En aquel rincón del mundo las noticias llegaban a pie. No había televisores, las radios funcionaban cuando querían y el periódico, por aquel entonces, era exactamente eso: periódico, no diario. Así que nadie nos notificó oficialmente que la guerra había concluido. Las noches y los días siguieron rodando y un buen día los soldados comenzaron a volver a casa. Como una lenta y desmigajada procesión de autobuses cargados de raídos uniformes. Algunos pasaban de largo por el camino bordeando el pueblo, dirección a otras alegrías, otros reencuentros y otras lágrimas. Pero de vez en cuando alguno se acercaba hasta el linde de nuestro municipio. Entonces la algarabía era asombrosa. Como hormigas que emergen una tras otra del hormiguero, regueros de gente inundaban las calles de una marea de esperanzas y temores que ondeaba hasta las puertas mismas del pueblo, donde aquellos agotados soldados ya rompían filas. Todos querían saber quién volvía a casa, pero todos temían también descubrir quién faltaba… y faltaría ya para siempre.
Fue en una de aquellas ocasiones que el final de la guerra nos regalaba con cuentagotas cuando nos enteramos. Uno de esos días en que una pequeña hilera de autobuses se recortaba en el horizonte avanzando pesadamente hacia el pueblo, como si cada metro costara una eternidad.
Mi madre había salido de casa con el cántaro bien anclado a la cadera, hacia nuestra fuente. Aquel día la abuela y yo la acompañábamos para ayudarla no sabía muy bien a qué, la verdad. Pero, con mi rebequita de lana y las rodillas todavía impolutas, observaba cómo se iba llenando el cántaro. Varias cabras se inclinaban sobre el abrevadero, y ahí estaba Don, por supuesto, bien apoltronado en su sitio y tan cerca del agua como le fuera posible, mirando de soslayo sus cuernos con cara de pocos amigos. Cuando le sonreí, me devolvió el saludo con un ligero toquecito a su boina y palmeó discretamente el asiento de piedra que se extendía a su lado. Mi madre hablaba con una vecina y yo aproveché para acercarme a él. Me hacía tanta ilusión volver a verlo…, ya no me daba vergüenza. Ahora tenerlos cerca, a cualquiera de ellos, no era sólo un motivo de alegría, era un recordatorio de todo lo que podíamos lograr juntos y de todo lo que podía lograr yo. Ellos y la forma en que me miraban me hacía hinchar el pecho y cascabelear el corazón. Me sacaban siempre una sonrisa, aunque los viera desde lejos. Quise aprovechar para preguntarle por qué no había vuelto a cruzar la puerta Roja, pero no me dio tiempo.
—Sacra, escucha con atención —murmuró rápido. Y tuve claro que no era momento de preguntas, su voz era imperante—. Está a punto de llegar alguien y trae un mensaje que no debes dejar de oír. Esta fuente nunca duerme, y tus lágrimas me han contado lo largas que se te hacen las noches… Ve con tu madre y, cuando llegue el momento, haz lo que tengas que hacer para saber. —Mi abuela se había acercado poco a poco hasta nosotros y nos observaba muy seria—. Hay silencios que no te mereces. Has de saber —insistió Don, alzando la voz con firmeza. Y vi un chispazo azul tras su mirada.
Yo lo miraba, intentaba comprender, y él miraba a mi abuela, desafiante. Fue entonces cuando Candelaria posó una mano sobre mis hombros; me encogí un poco bajo su peso y alcé la mirada hacia aquellas pupilas que tanto respeto infundían. Pero en la expresión de mi abuela había algo distinto, una calma nueva, una luz nueva debatiéndose con cada pliegue que aquel rictus de dureza había impuesto a la piel a lo largo de los años. Era una agotadora coraza que ahora se desdibujaba ante mí. Cerró un segundo los ojos, cansados del dolor, la rabia, la pena y los remordimientos acumulados en ellos, y los abrió húmedos, como recién lavados, sólo para mí. Y me vi reflejada en ellos como ante un espejo. Me vi a mí, o quizás a la niña que ella también fue en otro tiempo.
—Vamos, pequeña valiente. —Y descubrí, por primera vez, lo que de alguna forma siempre supe que estaba ahí. Mi abuela brilló. Ligeramente, con aquella tibia presión de su mano sobre mi hombro, que tanto dijo por ella—. Ve.
