9
La Reunión
Mi vida parecía estar tomando cierta forma, casi una rutina. Me despertaba al amanecer con el resto de los habitantes del castillo y desayunaba en el gran salón. Luego, si la señora Fitz no tenía pacientes para que atendiera, trabajaba en los inmensos jardines del castillo. Varias mujeres también trabajaban allí con regularidad, acompañadas de un batallón de asistentes de distintos tamaños que iban y venían acarreando desechos, herramientas y montones de abono. Por lo general, yo pasaba casi todo el día allí; a veces iba a las cocinas para ayudar a preparar un cultivo recién cosechado para comer o conservar, a menos que una emergencia médica requiriera mi presencia en el «cuarto oscuro», como llamaba al dispensario de horrores del difunto Beaton.
De vez en cuando, aceptaba una invitación de Alec y visitaba el establo o el corral, disfrutando con la visión de los caballos mudando sus desgreñados pelajes de invierno por el pelo más fuerte y brillante de la primavera. Algunas noches, me acostaba nada más cenar, exhausta por el trabajo del día. Otras, cuando podía mantener los ojos abiertos, me unía a la tertulia en el gran salón para escuchar historias, canciones o la música de arpas o gaitas. Podía quedarme horas escuchando a Gwyllyn, el poeta galés, extasiada a pesar de que la mayoría de las veces no entendía ni una sola palabra de lo que decía.
A medida que los habitantes del castillo se acostumbraban a mi presencia y yo a la de ellos, algunas mujeres comenzaron a realizar tímidas tentativas de amistad y a incluirme en sus conversaciones. Sentían una enorme curiosidad por mí, pero yo respondía a sus preguntas vacilantes con variaciones de la historia que había contado a Colum. Al cabo de un tiempo, lo aceptaron como todo cuanto les era posible saber. No obstante, al descubrir que yo sabía de medicina y de curaciones, el interés por mí se acrecentó y empezaron a formularme preguntas sobre las dolencias de sus hijos, esposos y animales, en la mayoría de los casos sin establecer demasiada diferencia entre los dos últimos en cuanto a nivel de importancia.
Además de las preguntas normales y los chismorreos, se hablaba mucho de la inminente reunión que yo había oído mencionar a Alec en el cercado. Deduje que se trataba de una ocasión significativa y los preparativos me lo confirmaron. Cantidades constantes y copiosas de alimentos fluían a las inmensas cocinas y más de veinte reses despellejadas colgaban en el cobertizo del matadero, detrás de una cortina de humo fragante que ahuyentaba las moscas. Toneles de cerveza llegaron en carretas y fueron transportados a las bodegas inferiores del castillo; bolsas de harina fina fueron traídas del molino de la aldea para ser horneada. Diariamente, se llenaban canastos de cerezas y albaricoques en los huertos del otro lado de la muralla del castillo.
Fui invitada a participar en una de esas expediciones para recoger frutas junto con otras mujeres jóvenes. Acepté sin titubear, ansiosa por huir de las paredes de piedra.
Se estaba estupendamente en el huerto y disfruté paseando en la fresca bruma de la mañana escocesa buscando las cerezas brillantes y los albaricoques suaves e hinchados entre las hojas húmedas de los frutales y apretándolos con suavidad para evaluar el grado de madurez. Escogíamos sólo los mejores, los dejábamos caer en montones jugosos dentro de nuestros cestos y comíamos tantos como podíamos, reservando lo que quedaba para preparar tartas y budines. Los inmensos estantes de la despensa estaban ahora atiborrados de pasteles, jarabes de fruta, jamones y exquisiteces varias.
—¿Cuánta gente suele venir a la Reunión? —pregunté a Magdalen, una joven de quien me había hecho amiga.
La muchacha frunció su nariz chata y pecosa mientras pensaba.
—No lo sé con exactitud. La última gran Reunión en Leoch fue hace más de veinte años. Entonces había quizás unos diez hombres cuando murió el viejo Jacob, sabes, y Colum fue designado Señor del castillo. Este año tal vez sean más. Ha sido un buen año para las cosechas y la gente tendrá más dinero ahorrado, así que muchos traerán a sus esposas e hijos.
Los visitantes ya comenzaban a arribar al castillo, aunque había oído decir que la parte oficial de la Reunión, el juramento, la cacería y los juegos no tendrían lugar hasta varios días después. Los arrendatarios y colonos más ilustres de Colum fueron alojados en el castillo mismo, en tanto que los soldados y campesinos más pobres levantaron un campamento en una pradera en barbecho más allá del arroyo que alimentaba al lago del castillo. Hojalateros ambulantes, gitanos y vendedores de artículos menores habían montado una feria improvisada cerca del puente. Los habitantes tanto del castillo como de la aldea vecina habían empezado a visitar el lugar al atardecer, cuando el trabajo del día estaba concluido, para comprar herramientas y algún adorno, admirar a los malabaristas y ponerse al día de los últimos chismes.
Yo vigilaba con atención todo cuanto sucedía y frecuentaba los establos y el corral. Ahora había muchísimos caballos, ya que se habían sumado los de los visitantes. En medio de la confusión y el alboroto de la Reunión, pensé, no me resultaría difícil encontrar una oportunidad para escapar.
