20

Claros desiertos

Dos días después del asalto, volvimos a dirigirnos hacia el norte. Nos acercábamos cada vez más al punto de encuentro con Horrocks y Jamie parecía algo distraído; tal vez pensaba en la importancia que podrían tener las noticias del desertor inglés.

No había vuelto a ver a Hugh Munro, pero la noche anterior, había despertado en la oscuridad y descubierto que Jamie no estaba a mi lado. Intenté permanecer despierta para esperarlo, pero me quedé dormida cuando la luna comenzaba a ponerse. Por la mañana, estaba profundamente dormido a mi lado y en mi manta había un pequeño paquete envuelto en una hoja de fino papel, sujeto con la pluma de la cola de un pájaro carpintero clavada en la hoja. Lo desenvolví con cuidado y encontré un trozo de ámbar rústico. Una cara de la piedra estaba pulida y grabada con la delicada silueta oscura de una diminuta libélula suspendida en un vuelo eterno.

Alisé el papel del envoltorio. Había un mensaje en la superficie sucia, escrito en letras pequeñas y muy elegantes.

—¿Qué dice? —pregunté a Jamie mientras observaba las extrañas letras y marcas—. Creo que está en gaélico.

Se incorporó sobre un codo y miró el papel.

—No es gaélico. Es latín. Munro fue maestro antes de que los turcos lo raptaran. Es un trozo de un poema de Cátulo —explicó.

... da mi basia mille, diende centum,

dein mille altera, dein secunda centum...

Un leve rubor le coloreó las orejas mientras traducía:

Entonces deja que los besos amorosos habiten

nuestros labios, pronuncien

mil y cien razones,

cien y mil más.

—Bueno, bastante más fino que las usuales galletas de la fortuna —comenté, divertida.

—¿Cómo? —Jamie parecía perplejo.

—No importa —contesté enseguida—. ¿Acaso Munro ha encontrado a Horrocks?

—Ah, sí. Ya está arreglado. Nos reuniremos en un pequeño lugar que conozco en las colinas, a dos o tres kilómetros de Lag Cruime. Dentro de cuatro días, si todo va bien hasta entonces.

La aclaración final me puso algo nerviosa.

—¿Crees que sea seguro? Quiero decir, ¿confías en Horrocks?

Se sentó y se restregó los ojos para terminar de despertarse.

—¿Confiar en un desertor inglés? Por Dios, jamás. Supongo que me vendería a Randall si pudiera, pero no puede ni acercarse a los ingleses. Cuelgan a los desertores. No, no confío en él. Por eso emprendí este viaje con Dougal, en lugar de buscar a Horrocks por mi cuenta. Si el hombre planea algo, por lo menos tendré compañía.

—Ah. —No estaba muy segura de que la presencia de Dougal fuera tan reconfortante, dada la relación entre Jamie y sus intrigantes tíos—. Bueno, si así lo crees —añadí, nada convencida—. Me imagino que Dougal no aprovechará la ocasión para dispararte.

—Ya me disparó —afirmó Jamie alegremente mientras se abotonaba la camisa—. Deberías saberlo. Tú curaste la herida.

Solté el peine que había estado usando.

—¡Dougal! ¡Pensé que habían sido los ingleses!

—Bueno, los ingleses dispararon hacia mí —me corrigió—. Y no debería decir que Dougal me hirió. En realidad, debió de ser Rupert. Es el que tiene mejor puntería de todos. No, cuando escapábamos de los ingleses, me di cuenta de que estábamos cerca del límite de las tierras de los Fraser y pensé en probar suerte allí. Así que espoleé al caballo y doblé a la izquierda, alrededor de Dougal y los demás. El tiroteo era bastante intenso, pero la bala que me dio vino de atrás. Dougal, Rupert y Murtagh estaban detrás de mí en aquel momento. Y los ingleses estaban todos delante. De hecho, cuando caí del caballo, rodé por la colina y casi termino en sus regazos.

Se inclinó sobre el balde de agua que yo había traído y se lavó la cara con agua helada. Sacudió la cabeza para despejarse los ojos y luego parpadeó, sonriéndome, mientras las gotas de agua brillaban en las pestañas y las espesas cejas.

