13

Se anuncia una boda

Estaba sentada en el salón, con la vista clavada en una taza de leche, luchando contra las ganas de vomitar.

No bien Dougal me vio la cara cuando bajaba las escaleras apoyada en el regordete cabo, pasó a mi lado con determinación en dirección a la habitación de Randall. Los pisos y las puertas de la posada eran macizos y de buena construcción; sin embargo, todavía podía oír las voces elevadas en la planta superior.

Alcé la taza de leche, pero las manos todavía me temblaban demasiado para beber.

Me recuperaba lentamente de los efectos físicos del golpe, pero no del horror que había sentido. Yo sabía que ese hombre no era mi marido. No obstante, el parecido era tan marcado y yo estaba tan familiarizada con esas facciones que casi había confiado en él; le había hablado como lo habría hecho con Frank, segura de su buen trato y hasta de su comprensión. Su malvado ataque había dado la vuelta a esos sentimientos y eso me trastornaba.

Me trastornaba y también me asustaba. Había visto sus ojos cuando se acuclilló junto a mí. Por un instante, algo había vibrado en el fondo de aquella mirada. Se esfumó enseguida, pero no quería volver a verlo nunca más.

El ruido de una puerta en el piso de arriba me devolvió a la realidad. Las fuertes pisadas en la escalera anunciaron la rápida aparición de Dougal, seguido muy de cerca por el capitán Randall. De hecho, parecía que el capitán perseguía al escocés y tuvo que detenerse en seco cuando Dougal, al verme, se plantó con brusquedad al pie de la escalera.

Con una mirada iracunda por encima del hombro hacia el capitán Randall, Dougal se acercó a mí, arrojó una moneda sobre la mesa y me levantó de un brazo sin decir palabra. Llegamos a la puerta antes de que yo pudiera reaccionar. Sólo logré captar la extraordinaria expresión de avidez en el rostro del oficial inglés.

Montamos y partimos antes de que tuviera tiempo de acomodar mi voluminosa falda alrededor de las piernas, por lo que se elevó como un paracaídas a mi alrededor. Dougal guardaba silencio, pero los caballos, al parecer, percibieron su prisa. Cuando alcanzamos el camino principal ya íbamos al galope.

Cerca de un cruce marcado con una cruz picta, Dougal frenó su caballo. Desmontó y cogió las riendas de ambos animales para atarlas a un árbol. Me ayudó a bajar y desapareció entre los arbustos, haciéndome señas para que fuera tras él.

Seguí el vaivén de su falda colina arriba. Me agachaba para esquivar las ramas que él apartaba para pasar y después soltaba justo en mi camino. La ladera de la colina estaba cubierta de robles y pinos pequeños. Oía los pájaros en los matorrales y una bandada de arrendajos que se llamaban unos a otros mientras comían. La hierba tenía el color verde claro de principios de verano, con manchones de hierba que salían de las rocas y tapizaban el suelo bajo los robles. Por supuesto, nada crecía debajo de los pinos. Las agujas eran gruesas y protegían a los pequeños bichos que se arrastraban para esconderse de la luz del sol y de sus enemigos naturales.

Los aromas penetrantes me hacían daño en la garganta. Había visitado aquellas colinas antes y olido los mismos perfumes de la primavera. Sin embargo, el olor de los pinos entonces se diluía con el humo de los coches que circulaban por el camino y las voces de la gente que paseaba reemplazaban el trino de los arrendajos. La última vez que había caminado por un sendero similar, el suelo estaba plagado de papeles y colillas de cigarrillos en lugar de las violetas y malvas que lo cubrían ahora. En realidad, los papeles eran un precio bastante razonable para pagar por algunas de las bendiciones de la civilización, como antibióticos y teléfonos. Pero en aquel momento, estaba dispuesta a conformarme con las violetas. Necesitaba un poco de paz, y allí la había. De improviso, justo antes de llegar a la cima de la colina, Dougal giró y desapareció dentro de un tupido retamar. Me interné tras él con cierta dificultad y lo encontré sentado en una piedra plana junto a un pequeño manantial. A sus espaldas, se erguía un gran bloque de piedra oblicuo, castigado por el paso del tiempo, con una figura humana vaga e indistinta grabada en la superficie manchada. Me di cuenta de que debía tratarse de un santuario. Estos pequeños templos de santos poblaban las tierras altas y solían encontrarse en sitios apartados. Incluso aquí arriba, había restos de tela colgados de las ramas de un serbal inclinado sobre el agua, testimonios de los visitantes que rezaban al santo para pedirle buena salud o un buen viaje, tal vez.

