18
Asaltantes en las rocas
—¿Qué ha dicho el capitán Randall? —pregunté.
Con Dougal a un lado y Jamie al otro, apenas había espacio para los tres caballos en el angosto camino. En algunos lugares, uno o ambos de mis acompañantes debían rezagarse o adelantarse para evitar internarse en la vegetación que amenazaba con apoderarse del terreno del rústico sendero.
Dougal me miró y volvió a clavar la vista en el camino a fin de esquivar una enorme roca. Una sonrisa traviesa le iluminó el rostro.
—No pareció complacido —dijo, circunspecto—. Aunque supongo que no puedo repetir lo que dijo en realidad. Hasta su tolerancia por el lenguaje soez tiene límites, señora Fraser.
Pasé por alto el uso sarcástico de mi nuevo título, al igual que el insulto implícito, pero me di cuenta de que Jamie se puso rígido en su montura.
—Bueno, eh, imagino que no tomará medidas al respecto, ¿verdad? —inquirí. A pesar de los optimistas comentarios de Jamie, yo tenía visiones de soldados vestidos de escarlata que emergían de los arbustos, asesinaban a los escoceses y me arrastraban hasta los aposentos de Randall para interrogarme. Estaba convencida de que las técnicas de interrogatorio de Randall eran creativas, por decirlo de alguna manera.
—No lo creo —respondió Dougal en aire desenfadado—. Tiene otras preocupaciones además de una mujer Sassenach perdida, aunque ésta sea hermosa. —Enarcó una ceja y me hizo una semirreverencia, como si el piropo hubiera sido una disculpa—. Además, no cometería el error de enfurecer a Colum secuestrando a su sobrina —agregó.
Sobrina. Sentí un estremecimiento que me corría por la espalda, a pesar del clima cálido. Sobrina del jefe del clan MacKenzie. Sin mencionar al jefe militar del clan MacKenzie, que cabalgaba tranquilamente junto a mí. Y por el otro lado, ahora estaba emparentada con Lord Lovat, jefe del clan Fraser, con el abad de una poderosa abadía francesa y Dios sabía con cuántos Fraser más. No, tal vez John Randall pensara que no valía la pena perseguirme. Ése era, después de todo, el propósito de este ridículo arreglo.
Espié a Jamie, que ahora se había adelantado. Tenía la espalda erguida como un aliso y el cabello le brillaba bajo el sol como un casco de metal bruñido.
Dougal siguió mi mirada.
—Podría haber sido peor, ¿verdad? —comentó mientras enarcaba una ceja en un gesto irónico.
Dos noches más tarde, acampamos en un páramo, cerca de una de aquellas extrañas protuberancias de granito. Había sido un largo día a caballo, con un ligero almuerzo en las monturas. Todos estaban contentos de detenerse y comer una cena caliente. Al principio del viaje intenté colaborar en la preparación de las comidas, pero el taciturno hombre encargado de dicha tarea rechazó mi ayuda con mediana amabilidad.
Uno de los hombres había cazado un ciervo por la mañana y un trozo de la carne fresca, cocinada con nabos, cebollas y todo lo que se pudo encontrar, se convirtió en una cena deliciosa. Satisfechos con la comida, nos situamos alrededor del fuego para escuchar historias y canciones. Para mi sorpresa, el pequeño Murtagh, quien rara vez abría la boca, tenía una hermosa y nítida voz de tenor. Si bien fue difícil convencerlo de que cantara, los resultados valieron el esfuerzo.
Me acurruqué contra Jamie mientras intentaba encontrar un lugar cómodo en el rígido granito. Habíamos acampado al borde de la protuberancia rocosa, donde una enorme cama de granito rojizo nos proporcionaba un hogar natural y la imponente maraña de rocas detrás, un buen escondite para los caballos. Cuando pregunté por qué no dormíamos con mayor comodidad sobre la hierba del páramo, Ned Gowan me informó de que estábamos cerca del límite sur de las tierras de los MacKenzie. Por lo tanto, nos hallábamos en las proximidades de los territorios de los Grant y los Chisholm.
—Los exploradores de Dougal dicen que no hay señales de intrusos —había explicado, de pie en un montículo para mirar el atardecer—, pero nunca se sabe. Más vale prevenir que curar, ¿no es cierto?
Cuando Murtagh dejó de cantar, Rupert comenzó a relatar historias. Aunque carecía del elegante manejo de las palabras de Gwyllyn, tenía una inagotable provisión de cuentos sobre hadas, fantasmas, los tannasg o espíritus maléficos y demás habitantes de las tierras altas, como los caballos de agua. Estos seres, llegué a comprender, habitaban la mayoría de las extensiones de agua, en especial los vados y pasos de ríos, pero muchos vivían en las profundidades de los lagos.