—En todo caso, Dougal tuvo que pelear para rescatarme. Yo estaba tirado en el suelo, bastante maltrecho, y él estaba de pie encima de mí. Con una mano tiraba de mi cinto para levantarme y con la otra empuñaba su espada contra un dragón que creía saber cómo curarme. Dougal lo mató y me subió a su caballo. —Meneó la cabeza—. Yo veía todo borroso y sólo podía pensar en lo arduo que sería para el caballo subir con ciento ochenta kilos a cuestas.

Me senté, algo atónita.

—Pero... si hubiera querido, Dougal podría haberte matado en ese momento.

Jamie meneó la cabeza otra vez mientras extraía la navaja recta que le había prestado Dougal. Corrió un poco el balde a fin de usar la superficie del agua como espejo y con esa mueca que hacen los hombres para afeitarse, comenzó a rasparse las mejillas.

—No, no delante de los hombres. Además, ni Dougal ni Colum me querían muerto precisamente... en especial, Dougal.

—Pero... —La cabeza empezaba a darme vueltas, como solía ocurrir cuando me enfrentaba con las complejidades de la vida familiar escocesa.

Las palabras de Jamie sonaron algo amortiguadas cuando adelantó la barbilla y echó atrás la cabeza para alcanzar el vello que tenía debajo de la mandíbula.

—Es por Lallybroch —explicó al tiempo que se pasaba la mano libre en busca de pelos dispersos—. Además de ser una tierra muy rica, la propiedad se encuentra en lo alto de un paso de montaña, ¿comprendes? El único paso hacia las tierras altas en dieciséis kilómetros a la redonda. Si hubiera otro Levantamiento, sería valioso controlar esa tierra. Y si yo moría antes de casarme, lo más probable es que la propiedad regresara a manos de los Fraser.

Sonrió y se masajeó el cuello.

—No, soy todo un problema para los hermanos MacKenzie. Por un lado, como amenaza para que el joven Hamish se convierta en jefe del clan, me quieren muerto. Por otro, me quieren a mí y a mi propiedad de su lado en caso de guerra..., no del lado de los Fraser. Por eso están dispuestos a ayudarme con Horrocks. No puedo hacer mucho en Lallybrock mientras mi cabeza tenga precio, aunque la tierra sigue siendo mía.

Enrollé las mantas mientras meneaba la cabeza, azorada por las intrincadas y peligrosas circunstancias con las que Jamie convivía sin inmutarse. De pronto, se me ocurrió que no sólo Jamie estaba involucrado. Levanté la mirada.

—Has dicho que si morías antes de casarte, la tierra volvería a manos de los Fraser —comencé—. Pero ahora estás casado. Así que ¿quién...?

—Correcto —contestó y asintió con una sonrisa torcida. El sol de la mañana iluminaba su cabello con llamas doradas y cobrizas—. Si me matan ahora, Sassenach, Lallybroch es tuya.

Una vez que levantó la niebla, fue una hermosa mañana de sol. Los pájaros se movían en el brezal y el camino aquí era ancho, para variar, con polvo suave debajo de los cascos de los caballos.

Jamie galopó a mi lado mientras subíamos una pequeña colina. Señaló hacia la derecha con la cabeza.

—¿Ves aquel claro?

—Sí. —Se trataba de un manchón verde de pinos, robles y álamos, algo alejado del camino.

—Hay un manantial allí, debajo de los árboles, rodeado de hierba fresca. Es un lugar muy bonito.

Lo miré con curiosidad.

—Es un poco temprano para almorzar, ¿no crees?

—No es precisamente lo que tenía en mente. —Jamie, según descubrí de forma accidental unos días antes, jamás había aprendido a guiñar un ojo. En cambio, parpadeaba con solemnidad, como un enorme búho pelirrojo.

—¿Y qué tenías en mente? —pregunté. Mi expresión recelosa se topó con una mirada azul inocente e infantil.

—Me preguntaba qué aspecto tendrías... en la hierba... bajo los árboles... junto al manantial... con la falda levantada hasta las orejas.

—Eh... —comencé.

—Le diré a Dougal que vamos a buscar agua. —Espoleó al caballo y regresó un momento después con las cantimploras de los demás. Oí que Rupert nos gritaba algo en gaélico mientras bajábamos la colina, pero no pude entender las palabras.

Llegué al claro primero. Desmonté, me recosté en la hierba y cerré los ojos por el resplandor del sol. Jamie llegó un instante después y se bajó del caballo. Lo palmeó en el anca y lo despachó, con las riendas colgando, para que fuera a pastar junto al mío. Luego se dejó caer a mi lado. Extendí los brazos y lo acerqué a mí.