Dougal me saludó con una inclinación de cabeza. Se persignó, bajó la cabeza y juntó agua con ambas manos. El agua tenía un color oscuro extraño y un olor todavía peor. Parecía un manantial de azufre. Pero hacía calor y tenía sed, así que seguí el ejemplo de Dougal. El sabor del agua era algo amargo, pero estaba fría y no era intragable. Bebí un poco y me mojé la cara. El camino había sido polvoriento.

Levanté el rostro y lo sorprendí mirándome con una expresión rara. En parte, curiosa y en parte, recelosa.

—Demasiada escalada nada más que para beber, ¿verdad? —aventuré. Teníamos cantimploras llenas en los caballos. Y dudaba que Dougal quisiera pedirle al santo patrono del manantial que lo protegiera durante el viaje de regreso a la posada. Daba la impresión de ser un hombre que creía en métodos más prácticos.

—¿Conoce bien al capitán? —preguntó de pronto.

—No tan bien como usted —espeté—. Lo vi una sola vez antes de hoy y fue un encuentro casual. No nos llevamos bien.

Para mi sorpresa, el rostro severo se iluminó un poco.

—Bueno —admitió—, no puedo decir que me agrade mucho tampoco. —Tamborileó con los dedos sobre la piedra mientras pensaba en algo—. Sin embargo, algunos piensan bien de él —añadió mirándome de reojo—. Por lo que dicen, es un soldado valiente y un luchador aguerrido.

Enarqué las cejas.

—Dado que no es un general inglés, no me impresiona mucho.

Rió y me asombré al ver cuán blancos eran sus dientes. El sonido de su carcajada asustó a tres cuervos que estaban en el árbol sobre nuestras cabezas. Los pájaros salieron volando entre quejosos graznidos.

—¿Es usted espía de los ingleses o de los franceses? —inquirió en otro desconcertante cambio de tema. Al menos, era una pregunta directa, para variar.

—De ninguno de los dos —repliqué, molesta—. Soy simplemente Claire Beauchamp, nada más. —Mojé mi pañuelo y me lo pasé por el cuello. Gotas refrescantes corrieron por mi espalda, debajo de la sarga gris de mi vestido de viaje. Apreté el pañuelo en mi escote para producir un efecto similar.

Dougal guardó silencio durante varios minutos al tiempo que me observaba llevar a cabo mis precarias abluciones.

—Ha visto la espalda de Jamie —pronunció de repente.

—No pude evitarlo —contesté con frialdad. Ya había renunciado al intento de comprender el sentido de aquellas preguntas inconexas. Tal vez él me lo revelara cuando estuviera listo—. Lo que quiere preguntarme es si sabía que Randall lo hizo, ¿verdad? ¿Acaso usted no lo sabía?

—Sí, yo lo sabía —respondió mientras me observaba con calma—, pero no estaba al tanto de que usted lo supiera.

Me encogí de hombros, insinuando que lo que yo supiera o dejara de saber no era asunto suyo.

—Yo estaba allí, ¿sabe? —comentó.

—¿Dónde?

—En el Fuerte William. Tenía asuntos allí, con la guarnición. Un empleado sabía que Jamie era pariente mío y me envió un aviso cuando lo arrestaron. Así que fui a ver si podía hacer algo por él.

—Por lo visto, no tuvo mucho éxito —comenté con cierta malicia.

Dougal se encogió de hombros.

—Por desgracia, no. Si hubiera estado a cargo el sargento mayor de siempre, podría haber salvado a Jamie, aunque sólo hubiera sido de la segunda paliza, pero Randall acababa de tomar el mando. No me conocía y no estaba dispuesto a escuchar lo que yo tuviera que decirle. En aquel momento, pensé que quería usar a Jamie como ejemplo, para demostrar ante todos desde un principio que no tendría piedad con nadie. —Tocó la espada corta que llevaba en el cinto—. Es una buena política cuando se está a la cabeza de un grupo de hombres. Hay que ganarse su respeto antes que nada. Y si no se puede, hay que ganarse su miedo.

Recordé la expresión del rostro del cabo en la habitación de Randall y supuse qué alternativa había elegido el capitán.

Los ojos hundidos de Dougal estaban posados en mí con gran interés.

—Usted sabía que había sido Randall. ¿Acaso Jamie se lo contó?

—Algo —respondí con cautela.

—Debe de caerle bien —dijo—. Por lo general, no se lo cuenta a nadie.

—No veo por qué no —respondí, enfadada. Todavía contenía el aliento cada vez que llegábamos a una taberna o posada hasta que el grupo se acomodaba junto al fuego para beber y conversar. Dougal esbozó una sonrisa burlona; sabía lo que yo pensaba.

—Bueno, no fue necesario contármelo a mí, ¿verdad? Porque yo ya lo sabía. —Revolvió el agua extraña y un vapor oscuro se elevó—. No sé cómo son las cosas en Oxfordshire —agregó con un énfasis sarcástico que me estremeció—, pero aquí no es costumbre que las mujeres presencien los castigos corporales. ¿Ha visto alguno?

