando, ¿de acuerdo? Ahora vuelve a casa antes de que Juan cumpla de verdad su amenaza y hable con tu abuela de lo ocurrido. Anda.

Él intervendría. Lo vi en su sonrisa. Para que nadie dijera nada de mi pequeña intromisión. Así que me despedí, también de Juan, y me fui sin decir nada más.

Estuve días dándole vueltas a lo ocurrido. Pensando en por qué aquel hombre, del que por entonces no sabía ni el nombre, había decidido detenerse y quedarse en nuestro pequeño pueblo. Pensando en cómo había sabido que yo quería ver a los gatitos y en por qué quería ser mi amigo. Porque, sin duda, quería. Quizás estuviera enamorado también de Juliana, como Jose María. Por entonces, según la abuela, todo hombre que se acercaba a nuestra casa pretendía a Juliana y, en términos generales, eran todos unos caraduras. Pero no tuve demasiado tiempo para preocuparme del nuevo herrero y su posible mal de amores, porque el invierno y sus inclemencias habían empezado a hacer mella en casa.

A pesar del trigo con el que pagaban a mi abuela el arrendamiento de las tierras, andábamos escasos de provisiones. El racionamiento nos estaba vetado y las tortas de masa se convirtieron en nuestro plato más habitual. Eran un sencillo amasijo de harina, agua y sal que mi abuela freía en la sartén y que tanto podía servir para un desayuno como para una cena. En las semanas más duras de aquel invierno no fueron pocos los días que mi hermano no comió para que pudiera hacerlo yo, se marchaba a hurtadillas a trabajar y me dejaba su ración para que nadie nos descubriera. Creo que era una forma de demostrarme que, aunque no estuviera nunca en casa, estaba conmigo. Por otro lado, mi madre, preocupada por que la pequeña Mo no se resfriara, pasaba mucho tiempo con ella en la Cocina Chica, cerca de los fogones, ya que no teníamos leña suficiente para calentar la casa entera. Los chisporroteos del fuego entremezclados con los ruiditos balbuceantes de Mo y sus llantos repentinos eran como una constante que resonaba de fondo por todos los rincones de la casa. Por la noche, Juliana y la abuela iban por las habitaciones entibiando las camas con el brasero, una por una. Cogían las ascuas que quedaban en la cocina y, mientras aún ardían, pasaban el brasero por entre mantas y sábanas para intentar preparar un lecho caliente en el que dormir.

Y fue durante aquellos largos días nevados cuando mi madre decidió que había llegado el momento de que aprendiera a hacerme cargo de la labor. Es decir, que aprendiera a coser. Aquello resultó un suplicio mucho peor que el hambre. De la primera podía evadirme, pero del hilo y la aguja no, porque o bien me pinchaba o bien me reñían. Así que poco a poco aprendí lo básico sobre remiendos y dobladillos, sobre botones, bordados y puntillas.

Y también, confinada por el frío entre aquellas paredes y sus mujeres, descubrí algunos secretos mal guardados de mi madre.

Entendí lo mal que lo estaba pasando por no tener noticias de mi padre durante tantos meses. No sólo por el miedo a que un día nos notificaran su muerte, sino también por los celos, mucho más caprichosos. Resultó que mi madre era terriblemente celosa y no podía soportar no saber ni dónde ni con quién estaba su marido. Sabía de su simpatía, de la facilidad con que todos le cogían cariño. De su sonrisa cándida. Y le hervía la sangre. Era superior a sus fuerzas. Y cuando veía que la tía Juliana me cepillaba el pelo, o que mi hermano me guardaba una ración de la cena aparte y yo respondía con mi sonrisa cándida, que era la de él, explotaba. No lo soportaba.

No me soportaba.

Sí, durante aquellos meses, oyendo por los pasillos los llantos de Mo, los cuchicheos de mis tías y recibiendo lecciones y broncas de mi madre a partes iguales, entendí muchas cosas. Supe que sufría, y mucho. Y supe, también, que yo era el espejo en el que veía reflejados cada día sus demonios. Sus celos. Sus temores y sus pesadillas. Comprendí que si la tomaba conmigo, si era yo quien recibía las regañinas y quien le provocaba un disgusto tras otro, no era tanto por mí sino por lo que de él veía en mí. Por ese doble sufrimiento.

Si echar de menos dolía, así dolía aún más.

