Fue como si se quebrara el suelo bajo nuestros pies y el crujido de la tierra partiéndose en dos resonara con un grandioso eco a nuestro alrededor. Una fuerte sacudida nos lanzó contra el suelo y los pájaros alzaron el vuelo chillando aterrorizados en desordenadas bandadas. Olas en todas direcciones desbordaron el río, un arbolillo fue arrancado de cuajo y cayó unos metros más allá con las raíces al descubierto, y cuando me volví en un intento de ponerme en pie sobre aquella tierra que no dejaba de vibrar, me quedé paralizada. Entre el ruido ensordecedor de la naturaleza desenfrenada, distinguí a lo lejos una oscura columna de humo que se alzaba de la tierra, justo en la colina que quedaba al otro lado del pueblo. Pero no sólo eso: entre aquella espesa chimenea que escupía el suelo y el bosque donde estábamos nosotros, sobrevolando los campos justo por donde habían desaparecido los aviones, avanzaban cerrando filas unas nubes de tormenta anormalmente densas y oscuras, como yo no había visto jamás en aquel cielo. Pero algo en mi interior las reconoció con un escalofrío, porque quizás sí las había visto, en otros…
Y venían hacia nosotros.
Se había alzado un fuerte viento que estrellaba hojas, ramas e incluso gotas heladas de agua de río contra mi rostro. Apenas podía alejar las manos con que me protegía los ojos para mirar hacia dónde ir. Busqué como pude a Don, que había desaparecido de mi lado. Estaba unos metros más allá, arrodillado junto al río. Quise ir hacia allí pero a medio camino tuve que detenerme y esperarle porque el agua ya me sobrepasaba los tobillos y su helor me cortaba la respiración. Cuando se alzó, su retorcido bastón sujeto entre las manos le ayudó a avanzar hasta mí sin apenas dificultad. Con los ojos entrecerrados se dejaba mecer por el viento alocado y su cuerpo ondeaba como un junco. No parecía costarle mantenerse en pie tanto como a mí.
—Tenemos que irnos, Sacra. —Su voz llegó clara y rotunda entre las ráfagas de aire. En ningún momento gritó, pero de alguna forma su voz se abrió camino para hacerse oír—. YA.
Me tomó de la mano, unas manos surcadas de arrugas que hacían parecer minúsculas las mías y que estaban empapadas. Todo él chorreaba agua. Pero ni temblaba ni parecía en absoluto incómodo. Al contrario, el agua parecía formar parte de él y guiarlo. Era su elemento. Fuimos avanzando paso a paso, sujetándome a él cuando una sacudida del suelo más furiosa que las anteriores me hacía trastabillar, o cuando una fuerte ráfaga de viento me obligaba a cerrar los ojos. Entonces frenaba y me concentraba en su mano aferrando la mía. Era un abrazo firme y seguro, pero suave. Como todo en él. Sus movimientos me recordaban a otros que conocía bien. Andaba oscilando suavemente, sus pies fluían a través del agua que los cubría, en perfecta comunión con sus remolinos, sin pretender imponerse al arrebato de los elementos, más bien sorteándolos cuando hacía falta, dejándose llevar por ellos cuando era necesario, esperando con calma cuando no se podía hacer nada más. Pero sin esfuerzo ni confrontación. Sólo fluía. Quise poder hacerlo como él para no cansarme tanto, pero el rugido que se había infiltrado en mis oídos no me permitía pensar con claridad. La tierra estaba furiosa y el cielo se transformaba amenazador a una velocidad escalofriante. Y yo ya no sabía quién temblaba más, si la tierra o yo.
Cuando llegamos al camino descubrí el pueblo ridículamente pequeño frente a mí. No era más que un amasijo de pequeñas motitas blancas arrebujadas bajo aquella inmensa bóveda infernal…
—¡Tenemos que avisarles, Don! —Imaginaba a mis vecinos, a mi gente, totalmente indefensa y desconocedora de lo que se avecinaba. Me podía tanto la urgencia que me descubrí gritando—: ¡Hay que hacer algo!
Él no me respondió, pero apretó con fuerza mi mano y avanzó.
No pudimos llegar a entrar en él, nos quedamos a sus puertas rodeados de un gentío que gritaba y corría de un lado a otro. Me di cuenta de que era imposible hablar con nadie en medio de aquel caos y de que mi pobre intento de aviso caería en saco roto. Fue Isidora quien nos encontró entre el barullo, y por el alivio con el que me miró parecía que llevara rato deseando verme aparecer. Me asió con fuerza del brazo y tras cruzar una rápida mirada con mi acompañante, se abrió camino a codazos y sin miramientos hasta casa.
La puerta Roja batió sus alas. Sólo un rápido aleteo, lo justo para permitirnos entrar a nosotros y no al caos del exterior. Y se cerró con un suspiro, dejándonos aislados en un mundo al que sólo llegaban ecos como murmullos del griterío que hervía en las calles, cuidando que, a medida que nos adentrábamos en sus profundidades, el silencio apelmazara poco a poco cualquier ruido hasta hacerlo desaparecer.
Pero no era paz lo que nos esperaba allí dentro, pues el corazón de la casa libraba sus propias batallas.
