Aunque aquellas tierras estaban plagadas de olivares, el más cercano al pueblo quedaba a un buen paseo, así que era mi lugar perfecto para perderme. Me encantaba serpentear entre aquellos árboles de tronco rugoso y fuertes ramas, capaces de crear su propia selva entre hojas afiladas y un divertido bombardeo de olivas de todas las formas y tamaños. Me parecían árboles ancianos; por más que hubiera muchos de baja estatura, a mis ojos eran mayores. Viejos sabios de tez y manos callosas y arrugadas, con dedos retorcidos que se extendían dubitativos entre el cielo y la tierra, y canas tornasoladas que se mecían al viento creando una suave marea ondeante de verde y plata. Su sonido era distinto a los tenues crujidos de los campos de trigo, distinto al coqueto susurrar de las flores con la brisa, distinto al entrechocar de ramas, con estallidos amenazantes, de las tupidas jaras que crecían detrás de la cabaña de Pedro creando una maraña insondable de bosque astilloso. Sí, el lenguaje de los olivos era distinto. Parecían tomarse su tiempo para interpretar aquello que les trajera el viento, lo acariciaban con calma dejando que se escurriera entre sus hojas hasta acogerlo dentro de sus copas redondeadas. Y allí estaba yo, en aquel nido de ramas y olivas, en una burbuja verde que era el mejor de los anfiteatros. Y desde aquel refugio, que era también atalaya, prestaba atención a la música del mundo que vibraba ahí fuera, en un sinfónico e interminable espectáculo. Trepaba por las ramas tanto como podía, asomaba la cabeza atravesando el follaje y oteaba el horizonte. Dejaba vagar la vista más allá de aquel océano de olivos y cerraba los ojos esperando al viento. Él llegaba a ráfagas, suaves primero, más intensas después. Me acariciaba el rostro, se colaba entre los mechones salvajes y me susurraba en la nuca, poniéndome la piel de gallina. Y me contaba lo que ocurría más allá de donde alcanzaba la vista, más allá de la empinada y oscura colina que quedaba al otro lado del pueblo. Traía consigo el frío de las nieves que ya vestían las lejanas montañas, el graznido de los patos que habían huido en busca de climas más cálidos, rugía con la fuerza de las lluvias que había portado y entonaba la suave melodía de todas aquellas flores caídas ya. Un zorro solitario, un búho temprano, el ocaso enfriando los cielos. Y los olivos, eternos. Se sacudían las hojas que empezaban a entumecerse y, cuando volvía a acurrucarme en su regazo, me contaban entre suspiros que los conejos volvían a sus madrigueras y las hormigas cerraban ya sus túneles, para sobrevivir a la larga noche del invierno. Y cada fibra de mi ser parecía desprenderse y flotar con aquel aire de noviembre, y más que oír sentía a todos y cada uno de aquellos seres con los que compartía la caricia del viento helado. Teníamos frío, nos escocía la corteza, olíamos a nieves venideras, nos poníamos en tensión con las cercanas pisadas del zorro y alzábamos la vista al vuelo raso del búho iniciando su cacería. El oído atento, el olfato vivo, la piel de gallina. Una ola envolvente de sensaciones mecidas en el viento, narradas por el viento, fundidas con el viento en un todo que se expandía hasta rozar el cielo. Era un universo entero vibrando con un pulso común. Y desde algún lugar en las alturas, de repente sentí cómo aquel latido se ralentizaba, cómo el campo entero aguantaba la respiración y el viento callaba. Silencio. El suspense me atenazó la garganta y dejé de respirar a la espera de algo. Algo… Y con la caída del último rayo de sol entre las nubes, estalló el horizonte. Un