A ella y a mí. Porque yo callaba mi melancolía por no ahondar más en su herida, temerosa de sus reacciones si me atrevía a mencionarle, como si el derecho a echar de menos a mí no me estuviera reservado. Como si mis lágrimas fueran un capricho que no pudiera —ni supiera entonces— justificar.

Sí, sólo era una niña. Pero eso no me eximía de sufrimiento, y durante aquellos días tan horriblemente cortos yo luchaba también contra mis propios demonios.

El hielo imponía una dictadura tan severa como la de la guerra y debíamos movernos si no queríamos quedarnos aislados en aquel furioso invierno que parecía dispuesto a detener el tiempo congelando vidas y esperanzas.

Cuando caía el sol, en el pueblo daban la luz eléctrica sólo durante unas pocas horas. Después la casa se llenaba de sombras. Entonces debíamos ir por pasillos y habitaciones asegurando puertas y ventanas para la noche, mientras pasaban el brasero por las camas y se apagaban los últimos rescoldos de la lumbre en la Cocina Chica. Era, para mí, el peor momento del día.

Me aterraba la oscuridad.

Mi misión en aquel asalto a la noche consistía en ir de avanzadilla a nuestra habitación para encender algunas velas antes de que llegara tía Juliana para pasar el brasero; mi madre hacía lo propio con su habitación, y mi hermano con el Salón. Pero para mí esa pequeña e insignificante gesta constituía un reto muy real.

Salía al linde del patio armada con la cajita de fósforos y tomaba aire con fuerza mirando a mi alrededor con un escalofrío. La parra proyectaba sombras temblorosas en el suelo que parecían querer ocultar algo más aterrador que luces veladas entre sus recovecos. Por poco viento que hiciera, se movían, siempre. Se estiraban y retorcían, se balanceaban y agitaban, unos días con más vigor, otros más sutiles, con un temblor apenas perceptible que las dotaba de una fantasmagórica vida propia. Las lianas parecían dedos huesudos que se alargaban deformes para atrapar cualquier resquicio de luz y estrangular cualquier pizca de valor que me quedara. Y el patio, que en las mañanas de verano me maravillaba convertido en un palacio de verde exuberante y cristal, aquellas gélidas noches de invierno conseguía hacerme temblar de espanto, creyéndome a las puertas del mundo de los monstruos, fantasmas y demás espíritus malignos que poblaban los cuentos populares de terror.

Entonces entrecerraba los ojos y dejaba escapar suavemente el aire entre los labios temblorosos e incontrolables. Y, tras coger aire con ahínco varias veces, empezaba a cantar. Bajito, con la poca voz que me salía. Cantaba para mí, no para ellos. Para mí, para no oír así nada más que el sonido de mi voz. Cantaba para no oír los pasos presurosos sobre el adoquín, ni el viento silbando sobre mi cabeza ni el crujido de las ramas esqueléticas y quebradizas de la parra a mi alrededor. Cantaba cualquier canción que hubiera oído por ahí, la primera que me viniera en mente y que se atreviera a salir entre susurros. Cantaba con un hilillo de voz fina y aguda que me envolvía en una frágil burbuja protectora que duraba lo justo para cruzar rauda atravesando las sombras hasta llegar a mi habitación, a salvo. Duraba lo justo para que la luz de mi imaginación cegara la angustia y diera protagonismo a la música y a la historia que esta dotaba de vida. Era una obra de un único y breve acto, porque una vez cruzaba la puerta, bajaba el telón y volvía a acompasar la respiración, resguardada al fin a la luz del candelabro ya prendido. Y nadie se daba cuenta de lo que había ocurrido, nadie coreaba mi pequeña victoria, sólo mi corazón galopante y yo sabíamos que habíamos salido ilesos, una vez más, de las garras del miedo.

Mi pequeño descubrimiento extraoficial pronto fue oficial.

El nuevo herrero se llamaba Alain.