El patio resplandecía ligeramente con luz propia, o quizás con su luz, la del pequeño grupo congregado bajo las ramas de la vieja parra. Supe que habían estado buscándome. Parecían muy preocupados, demasiado serios. Pero también parecían ocupar plenamente todo aquel espacio como si cada porción les perteneciera y fuera una extensión de sí mismos. Los vi más altos. Poderosos. Haciéndose cargo del silencio que precede a la tormenta. Carmen estaba apoyada en el tronco que crecía reclinado en la pared y quedaba semioculta entre las ramas, aquellas ramas deformes y retorcidas que acariciaba con la yema de los dedos como si fueran de seda, los ojos entornados hacia el suelo. Pedro estaba de pie con los brazos cruzados y dejaba vagar la mirada de uno a otro, sin prisa pero sin pausa, deteniéndose tal vez un poco más en Alain que, sentado sobre la gran piedra que presidía el espacio, jugaba a dejar que una pequeña y extraña pieza brillante recorriera los dedos saltarines de sus manos, apareciendo y desapareciendo. Pero Candelaria, ay, ella era la que concentraba la energía que allí bullía como una olla a presión, paseándose de un lado a otro sin ton ni son, conteniéndola o dejándola escapar a su antojo.
—Están aquí, Don la ha traído —anunció Isidora, provocando que todas las miradas se volvieran hacia nosotros.
—Al fin —resopló mi abuela.
Pero allí faltaba gente.
—¿Dónde está mamá? ¿Y la tía Juliana? ¿Y mis hermanos? —exclamé preocupada. No entendía por qué no estaban todos allí, con ellos.
Vi que la abuela miraba a Don, tensa, sin responder. Él sólo apoyó su mano sobre mi hombro, un firme respaldo que yo en aquel momento no entendí. Fue Isidora quien intentó tranquilizarme.
—Están en la hacienda con mi Genaro, pequeña —me dijo—. Allí hay donde esconderse, y él y Gregorio cuidarán mejor que nadie de que estén a salvo.
—¿Y por qué no vamos todos?
—Porque nuestra misión es otra, Sacra. Teníamos que encontrarte y protegerte. Porque, de hecho, todo esto gira en torno a ti —respondió, mirando a los demás.
Contuve un segundo la respiración, procurando asimilar lo que estaba ocurriendo. Alain me dirigió una ligera sonrisa, para tranquilizarme. Mi guardaespaldas. Traté de devolvérsela, pero me temo que no lo logré.
—¿Qué sabe? —oí que preguntaba mi abuela.
Yo los miré a todos uno por uno. Eran ellos pero no eran ellos. Alain me había sonreído, sí, pero estaba rígido, fríos sus músculos de acero, las pupilas se habían fundido y sus ojos eran dos esferas de ébano de una negrura insondable. Carmen parecía haber echado raíces junto a la parra y el rictus de su piel era más tirante que el tallo astilloso en el que se apoyaba, del que parecía haber tomado la textura. Sus brazos se enredaban en las ramas de la parra y las manos eran lianas que temblaban al viento. Y Pedro…, él era él pero más. Más etéreo, más pausado, flotando traslúcido y discreto sobre aquel ambiente cargado de tensiones, agitando con su brisa los mechones escarlata de Isidora, que parecían arder a llamaradas intermitentes, incapaces de contener los nervios. Él brillaba mientras me miraba, como siempre, cargado de ternura. Mi querido Pedro. No nos hizo falta hablar.
—Lo sabe todo —dijo suavemente, sonriendo.
—Todo y nada —apuntó Don, detrás de mí.
—Perfecto; entonces ha llegado el momento —murmuró Isidora, mirando más allá del patio con los ojos llameantes y su marmórea barbilla griega apuntando al cielo.
Sólo mi abuela parecía seguir siendo de carne y hueso, la misma mujer anciana, fuerte y chiquitina, capaz de soltar un airado zapatazo contra el suelo sin arrugar su impoluto mandil anudado a la cintura.
—De perfecto nada, sigo diciendo que es sólo una niña, está asustada…
—No lo es —respondió Don, sin alzar el tono ni un ápice pero sin dar opción a réplica—. Es mucho más. Todos lo somos, en realidad, o lo podemos ser. Pero lo que a ella la diferencia del resto es que nos tiene a nosotros. Y nosotros estamos aquí, reunidos todos de nuevo, por ella. Porque sólo ella puede comprender plenamente todo lo que está ocurriendo y va a ocurrir, sólo ella puede abarcarlo en todas sus dimensiones. Y por eso te necesitamos, Sacra —exclamó, volviéndose hacia mí—. Nosotros, el mundo y su futuro. Porque tú eres el futuro. Tú eres la voz que necesitarán oír cada vez que vuelvan a truncar el equilibrio, cada vez que vuelvan a estar al borde del abismo sin siquiera saberlo, como lo están y lo estamos todos ahora. Tú los ayudarás a recordar, a no olvidar. Pero para eso, hoy vas a tener que ser fuerte, vas a tener que enfrentarte a todo aquello a lo que todos deberían enfrentarse pero no son capaces. Tú sí lo eres.
Tragué saliva y le sostuve la mirada. Las palabras de Don me atravesaron como una daga. Pero, sin darme cuenta de lo que hacía, me descubrí asintiendo despacio. Era la primera vez que me decían claramente que esperaban algo de mí. Y mientras mi corazón les prometía en silencio cumplir con lo que se me pedía, sentí que durante aquellos meses me habían estado preparando para ese momento, me habían ido dando sutiles indicaciones que llevaban hasta aquella conversación. Y aunque yo no podía imaginar lo que iba a ocurrir, sentía que dentro de mí se estaban abriendo muchas puertas, muchos resquicios por los que se filtraban valerosamente rayitos de luz, aunque aún no viera con claridad el cuadro completo de lo que me querían mostrar.