Conocí a Geillis Duncan durante una de las expediciones al huerto. Había descubierto un brote de Ascaria debajo de las raíces de un aliso y estaba buscando más. Los sombreretes escarlatas crecían en montones diminutos, sólo cuatro o cinco hongos en un grupo, pero había varios montones diseminados a través del alto césped en aquella parte del huerto. Las voces de las mujeres que recogían fruta se fueron extinguiendo gradualmente mientras me abría paso hacia el extremo del huerto agachándome o poniéndome a cuatro patas para juntar los frágiles tallos.
—Ésos son venenosos —pronunció una voz a mis espaldas. Me enderecé sobre el brote de Ascaria que había estado arrancando y me golpeé la cabeza con la rama de un pino.
Cuando se aclaró mi visión, advertí que las carcajadas provenían de una mujer alta y joven, tal vez unos pocos años mayor que yo, con cabello y piel claros y los ojos verdes más bonitos que jamás había visto.
—Perdona que me haya reído de ti —añadió, luciendo hoyuelos mientras bajaba a la hondonada donde estaba yo—. No pude evitarlo.
—Supongo que he hecho el ridículo —contesté con poca amabilidad y me froté la cabeza dolorida—. Y gracias por la advertencia, pero sé que esos hongos son venenosos.
—Ah, ¿lo sabes? Entonces dime, ¿a quién planeas asesinar con ellos? ¿A tu esposo, quizá? Después cuéntame si da resultado y lo intentaré con el mío. —Su sonrisa era contagiosa y me sorprendí devolviéndosela.
Expliqué que aunque los sombreretes crudos eran en efecto venenosos, se podía preparar un polvo con los hongos secos que, aplicado localmente, resultaba muy eficaz para detener hemorragias. Al menos eso decía la señora Fitz; y yo era más propensa a confiar en ella que en la «Guía de Medicina» de Davie Beaton.
—¡Que me cuelguen! —dijo sin dejar de sonreír—. ¿Y sabías que éstas... —se inclinó y tomó un puñado de florecitas azules con hojas en forma de corazón— sirven para provocar una hemorragia?
—No —repliqué con asombro—. ¿Por qué querría alguien provocar una hemorragia?
La mujer me contempló con una expresión de paciencia exasperada.
—Para deshacerse de un hijo no deseado, a eso me refiero. Te produce el flujo, pero sólo si lo usas a tiempo. Demasiado tarde, puede matarte a ti y al niño.
—Pareces saber mucho al respecto —manifesté, todavía atormentada por haber quedado como una estúpida.
—Un poco. Las chicas de la aldea me consultan con frecuencia acerca de estos temas. Y a veces también las mujeres casadas. Dicen que soy una bruja —añadió, abriendo sus ojos resplandecientes con fingida sorpresa. Sonrió—. Pero mi esposo es el procurador, así que se cuidan de no gritarlo. En cuanto a ese joven que trajiste contigo —prosiguió, asintiendo con aprobación—, he vendido varias pociones de amor para ser utilizadas con él. ¿Es tuyo?
—¿Mío? ¿Quién? ¿Te refieres a..., eh... Jamie? —Estaba azorada.
La joven parecía divertida. Se sentó en un tronco y enroscó con pereza un bucle de su cabello claro alrededor del dedo índice.
—Sí, ése. Varias se contentarían con un hombre con ojos y cabello como los de él, sin importar el precio por su cabeza o si tiene dinero. Por supuesto, sus padres podrían pensar de otro modo.
»Pero yo —continuó, clavando la mirada en la distancia—, soy una persona práctica. Me casé con un hombre con una casa, algo de dinero ahorrado y buena posición. Apenas le queda cabello y nunca me fijé en sus ojos. Pero no me molesta demasiado. —Alargó el cesto que llevaba para que yo lo examinara. Cuatro raíces bulbosas yacían en el fondo.
—Raíz de malva —aclaró—. De vez en cuando, mi marido sufre de escalofríos en el estómago. Pedorrea como un buey.
Creí apropiado detener el curso de la conversación antes de que las cosas se descontrolaran.
—No me he presentado —declaré y estiré una mano para ayudarla a levantarse—. Mi nombre es Claire. Claire Beauchamp.
La mano que estrechó la mía era delgada, con dedos blancos, largos y ahusados. Noté que las yemas estaban manchadas, probablemente por los jugos de las plantas y bayas que había junto a las raíces de malva en el interior de la canasta.
—Sé quién eres —respondió—. Se ha hablado mucho de ti en la aldea desde que llegaste al castillo. Mi nombre es Geillis, Geillis Duncan. —Echó un vistazo dentro de mi cesto—. Si estás buscando balgan-buachrach, puedo enseñarte dónde crecen mejor.
Acepté la invitación y deambulamos a través de los valles cercanos al huerto. Husmeamos debajo de troncos podridos y nos arrastramos alrededor de pequeños lagos centelleantes donde abundaban los diminutos hongos. Geillis sabía mucho de plantas locales y sus aplicaciones medicinales, aunque sugirió varios usos que consideré cuestionables, por no decir algo peor. Me parecía en extremo improbable, por ejemplo, que la romaza pudiera ser efectiva para hacer crecer verrugas en la nariz de un rival. Y dudaba mucho que la betónica fuera útil para transformar sapos en palomas. Geillis me dio estas explicaciones con una mirada pícara que insinuaba que estaba poniendo a prueba mis propios conocimientos o quizá la sospecha local de brujería.