Era un día caluroso, cargado con los aromas de la hierba y las flores. Jamie mismo olía a hierba fresca, un perfume fuerte y dulce.

—Tendremos que darnos prisa —dije—. Se preguntarán por qué tardamos tanto en buscar agua.

—No se preguntarán nada —dijo Jamie al tiempo que desataba mis cintas con gran habilidad—. Ya lo saben.

—¿Qué quieres decir?

—¿Acaso no oíste lo que nos gritó Rupert?

—Lo oí, pero no entendí lo que decía. —Aunque ya entendía las palabras más corrientes, todavía no podía conversar en gaélico.

—Mejor. No era un comentario para damas. —Liberó mis senos y enterró su rostro en ellos. Los besó y mordió con ternura hasta que ya no pude resistirlo más y me deslicé debajo de él, con la falda levantada. Algo cohibida después del feroz y primitivo encuentro en las rocas, me había negado a dejarle hacerme el amor cerca del campamento, y los bosques eran demasiado tupidos como para alejarse de los demás. Ambos sentíamos la ligera y agradable ansiedad de la abstinencia y ahora, lejos de ojos y oídos curiosos, nos unimos con un impacto que hizo que mis labios y dedos temblaran por el torrente de sangre.

Estábamos llegando al final cuando Jamie se paralizó de pronto. Abrí los ojos y vi su rostro a contraluz, con una expresión indescifrable. Había algo negro apoyado en su cabeza. Por fin, mis ojos se acostumbraron al resplandor y distinguí el cañón del mosquete.

—Levántate, bastardo en celo. —El cañón se movió con fuerza contra la sien de Jamie. Muy lentamente, se puso de pie. Una gota de sangre brotó de su sien, oscura sobre la piel pálida.

Eran dos. Desertores casacas rojas, a juzgar por los harapos que vestían. Ambos estaban armados con mosquetes y pistolas y parecían muy divertidos por la posibilidad que se les presentaba. Jamie se quedó quieto, con las manos levantadas y el mosquete que le oprimía el pecho. Su rostro carecía de expresión.

—Podrías dejarlo terminar, Harry —comentó uno de los hombres. Esbozó una ancha sonrisa con dientes picados—. Parar así es malo para la salud.

Su compañero clavó el mosquete a Jamie en el pecho.

—Su salud no es asunto mío. Y tampoco será problema suyo por mucho tiempo. Tengo ganas de probarla —me señaló con la cabeza— y no me gusta ser segundo de nadie, mucho menos de un hijo de puta escocés como éste.

El de los dientes picados rió.

—Yo no soy tan exigente. Mátalo, entonces, y empieza de una vez.

Harry, un hombre bajo y robusto con un ojo extraviado, meditó un instante mientras me observaba. Yo seguía sentada en el suelo, con las rodillas encogidas y la falda apretada contra los tobillos. Había intentado cerrar el corpiño, pero aún se veía bastante. Por fin, el hombre bajo rió e hizo señas a su compañero.

—No, déjalo que mire. Ven aquí, Arnold, y apúntale con el mosquete. —Arnold obedeció con una sonrisa. Harry dejó el mosquete en el suelo y se quitó el cinto con la pistola para prepararse.

Mientras me sujetaba la falda, percibí un objeto duro en el bolsillo derecho. La daga que Jamie me había dado. ¿Me atrevería a usarla? Sí, decidí al observar el rostro lascivo y marcado de Harry, por mi alma que sí.

Tendría que esperar hasta el último minuto, sin embargo, y dudaba que Jamie pudiera controlarse tanto. Vislumbraba el ansia asesina en sus facciones. Pronto, las posibles consecuencias no serían suficientes para detenerlo.

No me atrevía a dejar que mi rostro expresara mucho, pero entrecerré los ojos y lo miré con determinación para pedirle que no se moviera. Se le notaban los músculos tensos del cuello y tenía el rostro enrojecido, pero detecté un minúsculo movimiento de la cabeza, en respuesta a mi mensaje.

Forcejeé cuando Harry me aprisionó contra el suelo y trató de levantarme la falda, más para coger la daga que para resistirme. Me abofeteó con fuerza y me ordenó que me quedara quieta. Me ardía la mejilla y los ojos se me llenaron de lágrimas, pero ya tenía la daga en la mano, oculta entre los pliegues de la falda.

