21
Un mauvais quart d’heure detrás de otro
Retiré con delicadeza de mi manga una hebra de hierba acuática todavía húmeda y la coloqué en el centro del secante. Luego, al ver el tintero cerca, levanté la hierba y la sumergí en él. Utilicé el resultado para pintar interesantes dibujos en el grueso papel secante. Adentrándome en el espíritu de la cosa, rematé mi obra de arte con una palabra ofensiva. La rocié con arena y la sequé antes de apoyarla contra la hilera de casilleros.
Retrocedí para admirar el efecto. Después observé a mi alrededor en busca de alguna otra distracción que pudiera hacerme olvidar la llegada inminente del capitán Randall.
No estaba mal para la oficina privada de un capitán, pensé y examiné los cuadros de las paredes, los accesorios de plata sobre el escritorio y la mullida alfombra. Regresé a la alfombra para gotear más eficazmente. El viaje al Fuerte William había secado bastante mis prendas exteriores, pero las capas internas de enaguas todavía estaban empapadas.
Abrí un pequeño armario detrás del escritorio y descubrí la peluca extra del capitán. Estaba colocada en uno de los dos armazones de hierro forjado. Frente a ella, en una hilera ordenada, se alineaba un juego de espejo, cepillos militares y un peine de carey, todos con la parte posterior de plata. Llevé la peluca hasta el escritorio, esparcí el resto de arena sobre ella y la devolví al armario.
Estaba sentada detrás del escritorio, cepillo en mano, estudiando mi reflejo en el espejo, cuando entró el capitán. Su mirada captó mi aspecto desaliñado, el armario revuelto y el secante desfigurado.
Sin parpadear, acercó una silla y se sentó frente a mí. Adoptó una postura campechana, con una bota apoyada en la rodilla opuesta. Una fusta pendía de su mano fina y aristocrática. Observé el extremo trenzado, negro y escarlata, en tanto se mecía de un lado a otro sobre la alfombra.
—La idea tiene su encanto —comenzó. Observó mi mirada seguir el movimiento del látigo—. Pero podría pensar en algo mejor, si tuviera tiempo para reflexionar.
—Apuesto a que sí —respondí y aparté un tupido mechón de mis ojos—. Pero no tiene autorización para azotar a mujeres, ¿verdad?
—Sólo en ciertas circunstancias —repuso con cortesía—. Que no se ajustan a su caso... todavía. Aunque eso es bastante público. Pensé que primero podríamos conocernos mejor en privado. —Cogió una botella del aparador que había a su espalda.
Bebimos el clarete en silencio. Nos observábamos mutuamente sobre el vino.
—Olvidé felicitarla por su casamiento —expresó de repente—. Disculpe mis malos modales.
—No se preocupe —respondí—. Estoy segura de que la familia de mi esposo le estará muy agradecida por ofrecerme su hospitalidad.
—Ah, lo dudo bastante —dijo con una sonrisa cautivadora—. Pero de todos modos, nunca pensé en avisarles de que usted estaba aquí.
—¿Qué le hace creer que no lo saben? —inquirí. Empezaba a sentirme un poco deprimida, a pesar de mi propósito anterior de afrontar la situación con insolencia. Eché una ojeada a la ventana, pero estaba en el lado equivocado del edificio. El sol no era visible, pero la luz parecía amarilla. Tal vez fuera media tarde. ¿Cuánto tiempo faltaba para que Jamie encontrara mi caballo abandonado? ¿Y cuánto más después para que siguiera mis huellas hasta el arroyo... y las perdiera al instante? Desaparecer sin dejar rastro tenía sus desventajas. De hecho, a menos que Randall decidiera enviar noticias de mi paradero a Dougal, no había forma de que los escoceses averiguaran adónde había ido.
—Si lo supieran —contestó el capitán y arqueó una ceja elegante—, ya estarían aquí. Considerando los calificativos que Dougal Mackenzie me aplicó durante nuestro último encuentro, me cuesta creer que me considere un acompañante adecuado para una mujer de su familia. Y el clan MacKenzie parece pensar que es usted tan valiosa que prefieren adoptarla como una de ellos antes que verla caer en mis manos. Me resulta imposible imaginar que le permitirían languidecer aquí en vil cautiverio.
Me miró con desaprobación. Asimiló cada detalle de mi ropa mojada, cabello revuelto y apariencia en general lamentable.
—No alcanzo a entender para qué la quieren —continuó—. Ni por qué diablos, si es tan valiosa para ellos, la dejan vagar sola por la campiña. Creí que hasta los bárbaros cuidaban mejor a sus mujeres. —Un súbito destello brilló en sus ojos—. ¿O acaso decidió usted alejarse de ellos?
Se reclinó, intrigado por esta nueva especulación.
—¿La noche de bodas fue más mortificante de lo que anticipó? —sugirió—. Debo confesar que me desconcertó saber que prefería usted acostarse con uno de esos salvajes peludos y semidesnudos a proseguir las conversaciones conmigo. Eso demuestra una alta devoción al deber, señora. Debo felicitar a quienquiera que sea su superior por su capacidad para inspirarla. Sin embargo —añadió y se reclinó todavía más en la silla, balanceando la copa de clarete en una rodilla—, me temo que debo seguir insistiendo en conocer el nombre de su dueño. Si es cierto que se ha alejado usted de los MacKenzie, la suposición más probable es que sea una agente francesa. ¿Pero de quién?