Pese a la provocación ocasional, era una compañera agradable, con gran ingenio y una visión alegre aunque cínica de la vida. Parecía saber todo lo que se podía saber acerca de todos en la aldea, la campiña y el castillo y nuestras exploraciones fueron intercaladas con descansos durante los cuales me entretuvo con quejas acerca de los problemas estomacales de su esposo y chismes divertidos pero maliciosos.
—Dicen que Hamish no es hijo de su padre —aventuró en determinado momento, refiriéndose al único hijo de Colum.
El comentario no me sorprendió, dado que ya había sacado mis propias conclusiones en ese sentido. Sólo me sorprendía que hubiera nada más que un niño de parentesco dudoso. Suponía que Letitia había sido afortunada o lo bastante inteligente para recurrir a tiempo a alguien como Geilie. Imprudentemente lo comenté.
Geilie echó hacia atrás su largo cabello rubio y rió.
—No, no. La bella Letitia no necesita ninguna ayuda para esas cosas, créeme. Si la gente busca una bruja en las inmediaciones, harían mejor en fijarse en el castillo y no en la aldea.
Ansiosa por pasar a un tema más seguro, me aferré a lo primero que me vino a la mente.
—Si Hamish no es hijo de Colum, ¿de quién se supone que es? —pregunté, subiéndome a un montón de grandes rocas.
—Bueno, del muchacho, por supuesto. —Se volvió para mirarme, la boca pequeña burlona y los ojos verdes brillando con picardía—. Del joven Jamie.
Regresé sola al huerto y me encontré con Magdalen. Tenía el cabello desordenado debajo del pañuelo y los ojos muy abiertos con preocupación.
—Ah, estás aquí —dijo y suspiró con alivio—. Estábamos volviendo al castillo cuando noté que faltabas.
—Ha sido muy amable por tu parte regresar a buscarme —expresé. Recogí el cesto de cerezas que había dejado sobre la hierba—. Pero conozco el camino.
Magdalen meneó la cabeza.
—No deberías caminar sola por los bosques, querida. En especial con todos los hojalateros y personas que vienen para la Reunión. Colum ha dado órdenes... —Se interrumpió con brusquedad y una mano sobre la boca.
—¿De que me vigilen? —aventuré con gentileza. Magdalen sacudió la cabeza con evidente temor a que yo me ofendiera. Me encogí de hombros y traté de esbozar una sonrisa tranquilizadora.
—Bueno, supongo que es natural —continué—. Después de todo, sólo tiene mi palabra en cuanto a quién soy y cómo llegué aquí. —La curiosidad me venció—. ¿Quién piensa que soy? —pregunté. Pero la muchacha se limitó a menear la cabeza.
—Eres inglesa —sentenció.
Al día siguiente, no regresé al huerto. No porque se me hubiera ordenado permanecer en el castillo sino porque hubo un súbito brote de intoxicación entre los habitantes del castillo que requirió mis servicios médicos. Hice todo lo posible por las víctimas y salí a rastrear el origen del problema.
Éste resultó ser una res vacuna contaminada proveniente del matadero. Al día siguiente, estaba en el cobertizo echándole un discurso al ahumador principal con respecto a los métodos apropiados de preservación de la carne, cuando la puerta se abrió a mis espaldas y una ola espesa de humo asfixiante me cubrió.
Me volví con los ojos llorosos y vi a Dougal MacKenzie aparecer entre nubes de humo de madera de roble.
—¿Así que no sólo supervisa usted a los enfermos sino también el matadero, señora? —inquirió en tono burlón—. Muy pronto controlará todo el castillo y la señora Fitz tendrá que buscarse otro empleo.
—No abrigo ningún deseo de tener algo que ver con su inmundo castillo —repliqué. Me enjugué los ojos húmedos y el pañuelo se manchó con carbón—. Lo único que quiero es irme de aquí. Lo más pronto posible.
Dougal inclinó la cabeza con cortesía y sin dejar de sonreír.
—Bueno, tal vez pueda satisfacer ese deseo, señora —repuso—. Al menos temporalmente.
Bajé el pañuelo y me lo quedé mirándo.
—¿A qué se refiere?
Dougal tosió y agitó una mano para dispersar el humo que ahora flotaba en su dirección. Me guió fuera del cobertizo y se volvió hacia los establos.
—¿Le dijo ayer usted a Colum que necesitaba betónica y unas hierbas extrañas?
—Sí, para preparar medicamentos para las personas afectadas por la ingestión de comida en mal estado. ¿Por qué? —añadí recelosa.
Dougal se encogió de hombros con afabilidad.
—Sólo que tengo que llevar tres caballos al herrero de la aldea. La esposa del procurador sabe bastante de hierbas y cuenta con una buena provisión. Sin duda tendrá lo que usted necesita. Si gusta, señora, puede venir conmigo.
—¿La esposa del procurador? ¿La señora Duncan? —Me alegré de inmediato. La idea de escapar del castillo, aunque sólo fuera por un rato, era irresistible. Me sequé la cara con prisa y guardé el pañuelo manchado en mi cinto.
—Vamos —dije.
