7
El dispensario de Davie Beaton
Para mi sorpresa, cuando regresé al castillo, uno de los soldados de Colum me estaba esperando cerca del portón. Colum estaría encantado, me dijo, de recibirme en sus aposentos.
Las enormes ventanas estaban abiertas en el santuario privado del Señor del castillo y el viento soplaba a través de las ramas de los árboles cautivos con un sonido tal, que daba la impresión de estar al aire libre.
Cuando entré, el Señor del castillo estaba escribiendo. Se detuvo de inmediato y se puso en pie para recibirme. Después de preguntar brevemente por mi salud y mi bienestar, me guió hacia las jaulas, donde admiramos a los diminutos habitantes gorjear y brincar a través del follaje, excitados por el viento.
—Dougal y la señora Fitz dicen que tiene usted habilidad para curar —comentó Colum en tono relajado y estiró un dedo a través de la malla de la jaula. Un pequeño pinzón gris bajó en picado y aterrizó en él limpiamente. Sus garras diminutas se aferraron al dedo y las alas se abrieron para mantener el equilibrio. Colum le acarició la cabeza suavemente con el índice calloso de la otra mano. Observé con curiosidad la piel gruesa que rodeaba la uña. No parecía probable que realizara muchos trabajos manuales.
Me encogí de hombros.
—No hace falta ser muy hábil para vendar una herida superficial.
Colum sonrió.
—Quizá no, pero sí cuando debe hacerse de noche al borde del camino, ¿eh? Y la señora Fitz me ha dicho que ha arreglado usted el dedo roto de uno de sus ayudantes y que ha vendado el brazo quemado de una criada.
—Eso tampoco es muy difícil —respondí, preguntándome adónde querría llegar. Colum hizo señas a uno de sus asistentes, quien se apresuró a retirar un cuenco pequeño de uno de los cajones del escritorio. Colum le quitó la tapa y comenzó a desparramar las semillas del interior a través de la malla de la jaula. Los pajarillos se lanzaron de las ramas como pelotas de criquet rebotando en la parte central del campo y el pinzón voló hacia abajo para unirse a sus compañeros en el suelo.
—No tiene usted conexión alguna con el clan Beaton, ¿verdad? —inquirió MacKenzie. Recordé las preguntas de la señora FitzGibbons en nuestro primer encuentro: «¿Acaso es curandera? ¿O una Beaton?»
—No. ¿Qué tiene que ver el clan Beaton con el tratamiento médico?
Colum me miró con sorpresa.
—¿No ha oído hablar de ellos? Los curanderos del clan Beaton son famosos en las montañas. Muchos son viajeros. De hecho, tuvimos uno aquí durante un tiempo.
—¿Tuvieron? ¿Qué pasó con él? —pregunté.
—Murió —replicó sin inmutarse—. Contrajo fiebre y murió en menos de una semana. Desde entonces, no hemos tenido ningún curandero, salvo la señora Fitz.
—Parece muy competente —indiqué, pensando en el efectivo tratamiento que había aplicado a las magulladuras del joven Jamie. Al recordarlas, recordé lo que las había causado y sentí una punzada de resentimiento hacia Colum. Resentimiento y también precaución. Aquel hombre, recordé, era la ley, el juez y el jurado de la gente de sus tierras... y estaba acostumbrado a salirse siempre con la suya.
Colum asintió, todavía concentrado en los pájaros. Diseminó el resto de las semillas, favoreciendo con el último manojo a un sílvido azul y gris rezagado.
—Oh, sí. Es muy ducha en esos asuntos, pero ya tiene suficiente con el manejo del castillo y de todos sus habitantes, incluyéndome a mí —añadió con una repentina y encantadora sonrisa.
—Me preguntaba —continuó, tomando rápida ventaja de mi sonrisa a modo de respuesta—, viendo que no tiene usted mucho que hacer, si le gustaría echar un vistazo a las cosas que dejó Davie Beaton. Tal vez sepa usted cómo usar algunas de sus medicinas.
—Bueno... supongo que sí. ¿Por qué no? —A decir verdad, el ir y venir entre el jardín y la cocina comenzaba a aburrirme. Me interesaba averiguar qué solía utilizar el difunto señor Beaton.
—Angus o yo podríamos acompañar a la dama abajo, señor —sugirió con cortesía el asistente.
—No te molestes, John —respondió Colum y le hizo una señal atenta para que se marchara—. Yo mismo lo haré.
Bajó las escaleras con lentitud y evidente dolor. También era obvio que no deseaba ayuda, de modo que no se la ofrecí.