—No, ni tampoco quisiera hacerlo —respondí—. Sin embargo, imagino lo que hace falta para dejar marcas como las que tiene Jamie en la espalda.

Dougal meneó la cabeza y salpicó a un curioso pájaro que se había acercado.

—No, se equivoca, muchacha. Perdóneme, pero no es lo mismo imaginarlo que ver a un hombre con la espalda abierta por el látigo. Es algo muy desagradable. La intención es quebrar su espíritu, y en la mayoría de los casos, es lo que ocurre.

—No en el caso de Jamie —anuncié con más energía de la que quería. Jamie era mi paciente y en alguna medida, mi amigo. No deseaba hablar de su historia personal con Dougal, aunque tenía cierta curiosidad morbosa. Jamás había conocido a alguien tan abierto y al mismo tiempo tan misterioso como el joven MacTavish.

Dougal rió y se pasó la mano mojada por el pelo para alisar los mechones que se habían despeinado en el curso de nuestra huida de la posada, porque así consideraba yo nuestra partida.

—Bueno, Jamie es tan obcecado como el resto de su familia. Todos ellos son como rocas y Jamie es el peor. —Había un marcado respeto en su voz, a pesar de su reticencia natural—. ¿Le dijo Jamie que lo azotaron por escaparse?

—Sí.

—Así es; trepó por la pared del fuerte al anochecer, el mismo día en que los dragones lo habían llevado allí. Solía ocurrir, ya que el lugar para los prisioneros no era muy seguro. Por eso, patrullas inglesas vigilaban los muros por las noches. El empleado de la guarnición me dijo que Jamie peleó como un loco, pero eran seis contra uno y los seis llevaban mosquetes. La lucha duró poco. Jamie pasó la noche encadenado y fue llevado al poste de azotes a primera hora de la mañana. —Se interrumpió y supuse que me miró para ver si encontraba en mí señales de náusea o desfallecimiento.

—Los castigos tenían lugar después del saludo general, a fin de comenzar el día con un estado de ánimo apropiado. Aquel día iban a azotar a tres y Jamie era el último.

—¿Usted lo vio?

—Oh, sí. Y le diré, muchacha, que ver cómo azotan a un hombre es horrible. He tenido la suerte de que jamás me ocurriera, pero supongo que recibir los azotes no es agradable tampoco. Ver cómo se lo hacen a otro mientras uno espera su propio turno debe de ser lo peor de todo.

—No lo dudo —murmuré.

Dougal asintió.

—Jamie parecía bastante apesadumbrado, pero no movió un pelo, ni siquiera al oír los gritos y los demás ruidos. ¿Sabía que la piel hace ruido al rasgarse?

—¡Puaj!

—Eso mismo pensé yo —dijo con una mueca de asco al recordar la escena—. Sin mencionar la sangre y las heridas... —Escupió, con cuidado para no salpicar el manantial ni la piedra—. Se me revolvió el estómago al verlo y no soy un hombre impresionable.

Dougal prosiguió su espantoso relato.

—Al llegarle el turno a Jamie, caminó hasta el poste. A algunos hombres hay que arrastrarlos, pero no a Jamie. Extendió las manos para que el cabo le quitara las ataduras que llevaba. El cabo intentó tirarle del brazo para colocarlo en posición, pero Jamie no se lo permitió y dio un paso atrás. Yo esperaba que intentara huir, pero en cambio se quitó la camisa. Estaba rota y sucia. No obstante, la dobló con cuidado, como si se tratara de su ropa de domingo, y la depositó en el suelo. Se acercó al poste, erguido como un soldado, y levantó las manos para que lo ataran.

Dougal movió la cabeza, maravillado. La luz del sol que se filtraba por entre las hojas del serbal dibujaba sombras en su rostro. Parecía un hombre visto a través de un velo de encaje. Sonreí ante mi ocurrencia y él asintió con aprobación, pensando que mi reacción se debía a su historia.

—Sí, muchacha, ese tipo de valor es poco frecuente. No era ignorancia; ya había visto cómo azotaban a los otros dos y sabía lo que le esperaba. Simplemente había decidido que no había forma de evitarlo. La audacia en la batalla es común entre los escoceses, sabe, pero enfrentarse al miedo a sangre fría es desusado en cualquier hombre. En aquel entonces, Jamie sólo tenía diecinueve años —agregó.

—Debió de ser un espectáculo horroroso —dije con ironía—. Me sorprende que no se descompusiera.

Dougal notó el sarcasmo y lo dejó pasar.