El revuelo comenzó a nuestro alrededor como si un fugaz aleteo agitara el aire. Las mujeres que teníamos al lado giraron la cabeza en dirección opuesta a la calle y algunas voces se colaron entre portones y ventanas hasta nosotras. Llegaba alguien. Se oía el traqueteo de un vehículo por el camino. Pasos apresurados cruzaron el pueblo de un extremo a otro. La ola de expectación llegó hasta la fuente, donde mi madre dejó el cántaro apoyado para cogerme con fuerza de la mano mientras yo lanzaba un último vistazo a Candelaria y a Don, sentados uno junto al otro, antes de adentrarme con ella en la pequeña multitud que ya oteaba los desvaídos uniformes que bajaban del autobús.
Era un grupo de hombres jóvenes, entre los que reconocí a varios de los que había visto partir hacía una eternidad más gruesos, más acicalados y menos ojerosos que ahora. Pero eran ellos, los mismos pero cargados con una guerra civil a sus espaldas que les había arrebatado mucho más que algunos kilos. Por su reacción, no eran los únicos que habían cambiado y a quienes costaba reconocer. Nunca me olvidaré de cómo se acercaron a nosotras, los ojos desorbitados fijos en mi madre. Sabían que era ella, sin duda, pero no podían creerlo.
—¡Por Dios! ¿De verdad eres tú? Pero, muchacha, ¡estás en los huesos!
Mi madre, que había sido una mujer de porte ancho y generoso, había perdido toda su envergadura y se había quedado, como ellos muy bien señalaron, en los huesos. Ahora era una mujer delgada a la que la ropa le quedaba demasiado holgada. La abrazaron con cariño y a mí me saludaron y me lanzaron alguna que otra sonrisa indecisa. Pero las miradas eran esquivas y flotaban en el aire demasiadas preguntas y otras tantas respuestas que nadie se atrevía a formular. Hasta que mi madre me ordenó:
—Sacra, ve a la fuente a terminar de rellenar el cántaro, anda.
Sabía que no querían hablar delante de mí, pero el nudo que empezaba a atenazarme la garganta urgía mucho más que cualquier cántaro. Así que me di media vuelta sin rechistar, pero no avancé ni diez pasos en dirección a la fuente. En vez de eso, me oculté rápidamente tras la esquina más cercana e hice caso a mi amigo: presté atención a todo lo que allí estaba a punto de ocurrir, protegida sólo por aquella fina rebequita de lana que poco podía hacer contra el frío que me entumecía el corazón. Vi que uno de aquellos hombres se acercaba a mi madre y la tomaba de las manos. «No puedo prometerte nada…» Sólo llegaban hasta mí retazos de frases, palabras sueltas. Vi que sus nudillos estrangulaban los dedos de aquel joven, que seguía murmurando. Ella tenía los labios, delicadamente pintados, apretados y llenos de arruguitas, como siempre que intentaba contener la angustia que la sobrepasaba. Pero entonces él aventuró una ligera sonrisa y a ella se le llenaron los ojos de lágrimas. Se lanzó de un salto en sus brazos, la efusión más desorbitada jamás vista en mi madre, y él le dio unas ligeras palmaditas en la espalda. «Está bien… […] … muy pronto.» Ahogué una exclamación. Una ola de excitación me recorrió entera desde los pies hasta la coronilla. El nudo de la garganta se trasladó al estómago y se puso a dar saltos y volteretas ahí dentro. La sonrisa era incontenible, se escapaba tironeando por el rabillo de los ojos. Estaba bien.
Estaba vivo.
Di media vuelta y salí corriendo, con la adrenalina estallando en cada centímetro de mi cuerpo. Estaba bien. Volvería a casa. Corrí hasta la fuente, dando brincos, agarrándome a las farolas y girando y girando a su alrededor, subiéndome al murete y haciendo malabarismos. Hasta sentarme en el borde del abrevadero, con la mirada fija en el agua y el corazón latiendo a toda velocidad. Hundí una mano y dibujé un corazón en el agua mientras me reía con las mangas empapadas. Por primera vez oí a Don reír, mirándome junto a mi abuela desde el otro extremo, y sonó como un maravilloso chapoteo cantarín. Dibujé otro corazón. Y luego otro. Y salpiqué al aire, al cielo. ¡Sí! Volvería pronto.
Pero los días pasaron y se fueron convirtiendo en semanas. Ni yo le dije a mi madre lo que había oído ni ella me contó nunca nada. Se encerró en casa y se perdió de nuevo entre nanas y pañales, en aquel mundo de balbuceos sin sentido y amagos de un nuevo lenguaje que de vez en cuando atravesaban las paredes como para recordarnos que no se habían esfumado entre los muros, sino que aquella madre y su pequeña seguían incubando una vida en espera.