Durante todo el encuentro entre Don y Candelaria había vibrado un hilo fuertemente tensado. Hasta entonces nunca había visto a nadie hacer callar a la abuela Candelaria, y sí, fue extraño, pero también esclarecedor. Se detuvieron unos segundos, posados uno en las pupilas del otro. Se reconocieron, se comunicaron y los demás callaron. El suyo era un idioma ancestral que manejaban con tanta naturalidad como el Sol y la Luna sus ciclos. Aparecieron unas arruguitas nuevas en el entrecejo de Candelaria; los ojos de él se inundaron. Ambos parecían saber lo que tendrían que hacer. Lo que tendríamos que hacer. Ella suspiró, resignada. Él dejó caer ligeramente los hombros. Me miraron.
—Tú también estuviste ahí, Candelaria, ¿o no lo recuerdas…?
—Lo sé, lo recuerdo. Y precisamente por eso…
—Precisamente por eso has podido cuidar de ella y de todos durante estos largos años —le cortó Don con dulce firmeza—. Pero parece que hayas perdido la fe. Que no recuerdes lo que eres, lo que somos. Que hayas alzado un muro de piedra en torno a tu corazón. —Don dejó vagar la vista pasando sobre ella y recorriendo las gruesas paredes y columnas que nos rodeaban, como si fueran una extensión de aquella anciana mujer—. Intenta recordar, hija. Vuelve a creer. Porque lo que siempre te ha hecho especial es lo que hoy, otra vez, te hará fuerte. Igual que a tu nieta.
—Tenemos que darnos prisa… —apremió Isidora apenas en un susurro, sin dejar en ningún momento de otear entre las nubes que cubrían el patio.
Vi claramente cómo un escalofrío le recorría la espalda serpenteando bajo la blusa hasta erizarle la nuca; y algo prendió en sus pupilas. Estoy segura de que si hubiera podido palidecer aún más, lo habría hecho.
—¡¡AL SUELO!! —gritó de repente a todo pulmón, haciéndonos dar un respingo a todos.
Pero sólo yo me quedé paralizada, los demás no dudaron ni un segundo en reaccionar a su alarma. Todos se lanzaron contra el frío suelo, algunos de rodillas, otros convirtiéndose en un ovillo o completamente estirados. A mí me pareció verles desde lejos, a través de una lente que ralentizó el momento de forma grotesca. Fue el viejo Don, que seguía detrás de mí, quien empujó con fuerza mis hombros para hacerme caer y cubrirme con su espesa capa.
Un profundo temblor sacudió la tierra contra la que apoyaba la mejilla y desde ahí pude ver claramente cómo la gravilla levitaba tamborileando y cómo los pilares del patio eran embestidos por una sacudida tras otra, obligándolos a soltar un polvillo gris que me hizo temer su descomposición. La vibración no sólo se veía, también se oía, como si la Tierra emitiera un gruñido gutural desde lo más hondo de sus entrañas, un gruñido que me sonó a queja, a dolor.
Y lo supe seguro cuando el cielo lloró ceniza.
Fue como si empezara una aterradora lluvia de estrellas, de estrellas candentes. Cientos, miles de chispitas humeantes nos sobrevolaron y pronto algunas cayeron en el patio. Llovía ceniza ardiente. Eran motitas grises y rojizas tornasoladas de fuego que parecían titilar con terrible voracidad. Allí donde caían, prendían unos segundos antes de consumirse y endurecerse. Como un veloz efecto dominó, una a una todas las cabezas se fueron volviendo hacia Isidora, que soportó el peso del interrogante que habían lanzado conjuntamente al aire con gesto petrificado. No dijo una palabra, no movió ni un músculo. Parecía incapaz de reaccionar. Pero un nuevo temblor sacudió la casa, cayeron algunas tejas y yo, que había tratado de levantarme, tuve que agarrarme a una columna que temblaba tanto o más que yo misma. Temí que la casa entera se viniera abajo y sentí las yemas doloridas de los dedos perder el sentido apretando con todas sus fuerzas la piedra helada.
Y mientras yo tenía los ojos entrecerrados como si ver menos pudiera ayudar a temer menos, un grito ahogado nos detuvo a todos el corazón unos instantes. Me volví sin soltar la columna en la que me apoyaba y descubrí a Carmen mirando horrorizada las ramas altas de la parra. Estaba en llamas, unas llamas que avanzaban aprisa por el tronco desnudo y crecían con un hambre voraz. Todos se levantaron alarmados, buscando a su alrededor algo con que parar el fuego, pero entonces cacé al vuelo la mirada de mi abuela, que en vez de fijarse en el incendio que se cernía sobre nosotros sobrevolaba la estructura del patio, posándose en cada esquina, acariciando cada grieta, deteniéndose en cada teja caída y cada rama truncada, con el ceño demasiado fruncido, las lágrimas temblando en sus pupilas y los labios entreabiertos en un gesto de mudo ruego. Casi olvidaba —casi— que aquella casa no era una casa cualquiera.