—Estuve a punto, muchacha —respondió enarcando las cejas oscuras—. La sangre brotó con el primer latigazo y al minuto siguiente la espalda del chico estaba roja y azul. Sin embargo, no gritó ni suplicó, ni se retorció para intentar salvarse. Sólo apoyó la frente en el poste y se quedó así. Se sacudía cuando el látigo lo golpeaba, por supuesto, pero nada más. Dudo que yo hubiera podido resistirlo —admitió—. No hay muchos que puedan hacerlo. Se desmayó en la mitad y lo reavivaron con agua para terminar.

—Muy desagradable —señalé—. ¿Por qué me lo cuenta?

—Aún no he acabado. —Dougal extrajo su cuchillo del cinto y comenzó a limpiarse las uñas con la punta. Era un hombre aseado, a pesar de las dificultades para mantenerse limpio en el viaje.

—Jamie estaba encorvado. La sangre le corría por la espalda y le manchaba la falda. No me pareció que se hubiera desmayado. Sólo estaba demasiado débil para mantenerse en pie. Entonces, el capitán Randall apareció en el patio. No sé por qué no había estado allí desde un principio. Tal vez tuvo algún asunto que atender. En todo caso, Jamie lo vio llegar, cerró los ojos y dejó caer la cabeza, como si estuviera inconsciente.

Dougal frunció el entrecejo y se concentró en una de sus uñas.

—El capitán se molestó bastante porque ya habían azotado a Jamie. Al parecer, quería reservarse ese placer. Aun así, ya no había mucho que hacer al respecto. Pero entonces se le ocurrió investigar el intento de huida de Jamie.

Levantó el cuchillo y examinó la hoja. Luego comenzó a afilar el borde en la piedra en la que estaba sentado.

—Cuando terminó, muchos soldados temblaban de pies a cabeza. Hay que reconocer que el hombre tiene facilidad de palabra.

—Eso es cierto —convine con sequedad.

Frotaba el cuchillo rítmicamente en la roca. A cada momento, una chispa débil saltaba del metal al golpear con alguna aspereza de la piedra.

—Bueno, en el transcurso de la investigación, descubrió que Jamie tenía consigo una hogaza de pan y algo de queso cuando lo atraparon. Randall meditó un momento y esbozó una sonrisa que no me gustaría ver ni siquiera en el rostro de mi abuela. Declaró que, dado que el robo era un grave delito, la pena debía ser severa y lo sentenció, ahí mismo, a otros cien azotes.

Me estremecí a mi pesar.

—¡Eso lo mataría!

Dougal asintió.

—Sí, eso opinó el médico de la guarnición. Dijo que no podía permitirlo. Era necesario darle al prisionero una semana para curarse antes de recibir el segundo castigo.

—Bueno, qué humanitario —comenté—. ¡Por Dios! ¿Y qué le pareció eso al capitán Randall?

—Al principio, no le gustó nada, pero lo aceptó. El sargento mayor, que podía distinguir un desmayo verdadero, ordenó que desataran a Jamie. El muchacho trastabilló un poco, pero se mantuvo en pie y algunos de los hombres lo vitorearon, lo cual no complació al capitán. Tampoco le gustó que el sargento cogiera la camisa de Jamie y se la diera al chico, aunque el gesto recibió la aprobación de la tropa.

Dougal giró la hoja varias veces y la observó con ojo crítico. Apoyó el cuchillo en la rodilla y me miró.

—Es muy fácil ser valiente en la taberna, con un vaso de cerveza en la mano. No lo es tanto en el campo de batalla, con las balas que pasan cerca de la cabeza y la hierba húmeda en el trasero. Y es más difícil aún cuando se está frente al enemigo, cara a cara, con la propia sangre corriéndole por las piernas.

—Imagino que sí —contesté. Me sentía algo mareada a pesar de todo. Metí ambas manos en el agua y dejé que el oscuro líquido me refrescara las muñecas.

—Fui a ver a Randall esa semana —declaró Dougal a la defensiva, como si necesitara justificarse—. Hablamos mucho e incluso le ofrecí una compensación...

—Oh, me conmueve —susurré, pero abandoné el intento al ver su mirada airada—. No, de veras. Fue un gesto amable por su parte. Aunque supongo que Randall rechazó su ofrecimiento.

—Sí, así fue. Y todavía no sé por qué, ya que mi experiencia me dice que los oficiales ingleses no son en general muy escrupulosos en lo que atañe a sus finanzas. Y las ropas que usa el capitán son caras.

—Quizá tenga... otras fuentes de ingreso —sugerí.

—De hecho, las tiene —confirmó Dougal con una mirada fulminante—. De todos modos... —titubeó y luego continuó, más despacio—: Regresé para estar presente durante la segunda ronda de azotes. Aunque no podía hacer mucho por Jamie, pobre chico.

»En aquella ocasión, Jamie era el único prisionero al que debían azotar. Los guardias le habían quitado la camisa antes de llevarlo fuera, poco después del amanecer, en una fría mañana de octubre.