El clima cada vez más benigno parecía que había llegado para quedarse, así que todo era propicio para pasar ratos agradables que me mantuvieran entretenida. Pero desgraciadamente no era tan sencillo. Carmen y el primo Genaro estaban tan cargados de trabajo procurando sacar la tienda adelante que no tenían tiempo para nada más. A pesar de que de vez en cuando me acercara al huerto para ayudar con los cultivos, no siempre encontraba allí a mi amiga, ahora tenían a un par de muchachos que les ayudaban con las tierras. Alain también trabajaba sin parar, y no sólo en la herrería, sino que además se desplazaba por las casas, allí donde más ayuda hiciera falta, y también realizaba algunas reparaciones in situ.
Todos se movían arriba y abajo como afanosas abejitas, pero en ese zumbar había algo que me sonaba a recogida. La actividad en el Cuartel General seguía siendo bulliciosa, pero algo había cambiado. Tal vez se tratase de que ya no era un crescendo lo que mis amigos hacían sonar, sino que su trajín parecía ir ralentizándose poco a poco, de forma muy sutil pero cada vez más evidente a medida que pasaban los días. Aquellas misteriosas idas y venidas empezaban a desvanecerse y las puertas del taller volvían a abrirse, dejando entrar la luz a raudales en aquella cueva donde tantos milagros se habían cocido en secreto y que en cambio ahora estaba tan concurrida.
—¿Te irás, Alain?
—…
—Pero no te puedes ir, tenéis que estar todos juntos. Cuando estáis juntos ocurren cosas maravillosas.
Don estaba sentado en el carromato, unos pasos más allá, rebajando astillas de su viejo bastón con una navaja.
—Nosotros siempre estaremos, Sacra. Aquí y en todas partes. Por más que parezca que nos separen miles de kilómetros, por más que parezca que no nos ves, siempre estamos y siempre estamos unidos —escapó su melódica voz entre la barba cana.
—Pero, Don, ¡¿tú también te marchas?! —exclamé, sobrecogida, con una vocecilla que salió demasiado aguda. Miré a Pedro esperando que me lo negara todo. Pero él sólo me miró con aquella mirada clara tan llena de luz. Y las chispitas en el fondo de sus ojos cristalinos me sonrieron y me pidieron calma.
—No, yo me quedo en este pueblo, ya me he hecho a él después de tantos años. Y está lleno de recuerdos que no quiero que la edad me arrebate. Pero él sí tiene que marcharse, y tú no debes retenerlo —me dijo dando un cabezazo en dirección al joven herrero.
Yo me quedé callada unos segundos, y luego indagué de nuevo:
—¿Vuelves a tu hogar…?
—Pequeña, ya te dije una vez que mi hogar es el mundo, el mundo en el que creo y en el que no voy a dejar de insistir. Me gusta andarlo y conocerlo y llevar a cada lugar que piso un poco más de armonía, devolverlo un poco al equilibrio y la esencia de la Naturaleza, si puedo.
—Es un soñador —murmuró Isidora desde su taburete. Pero lo dijo con una sonrisa tierna, con una sonrisa que apostaba por él y por su fe.
—Es un herrero nacido para la siembra —exclamó Carmen en el mismo tono jocoso.
—Y cómo no serlo a estas alturas, querida Carmen —siguió Don—. Creo que ahora ya somos todos un poco de todos. Una eternidad entera colaborando y trabajando codo con codo…, ojalá haya servido para que se nos pegue lo mejor de cada uno.
Alain respondió con una de sus carcajadas y la luz que no había dejado de brillar cada vez con más fuerza entre aquellas cuatro paredes astillosas tomó la claridad y la pureza de un tierno amanecer de primavera. Sus sonrisas intercambiando miradas cómplices los hacía resplandecer en un arcoíris que mezclaba prodigiosamente la fuerza que latía en cada uno de ellos. La esencia que los hacía ser quienes eran y que, efectivamente, los conectaba y los fusionaba de forma ineludible. Sin agua no hay tierra fértil, sin ella no hay metal, y sin aire no hay fuego. Todo está conectado, como ellos muy bien sabían, y gracias a ese equilibrio existe la vida, aquella que ellos me habían enseñado a apreciar en toda su magnificencia.