Aunque el día estaba oscuro y encapotado, disfruté de la corta cabalgata colina abajo hasta la aldea de Cranesmuir. Dougal estaba de muy buen humor y conversó y bromeó de buena gana durante todo el trayecto.
Primero nos detuvimos en la herrería, donde dejamos los tres caballos. Allí me acomodé detrás de Dougal en su montura y emprendimos el camino hacia la casa de los Duncan. Era una mansión imponente y enmaderada a medias. Tenía cuatro pisos, los dos inferiores equipados con elegantes ventanas con cristales de sosa romboidales en tonos pálidos de púrpura y verde.
Geilie nos recibió con entusiasmo y encantada de tener compañía en un día tan deprimente.
—¡Qué bien! —exclamó—. He estado buscando una excusa para ir al herbolario y escoger algunas cosas. ¡Anne!
Una criada bajita, de mediana edad y con un rostro como una manzana de invierno salió por una puerta que no había visto, ya que se ocultaba en la curva de la chimenea.
—Lleva a la señora Claire al herbolario —ordenó Geilie— y luego trae un balde con agua del manantial. ¡Del manantial, no del pozo de la plaza! —Se volvió hacia Dougal—. Tengo el tónico que le prometí a su hermano. ¿Me acompaña un momento a la cocina?
Seguí el trasero en forma de calabaza de la criada por una escalera de madera angosta que nos condujo a un desván largo y bien ventilado. A diferencia del resto de la casa, esta estancia tenía ventanas batientes. Aunque ahora estaban cerradas para atajar la humedad, proporcionaban bastante más luz que la disponible en el elegante y oscuro recibidor.
Era evidente que Geilie conocía su profesión de herbolaria. El cuarto estaba equipado con armazones largos y desecantes cubiertos con redes de gasa, ganchos sobre la pequeña chimenea para secar al calor y estantes libres a lo largo de las paredes, perforados para permitir la circulación de aire. El ambiente estaba impregnado del delicioso aroma de albahaca, romero y lavanda desecados. Un extenso mostrador sorprendentemente moderno ocupaba todo el lateral de la habitación y exponía un increíble surtido de morteros, almireces, cuencos para mezclar y cucharas, todo inmaculadamente limpio.
Pasó un rato hasta que Geilie apareció, acalorada por la subida de las escaleras pero con una sonrisa que anticipaba una larga tarde dedicada a moler hierbas y chismorrear.
Comenzó a lloviznar. Las gotas golpeaban contra las ventanas, pero un fuego cálido y acogedor ardía en la chimenea. Yo disfrutaba enormemente de la compañía de Geilie. Poseía una lengua irónica y un punto de vista cínico; un contraste refrescante con las tímidas y dulces mujeres del clan que habitaban el castillo. Y para una mujer de una aldea pequeña, era muy instruida.
Además, estaba al tanto de todos los escándalos ocurridos en la aldea y el castillo durante los últimos diez años y me contó historias divertidas e interminables. Cosa curiosa, no me preguntó mucho sobre mí. Supuse que no era su manera de proceder; averiguaría lo que deseara saber sobre mí de otras personas.
Durante un tiempo, había sido consciente de ruidos provenientes de la calle, pero los había atribuido al tránsito de aldeanos que salían de la misa del domingo. La iglesia estaba situada al final de la calle, junto al pozo, y la calle Mayor se extendía desde la iglesia hasta la plaza, donde se desplegaba en un abanico de callejuelas y sendas diminutas.
De hecho, me había divertido durante la cabalgata a la herrería imaginando una vista aérea de la aldea como la representación de un antebrazo y una mano esqueléticos. La calle Mayor era el radio a lo largo del cual se alineaban las tiendas, negocios y residencias de los más adinerados. St. Margaret’s Lane era el cúbito, una calle más estrecha que corría paralela a la calle Mayor y habitada por el herrero, el curtidor y los artesanos y hombres de negocios menos prósperos. La plaza de la aldea (que como todas las plazas de pueblo que yo había visto no tenía nada de cuadrada sino que era un tanto rectangular) formaba los huesos carpianos y metacarpianos de la mano, en tanto que las sendas de las cabañas conformaban las falanges de los dedos.
La casa de los Duncan se elevaba en la plaza, como correspondía a la residencia del procurador. Era una cuestión de conveniencia, además de nivel social. La plaza podía usarse para los asuntos judiciales que por motivos de interés público o necesidad legal desbordaran los estrechos confines del estudio de Arthur Duncan. Y, como explicó Dougal, era conveniente para la picota, un artefacto llano de madera que se alzaba en un pequeño plinto de piedra en el centro, adyacente al poste de madera de la hoguera utilizado, con frugal economía de propósito, como poste de flagelación, mayo, asta de bandera y amarradero de caballos, según las necesidades.
El ruido afuera era ahora mucho más fuerte y demasiado turbulento para personas que fueran tranquilamente a cenar a sus casas después de misa. Geilie apartó los botes con una exclamación de impaciencia y abrió la ventana para ver qué causaba la conmoción.
