XIII

Las nubes empezaron a clarear, su brillo acerado se perdió traqueteando en la lejanía y la lluvia torrencial que lo había inundado todo se tornó en una fina llovizna que convirtió los despojos del drama en un desdibujado cuadro impresionista. Pero el sol parecía no atreverse a salir del todo mientras los gritos que no habían dejado de sonar de fondo a nuestro alrededor se iban transformando en sollozos desgarrados.

Apoyados el uno en el otro, Isidora y Gregorio esperaban en pie. Don cubrió mis hombros con su capa, que de alguna forma había pactado con la lluvia mantenerse tibia, y me envolvió con su afectuoso y aterciopelado abrazo. Pasó con delicadeza una mano por mi cabecita, un gesto que era respaldo y era felicitación, un gesto sutil pero que me colmó de afecto y gratitud.

Pero Carmen no se levantaba. Tenía la mirada perdida en el horizonte, oteando la colina humeante y ennegrecida, los campos de trigo color carbón, los olivares y sus olivos deformados. Parecía no estar ni allí ni con nosotros, había echado raíces en el mismo punto en el que antes acunaba la pena de su suegra y amiga (¿habría pasado un segundo o un siglo entero?); se había perdido en aquel lugar indefinido entre el tiempo y el espacio. Su preocupación no era ningún misterio para mí, por eso mientras los demás se miraban entre ellos, inquietos, yo la miraba a ella. Y cuando Gregorio, angustiado, dio un paso hacia ella, mi manita lo retuvo con suavidad. Él me miró, sin comprender. Don, a mi lado, nos vio y sonrió con disimulo.

—Espere… —susurré.

Porque si algo iba a necesitar para recuperarse, sin duda era tiempo. Y, por Dios, que saliera el sol.

Carmen no veía sólo la desolación que embargaba a su amada Tierra, veía también lo que fue y el largo camino que recorrió hasta serlo. Veía las estaciones pasando sobre los olivares y sus ramas estirándose año tras año, retorcidas en formas únicas e inimitables, talladas por las lluvias, el sol, el viento y la tierra que las alimentaba. Y veía todo aquello que hacía falta para que el ciclo interrumpido tan atrozmente se recuperase. Y sí, sin duda, necesitaba más tiempo.

Más tiempo para procesar que la muerte no tenía por qué ser el fin, que de aquella tormenta también saldría una nueva generación, creciendo con nuevas fuerzas, con una nueva base, con otros límites y otras metas, siempre bajo aquel cielo que todo lo había visto y que ojalá no permitiera jamás el olvido, sólo —y siempre— el perdón. Pero aquella Tierra no sólo necesitaba tiempo, también necesitaba ayuda. Necesitaba que alguien trabajara por devolverle la fe, la fe en un futuro mejor, la fe en la bondad, en la esperanza, en la unión, en el equilibrio, en el perdón, en el amor. Aquella Tierra tenía que seguir abasteciendo a nuestro pueblo y para ello tenía que seguir creyendo no sólo en un mañana, sino en un mañana conjunto, donde la convivencia en armonía con el hombre —y entre los hombres— fuera posible.

Por eso Carmen no se movía. Yo sabía que no podría hacerlo hasta que sintiera que la Tierra volvía a hablarle. Hasta que sintiera, de alguna forma, que su pulso seguía latiendo, ahí abajo, bajo sus manos. Aquellas manos amorosas y trabajadoras, aquellas manos dulces y poderosas, que se enredaban en la tierra y se hundían en ella con el mayor respeto y el mayor placer. Porque formaban parte de ella, jamás lo habían olvidado.

Ojalá ninguno lo hiciéramos.

Veneraban la Tierra y le agradecían lo que les daba: TODO. La vida misma.