Si no fuera por ellos, esos días de espera plagados de interrogantes sin respuesta habrían sido una tortura mucho menos manejable.
Sentir que de alguna forma mis pilares cambiaban de rumbo me hacía trastabillar y, por más que me irguiera en mí misma, tozuda, insistiendo como me habían enseñado en la estabilidad que me daba mi propia fuerza, muchos días, cuando me encontraba vagando sola por las calles sin rumbo, me descubría tan perdida allí como en mis propios pensamientos, cada vez más desbaratados. Y volvía, recurrente, otra vez el traicionero aguijonazo del mismo interrogante:
«¿Por qué aún no ha vuelto?»
Era la letanía con la que se me empezaba a acelerar el corazón.
Entonces, cuando mi cabeza ya era un hervidero atronador e insoportable, escapaba en busca de los olivos. Trepaba por su nudoso tronco y me refugiaba en aquel frondoso nido que se formaba entre sus ramas. Y desde allí procuraba respirar. Observaba cómo las sombras afiladas de las hojas pintaban dibujos animados que correteaban por el suelo, o espiaba sin mover ni un músculo los torpes primeros intentos de los polluelos de gorrión aprendiendo a volar, o alzaba la vista al cielo para disfrutar del lento discurrir de aquellas nubes de algodón, ahora ya sin el temor de que en cualquier momento se convirtieran en una terrible tempestad. Pero por algún motivo nada de todo aquello tenía el mismo sabor. Había aprendido a reconocer el aguijón del miedo cuando me picaba, había aprendido a mitigar su escozor, pero seguía sorprendiéndome y atacándome cuando menos lo esperaba. Cada día, estuviera donde estuviese, topaba en un momento u otro con aquel regusto amargo que no sabía de dónde salía y del que no conseguía librarme del todo. Era como una espinita que estaba ahí clavada a la que no lograba ignorar y que cada día que pasaba se hacía más patente, cada día dolía más y más.
¿Y si…?
Fue mi tía Isidora, que seguía cuidando de mí con celo maternal, quien se dio cuenta. Sabía mucho más de lo que habría estado dispuesta a admitir sobre ocultar emociones, y con sus sutiles idas y venidas por la casa Roja le había bastado y sobrado para darse cuenta de que algo me pasaba. Es curioso cómo a menudo aquellas almas que han pasado por las noches más oscuras son las más dispuestas a regalar luz. Cómo el dolor puede llegar a abrir el corazón a otros corazones igualmente necesitados de abrazo. Isidora reconocía las lágrimas encerradas en otras gargantas y sabía arropar las penas ajenas porque había aprendido mucho de la propia.
Uno de esos días en que había venido a pasar el rato con Juliana bajo las hojas que renacían de la parra del patio, vi que me observaba de reojo —pero muy descaradamente— desde su roca.
—¿Qué libro es ese, Sacra? —me preguntó cuando nuestras miradas se encontraron.
Le di la vuelta para enseñarle la portada.
—El cuento de «La niña y los fósforos» —dije.
—¿Y lo estás leyendo?
—No —respondí, escueta. Bajé la vista y volví a abrazar el librito.
Ella alzó una ceja sin dejar de mirarme.
—¿No? ¿Y entonces qué haces con él?
No quería contestarle, ni siquiera a ella.
Aquel era el último cuento que habíamos leído juntos, y todas las noches que podía lo cogía y volvía a pasar mis deditos por él. Repasaba con cuidado sus ilustraciones, siguiendo el contorno de las figuras, y lo cerraba en silencio antes de llegar al final.
Aquella noche era yo la que le leía a él la historia de la niña y su cajita de fósforos. Estábamos solos en la terraza y cuando llegaba al final, cuando la caja de fósforos ya estaba vacía, me detuve sorprendida y exclamé:
—Papá, se han equivocado. Se dice «vacida».
Él soltó una carcajada, una de aquellas que le salían espontáneas y resonaban agitándose en el centro del pecho. Me cogió de la cintura como si sólo fuera una pluma y me sentó sobre sus rodillas para ver juntos el error garrafal que habían cometido en el cuento.
—Me temo que no está mal, Sacrita, en realidad se dice «vacía». Pero ¿sabes qué? Me gusta mucho más cómo lo dices tú. —Y me estampó un sonoro beso en la frente sin dejar de sonreír.
Apreté un poquito más el libro contra mis costillas.
—Sólo miro los dibujos.
Isidora me siguió observando en silencio, sin contestar.