El dispensario del difunto Beaton resultó estar en un rincón remoto del castillo, oculto detrás de las cocinas. No quedaba cerca de nada excepto del cementerio, donde ahora descansaba su ex propietario. En lo alto de la pared externa del castillo, la habitación angosta y oscura poseía una única rendija diminuta; un pequeño rayo de luz solar cortaba el aire como un cuchillo, separando la oscuridad del alto cielo raso abovedado de la oscura penumbra inferior.
Escudriñé los rincones oscuros de la habitación y distinguí un armario alto, equipado con docenas de cajoncitos, cada uno con una etiqueta escrita con cuidada caligrafía. Botes, cajas y frascos de todas formas y tamaños abarrotaban los estantes que había sobre un mostrador donde, a juzgar por los residuos de manchas y un mortero sucio, el difunto Beaton solía mezclar medicinas.
Colum entró primero en el cuarto. Su entrada provocó un remolino de motas brillantes que resplandecieron bajo el haz de luz solar como el polvo agitado de una tumba al ser violada. Se detuvo un momento para que sus ojos se habituaran a la oscuridad, luego continuó avanzando despacio, mirando a un lado y a otro. Supuse que era la primera vez que entraba en aquel lugar.
Mientras observaba su progreso vacilante a través de la estrecha habitación, comenté:
—Los masajes podrían ayudarle algo, ¿sabe? A calmar el dolor. —Hubo un destello en los ojos grises. Por un momento, deseé no haber hablado. Pero el brillo desapareció casi al instante y fue reemplazado por la acostumbrada expresión de atención amable. —Deben hacerse con energía —agregué—. Sobre todo en la base de la columna.
—Lo sé —replicó—. Angus Mhor me los hace todas las noches. —Se interrumpió y cogió un frasco—. Parece que entiende de medicina.
—Algo —aventuré con cautela. Tenía la esperanza de que no tuviera intenciones de ponerme a prueba preguntándome el uso de toda aquella variedad de medicamentos. La etiqueta del frasco que sostenía decía PURLES OVIS. ¿Quién diablos sabía qué era aquello? Por fortuna, puso el frasco de nuevo en el estante y deslizó el dedo por un gran baúl que había cerca de la pared.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que alguien estuvo aquí —manifestó—. Le diré a la señora Fitz que envíe a uno de sus ayudantes a limpiar, ¿qué le parece?
Abrí la puerta de una alacena y la nube de polvo que se levantó me hizo toser.
—Será lo mejor —asentí. En el estante inferior había un grueso volumen con tapas de cuero azul. Al recogerlo, descubrí un libro más pequeño debajo. Tenía una encuadernación barata de género negro, muy gastada en los bordes.
El segundo libro resultó ser el cuaderno de anotaciones diarias de Beaton, en donde había registrado minuciosamente los nombres de sus pacientes, detalles de sus dolencias y el curso del tratamiento prescrito. Un hombre metódico, pensé con aprobación. Una de las entradas decía: «2 de febrero de 1741. Sarah Graham MacKenzie, lesión en pulgar causada por el huso. Se aplicó poleo hervido y una cataplasma de una medida de milenrama, hierba de San Juan, cochinillas de tierra y oreja de ratón, mezcladas con una base de arcilla fina.» ¿Cochinillas? ¿Oreja de ratón? Sin duda, algunas de las hierbas de los estantes.
—¿Se curó bien el pulgar de Sarah MacKenzie? —pregunté a Colum, cerrando el libro.
—¿Sarah? —dijo con aire pensativo—. No, creo que no.
—¿De veras? Me pregunto qué le habrá pasado —repuse—. Quizá la visite más tarde.
Colum denegó con la cabeza. Me pareció detectar una sonrisa amarga en sus labios gruesos y curvos.
—¿Por qué no? ¿Se ha marchado del castillo?
—Podría decirse que sí —contestó divertido—. Está muerta.
Me lo quedé mirando mientras cruzaba el suelo de piedra cubierto de polvo en dirección a la puerta.
—Esperemos que sea usted más efectiva como curandera que el difunto Davie Beaton, señora Beauchamp —declaró. Se volvió y se detuvo en la puerta, contemplándome con expresión burlona. El haz de luz caía sobre él como un proyector.
»Dudo que pueda ser peor —concluyó y desapareció en la oscuridad.
Paseé de un lado a otro del angosto cuarto, examinándolo todo. La mayoría era basura, probablemente, pero tal vez hubiera algunas cosas útiles que rescatar. Abrí un cajoncito de la cómoda del boticario y liberé una ráfaga de alcanfor. Bueno, eso era útil. Cerré el cajón y me limpié los dedos llenos de polvo en la falda. Sería mejor esperar a que las alegres criadas de la señora Fitz limpiasen el lugar antes de continuar con mis investigaciones.