Y con la barbilla inclinada al pecho en la más sagrada actitud de reverencia, Carmen cerró los ojos y se dejó imbuir por aquello que más amaba. Sus manos crepitaron al hundirse en la tierra, lo oí claramente, sonó como un sinfín de sutiles cascabeles rebotando sobre las piedrecitas, primero flojito, luego en crescendo, desde ella hacia nosotros y extendiéndose hasta el horizonte. Su pelo ondeó mecido por la brisa, una suave brisa que había llegado sin avisar, de repente y de la nada. Busqué a Pedro con la mirada, sabía que estaba en algún sitio aunque no veía dónde. Entonces se me escapó una sonrisa; qué boba. Cerré los ojos —con ellos no lo vería si él no quería— y abrí el corazón. Y descubrí que, por supuesto, ahí estaba mi amigo, a nuestro lado y a nuestro alrededor, dando fuerzas a Carmen y burlándose cariñosamente de mí. Me acarició el brazo, imperceptible, apenas lo justo para ponerme la piel de gallina, y se alzó veloz al cielo buscando su hueco entre las nubes. Como siempre, él consiguió llegar más allá que todos nosotros. Y ahí estaba, un maravilloso haz de luz limpia y blanquecina cayó directamente sobre Carmen, un único rayo de sol que la volvió iridiscente y convirtió en una alfombra de pequeños diamantes la tierra empapada que la envolvía y la acogía en su seno. Carmen brilló, claro que lo hizo. Y todos notamos el latido profundo de la Tierra bajo nuestros pies, recibiendo feliz su caricia. Vibrando de nuevo. Su tierno abrazo se extendió por los olivares, surcó los campos de trigo atravesándolos como una ola invisible de energía pura y resplandeciente y llegó también hasta el volcán, hasta aquella terrible herida horadada en la colina. Un último suspiro ahumado escapó de aquella grieta, y sonó exactamente como debía sonar un suspiro de alivio, pues sabía que a partir de entonces ya podría descansar en paz.

Volvimos como un pequeño pelotón que regresa de la batalla, agotado pero invicto. Y nos encontramos con que nuestro general al mando en el pueblo había cumplido con creces cualquier expectativa. Alain había organizado a los hombres y las mujeres jóvenes creando una maravillosa cadena humana. Con cubos, cazuelas o cualquier utensilio que sirviera, recogían litros y litros de agua del río, que en su desenfreno había llevado su caudal desbordado hasta la linde del camino, y los hacían llegar hasta las casas atacadas por las llamas. No se había derrumbado ningún edificio, todos habían aguantado con heroicidad los temblores, sólo algún granero de madera había sucumbido, sin causar por ello daños mayores. Los niños que mantenían la entereza suficiente como para colaborar corrían detrás de gorrinos y gallinas procurando que cada uno volviera a su corral.

Me alegré tanto de verle… Corrí a lanzarme en sus brazos de acero y me sentí flotar cuando me elevó por encima de su cabeza y empezó a dar vueltas conmigo.

—Lo has hecho, Sacra. Y ya nunca lo olvidarás. ¿Verdad que no?

Yo sacudí con fuerza la cabeza y me estreché contra su pecho, dejando que él me acariciara el pelo. Los demás nos miraban a cierta distancia. Descubrí a Don asintiendo, con serenidad. Alain le devolvió el saludo. Pedro brillaba —o sonreía.

No me habría soltado de su cuello, pero mi madre apareció tras una esquina con Mo de la mano dando titubeantes pasitos y tuve que bajar y volver a esa otra realidad, aquella realidad extraña en la que una madre no sabe si alegrarse cuando se reencuentra con su hija o reñirla. Pero la mano de aquel grandullón aún tardó unos pasos en soltar la mía, hasta que yo lo miré con una ligera sonrisa y le dejé entender que podía yo sola.

Ahora ya sí que podía.

Fui muy consciente, desde el mismo momento en que ella posó su mirada en mi desgreñada figurita, de que mi madre no sabía nada, no se había dado cuenta de absolutamente nada de todo lo que en realidad había ocurrido aquel día. De todo lo que me había ocurrido. No pude culparla, ¿cómo iba a hacerlo? Ni siquiera habría sabido cómo explicárselo, creo que no habría podido, porque aquello era algo que se tenía que entender o sentir o percibir sin más. No había forma de ponerlo en palabras. No había término que capturara ni diera forma a su esencia, al menos no uno que pudiera emplear la niña que yo era entonces. Así que simplemente me alegré de verlas y procuré que mi abrazo se lo dijera mucho mejor que cualquier palabra atragantada. Aquel lenguaje mudo funcionó tan bien como suele hacerlo; a veces nos olvidamos de que un gesto puede contener un sinfín de palabras no escritas y es capaz de transmitirlas con la misma —o incluso mayor— intensidad. Olvidamos que sólo hace falta dar para recibir. Dejar hablar al corazón. Ella se agachó hasta llegar a mi altura para poder devolverme el abrazo que yo tanto necesitaba. Me acunó con fuerza, balanceándonos a mí en un brazo y a la pequeña Mo en el otro, murmurando lo asustada que había estado y lo feliz que era de tenernos a las dos con ella. Descubrí que todos estaban bien, mi hermano y Juliana esperaban tras ella y, en cuanto tuvo ocasión, mi tía me envolvió entre sus brazos y me dejó sorda a besos. Llegaban custodiados por Genaro, que estrujó a Carmen hasta casi estrangularla. La casa —y mi abuela— también seguían intactas. Nuestra fortaleza Roja.