—Hay un sitio en el extremo este del lago Garve —dijo al tiempo que recorría los rostros reunidos para asegurarse de que todos lo escuchábamos— que jamás se congela. Ahí, el agua está siempre negra, aun cuando el resto del lago esté congelado. Se trata de la chimenea del caballo de agua.
El caballo de agua del lago Garve, como muchos otros de su especie, secuestró a una joven que se había acercado a buscar agua y la llevó consigo a vivir en las profundidades del lago como su esposa. Desdichada la joven, o el hombre, que encontrara un hermoso caballo en la orilla de un lago y decidiera montarlo, porque el jinete jamás podría desmontar. Y el caballo se internaría en las aguas, se convertiría en un pez y nadaría a reunirse con los suyos con el desafortunado jinete aún sujeto a su lomo.
—Ahora bien, un caballo de agua debajo de las olas sólo tiene dientes de pescado —explicó Rupert mientras movía la mano como un pez ondulante— y se alimenta de lombrices y algas y demás cosas húmedas y frías. Tiene la sangre fría como el agua y no necesita fuego. Pero una mujer humana es algo más cálida. —Me guiñó un ojo con gesto lascivo para regocijo de sus oyentes—. La esposa del caballo de agua, entonces, estaba triste, tenía frío y hambre en su nuevo hogar bajo las olas. No le gustaba comer lombrices ni algas. Así que como el caballo de agua era un buen tipo, fue hasta la orilla del lago, cerca de la casa de un hombre con reputación de constructor. Cuando el hombre se acercó y vio el hermoso caballo dorado con riendas de plata que brillaban al sol, no pudo resistirse y lo montó.
»Por supuesto, el caballo de agua lo llevó derecho al agua y atravesó las profundidades hasta llegar a su fría casa. Una vez allí, dijo al constructor que si deseaba volver a ser libre, tendría que edificarle una buena casa, con chimenea y todo, para que su esposa pudiera encender un fuego donde calentarse las manos y freír el pescado.
Yo había apoyado la cabeza en el hombro de Jamie, amodorrada y ansiosa por llegar a la cama, aunque ésta sólo fuera una manta estirada en la roca. De pronto, sentí que el cuerpo de Jamie se tensaba. Me puso una mano en el cuello a modo de advertencia para que me quedara quieta. Eché un vistazo alrededor del campamento y no noté nada extraño, pero percibí la tensión en el aire que flotaba de hombre a hombre como transmitida por una onda inalámbrica.
Al mirar en dirección a Rupert, vi que asentía ligeramente con la cabeza tras observar a Dougal, aunque prosiguió con el relato, imperturbable.
—Entonces, el constructor, que no tenía alternativa, hizo lo que le pidieron. Y el caballo de agua cumplió su palabra y devolvió al hombre a la orilla del lago, cerca de su casa. Y la esposa del caballo de agua por fin sintió calor y felicidad ya que podía freír todo el pescado que quisiera para comer. Y el agua jamás se congela en el extremo oriente del lago Garve porque el calor de la chimenea del caballo de agua derrite el hielo.
Rupert estaba sentado en una roca, con el lado derecho vuelto hacia mí. Mientras hablaba, se agachó con aire casual para rascarse la pierna. Sin alterar sus movimientos ni un ápice, cogió el cuchillo que yacía en el suelo cerca de su pie y lo depositó con suavidad en el regazo, donde quedó oculto entre los pliegues de su falda. Me apreté contra Jamie y lo obligué a bajar la cabeza, como en un súbito rapto amoroso.
—¿Qué ocurre? —susurré en su oído.
Me mordió el lóbulo de la oreja y murmuró:
—Los caballos están inquietos. Alguien anda cerca.
Un hombre se levantó y caminó hacia el borde de las rocas para orinar. Al volver, se sentó en un lugar diferente del que ocupaba antes, cerca de uno de los ganaderos. Otro hombre se incorporó, escrutó el interior de la cacerola de la comida y se sirvió un bocado de venado. En todo el campamento, había ligeras señales de movimiento y agitación, mientras Rupert seguía hablando.
Con el brazo de Jamie rodeándome con firmeza, observé atentamente y al fin comprendí que los hombres se acercaban a los sitios donde habían dejado las armas. Todos dormían con las dagas, pero dejaban las espadas, pistolas y los redondos escudos de cuero en pequeños montículos al borde del campamento. El par de pistolas de Jamie se encontraba en el suelo junto a su espada, a poco más de un metro de distancia.
Alcanzaba a vislumbrar el resplandor del fuego en la hoja con incrustaciones de oro y plata. Si bien las pistolas eran del tipo de las que llevaban los demás hombres, tanto el espadón como la claymore eran especiales. Jamie me los había enseñado con orgullo en una de nuestras paradas al tiempo que los giraba con afecto en sus manos.
