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PUNTOS DE LIBRO IMPROVISADOS

 

 

 

La lectura es una actividad placentera y sin complicaciones. De naturaleza simple, no requiere utensilios ni accesorios, sino únicamente un libro y un poco de tiempo robado. Ni siquiera es preciso el único complemento habitual: el punto de libro.

Los puntos de lectura son los segundos calcetines de la literatura, desaparecidos en combate de manera frecuente e inexplicable. Yo los he perdido de todo tipo: puntos de lectura con borlas, con un cordel de cuentas, con citas de Shakespeare, con cronologías históricas, confeccionados con cintas, de piel e incluso uno de madera con un espléndido diseño. Podrían forrarse las paredes de una catedral con la cantidad de puntos de lectura promocionales de cartulina que he extraviado.

Es una suerte que resulte tan placentero improvisar un punto de lectura a partir de cualquier objeto medianamente delgado que tengamos a mano. Los billetes de tren son puntos de lectura improvisados magníficos, como también lo son algunos encartes que se caen de los diarios, los menús de los restaurantes con servicio a domicilio, las tarjetas de los envoltorios de los regalos de cumpleaños e incluso algunas facturas. Existe también la opción de doblar la punta de la página, convirtiéndola en un triángulo que parece la mitad de un sándwich de una casa de muñecas. Pero ello supone un sacrilegio de una regla tácita, pues deja una cicatriz en el libro de por vida, y lo mismo ocurre si el libro se deja abierto por la página en curso, bocabajo en la mesilla de noche, poniendo en peligro su lomo, que quedará para siempre surcado por fallas tectónicas. A algunos de nosotros, tales prácticas nos resultan aceptables, encantadoras incluso, como dejar una huella o plantar nuestra bandera, como las marcas de la altura de un niño en el marco de una puerta que no volverá a repintarse nunca.

Todo esto surge del temor a perder el punto en el que interrumpimos la lectura y de la necesidad de hallarlo cuando el tiempo por fin se haya detenido y podamos reanudarla. También sirve para no releer una página o un fragmento cuando hay tantos otros libros en el mundo a la espera de que los leamos (por desgracia, leer ebrio obliga siempre a recapitular al día siguiente). Por supuesto, se puede intentar memorizar el número de la página en curso, jugar a adivinarlo posteriormente y descubrir que es correcto. El acierto incluso puede servir de excusa para una pequeña celebración. Que el riguroso avance de la lectura se controle de un modo tan espontáneo, tan azarosamente, nos recuerda que es el lector quien está al mando. Al margen de su orden, un libro se vuelve volátil a los caprichos y el desorden de su custodio, y dichosamente temporal. Los puntos de libro improvisados son castillos de arena construidos sobre autopistas.