Escudriñé el pasillo. Desierto. Ni un solo ruido. Pero no era tan ingenua para creer que no había nadie cerca. Estaba segura de que me vigilaban, sólo que quienes lo hacían, ya fuera por una orden o por mero tacto, eran bastante discretos. Cuando iba al jardín, alguien lo hacía conmigo. Cuando subía a mi dormitorio, alguien alzaba casualmente la vista para ver la dirección que tomaba. Y cuando entrábamos cabalgando en el castillo, no me pasaban inadvertidos los guardias armados que se refugiaban de la lluvia bajo un saledizo. No, no cabía duda de que no se me permitiría salir caminando de aquel sitio; mucho menos se me proporcionaría el transporte y los medios para hacerlo.
Suspiré. Al menos estaba sola por el momento. Y anhelaba la soledad, aunque sólo fuera por poco tiempo.
Había intentado en repetidas ocasiones reflexionar sobre todo cuanto me había ocurrido desde que entré en la piedra. Pero en aquel lugar los acontecimientos se sucedían con tanta rapidez que apenas había tenido un minuto para mí, salvo cuando dormía.
Sin embargo, ahora parecía tenerlo. Aparté la cómoda polvorienta de la pared y me senté reclinándome contra las piedras. Eran muy sólidas. Apoyé la palma de las manos contra ellas y pensé en el círculo de piedras, intentando recordar cada detalle de lo sucedido.
Las piedras que gritaban era lo último que de verdad podía afirmar que recordaba. E incluso tenía mis dudas al respecto. El ruido se había mantenido todo el tiempo. Era posible, pensé, que el ruido no hubiera provenido de las propias piedras sino de... lo que fuera... en lo que yo había entrado. ¿Eran las piedras una especie de puerta? ¿Adónde daban? No había palabras que explicaran lo sucedido. Supuse que se había producido una ruptura en el tiempo, porque yo había estado «entonces», y estaba «ahora», y las piedras eran la única conexión.
Y los sonidos. Habían sido abrumadores. Aunque, al evocarlos ahora, decidí que se parecían al estruendo de una batalla. El hospital de campaña donde había estado destinada lo habían bombardeado tres veces. Aun sabiendo que las endebles paredes de los hospitales de campaña no nos protegerían, los médicos, enfermeras y asistentes habíamos entrado de inmediato al oír la primera alarma, apiñándonos para infundirnos coraje. El valor escasea cuando los proyectiles silban sobre las cabezas y las bombas explotan en la puerta de al lado. Y el terror que había experimentado entonces era lo más parecido a lo que había sentido en la piedra.
Ahora me daba cuenta de que recordaba ciertas cosas acerca del viaje por la piedra. Detalles menores. Recordaba una sensación de lucha física, como de estar atrapada en algún tipo de corriente. Sí, fuera lo que fuera, había forcejeado deliberadamente contra ella. También había imágenes en la corriente, pensé. No eran imágenes concretas sino más bien pensamientos inconclusos. Algunos eran aterradores y me había apartado de ellos con violencia mientras... bueno, mientras «viajaba». ¿Había luchado por alcanzar otros? Tenía conciencia de haber peleado por alcanzar una superficie. ¿Acaso había escogido venir a este tiempo particular porque ofrecía cierto refugio de aquel torbellino vertiginoso?
Sacudí la cabeza. Pensar no me proporcionaba respuestas. Nada estaba claro, excepto el hecho de que tendría que regresar al círculo de piedras.
—¿Señora? —Una suave voz escocesa desde la puerta me hizo levantar la cabeza. Dos jovencitas, de unos dieciséis o diecisiete años, esperaban tímidamente en el pasillo. Llevaban ropas rústicas, zapatos pesados y pañuelos de lienzo casero sobre el cabello. La que había hablado sostenía un cepillo y varios trapos doblados y su compañera un balde con agua caliente. Las muchachas de la señora Fitz dispuestas a limpiar el dispensario.
—¿No la molestaremos, señora? —preguntó una con ansiedad.
—No, no —les aseguré—. De todos modos, ya me iba.
—Se ha perdido el almuerzo —me informó la otra—. Pero la señora Fitz nos pidió que le dijéramos que habrá comida para usted en la cocina a cualquier hora.
Miré por la ventana. En efecto, el sol ya había pasado su cenit. Sentí retortijones de hambre y sonreí a las muchachas.
—Creo que iré ahora mismo. Gracias.