chispazo donde la tierra del camino se fundía con un cargado cielo gris me devolvió de golpe a mi olivo y me encontré sentada entre sus ramas con los ojos desorbitados mirando a ninguna parte. Un estruendo de pájaros aterrorizados alzó el vuelo entre los árboles, y cuando volví a asomar presurosa la nariz entre la hojarasca ya sólo vi un cielo tormentoso a lo lejos y algo que se movía como una motita en el camino. Alguien. Avanzaba con paso firme por el camino que bordeaba el olivar en dirección al pueblo. Asustada, me encogí en mi querido nido sin saber qué hacer. No sabía si era mejor mantenerme oculta hasta que el desconocido pasara de largo, o si debía salir corriendo a avisar a todos de que un extraño salido de un rayo se aproximaba a nuestros hogares. Pero ¿cómo iba a explicar algo así? Seguro que ya estaban enfadados conmigo por llegar tarde, si encima iba contando una cosa semejante me castigarían sin dudarlo. Así que no hice otra cosa que observarlo aproximarse con andares pesados pero constantes, ganando terreno a una velocidad sorprendente. Iba cubierto por un abrigo largo y de color plomizo, un sombrero pardo de ala ancha le ocultaba los ojos, una frondosa barba oscura apuntaba a sus pies, y cargaba con un gran maletín que casi barría el suelo. Parecía pesar mucho, porque andaba un poco inclinado hacia ese lado, y cuando cruzó delante de mí y pasó de largo atisbé lo que parecían unas greñas castañas escapando al cuello elevado del abrigo. Esperé un poco y, cuando consideré que ya estaba lo bastante lejos, me bajé del olivo y emprendí la vuelta a casa, oteando el camino antes de cada curva para no darme de bruces con aquel hombre que había surgido de la nada.
Efectivamente, me castigaron, por lo que no descubrí qué había sido del forastero hasta dos días más tarde. Había un gran revuelo en las calles, decían que un nuevo vendedor había llegado al pueblo con artículos que eran un lujo escaso en aquellas tierras: gafas. Exacto, en aquel rincón del mundo dejado de la mano de Dios casi nadie llevaba gafas, y quien no veía se las ingeniaba para evitar topetazos con la ayuda de un bastón o de un pariente, o recurría a constantes juegos de manos acercando y alejando el diario, el cocido, la labor, o lo que fuera, hasta enfocarlo. Era el caso claro de mi tía Juliana, que para trabajar debía tener la prenda de costura a pocos centímetros de sus miopes ojillos. Así que en cuanto se corrió la voz de que había llegado un vendedor ambulante de gafas, mi abuela y mi tía Juliana se echaron los echarpes sobre los hombros y salieron a ver las novedades que el mundo moderno traía hasta nuestras puertas. Y yo troté tras ellas.
En nuestra misma calle, sólo un puñado de pasos más allá, se había congregado un corrillo de gente en torno al vendedor. No lo reconocí hasta que me abrí paso entre faldas, chales, bufandas y abrigos. No llevaba aquel largo y pesado abrigo, pero la barba hirsuta, el pelo demasiado largo y el sombrero sí eran los mismos. Era él, el señor de la tormenta. Me quedé paralizada mientras mi abuela y mi tía se acercaban como dos completas inconscientes hacia él. Había convertido su maletín en un precario expositor de gafas y las mostraba a sus clientes potenciales abriendo y cerrando las patillas, poniéndolas sobre la nariz de alguna pobre despistada y repartiendo a diestro y siniestro papelitos con algo escrito. Yo no podía moverme de donde estaba y vi todo el espectáculo desde una cierta distancia. Porque, sin duda, aquel hombre estaba actuando, y lo hacía tan bien que tenía al público encandilado.
