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CUANDO LOS AMANTES SE REÚNEN

 

 

 

Los libros nos hacen parecer mejores seres humanos de lo que quizá somos. Si nos ve leyendo el Ulises mientras viajamos, un desconocido puede pensar que somos personas inteligentes y sofisticadas; en realidad, es la quinta vez que nuestros ojos releen la misma oración de la página 17. Los lectores disfrutamos de una abundancia de emociones que no suele darse en las reacciones del mundo real. Somos capaces de sentir un genuino placer vicario: sentimos verdadera felicidad por los personajes de una página o sincero pesar cuando se desata una catástrofe. El mejor ejemplo lo hallamos cuando un lector nota que dos corazones colisionan.

Ese instante dichoso puede presentarse diseminado por las páginas de multitud de maneras distintas. Puede formar parte de una conversación, cuando dos amigos finalmente se dejan llevar y se rinden a las pistas y las insinuaciones que los han perseguido durante la mitad del libro: un «Creo que estoy enamorada de ti» seguido de un «Creía que nunca lo dirías». En el extremo opuesto se sitúan las uniones de un romanticismo salvaje, esos estallidos y confesiones del corazón rayanos en lo imposible que incluyen declaraciones a la luz de la luna entre besos infinitos. La mayoría de nosotros nunca viviremos con tanto dramatismo ese momento de fusión con otro ser humano, pero rara vez sentimos celos al leer.

Ahora bien, el ejemplo más maravilloso, el que probablemente haga que nuestros corazones palpiten con más fuerza, es la reunión de los dos protagonistas después de una larga y anhelante persecución, tras los suspiros del chico en trescientos trayectos en tren, hasta que la chica por fin inclina la cabeza y le dedica una leve sonrisa. O esas dos personas que, no nos cabe la menor duda, están hechas la una para la otra, pero se empeñan en desatender nuestros sentimientos y riñen cuando finalmente el amor las ronda. Una de ellas cae en brazos de un impostor, un pretendiente indiferente. Y entonces algo cambia, salta la chispa de la verdad y se disipan los nubarrones. Nos regodeamos por dentro, en parte felicitándonos por nuestra agudeza: sabíamos que estaban predestinadas. Deseábamos que sucediera. Los personajes de un libro no son los dueños de su propio destino. Un autor escribe para nosotros. Con cierto sentimiento de culpa, pensamos que las uniones de personas a quienes realmente conocemos no nos embargan de una euforia parecida.

Por encima de todo, la unión de los amantes, incluso cuando se produce de un modo sólo posible en letra impresa o en la pantalla, nos evoca sensaciones embriagadoras que vivimos hace años. Nos devuelven levitando a aquellos temblorosos primeros besos y a los estómagos encogidos por los nervios, a las flores que compramos y a los ratos que pasamos a las puertas de cines, a las llamadas de madrugada que se prolongaban durante horas, y a la incapacidad de pensar en nada ni en nadie más que en la persona que había aparecido y saqueado nuestros corazones y nuestro raciocinio. Nos recuerdan qué se siente al enlazar la mano por primera vez con la del otro y descubrir que encajan, a la piel de gallina que se nos ponía al percibir el perfume de su cuello y al temor por no saber nada de la persona de la que estábamos enamorándonos porque su historia todavía permanecía oculta en las estanterías. El lector es un voyeur benévolo, propenso a emocionarse y nostálgico.