Mis rodillas tenían sólo dos posibles estados naturales a lo largo del año: o cubiertas de polvo o enrojecidas de frío. El primero desesperaba a mi madre, el segundo me desesperaba a mí. Esa zona constituía los pocos centímetros de mi cuerpecillo que quedaban sin cubrir durante la época de nieves, una franja entre la falda de franela y los calcetines altos que yo intentaba hacer aún más altos a tirones. Ahí impactaban los copos de nieve como dardos; por ahí se colaba el frío viento convirtiéndose en millones de agujitas que atravesaban la piel y me dejaban tiritando; ahí era donde me apoyaba a menudo sin pensar cuando me agachaba en el huerto de Carmen o en la herrería de Alain. Y luego dolían. No entendía por qué no podía llevar unos gruesos pantalones como los de Teodoro. Así mi madre no me tendría que dar las friegas con estropajo, ni tendría yo que resucitar a palmetazos cada dos por tres aquel trocito de piel tras su congelación. Pero cuando le pedí a Juliana si podía hacerme unos pantalones, la abuela se escandalizó horrores. Por lo visto, las niñas SIEMPRE llevaban falda. Y no había más que decir. Pero yo me enfadé. Pensé en las manos de Carmen, callosas de tanto trabajar como las de cualquier labrador, o en la femenina coleta de Alain sujetando su larga y salvaje cabellera. Y salí hecha una exhalación hacia la herrería, sin saber muy bien hacia dónde dirigir mi frustración, pero con unas ganas tremendas de gritar.
Encontré las puertas cerradas, como siempre lo estaban últimamente. Se acabó aquello de ver el resplandor de la fragua y oír los golpes de martillo desde la calle. De hecho, aquel día estaba todo especialmente silencioso, tanto que por un momento pensé que quizás no hubiera nadie dentro. Pero cuando empujé con suavidad la puerta y asomé la nariz por la rendija, lo vi sentado de espaldas. Estaba hablando en susurros con alguien, como lo hace quien no quiere ser oído o tiene algo que ocultar. La otra persona quedaba fuera de mi campo de visión, tendría que abrir del todo la puerta si quería descubrir quién era. Pero entonces no oiría la conversación…
—… pero aún quiere esperar un poco más, dice que hay que dejar que el momento llegue por sí mismo.
—Pero el momento lo que va a hacer es echarse encima de todos nosotros —respondió él.
—Es posible, sí… Pero ya sabes cómo es. Dice que coincidieron hace poco en la fuente y que cree que hay que esperar un poco, sólo un poco más, para contárselo todo. Quién sabe, quizás tenga razón, quizás aún no esté preparada y sea mejor darle un poco más de tiempo.
—Es imposible estar preparado para esto y lo sabes. Uno nunca está suficientemente preparado. Todas las batallas que se libran con el corazón son siempre imprevisibles —dijo la voz ronca y apagada de mi amigo.
—Pero aún no tenemos suficientes datos, Alain, hay mucho que no sabemos, empezando por cuándo ocurrirá…
—Pronto. El pueblo ya no aguanta más…
—Ni la Tierra tampoco, sí, lo sé. Pero a lo que va a tener que enfrentarse es muy grande y ella muy pequeña aún. Un ligero giro de los acontecimientos puede cambiarlo todo.
—Sí, y puede ser para bien, pero también para peor… Te recuerdo que no todo está en nuestras manos, pueden decidir que todo estalle cuando menos lo esperemos, y entonces nosotros no podremos hacer más que ir detrás apagando fuegos… Tiempo, precisamente, es lo que menos tenemos, por mucho que ella lo necesite.
Se quedaron en silencio unos minutos. Alain se había levantado mientras hablaba y ya no lo veía, pero hacía rato que había reconocido la voz de su interlocutor: era mi tía Isidora. De nuevo en el taller. Fue ella la que con tono dulce pero mucho más firme afirmó:
—Saldrá adelante, Alain. Todos lo haremos, estoy segura.
Los pasos errantes del herrero se detuvieron y apenas pude oír el suspiro con que exhaló estas palabras:
—Pero ¿a qué precio, Isidora?
Me había apoyado demasiado en la puerta sin darme cuenta y esta chirrió ligeramente bajo mi peso. Apenas se movió, pero bastó para que ambos enmudecieran. Entré despacio. La luz en aquel cuartucho, aunque tenue, era más intensa de lo habitual, más nítida, pero no habría sabido decir de dónde salía con las ventanas cerradas y la fragua durmiente. Ambos miraban hacia la puerta en tensión, Alain imponente con su inusual altura y ella tan majestuosa como una diosa, llameantes aquellos iris de ensueño esmeralda. Supe al verlos que aquella luz, aquel halo que desvanecía la miseria del humilde taller para convertirlo en una sala iridiscente, emergía de ellos.
—Yo…, lo siento, venía a ver a Alain… Hola, tía. No quería molestar… —acabé con un hilillo de voz temblorosa.