Me recosté y respiré con dificultad. Me concentré en mi objetivo, tratando de borrar todo lo demás de mi mente. Tendría que ser en la espalda; estaba demasiado cerca para intentar un golpe a la garganta.

Los dedos roñosos se hundieron en mis muslos para separarlos. Recordé el dedo de Rupert en las costillas de Murtagh y escuché su voz:

«Aquí, muchacha, debajo de la última costilla, cerca de la columna. Clávelo con fuerza y hacia arriba, hacia el riñón, y el tipo caerá como una piedra.»

Ya casi era el momento indicado. El asqueroso aliento de Harry me entibiaba el rostro y sus dedos buscaban con avidez entre mis piernas desnudas.

—Mira bien, bastardo, y observa cómo se hace —masculló—. Haré que tu putita suplique de placer antes...

Le rodeé el cuello con el brazo izquierdo para mantenerlo cerca. Levanté la mano con el cuchillo y se lo clavé con toda la fuerza que logré reunir. El impacto repercutió en mi brazo y casi solté la daga. Harry se tensó y comenzó a moverse para escapar. Al no poder ver, había apuntado muy arriba y el puñal había chocado con una costilla.

No podía dejarlo ir. Por fortuna, tenía las piernas libres de la pesada falda, así que las utilicé para aprisionar las sudadas caderas de Harry e inmovilizarlo durante los preciosos segundos que necesitaba para un segundo intento. Volví a clavarle la daga con desesperación y esta vez di en el blanco.

Rupert tenía razón. Harry corcoveó en una grotesca parodia del acto sexual y luego se desplomó sobre mí, sin proferir ni un sonido. La sangre manaba en chorros decrecientes de la herida en la espalda.

La atención de Arnold se había desviado un instante hacia el espectáculo en el suelo y ese instante fue más que suficiente para el enloquecido escocés a quien vigilaba. Cuando recuperé el sentido lo suficiente como para escabullirme de debajo del difunto Harry, Ar­nold ya se había reunido con su compañero en la muerte. Tenía el cuello cortado de oreja a oreja con la sgian dhu que Jamie llevaba en la media.

Jamie se arrodilló a mi lado y me ayudó a salir de debajo del cadáver. Ambos temblábamos por los nervios y el susto. Nos abrazamos sin hablar unos minutos. Todavía en silencio, Jamie me cogió en brazos y me alejó de los dos cadáveres. Me llevó a un sitio con hierba fresca, detrás de una cortina de álamos.

Me depositó en el suelo y se sentó con torpeza, como si se le hubieran aflojado las rodillas de pronto. Tuve una sensación de helado aislamiento, como si el viento invernal me atravesara los huesos, y me estiré hacia él. Levantó la cabeza que tenía apoyada en las rodillas y el rostro desencajado me miró como si me viera por primera vez. Cuando puse las manos en sus hombros, me estrechó contra su pecho y emitió un sonido entre un gruñido y un sollozo.

Hicimos el amor inmersos en un silencio salvaje y urgente, con una rapidez compulsiva que no logré comprender pero que ambos debíamos obedecer para no perdernos para siempre. No fue un acto de amor sino de necesidad, como si supiéramos que solos no podríamos soportarlo. Nuestra única fortaleza yacía en la unión, en ahogar los recuerdos de la muerte y la casi violación en el torrente de los sentidos.

Nos abrazamos estrechamente en la hierba, desaliñados, manchados de sangre, temblorosos bajo el sol. Jamie susurró algo en voz tan baja que sólo alcancé a oír la palabra «lamento».

—No fue culpa tuya —murmuré y le acaricié el cabello—. Ya ha pasado todo. Ambos estamos bien. —Me sentía como en un sueño, como si nada a mi alrededor fuera real. Reconocí los síntomas del estado de choque.

—No, no —respondió—. Fue culpa mía... Una tontería venir aquí sin tomar precauciones. Y dejar que te... Pero no me refería a eso... Me refería a... que lamento haberte usado como acabo de hacer. Tomarte así, después de..., como un animal. Lo siento, Claire... No sé qué... No pude evitarlo, pero... Cielos, estás helada, mo duinne. Tienes las manos heladas. Ven, déjame que te dé calor.