»Noté que el muchacho estaba muerto de miedo —prosiguió Dougal—. Pero caminaba sin ayuda y no permitía que el guarda lo tocara. Vi que temblaba, tanto por el frío como por los nervios. Tenía la piel de gallina en los brazos y el pecho y el rostro empapado en sudor.

»Unos minutos después, llegó Randall, con el látigo enrollado bajo el brazo. Las puntas de plomo de las trallas repiqueteaban unas con otras mientras caminaba. Después de estudiar a Jamie con frialdad, había indicado al sargento mayor que girara al prisionero para verle la espalda.

Dougal hizo una mueca.

—Muy penoso. La espalda aún estaba lastimada y en carne viva, con las llagas negras y el resto amarillo por los cardenales. La sola idea de que el látigo volvería a golpear esas heridas me estremeció, al igual que a la mayoría de los que estábamos allí.

»Entonces, Randall se volvió hacia el sargento mayor y dijo: “Her­moso trabajo, sargento Wilkes. Veremos si logro igualarlo.”

»Con suma minuciosidad, llamó al médico de la guarnición y le pidió que certificara oficialmente que Jamie estaba en condiciones de recibir su siguiente castigo.

»¿Ha visto alguna vez a un gato jugando con un ratoncito? —pre­guntó Dougal—. Era igual. Randall caminó alrededor del muchacho, haciendo comentarios nada gratos. Y Jamie permaneció allí, de pie como un roble, mudo, con los ojos clavados en el poste, sin mirar a Randall en ningún momento. Observé que se cogía de los codos para dejar de temblar. Y Randall lo vio también. Apretó los labios y dijo: “Creí que éste era el joven que hace sólo una semana gritaba que no tenía miedo a morir. Un hombre que no teme morir no puede tener miedo de unos pocos azotes, ¿verdad?” Golpeó a Jamie con el mango del látigo en el estómago. Entonces, Jamie le clavó la mirada y dijo: “No, pero temo congelarme antes de que termine de hablar.” —Dougal suspiró—. En fin. Fue una respuesta valiente, pero muy osada, dadas las circunstancias. Flagelar a un hombre nunca es agradable, pero hay formas de hacer que sea peor aún, como golpear de lado para que el corte sea más profundo o tirar un latigazo más fuerte a los riñones, por ejemplo. —Meneó la cabeza—. Espantoso.

Frunció el entrecejo y eligió las palabras con cuidado.

—La expresión del rostro de Randall era intensa y algo encendida, como cuando un hombre mira a una joven que le gusta, usted sabe. Era como si estuviera haciendo a Jamie algo mucho peor que despellejarlo vivo. Para el decimoquinto azote, la sangre se deslizaba por las piernas del chico y tenía la cara cubierta de lágrimas y sudor.

Me tambaleé un poco y apoyé una mano en la piedra que bordeaba el manantial.

—Bueno —se apresuró a añadir al ver mi estado—, no diré nada más excepto que sobrevivió. Cuando el cabo le desató las manos, casi se cayó, pero el cabo y el sargento mayor lo cogieron por los brazos y lo sujetaron hasta que pudo sostenerse solo. Temblaba más que nunca por el dolor y el frío. No obstante, mantenía la cabeza erguida y los ojos brillantes. Lo noté a más de cinco metros de distancia. Clavó la mirada en Randall mientras lo bajaban de la plataforma y sus pies dejaban huellas de sangre. Era como si mirar a Randall fuera lo único que lo mantenía en pie. El rostro del capitán estaba tan pálido como el de Jamie y tampoco le quitaba los ojos de encima. Parecía como si fueran a caer si dejaban de mirarse. —La propia mirada de Dougal estaba fija al recordar la horrorosa escena.

Hubo un profundo silencio en el claro. El único sonido era el ligero susurrar del viento entre las hojas del serbal. Cerré los ojos y le escuché un momento.

—¿Por qué? —pregunté por fin, con los ojos todavía cerrados—. ¿Por qué me lo cuenta?

Dougal me estaba observando con atención cuando abrí los ojos. Volví a hundir la mano en el agua y me mojé las sienes.

—Pensé que serviría como una descripción de personalidad —repuso.

—¿De Randall? —Lancé una carcajada burlona—. No necesito más evidencias sobre su personalidad, gracias.

—De Randall —convino— y también de Jamie.

Lo miré, incómoda.

—Verá, he recibido órdenes —enfatizó la última palabra con ironía— del buen capitán.

—¿Qué órdenes? —inquirí al tiempo que aumentaba mi agitación.

—De llevar a una súbdita inglesa, de nombre Claire Beauchamp, al Fuerte William, el lunes 18 de junio. Para ser interrogada.