Me uní a ella en la ventana y vi un grupo de personas vestidas con el típico atuendo dominical de misa consistente en capa y gorro, guiados por la figura rechoncha del padre Bain, cura de la aldea y del castillo. El sacerdote arrastraba a un muchacho de unos doce años, cuyos calzones de tartán raídos y camisa maloliente lo delataban como uno de los chicos de la curtiduría. El cura lo llevaba de la nuca, una posición difícil de mantener puesto que el muchacho era bastante más alto que su captor. La multitud los seguía a corta distancia, con comentarios desaprobadores que sonaban como el fragor del trueno que sigue al relámpago.
Mientras observábamos desde la ventana superior, el padre Bain y el chico desaparecieron debajo de nosotras, dentro de la casa. El gentío se quedó fuera, mascullando y empujando. Los más audaces se colgaron de los rebordes de las ventanas para espiar el interior.
Geilie cerró la ventana con fuerza, acallando un poco el estruendo de abajo.
—Seguro que lo pescaron robando —comentó lacónicamente y regresó a la mesa donde estaban las hierbas—. Siempre pasa igual con los chicos de la curtiduría.
—¿Qué le pasará? —pregunté con curiosidad. Geilie se encogió de hombros, deshizo romero seco entre sus dedos y lo echó al mortero.
—Depende del estómago de Arthur. Si el desayuno le cayó bien, puede que no reciba más que una tunda. Pero si está estreñido o con gases... —hizo una mueca de disgusto—... es probable que el chico pierda una oreja o una mano.
Me horroricé, pero dudaba de interferir directamente en el asunto. Era una forastera, para colmo inglesa, y aunque había creído que sería tratada con cierto respeto en mi calidad de habitante del castillo, había visto a muchos de los aldeanos persignarse furtivamente a mi paso. Mi intercesión podría dificultar la situación del muchacho.
—¿No puedes tú hacer nada? —pregunté a Geilie—. ¿Hablar con tu esposo, quiero decir, pedirle que sea más... indulgente?
Geilie alzó la cabeza con sorpresa. Saltaba a la vista que la idea de inmiscuirse en los asuntos de su marido jamás había cruzado por su mente.
—¿Por qué habría de importarte lo que le pase? —inquirió, pero con curiosidad, sin mala intención.
—¡Por supuesto que me importa! —exclamé—. Es sólo un niño. ¡Sea lo que sea lo que haya hecho, no merece quedar mutilado de por vida!
Geilie enarcó sus cejas pálidas. Al parecer, mi argumento no la convencía. De todos modos, se encogió de hombros y me entregó el mortero y el almirez.
—Cualquier cosa por complacer a una amiga —declaró, levantando la vista. Escudriñó los estantes y escogió una botella de algo verdoso. La etiqueta, escrita con una bonita letra cursiva, decía, EXTRACTO DE MENTA.
—Daré a Arthur su remedio. Entretanto, veré qué puede hacerse por el chico. Aunque tal vez sea demasiado tarde —me advirtió—. Y si ese cura desagradable tiene mano en esto, pedirá la sentencia más severa. De todas maneras lo intentaré. Tú sigue moliendo el romero, lleva muchísimo tiempo.
Cogí el almirez mientras ella se marchaba y molí y pulvericé de forma automática, prestando poca atención al resultado. La ventana cerrada bloqueaba el sonido de la lluvia y del gentío de abajo; ambos se fusionaban en una amenaza susurrante, suave y repiqueteante. Como cualquier escolar, había leído a Dickens. Y también a autores anteriores, con sus descripciones de la justicia insensible de aquella época, aplicada a todo malhechor sin importar la edad ni las circunstancias. Pero leer desde una cómoda distancia de cien o doscientos años los relatos de ejecuciones de niños en la horca y de mutilaciones judiciales era muy diferente a estar sentada moliendo hierbas en silencio a escasos metros de un suceso de ese tipo.
Si la sentencia resultaba contraria al chico, ¿debía interferir directamente? Me acerqué a la ventana con el mortero y miré hacia fuera. La multitud se había acrecentado a medida que comerciantes y amas de casa, atraídos por el amontonamiento de personas, se acercaban por la calle Mayor a investigar. Los recién llegados se apretujaban mientras los espectadores transmitían los detalles con excitación, luego se fundían con la multitud más rostros ansiosos vueltos hacia la puerta de la casa.
Estaba contemplando la muchedumbre de pie bajo la llovizna, a la espera del veredicto, cuando de pronto entendí algo. Como muchos otros, había oído consternada los relatos que abundaban en la Alemania de posguerra; historias de deportaciones y asesinatos en masa, de campos de concentración y quemas. Y como muchos otros habían hecho y harían durante años futuros, me había preguntado: «¿Cómo lo permitió la gente? Debieron de saberlo, de ver los camiones, las idas y venidas, las cercas y el humo. ¿Cómo pudieron presenciarlo y no hacer nada?» Bueno, ahora lo sabía.
En este caso, ni siquiera se trataba de una cuestión de vida o muerte. Y el patronazgo de Colum seguramente evitaría cualquier ataque físico a mi persona. Sin embargo, las manos se me humedecieron y enfriaron alrededor del cuenco de porcelana al imaginarme saliendo de la casa, sola e impotente, para encararme a aquella turba de ciudadanos fornidos y virtuosos, ávidos de la excitación del castigo y la sangre para aliviar el tedio de su existencia.