Mi abuela estaba indignada porque consideraba que aquel no era un nombre cristiano (yo no acababa de ver qué importancia podía eso tener para ella). Pero en cualquier caso resultó ser un gran herrero. De hecho, creo que nunca había visto la herrería tan llena de gente. «Un caradura, eso es lo que es», proclamaba Candelaria ante quien la escuchara. «Como todos los hombres», pensaba yo, divertida. En realidad me alegraba de que, gracias a él, al fin el viejo Juan pudiera tomarse un merecido descanso, reposar sus manos doloridas y deformadas por la artrosis sabiendo que el negocio recaía sobre unas nuevas, jóvenes y robustas. Pero, ah, no, según la abuela eso eran tonterías, ella pregonaba que le iba a robar el empleo al herrero, que perseguía a todas las jovencitas, que a saber de dónde venía con ese nombre y qué malos hábitos podía traer hasta nuestras puertas… y un sinfín de peligros más iban ligados a aquel hombre misterioso. Por qué ponía tanto empeño Candelaria en su causa era todo un enigma, un extraño enigma que no me pasaba inadvertido. Cada vez que la oía despotricar me preguntaba qué provocaba que, desde que le había puesto la vista encima, la abuela lo tratara como al mismísimo Lucifer…

Pero pocas eran las que opinaban como ella. De hecho, la comunidad femenina estaba encantada con aquel nuevo herrero de musculosos brazos, alto, corpulento y moreno, con aquel aspecto aparentemente desaliñado y esa involuntaria y natural elegancia; de mirada profunda y sombría pero resplandeciente —aunque muy selecta— sonrisa. ¡Qué cantidad de pequeñas reparaciones surgieron en pocos días! Parecía que el vecindario entero se hubiera oxidado de repente. Y él trabajaba en silencio, distante e inmutable. Muy parco en palabras, sólo de vez en cuando daba alguna explicación imprescindible. Pero en su dicotomía había algo hipnótico. Yo lo había comprobado personalmente.

No sin una buena dosis de timidez, decidí aceptar su invitación de volver al taller cuando me apeteciera. Y un día aparecí, cargada con unas migajas de pan seco para la gata que al final resultaron un buen juguete para los pequeños. Él me recibió alzando unos segundos la vista y señalando con la cabeza hacia donde estaban los gatitos, para luego volver a enfrascarse en el repiqueteo del martillo.

Lo estuve observando largamente desde el rincón. Tenía todo el cuerpo en tensión, sujeto a un esfuerzo tanto físico como de concentración que parecía alejarlo completamente del entorno que lo rodeaba. Él, la fragua y la pieza en la que trabajaba eran un pequeño universo aparte. Una gotita de sudor le resbalaba por la frente hasta desaparecer tras los mechones que escapaban de la coleta. Tenía la cara sumergida en un juego de luces y sombras, entre los resplandores que estallaban cada vez que asestaba un golpe con el martillo y las tinieblas con que la barba y el ceño fruncido enmascaraban sus facciones. La espalda y los brazos se contraían y estiraban rítmicamente, transpirando una poderosa energía que parecía a punto de estallar pero que sus manos transmutaban en movimientos acuosos, acercando y alejando, volteando y modelando, ralentizando la furia de la explosión para convertirla en una ágil danza de chispas y vapor, jugando a un frágil tira y afloja con el metal, confundiendo lo sólido con lo líquido, haciendo moldeable lo inmutable y dejando que el calor derritiera suavemente la fría dureza de una pieza que poco a poco se iba dejando llevar, hasta convertirse en lo que los ojos del herrero ya habían visto en ella horas atrás.

Era fascinante cómo algo que siempre me había parecido tan tosco él podía hacer que resultara tan magistral. Porque, sin duda, todo aquel delicado malabarismo lo creaba él, manteniendo la cuerda firmemente tensada entre las profundidades inescrutables de sus ojos y la punta de sus dedos. En aquel escueto mundo que era sólo suyo cobraba vida su arte. Y cuando apagaba el fuego y dejaba que las sombras poco a poco abandonaran su semblante, volvía a parecer humano. La piel ya no brillaba, los brazos ya no crepitaban, las manos aparecían enrojecidas y callosas y la barba aún más revuelta que de costumbre. Identificabas el blanco de aquellos ojos de ébano, que por momentos habían resultado más oscuros que la más oscura de las noches. Pero entonces, cuando te fijabas en su pecho que subía y bajaba agitado, se volvía y sonreía. Y de nuevo todo él era irreal. ¿Y qué podías hacer? Sonreías también. Porque no sabías cómo explicártelo pero sabías que era puro, lo más puro que hubieras soñado ver jamás en aquel decrépito taller. Y cuando descubrí aquella sonrisa, que brotaba resplandeciente de lo más profundo de su ser, tendiéndome un puente entre su mundo y el mío, decidí cruzarlo sin pensar, aun a sabiendas de que algo completamente desconocido me esperaba al otro lado.