—Ve a guardarlo en su sitio y acompaña a tu vieja tía a casa. Hoy me duelen todos los huesos —dijo al poco.
Yo me levanté sin rechistar y fui a guardar el cuento, algo extrañada. A Isidora nunca le dolía nada. Y si le dolía, ninguno lo sabíamos porque no se quejaba.
Salimos de casa andando despacito con su mano apoyada sobre mi hombro. Pero en cuanto cruzamos la calle y llegamos frente a su cancela, se acabó la comedia. Estiró la espalda, me soltó y clavó sus ojos esmeralda en mí con una ligera sonrisa de confidencia.
—Lo has hecho muy bien, pequeña. Ahora escúchame. Han pasado muchas cosas en estos últimos tiempos. A veces la vida nos pone frente a situaciones que nos cambian, y el cambio nunca es fácil, pero cuando el cambio es crecimiento, cuando es evolución, no es malo. Y no me refiero a hacerse mayor, sino a crecer desde aquí dentro. —Y apoyó con suavidad un dedo en mi pecho—. Tú has cambiado, Sacra, y lo sabes. Has descubierto al fin el infinito alcance de tu potencial, has aprendido mucho sobre ti misma y sobre la vida y este mundo que nos rodea, has superado profundas adversidades arraigadas en los rincones más oscuros del alma. Así que, dime, ¿por qué esa angustia aún, pequeña? —Yo no contesté—. Sé que hay cosas que temes oír, cosas que te aterra descubrir. El dolor nunca es fácil. Pero la vida también es eso. —Me miraba con su mirada ardiente, tierna y poderosa—. Escúchame bien. No te hagas esto. No lo permitas, niña. No dejes que te arrastre, no te dejes confundir por los monstruos que oyes susurrar con tenacidad cada vez que esa cabecita tuya se pone a elucubrar. Siempre acecharán, ¿sabes? —Yo la miré, algo decepcionada—. Sí, Sacra, siempre. Esperarán un momento de debilidad para saltarte encima; todos pasamos por momentos así. Pero lo que hay que evitar es quedarse anclada a ellos. Úsalos para recordarte que eres humana y que esa vulnerabilidad que parece que te debilita es la misma que te hace fuerte, porque es también la que te permite percibir la vida de forma única y dotarla de toda su maravillosa complejidad. Es la misma que te permite sentir y comprender de verdad, desde aquí. —Y de nuevo señaló con dulzura el centro del pecho—. Así que usa esos momentos para recordarte que tienes en ti todo lo necesario para superarlos, que ellos no te definen, son sólo una parte de ti y tú eres mucho más que eso. Sé valiente y confía en ti. Confía en ti siempre. Yo tardé mucho tiempo en hacerlo, no cometas el mismo error, pequeña.
Me acarició la mejilla, una cálida caricia que me entibió mucho más allá de la piel, y dándose la vuelta sin más entró en su casa.
Yo me quedé ahí plantada, sola en medio de la calle, como si hubiera echado raíces. Me quedé mirando el vacío y sintiendo aquel calorcito que me recorría entera, haciéndome flotar ligeramente y alejarme de todo aislada en mi tibia burbuja. Los sonidos llegaban amortiguados, sólo las frases de Isidora parecían navegar por mi consciencia como una suave y melódica nave que quisiera anclar en mi mente.
En algún momento eché a andar. Poco a poco el aire fresco fue despertándome los sentidos, descubriéndome las mejillas y la nariz sonrosadas, los pies ligeros sobre la arenisca del camino, el trino de los pájaros saludándome. Sabía a dónde quería ir. Llegué casi hasta la cabaña de Pedro, que me pareció demasiado cerrada, oscura…, pero procurando deshacerme de esa inquietante sensación, me adentré en las jaras, las maravillosas jaras ahora llenas a rebosar de flores, y atravesé esa tupida cortina de pétalos de colores siguiendo el sonido del gorgoteo del río.
Allí estaba mi amigo, sentado con las piernas cruzadas y con su petate al lado. Tragué saliva y me acerqué. Me senté en la orilla y crucé las piernas; algún día sabría hacerlo tan bien como él. No quise decir nada porque tampoco quería que avanzara el tiempo. Lo que deseaba era que se detuviera.