No sé cómo ocurrió, pero puedo asegurar que aquella lluvia de pequeños meteoritos dejó poco a poco de caer en nuestro patio. Veíamos el humo y las cenizas pasar veloces e incansables sobre nuestras cabezas, resplandeciendo contra un cielo en movimiento, oscuro e irreconocible. Pero ya no nos bombardeaban; nos protegía una cúpula invisible. Aun así, el fuego seguía dentro, creciendo, devorando rama a rama aquella vieja parra. Y cuando todas las miradas se alzaron al cielo, puedo jurar que algo en el ambiente cambió y a los pocos minutos un haz de luz cristalina incidió en el patio. Una repentina corriente de aire me revolvió el pelo y me di la vuelta. La puerta Roja se había abierto y desde ella hasta nosotros se creó un corredor reluciente de perlitas que recubrían las paredes guiándonos con sus guiños hacia la salida. Teníamos que salir de allí. Durante aquel trecho, que recorrí embobada mirando a mi alrededor y dejándome guiar por la mano de alguien que me arrastraba suavemente, no tembló ni una piedra, ni una pared ni una lámpara. La quietud era absoluta. Nuestra casa, mi querida casa, no iba a permitir que quedáramos sepultados bajo sus paredes. Y nuestra guardiana, mi abuela, tampoco.
—Pase, Candelaria. —Una lágrima solitaria resbalaba por la mejilla de Carmen; era lo único que traicionaba la calma de su semblante. Eso y el carmín de sus mejillas.
La abuela negó con firmeza. Nos detuvimos en el umbral, sólo quedaban ellas por salir y Carmen ya tenía un pie en la calzada cuando se había detenido, esperándola.
Todos miraron a la abuela.
—Mamá, no te puedes quedar aquí, la casa… —empezó Isidora.
—La casa aguantará —zanjó Candelaria sin atisbo de duda.
Estaba decidida. La casa tenía que salvarse y ella se quedaría para asegurarlo. Porque —¿cómo no lo había visto tan claro hasta entonces?— ella era la fortaleza Roja.
—Vamos, marchaos, hay que poner a la niña a salvo. Sé lo que hago, no quiero oír ni una palabra más —exclamó al tiempo que fulminaba a Isidora con la mirada, que había dado un paso hacia ella—. Todos sabemos lo que hay que hacer, así que en marcha. Y, por lo que más queráis, cuidad los unos de los otros. Cuidad de mi familia. —Miró a Don con fijeza. No era una súplica, era casi una orden.
Él asintió y yo tragué saliva. Aquellas pequeñas manos surcadas de suaves arrugas se posaron sobre el grandioso pomo de la puerta y lo último que vi fue a mi abuela Candelaria cerrándola con amoroso cuidado frente a sí, hasta fundirse con sus alas y desaparecer al otro lado.
Por desgracia, lo que nos esperaba más allá de aquel último aleteo de mi mariposa era una realidad que resquebrajaba de forma cruel el milagro que acabábamos de vivir y que quedaba para siempre silenciosamente custodiado tras la puerta Roja.
Fuera se había desatado la locura. La gente corría y gritaba, pero parecía que nadie sabía hacia dónde. Algunos atrancaban puertas y ventanas para atrincherarse en sus hogares, otros salían huyendo cargados con fardos por el camino y dejaban el pueblo atrás con la cara contraída de pavor, como quien huye del mismísimo diablo. Algunos pocos se limitaban a mirar alrededor con gesto desencajado, sin saber qué hacer, pero aferrados a picos y palas, por si acaso. Y todos oteaban el horizonte: las nubes aceradas que ya casi teníamos encima, por un lado; aquella colina que hervía, humeaba y rugía, por otro.
Esa era la reacción de un pueblo agotado y aterrorizado frente a lo desconocido. Huir o atacar. Chillar, correr. Esconderse o defenderse. El ser humano olvida que es un animal, pero en situaciones extremas el instinto vuelve a imponerse a la razón. Nadie se detuvo a procurar entender qué era lo que estaba ocurriendo, por qué, ni cómo solventarlo. Qué se podía hacer por la paz y no por la guerra.
Bueno, casi nadie.
Avanzamos entre el gentío recibiendo codazos y empujones, miradas de rabia y miradas de espanto a partes iguales e infinidad de pisotones. Y sin embargo juraría que nadie nos vio, no realmente. Te atravesaban con la mirada; miraban sin ver, sin importar qué o a quién tenían delante.
—Pedro… —Él andaba un paso por delante de mí y se giró lo justo para mirarme con su calma habitual pero sin perder el ritmo—. Pedro, no parecen ellos. Esta gente… son sólo sombras. No los reconozco.
—Lo sé, Sacra —respondió con ternura—. Tienen miedo.
«El miedo corroe», recordé las palabras de mi padre.
Sólo importaba su urgencia, sus motivos, su destino, su carrera despavorida hacia nadie sabía dónde, porque en realidad no había forma de huir de lo que venía en camino. Así que salimos del pueblo y llegamos a campo abierto pasando por entre un enjambre de abejas perdidas y cegadas, para ir a dar con un hueco yermo de desolación entre aquella y la siguiente batalla, conscientes de alguna forma de que todo formaba parte de una misma guerra.