Explicó el proceso de producción de las gafas, cómo se soplaban los cristales y para qué servía cada tipo de curvatura: para el que veía mal de lejos, para quien veía mal de cerca, para quien había perdido visión con la edad. Y entonces escogía a alguien al azar, le preguntaba por sus necesidades y le tendía una de las gafas que tenía desperdigadas sobre su maletín-expositor. Una vez bien colocadas sobre la nariz de la víctima, usaba los papelitos que había repartido para demostrarle a esa persona la diferencia entre leer lo que ponía allí con y sin las lentes. Y entonces se oían oohs y aahs de aquel que estaba experimentando el milagro en sus carnes. Y así fue pasando de un cliente a otro, hasta que le llegó el turno a mi abuela y a la tía Juliana. Yo tragué saliva. La abuela estiraba el cuello y analizaba con mirada crítica aquellos inventos aposentados sobre terciopelo desgastado. Pero cuando él se le acercó, estiró la espalda con ese gesto aristocrático tan suyo y alzó la vista directa a sus ojos. Y me pareció que sus miradas lanzaban un destello de sorpresa y se quedaban prendadas durante unos segundos más de lo normal. Ninguno de los dos pestañeó ni hizo ningún gesto, pero algo sucedió. Quizás sólo me lo imaginé, quizás sólo estaba asustada porque él se hallaba demasiado cerca de mi abuela y una voz de alarma en mi interior avisaba de que algo iba a pasar. Así que quizás realmente no pasó nada. Pero estoy casi segura de que por unos instantes los ojos de aquel hombre relampaguearon y se volvieron oscuros, engullendo el blanco natural para quedar negros completamente. Sólo fue un instante, lo justo para parpadear y ver cómo le ofrecía a mi abuela unas gafas que ella rechazaba; me pareció que tensaba todo el cuerpo para contenerse y no dar un paso atrás. Pero acto seguido alzó la barbilla y se tomó la libertad de acercarse valientemente un par de pasos hacia el cúmulo de gafas para estudiarlas. Mi abuela era así, nadie podía decidir por ella. Empezó a seleccionar las que mejor le parecían y se las iba pasando a mi tía para que se las probara y comprobara con el papelito si mejoraban su visión. Hasta que Juliana dio con las apropiadas. Mi abuela las examinó, dio su aprobación, pagó, y se dio media vuelta para marcharse sin dirigir una sola mirada más a aquel hombre. Entonces descubrió que yo no estaba junto a su falda y vi desde lejos cómo se le abrían los ojos con el picotazo del miedo mientras buscaba a su alrededor mi cabecita sumergida entre faldas, chales y abrigos. Di un par de saltitos y agité un poco mi manita al aire, pero encogida tras la vergüenza de llamar la atención no sé si en realidad servían de algo aquellos tímidos gestos, si llegaba a oír mi vocecilla perdida entre aquel tumulto de gente. Cuando al fin me vio, el alivio que se reflejó en cada pliegue, en cada arruga y en cada poro de su piel fue tan intenso, tan breve y tan rápidamente sustituido por la urgencia de salir de allí que me asustó. No tuve tiempo de intentar descubrir qué era lo que de repente apremiaba así a mi abuela, porque me agarró de la mano con fuerza y me arrastró a través de la pequeña multitud.
Mientras zozobraba entre el bamboleo de piernas y brazos extraños, cogida de la mano de mi abuela Candelaria y escoltada por Juliana, me volví un momento a echar un último vistazo y descubrí los ojos de aquel hombre clavados en mí. Y creí adivinar lo que preocupaba a Candelaria. Pero cuando nuestras miradas se encontraron, sorprendentemente, me sonrió. Me volví al instante y aceleré para alejarme de allí cuanto antes. Volvimos a casa a paso ligero; calaban tan hondo el frío como las dudas.
No quería admitirlo, pero aquel hombre tenía algo que me ponía la piel de gallina y me provocaba escalofríos. Esos ojos tan y tan oscuros pero brillantes, esa extraña desenvoltura, esa mezcla de frío y calor que envolvía su figura y hasta su sonrisa, la carcajada fácil, las manos callosas pero delicadas manejando las gafas… No entendía cómo podía ser, pero aquel hombre me daba miedo y me caía bien al mismo tiempo. Y eso me ponía nerviosa, porque nunca me había ocurrido. En el pueblo conocía a prácticamente todo el mundo, éramos pocos y los que no eran parientes eran amigos, con lo que pocas sorpresas eran las que me encontraba tras las esquinas. Pero aquel forastero que había aparecido por allí sin sentido me descolocaba. No sabíamos quién era, ¿cómo podíamos fiarnos de él? Pero había visto cómo la tía Juliana sonreía disimuladamente, prestando atención a sus elocuentes demostraciones, aunque la abuela torciera el gesto. Le había caído simpático, a ella y también a la mayoría de los demás espectadores, incluso a pesar de su aspecto algo desaliñado.