La tensa expresión de alerta con que me recibieron se fue borrando suavemente y mi tía me sonrió con dulzura, dejando que sus facciones de alabastro se fueran surcando de arruguitas. Creo que envejeció frente a mis ojos, sutil pero evidentemente. Algo cambió. Pero seguía siendo ella, cálida y poderosa aun pareciendo mucho más humana. Alain estaba junto a la mesa de trabajo, donde entonces vi que reposaban dos grandes cestos llenos de verduras que yo ya había visto en alguna parte, junto a un tercero cargado de mantas, calcetines, cepillos, botellas, pastillas de jabón y otros utensilios que no alcancé a distinguir. Rodeó la mesa, haciéndolos desaparecer de mi vista, y se acercó para alzarme en volandas.
—Hola, pequeña. Cuántos días sin verte. Claro que no molestas. Tu tía y yo sólo estábamos charlando, ¿verdad?
Ella nos miraba con una ceja alzada, sorprendida y divertida a partes iguales. Alain tenía fama en el pueblo de ser extremadamente educado pero también extremadamente serio, silencioso e independiente, poco expresivo y mucho menos afectuoso. Así que era fácil entender la expresión burlona de mi tía frente al recibimiento que me había profesado. Pero debo decir a favor de su reputación que cuando estábamos trabajando era realmente muy muy serio.
—Por supuesto —respondió ella—. ¿De dónde vienes, Sacra?
A mí me pareció que ya no podía desahogarme como pretendía, porque Isidora era la hermana de mi madre y de Juliana, así que cabía suponer que no le gustaría que me quejara de ellas. Pero seguía en brazos de Alain y me sentía protegida, con que me envalentoné y les conté el episodio de los pantalones. Una sonora carcajada resonó junto a mi oreja. El joven herrero se desternillaba de risa. Me dejó en el suelo y se pasó una mano desde la frente hasta la nuca, como si quisiera alisarse la cabeza.
—¡Esta niña…! Isidora, ¡esta niña tiene más vista que el pueblo entero junto! —Y soltó otra risueña carcajada.
La tía Isidora nos observaba insondable, con una media sonrisa pintada en los labios que podía significar cualquier cosa y los brazos cruzados.
Los miré, primero a uno y luego al otro. Allí nadie daba respuesta a mi petición de unos pantalones ni, en su defecto, me explicaba por qué no podía llevarlos. Pero cuando miré interrogante a mi tía, ella al fin me contestó, ignorando a Alain y sin dejarse contagiar por su hilaridad:
—Hay costumbres, prejuicios e ideas que cuesta mucho que cambien, pequeña. Han arraigado con mucha fuerza en la mente de la gente. Algunos se han convertido incluso en leyes o tradiciones que han pasado de generación en generación. Y sólo por su antigüedad ya parecen inamovibles, aunque en realidad no lo sean, como nada lo es. La mayoría son simplemente formas de ver la vida que lo encajonan todo dentro de un determinado molde, porque se supone que tal cosa debe ser así porque siempre ha sido así, aunque en realidad no. Y la mayoría de las personas no se plantean el porqué, ni si podría cambiarse, ni qué ocurriría si de repente decidiéramos verlo desde otra perspectiva. Y si permitiéramos a nuestra mente y a nuestro corazón aceptar que hay otra forma de ver y de hacer y nos permitiéramos aceptar que esa otra forma también pueda ser válida, ¿sabes qué ocurriría, cariño? —Vi con el rabillo del ojo que Alain sonreía con algo parecido a la ternura—. Ocurriría que podríamos comprendernos mejor unos a otros, aceptaríamos nuestras diferencias sin juzgarlas como buenas o malas, simplemente aceptando que cada uno puede ser y pensar diferente. Ocurriría que descubriríamos todo un mundo nuevo de posibilidades, porque aprenderíamos mucho escuchando y observando a los demás desde una mente y un corazón abiertos, dejando atrás los moldes con que nos catalogan, abriendo de repente ante nosotros las puertas a un sinfín de nuevas opciones por explorar. Algunas nos gustarían más, otras menos, pero podríamos aproximarnos a todas ellas y aprender de todas ellas. Compartiríamos penas haciéndolas mucho más llevaderas, y descubriríamos que las alegrías compartidas son aún mejores. —Su voz cargada de pasión sonaba cada vez más poderosa—. Y sobre todo, sobre todo, amaríamos más, pequeña. Más y mejor. Descubriríamos que las barreras que nos distancian no son tales, que una vez derruidos esos muros imaginarios que nos separan tenemos todos mucho más en común de lo que imaginamos, las mismas lágrimas, la misma risa, el mismo pulso. Independientemente de fronteras, idiomas, razas, trabajos, colores o géneros. Todos sentimos. Todos tenemos la capacidad innata de amar. Todos venimos de la misma Madre y todos volvemos a ella. Y trabajando unidos, oyendo cómo late ese corazón común que está en todos nosotros y en la tierra que pisamos y en los animales con quienes convivimos, todos juntos, podemos hacer de este un lugar maravilloso. —Yo la miraba embobada con la barbilla alzada hacia ella, porque me parecía que de nuevo resplandecía con un suave brillo iridiscente que parpadeaba en cada poro de su piel—. Pero aún falta mucho para llegar a eso, Sacra querida, aún queda un largo camino por recorrer. Sin embargo, no tardarás tanto en ponerte pantalones, ya lo verás. Y algún día compartirás lo que te ha contado tu vieja tía con más personitas que, como tú, hayan sabido zafarse de las cadenas del juicio y tengan un corazón abierto.