Las personas son gregarias por necesidad. Desde los días de los primeros habitantes de las cavernas, los seres humanos —lampiños, débiles e indefensos excepto por la astucia— habían sobrevivido agrupándose; sabiendo, como muchas otras criaturas comestibles habían averiguado, que la unión implica protección. Y ese conocimiento, arraigado en lo más profundo, es lo que sustenta la oclocracia. Puesto que durante innumerables años, separarse del grupo —ni qué decir de enfrentarse a él— había significado la muerte de toda criatura que osara intentarlo. Oponerse a una multitud requería algo más que coraje; algo que iba más allá del instinto humano. Y me temía que yo no lo tenía. Y ese temor me avergonzaba.
Parecieron siglos antes de que la puerta se abriera y Geilie entrara, tranquila e imperturbable como siempre, con un palillo de carbón en la mano.
—Tendremos que filtrarlo después de hervirlo —expresó, como continuando nuestra conversación anterior—. Será mejor pasarlo por muselina.
—Geilie —dije con impaciencia—. No me pongas nerviosa. ¿Qué ha pasado con el chico de la curtiduría?
—Oh, eso. —Levantó un hombro con indiferencia pero una sonrisa pícara se dibujó en las comisuras de sus labios. Entonces dejó de fingir y rió.
—Tenías que haberme visto —añadió con una risita—. Estuve maravillosa y no me importa decirlo. Toda una esposa solícita y mujer generosa con una pizca de madre compasiva. «Oh, Arthur, si nuestra unión hubiera sido bendecida»; para ser sincera, no tuvo muchas oportunidades... —apuntó, abandonando un momento su papel sentimental con una inclinación de cabeza hacia los estantes de las hierbas—... «bueno, ¿cómo te sentirías si fuera tu propio hijo a quien hubieran atrapado, querido? Sin duda fue el hambre lo que llevó al niño a robar. Oh, Arthur, ¿no estás dispuesto a ser misericordioso, el alma de la justicia?» —Se dejó caer sobre el taburete, riendo y golpeándose un puño contra la pierna—. ¡Qué pena que aquí no haya un lugar para actuar!
El ruido de la muchedumbre había cambiado. Fui hasta la ventana para ver qué ocurría, ignorando las congratulaciones de Geilie a sí misma.
El gentío se apartó. El muchacho de la curtiduría salió de la casa. Caminaba despacio entre el cura y el juez. Arthur Duncan estaba henchido de benevolencia y saludó con la cabeza a los miembros más eminentes allí congregados. El padre Bain, por su parte, parecía una patata malhumorada, con el rostro marrón deformado por el resentimiento.
La pequeña procesión avanzó al centro de la plaza donde el cerrajero de la aldea, un tal John MacRae, se adelantó para recibirlos. Este personaje estaba vestido como convenía a su posición, con calzones oscuros hasta las rodillas y casaca y sombrero de terciopelo gris (este último protegido de la lluvia por el faldón de la casaca). No era, como yo había imaginado en un principio, el carcelero de la aldea, aunque de ser necesario, desempeñaba esa labor. Sus tareas básicas eran las de alguacil, inspector de aduana y en ciertos casos verdugo. Su título provenía del «cerrojo» o cuchara de madera que colgaba de su cinto y que le daba derecho a un porcentaje de cada bolsa de cereal vendida en el mercado de los jueves: la remuneración de su cargo.
El propio cerrajero me había contado todo esto. Había estado en el castillo unos días antes para que le curara un panadizo en el pulgar. Se lo había abierto con una aguja esterilizada y untado con ungüento de brote de álamo. El señor MacRae me pareció un hombre tímido, de voz suave y sonrisa agradable.
Ahora no había ningún esbozo de sonrisa en su cara sino la severidad adecuada al momento. Era razonable, pensé; nadie quiere ver a un verdugo sonriente.
El bribón fue forzado a pararse sobre el plinto del centro de la plaza. El chico estaba pálido y asustado, pero no se movió cuando Arthur Duncan, procurador de la parroquia de Cranesmuir, enderezó su figura regordeta con algo que se asemejaba a la dignidad y se aprestó a pronunciar la sentencia.
—El muy tonto ya había confesado cuando llegué —dijo una voz a mi oído. Geilie miraba con interés sobre mi hombro—. No pude lograr que lo absolvieran del todo. Pero conseguí que le dieran la pena más leve; apenas una hora en la picota y una oreja clavada.
—¡Una oreja clavada! ¿Clavada a qué?
—Bueno, a la picota, claro está. —Me dirigió una mirada extraña pero se volvió hacia la ventana para contemplar la ejecución de la sentencia menor obtenida a través de su compasiva mediación.
La masa de cuerpos alrededor de la picota era tan espesa que casi no se podía ver al muchacho, aunque la multitud retrocedió un poco para que el cerrajero tuviera libertad de movimientos para clavar la oreja. El chico, pálido y pequeño en las garras de la picota, tenía los ojos cerrados con fuerza y así los mantuvo mientras temblaba de miedo. Cuando le introdujeron el clavo, emitió un gemido agudo y débil, audible a través de las ventanas cerradas. Me estremecí.
Geilie y yo volvimos a nuestro trabajo al igual que la mayoría de los espectadores de la plaza. Pero yo no podía evitar levantarme para mirar de tanto en tanto por la ventana. Algunos holgazanes que pasaban por el lugar se detenían a mofarse de la víctima o a arrojarle bolas de barro. De vez en cuando, algún ciudadano más serio aprovechaba un momento en la ronda de sus actividades diarias para contribuir al perfeccionamiento moral del delicuente con unas pocas palabras bien escogidas de desaprobación y consejo.