Y no eran tiempos en los que la confianza a ciegas abundara, precisamente.
Durante el último año habíamos visto centenares de almas en pena vagando por los caminos que bordeaban el pueblo en dirección a Ciudad Real. Parecía una marea incansable de gente perdida, asustada, famélica y apagada, que se confundían con sus sombras y seguían las migajas de esperanza que aquella tierra les brindaba. Se creía que, dentro de lo malo, Ciudad Real era un pelín menos malo. Candelaria bufaba cuando lo oía. Porque algunos iban hacia allí buscando algo de calma, pero también los aviones de guerra habían ido de vez en cuando hacia allí cargados de caos.
En el pueblo estaban en guardia frente a los desconocidos. Se había producido algún que otro robo, habían desaparecido gallinas, conejos, y los asaltos en los caminos a trabajadores que volvían del campo cuando oscurecía, aunque esporádicos, habían desatado una ola de murmullos y medidas de seguridad que nos volvían temerosos. Porque si nadie sabía quiénes eran los culpables, todo el mundo pasaba a ser sospechoso. En primer lugar, cualquier rostro desconocido que asomara al horizonte; pero en segundo lugar cualquier hijo de vecino, porque allí hambre pasábamos todos y el desespero es muy mal consejero. Cualquier excusa servía para etiquetar, catalogar, y así dividir y enfrentar a unos y otros. Cualquier excusa servía para hacer saltar chispas en los ánimos cada vez más crispados de aquellas gentes que se empeñaban en formar bandos y tener enemigos a los que señalar y con los que desahogarse, sin pensar que el hambre, el dolor y la pena eran comunes e iguales para todos nosotros.
Así que yo no entendía qué tenía aquel hombre que a nadie había hecho sospechar, pero no me atreví a compartir mi opinión en voz alta. Sencillamente asistí desde una silla desvencijada de la Cocina Chica al revuelo que se armó en casa cuando aparecimos con la nueva compra.
Pero aquella no iba a ser la última vez que lo viera, ni mucho menos. El que se había presentado como vendedor ambulante rompió con todo aquello que daba sentido al nombre de su oficio y decidió instalarse en el pueblo durante lo que parecía una larga temporada. Alquiló habitación en el hostal y, por lo que descubrí en un encuentro extrañamente casual, también buscó trabajo.
Yo de todo esto me enteré una tarde temprana que salí en busca de la última adquisición animal que pretendía introducir en la familia. Cada tanto me encaprichaba de un perrito, un conejo o un canario e intentaba que lo admitieran en casa, y siempre recibía la misma rotunda negativa. Aquello se había complicado mucho desde que no estaba mi padre, mi compinche en aquella cruzada al rescate de animales perdidos. Él sabía cómo hacerlo para que no nos dieran con la puerta en las narices, sabía cómo convencer sutilmente a mi madre, solía empezar diciendo que aquel animalillo necesitaba unos días de cuidados porque o bien era demasiado pequeño, o bien estaba herido, o bien moriría debilitado a la intemperie. Siempre encontraba la excusa perfecta para que nos lo dejaran cuidar durante unos días, que solían eternizarse hasta que ya nadie quería ver partir al nuevo miembro de la familia. Pero él, su irresistible sonrisa pilla y sus audaces maniobras frente a las que nadie podía decir que no ya no estaban allí conmigo. Y aunque yo lo seguía intentando, ya no era lo mismo. Ni mi coraje para enfrentarme a mi madre, ni mis resultados en aquella contienda. Faltaba él. Para aquello y para todo. Me faltaba siempre, por más que intentara no pensarlo.
Aquella vez se trataba de un gatito. Había visto hacía pocos días que cerca de casa de tía Isidora una gata había dado a luz a tres esponjosos cachorritos y aquella tarde, después de tomar la merienda con ella, decidí salir en busca de los bebés. Tenía la esperanza de que viéndolos tan pequeñitos e indefensos mi familia se enterneciera y me dejara quedarme —al menos— con uno de ellos.