—No estarás sola…
Aguanté la respiración. Cómo me conocía…
Pero sí que lo estaría. Ya lo estaba. El verano se nos echaba encima y mi mejor amigo se iría con los cerdos a las colinas, los demás se desperdigarían y mi interior rugía y se retorcía sin cesar, y yo no sabía cómo controlarlo, cómo frenar el miedo arrollador a que él no volviera…
Se me escaparon las lágrimas sin permiso, silenciosas pero raudas, una tras otra, rodando nariz abajo. Y el río se volvió borroso.
—Respira, Sacra. Escucha… escucha con el corazón. ¿Lo oyes?
Había cerrado los ojos con fuerza, hipando bajito, con la respiración entrecortada, cuando una suave brisa me revolvió el pelo, me rozó las piernas y me puso la piel de gallina. No tenía dirección, iba de un lado a otro balanceándose a mi alrededor, me acarició las mejillas y me secó las lágrimas, me hizo cosquillas en la nuca y recorrió la espalda dibujando en ella dulces formas sin nombre, pasó sobre los hombros y las manos temblorosas, hasta los pies, que ya estaban fríos. Aquella brisa, cálida y fresca, sutil pero presente, amable y decidida, me fue envolviendo en un abrazo reconfortante y acogedor en el que me hice un ovillo. Respiré su paz. Mi querido Pedro. No tuve que abrir los ojos para saber que brillaba. Y que él sonreía, brillando también. Y las chispitas reflejadas en el agua resplandecieron un poco más, porque el nubarrón se alejaba poco a poco. Aquella agua cristalina que corría y daba saltitos sin parar, tan alegre, tan vivaz…. A Don le habría encantado verla así.
—¿Y qué te diría?
Me quedé pensando unos segundos, esperando a dar con la respuesta. Qué niña era entones para ponerla en palabras.
Me diría que todo pasa y todo sigue. Que aunque se vaya, siempre está. Me diría que mire al río y escuche al río. Que no tema a dónde irán sus aguas, porque nadie lo sabe, pero sobre todo porque siempre volverán. Estarán en las jaras, en el cielo, en la fuente, en mí. Me diría que llore si quiero, pero que sonría también. Que encuentre la paz entre ambas, porque la vida está entre las dos y en las dos. Y que no me olvide de vivirla. Plenamente. Que no me olvide de fluir con ella, como el río. De insistir, como diría Alain. De confiar, como diría Isidora. De amar, como diría Carmen. De escuchar con el corazón, como dirías tú, Pedro.
Y entonces supe que él tenía razón. Que a partir de entonces podría estar sola sin temor, porque realmente jamás estaría sola. Sólo tendría que cerrar los ojos y sentir el mundo y la vida vibrando a mi alrededor, los cinco elementos rodeándome y haciendo sonar la música del corazón, de la que todos formamos parte y que a todos nos acerca.
Quiero creer que aquel brillo único que iluminaba la vida de pureza cuando Pedro sonreía sigue conmigo en alguna parte de mi alma. Indeleble y eterno. Tan radiante de dulzura como aquel día que nos despedimos con un abrazo junto al río antes de que él partiera a las montañas con la piara.
Antes de que yo volviera al pueblo y descubriera que un nuevo autocar se había detenido en la entrada.
Antes de que mi corazón se congelara unos instantes y dejara de latir.
Hasta que lo vi.
Bajando los peldaños metálicos. Con su bolsa cargada al hombro; sus hombros inconfundibles. Su gorra. Su tos nerviosa sonando lejana. Sus andares tan característicos que en ningún momento había olvidado durante aquellos largos, larguísimos años.
Salí corriendo, corriendo como no había corrido en mi vida. Y a mi primer grito llamándolo se giró en redondo. Una sonrisa le temblaba en los labios. La piel cansada pero la mirada encendida en aquellos ojos verdes que se achinaban de emoción. Dejó caer la bolsa al suelo, hincó una rodilla en la tierra, abrió los brazos. Y me lancé sobre él. ÉL. Por fin. De verdad. Lloraba y reía, todo al mismo tiempo. Le besé la mejilla, la sien, la cabeza, todo lo que encontraba a mi alcance. Me agarré tan fuerte de su cuello que por un momento temí hacerle daño, pero no podía ni quería soltarlo. Nunca jamás. Él me abrazaba fuerte la espalda y me balanceaba suavemente, de un lado a otro. Apretando sus manos en mis costados con la misma fuerza con la que yo me aferraba a él. Acariciándome el pelo. Me dio un beso, dos, tres. No sé cuántos.
—Papi…
—Yo también te he echado de menos, gordita.
Y a mí, que era un fideo, se me escapó la risa entre las lágrimas.