Como temía que Jamie no comiera nada hasta la hora de cenar, volví a llevarle la comida a la pradera. Sentada en la hierba, observándolo comer, le pregunté por qué había vivido en los bosques, robando ganado en la frontera. Había visto suficiente de la gente que iba y venía de la aldea vecina y de los habitantes del castillo para saber que Jamie pertenecía a una familia de más alcurnia y era más instruido que la mayoría. A juzgar por la breve descripción que me había hecho de la finca familiar, era probable que proviniera de una familia bastante adinerada. ¿Por qué estaba tan lejos de su casa?
—Soy un fugitivo —declaró, como sorprendido de que yo lo ignorara—. Los ingleses han puesto un precio de diez libras esterlinas a mi cabeza. No tan cara como la de un salteador de caminos —añadió con desaprobación—, pero un poco más que la de un vulgar ratero.
—¿Sólo por obstrucción? —Me parecía increíble. Diez libras esterlinas allí constituían la mitad del ingreso anual de una granja pequeña. Me costaba creer que un único prisionero fugado valiera tanto para el gobierno inglés.
—Oh, no. Por asesinato.
Me atraganté con un bocado de pan adobado. Jamie me golpeó la espalda hasta que pude volver a hablar.
—¿A-a quién a-asesinaste? —pregunté con los ojos llorosos.
Se encogió de hombros.
—Bueno, es una historia extraña. En realidad, no maté al hombre por cuyo asesinato se me busca. ¡Ojo!, he matado a algunos soldados ingleses, así que supongo que no es injusto.
Se interrumpió y movió los hombros como si se frotara contra una pared invisible. Ya le había visto hacerlo antes, mi primera mañana en el castillo, cuando al curarlo noté las marcas en su espalda.
—Fue en el Fuerte William. Después de ser azotado por segunda vez, apenas me pude mover durante un día o dos, y las heridas me dieron fiebre. Cuando logré ponerme en pie, algunos... amigos trazaron un plan para sacarme del campamento por medios que prefiero no comentar. En todo caso, se armó un alboroto mientras escapábamos y un sargento mayor inglés cayó herido. Casualmente, era el hombre que me había azotado la primera vez. Pero yo no le había disparado, no tenía nada personal en su contra y de todos modos estaba demasiado débil para otra cosa que no fuera agarrarme al caballo. —La boca ancha se tensó y afinó—. Aunque si se hubiera tratado del capitán Randall, supongo que habría hecho el esfuerzo.
Se estiró la camisa de hilo rústico y se encogió de hombros.
—Pero así están las cosas. Ése es un motivo por el que no me alejo demasiado del castillo. Aquí en las montañas escocesas es poco probable que me tope con una patrulla inglesa, aunque cruzan la frontera con bastante frecuencia. Y también está la Guardia, pero tampoco se acercan mucho al castillo. Colum no necesita sus servicios, tiene sus propios hombres.
Sonrió y se pasó una mano por el cabello brillante y corto hasta dejarlo tieso como las púas de un erizo.
—No soy precisamente discreto, sabes. Dudo que haya confidentes en el castillo, pero si en la campiña se supiera que soy un hombre buscado, podría haber unos pocos a quienes les agradaría ganarse unas monedas revelando mi paradero a los ingleses. —Me sonrió—. Ya habrás adivinado que mi nombre no es MacTavish, ¿verdad?
—¿Lo sabe el Señor del castillo?
—¿Que soy un fugitivo? Oh, sí, Colum lo sabe. Es muy posible que la mayoría de las personas de por aquí lo sepan. Lo que ocurrió en el Fuerte William produjo bastante conmoción en su momento y las noticias vuelan por estos parajes. Lo que no se sabrá es que el hombre buscado es Jamie MacTavish; siempre que no me vea nadie que me conozca por mi verdadero nombre. —Todavía tenía el cabello absurdamente tieso. Experimenté un impulso repentino de alisárselo, pero me contuve.
—¿Por qué llevas el pelo corto? —pregunté de repente. Luego me ruboricé—. Lo siento, no es asunto mío. Es que me llama la atención, ya que casi todos los hombres que he visto lo llevan largo...
Jamie se aplastó el cabello con cierta timidez.
—Solía llevarlo largo. Ahora lo tengo corto porque los monjes tuvieron que afeitarme la nuca y aún no ha pasado suficiente tiempo para que me crezca de nuevo.
Se inclinó hacia delante, invitándome a inspeccionarle la nuca.
—¿Lo puedes distinguir?
Lo podía notar sin duda alguna. Y también lo vi cuando aparté el tupido cabello: una cicatriz de quince centímetros, todavía rosada y prominente. Deslicé un dedo con suavidad por toda su extensión. La curación y la sutura se habían hecho limpiamente. Una herida de ese tipo debió de sangrar mucho.
—¿Tienes dolores de cabeza? —pregunté en tono profesional. Jamie se enderezó, acomodando el pelo sobre la herida. Asintió.