Sí, algunas tardes las pasaba con Isidora. No muchas, todo sea dicho. Tenía la impresión de que a mi abuela aquello no le gustaba demasiado. Que no le gustaba nada, de hecho. Era extraño, porque no parecía importarle que me fuera a jugar sola, haciendo malabarismos sobre el pequeño murete del camino que se alejaba del pueblo, pero en cambio torcía la nariz cuando me iba a casa de su hija Isidora. Y por eso aquellas meriendas me sabían siempre a pequeña aventura, una aventura clandestina que consistía en colarme durante un rato entre las bambalinas de la misteriosa vida de mi tía. Porque aquella casa y aquella vida eran como un universo aparte. Y yo sabía que era un privilegio estar allí y aún más que a ella le gustara tenerme allí. Era su invitada. Ah, y también, a veces, su aprendiz.
Amante de las infusiones y tisanas, como mi abuela, disfrutaba mezclando hojas y flores para sorprenderme con nuevos sabores. Y me enseñaba a identificar cada planta y cada raíz para relacionarla con sus beneficios medicinales. Me explicaba qué parte podía usar de cada una de ellas, con qué fin y cuál era su nombre. Hablaba con verdadera pasión de aquellas pequeñas curanderas, sin llamarse nunca curandera a sí misma. Creo que para ella era más bien como un juego, o como la lenta y gozosa elaboración de una obra de arte sin otro fin que disfrutar del delicado proceso, convirtiéndose este en la verdadera terapia. Yo canturreaba repitiendo su letanía de nombres mientras hacíamos nuestra selección del día, pero lo que de verdad me fascinaba era observarla a ella. Me quedaba prendada viendo cómo trajinaban sus finas y delicadas manos seleccionando cada ingrediente. Cortaba con sumo cuidado el atadillo de la ristra de ramitos que tenía en la cocina colgando boca abajo de una vieja cuerda. Lo deshacía y desenredaba el tallo, las hojas o la flor que quisiera usar aquel día, para luego atarlo de nuevo y dejarlo donde estaba. Me encantaba aquel rincón de la cocina, con las baldosas blancas que iban de la encimera al techo, con su inmensa tabla de madera, aquellas tijeras finas y alargadas de hierro que sorprendían donde debería haber habido unas gruesas tijeras de cocina, los saquitos que en una esquina atesoraban las valiosas especias, el jarrón descascarillado y vacío en la esquina y la guirnalda de aromáticos ramos secos boca abajo decorando la pared de punta a punta.
De vez en cuando yo cogía los pedacitos tronchados que quedaban desperdigados sobre la madera y los frotaba entre las manos, como tantas veces le había visto hacer a la abuela; luego descubrí que era un gesto que mi tía Isidora también había heredado de ella. Frotaba las hojitas hasta hacerlas picadillo y dejar mis manos impregnadas con su fragancia; entonces las ahuecaba, convirtiéndolas en un pequeño cuenco que me acercaba a la nariz y con el que acababa cubriéndome la cara entera, para aspirar con fruición. Y el olor a lavanda, a hierbaluisa o a pasiflora me envolvía por completo en una maravillosa nubecilla floral en la que se zambullían con deleite todos mis sentidos. Yo sabía que ella me miraba de reojo sin decir nada y aprovechaba aquella sonrisa maternal, que sus labios procuraban ocultar, para intentar saber más. Acercarme más a ella.
—Me gustan —murmuré, aún con el olorcillo cosquilleando en la nariz.
—Y tú a ellas, porque las escuchas. Y eso no es muy habitual.
Yo me sonrojé.
—Cuéntame otra vez la historia del jarrón roto, por favor —pedí, buscando desviar la atención hacia ella.
A lo que ella me contestó soltando un suspiro que era más bien un bufido.
—Ya lo sabes, fue la primera y única vez que mis manos tocaron un torno para hacer cerámica —respondió, escueta.
—Pero eso no es verdad, tía, las tazas de té también las hiciste tú. Y los platillos.
—Pero sin torno.
Sonreí.
—¿Y por qué está roto? Eso nunca me lo cuentas.