Aturdida, pensé que hablaba así por la conmoción, también. Era curioso cómo a algunas personas les daba por hablar. Otras sólo temblaban. Como yo. Le apreté los labios contra mi hombro para calmarlo.

—Está bien —repetí una y otra vez—. Ya ha pasado.

De repente, una sombra cayó sobre nosotros. Los dos nos sobresaltamos. Dougal estaba allí, con los brazos cruzados. Por cortesía, desvió la mirada mientras yo me acomodaba la ropa pero frunció el entrecejo hacia Jamie.

—Mira, muchacho, entiendo que quieras buscar placer con tu esposa, pero no puedes dejarnos esperando más de una hora. Ni tampoco es prudente que estéis tan enfrascados el uno en el otro que ni siquiera me hayáis oído llegar. Este tipo de comportamiento te acarreará problemas algún día, joven. Alguien puede acercarse por detrás y ponerte una pistola en la cabeza antes de que te des cuenta...

Se interrumpió para mirarme con incredulidad. Yo rodaba por la hierba, histérica. Jamie, rojo como una remolacha, llevó a Dougal al otro lado de los álamos y le explicó lo ocurrido en voz baja. Yo seguía riendo sin cesar. Por fin, me puse un pañuelo en la boca para atenuar las carcajadas. El súbito alivio y las palabras de Dougal se habían combinado para evocar una imagen del rostro de Jamie, con las manos en la masa, por así decirlo, que me resultó en extremo graciosa en mi precario estado. Reí y gemí hasta que me dolió el pecho. Finalmente, me senté y me sequé los ojos con el pañuelo mientras Dougal y Jamie, de pie junto a mí, me contemplaban con sendas expresiones de desaprobación. Jamie me ayudó a ponerme en pie y me condujo, entre hipos y ocasionales carcajadas, hasta donde los demás hombres aguardaban con los caballos.

Con excepción de una tendencia persistente a reírme a carcajadas histéricas sin ningún motivo, no parecía sufrir consecuencia alguna de nuestro encuentro con los desertores, aunque comencé a cuidarme de no alejarme del campamento. Dougal me aseguró que los bandidos no eran, en realidad, un peligro frecuente en los caminos de las tierras altas, ya que no había muchos viajeros a quienes valiera la pena asaltar. Sin embargo, me sobresaltaba con los ruidos del bosque y regresaba apresuradamente de tareas rutinarias como buscar leña o agua, ansiosa por ver y oír a los hombres del clan MacKenzie. También descubrí que me reconfortaba escucharlos roncar a mi alrededor por las noches y perdí todo pudor por los discretos arrumacos que tenían lugar bajo nuestras mantas.

Todavía tenía miedo de quedarme sola cuando, unos días más tarde, llegó el momento de la reunión con Horrocks.

—¿Quedarme aquí? —repetí, incrédula—. ¡No! Iré contigo.

—No puedes —dijo Jamie por enésima vez—. La mayoría de los hombres continuarán hasta Lag Cruime con Ned, para cobrar las rentas. Dougal y algunos otros vendrán conmigo a la reunión, para prevenir una posible traición de Horrocks. Pero tú no puedes acercarte a Lag Cruime. Los hombres de Randall andan cerca y no descarto que quiera llevarte por la fuerza. En cuanto a la reunión con Horrocks, no sé qué puede pasar. No, hay un pequeño monte cerca del recodo del camino. Es espeso y tiene hierba y agua. Estarás cómoda allí, hasta que vuelva a buscarte.

—No —insistí, obcecada—. Iré contigo. —Un cierto orgullo me impedía confesarle que temía estar lejos de él. En cambio, podía decirle que temía por él.

—Tú mismo has dicho que no sabes qué puede ocurrir en el encuentro con Horrocks —argumenté—. No quiero esperar aquí, sin saber qué te pasa. Déjame ir contigo —supliqué—. Te prometo que me esconderé durante la reunión. Pero no quiero quedarme aquí sola toda el día, preocupada por ti.

Suspiró con impaciencia, pero dejó de discutir. Al llegar al monte, sin embargo, se echó hacia delante y tomó las riendas de mi caballo. Me obligó a salirme del camino y desviarme hacia la hierba. Desmontó y ató ambas riendas a un arbusto. Ignorando mis gritos de protesta, desapareció entre los árboles. Testaruda, me negué a bajarme del caballo. No podía obligarme a que me quedara, pensé.