—A veces, aunque no tan fuertes como antes. Estuve ciego durante un mes. La cabeza me dolía muchísimo todo el tiempo. El dolor fue desapareciendo a medida que recuperaba la vista. —Parpadeó varias veces, como probando su visión.
—De vez en cuando se me nubla —explicó—. Cuando estoy muy cansado, lo veo todo borroso.
—Fue un milagro que no te matara —dije—. Tu cráneo debe de ser muy duro.
—Eso seguro. Puro hueso, según mi hermana. —Ambos reímos.
—¿Cómo sucedió? —pregunté. Jamie frunció el entrecejo y la inseguridad ensombreció su rostro.
—Bueno, ésa es la pregunta clave —respondió con lentitud—. No recuerdo nada al respecto. Me encontraba cerca de Carriarick Pass con unos chicos del lago Laggan. Lo último que recuerdo es que me abría paso montaña arriba a través de un matorral. Recuerdo haberme lastimado la mano con un arbusto de acebo y pensado que las gotas de sangre se parecían a las bayas. Y luego me desperté en Francia, en la abadía de Sainte Anne de Beaupré. La cabeza me retumbaba como un tambor y alguien a quien no veía me daba algo fresco para beber.
Se frotó la nuca como si aún le doliera.
—A veces me parece recordar algo —una lámpara sobre mi cabeza que se mecía de un lado a otro, una especie de gusto dulce y grasiento en los labios, gente diciéndome cosas—, pero no sé si son reales. Sé que los monjes me dieron opio y que soñé casi todo el tiempo.
Cerró los ojos y se apretó los párpados con los dedos.
—Había un sueño que se repetía una y otra vez. Raíces de árboles nacían dentro de mi cabeza; crecían y se abultaban, me salían por los ojos y bajaban por mi garganta para estrangularme. No acababa allí: las raíces se retorcían y curvaban y se volvían cada vez más grandes. Por fin, adquirían el tamaño suficiente para hacer que me estallara la cabeza y entonces me despertaba con el ruido de huesos partiéndose con un crujido. —Hizo una mueca—. Era un chasquido ahogado, como el de disparos bajo el agua... ¡Ajjj!
De pronto, una sombra cayó sobre nosotros y una bota enérgica golpeó las costillas de Jamie.
—Bastardo holgazán —dijo el recién llegado sin animosidad—. Atiborrándote de comida mientras los caballos se vuelven cada vez más salvajes. ¿Cuándo vas a amansar esa potranca, eh, muchacho?
—Nunca si antes muero de hambre, Alec —respondió Jamie—. Entretanto, come algo; hay mucho. —Entregó un trozo de queso a una mano deformada por la artritis. Los dedos, curvados de manera permanente, se cerraron alrededor del queso en tanto su dueño se dejaba caer sobre la hierba.
Con modales sorprendentemente corteses, Jamie presentó al visitante; Alec McMahon MacKenzie, caballerizo mayor del castillo Leoch.
El caballerizo mayor, regordete, vistiendo calzones de cuero y camisa áspera, poseía un aire de autoridad suficiente, decidí, para domar al semental más terco. Un «ojo como el de Marte: para amenazar o mandar», la cita me vino a la mente de inmediato. De hecho, lo de un ojo era así, puesto que tenía el otro cubierto con un parche negro. Como para compensar la pérdida, las cejas brotaban desde un punto central y largos pelos grises, como antenas de insectos, se agitaban amenazantes desde los mechones marrones de la base.
Tras una inclinación de cabeza, el viejo Alec (así lo llamaba Jamie, sin duda para distinguirlo del joven Alec que había sido mi guía) se olvidó de mí y dividió su atención entre la comida y los tres potrillos que movían sus colas en la pradera de abajo. Perdí el interés durante una larga discusión sobre la paternidad de varios caballos, detalles de antecedentes de cría del establo entero a lo largo de años y un número de puntos incomprensibles sobre la conformación equina relacionados con jarretes, cruces, hombros y demás anatomía. Dado que lo único que yo distinguía en un caballo eran la nariz, la cola y las orejas, aquellas sutilezas se me escapaban.
Me apoyé en los codos y disfruté del cálido sol de primavera. Flotaba una paz curiosa, la sensación de que las cosas seguían su curso en silencio, al margen de los trastornos y agitaciones humanos. Quizás era la paz que siempre se siente al aire libre, lejos de los edificios y el bullicio. Tal vez era resultado de mi trabajo en el jardín, ese callado placer de cuidar plantas en crecimiento y ayudarlas a florecer. Quizá sólo se tratara del alivio de haber encontrado al fin algo que hacer, en vez de pasearme por el castillo sintiéndome fuera de lugar y llamando la atención como una mancha de tinta en un secante.