Pero aunque mi madre no hubiera sabido ver más allá de los fogonazos y los tiroteos, hubo gente en la que sí se obró alguna suerte de cambio. Las horas y los días que siguieron a aquella hambrienta oscuridad que a punto estuvo de engullirnos estuvieron plagados de pequeñas sorpresas que fueron apareciendo poco a poco, una tras otra, sutiles pero visibles a los ojos de quien quisiera verlas.

No sé cómo lo hizo, pero sin duda era obra suya. La podía reconocer con la misma facilidad con la que reconocía una herradura que había tomado sus suaves curvas siguiendo el dictado de aquellas manos que le caracterizaban.

Alain había conseguido limar las asperezas que chirriaban entre la gente de aquel pueblo —como en tantos otros—, fundir los viejos odios y rencores familiares que aparecían tras las esquinas, generación tras generación, para crear con ellos nuevos puentes inimaginables meses atrás. Lo bonito fue que lo acompañaron. No todos, pero muchos siguieron las migajas de pan que él dejaba. Fundió cerraduras, pomos, engranajes y todo lo que hiciera falta para quien hiciera falta, sin cobrar nada a nadie. Carpinteros repicaban y limaban por doquier, como era de esperar, pero además varios muchachos, entre ellos mi hermano, decidieron arrimar el hombro porque sabían que sus padres los necesitaban. Sin más. Las mujeres que tenían alguna noción de aplicar curas, como mi tía Isidora, cuidaban de aquellos que habían sufrido alguna lesión o accidente, y los heridos se dejaban hacer, sin recelos, francamente agradecidos. Pero lo más complicado de gestionar fue que muchos habían perdido sus reservas de alimentos. Los graneros habían ardido o se habían derrumbado, y los animales de granja habían salido huyendo tan rápido como habían podido, arrasando no sólo con las vallas de los corrales, que habría que reparar, sino también con las pocas provisiones de alimentos que pudieran tener aquellas pobres familias. Ahora que tantos y tantos campos habían quedado destruidos, para muchos se agotaban las opciones. Y el hambre nunca trae nada bueno, menos aún cuando ya llevábamos tres años de terrible escasez.

Pero la tierra ya horneaba el futuro, día a día, siguiendo la cadencia del cambio de las estaciones. La primavera, la estación de los grandes comienzos, en la que la vida brota en cada esquina, cada grieta, cada brizna, cada rama y cada gota de rocío, ya estaba aquí. Volvieron las golondrinas, como diría el poema. Y volvió la esperanza a aquella región perdida. Porque ni Carmen había dejado de trabajar con su habitual tesón, ni la tierra nos había olvidado. Ella jamás lo haría. Ojalá fuera recíproco.

El día que Carmen apareció en el pueblo con las manos embarradas y dando la buena nueva a voces, muchos fueron los que la siguieron entre gritos de alegría y suspiros de alivio. Resultó que las cenizas fueron un abono excepcional para los campos que, labrados lenta y constantemente, germinaban otra vez frente a los ojos maravillados de aquellos hombres y mujeres agotados.