La claymore estaba envuelta en su manta. Podía distinguir el enorme mango en forma de T, con la empuñadura áspera para su uso en batalla, resultado de un cuidadoso enarenado. La había levantado una vez y casi soltado al instante. Según Jamie, pesaba unos ocho kilos.
Si la claymore tenía un aspecto lúgubre y letal, el espadón era hermoso. Pesaba unos dos tercios del peso del arma mayor y era un objeto mortal y brillante, con arabescos islámicos que trepaban por la hoja de acero azul hasta el mango en forma de espiral, esmaltado en rojos y azules. Había visto a Jamie usarlo en broma, primero con la mano derecha ante uno de los hombres de armas y luego con la izquierda frente a Dougal. Era una gloria observarlo en esas condiciones, ágil y seguro, con una elegancia aún más impresionante por su tamaño. Sin embargo, sentí que se me resecaba la garganta al pensar que esa habilidad sería puesta a prueba de veras.
Se agachó hacia mí y me besó debajo de la mandíbula. Al hacerlo, me movió ligeramente para volverme hacia uno de los amontonamientos de rocas.
—Rápido —susurró y me besó otra vez—. ¿Ves esa abertura en la roca? —La veía: era un espacio de un metro de altura, formado al caer dos grandes piedras juntas.
Me cogió el rostro entre las manos y me acarició con ternura.
—Cuando te diga ya, métete allí y quédate quieta. ¿Tienes tu daga?
Había insistido en que me quedara con la daga que me había dado en la posada, a pesar de mi propia insistencia en que no tenía ni la habilidad ni la voluntad para usarla. Pero Dougal había tenido razón; cuando se trataba de insistir, Jamie era obcecado.
Por lo tanto, la daga estaba en uno de los bolsillos de mi vestido. Después de un día sintiendo el peso en mi muslo, había llegado a olvidarme de ella casi por completo. Jamie deslizó la mano con aire juguetón por mi pierna para cerciorarse de que el puñal estaba en su lugar.
Entonces, levantó la cabeza, como un gato que huele la brisa. Miró a Murtagh y luego a mí. El hombrecillo no hizo gesto alguno, pero se puso de pie y se desperezó. Cuando volvió a sentarse, estaba unos metros más cerca de mí.
Un caballo relinchó nervioso a nuestras espaldas. Como si hubiera sido una señal, un grupo apareció por encima de las rocas. No eran ingleses, como yo había temido, ni bandidos. Eran escoceses, y chillaban como fantasmas. Supuse que se trataba de los Grant o los Campbell.
A cuatro patas, me dirigí a las rocas. Me golpeé la cabeza y me raspé las rodillas, pero logré introducirme en la pequeña cavidad. Con el corazón enloquecido, manoteé en busca de la daga. Casi me corto la mano en el proceso. No sabía qué hacer con el largo y dañino cuchillo, pero me sentí mejor al cogerlo. Tenía una adularia incrustada en el mango y me reconfortó sentir el pequeño bulto contra la palma de la mano. Por lo menos, estaba segura de haberlo cogido por el extremo correcto.
La lucha era tan confusa que al principio no sabía qué estaba ocurriendo. El claro estaba lleno de cuerpos en movimiento, gritos y piernas que corrían. Mi santuario, por fortuna, se encontraba a un lado del combate principal, por lo que no estaba en peligro inminente. Miré a mi alrededor y vi una silueta pequeña acuclillada junto a mi roca en las sombras. Sujeté la daga con firmeza, pero enseguida me di cuenta de que se trataba de Murtagh.
Ese había sido el mensaje implícito en la mirada de Jamie. Murtagh había recibido la orden de cuidarme. No veía a Jamie por ninguna parte. El grueso de la lucha tenía lugar en las rocas y en las sombras junto a los carros.
Por supuesto, los caballos y los carros debían ser el objetivo del ataque. Los asaltantes conformaban un grupo organizado, bien armados y bien alimentados, por lo poco que podía apreciar a la luz del fuego que ya se apagaba. Si eran los Grant, tal vez quisieran un botín o vengarse por el ganado que Rupert y sus amigos habían robado unos días antes. Al enfrentarse con los resultados de aquella improvisada incursión, Dougal se había mostrado algo molesto, no por el robo en sí, sino porque el ganado retrasaría la marcha. No obstante, había logrado deshacerse de él enseguida en un pequeño mercado de uno de los pueblos.
Pronto quedó claro que los atacantes no tenían intención de lastimar a los hombres; sólo querían adueñarse de los caballos y los carros. Uno o dos tuvieron éxito. Me agaché cuando uno de los caballos saltó el fuego y desapareció en la oscuridad del páramo con un hombre colgado de las crines.
Dos o tres más escaparon corriendo, llevándose bolsas de grano, perseguidos por furiosos MacKenzie que les gritaban insultos en gaélico. Al parecer, el ataque llegaba a su fin. Pero entonces, un grupo de hombres tambaleantes se acercó al fuego y el combate recrudeció.