Pese a no tomar parte en la conversación sobre caballos, aquí no me sentía en absoluto fuera de lugar. El viejo Alec actuaba como si yo fuera parte del paisaje y si bien Jamie me dirigía alguna que otra mirada ocasional, también terminó por ignorarme a medida que la conversación iba adoptando poco a poco el ritmo resbaladizo del gaélico, señal evidente del compromiso emocional de un escocés en el tema en discusión. Como no comprendía el significado de las palabras, su sonido me resultaba tan relajante como el zumbido de las abejas en las flores del brezal. Extrañamente complacida y amodorrada, aparté todo pensamiento sobre las sospechas de Colum, mi propia situación y otras ideas perturbadoras. «Basta a cada día su propio mal», pensé soñolienta, recogiendo la cita bíblica de algún rincón apartado de mi memoria. Pudo haber sido el frío por el paso de una nube o el cambio de tono de la conversación masculina lo que me despertó un rato después. Los hombres habían retomado el inglés y hablaban con seriedad. Ya no se trataba de la charla sin rumbo de dos fanáticos de los caballos.
—Falta menos de una semana para la Reunión, muchacho —decía Alec—. ¿Has decidido qué harás entonces?
Jamie exhaló un largo suspiro.
—No, Alec, aún no. A veces pienso una cosa y luego otra. No puedo negar que me gusta estar aquí, trabajando con los animales y contigo. —Hubo una sonrisa en algún lugar de la voz del muchacho, que se desvaneció mientras proseguía—. Y Colum me prometió... bueno, supongo que no sabes nada de eso. Pero, ¿besar la espada y adoptar el nombre de MacKenzie y renegar de mis orígenes? No, no puedo decidirme a hacerlo.
—Eres tan obstinado como tu padre —le regañó Alec, aunque las palabras destilaban cierta aprobación—. En ocasiones te pareces a él, pero eres alto y rubio como tu familia materna.
—Le conociste, ¿verdad? —Jamie sonaba interesado.
—Oh, poco. Pero oí hablar mucho de él. He vivido en Leoch desde antes de que se casaran tus padres. Y cuando escuchas a Dougal y a Colum hablar de Brian el Negro, no puedes evitar imaginarte al mismísimo diablo, o a alguien peor. Y a tu madre como la Virgen María, arrastrada al infierno por él.
Jamie rió.
—Y yo soy como él, ¿no es cierto?
—Eres eso y mucho más, muchacho. Sí, entiendo por qué te resultaría intolerable ser hombre de Colum. Pero por otra parte, tendría sus ventajas, ¿no? Por ejemplo, si se peleara a favor de los Estuardo y Dougal se saliera con la suya. Únete al lado correcto en esa lucha, muchacho, y recuperarás tus tierras y más, haga lo que haga Colum.
Jamie contestó con lo que yo llamaba un «ruido escocés», ese sonido indeterminado que nacía en lo más profundo de la garganta y cuyo significado podía interpretarse de muchas maneras. Aquel ruido en particular pareció indicar cierta duda en cuanto a la posibilidad de un resultado tan deseable.
—Sí —replicó—, ¿y si Dougal no se saliera con la suya? ¿O si la lucha se librara contra la casa de los Estuardo?
Alec produjo su propio sonido gutural.
—Entonces quédate aquí, muchacho. Sé caballerizo mayor en mi lugar. No viviré mucho tiempo y no sé de nadie que tenga una mano tan buena con los caballos.
El gruñido modesto de Jamie señaló agradecimiento por el cumplido.
El hombre mayor continuó, haciendo caso omiso de las interrupciones.
—Los MacKenzie también son familiares tuyos, no se trata de renegar de tu sangre. Y hay otros asuntos que considerar... —Su voz adoptó un tono burlón—. Como la señorita Laoghaire, ¿quizá?
Obtuvo otro ruido por respuesta, éste indicando vergüenza y deseo de descartar el tema.
—Vamos, muchacho. Un joven no se deja golpear por una muchacha que no le interesa. Y sabes que su padre no le permitirá casarse con alguien ajeno al clan.
—Era muy joven, Alec. Y me dio lástima —alegó Jamie como a la defensiva—. Eso es todo. —Ahora fue Alec quien profirió el ruido escocés, un bufido gutural de incredulidad irónica.
—Eso cuéntaselo a otro, muchacho. Bueno, aun descartando a Laoghaire, serías mejor partido si tuvieras un poco de dinero y un futuro. Y lo tendrías si fueras el próximo caballerizo mayor. Podrías elegir a las muchachas... ¡si es que una no te elige a ti primero! —Alec resopló con la alegría semicontenida de un hombre que no ríe a menudo—. ¡Serían como moscas alrededor de la miel! ¡Incluso sin un centavo y sin título, como estás ahora, suspiran por ti... las he visto! —Otro resoplido—. ¡Hasta la Sassenach no te quita los ojos de encima y es una viuda reciente!