Empecé a ir a verlo casi cada día, sin que en mi casa nadie lo supiera. Pero hubo alguien que me descubrió. O al menos me encontró un día inmersa en aquel universo de luces y sombras, en un taller ahumado de hierro ardiente en el que una niña parecía no tener cabida pero con el que yo me fundía tan a gusto, como si aquel escenario fantástico que él manejaba también fuera mío.

Isidora entró sin llamar. Creo que en un principio no me vio; yo estaba sentada en el suelo en un rincón, con la gata ronroneando en mi regazo y la vista perdida entre los chisporroteos de la fragua y las manos ennegrecidas de Alain. Pero yo sí la vi. Vi cómo se quedaba unos segundos sosteniendo la pesada puerta, a un paso entre el exterior y aquella lúgubre cueva. Vi cómo cerraba con cuidado pero la luz del sol seguía brillando en cada poro de su piel y ondeaba con suaves destellos rojizos sobre su espalda. Vi cómo Alain detenía poco a poco su labor, sin volverse, dejando lentamente que las sombras cubrieran sus facciones y sus pupilas lanzaran un extraño resplandor antes de darse la vuelta. Y vi y sentí en cada centímetro de mi cuerpo el chispazo que sacudió el aire cuando sus miradas se encontraron. Como dos polos de un poderoso imán que colisionan y encajan a la perfección. Una cálida onda expansiva nos atravesó y se perdió más allá de las paredes de aquel cuartucho, dejando suspendida en el aire la sensación de que una poderosa fuerza sin nombre se había mostrado durante unos brevísimos instantes y el mundo a nuestro alrededor se había transformado ligeramente.

La gata saltó asustada de entre mis brazos y entonces Isidora me descubrió acurrucada junto a la mesa.

—¿Sacra…? —exclamó ella, como si no acabara de creérselo.

—Hola, tía… —dije bajito, apenas me atrevía a hablar.

—¿Qué haces ahí?

—Bueno…

Alain se incorporó, limpiándose las manos a restregones contra el grueso mandil de cuero que le cubría las piernas.

—Buenos días —saludó con su voz atronadora—. Tenemos aquí unos gatitos recién nacidos que tienen a la niña encantada, ¿verdad, pequeña? Me está ayudando a cuidarlos, ¡no sé cómo iban a sobrevivir si yo tuviera que alimentar a la madre! Apenas recuerdo mis propias comidas…

Isidora lo observó durante unos segundos, escrutando cada centímetro de su rostro. Él aguantó con calma mientras seguía mirándose las manos, alzando de vez en cuando la vista a los increíbles ojos de mi tía, impasible. Y cuando ella se volvió de nuevo hacía mí, casi juraría que pude ver el resquicio de una pequeña sonrisa burlona asomando a la comisura de sus labios. Y el mundo se accionó distinto. Algo había cambiado en el ambiente. Aquella calidez que flotaba a nuestro alrededor estaba adherida a su piel, a la mía y a la del herrero, se respiraba en cada nubecilla de vapor que embriagaba el viejo taller y nos arropaba con una dulzura nueva, de universo compartido. Y mi tía, moviéndose con desenvoltura, se acercó a ver a los pequeños, que ya maullaban a mi alrededor.

—Por qué será que no me sorprende…

Fue lo único que comentó, con voz tan queda y tan hacia su propia falda que apenas la oímos, aunque seguramente tampoco lo pretendía. Acarició a uno de los cachorrillos, cogiéndolo en brazos, haciéndole carantoñas. Y con un tono lastimoso que me hizo sonreír, exclamó:

—Ay, Sacra, sabes que tu madre no va a querer ni oír hablar de estos gatitos, ¿verdad, cariño?

Yo bajé la vista hacia ellos, que se restregaban entre sus piernas perdiendo aún el equilibrio a cada paso. Eran tan tiernos que costaba muchísimo entender que alguien los pudiera rechazar. Pero conocía a mi madre, y mi tía también.

—Quién sabe, tía… —murmuré con una ligera sonrisa y alzando hacia Isidora mis mejores ojitos.

