Ahí estáis los dos, con vuestra serie de cajas pardas en fila contra una pared desnuda. Cada una es de un tamaño distinto; algunas birladas en el supermercado, otras que os ha proporcionado la empresa de mudanzas y aun otras de la última vez que cualquiera de los dos os mudasteis. Algunas se comban bajo el peso de artículos más pesados, y las cajas en las que alguien ha escrito «Utensilios de cocina» con rotulador negro se hunden en las etiquetadas con «Toallas». Debajo hay una amalgama de abrelatas, vasos para los cepillos de dientes y cestas para la ropa sucia que se están convirtiendo en un todo.
Cuando la mudanza termina, la puerta se cierra con un golpe que retumba por la casa y os deja a los dos con sentimientos contradictorios que mezclan el aturdimiento y el terror. Deslizáis la espalda por la pared y os sentáis en el suelo gastado, junto a los zócalos cubiertos de polvo. Una hora después, la comida que os han traído a domicilio y la bebida han corrido un cálido velo a vuestro alrededor. La vida es difusa y excitante, y lo bastante hermosa como para poner música y sacar libros de las cajas.
Bajo la capa de alegría, el proceso despierta cierto nerviosismo y encierra cuestiones de calado. Tal vez sea la primera vez que uno de los dos se ha ido a vivir formalmente con alguien que no sea de su familia. Los desacuerdos acechan en los muebles zapateros y en los cajones para los calcetines. Dado que los libros fueron tal vez una de las cosas que os unió en un primer momento, enseñaros mutuamente los ejemplares de vuestras bibliotecas provoca inquietud. Probablemente esto será lo más cerca que estéis de crear una familia política. ¿Cómo casar su perturbadoramente exhaustiva colección de libros sobre ferrocarriles con tus obras completas de Oscar Wilde? ¿Es mejor intercalar los montones al colocarlos en los estantes o dejar que preserven sus identidades separadas, con el añadido de aseguraros una ruptura fácil y limpia si ocurriera lo peor?
Aunque lo cierto es que todas las señales apuntan a que vuestra relación va bien, si es que una fusión puede sentar bien. Todas las cajas están abiertas. Una tras otra, novelas de veinte centímetros de alto y biografías de ocho centímetros de grueso abandonan en procesión sus chozas temporales. Las agrupáis juntas: sus novelas y las tuyas, tus libros de no ficción y los suyos, y luego los colocáis en las estanterías siguiendo un orden tan complejo como para que el anochecer de un jueves se convierta en el amanecer de un viernes. Y es bonito que más o menos cada media hora uno de los dos exclame: «¡Tengui!», «¡Repe!» o «¡Yo también tengo éste!». Hay muchos que ya sabíais que compartíais, pero su presencia por duplicado lo hace todo más tangible y lo dota de significado; y otros muchos que no teníais ni idea de compartir. En estos breves instantes de emparejamiento, es como si a vuestro alrededor cayeran gotitas de un futuro organizado. Vuestro nuevo piso no tarda en dejar de ser una carcasa vacía para convertirse en una cuna. Todo va a salir bien. El futuro es una promesa.