—Porque no está roto, niña.
Yo esperé. Ella suspiró de nuevo y, mientras ponía el agua a hervir, dejó al fin escapar la voz en un susurro:
—Tiene una fisura. Y ese es, precisamente, su mayor encanto; aunque tú te empeñes en decir que está roto —apostilló, mirándome por encima del hombro—. Esa pequeña grieta que ves en el lateral forma parte de su proceso de crecimiento, del particular ritmo de cocción por el que pasó. Forma parte de él y le confiere algo que ningún otro tiene igual. Esa imperfección lo hace perfecto y lo hace bello —dijo con una suave sonrisa—, porque lo hace único.
Y ya callada, apartó la vista del jarrón y la posó en sus manos, que sostenían lánguidas una rama de tomillo; aquella mirada melancólica me sobrecogió un poco.
—Es mi favorito —dije yo, acariciando con cuidado la fina marca de la cerámica.
Ella me miró, despacio, como esperando encontrar algo más que a una niña. Se hundió en mis ojos y buscó en ellos, revelando en el proceso algo que guardaban los suyos. Un calor, una llama que prendió unos segundos con un vaivén lento y constante más allá de sus pupilas, en algún lugar recóndito que pronto quedó oculto tras un velo y un gesto elegante que devolvió la atención a sus manos. El vapor del agua nos envolvió y el aire se llenó de aromas herbáceos.
—¿Sabes, Sacra? Eres especial. —Yo me quedé callada, sorprendida; arrebolada. Ella me miraba con dulzura y no me atreví a intentar interpretar ese curioso brillo cómplice que adivinaba en su mirada—. Normalmente la gente pasa a la carrera por encima de las cosas (y por encima de la vida); se quedan sólo con aquello que, por decirlo de alguna manera, se capta en un primer vistazo rápido y superficial, de esos en los que, si somos honestos, nadie presta demasiada atención… ¿Sabes a lo que me refiero?
Yo habría querido asentir, pero sólo la miraba y escuchaba con atención. Y ella siguió, sonriente:
—Pero resulta que eso no es ni siquiera un trocito de todo lo que en realidad la vida es, o puede ser. Ni de lo que significa estar vivo. Hay mucho mucho más. Cuando tomas una flor entre tus manos —dijo mientras arreglaba el atadillo que había usado y lo devolvía a su sitio—, hay todo un mundo tras ese gesto. Todo un mundo condensado en ese gesto. Muy poca gente es capaz de apreciar de verdad esos mágicos instantes que se nos brindan cada día con tanta generosidad, muy poca gente es capaz de detener el tiempo y vivir plenamente, con cada fibra de su ser, todo lo que engloba ese pequeño momento y su flor en sus infinitas dimensiones. El regalo que supone. Las emociones que puede llegar a despertar. La historia que cuenta. Todo lo que en él puedes llegar a descubrir. Hay una inagotable belleza en las cosas más cotidianas, una sencilla y maravillosa belleza que, para quien sabe apreciarla, resulta un bálsamo para el alma. Pero, niña, muy poca gente se emociona con una simple flor o con la cicatriz de un viejo jarrón, muy poca gente ve todo lo que hay tras ellas… —Y me miró un segundo entre las pestañas eternas—. Cosas tan pequeñas, pero tan especiales. Porque resulta que es precisamente en ellas, en esas pequeñas cosas, donde se descubre lo que realmente es Vivir.
Vi cómo ordenaba nuestro espacio favorito haciendo una pausa, doblando con cuidado el trapo, recogiendo los restos de pétalos y tallos, y no me atreví a decir nada porque no creía que hubiera nada que decir más elocuente que el suave movimiento de sus manos siguiendo las notas de su voz.
—Pero no conozco a nadie —continuó— que lo haga como lo haces tú. —Y entonces se detuvo para observarme, con cariño y con algo así como un ligero escrutinio que me sonrojó hasta las orejas.
Lo sabía. Ella lo sabía.