Fue emocionante ver cuánta gente les dio las gracias, a ella y a Genaro. Cuántas eran las familias que habían sobrevivido a aquellos años de debacle gracias a la generosidad y el trabajo duro de aquella humilde pareja de campesinos. Cuántas manos vi estrechar, cuántos abrazos se repartieron, cuántas miradas henchidas de gratitud se posaron en aquellos seres que habían estado orbitando discretamente a nuestro alrededor dispuestos a protegernos y amarnos a todos, sin distinciones, y sin pedir nada a cambio. La gente salía de la herrería de Alain secándose las lágrimas, saludaban a Don con un efusivo «que Dios le bendiga» cuando lo veían junto a la fuente, inclinaban suavemente la cabeza cuando se cruzaban con mi tía Isidora por la calle, y una inmensa sonrisa les iluminaba el rostro cuando veían a Pedro por el camino que llevaba a los campos. Los cinco elementos que habían mantenido sus esperanzas a flote.

Incluso mi abuela pareció darse cuenta y algo en ella cambió durante aquellos días, algo en su forma de dirigirse a Alain y los demás pareció suavizarse. Y algo en su forma de tratar a Isidora, también. Yo no presencié una conversación propiamente dicha, ni una disculpa como cabría imaginar, ni tan siquiera un abrazo. Pero vi cómo mi abuela recolocaba el chal sobre los hombros de su hija mayor, con mimo. Cómo se detenía no unos segundos sino varios minutos sobre los ojos de Isidora. Cómo apoyaba sus ajadas y cansadas manitas sobre las suaves y casi traslúcidas manos de mi tía. Y se quedaban así, ignorando el paso del tiempo, en un amoroso contacto que me supo más dulce y plagado de matices que cualquier palabra maltrecha incapaz de expresar lo que necesitaban decirse.

Era tan evidente el bien que habían hecho, que a Candelaria ya no le quedaban motivos para estar enfadada con ninguno de ellos. De hecho, no sé si se daba cuenta, pero se le escapaba la sonrisa e hinchaba el pecho cuando alguien prodigaba halagos sobre su nieto Genaro y su encantadora mujer. Y yo sabía que mi abuela rebosaba de orgullo por aquel joven bueno, honrado y trabajador con quien en realidad tanto tenía en común.

Y así, entre las penas y las alegrías que caracterizan a esto que llamamos vida, fuimos trastabillando para intentar salir de la oscuridad o al menos intentarlo. Yo quería creer que realmente sería así, que todo aquello no sería en balde, que las lágrimas derramadas, las injusticias clamadas al cielo, las muertes sin sentido, las horas, semanas, años de hambruna, el desaliento y el terror, no serían en vano…, aunque nadie nunca pudiera justificarlos. Que al menos, ¡al menos!, recordaríamos. Pero no sólo el odio, el fanatismo, el sinsentido y el dolor para no repetirlos, no; esperaba que también recordáramos el perdón, la caridad, la compasión y el amor para practicarlos cada día desde entonces. Ojalá recordáramos cómo era la paz que había traído de vuelta la vida, y no la guerra, que tanto había prometido y nada había cumplido. Ojalá recordáramos no sólo que todos, desde un extremo u otro de aquellas tierras, habíamos llorado por igual y sufrido por igual, sino también que juntos y unidos como iguales era como estábamos saliendo de aquel maldito infierno. Los habitantes de aquel pequeño pueblo, en el que vecinos y familiares se habían acusado unos a otros, ahora recomponían como hermanos los pedazos del derrumbe. Porque qué otra cosa éramos todos sino hijos de la misma tierra.

Aquella misma tierra, que era quien había estallado de tanto horror vertido por los hombres sobre ella, era la tierra que nos recordaba la maravillosa fuerza que supone la unión entre los hombres. Lo esencial del equilibrio entre nosotros y con ella.

En aquellos primeros días de sol, de un sol que al fin volvía a calentar y a entibiar nuestros acongojados corazones, volví a mis campos por primera vez después de varias semanas sin atreverme a cruzar la puerta Roja. Durante días convertí mi hogar en una cueva en la que me refugié envuelta en un atormentado mutismo. Pasaba del alborozo a la congoja con la misma facilidad con la que pasan los minutos. Había tenido demasiadas experiencias que digerir y seguía buscando en todo ello —y en mí misma— el sentido y el equilibrio.