Ésta parecía ser una lucha seria por el modo en que los contrincantes blandían sus espadas y gruñían. Por fin, logré descifrar los hechos. Jamie y Dougal estaban en el centro, en plena pelea, espalda contra espalda. Ambos empuñaban sus espadones con la mano izquierda y las dagas con la derecha. Por lo que alcanzaba a vislumbrar, los dos estaban usando sus armas con gran provecho.
Los rodeaban cuatro o cinco hombres..., perdí la cuenta en la oscuridad. Todos tenían espadas cortas, aunque uno de ellos llevaba un espadón colgado del cinto y por lo menos otros dos, pistolas enfundadas.
Debían de querer a Dougal o a Jamie. Vivo, preferentemente. Para pedir rescate, supuse. Por eso utilizaban espadas pequeñas, que sólo podían herir, en lugar de los espadones o pistolas.
Dougal y Jamie no tenían esos escrúpulos y encaraban el asunto con lúgubre eficiencia. Espalda contra espalda, formaban un círculo amenazante; cada uno cubría el lado débil del otro. Cuando Dougal lanzó una estocada con la mano en la que sostenía la daga, pensé que tal vez «débil» no fuera la palabra apropiada.
El iracundo tumulto de gruñidos e insultos se me acercaba. Retrocedí todo lo que pude, pero mi escondite tenía apenas medio metro de profundidad. Por el rabillo del ojo, percibí un movimiento a mi lado. Murtagh había decidido tomar parte activa en la lucha.
Horrorizada, apenas podía apartar los ojos de Jamie, pero vi que el hombrecillo extraía su pistola, que hasta entonces no había disparado, como al descuido. Revisó el mecanismo minuciosamente, frotó el arma contra la manga, la apoyó en el antebrazo y esperó.
Y esperó. Yo temblaba de miedo por Jamie, que había abandonado toda elegancia y sacudía su espada hacia los dos hombres con sangrienta determinación. ¿Por qué diablos no disparaba Murtagh?, pensé furiosa. Entonces comprendí el motivo. Tanto Jamie como Dougal estaban en la línea de fuego. Me pareció recordar que ese tipo de trabucos no eran armas de precisión. Un minuto más tarde, mi suposición quedó confirmada. Una inesperada estocada de uno de los oponentes de Dougal le alcanzó la muñeca. El filo de la hoja subió por el antebrazo y el jefe del clan cayó de rodillas. Al notar que su tío se derrumbaba, Jamie bajó la espada y retrocedió dos pasos. Así, quedó con la espalda cerca de una roca y con Dougal agazapado a su lado, protegido por su espada. Los atacantes tuvieron que colocarse a un lado de mi refugio, al alcance de la pistola de Murtagh.
Debido a la proximidad, el estallido del trabuco fue estremecedor. Tomó por sorpresa a los atacantes, en especial al que recibió la bala. El hombre quedó inmóvil un momento y luego sacudió la cabeza, confundido. Lentamente, se sentó y cayó hacia atrás para rodar hasta las tenues brasas del fuego.
Aprovechando la confusión, Jamie quitó de un golpe la espada a otro atacante. Dougal ya estaba de pie otra vez y Jamie se apartó para dejarle espacio para luchar. Uno de los asaltantes abandonó la pelea y corrió a sacar a su compañero de las cenizas calientes. Sin embargo, todavía quedaban tres enemigos y Dougal estaba herido. Pude divisar las gotas oscuras que salpicaban la roca cuando movía la espada.
Ya estaban lo suficientemente cerca y alcancé a ver el rostro de Jamie, tranquilo y concentrado, absorto en la emoción de la batalla. De pronto, Dougal le gritó algo. Jamie quitó la vista del rostro de su contrincante por un segundo y miró hacia abajo. Levantó la mirada justo a tiempo para esquivar la hoja de la espada contraria, saltó a un lado y arrojó su espada.
Su adversario contempló asombrado la espada clavada en su pierna. Tocó el filo con algo de estupor. Entonces, cogió la hoja con firmeza y tiró. Por la facilidad con que salió, supuse que la herida no era profunda. El hombre seguía algo perplejo y levantó la mirada como para preguntar la razón de ese comportamiento tan poco ortodoxo.
De pronto, gritó, dejó caer su espada y huyó, renqueando lastimosamente. Asustados por el ruido, los otros dos atacantes desviaron la vista, se volvieron y escaparon también. Jamie los perseguía como una avalancha. Había logrado sacar la enorme claymore de entre las mantas y la volteaba con ambas manos en un arco asesino. Detrás de él corría Murtagh, que gritaba palabras no muy halagadoras en gaélico mientras sacudía la espada y su trabuco ya recargado.