Deseando impedir lo que prometía ser una serie de comentarios personales muy desagradables, resolví que era hora de despertarme oficialmente. Me desperecé, bostecé y me senté, frotándome los ojos para evitar mirar a ninguno de los dos hombres.
—Mmmm. Creo que me quedé dormida —dije, parpadeando. Jamie, con las orejas un poco coloradas, desplegaba un interés exagerado en envolver los restos del picnic. El viejo Alec me observó con fijeza, como si me viera por primera vez.
—¿Te atraen los caballos, eh, jovencita? —inquirió.
Dadas las circunstancias, no podía decir que no. Convine en que los caballos eran muy interesantes y fui obsequiada con una detallada explicación sobre la potranca del corral, que ahora, soñolienta, agitaba la cola para ahuyentar a las moscas ocasionales.
—Puedes venir a mirar cuando quieras, muchacha —concluyó Alec—. Siempre que no te acerques demasiado a los caballos y los distraigas. Tienen que trabajar, sabes. —Eso era sin duda una forma de despacharme, pero me mantuve firme, recordando el propósito original que me había llevado allí.
—Sí, tendré cuidado la próxima vez —prometí—. Pero antes de regresar al castillo, quería revisar el hombro de Jamie y quitarle las vendas.
Alec asintió con lentitud, pero para mi sorpresa, fue Jamie quien rehusó mis atenciones. Se volvió para regresar al corral.
—Ah, eso puede esperar —respondió sin mirarme—. Todavía queda mucho por hacer hoy. Quizá más tarde, después de cenar. —Era muy extraño, ya que antes no había demostrado prisa por volver a su trabajo. Pero no podía obligarlo a someterse a mis servicios si no lo deseaba. Me encogí de hombros y convine en encontrarnos después de cenar. Luego me encaminé cuesta arriba para volver al castillo.
Mientras subía la colina, reflexioné sobre la forma de la cicatriz en la cabeza de Jamie. No era una línea recta, del tipo de las que podría hacer un espadón inglés. La herida era curva, como causada por un hacha. ¿Un hacha Lochaber? Pero según tenía entendido, aquellas hachas asesinas habían sido... no, me corregí, eran... utilizadas sólo por miembros de un clan.
No se me ocurrió hasta que me hube alejado. Para ser un fugitivo con enemigos desconocidos, Jamie había sido demasiado confiado con una extraña.
Dejé el cesto del picnic en la cocina y regresé al dispensario del difunto Beaton, limpio y prístino después de la visita de las vigorosas asistentas de la señora Fitz. Hasta los frascos de vidrio resplandecían bajo la luz mortecina de la ventana.
El armario parecía un buen sitio por donde empezar, con un inventario ya disponible de hierbas y medicamentos. La noche anterior, antes de dormirme, había dedicado unos minutos a hojear el libro de tapas de cuero azules que había cogido del dispensario. Había resultado ser una «Guía y Manual de Medicina», un listado de recetas para el tratamiento de una variedad de síntomas y enfermedades cuyos ingredientes, al parecer, se hallaban desplegados delante de mí.
El libro se dividía en varias secciones: «Centáureas, Eméticos y Electuarios», «Píldoras», «Yesos Surtidos y sus Virtudes», «Extractos y Teríacas» y una sección bastante extensa bajo el título ominoso de «Purgantes».
Al leer algunas de las recetas, el motivo de la falta de éxito del difunto Davie Beaton con sus pacientes se hizo evidente. «Para el dolor de cabeza —decía una entrada—, coger una bola de estiércol de caballo, secarla con cuidado, triturarla y mezclarla con cerveza caliente. En caso de convulsiones infantiles, aplicar cinco sanguijuelas detrás de la oreja.» Y unas páginas después, «los extractos hechos con raíces de celidonia, cúrcuma y el jugo de doscientas cochinillas son de gran utilidad en caso de ictericia». Cerré el libro, asombrada por la cantidad de pacientes del difunto doctor que según su diario meticuloso, no sólo habían sobrevivido al tratamiento recetado sino que, de hecho, se habían recuperado de sus dolencias originales.
Había un gran bote marrón que contenía varias bolas de aspecto dudoso. Considerando las recetas de Beaton, no albergaba demasiadas dudas con respecto a su contenido. Lo giré y leí triunfante la etiqueta escrita a mano: ESTIÉRCOL DE CABALLO. Deduje que la conservación de ese tipo de substancia no ayudaba a mejorarla, así que la aparté cuidadosamente sin abrirla.