Aquella tierna mañana de primavera me agaché por fin en el prado, hundí despacio la rodilla en el barro y acaricié suavemente con la yema de los dedos los tímidos brotes de trigo que empezaban a despuntar, estirándose en busca de los rayos de sol de quienes tomarían muy pronto el color. Eran blanditos, delicados, muy pequeños aún. Pero qué ganas tenían de dejarse bañar por la luz, con qué gracia apuntaban al cielo sus hojitas recién cinceladas. Casi podía oír su risa risueña, sus suspiros de alborozo bajo aquella luz que nos caldeaba a ambos. Dejé que la mano se hundiera hasta fundirse con la tierra, aquella tierra que corría por su tallo y por mis venas, vibrando como una tibia y cosquilleante corriente eléctrica, comunicándonos a todos. Y mientras una lágrima temblaba en la comisura de las pestañas y una sonrisa húmeda se me escapaba entre los labios, giré sobre mí misma y me dejé caer de espaldas en aquel joven campo de trigo que me acogía con los brazos abiertos, con la dicha de quien se reencuentra con un viejo y querido amigo. Todos y cada uno de mis miembros parecieron flotar sobre aquel manto de tierra volcánica, liberándose del peso que habían acarreado aquellos últimos meses. Estiré los dedos, deseando acercarme más, más aún. Fundirme con aquel universo, con aquella energía, con aquel mundo que tanto había añorado y por el que tanto había temido. Pero no había sucumbido, ahí estaba, como siempre había estado y como siempre estaría, para quien quisiera escucharla, aquella melodía única que tanto necesitaba oír. Mi canción favorita. Y a pesar de la niebla contra la que aún luchaba mi corazón, sí, volví a oír el trino de los pájaros y sus alas surcando el aire sobre mi cabeza; volví a oír el rumor del viejo búho que, sin dejarse ver aún, me saludaba desde el sotobosque; volví a sentir el pum-pum de las liebres corriendo ágiles entres los olivos; volví a oír el rumor tenue y tintineante que parecía el telón de fondo de aquella insuperable orquesta y que era el trajín de las hormigas que ya escarbaban para volver a asomar la cabecita tras el duro invierno, y un poco más allá, sorteando el entrechocar de las jaras que ya estaban en flor, el gorjeo del río. Mi querido río. Había vuelto a su cauce y seguía ondeando hasta perderse de vista, dando agua —dando vida— a todo el que encontrara a su paso y llevándose consigo parte de todas sus historias, sus vivencias, su presente, su pasado y su futuro, dejando siempre así que la vida y las vidas fluyeran entremezclándose en sus aguas, sin un principio ni un fin, eternas; eterna. Los centelleos de sus guiños con el sol chispeaban en cada pequeña ola, pero también en cada rayo de sol que llegaba hasta mí y me acariciaba las mejillas para devolverles el color, en cada tornasol de las hojas de los olivos y en cada nueva nota que me traía el aire, mi inagotable mensajero.

Porque de aquel coro también formaban parte las voces de quienes, varias parcelas más allá, labraban la tierra con vigor para oxigenarla, quienes recogían agua en los pozos que burbujeaban desde el subsuelo, quienes cocinaban bocaditos de aire porque apenas tenían nada más con que alimentar a sus hijos, y quienes trabajaban colocando ladrillo sobre ladrillo con la espalda perlada de sudor y la preocupación aún retorciéndoles el ceño. El crepitar del fuego en la fragua se mezclaba con el repicar del martillo; aquel martillo que golpeaba una y otra vez sin descanso, empeñado en derrocar el sufrimiento, el dolor, el rencor, el odio, el miedo. Aquel repicar que se hacía eco en todos y cada uno de los corazones del pueblo, luchando por resistir, luchando por volver a creer, por volver a reír, por volver a la vida. Pero a la de verdad, la que tiene sentido y cobra sentido en aquellos pequeños gestos que parecían no atreverse a dejarse ver —maldito aparentar— pero que las calles me contaban que estaban ahí; la vida que se derrama en las lágrimas agradecidas de un abrazo gratuito y estrecho, en unos gramos de harina que se escurren de una puerta a otra regalando esperanzas, en una ventana reparada que en vez de volver a cerrarse vuelve a abrirse, en aquellos huertos que prometen con sus frutos un mañana, en aquellas mesas que, día a día, van ganando en cubiertos.

Porque parte de aquellas vidas desgarradas volvían por fin a casa para sanar heridas.