Todo terminó casi enseguida. Apenas quince minutos más tarde, la partida de los MacKenzie ya se había reunido para evaluar las pérdidas.
En realidad, habían sido leves. Los asaltantes se habían llevado dos caballos y tres bolsas de grano, pero los ganaderos, que dormían con la carga, habían evitado mayores estragos en los carros. Los hombres de armas, por su parte, habían logrado ahuyentar a los potenciales ladrones de caballos. La principal pérdida parecía ser uno de los hombres.
Al principio, pensé que lo habrían herido o matado en la escaramuza, pero una concienzuda inspección del lugar no logró dar con él.
—Lo han secuestrado —manifestó Dougal con pesar—. Maldición, su rescate me costará una mensualidad completa.
—Podría haber sido peor, Dougal —dijo Jamie al tiempo que se secaba la frente con la manga—. ¡Piensa lo que hubiera dicho Colum si te hubieran llevado a ti!
—Si te hubieran llevado a ti, muchacho, les hubiera dejado conservarte y podrías haberte cambiado el apellido —contestó Dougal, pero el estado de ánimo general mejoró considerablemente.
Extraje la pequeña caja de medicinas y alineé a los heridos por orden de gravedad. Me alegró ver que ninguno estaba malherido. El tajo del brazo de Dougal era, probablemente, lo peor.
Ned Gowan tenía los ojos brillantes y exudaba vitalidad. Parecía tan embriagado con la emoción de la batalla que casi no se había percatado del diente que le había arrancado un malintencionado golpe con el mango de una daga. Sin embargo, había tenido la presencia de ánimo necesaria para sostenerlo bajo la lengua.
—Por si acaso, sabe —explicó y lo escupió en la palma de la mano. La raíz estaba entera y la encía aún sangraba un poco. Decidí arriesgarme y coloqué el diente en su lugar. El hombrecillo palideció, pero no emitió sonido alguno. Agradecido, se llenó la boca de whisky con la excusa de desinfectar la herida y lo tragó de inmediato.
Había vendado la herida de Dougal enseguida y me complació descubrir que la hemorragia había cesado casi por completo para cuando le quité el vendaje. Se trataba de un corte limpio pero profundo. Un delgado borde de grasa amarilla asomaba por el contorno de la profunda herida que se hundía tres centímetros en el músculo. Por fortuna, no había venas cercenadas, pero habría que suturar.
La única aguja disponible resultó ser algo parecido a un punzón delgado que los ganaderos usaban para reparar arneses. Lo miré con desconfianza, pero Dougal se limitó a extender el brazo y desviar la vista.
—En general, no me molesta ver sangre —aclaró—, pero tengo algunos reparos cuando se trata de la mía. —Se sentó en una roca mientras yo trabajaba, con los dientes tan apretados que le temblaban los músculos de la mandíbula. La noche se estaba poniendo fría, pero gotas de sudor le corrían por la frente. En un momento, me pidió muy cortésmente que me detuviera un instante, se volvió y vomitó detrás de una roca. Luego se acomodó otra vez y apoyó el brazo con firmeza en la rodilla.
Por suerte, el dueño de una taberna había decidido pagar la renta de aquel trimestre con un barril de whisky, que resultó muy útil. Utilicé la bebida para desinfectar algunas heridas y después dejé que mis pacientes se automedicaran a gusto. Incluso acepté una taza al concluir mis tareas. La vacié con deleite y me acosté sobre la manta. La luna comenzaba a ponerse y yo temblaba, en parte por el frío y en parte por los sucesos de la noche. Fue maravilloso sentir el calor del fornido cuerpo de Jamie cuando se acostó a mi lado y me rodeó con sus brazos.
—¿Crees que volverán? —pregunté.
—No, eran Malcolm Grant y sus dos hijos... al mayor fue al que le clavé la espada en la pierna. A esta hora, ya deben de estar en sus camas —contestó. Me acarició el cabello y agregó con voz muy suave—: Has trabajado mucho esta noche. Me he sentido orgulloso de ti.
Me di la vuelta y le eché los brazos al cuello.
—No tanto como yo. Estuviste estupendo, Jamie. Jamás he visto nada igual.
Emitió un gruñido desdeñoso, pero me pareció que estaba satisfecho.
—Sólo un asalto, Sassenach. He estado en situaciones parecidas desde que tenía catorce años. Es pura diversión, sabes. Es diferente cuando te enfrentas con alguien que de veras quiere matarte.
—Diversión —repetí con voz queda—. Sí, mucha.
Me estrechó más y una de sus manos descendió para levantarme la falda. Era obvio que la excitación del combate se había convertido en otro tipo de excitación.
—¡Jamie! ¡Aquí no! —protesté al tiempo que trataba de apartarme y bajarme la falda.
—¿Estás cansada, Sassenach? —preguntó, preocupado—. Descuida, no tardaré mucho. —Ahora alzaba la falda con ambas manos y la pesada tela se amontonaba en la parte delantera.