Investigaciones subsiguientes demostraron que PURLES OVIS era una versión latina de una substancia similar, esta vez del carnero. OREJA DE RATÓN también resultó ser de naturaleza animal en vez de herbácea y aparté el frasco con las diminutas orejas secas y rosadas sin poder evitar un escalofrío.
Me había estado preguntando acerca de las «cochinillas», escrito también como «cochinilas» y «cochinilias». Parecían constituir un ingrediente importante de varios medicamentos, de manera que me alegró ver un frasco transparente y tapado con un corcho con ese nombre en la etiqueta. Estaba lleno hasta la mitad con unas pequeñas pastillas grises. Las píldoras no tenían más de medio centímetro de diametro y eran de una redondez tan perfecta que me maravillé de la habilidad farmacéutica de Beaton. Acerqué el frasco a mi rostro, desconcertada por su liviandad. Luego vi las finas estrías a través de cada «píldora» y las patas microscópicas dobladas en el pliegue central. Bajé el frasco deprisa, me limpié la mano en el delantal y realicé otra entrada en la lista mental que había estado compilando. Para «cochinillas» anoté «bicho bolita».
Había una cantidad de substancias más o menos inofensivas en los frascos de Beaton; otros contenían hierbas secas o extractos que podrían ser útiles. Encontré algo del polvo de raíz de lirio y del vinagre aromático que la señora Fitz había empleado para curar las heridas de Jamie MacTavish. También hallé angélica, ajenjo, romero, y algo etiquetado como ARAG HEDIONDO. Lo abrí con precaución, pero resultó tratarse de puntas tiernas de ramas de abeto. Una agradable fragancia balsámica emanó de la botella sin sellar. La dejé abierta sobre la mesa para perfumar el aire del cuartito mientras continuaba con mi inventario.
Descarté botes de caracoles secos; ACEITE DE LOMBRIZ... que parecía ser exactamente eso; VINUM MILLEPEDATUM... milpiés triturados y remojados en vino; POLVO DE MOMIA EGIPCIA... un polvo de aspecto indeterminado cuyo origen era más probable que fuera de la orilla de un arroyo antes que de la tumba de un faraón; SANGRE DE PALOMA, huevos de hormiga, unos cuantos sapos secos envueltos concienzudamente en moho, y CRÁNEO HUMANO, TRITURADO. ¿De quién?, me pregunté.
Me llevó casi toda la tarde terminar la inspección del armario y de la cómoda llena de cajones. Cuando hube acabado, un gran montón de botellas, cajas y frascos para tirar se alzaba al otro lado de la puerta del dispensario. En el armario quedó una colección bastante más reducida.
Había dudado un tiempo con un gran paquete de telarañas. Tanto la «Guía» de Beaton como mis débiles recuerdos de medicina casera sostenían que las telarañas servían para vendar heridas. Aunque me inclinaba a considerar esa utilidad como completamente antihigiénica, mi experiencia con vendas de hilo al borde del camino me había demostrado la conveniencia de tener vendajes con adhesivo además de absorbentes. Por fin, devolví las telarañas al armario con la idea de averiguar si había alguna forma de esterilizarlas. No podía hervirlas, pensé. Tal vez el vapor las limpiara sin destruir su viscosidad.
Me froté las manos en el delantal y reflexioné. Había hecho un inventario de casi todo... excepto del baúl de madera. Levanté la tapa y el hedor que salió del interior me hizo retroceder al instante.
El baúl era el depósito de las actividades quirúrgicas de Beaton. Dentro había sierras de aspecto siniestro, cuchillos, cinceles y otras herramientas más adecuadas para la construcción que para usarlas en delicados tejidos humanos. El hedor derivaba del hecho de que Davie Beaton no había creído necesario limpiar sus instrumentos después de utilizarlos. Hice una mueca de desagrado al ver manchas oscuras en algunas de las hojas y cerré la tapa con violencia.
Arrastré el baúl hacia la puerta. Mi intención era decirle a la señora Fitz que los instrumentos, una vez hervidos, debían entregarse al carpintero del castillo, si es que existía tal individuo.
Un movimiento a mis espaldas me alertó a tiempo para evitar chocar contra la persona que acababa de entrar. Me volví y vi a dos jóvenes, uno sosteniendo al otro, que se apoyaba en un solo pie. El otro estaba vendado descuidadamente con harapos manchados de sangre fresca.
Miré a mi alrededor y luego señalé el baúl, a falta de otra cosa.
—Siéntate —dije. Aparentemente, el nuevo médico del castillo Leoch ya ejercía.