Mi aspecto debió de ser realmente alarmante porque Dougal se levantó de un salto y se acercó a mí.

—Ponga la cabeza entre las piernas, muchacha —ordenó y me empujó por la nuca—, hasta que se le pase el malestar.

—Sé lo que tengo que hacer —protesté, pero lo hice de todos modos. Cerré los ojos y sentí que la sangre volvía a palpitar en mis sienes. La húmeda sensación comenzó a desaparecer de mi rostro y mis orejas, pero todavía tenía las manos heladas. Me concentré en respirar, contando al inhalar, uno-dos-tres-cuatro, y al exhalar, uno-­dos...

Un rato después, alcé la cabeza. Había recobrado la posesión de mis sentidos, aunque no del todo. Dougal se había sentado de nuevo en la roca y aguardaba pacientemente, cuidando de que yo no cayera de espaldas al manantial.

—Hay una salida —precisó de pronto—. La única que se me ocurre.

—Dígame cuál —respondí e intenté sonreír, sin mucho éxito.

—Muy bien. —Se echó hacia delante para explicarme—. Randall tiene derecho a interrogarla porque usted es súbdita de la corona inglesa. Por lo tanto, debemos cambiar eso.

Le clavé la mirada sin comprender.

—¿Qué quiere decir? Usted también es súbdito de la corona, ¿no? ¿Cómo podríamos cambiar algo así?

—La ley escocesa es muy parecida a la ley inglesa —expuso con el entrecejo fruncido—, pero no igual. Un oficial inglés no puede interrogar a un escocés a menos que tenga pruebas contundentes de un delito cometido o una sospecha fundada. Aun en el caso de sospecha, no puede sacar a un súbdito escocés de las tierras del clan sin permiso del jefe del clan en cuestión.

—Ha estado hablando con Ned Gowan —dije. Me sentía mareada otra vez.

Asintió.

—Sí, así es. Pensé que llegaríamos a esta situación. Y me dijo lo que yo pensaba. La única forma en que puedo negarme legalmente a entregarla a Randall es si deja usted de ser inglesa y pasa a ser escocesa.

—¿Pasar a ser escocesa? —repetí. El mareo se convirtió en una temible sospecha.

La sospecha se confirmó con las siguientes palabras de Dougal.

—Sí —afirmó y asintió al ver mi expresión—. Debe casarse con un escocés. Con el joven Jamie.

—¡No podría hacerlo!

—Bueno. —Con el entrecejo fruncido, Dougal consideró la situación—. Supongo que podría elegir a Rupert. Es viudo y tiene una granja arrendada. Pero es bastante mayor y...

—¡Tampoco quiero casarme con Rupert! Es... lo más absurdo... —No encontraba las palabras. Me puse en pie de un salto y caminé por el claro, aplastando los frutos caídos del serbal.

—Jamie es un buen muchacho —argumentó Dougal, todavía sentado en la roca—. Es verdad que carece de propiedades en este momento, pero tiene un buen corazón. No sería cruel con usted. Además, es un estupendo luchador y tiene buenas razones para odiar a Randall. Cásese con él y peleará hasta morir para protegerla.

—¡Pero... pero no puedo casarme con nadie! —exclamé.

Dougal me atravesó con la mirada.

—¿Por qué no, muchacha? ¿Acaso su marido vive aún?

—No. Es sólo que... ¡Es ridículo! ¡Este tipo de cosas no ocurren!

Se había calmado al escuchar mi negativa. Ahora alzó la vista hacia el sol y se incorporó para marcharse.

—Será mejor que nos vayamos. Hay mucho que hacer. Tendremos que obtener una dispensa especial —murmuró como si hablara consigo mismo—. Pero Ned puede arreglarlo.

Me cogió del brazo mientras seguía susurrando para sus adentros. Me aparté de él.

—No me casaré con nadie —aseveré con firmeza.

Dougal no pareció alterarse. Se limitó a enarcar las cejas.

—¿Acaso quiere que la entregue a Randall?

—¡No! —Se me ocurrió algo—. ¿Entonces, me cree cuando le digo que no soy una espía inglesa?

—Ahora sí —dijo con énfasis.

—¿Por qué ahora sí y antes no?

Señaló con la cabeza el manantial y la figura grabada en la roca. Debía de tener cientos de años, mucho más vieja que el enorme serbal que daba sombra a la fuente y cubría el agua negra con sus flores blancas.

—Es el manantial de San Ninian. Usted bebió del agua antes de que yo se lo pidiera.

Esta vez, estaba realmente azorada.

—¿Y eso qué tiene que ver?

Pareció sorprendido. Esbozó una sonrisa torcida.

—¿No lo sabía? También lo llaman el manantial de los mentirosos. El agua tiene el olor del infierno. A los que beben de sus aguas y luego mienten, se les queman las entrañas.