Yo no podía dejar de temblar, pero, a pesar de que el viento seguía soplando incansable, no temblaba de frío. Cada vez que una nueva vibración sacudía el suelo, me encogía hasta casi quedarme en cuclillas y miraba con ansiedad hacia el volcán y sus amagos de escupir con rabia todo el dolor que llevaba dentro. El denso humo se había extendido ya entre las callejuelas del pueblo e iba avanzando hacia los campos en los que nos habíamos adentrado. En cualquier momento colisionaría con las nubes, con aquellas terribles nubes que también se nos echaban encima… y que me ponían la piel de gallina. Yo no sabía qué hacíamos allí, nadie me había explicado por qué íbamos directos a lo que parecía la boca del infierno.
—No es la boca, pequeña; es el corazón.
No era la primera vez que Pedro y yo nos comunicábamos así, pero hacía mucho tiempo de la última. Lo agradecí; en aquellas circunstancias, hablar y oírse habría resultado casi imposible, y aquello siempre me había gustado más. Así sentía que estábamos conectados. Lo sentía más cerca y su presencia me arropaba.
—No te preocupes, es normal temblar; cuando las emociones son demasiado fuertes, incluso el cuerpo físico las manifiesta de forma evidente. Fíjate, la Tierra hoy también tiembla. Ya no puede contener más ese fuego que arde en lo más profundo de su interior, ha estado quemando su silencio durante demasiado tiempo, ha dolido demasiado. Mira. Mira a tu tía…
Isidora temblaba. Temblaba como una hoja, se retorcía las manos y se aferraba a la falda hasta desgarrarla. Había perdido el control. Carmen andaba a su lado sin atreverse a tocarla pero susurrando palabras de ánimo que llegaban a mis oídos a retazos.
—Por favor, querida, tienes que intentar parar esto.
—No puedo…
—Claro que puedes. Te necesitamos. Hay que llegar a la hacienda, allí están los demás y juntos veremos qué hacer…
Pero aquello paralizó aún más a Isidora, que se detuvo del todo.
—No, id vosotros. Yo… yo vuelvo al pueblo. Sólo os pondría en peligro, créeme, sólo os pondría en peligro. Estoy demasiado nerviosa, no… así no puedo, así no sirvo de ayuda, así podría hacer cualquier tontería…
—Pero…
—No, ¡NO PUEDO! ¿Me oyes? —Rompió a llorar ocultándose el rostro con las manos—. No quiero herir a nadie, por favor… No puedo arriesgarme a estropearlo todo de nuevo… No puedo… —Y cayó de rodillas, la melena roja cubriéndola como una capa en llamas.
Y cuando sus rodillas tocaron el suelo la tierra retumbó con una fuerza sobrecogedora, haciéndonos perder el equilibrio. El volcán, finalmente, entró en erupción. Una poderosa columna de humo se alzó con fuerza hacia el cielo dibujando una fuente espesa de la que salió un chorro de lava ardiendo. Enorme e incontrolable, se deslizó montaña abajo como un poderoso torrente de fuego líquido que no hacía más que aumentar y aumentar de tamaño. Se ensanchó, tintando toda la colina, formando ríos ardientes que se escurrían en todas direcciones engullendo cuanto encontraban a su paso. Iba hacia el pueblo. Y venía hacia nosotros. Arrasaría los campos. Las plantaciones. Lo destruiría todo.
—¡CARMEN! —gritó Alain contra el bramido de la naturaleza desenfrenada. Erguido cuan alto era, su silueta se recortaba oscura contra el sombrío horizonte. Había tomado las riendas, se veía en cada centímetro de su cuerpo en tensión. La mirada de acero atravesó a mi tía Isidora, que seguía hecha un ovillo en el suelo, y se posó con firmeza sobre la menuda figura de Carmen. Ella la sostuvo con esa entereza firme y amorosa tan suya. Él murmuró, dulce pero audible—: Protege esta tierra. Sólo tú puedes devolverle la vida.
Y luego me lanzó una mirada fugaz que fui incapaz de descifrar, antes de volverse y salir corriendo en dirección al camino. Al pueblo.
Yo volví la vista hacia mi tía y luego a la montaña de fuego candente. Ambas parecían haberse partido en dos, derrotadas por un dolor intolerable ya. La pobre Carmen apoyaba una mano sobre los hombros de Isidora, con calma. Parecía cubrirla con su dulzura, protegerla, esperando paciente. Como un regio árbol que en su quietud da cobijo a un animal herido. Pero mi tía luchaba contra un dolor mucho peor que el físico. Y entre cada espasmo de sus huesudos hombros se podía entrever la danza macabra de sus recuerdos, de sus pesadillas, asestándole un golpe tras otro ahora que ya no le quedaban fuerzas. Su melena revuelta ondeaba a su alrededor con llamaradas de vida propia, agitándose convulsa en una suerte de agonía. Era el reflejo de aquel otro fuego ondeante que se arrastraba poco a poco hacia allí. Nunca había visto nada igual. El fuego de Isidora había estallado al fin y yo no podía apartar la mirada de aquella masa pastosa que avanzaba reptando hacia nosotros.
El humo ya nos cubría por entero, hacía demasiado calor y aquel mar de lava resplandecía con una fuerza cegadora que me nublaba la mente y me atenazaba el alma. No podía dejar de temblar, no podía dejar de mirar cómo se abalanzaba sobre nosotros, estaba cada vez más cerca, cada vez más cerca… Un ligero soplo de aire me rozó la nuca erizándome la piel y haciéndome reaccionar. Me giré sobresaltada.