Mi tía no se equivocaba; yo ese momento ya no lo olvidaría. Aquel día, en aquel taller, supe a ciencia cierta que se estaba fraguando algo, aunque no entendiera del todo el qué. Algo, sin duda, mucho más grande que mi pataleta por los pantalones, pero que guardaba una estrecha relación con mi sentimiento de injusticia. Algo que me sobrepasaba por su inmensidad pero que también me atañía en cierto modo. Sabía que, como decía mi madre, aquellos eran tiempos difíciles. Ahora comprendía que eran tiempos de cambios, de cambios que llevaban generaciones horneándose y que durante generaciones se desarrollarían. Y aunque quise abrir la mente, como decía mi tía, tuve miedo. Porque sentí bajo mis pies la vibración que recorría las calles y aún seguía más allá, olí el aire agitado que se colaba por las rendijas y presentí que mi pueblo y yo éramos muy pequeños para enfrentarnos a aquello que se avecinaba, aquello que ya teníamos encima; pero que al mismo tiempo éramos una pieza tan poderosa como todas las demás que componían aquel bombardeado cuadro.
Isidora agarró uno de los cestos y me tomó de la mano, dispuesta a zanjar aquel encuentro y llevarme de nuevo a un lugar seguro. Pero la detuvo mi vocecilla:
—Esos cestos son de Pedro. —Acababa de caer en la cuenta.
Me miró desde las alturas, mucho más sorprendida de lo que yo me esperaba, y miró a Alain, cuya sonrisa había vuelto a crecer.
—¿Cómo puede…? —empezó ella.
Pero Alain negó con la cabeza y se encogió ligeramente de hombros, sonriendo aún.
Isidora frunció el ceño.
Creo que Alain le decía que no importaba, que no pasaba nada, creo que de alguna manera le recordaba que yo era una niña pero que era, no sé, yo. La miraba a ella y me miraba a mí. Animándola a compartir conmigo. Y yo sabía que él confiaba en mí, que no le preocupaba que supiera más de lo que tal vez una niña debería saber. Pero ella no estaba de acuerdo.
Durante aquella conversación silenciosa a tres bandas, mi tía no me había soltado la mano y la suya estaba cada vez más caliente. Quise soltarla. Quemaba. Alcé la vista poco a poco recorriendo su brazo, suave, blanco y brillante como la porcelana, su torso erguido y majestuoso, hasta ver sobrecogida cómo aquella melena ardiente refulgía y chispeaba con sutiles movimientos. Con la boca abierta la vi ondear con vida propia, como una llamarada mecida por ráfagas de aire que van y vienen, inesperadas e indomables. Se debatía internamente y el debate crepitaba por dentro pero también por fuera. Hasta que, viéndome forcejear de forma cada vez menos disimulada, decidió soltarme bruscamente.
Al otro lado Alain se había puesto en pie. Era enorme, invadía el espacio como si todo él fuera más, mucho más que lo que ocupaba su musculoso cuerpo. Tenía la mandíbula cuadrada con firmeza y la mirada caía pesadamente sobre Isidora. El frío que emanaban aquellas pupilas metálicas tan completa y profundamente negras chocaba con la temperatura que no dejaba de subir en torno a mi tía. Eran dos campos de fuerzas contrarios confrontados. Pero yo sabía que Alain manejaba el frío tan bien como el fuego, y el metal de su mirada no se fundió bajo la fiereza de la de ella. Aguantó, oscureciéndose hasta convertirse en dos ventanales abocados a una noche sin fin; aguantó hasta que mi tía dio un paso atrás y cerró un momento los ojos, conteniéndose. Cogió aire profundamente y lo soltó muy muy despacio, haciendo descender al fin la temperatura en la sala. Cuando los abrió de nuevo, me miró fijamente y cedió a hablar:
—La idea fue de mi Genaro —susurró—, pero si tu abuela tiene razón en algo es en que mi hijo estaba corriendo demasiados riesgos solo. Pero él no es el único que está harto de ver agonizar a sus vecinos sin hacer nada, por eso nos hemos unido unos cuantos, y juntos ya sabemos que trabajamos mejor —explicó; miró a Alain de refilón, luego se volvió hacia mí y puso una mano sobre uno de los cestos.
Parecía que aún no estuviera dispuesta a contarlo todo. La vi dudar, tensa, me miraba y luego volvía la vista de nuevo a Alain. Era una mirada atragantada, la angustia que se acumulaba en su garganta resultaba tan visible como los nudos que se formaban en su entrecejo. Temía hablar. Y yo no sabía qué esperar de aquella confesión que se avecinaba, pero quise haberle dicho que la entendía. Que yo tampoco me atrevía ya a hablar. Que el temor a que cualquiera de nuestros actos, por pequeño que fuera, pudiera acarrear las peores represalias lo compartíamos todos.