Por fin, regresó al camino. Los demás habían continuado la marcha, pero Jamie, después de nuestra última experiencia en un claro desierto, no partiría hasta no haber revisado el lugar de forma metódica y completa. Al volver, desató los caballos y montó el suyo.

—Es seguro —afirmó—. Cabalga hasta internarte en la vegetación, Claire. Escóndete y esconde al caballo. Volveré a buscarte en cuanto hayamos terminado. No sé cuánto tardaremos, pero estaré aquí al atardecer.

—¡No! Iré contigo. —No podía soportar la idea de quedarme en un bosque, sin saber qué estaba ocurriendo. Prefería estar en peligro real que sola durante horas, esperando preocupada.

Jamie contuvo su impaciencia por marcharse. Se acercó y me cogió del hombro.

—¿Acaso no has prometido obedecerme? —preguntó al tiempo que me sacudía con suavidad.

—Sí, pero... —Pero sólo porque he tenido que hacerlo, iba a decir, pero Jamie ya guiaba mi caballo hacia los arbustos.

—Es muy peligroso y no quiero que estés allí, Claire. Estaré ocupado y llegado el caso, no puedo pelear y protegerte al mismo tiempo. —Al ver mi expresión rebelde, extendió la mano hacia su alforja y comenzó a buscar algo.

—¿Qué buscas?

—Una soga. Si no vas a hacer lo que te digo, tendré que atarte a un árbol hasta que regrese.

—¡No serías capaz!

—¡Claro que sería capaz! —Era evidente que hablaba en serio. Cedí muy a mi pesar y cogí las riendas de mi caballo. Jamie se acercó para besarme en la mejilla, listo para partir.

—Cuídate, Sassenach. ¿Tienes tu daga? Bien. Volveré en cuanto pueda. Ah, algo más.

—¿Qué? —pregunté con rencor.

—Si abandonas el monte antes de que venga a buscarte, te azotaré el trasero con el cinto. No te gustaría caminar hasta Bargrennan. Recuerda —agregó y me acarició la mejilla—, no pronuncio amenazas inútiles. —Era verdad. Avancé despacio hacia el monte y me di la vuelta para verlo alejarse a todo galope, agachado sobre la montura, con la falda escocesa flameando detrás de él.

Corría el fresco bajo los árboles. El caballo y yo suspiramos de alivio al entrar en la sombra. Era uno de esos extraños días de calor en Escocia en que el sol quemaba desde el cielo celeste y la niebla desaparecía antes de las ocho de la mañana. El bosque estaba repleto de pájaros. Una bandada de paros merodeaban en un tronco de roble a la izquierda y oí lo que parecía ser un sinsonte en las cercanías.

Siempre me habían apasionado los pájaros. Ya que estaría anclada aquí hasta que el dominante, cabezudo e imbécil de mi marido terminara de arriesgar el pellejo, trataría de aprovechar el tiempo para observar todas las especies posibles.

Solté al caballo para que pastara en la abundante hierba del borde del monte. Sabía que no se alejaría mucho. La hierba terminaba a unos metros de los árboles, ahogada por los brezos.

Me hallaba en un claro de coníferas y robles jóvenes; un lugar ideal para estudiar los pájaros. Caminé un poco, todavía furiosa con Jamie, pero me fui calmando mientras escuchaba el inconfundible sonido de una moscareta y el afónico graznido de un tordo mayor.

En el extremo más apartado, el claro acababa de manera abrupta, junto a un pequeño precipicio. Me abrí camino entre los robles y el murmullo del agua ahogó el canto de los pájaros. Me detuve junto a un pequeño arroyo, un cañón escarpado de rocas con cataratas que bajaban por las paredes dentadas hasta las lagunas marrones y plateadas de abajo. Me senté en la orilla y dejé que mis pies colgaran sobre el agua para disfrutar del sol en el rostro.

Un cuervo pasó por encima de mi cabeza, seguido por un par de colirrojos. El cuerpo negro zigzagueó en el aire en un intento por esquivar a los diminutos cazabombarderos. Sonreí mientras observaba cómo los pequeños y enojados padres de familia perseguían al cuervo y me pregunté si los cuervos, por sí solos, podrían realmente volar en línea recta. Éste en especial, si volaba en línea recta, llegaría a...

Me detuve en seco.