Pedro estaba unos metros más allá, mirándome. Quise acercarme a él, abrazarle. Quise que me protegiera, necesitaba que me protegiera, pero él sólo me miraba. Y por más que lo intentara, no conseguía agarrarme a su mano, no podía tocarle, no podía acercarme. Avancé a trompicones pero no llegaba nunca. O quizás él estaba pero no estaba. Una lágrima huyó rodando mejilla abajo. Oía el volcán vomitando rugidos tras de mí. El viento bramaba con furia, creí oír truenos, gritos lejanos. Parecían ecos de extrañas explosiones… En el cielo también había estallado la batalla.
—Pedro… —gemí atragantada.
—Pequeña, respira. Así es imposible que veas nada con claridad. Deja de buscar con la mirada, con el tacto, con el oído. ¿Desde cuándo las margaritas te han hablado al oído? Ese no es el lenguaje del mundo…, ¿verdad? Abre el corazón… escucha la música que suena a tu alrededor más allá del estruendo.
Pedro brillaba ligeramente. Traslúcido, se fundía con los campos cubiertos de humo que nos rodeaban.
Y entones una explosión más cercana que las anteriores me petrificó. Y pensé que me había dejado sorda, porque por unos instantes todo aquel revoltijo sin sentido quedó amortiguado.
Miré lentamente a mi alrededor. Seguían siendo mis campos, los mismos de siempre. Vi el barrizal entre mis pies, aquel suelo con olor a Carmen y a su tierra recién arada, con rastros de rodillas doloridas y el calor tibio de los tímidos soles de primavera. Pero no, aquel suelo no podía ser el mismo, estaba frío, helado y lloroso. Y temblaba, temblábamos él y yo. Con violencia. Parecía querer resquebrajarse, abrir la herida sangrante desde aquella colina al rojo vivo hasta la punta de mis pies minúsculos y temblorosos. Me encogí, abrazándome con fuerza, procurando quedarme quieta, inmóvil, deseando desaparecer… o que desapareciera todo aquel maldito caos de pesadilla. Allí no había sol, sólo un cielo de un negro insondable que había enrojecido de rabia, que retumbaba y se retorcía, sumergiéndome en una oscuridad terrorífica, una oscuridad que se me echaba encima, ahogándome, cegándome… Empecé a sollozar, sin saberlo y sin querer, sin poderlo controlar. Me dolían los brazos de hundir los dedos crispados en ellos. De nuevo retumbaron los truenos sobre mi cabeza y cerré los ojos con fuerza para no ver el rayo que caía y estallaba unos metros más allá.
El temblor me hizo perder el equilibrio y caí al suelo.
Y ahora sí, se hizo el silencio. Unos largos y agónicos segundos de completo silencio.
Hasta que de nuevo se oyeron los gritos, gritos aterrorizados. Carreras desesperadas sobre la tierra y sobre el lejano suelo empedrado.
Alcé la vista con las manos aún embarradas.
Era gente que huía despavorida, huían a ciegas, sin saber de dónde venían los tiros ni dónde caería la siguiente granada. Quién sería el siguiente en morir. El siguiente en disparar. Me di cuenta de que allí ya ni siquiera había bandos. Aquella era una guerra a ciegas —supongo que todas lo son—. Una guerra donde quienes engrosaban las filas lo hacían sin ver siquiera contra quién disparaban y sin saber por qué. Una guerra cegada por el sinsentido, por el miedo y el hambre, por unos ideales importados y un pueblo extenuado de desinformación y contradicción. Era una guerra ciega porque había perdido el rumbo nada más empezar. Era una guerra ciega porque el odio, la ira, la desesperación, la mal llamada política, la necesidad imperante y el terror lo nublaban todo. Y aquella ceguera dirigía los tanques, aquellos tanques que ahora se nos echaban encima, que tronaban resonando en cada esquina, cada piedra, cada rama, cada cuerpo, cada alma desgarrada.
Y de nuevo una explosión hizo retumbar las entrañas de la tierra sobre la que me había quedado sentada. Contuve la respiración con un gemido, escondiendo la cabeza entre los brazos y las rodillas encogidas.
Aquella última embestida a la desesperada, aquella tormenta desaforada había hecho estallar unas nubes preñadas de mil demonios. Y se habían adueñado de la oscuridad que ya lo embargaba todo, devorando hasta el más mínimo resquicio de luz. De esperanza. El humo de su furia nos ahogaba, nos mataba en vida, poco a poco.
—Respira, Sacra…
Meciéndome aferrada a mis rodillas, me llegó el susurro ondeando entre los remolinos del alocado vendaval. Ya no veía nada, ni siquiera la punta de mis pies. El aire ardiente y enrarecido me raspaba la garganta. Pero apreté con fuerza las pestañas e intenté respirar. Una vez. Y otra. Tragándome las lágrimas. Y otra más. Sentí el frío suelo bajo mis pies. El viento revolviéndome el pelo, haciéndome cosquillas en la nariz, en las mejillas empapadas de agua salada. Percibí, entre el bramido ensordecedor, el sonido alterado de las ramas de los olivos golpeando entre sí, los chasquidos de las hojas agitadas por la tormenta. El retumbar del trueno, ahí arriba.
Un escalofrío.
Silencio.