Eran extrañas las transformaciones de mi tía, lo transparente que era su terremoto emocional, al menos a mis ojos. Sobrecogía ver cómo aquella mujer, que parecía destinada a ostentar una corona sobre su espléndido porte, de repente podía perder pie frente a ti. Todo aquel poder, toda aquella luz cegadora que era capaz de emanar, se consumía tras sus pupilas y la dejaba marchita cuando la duda le enturbiaba el corazón. Y veía cómo sus mejillas quedaban mates, cómo sus manos eran traicionadas por un leve temblor, cómo toda ella y todo a su alrededor de repente se volvía vulgarmente… normal. Como cubierto por una fina capa de polvo. Y si te fijabas bien, casi veías su seguridad empequeñecer segundo a segundo hasta quedar finalmente relegada a algún lugar ahogado en sus profundidades. Y era cuando me miraba a mí cuando más claramente veía la batalla interna que libraba. Entre querer sobreponerse al temor y dejarse vencer por la incerteza del riesgo que suponía hablar.
Entonces, de pronto, me di cuenta de que el riesgo era que yo supiera. El riesgo que Isidora no quería correr era ponerme a mí en riesgo. Había algo antiguo y cuidadosamente oculto, algo dolorosamente arraigado a lo más profundo de su interior, que se lo impedía y la dejaba paralizada de angustia.
Pero tras un cabeceo de Alain, al final se lanzó a hablar como quien se lanza al vacío.
Vi que pisaba con firmeza el polvoriento suelo del taller, como quien coge aire y se aferra tanto como puede a la realidad, antes de saltar. Un aterrorizado salto de fe. Y supe que la realidad, esa cruda realidad que sabe a frío, a polvo y a caos, estaba a punto de revelarme uno de sus entresijos. Era curioso que fuera a manos, precisamente, de mi enigmática tía.
—Sacra, por favor, tienes que prometer no contar esto a nadie. Si te ocurriera algo, si llegara a pasarte algo…
Suspiró. O más bien resopló, yo creo que sacando hasta la última pizquita de aire que pudiera tener en los pulmones. La vi cansada y tensa frente a mí, cansada de tanta tensión acumulada. Y al fin declaró en un susurro ronco:
—Estos cestos son de todos, Sacra. Son de Carmen y Genaro, que los preparan, y de nuestros amigos: de Pedro, que nos los trae, de Don, que está pendiente de quién los necesita más, y de Alain y míos, que los repartimos. Son del pueblo, de TODO el pueblo, porque nosotros no hacemos distinciones. Son pequeños y valiosísimos salvavidas para muchísima gente, pero nadie más que nosotros debe saber que existen. ¿Comprendes? Nadie más puede saberlo —insistió, fulminando a Alain con la mirada.
Comprendía. A medias. Comprendía el silencio, el riesgo que corrían y el bien que hacían, aunque no comprendía que la vida de alguien pudiera peligrar por ayudar. No tenía sentido. Pero su preocupación era muy real y no dudé en que debía ir con tanto cuidado como ella me pedía. Tampoco comprendía bien en qué momento habían establecido contacto esas personas tan dispares que yo había creído completamente alejadas unas de otras. ¿Cómo y desde cuándo se conocían o tenían la amistad que yo ahora estaba descubriendo? Pero sí comprendí al fin a mi abuela. O al menos eso creí entonces. Por qué sufría tanto por Genaro. Por qué le tenía cierta ojeriza a Alain cuando todos los demás le tenían cariño. Por qué se enfadaba con Isidora y me quería lejos de ella.
Ella seguro que sabía lo que estaban haciendo y seguro que no estaba de acuerdo.
Pobre Candelaria, siempre velando por todos y todos poniéndoselo tan difícil.
Ay, pensé, se pondría hecha una fiera si supiera que yo ya estaba totalmente emocionada ante la perspectiva de participar en aquella trama recién descubierta que se estaba urdiendo en la herrería, a la que a partir de entonces decidí que llamaríamos el Cuartel General.
—Yo también quiero ayudar —exclamé, mirándolos decidida.
Y esta vez sonrieron los dos.
Observando en silencio el contenido de aquellas precarias cestas vi claramente los hilos que aquella gente estaba tejiendo en el mapa. Y durante las semanas siguientes los fui siguiendo poco a poco, como aquella muchacha que seguía un hilo dorado a través de un laberinto fantástico.
Descubrí que Carmen reservaba aparte algunos de los productos recogidos en su huerto. En más de una ocasión, cuando me acercaba con mi madre a llenar el cántaro a la fuente, veía cómo Don indagaba con sutileza en el bienestar de las familias del pueblo. A menudo sin necesidad de decir una palabra, sólo pendiente de las conversaciones que se daban a su alrededor. Otras veces, asintiendo compasivo a lo que alguna joven le contaba y aportando la frase justa que le sacara una pequeña sonrisa. Y me fijé en que Pedro se acercaba al pueblo más a menudo de lo que pensaba. Pero siempre sigiloso, siempre sin llamar la atención, y la mayoría de las veces sin cruzarse con absolutamente nadie. Yo le saludaba desde los campos donde me refugiaba a jugar con los gorriones cuando lo veía avanzar por el camino, y él sonreía en silencio. Nunca vi a dónde se dirigía, nunca me lo encontré ni en la herrería ni llamando a ninguna puerta. Pero pronto deduje que el Cuartel General tenía un código. Nunca había más de dos personas —implicadas— en él. Nunca.