Había estado tan sumida en mi discusión con Jamie que no me había dado cuenta de que por fin me hallaba en la situación que había buscado en vano durante dos meses. Estaba sola. Y sabía dónde estaba.

Miré a través del arroyo y mis ojos se cegaron con la luz del sol matinal que resplandecía entre los fresnos de la orilla lejana. Allí estaba el este. El corazón comenzó a latirme con furia. Si el este quedaba en esa dirección, Lag Cruime estaba detrás de mí. Lag Cruime se encontraba seis kilómetros al norte del Fuerte William. Y el Fuerte William estaba a menos de cinco kilómetros al oeste de la colina de Craigh na Dun.

Entonces, por primera vez desde mi encuentro con Murtagh, sabía aproximadamente dónde estaba... a unos once kilómetros de aquella maldita colina y su maldito círculo de piedras. A once kilómetros, tal vez, de casa. Y de Frank.

Me volví para regresar al claro, pero cambié de idea. No me atrevía a tomar el camino. A esta distancia del Fuerte William y de las diversas aldeas que lo rodeaban, existía el riesgo de toparme con alguien. Tampoco podía llevar el caballo por el arroyo. De hecho, ni siquiera estaba segura de poder bajarlo a pie. En algunos sectores, las paredes de piedra caían a pique en el agua espumante, sin ofrecer ningún punto de apoyo excepto las puntas de las rocas dispersas que sobresalían en la corriente.

Sin embargo, era el camino más directo hacia mi objetivo. Y no me atrevía a seguir una ruta muy rebuscada. Podía perderme con facilidad en la vegetación agreste o encontrarme con Jamie y Dougal, a su regreso.

Sentí un nudo en el estómago al pensar en Jamie. Por Dios, ¿cómo podía hacerle esto? ¿Cómo podía abandonarlo sin explicarle ni pedirle disculpas? ¿Cómo podía desaparecer sin dejar rastro, después de lo que él había hecho por mí?

Con ese pensamiento, resolví abandonar el caballo. Por lo menos, así pensaría que no lo había dejado por voluntad propia. Creería que las bestias salvajes me habían matado o que me habían raptado algunos bandidos. Toqué la daga que llevaba en el bolsillo. Al no encontrar rastros de mí, me olvidaría y volvería a casarse. Tal vez con la hermosa y joven Laoghaire, en Leoch.

Curiosamente, la idea de Jamie y Laoghaire en la misma cama me alteraba tanto como la perspectiva de dejarlo. Me maldije por ser tan idiota, pero no pude evitar imaginar el rostro bonito y dulce, sonrojado por la ansiedad, y las grandes manos de Jamie acariciando el cabello rubio...

Dejé de apretar los dientes y me enjugué las lágrimas con determinación. No tenía tiempo ni fuerzas para derrochar en reflexiones tontas. Debía partir enseguida, mientras pudiera. Tal vez se tratara de la mejor oportunidad que se me presentaría. Ojalá Jamie me olvidara. Sabía que jamás podría olvidarlo. Pero por ahora, debía borrarlo de mi mente o no podría concentrarme en lo que tenía que hacer, que ya era bastante difícil.

Con cuidado, comencé a descender por la escarpada orilla hasta el borde del agua. El ruido del arroyo ahogaba los sonidos de los pájaros arriba en el monte. Avanzaba con dificultad, pero al menos había lugar para caminar por la orilla. Había mucho barro y piedras, pero la tarea no resultaba imposible. Más adelante, vi que tendría que abrirme camino de roca en roca, sin perder el equilibrio sobre el torrente, hasta que la orilla volviera a ensancharse para permitirme caminar por ella.

Progresaba con dolorosa lentitud mientras calculaba cuánto tiempo me quedaría. Jamie había dicho que volverían antes del atardecer. Había cinco o seis kilómetros hasta Lag Cruime, pero no tenía idea del estado de los caminos, ni cuánto tiempo les llevaría la reunión con Horrocks. Ni si él realmente asistiría. Claro que iría, pensé. Hugh Munro lo había confirmado y a pesar de ser un personaje grotesco y estrafalario, Jamie lo consideraba una fuente de información fiable.

En la primera roca del arroyo, resbalé y me hundí hasta la rodilla en el agua helada. Se me empapó la falda. Regresé a la orilla, me la remangué hasta donde pude, me quité los zapatos y las medias y los coloqué en los pliegues de la falda levantada. Volví a detenerme sobre la roca.