—Comprendo —mascullé con los dientes apretados—. Bueno, mis entrañas están intactas. Así que puede creerme si le digo que no soy una espía, ni inglesa ni francesa. Y puede creerme también cuando le digo algo más, Dougal MacKenzie. ¡No me casaré con nadie!

No me escuchaba. De hecho, ya había comenzado a abrirse paso entre los arbustos que ocultaban el manantial. Sólo una rama de roble que se movía marcaba su camino. Indignada, lo seguí.

Continué con mis objeciones durante la cabalgata de regreso a la posada, hasta que Dougal me aconsejó que guardara mi aliento para algo más útil; después de eso, anduvimos en silencio.

Al llegar a la posada, tiré las riendas al suelo y subí las escaleras, hacia el refugio de mi habitación.

La idea no sólo era ridícula, sino inconcebible. Caminé en círculos por el angosto cuarto y me sentí cada vez más como un ratón en una trampa. ¿Por qué diablos no había tenido el valor de escapar de los escoceses antes, sin pensar tanto en el riesgo?

Me senté en la cama y traté de pensar con calma. Desde el punto de vista de Dougal, el plan tenía su mérito. Si se negaba a entregarme a Randall sin excusa alguna, el capitán me llevaría por la fuerza. Y me creyera o no, era comprensible que Dougal no quisiera meterse en una refriega con un montón de dragones ingleses por mi culpa.

Y considerada con serenidad, la idea también tenía su lado ventajoso para mí. Si me casaba con un escocés, ya no me vigilarían. Sería mucho más fácil escabullirme cuando llegara el momento. Y si se trataba de Jamie... bueno, era obvio que yo le gustaba. Y el joven conocía aquellas tierras como la palma de su mano. Tal vez me llevara a Craigh na Dun o, al menos, en esa dirección. Sí, quizás el matrimonio fuera la mejor manera de lograr mi objetivo.

Era un análisis a sangre fría. Aunque mi sangre no estaba en absoluto fría. Hervía de furia e inquietud. No podía quedarme quieta; caminaba y pensaba tratando de encontrar una salida. Cualquier salida. Al cabo de una hora, tenía el rostro enrojecido y la cabeza me latía con fuerza. Abrí la ventana y me asomé para refrescarme con la brisa.

Alguien llamó a la puerta. Dougal entró en el momento en que yo sacaba la cabeza por la ventana. Llevaba una hoja de papel grueso en la mano y Rupert y el inmaculado Ned Gowan le seguían en pomposo cortejo.

—Pasen, por favor —dije con cortesía.

Dougal me ignoró, como de costumbre; apartó una jarra que había sobre la mesa y extendió sus papeles con gran ceremonia sobre la superficie de roble.

—Ya está —declaró con el orgullo de quien ha manejado un proyecto difícil hasta el final—. Ned ya ha preparado los papeles. No hay nada como un abogado... si está de tu lado, ¿no, Ned?

Los hombres rieron, al parecer de excelente humor.

—No fue tan difícil —dijo Ned, modesto—. Es sólo un simple contrato. —Pasó las páginas con un dedo y se detuvo con el entrecejo fruncido ante un repentino pensamiento.

—No tiene propiedades en Francia, ¿verdad? —preguntó y me miró por encima de los bifocales que usaba para trabajar. Mi gesto negativo le tranquilizó. Volvió a juntar las hojas y las golpeó contra la mesa para alinear los bordes.

—Entonces, ya está. Sólo tiene que firmar al pie. Dougal y Rupert serán los testigos.

El abogado depositó sobre la mesa el tintero que había traído consigo y extrajo una pluma limpia de su bolsillo. Me la entregó con aire grandilocuente.

—¿Qué es esto? —inquirí. Era una pregunta retórica porque la primera hoja decía CONTRATO DE MATRIMONIO en letras negras de cinco centímetros de altura.

Dougal contuvo un suspiro de impaciencia ante mi obstinación.

—Sabe muy bien qué es —replicó, cortante—. Y a menos que se le ocurra otra cosa que la mantenga lejos de las manos de Randall, creo que lo firmará y terminaremos con esto. No tenemos mucho tiempo.

En realidad, no se me ocurría nada, ni siquiera después de la hora que había pasado machacando el asunto. Por más que me resistiera, comenzaba a creer que esta increíble alternativa era la mejor.

—¡Pero no quiero casarme! —insistí. De pronto pensé que mi opinión no era la única que contaba en este tema. Recordé la joven de cabello rubio que había visto besar a Jamie en el castillo—. ¡Y tal vez Jamie no quiera casarse conmigo! —añadí—. ¿No lo han pensado?

Dougal descartó mi argumento.

—Jamie es un soldado. Hará lo que se le ordene. Y usted también —afirmó—. A menos, por supuesto, que prefiera la cárcel inglesa.