Si Isidora pasaba casualmente a saludar, aquel día no veíamos a Don. Pero si, en cambio, una mañana me cruzaba con Don por las calles colindantes y me saludaba con ese toquecito suyo a la boina, a mi tía no la veía en todo el día y tardaba un par de días en volver a cruzarme con Pedro.
Hoy puedo suponer que aquello no era más que humilde estraperlo, como tanto hubo en tantos otros pueblos a lo largo y ancho de España, una forma de ayudarse y ayudar a otros a salir como se pudiera de aquella agonía. Pero lo que viví entonces era mucho más que un simple tráfico de mercancías.
Día a día veía cómo con sus cestos llevaban mucho más que bienes a las puertas de aquella pobre gente. Vi cómo con sus visitas y sus palabras estrechaban lazos que de no ser por ellos se habrían deshilachado, vi cómo devolvían fe donde se estaba extinguiendo y cómo daban oxígeno a quienes se ahogaban en aquel poso de guerra y dolor. Vi las manos de Carmen acariciando la tierra para darle vida y acariciando otras manos con el mismo fin. Vi los ojos chispeantes de Isidora devolver la risa y el calor de la pasión a otros ojos cansados de tanto llanto, vi la insistencia de Alain martilleando para curar desgarros en las ventanas del alma de nuestros vecinos y la calma de Don escuchando y apaciguando a aquellas familias que navegaban por aguas turbulentas. Sí, ellos trabajaban tan laboriosa y pacientemente como mis hormigas, día a día, paso a paso. Y fui descubriendo en ellos, cada vez con mayor claridad, algo extraño y maravilloso, un poderoso resplandor interno que llevaban con ellos allá donde iban, cada uno único pero todos unidos e hilvanados de alguna forma que parecía tan natural como ancestral. Era algo que los distinguía de los demás y, que a pesar de no apreciarse a simple vista, percibía con tanta claridad como la melodía del atardecer, que se ralentiza a medida que el cielo va cambiando de color y queda suspendida unos segundos en un suspiro de despedida.
Ellos desafiaban la ley impuesta del caos y del terror para llevar vida a donde otros habían llevado muerte. Podríamos decir que luchaban por la paz, pero en realidad la paz era el camino que cada día andaban y prodigaban, con cestos cargados de vida que los acompañaban arriba y abajo y gestos cargados de amor que restauraban el equilibrio en aquellas vidas maltrechas. Si lo veías con perspectiva, parecían tejer una maravillosa telaraña que intentaba mantener en alto la fe en una vida mejor, un futuro mejor.
Yo sabía que si me dejaban participar era con la condición de mantener cierta distancia prudencial. Y me imaginaba, también, que si me dejaban participar era porque se daban cuenta de todo lo que estaba descubriendo y querían que así fuera. Algo tenía que aprender de aquello, y yo estaba dispuesta a averiguarlo mientras descifraba fascinada sus sutiles movimientos, elegantes y sorprendentes.
Al mismo tiempo, era muy consciente del silencio observador de Don, que no me había vuelto a dirigir palabra y me generaba un respeto casi reverencial, y también de que Isidora, cuando me veía rondar por allí, nunca me dejaba volver sola a casa, me agarraba de la mano y nos íbamos las dos con cara de circunstancias llevándonos uno de los cestos que ellos ya me permitían rellenar, cargado de las cosas más variopintas.
Pedro me observaba mientras yo guardaba una botellita de aceite de oliva entre varios paños.
—¿Crees que les irá bien, Pedro?
—¿A ti qué te parece?
—Yo creo que sí, les hará más sabrosas las comidas y les dará fuerzas, pobres. Además, está tan rico…
—Entonces ya ves que no hace falta que me lo preguntes. Las respuestas las tienes tú, Sacra. Sólo tienes que escucharte.
Y entre mis afanes para que quedara bien protegido podía ver que un ligero haz de luz junto a mí cuidaba de mis progresos. No los que se daban entre mis manos, sino los que él veía en mi interior. Cuando entonces Isidora me arrastraba con ella, en ese afán de custodia que había desarrollado, Pedro y yo nos despedíamos con aquella sonrisa silenciosa que era sólo nuestra. Y un dulce calorcito en el corazón me arropaba hasta casa.
—¿No puedo acompañarte a entregarlo, tía? —Volvía a intentarlo.
—Ya sabes que no, Sacra. Es peligroso.
Yo pensaba que se sorprendería si supiera de mis constantes escapadas en solitario, pero ella en realidad sabía más de lo que yo creía.
Me hacía entrar por la portezuela de atrás, atravesando el corral donde las gallinas se apretujaban unas con otras para darse calor. Al gallo ni se le reconocía entre tanta pluma. Pero justamente aquel día la abuela venía de recoger agua y ya estaba trajinando en la cantarera de recia madera donde guardaba cada cántaro en su compartimento. Nos oyó llegar pero ni siquiera se volvió cuando entré, sólo dijo:
—Sacra, tu madre te busca para el baño.
Yo hice un mohín y me dirigí hacia allí arrastrando los pies.