Pero no dejaba de sonreír, con una sonrisa que era toda luz y que tendía un resplandeciente puente hacia mí. Que me invitaba a confiar, a dejarme llevar. Y tras unos segundos, me atreví a preguntar:
—Tía Isidora…, ¿crees que eso es malo? Lo que hago…
—No, cariño. —Se acercó y posó la taza humeante de infusión en mis manos—. Es maravilloso. Delicado, único, complicado, seguramente en algún momento doloroso. Pero siempre maravilloso.
Se sentó a la mesa y me miró, a la espera de que me sentara junto a ella. Y yo crucé ese maravilloso puente que me brindaba para llegar a su lado, con el corazón calentito de agradecimiento porque aquella especie de reina poderosa y ancestral estaba a mi lado, con todo y pese a todo. Cuidando de mí.
Y como llamado por aquel olor embriagador con que la tetera nos arrullaba, apareció Gregorio bajo el marco de la puerta. Su marido nos saludó mientras nosotras sorbíamos despacito la infusión y se puso a trajinar en busca de algo. Se instaló el silencio en la cocina durante los minutos que él estuvo por allí con su torpe y cándido ir y venir. Un silencio pausado y acogedor que parecía flotar a nuestro alrededor como el acorde perfecto al calor de la infusión que teníamos entre las manos. O al idioma de miradas que intercambiaba aquella pareja.
Me fascinaban. Gregorio e Isidora.
Él resoplaba y ella alzaba la mirada. Negaba despacio con una sonrisa cómplice y entonces él la miraba, interrogante, y la barbilla de su mujer le indicaba dónde buscar, a lo que los hombros de él respondían ahogando una sonrisa avergonzada. Luego, con la carga ya hallada, él se agachaba para posar los labios en su frente y ella cerraba los ojos un instante, con las mejillas resplandecientes.
Pero en cuanto su marido desapareció por la puerta, una sombra cubrió sus facciones y algo cambió en el ambiente. En ella. Los hermosos labios se olvidaron de cerrarse por completo y la profundidad de sus ojos casi daba vértigo. Eran dos terribles abismos en los que nadie se atrevería a zambullirse y de los que de repente vi brotar un fulgor ardiente, una fuerza desgarradora que parecía estar arrasando todo su mundo interior y deformando sus facciones, haciéndolas cenizas. Me puso la piel de gallina. Casi vi cómo algo, un recuerdo, un secreto, un dolor, se hundía en aquellas profundidades que hervían con la fiereza de un volcán en erupción. Pero sólo duró un instante, o tal vez fueron varios minutos, lo cierto es que no podría decirlo con certeza porque el nudo que me ahogaba me había hecho perder la noción del tiempo. El hecho es que cuando mi tía se giró de nuevo hacia la mesa, las manos le temblaban ligeramente en busca de la taza y el color de sus mejillas había desaparecido, dejando rastros marchitos entre los pliegues de la piel madura.
Y yo di de nuevo unos sorbitos a la infusión, como si en ellos pudiera ahogar su dolor. Como si en ellos pudiera encontrar respuesta a los interrogantes que envolvían a la pareja en aquella esfera inaccesible. No hice ningún comentario sobre la mano eternamente vendada de Gregorio, nunca lo hacía, ni yo ni nadie. Pero no comprendía por qué él no decía nada cuando no podía abrir un cajón; yo estaba segura de que mi tía le habría ayudado, como le ayudaba con todo lo demás. Pero él prefería que no le viera forcejear. ¿Sería orgullo masculino? ¿O tal vez evitaba encontrarse con aquel resquicio de pena en el semblante de Isidora? Porque estaba claro que su mirada esmeralda cambiaba cuando se posaba sobre la mano mutilada; de hecho, miraba a su marido con la misma triste ternura y el mismo viejo dolor con que antes la había descubierto observando el jarrón agrietado. Y si yo lo veía, no había duda de que él también. Pero el silencio se imponía, siempre. O se interponía.
Cuanto más tiempo pasaba con ellos, más intuía que en aquel hogar de dos flotaba un tercer elemento, invisible pero perenne, al que ni ellos mismos se atrevían a nombrar y que a mí cada vez me inquietaba más.