El sabor del miedo, pastoso, en la lengua. Pero no, no era sólo el mío. Eran tantos y tantos miedos que habían degenerado en tantas, tantísimas formas… Nunca quise que dominaran mi vida, y él afirmaba que no lo harían si yo no lo consentía. Era tan miedosa… Pero él siempre me dijo que podía, que podía con todo lo que me propusiera. Sacrita. Sólo él me llamaba así. Fue como si lo oyera tras el pitido que las bombas dejaban en mis oídos. Y de nuevo el rugir desesperado de la tormenta, la erupción del terror. Él también estaría en algún lugar, asediado por otras tormentas como esta —o peores—, y quizás también tuviera miedo… Pero por eso yo sabía que mi papá era un valiente. No porque no tuviera miedo, sino porque seguía luchando a pesar del miedo. Siempre lo había hecho.
«Cuando llegue el momento, ten valor», había dicho Don. Había dicho que sólo yo podría entenderlo. Que me necesitaban. Volvieron a mí las palabras de Pedro, «más allá del estruendo… escucha con el corazón». Había algo más que lo que veían mis ojos, algo más allá de lo aparente, de las muertes y sus banderas, de la lava y los espasmos de la Tierra; había algo más que ellos sabían que yo podía reconocer. Así que, buscando al viento a través del caos, dejé que mi alma hiciera lo único que sintió que podía hacer. Cogí aire lentamente, cerré los ojos… e intenté cantar. Bajito, muy muy bajito, apenas un hilillo tembloroso de voz que sentía cosquilleando en el pecho, aunque era incapaz de oírla. Canté flojito, no sé el qué, una melodía que salía de algún lugar estrangulado entre la garganta y el corazón, notas de aire apenas sin sonido pero cargadas de vibración. Canté con los ojos cerrados y sin mirar, dejándome mecer por la canción que entonase el corazón. Y lo sentí llegar y envolverme y canté embravecida poco a poco por el viento y su empuje, hasta que salió la voz, poderosa, en busca de la luz. Y entonces sí, canté con fuerza, siguiendo la batuta de la tierra candente que me sostenía, del vaivén huracanado y agotado de los viejos olivos; canté acompañada del angustiado retumbar de los cielos, del llanto silencioso de los animales ocultos, del agua desbocada entre las jaras y el metal fundiéndose en la fragua, allá en el pueblo. Canté con mi voz y con la del viento, con mi voz y con la de todos. Con la de cada niño, cada anciano, cada hombre y cada mujer que temblaba conmigo sacudido por el terror de aquella tragedia impuesta. Canté con la voz de la Tierra que bramaba la tortura, el olvido, la injusticia. Canté hasta atravesar la oscuridad y ver despuntar los primeros rayos de sol. Y bajo aquella nueva luz, siguiendo aquella vieja partitura eterna, poco a poco fui reconociendo qué era aquello invisible que se materializaba en el humo, el llanto y la sangre. Fui reconociendo todos aquellos demonios que pataleaban furiosos a mi alrededor, todos aquellos demonios que desgarraban las almas de aquel mundo ya tan penosamente ajado: el odio, la rabia, la violencia, la avaricia, el egoísmo, el materialismo, el dinero, el poder. El miedo. Y los fui perdonando hasta verlos desdibujarse y desaparecer, bañados por la suave luz de un sol que parecía brotar de algún lugar difuso a mi alrededor… o de mi interior.
Cuando abrí los ojos, mis mejillas empapadas dejaban caer gotas de lluvia rodando cuello abajo, lavando todo el dolor acumulado y liberado. Llovía, y las gruesas nubes que cubrían los campos eran tan grises como debían serlo para poder llorar la pena de un país entero. El viejo Don avanzaba hacia mí y hacía avanzar el agua con él, sus manos guiaban aquel aguacero que corría entre los olivares y llegaba al pueblo a oleadas de esperanzas renovadas. Lavando la vida a su paso. Respiré. Sentía resonar aún en mí el tambor de una melodía inextinguible, y busqué su mirada azul para hacerle partícipe. Pero él ya lo sabía y, tras posar sus ojos unos segundos en mí con un brillo chispeante de orgullo, siguió mirando serio más allá. Venía de la hacienda, adonde él sí había llegado, y tras él me pareció que se acercaba alguien más. Pero antes de descubrir de quién se trataba me volví para seguir el curso de su mirada y vi a Isidora y a Carmen, de rodillas aún, en el barro. Y a lo lejos una gruesa capa de humo por extinguir cubriendo el humilde amasijo de casitas blancas. Amenazante. Latente.