—¡No! —respondí, consciente de los veinte hombres que yacían a escasos metros—. No estoy cansada. Es sólo que... —Me quedé sin aliento al sentir que la mano inquieta alcanzaba su objetivo entre mis piernas.
—Dios mío —susurró—. Es resbaladizo como el fondo del lago.
—¡Jamie! ¡Hay veinte hombres durmiendo junto a nosotros! —grité en un murmullo.
—Se despertarán si sigues hablando. —Rodó sobre mí y me inmovilizó contra la roca. Me separó los muslos con la rodilla y empezó a mecerse con suavidad. A mi pesar, las piernas comenzaron a aflojárseme. Veintisiete años de decoro no podían competir con cientos de años de instinto. Si bien mi mente se negaba a permitir que me tomara allí, sobre una roca desnuda, junto a varios soldados dormidos, mi cuerpo estaba dispuesto a rendirse. Me besó, su lengua dulce se movió dentro de mi boca.
—Jamie —suspiré. Hizo a un lado su falda y oprimió mi mano contra él—. ¡Demonios! —exclamé, impresionada. Mi decoro cedió un poco más.
—La lucha da una tremenda erección. Me deseas, ¿no? —Se separó un poco para observarme. No tenía sentido negarlo, con semejante evidencia. Estaba rígido como una vara de bronce contra mi muslo desnudo.
—Eh..., sí..., pero...
Me sujetó con firmeza por los hombros.
—Cállate, Sassenach —ordenó—. No tardaremos mucho.
Así fue. Comencé a sentir placer con el primer impacto. Le clavé los dedos en la espalda y me sujeté con fuerza al tiempo que mordía la tela de su camisa para acallar cualquier sonido. En menos de una docena de movimientos, sentí que sus testículos se contraían, tensos contra su cuerpo, y el cálido fluir de su propia descarga. Se dejó caer lentamente a mi lado y quedó allí, tembloroso.
La sangre aún palpitaba con furia en mis oídos, un eco de los atenuados latidos entre mis piernas. La mano de Jamie descansaba sobre mi pecho, blanda y pesada. Volví la cabeza y vi la silueta del centinela apoyada contra una roca en el otro extremo del fuego. Con mucho tacto, nos daba la espalda. Me asombré al darme cuenta de que ni siquiera sentía vergüenza. Me pregunté si la sentiría por la mañana; y ya no me pregunté nada más.
A la mañana siguiente, todos actuaban como de costumbre, aunque se movían con algo de dificultad por los efectos de la lucha y del lecho de piedra. Los hombres estaban de buen humor, incluso aquellos que habían resultado heridos.
El estado de ánimo general mejoró todavía más cuando Dougal anunció que sólo cabalgaríamos hasta el bosque que se veía desde el borde de la plataforma rocosa en la que nos encontrábamos. Allí, podríamos dar de beber y comer a los caballos y descansar nosotros también. Me pregunté si este cambio de planes afectaría a la reunión de Jamie con el misterioso Horrocks, pero al parecer, el anuncio no lo turbó en absoluto.
El día estaba plomizo, pero no lloviznaba y el aire era caliente. Una vez que hubimos acampado, los hombres se ocuparon en los caballos y yo revisé a los heridos. Después, cada uno se dedicó a lo que quiso. Algunos dormían sobre la hierba; otros cazaban o pescaban o sólo estiraban las piernas después de tantos días a caballo.
Estaba sentada bajo un árbol, conversando con Jamie y Ned Gowan, cuando uno de los hombres de armas se acercó y arrojó algo al regazo de Jamie. Era la daga con el mango de adularia.
—¿Es tuya, muchacho? —preguntó—. La encontré esta mañana en las rocas.
—Debí de soltarla en la confusión —dije—. En realidad, no importa. No sé qué hacer con ella. Lo más probable es que me hubiera cortado si hubiera intentado usarla.
Ned miró a Jamie con aire de censura por encima de sus bifocales.
—¿Le has dado un cuchillo y no la has enseñado a usarlo?
—No ha habido ocasión, dadas las circunstancias —se defendió Jamie—. Pero Ned tiene razón, Sassenach. Deberías aprender a manejar armas. Como viste anoche, no hay forma de predecir lo que puede ocurrir en el camino.
De modo que me llevaron al centro de un claro y comenzaron las clases. Al ver la actividad, varios hombres se acercaron a investigar y se quedaron para dar consejos. Al poco rato tenía media docena de instructores, enfrascados en una amistosa discusión sobre los detalles de la técnica. Finalmente acordaron que Rupert era el mejor de todos con la daga y éste se hizo cargo de la lección.
Halló un sitio bastante plano, sin rocas ni piñas, para enseñarme el arte de manejar el puñal.