Ella sonrió con aquella sonrisa que le iluminaba las mejillas y sus finas facciones de porcelana parecieron recién pulidas. Pero no añadió nada más, sólo meneó la cabeza, la sonrisa aún pintada en los labios.

Alain nos observaba desde la mesa haciendo ver que organizaba a saber qué. En su afanoso trajín había un repiqueteo alegre que yo no sabía explicar, pero me daba cuenta de que en realidad no nos perdió de vista hasta que mi tía salió del taller, con las manos tan vacías como cuando había llegado, sin que cruzaran palabra y sin que nadie me aclarara qué había ido a hacer allí ni qué era lo que había ocurrido.

Durante aquellas visitas clandestinas a la herrería, Alain, poco a poco, empezó a hablar conmigo. Me contaba cosas del metal, cosas que al principio a mí me parecían incomprensibles y sin sentido. Pero sus lecciones, con un tono de historia fantástica, me hipnotizaban.

Me contó que al metal había que tratarlo con dulzura, su dureza no lo hacía menos sensible. Había que ir convenciéndolo poco a poco, guiándolo y enseñándole que era capaz de logros que iban mucho más allá de su forma primigenia. No estaba sujeto a una única versión de sí mismo, sino que en su interior llevaba toda la fuerza transmutadora de la naturaleza que lo había visto crecer. Sus capacidades eran infinitas, convirtiéndose prácticamente en lo que cupiera imaginar. Pero cada metal, me dijo, tenía su proceso y sus necesidades, como las personas. Cada uno evolucionaba de forma distinta y cada uno tenía su camino. Todos eran únicos y al mismo tiempo todos estaban hermanados.

Me contó que el metal provenía de la tierra y que existían muchos tipos de metales. Los hombres habían descubierto sus muchos usos y propiedades hacía siglos, pero trabajarlos no era sencillo, y menos aún si no se les comprendía. Unos eran más duros, otros más blandos. Existían algunos incluso líquidos. No todos eran puros, algunos se encontraban mezclados con tierra y minerales. Yo me imaginaba un trozo de la barandilla de la Plaza Mayor con pedacitos de arena metidos dentro y me parecía inconcebible, del mismo modo que no podía imaginarme un tornillo líquido. Pero cuando yo hacía este tipo de comentarios, él sólo me miraba fijamente unos segundos, en silencio, como dándome un poco de tiempo para que reflexionara y luego seguía.

Y me decía que los humanos estábamos acostumbrados a separar y catalogar nuestro mundo y nuestro alrededor como si estuviera compuesto por piezas divisibles e independientes, cuando en realidad todo estaba conectado. Como si el cielo que vemos reflejado en el agua del pozo no tuviera nada que ver con esa agua. Era nuestra forma de aprehenderlo, igual que aprendíamos a hablar empezando por el abecedario, memorizando las letras primero una por una, antes de ser capaces de hilvanarlas formando palabras, que luego compondrían frases, usando así todos los elementos para acabar encontrando un sentido global. De la visión del mundo que nos rodea aún estábamos aprendiendo su sintaxis, decía.

—También en la Tierra está todo conectado, Sacra. La tierra que pisamos, el hierro de la barandilla de la plaza, el fuego de la fragua y el agua que esta ha convertido en vapor y que ahora nos humedece la piel y nos hace sudar dentro del taller en pleno invierno. Todo forma parte del mismo todo —me explicaba.

Yo no siempre le seguía, a veces simplemente me dejaba mecer por sus palabras y el sonido ondulante de su voz, sin captar del todo el sentido de lo que me decía pero sintiéndome arropada y acunada por una nana que me sonaba de algún modo familiar y que parecía flotar a mi alrededor.

Algunas veces me pareció que él se daba cuenta y entonces veía un brillito chispear más allá de sus pupilas y unas arruguitas en la comisura de sus ojos que parecían regocijarse conmigo, mientras su historia seguía meciéndome. No se enfadaba.

El metal, cualquiera que trabajara en aquel momento, pasó a ser un ente más, un amigo más del que hablábamos y con el que trabajábamos cada día. La sensación de que en Alain había encontrado a un maestro, además de a un amigo, estaba más que afianzada ya en mi corazón. Y aunque no sabía cómo catalogar sus lecciones, tenía la sensación de que estaba aprendiendo algo valioso con él, fuera lo que fuese.