Por un momento había fantaseado con que el uso del cántaro grande se debiera a que pensaba preparar una suculenta sopa. Con tantas emociones durante los últimos tiempos casi se me había olvidado que el calendario avanzaba y que en aquellas fechas era impensable librarse del baño. Estábamos a 25 de diciembre.
Era Navidad.
Pero la casa, a pesar de mis deseos, aquel año tampoco se llenó de aromas. Nuestra poco surtida despensa sólo daba para embriagar ligeramente el aire con un regusto a harina y aceite, las gachas que amasaban en agua antes de freírlas. Nunca tuve demasiado claro si mi abuela era muy creyente o no, pero lo cierto es que la asistencia a misa no era obligatoria en casa y la Navidad era poco celebrada. Aunque quizás se debiera a la escasez, al simple hecho de que no teníamos con qué celebrarla… En cambio recuerdo perfectamente que la noche de Reyes sí la esperábamos con toda el ansia soñadora propia de la infancia. Dejábamos los zapatos bien colocados en las ventanas, donde los Reyes depositarían sus presentes, abriendo los cordones tanto como fuera posible para dejar un amplio espacio en esa humilde cavidad. Apoyada en el alféizar, miraba al cielo y buscaba la resplandeciente estrella que guiaría a Sus Majestades a través del mundo entero hasta los hogares de todos los niños y, con un poco de suerte, quizás también al nuestro. Aquel año, de hecho, el regalo más celebrado fue la morcilla de cebolla que nos trajo mi tía Isidora y que entre todos degustamos con la mayor ceremonia. Pocas cosas tan sabrosas llegaban entonces a nuestra mesa.
Pero la noche de Reyes quedaba lejos aún, primero teníamos que festejar la Navidad y sobrevivir al Año Nuevo —qué rápido pasaba, cuánto costaba—, sentados todos alrededor de aquella trillada mesa, comiendo gachas con morcilla, menuda mezcla. Isidora y Gregorio, Carmen y Genaro, mis tres guardianas —mamá, la abuela Candelaria y Juliana— y mis hermanos, el mayor y la pequeña, Teodoro y Mo. Era poco habitual ver así reunida a la familia, todos juntos, o al menos los que quedaban por los alrededores. Porque durante aquellas fiestas oí que faltaban muchos. Faltaban tíos y primos, hermanos separados, parejas alejadas. Faltaban hijos. Y faltaban padres.
Mi padre.
Faltó durante dos Navidades seguidas, contando aquella. Y su ausencia pesaba, como debía de pesar la de Jose María para Juliana, como debían de pesar todas las demás en el corazón de cada uno, en el huequito que todos atesoramos en nuestro interior para las personas que forman parte de nosotros, a quienes guardamos ese espacio con celo y con cariño, esperando a que vuelvan. Las que sabemos que volverán. Y las que se han ido para siempre pero sabemos que siempre estarán… justo ahí.
Yo recogía el recuerdo de mi padre cada noche, cada día, lo mimaba con mi memoria, lo mantenía tibio con mis lágrimas y le preparaba cada noche, cada día, un cofre de oro y terciopelo en el que resguardarse. Lo cubría de besos con los ojos cerrados y lo apretaba entre mis puñitos congelados para no dejar que nada, nunca, le ocurriera. Y así esperaba, con mi tesoro en el fondo del alma, a que mi deseo de la noche de Reyes se cumpliera. Me iba a dormir, con la tripa rugiendo tanto como rugía antes de despachar aquella humilde cena en familia. Me iba sola. Los mayores se quedaban un ratito más en el Salón, aprovechando la leña que quemaba una entre tan pocas noches al año en el gran hogar. Y cruzaba sola el patio, oscuro. Cruzaba la casa, oscura. Y llegaba temblorosa a mi habitación para esconderme entre las sábanas heladas, porque esa noche nadie había pasado el brasero. Y me refugiaba en aquella guarida de lana y algodón con olor a jabón de oliva, tapándome completamente, quedando oculta al mundo bajo capas de sábanas y mantas protectoras. Y no me hacía falta cerrar los ojos porque no había luz alguna, era más fácil abrir la imaginación. Y así, perdida en un mundo que no era mío pero a medio camino hacia otro que ojalá lo fuera, empezaba a cantar, flojito. Apretaba los puños, flojito. Y lloraba sobre mi cofre de oro, flojito. Cantaba lo primero que me viniera a la cabeza, sin pensar. O lo primero que me dictara el corazón, quién sabe dónde estaba entonces la diferencia. Cantaba la historia que sentía martilleando dentro de mí, una historia que tal vez fuera real, tal vez sólo un deseo, o una fantasía. Cantaba la marcha, la carencia, el silencio. Cantaba la ausencia, el miedo. Pero también cantaba las gestas, los logros, el milagro. Cantaba las batallas vencidas; nunca la guerra. Cantaba los dragones amansados, las princesas rescatadas. Cantaba los vestidos cortados y hechos jirones para convertirlos en pantalones, el barro en las piernas, las flores en trenzas eternas. Y cantaba el encuentro, en campos lejanos, en tierras añejas, donde el trigo crece siempre alto y los pájaros sobrevuelan una eterna primavera. Cantaba el regreso, cantaba la dicha, cantaba el amor de aquella niña que nunca perdió lo que más quería, porque aquel pequeño corazón custodiaba un inmenso tesoro con el mayor tesón. Y me dormía deseando que ojalá se cumpliera. Que ojalá él volviera.