Descubrí que si me agarraba con los dedos de los pies, podía pasar de roca en roca sin resbalarme. El volumen de la falda me dificultaba la visión y más de una vez trastabillé en el agua. Tenía las piernas heladas y cuando comenzaron a entumecérseme los pies, se me hizo más difícil mantener el equilibrio.

Por fortuna, la orilla volvió a ensancharse. Agradecida, apoyé los pies en el barro tibio. Breves interludios de chapoteo más o menos cómodo se intercalaron con lapsos prolongados de caminata precaria por las rocas de los gélidos rápidos. Descubrí, con alivio, que estaba demasiado ocupada para pensar en Jamie.

Al cabo de un rato, mis movimientos eran rutinarios. Paso, dedos, pausa, mirar alrededor, siguiente paso. Paso, dedos, pausa, etcétera. Debí de confiarme demasiado o tal vez me cansé, porque empecé a descuidarme. Un pie resbaló irremediablemente sobre una roca cubierta de lodo. Moví los brazos con desesperación, tratando de volver a la roca anterior, pero había perdido el equilibrio. Caí al agua con vestido, enaguas, daga y todo.

Y seguí cayendo. Si bien el arroyo tenía apenas medio metro de profundidad, había pozos hondos e intermitentes allí donde el agua había cavado depresiones en la roca. La roca en la que había patinado estaba al borde de uno de esos pozos y al tocar el agua, me hundí como una piedra.

El impacto del agua helada en la nariz y la boca me dejó tan atónita que ni siquiera grité. Unas burbujas plateadas salieron del escote del vestido y pasaron frente a mi rostro hacia la superficie. La tela de algodón se empapó de inmediato y la garra gélida del agua me paralizó la respiración.

Comencé a luchar para subir a la superficie, pero el peso de la ropa me empujaba hacia abajo. Tiré con frenesí de las cintas del corpiño, pero no tenía esperanzas de quitarme todo antes de ahogarme. Hice una serie de comentarios silenciosos e irrespetuosos sobre los modistos, las modas femeninas y la estupidez de las faldas largas mientras pateaba con fuerza para mantener la maraña de tela mojada lejos de mis piernas.

El agua era cristalina. Con los dedos, rocé la pared de roca y acaricié las manchas oscuras de algas y lentejas de agua. Resbaladizo como el fondo del lago, había dicho Jamie con respecto a...

Ese pensamiento me arrancó del pánico. De pronto, me di cuenta de que no debía cansarme tratando de volver a la superficie. El pozo no podía tener más de tres metros de profundidad. Debía calmarme y dejarme caer hasta el fondo. Entonces apoyaría los pies y me impulsaría hacia arriba. Con suerte, eso me permitiría tomar aire y aunque volviera a hundirme, podría seguir saltando desde el fondo hasta acercarme lo suficiente al borde para sujetarme a alguna roca.

El descenso era interminable. Ya no luchaba por subir y los pliegues de la falda me rodearon, flotando junto a mi rostro. Los aparté; debía mantener la cara despejada. Los pulmones estaban a punto de estallarme y veía algunas manchas negras cuando toqué el suave fondo del arroyo con los pies. Doblé las rodillas un poco, apreté la falda a mis costados y me impulsé con todas mis fuerzas.

Funcionó, aunque no del todo. Saqué la cabeza del agua y sólo tuve tiempo para una efímera bocanada de aire antes de que el agua volviera a cerrarse sobre mí. Pero fue suficiente. Sabía que podía hacerlo otra vez. Oprimí los brazos a los costados para caer con más rapidez. Una vez más, Beauchamp, pensé. ¡Dobla las rodillas, apoya los pies y salta!

Ascendí con los brazos extendidos por encima de la cabeza. Había visto un destello rojo la última vez. Debía de haber un serbal inclinado sobre el agua. Quizá pudiera agarrar una rama.

Cuando mi rostro atravesó la superficie del agua, algo me cogió la mano estirada. Algo duro, tibio y sólido. Otra mano.

En un acceso de tos, tanteé a ciegas con la mano libre. Estaba demasiado contenta por el rescate como para lamentar la interrupción de mi intento de fuga. Contenta, al menos, hasta que al apartar el cabello de mis ojos, vi el rostro regordete y ansioso del joven cabo Hawkins de Lancashire.