Todavía faltaba una hora para el atardecer de fines de primavera y estábamos tomando el té en la sala cuando llamaron a la puerta. El día estaba tan oscuro por la lluvia que era difícil calcular la posición del sol. La casa de los Duncan se jactaba de poseer un reloj, un artefacto magnífico de paneles de nogal, con péndulos de bronce y una esfera decorada con un coro de querubines. El instrumento señalaba las seis y media.
La sirvienta abrió la puerta de la sala y anunció sin ceremonia:
—Adelante.
Jamie MacTavish agachó la cabeza automáticamente al atravesar la puerta. La lluvia había oscurecido su brillante cabello dándole el color del bronce antiguo. Tenía puesta una casaca vieja y llevaba una pesada capa de montar de terciopelo verde doblada debajo del brazo.
Inclinó la cabeza en señal de agradecimiento y me incorporé para presentarle a Geilie.
—Señora Duncan, señora Beauchamp. —Hizo una señal hacia la ventana—. Veo que ha sido una tarde agitada.
—¿Todavía está ahí? —pregunté, mirando hacia fuera. El muchacho no era más que una figura oscura a través de los ondulantes cristales de la sala—. Debe de estar empapado.
—Lo está. —Jamie desplegó la capa y la extendió hacia mí—. Y Colum pensó que usted también lo estaría. Tenía cosas que hacer en la aldea así que me envió para que le trajera la capa. Debe regresar conmigo.
—Muy amable —comenté con aire ausente. No podía dejar de pensar en el chico de la curtiduría—. ¿Cuánto tiempo tiene que quedarse allí? —pregunté a Geilie—. El chico de la picota —añadí con impaciencia al ver su expresión desconcertada.
—Ah, él —respondió y frunció el entrecejo por un tema tan poco importante—. Una hora, ya te lo he dicho. El cerrajero ya debería haberlo soltado.
—Lo hizo —afirmó Jamie—. Lo vi al cruzar la plaza. Lo que ocurre es que el muchacho aún no ha reunido el valor suficiente para arrancarse el clavo de la oreja.
Me quedé boquiabierta.
—¿Significa que no se lo quitarán? ¿Que tiene que arrancárselo él mismo?
—Oh, sí. —Jamie demostraba una jovialidad fuera de lugar—. Todavía está un poco nervioso pero supongo que pronto se decidirá a hacerlo. Está lloviendo fuerte y no tardará en caer la noche. Ahora debemos marcharnos o nos quedaremos sin cenar. —Saludó a Geilie con una reverencia y se volvió para irse.
—Espera un poco —me dijo Geilie—. Ya que este joven grande y fuerte te acompañará a casa, tengo un baúl de calabazas secas y algunas otras cosas que prometí a la señora FitzGibbons. ¿El señor MacTavish sería tan amable de llevarlo por mí?
Jamie asintió. Geilie entregó una enorme llave de hierro forjado a un sirviente y le ordenó que buscara el baúl en su cuarto de trabajo. Mientras el criado estuvo fuera, ella se entretuvo un momento en un pequeño escritorio. Para cuando apareció el baúl, una caja de madera de tamaño considerable con aros de bronce, Geilie había terminado la nota. Se apresuró a espolvorearla con arenilla, la dobló y la selló con una gota de cera de la vela. Luego me la entregó.
—Toma. Es la factura. ¿Puedes dársela a Dougal por mí? Él se ocupa de los pagos y esas cosas. No se la entregues a nadie más o no me pagarán durante semanas.
—Sí, por supuesto.
Me estrechó en un caluroso abrazo y, advirtiéndome sobre el frío, nos acompañó hasta la puerta.
Permanecí al amparo del alero de la casa mientras Jamie ataba la caja a la montura del caballo. Ahora llovía con más intensidad y el agua caía de los tejados como una cortina irregular.
Estudié la espalda ancha y los antebrazos musculosos de Jamie mientras alzaba la caja pesada con, al parecer, poco esfuerzo. Luego contemplé el plinto. El chico de la curtiduría, a pesar del incentivo de la multitud otra vez congregada, continuaba unido a la picota. Desde luego, no se trataba de una hermosa muchacha con cabello rubio, pero la actitud anterior de Jamie durante la audiencia de Colum me hizo pensar que podría no ser indiferente a la situación del chico.
—Eh, señor MacTavish —comencé con vacilación. No hubo respuesta. El apuesto rostro no se alteró; la boca ancha permaneció relajada, los ojos azules enfocados en la correa que estaba asegurando.
—Ah... ¿Jamie? —intenté de nuevo, en voz algo más alta. Levantó la cabeza de inmediato. De modo que era cierto que no se llamaba MacTavish. Me pregunté cuál sería su apellido.
—¿Sí? —respondió.
—¿Eres, eh, bastante grandote, no? —inquirí. Sus labios esbozaron una semisonrisa y asintió. Era evidente que se preguntaba qué andaba tramando.
—Lo suficiente para casi todo —repuso.
Me animé y me acerqué a él para que no me oyera ningún rezagado de la plaza.