Recuerdo mirar amedrentada el lúgubre campanario. Por aquellas fechas señaladas las campanas de la iglesia solían repicar sin cesar. Pero eso era antes. Acompañando los festejos cristianos parecía que se sucedieran las misas una tras otra, y entre ellas estaba, por supuesto, el momento de la eucaristía que a mí me daba nombre. Yo era muy consciente de que la maravillosa ocurrencia de mi madre me había bendecido con el regalo de un nombre único en todo el pueblo: Sacramento. A quién se le ocurre. Todo porque en el momento de mi nacimiento repicaban las campanas que llamaban a los feligreses a la casa de Dios y se repartiría entre ellos el Santo Sacramento. Acarreé la cruz de aquel nombre —es algo que no se puede expresar de forma más cristiana ni más veraz— durante el resto de mi vida. Gracias al cielo, se instauró por costumbre su abreviatura y la cosa se hizo un poco más llevadera, respondía simplemente al diminutivo: Sacra. Siempre me ha quedado la duda de si, tratándose precisamente del 28 de diciembre, no fue todo una inocentada con muy poca gracia…
En cualquier caso, las fechas navideñas pasaban y el campanario, ahora terriblemente silencioso, marcaba un vacío que pesaba en todos los corazones. Pero mi abuela no permitía lamentaciones, decía que aquella ya no era la iglesia de sus creyentes, ciertos personajes sin corazón se la habían hecho suya, saqueando sus frisos y figuras, asesinando y torturando a sus oradores, hasta dejarla desnuda de forma y de esencia. Ya no era más que un edificio de uso militar plagado de estandartes republicanos donde antes hubiera crucifijos, y no valía la pena lamentarse por un simple edificio. Había cosas más importantes. Y mi madre y mi tía Juliana asentían, un poquito más reafirmadas en sus certezas. Y a mí no dejaba de sorprenderme cómo una anciana diminuta y ataviada con un pañuelito negro que le cubría la nívea cabecita podía infundirles toda la seguridad que a ellas les faltaba.
Así que nuestras responsabilidades cristianas las cubríamos vagamente en casa, rezando de vez en cuando, encendiendo una vela por las almas de aquellos que perdíamos y limpiando a diario con el mayor de los respetos las figuritas de la Virgen o los crucifijos que había escasamente desperdigados por las habitaciones y los pasillos, aquí y allá. Pero siempre intuí que nuestros rituales respondían más a nuestra alma a secas que a nuestra alma cristiana. Que si rezábamos lo hacíamos desde el corazón y a través del corazón, no de la palabra de Dios. Que si encendíamos una vela era porque en aquel momento alguien necesitaba su luz, tal vez nuestro espíritu, tal vez el de aquel fallecido, tal vez ambos. Y que si sacábamos brillo a la Virgen María era más por respeto que por devoción, porque todo el mundo tiene derecho a creer, sea en lo que sea. Porque la fe puede tomar muchas formas y en aquella curiosa familia se respetaban calladamente todas y cada una de ellas. Quizás para algunos fuera la Virgen o la Cruz, quizás para otros fuera la fortaleza. Quizás fueran las plantas con las que se sanaba la angustia y el dolor de tripa, o quizás fuera el amor incontenible cantado desde una ventana. Quizás fuera la tierra generosa. O quizás fueran, sencillamente, el viento y la luz.
No creo que hubiera muchas personas que supieran de aquellas dilatadas costumbres nuestras. Tal vez sólo los más cercanos, porque para los demás nuestra familia era considerada de lo más derechista, a saber por qué. Qué sorpresa se habrían llevado si hubieran sabido que en mi casa se navegaba sin brújula ni timón, que nos guiábamos siempre por algo mucho más arraigado a nuestro interior, sin nombre, ni himno, ni bandera ni color. Sólo corazón. Y Candelaria, claro. Hacía falta un ancla en aquel mar de emociones. Porque ese temperamento imbuía la casa familiar en un clima de picos agudos, donde las alegrías se celebraban entre danzas, carcajadas y gritos, pero las penas se lloraban a lágrima viva.
Era todo mucho menos cristiano, mucho menos pudiente y mucho menos costumbrista de lo que pudiera nadie pensar de puertas para fuera. Por algo era la casa del Rojo, ¿no es cierto? ¿Que si los que vivían dentro eran rojos o azules? Yo entonces no lo sabía, probablemente rojos; sería lo lógico, ¿verdad? Pero había quien decía lo contrario, y quien pagaba con su vida por ello, así que a saber… Creo que la gente se entretenía entonces —igual que lo hace ahora— elucubrando demasiado sobre la vida de los demás, porque resulta que tal vez, sólo tal vez, si a mi abuelo se le llamaba el Rojo era simple y llanamente porque era pelirrojo.
Para mí era todo mucho más sencillo y más acuarelable. Para mí, mi familia a menudo era púrpura como la bruma que humeaban las tisanas de la abuela, otras veces verde, muy verde de campo, de vida y de esperanza, y siempre, siempre era blanca, de un blanco impoluto, del blanco de la paz, de la luz, la pureza y la bondad.