Clavé la mirada en él, respirando con dificultad. Había estado nerviosa desde la abrupta partida de la oficina de Randall. Ahora, mi preocupación aumentaba frente a esta disyuntiva.

—Quiero hablar con él —anuncié de pronto. Dougal enarcó las cejas.

—¿Con Jamie? ¿Por qué?

—¿Por qué? ¡Porque me está obligando a casarme con él y por lo que sé, él ni siquiera está enterado!

Era obvio que esto era intrascendente para Dougal, pero acabó por ceder. Acompañado por sus esbirros, partió en busca de Jamie al salón principal.

Jamie apareció enseguida. Estaba perplejo, lo cual era muy comprensible.

—¿Sabías que Dougal quiere que nos casemos? —pregunté bruscamente.

La expresión de su rostro se aflojó.

—Ah, sí. Lo sabía.

—Pero estoy segura de que un joven como tú... —comencé—. Quiero decir, ¿acaso no hay alguien en quien estés... interesado? —Parecía confundido; sin embargo, comprendió de inmediato.

—¿Te refieres a si estoy comprometido? No, no soy un buen candidato para ninguna chica. —Se apresuró a continuar, como si su explicación pudiera ofenderme—. Es decir, no tengo propiedades y sólo cuento con la paga de soldado para vivir.

Se acarició la barbilla y me miró inseguro.

—También está el problemilla de que mi cabeza tiene precio. Ningún padre quiere que su hija se case con un hombre al que pueden arrestar y colgar en cualquier momento. ¿Habías pensado en eso?

Hice un gesto con la mano para indicar que su condición de prófugo era una consideración menor a la luz de la monstruosidad de una posible boda. Me quedaba un último recurso.

—¿No te molesta que no sea virgen?

Vaciló un momento antes de responder.

—En realidad, no —contestó despacio—. Siempre y cuando a ti no te moleste que yo lo sea. —Sonrió al ver mi boca abierta de asombro y se volvió hacia la puerta—. Supongo que uno de los dos debe saber cómo hacerlo —concluyó. La puerta se cerró con suavidad a sus espaldas. Era evidente que el romance había terminado.

Una vez firmados los papeles, bajé con cuidado las empinadas escaleras de la posada y me dirigí al bar del salón principal.

—Un whisky —pedí al viejo y desgreñado posadero. Me clavó una mirada fría, pero una señal de Dougal lo instó a darme una botella y un vaso. Este último era grueso y verdoso, algo sucio, con el borde descascarillado, pero era hueco y eso era todo lo que me importaba en aquel momento.

Pasado el primer efecto del trago, me invadió una calma engañosa. Me sentía distante y percibía los detalles de mi entorno con peculiar intensidad: el pequeño vitral encima del bar que arrojaba sombras de colores sobre el rufianesco propietario y su vajilla, la curva de un cucharón de cobre colgado en la pared junto a mí, una mosca verde que luchaba en el borde de una mancha pegajosa. Con un sentimiento de afinidad, la aparté del peligro con el vaso.

Poco a poco, cobré conciencia de las voces provenientes de la habitación contigua. Dougal había desaparecido allí después de hablar conmigo, supuestamente para concluir el procedimiento con la otra parte contrayente. Me alegró oír, a juzgar por los ruidos, que mi prometido se estaba haciendo escuchar, a pesar de su anterior conformidad. Tal vez no había querido ofenderme.

—No aflojes, muchacho —murmuré y bebí otro sorbo.

Poco más tarde, sentí una mano que me separaba los dedos para quitarme el vaso verde. Otra mano me sujetaba del codo.

—Por Dios, está borracha como una cuba —dijo una voz en mi oído. Era una voz ronca, pensé, como si su dueño hubiera comido papel de lija. Me reí ante la ocurrencia.

—¡Cállese, mujer! —exclamó la voz áspera y desagradable. Se apagó gradualmente mientras su dueño se volvía para hablar con otra persona—. Borracha y ruidosa como una cotorra... ¿Qué se puede esperar...?

Otra voz interrumpió la primera, pero no pude distinguir lo que decía. Las palabras me llegaban turbias e incomprensibles. Sin embargo, era un sonido más agradable, profundo y casi reconfortante. Se acercó más y logré entender algunas palabras. Hice un esfuerzo por concentrarme, pero mi atención había vuelto a dispersarse.

La mosca estaba de nuevo en la salpicadura y forcejeaba en el centro, sin esperanza alguna. La luz del vitral se derramaba sobre ella y reflejaba chispas sobre la panza verde. Mi mirada se clavó en la diminuta mancha verde que parecía latir mientras la mosca se retorcía y luchaba.

—Hermana..., no tienes ninguna posibilidad —dije y la chispa se apagó.