—Vea, muchacha —comenzó. Sostenía la daga balanceándola en el dedo medio unos dos centímetros y medio debajo del mango—. Hay que empuñarla en el punto de equilibrio, de manera que encaje con comodidad en la mano.
Lo intenté con mi daga. Cuando la tuve bien acomodada, Rupert me enseñó la diferencia entre un golpe de arriba abajo y un golpe de abajo arriba.
—Por lo general, se usa la estocada de abajo; el golpe de arriba sólo sirve cuando se ataca a alguien con mucha fuerza desde arriba. —Me observó con ojo crítico y meneó la cabeza—. No, es alta para ser mujer, pero aunque llegara al cuello, no tendría la fuerza necesaria para penetrar, a menos que el hombre estuviera sentado. Mejor probemos con el golpe de abajo arriba.
Se levantó la camisa para revelar una barriga velluda, ya cubierta por el sudor.
—Bien, aquí —precisó al tiempo que se señalaba el centro, justo debajo del esternón— es donde hay que apuntar si la lucha es frente a frente. Apunte hacia arriba y adentro, con toda la fuerza que tenga. Así llegará al corazón y lo matará en uno o dos minutos. El único problema es esquivar el esternón. Llega más abajo de lo que parece y si el cuchillo se clava en esa parte suave de la punta, apenas lastimará a su víctima, pero se quedará sin cuchillo y será su presa. ¡Murtagh! Tienes una espalda huesuda; ven aquí y le enseñaremos a clavar la daga por detrás. —Giró al reticente Murtagh, le alzó la camisa sucia de un tirón y dejó al descubierto la columna vertebral llena de bultos y las costillas salientes. Le hundió el dedo debajo de la costilla inferior del lado derecho y Murtagh se tensó, sorprendido—. Éste es el sitio en la espalda... de ambos lados. Vea, con todas las costillas y demás, es difícil darle a algo vital cuando se ataca por la espalda. Si logra pasar el cuchillo entre las costillas, entonces es distinto, pero es mucho más difícil de lo que parece. Aquí, debajo de la última costilla, hacia arriba, se llega al riñón. Hunda la daga hacia arriba y el tipo caerá como una piedra.
Entonces, Rupert me acomodó para clavar la daga en varias posiciones y posturas. Cuando se cansó, los demás hombres se turnaron para actuar de víctimas. Era obvio que mis esfuerzos les resultaban en extremo graciosos. Con total obediencia, se acostaban en la hierba o se daban la vuelta para que pudiera atacarlos. También saltaban sobre mí desde atrás o fingían estrangularme para que yo intentara clavarles la daga en el estómago.
Los espectadores me daban ánimo con gritos de aliento y Rupert me instruyó con firmeza que no vacilara en el último momento.
—Dele como si fuera en serio, muchacha —dijo—. No podrá echarse atrás cuando sea de verdad. Y si alguno de estos holgazanes no sabe salirse del medio a tiempo, bien merece lo que reciba.
Al principio, era tímida y muy torpe, pero Rupert era un buen maestro, muy paciente y gráfico para demostrar las posturas, una y otra vez. Levantaba la mirada con falsa lujuria cuando se colocaba detrás de mí y pasaba el brazo por mi cintura. Sin embargo, su actitud era seria al tomarme de la muñeca para explicarme cómo clavar la daga entre los ojos del enemigo.
Dougal estaba sentado debajo de un árbol, cuidando su brazo herido y haciendo comentarios sarcásticos sobre el entrenamiento. No obstante, fue él quien sugirió que utilizáramos un muñeco.
—Dadle algo donde pueda hundir la daga —aventuró una vez que empecé a desenvolverme con facilidad en el ataque—. La primera vez produce una sensación extraña.
—Es verdad —convino Jamie—. Descansa un poco, Sassenach, mientras busco algo que sirva.
Partió en dirección a los carros con dos de los hombres de armas. Los observé mientras, con las cabezas juntas, gesticulaban y sacaban cosas de uno de los carros. Agotada, me desplomé junto a Dougal.
Asintió con la cabeza y una leve sonrisa apareció en sus labios. Como la mayoría de los hombres, no se había molestado en afeitarse durante el viaje y una oscura barba castaña le enmarcaba la boca, lo cual le acentuaba el labio inferior.
—¿Cómo va todo? —preguntó sin referirse a mi manejo de las armas.
—Bastante bien —respondí, tampoco en relación con la daga. La mirada de Dougal se dirigió a Jamie, ocupado con algo en la carreta.
—El matrimonio parece sentarle bien —señaló.
—Muy saludable para él... dadas las circunstancias —comenté fríamente. Esbozó una sonrisa.
—Y para usted también, muchacha. Al parecer, ha sido un buen arreglo para todos.
—En especial para usted y su hermano. Y hablando de él, ¿qué cree que dirá Colum cuando se entere?