Por eso cuando llegaron los soldados y vapulearon aquella querida puerta Roja que mantenía nuestros secretos a buen recaudo, no fue sólo el miedo sino también la sorpresa lo que nos sobrecogió a todos.
Venían a por ellas. ELLAS.
No tenían bastante con prohibirnos cada semana el acceso a los camiones de racionamiento, con haberse cobrado la vida del pobre Jose María, con tener a mis tíos jugándose la suya en el frente, uno de un lado, otro del contrario. Enfrentando hermanos a muerte. No tenían bastante con arrebatarme a mi padre. Además, ahora venían a buscarlas a ellas. Si alguien había creído que por ser mujeres iban a estar más a salvo o pasar más desapercibidas, se había equivocado del todo.
Las tomaron presas a las tres: mi madre, mi abuela y mi tía Juliana. En un abrir y cerrar de ojos la casa se llenó de botas, voces, armas y golpes. Cayeron mesillas, estallaron jarrones. Mo rompió a llorar a lo lejos. Teodoro me agarró del brazo y me arrastró sin miramientos y a toda velocidad. Mis hermanos y yo nos quedamos escondidos en la habitación de mi madre, encerrados, con la llave echada por dentro. No vimos lo que pasó pero oímos el llanto de mi madre y los agudos rugidos de mi abuela. Despotricó tanto como quiso, no se calló ni media. Me la puedo imaginar perfectamente intentando zafarse de las manazas de aquellos hombres soltando palmetazos con sus manitas feroces y arrugadas.
Se las llevaron.
Y nosotros nos quedamos solos.
La incertidumbre de aquella noche que pasaron encarceladas fue desgarradora. El desamparo lo embargó todo. Nadie vino a vernos, nadie se atrevía a cruzar la puerta Roja y arriesgarse a ser acusado por ello. Y nosotros ni siquiera nos planteamos movernos, mucho menos cenar. Incluso Mo pareció entenderlo, porque no pidió comida ni una sola vez en todas aquellas largas horas que pasamos colgados en una isla ignota, flotando en el limbo del mundo. Paralizados por el terror. Habíamos perdido nuestro punto de anclaje, cualquier referencia, cualquier garantía. No sabíamos qué hacer, así que simplemente nos quedamos apretados, unos con otros, Mo en nuestros brazos, compartiendo el silencio.
Creo que en algún momento me quedé dormida, o vagué entre la consciencia y el sueño a aquel estadio intermedio en el que la realidad y la ensoñación se funden y se confunden.
Seguí un camino empedrado, pero no en adoquines sino vestido de piedra natural. Eran piedras de río en una paleta de grises, blancos y marrones desvaídos; parecían tan suaves que apetecía cogerlas y acariciarlas con la yema de los dedos. Yo, en cambio, andaba sobre ellas. Pero no las pisaba apenas, las rozaba sólo, con los pies descalzos. Flotaba por encima de ellas como había visto hacer a Pedro, como si existiera un tácito pacto entre el camino y la planta de mis pies que me permitiera andar por él pero sin dañarlo. Era la forma más amorosa de desplazarse que yo había experimentado jamás. Y a lo lejos, dejando atrás campos de olivos interminables, crecían las plantaciones de trigo. Pero cuanto más me acercaba, más me desconcertaba el tinte que tomaban aquellos campos. El trigo que había empezado a crecer a los lados del camino estaba enfermo: parecía consumirse a sí mismo, los tallos se retorcían en formas horrendas hasta pudrirse y se tornaban de un color verde fangoso que me provocaba náuseas. Apestaba. Se me embotaron los sentidos hasta hacerme tambalear, mareada. El cielo se enturbió y la línea del horizonte fue oscureciéndose hasta desaparecer completamente. Había algo tóxico en el aire. En el suelo. En el trigo. Y de él empezaron a brotar manos, manos extrañas y deformes que se retorcían a un lado y a otro estrujando y desmenuzando las plantas, arrancándolas y arrancándose a sí mismas como si también tuvieran raíces, salpicando tierra y veneno en todas direcciones. Con cada gesto desprendían un odio, una crueldad y una violencia que helaba la sangre. Y el veneno del odio encharcaba el suelo, convirtiéndolo en un barrizal hediondo en el que se hundían mis pies. Chillé. El cielo me cayó encima, me quedé sin aire, a ciegas… y de repente me di cuenta de que estaba dentro de casa. Lo estaba viendo todo desde la ventana. Los campos podridos, los rayos y relámpagos recortados sobre una bóveda anormalmente negra, el aire verduzco flotando ingrávido sobre el camino que antes habían pisado mis pies… Todo estaba lejos, muy lejos, al otro lado de los muros. Al otro lado de mi puerta Roja, que se mantenía firmemente cerrada. Regia e inamovible. Resplandeciente. Al otro lado de aquellas viejas paredes que ahora se mostraban tan enormemente anchas y poderosas como eran en realidad. Ya no tenía frío. Y poco a poco me sentí a salvo. Me sentí segura. Inexpugnable. Porque de alguna forma supe que aquella casa era más que una casa. Porque ¿qué casa está hecha de muros que brillan con suaves y cálidas chispitas?