Yo ahora ya sabía que sólo existía una forma de que el fuego de Isidora perdonara. El mundo también lo sabía. Era su ley universal. Por eso no me extrañó cuando una fuerte ráfaga de viento lo trajo en volandas hasta nosotras, haciendo que todos alzáramos la vista y permitiéndome reconocerle. Y supe que una vieja historia estaba a punto de dejarse al fin bañar por la luz. Gregorio avanzaba a grandes zancadas, abriéndose camino con empeño a través del caos que desdibujaba las plantaciones destruidas. Llevaba apenas una raída camisa agitándose sobre su cuerpo menudo como una bandera blanca que ondeara desprendida. Y tenía la mirada fija en su esposa, con una fijación de esas que ningún obstáculo ni azote ni tempestad es capaz de doblegar. Una fijación de esas inquebrantables que, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en la fortuna y en la adversidad, siempre, siempre persistirán en su objetivo. Y él tenía muy claro su objetivo. Llegó hasta mi tía y se dejó caer a su lado, hincando la rodilla al suelo. Aquella vez no le iba a pedir la mano; aquella vez le entregaba la suya. Aquella mano dolorida y deformada. Aquella mano que aún supuraba una historia jamás contada, un dolor que seguía goteando día a día, sin descanso, una herida que tantos años después seguía completamente abierta. Isidora no la tomó, ni tan siquiera la miró. Un pequeño espasmo sacudió su espalda truncada por un peso con el que ya no era capaz de cargar por más tiempo. Su único gesto fue mirarle a él. Mirar a su marido a los ojos, en silencio, sin moverse apenas. Las pupilas de ella, oscuras y perdidas como jamás las había visto, en las de él. Cansada y apagada. Él titilando, a la espera. Pero cuando ella quiso apartarse, la tomó de la barbilla con firmeza. Y ya no la soltó hasta que, suave y silenciosa, lenta, muy lentamente, la primera lágrima cayó. Y luego otra. Le temblaba el labio, que él acarició con dulzura de camino a recoger al fin aquellas gotitas que parecía que, por más que pasaran los años, nunca iban a llegar. Las recibió en la mano mala, con un ligero gesto de dolor cuando el agua salada rozó la carne viva. Pero también con una sonrisa que era un mundo entero en sí misma.
—Ya basta, Isidora. Deja de culparte, deja de fustigarte. Tú no eres así, ¿me oyes? —Esperó unos segundos a que ella se calmara y siguió, bajito—: Escucha, ya perdimos a nuestra pequeña en ese accidente, no quiero… —Ella tembló—. Sí, sé que te niegas a oírlo —exclamó con fuerza, con una voz que de repente se había hecho firme—, pero tienes que hacerlo; porque fue un accidente, Isidora, un terrible accidente por el que jamás te he culpado. —La mirada vidriosa de ella regaba su regazo—. Mírame. —Y le alzó la barbilla—. No quiero perderte a ti también, ¿de acuerdo? Siento que mi valiente esposa se está desvaneciendo ante mis ojos, consumida por un fuego del que yo esta vez no puedo salvarla. Pero estoy aquí, contigo. Dispuesto a hacer lo que sea para dejar de una vez el pasado atrás. Para que hagamos las paces con nuestra historia y podamos seguir adelante. —Acarició suavemente su pálida mejilla, mirándola con una ternura que rebosaba—. Perdóname, Isi, si no he sabido aliviar antes tu dolor. Si has acarreado sola todo este tiempo el peso de la culpa. Pero déjalo ya. Ya está. Perdóname. Y perdónate, por favor. —Y susurró, sólo para ella—: Te quiero, ¿oyes? Te quiero.
Y la luz asomó a los ojos de Isidora, que se lanzó en brazos de su esposo para llorar ya sin ataduras. Se fundieron en un abrazo como yo no había visto nada igual, un abrazo que era la explosión de una resplandeciente llamarada en la que desaparecieron los dos, calcinando sus miedos y sus demonios, perdiendo su forma y su apariencia para ser sólo alma, esencia… y todo amor. El amor que había traído consigo el perdón y la vida. Isidora renacía, volvía a la vida gracias a la confianza plena que su Gregorio le regalaba: si él no temía quemarse otra vez, ¿qué tenía ella que temer? Durante aquellos minutos en que el corazón reveló su secreto más oculto —porque eran un solo corazón—, los demás guardamos y velamos con delicadeza su intimidad, emocionados, viendo cómo aquella alma ardiente era perdonada y se perdonaba a sí misma, para encontrar por fin el equilibrio entre el fuego que crepitaba en su interior y la pena que lo anegaba.
Sí, el amor era el idioma universal y la ley suprema que regía al universo, pero había sido la pieza olvidada durante todos aquellos nefastos años. Había hecho falta la colisión de todos los elementos para que floreciera el primer gesto de amor verdadero bajo aquel cielo que reclamaba a gritos una vuelta al equilibrio. La Naturaleza había hablado, llevaba tiempo avisando, pero, ay, qué pocos habían sido capaces de escuchar.
Miré en torno a mí. Ellos sí. Ellos habían entendido desde el principio lo que estaba ocurriendo y lo que estaba por venir. Habían sentido en sus carnes lo que los hombres le estaban haciendo al mundo y lo que se estaban haciendo a sí mismos.
Entonces supe lo que hacía especiales a aquellos seres que me rodeaban. Ellos hablaban el lenguaje del mundo; cada uno a su manera, pero todos eran capaces de hilvanar el sentido y el equilibrio de aquel cosmos en el que vivíamos. Entendí que lo que para Isidora era ese fuego que renacía en sus pupilas, para Carmen era la tierra que rodaba entre sus dedos, para Don el agua que aún goteaba de su abrigo, para Pedro el aire en que se mecía, para Alain el metal con el que cuidaba del pueblo, y para mí… para mí era aquel silencio plagado de notas coloridas que lo conectaban todo en una melodía etérea e invisible entre lo visible, pero tan tangible como la luz, como un sueño o como el amor. Como el equilibrio que entre todos ellos eran capaces de conjurar en un mundo que los hombres se empeñan en abocar a un terrible desequilibrio.