La sonrisa se hizo más amplia.
—¿Colum? Bueno, considero que le alegrará recibir a una sobrina como usted en la familia.
El muñeco estaba listo. Regresé a mi entrenamiento. El muñeco resultó ser una enorme bolsa de lana, aproximadamente del tamaño del torso de un hombre, con un trozo de piel de toro que la cubría, asegurada con una soga. Debía practicar con el muñeco atado a un árbol, a la altura de un hombre. Luego, me lo arrojarían o lo harían rodar junto a mí.
Lo que Jamie no había mencionado era que habían insertado varias tablas de madera entre la piel y la bolsa de lana para simular huesos, como explicó luego.
Los primeros ataques transcurrieron sin novedad, si bien me costó varios intentos atravesar la piel. Era más difícil de lo que parecía. Me informaron de que lo mismo ocurría con la piel de la barriga de un hombre. En el siguiente ataque, intenté un golpe de arriba abajo, pero choqué con una de las tablas.
Por un momento, pensé que se me había caído el brazo. El impacto repercutió hasta el hombro y la daga se deslizó entre los dedos dormidos. Del codo para abajo, no tenía sensación alguna, pero un sospechoso cosquilleo me advirtió que no duraría mucho.
—Por Franklin D. Roosevelt —mascullé y me quedé allí quieta, sujetándome el codo y escuchando las carcajadas. Por fin, Jamie me masajeó el hombro y logró devolver algo de movimiento al brazo. Oprimió el tendón en la parte posterior del codo y clavó el pulgar en el hueco de la base de la muñeca—. Está bien —murmuré y flexioné la mano derecha con lentitud—. ¿Qué hay que hacer cuando se da en el hueso y se pierde la daga? ¿Acaso hay algún procedimiento a seguir en tal caso?
—Sí —repuso Rupert con una sonrisa—. Saque su pistola con la mano izquierda y mate al bastardo. —Otra vez estallaron las carcajadas, que decidí ignorar.
—Bien —expresé con bastante calma y señalé el largo trabuco con mango en forma de garra que Jamie llevaba en la cadera izquierda—. Entonces, ¿vas a enseñarme a cargar y disparar eso?
—No —replicó con firmeza.
Me enfurecí al oír la respuesta.
—¿Por qué no?
—Porque eres una mujer, Sassenach.
Noté que me sonrojaba.
—¿Acaso crees que una mujer no tiene la inteligencia necesaria para entender el mecanismo de una pistola? —pregunté con sarcasmo.
Me sostuvo la mirada y torció la boca mientras pensaba en varias respuestas.
—Casi me inclino por dejar que pruebes —concedió por fin—. Te lo tienes merecido.
Rupert chasqueó la lengua con fastidio.
—No seas tonto, Jamie. Y en cuanto a usted, muchacha —se volvió hacia mí—, no es porque las mujeres sean estúpidas, aunque algunas por cierto lo son, sino porque son pequeñas.
—¿Cómo? —Lo miré con expresión de asombro. Jamie bufó y sacó su pistola. Vista de cerca, era enorme. La plateada arma medía más de cuarenta y cinco centímetros desde la caja hasta la boca.
—Mira —me dijo y la sostuvo frente a mí—, la sujetas así y la apoyas en el antebrazo. Apuntas por aquí y cuando aprietes el gatillo, te pateará como una mula. Soy casi una cabeza más alto que tú, peso veinticinco kilos más y sé lo que hago. A mí me deja un feo moratón cada vez que la disparo. A ti podría tumbarte de espaldas, si es que no te golpea la cara.
Hizo girar la pistola y la volvió a colocar en la presilla de su cinto.
—Te dejaría probar —continuó al tiempo que enarcaba una ceja—, pero me gustas más con todos los dientes. Tienes una hermosa sonrisa, Sassenach, aunque eres algo cabezota.
Escarmentada con este episodio, acepté sin discutir la opinión de los hombres de que incluso la espada pequeña era demasiado pesada para que yo pudiera manejarla con eficiencia. La diminuta sgian dhu, la daga de la media, resultó aceptable y me dieron uno de aquellos afilados trozos de hierro negro de unos siete centímetros de largo con un mango corto. Probé a sacarla de su escondite una y otra vez mientras los hombres me observaban con ojo crítico. Por fin, aprendí a alzarme la falda, coger el cuchillo y levantarlo en el arco apropiado, todo en un solo y rápido movimiento, hasta quedar con la daga lista para cortarle el cuello a mi adversario.
Así, me dieron el rango de novata en el manejo de la daga y me permitieron sentarme a cenar en medio de felicitaciones generales... con una única excepción. Murtagh meneó la cabeza, inseguro.
—Aún creo que la mejor arma para una mujer es el veneno.
—Tal vez —replicó Dougal—, pero tiene sus desventajas en el combate cuerpo a cuerpo.