—¿Y tienes fuerza en los dedos? —aventuré.
Jamie flexionó una mano y la sonrisa se ensanchó.
—Claro que sí. ¿Acaso quieres que te parta algunas castañas? —Me miró con un destello astuto y divertido.
Eché un vistazo al grupo de espectadores de la plaza.
—Más bien que las saques del fuego. —Alcé los ojos para afrontar su inquisitiva mirada azul—. ¿Puedes hacerlo?
Se quedó observándome un rato, todavía sonriente. Luego se encogió de hombros.
—Sí, si el cuerpo del clavo es lo bastante largo para poder agarrarlo. Pero tendrás que alejar al gentío. No aprobarían interferencias; mucho menos de un extranjero.
No había anticipado la posibilidad de que mi petición pudiera ponerlo en peligro. Vacilé. Pero él parecía dispuesto a intentarlo a pesar del riesgo.
—Bueno, si ambos nos acercáramos para ver mejor y el espectáculo me provocara un desmayo, ¿crees...?
—¿Por no estar acostumbrada a la sangre y todo eso? —Enarcó una ceja con sarcasmo y sonrió—. Sí, servirá. Y si te las ingenias para caerte del plinto, tanto mejor.
De hecho, la idea de mirar me daba cierta aprensión, pero la visión no resultó tan impresionante como había temido. El clavo atravesaba con firmeza la parte superior de la oreja, casi el borde, y quedaban libres unos cinco centímetros del cuerpo cuadrado y sin cabeza del tornillo. Casi no había sangre y a juzgar por la expresión del muchacho, si bien estaba asustado e incómodo, era obvio que no sufría mucho dolor. Comencé a pensar que tal vez Geilie tenía razón. Dado el estado general de la jurisprudencia escocesa actual, quizá fuera una sentencia clemente. Aunque eso no modificaba en lo más mínimo mi opinión sobre la atrocidad del castigo.
Jamie se abrió paso a través de los espectadores y meneó la cabeza con desaprobación en dirección al chico.
—Bueno, bueno, muchacho —dijo, chasqueando la lengua—. Estás en un aprieto, ¿verdad? —Apoyó una mano larga y firme en el borde de madera de la picota con el pretexto de mirar mejor la oreja—. De acuerdo, niño —añadió con desprecio—, es muy sencillo. Bastará con un buen tirón. ¿Quieres que te ayude? —Extendió una mano como para coger al chico del cabello y tirar de su cabeza. El muchacho gritó aterrorizado.
Reconocí la señal y retrocedí, asegurándome de pisar con fuerza los pies de la mujer que se hallaba a mis espaldas; ésta gritó angustiada cuando el talón de mi bota trituró sus metatarsos.
—Discúlpeme —jadeé—. ¡Estoy... tan mareada! Por favor... —Me alejé de la picota y di dos o tres pasos tambaleantes, aferrándome a las mangas de los que se encontraban cerca de mí. El borde del plinto estaba a sólo quince centímetros de distancia. Me agarré con firmeza a una muchacha bastante corpulenta que ya había escogido para ese fin y me lancé de cabeza sobre el borde, arrastrándola conmigo.
Rodamos por el césped húmedo en una maraña de faldas y gritos. Por fin, le solté la blusa y me relajé dramáticamente boca arriba, con los brazos extendidos. La lluvia caía sobre mi rostro.
En realidad, el impacto me había cortado un poco la respiración —la chica había caído sobre mí— y pugné por recobrar el aliento, escuchando el parloteo de voces preocupadas a mi alrededor. Especulaciones, sugerencias e interjecciones de asombro llovían sobre mí, más gruesas que las gotas de agua del cielo. Un par de brazos familiares me ayudaron a sentarme y cuando abrí los ojos, me encontré con una ansiosa mirada azul. Un pestañeo rápido me dijo que la misión estaba cumplida y en efecto, vi al chico de la curtiduría alejarse a toda velocidad con un pañuelo apretado contra la oreja, ignorado por la muchedumbre que se había vuelto para concentrase en la nueva diversión.
Los aldeanos, que horas antes habían pedido la sangre del chico, fueron todo generosidad conmigo. Me incorporaron con gentileza y me llevaron de regreso a casa de los Duncan, donde me atosigaron con coñac, té, sábanas calientes y simpatía. Sólo se me permitió partir cuando finalmente Jamie declaró con sequedad que debíamos marcharnos. Me levantó del sillón y se encaminó hacia la puerta sin prestar atención a las protestas de mis anfitriones.
Montada una vez más delante de él, llevando a mi caballo por las riendas, intenté agradecerle su ayuda.
—No ha sido nada —contestó.
—Pero te has arriesgado —insistí—. Cuando te lo pedí, no me di cuenta de que te pondría en peligro.
—Ah —comentó evasivamente. Un momento después, agregó con un dejo divertido—: No esperarás que sea menos audaz que un muchacho inglés, ¿verdad?
Arreó a los caballos en tanto las sombras del crepúsculo se juntaban a la orilla del camino. No hablamos mucho durante el resto del trayecto. Y cuando llegamos al castillo, me dejó en el portón con un simple y burlón:
—Buenas noches, señora Sassenach.
Pero yo sentí que habíamos iniciado una amistad profunda que iba más allá de compartir chismes bajo los manzanos.