Me fulminó con la mirada, como una serpiente esperando hechizar a un pájaro. Pero yo ya había bebido suficiente clarete como para reanimarme y devolverle la mirada con igual intensidad.
—Ah —respondí con cortesía elaborada—, ¿o sea que también formo parte de esta conversación? Me pareció que lo estaba haciendo usted bastante bien, solo. Por favor, continúe.
La línea grácil de la boca se tensó apenas y la arruga profunda en la comisura se acentuó. Pero no dijo nada. Apartó la copa, se puso en pie y quitándose la peluca, caminó hasta el armario, donde la depositó en el armazón vacío. Advertí que se detenía un momento al ver los oscuros granos de arena adornando la otra peluca. Pero su expresión no se alteró, al menos no de manera notable.
Sin la peluca, su cabello era oscuro, tupido, fino y brillante. También poseía un dejo familiar perturbador, aunque le llegaba al hombro y estaba sujeto detrás con una cinta de seda azul. Ahora se la quitó, cogió el peine del escritorio y se atusó el cabello aplastado por la peluca. Luego se lo ató de nuevo con la cinta. Levanté el espejo servicialmente para que pudiera juzgar el efecto final. Me lo quitó de las manos con recelo y lo puso de nuevo en su sitio. Cerró el armario con algo similar a un portazo.
No sabía si esta demora tenía el propósito de ponerme nerviosa —en cuyo caso estaba dando resultado— o si obedecía a que él no se decidía por el siguiente paso a seguir.
La tensión se vio algo aliviada por la entrada de un ordenanza con una bandeja de té. Aún en silencio, Randall sirvió las tazas y me ofreció una. Bebimos.
—No me lo diga —manifesté por fin—. Déjeme adivinar. Es una nueva forma de persuasión que usted ha inventado..., tortura de la vejiga. Me atosiga con bebidas hasta que le prometo decirle cualquier cosa a cambio de cinco minutos de orinal.
El comentario lo cogió tan de sorpresa que de hecho rió. Su rostro se transformó y no tuve dificultad para entender por qué había tantos sobres perfumados con caligrafía femenina en el cajón inferior izquierdo de su escritorio. Una vez quebrado el muro de apariencia, no contuvo la risa sino que la dejó brotar. Luego volvió a clavarme la mirada. Una semisonrisa se mantenía en sus labios.
—Sea lo que sea, señora, es usted divertida —precisó y tiró de una banda que colgaba junto a la puerta. Cuando reapareció el ordenanza, le instruyó para que me condujera a hacer mis necesidades—. Pero asegúrese de no perderla en el camino, Thompson —agregó. Me abrió la puerta con una reverencia sardónica.
Me apoyé con debilidad contra la puerta del retrete al que me hicieron pasar. Estar lejos de la presencia de Randall era un alivio, pero efímero. Había tenido amplias oportunidades de juzgar el verdadero carácter del capitán, tanto por las historias que había oído como por experiencia personal. Pero estaban esos malditos destellos de Frank que insistían en asomarse a través del exterior brillante y cruel. Había sido un error provocar su risa, decidí.
Me senté, ignorando el hedor con mi concentración en el problema actual. Escapar no parecía viable. Al margen del vigilante Thompson, la oficina de Randall quedaba en un edificio situado cerca del centro del complejo. Y pese a que el fuerte no era más que una empalizada de piedra, las paredes tenían tres metros de altura y los portones dobles estaban bien custodiados.
Se me ocurrió simular una enfermedad y así permanecer en mi refugio, pero lo descarté... y no sólo por lo desagradable de las inmediaciones. La ingrata verdad era que no tenía sentido demorarme, a menos que tuviera un fin que justificara la tardanza, y no lo tenía. Nadie sabía dónde me encontraba y Randall no pensaba revelárselo a nadie. Era suya, por el tiempo que deseara divertirse conmigo. Una vez más, lamenté haberle hecho reír. Un sádico con sentido del humor era particularmente peligroso.
En tanto me devanaba los sesos en busca de algo útil que supiera acerca del capitán, me aferré a un nombre. Oído a medias y apenas retenido en la memoria, esperaba recordarlo bien. Era una carta menor y lamentable para jugar, pero la única que tenía. Respiré hondo, exhalé con rapidez y abandoné mi santuario.
De regreso a la oficina, añadí azúcar al té y lo removí con cuidado. Luego le puse crema. Cuando ya no pude alargar más la ceremonia, me vi obligada a mirar a Randall. Estaba sentado en su pose favorita, con la copa suspendida elegantemente en el aire, observándome.
—¿Y bien? —comencé—. No necesita preocuparse por arruinarme el apetito porque no tengo hambre. ¿Qué piensa hacer conmigo?
Sonrió y sorbió un trago de té hirviendo antes de responder.
—Nada.
—¿En serio? —Enarqué las cejas con asombro—. ¿Le falla la imaginación?
—Me gustaría creer que no —repuso, cortés como siempre.
Sus ojos me recorrieron otra vez, con mucho más que cortesía.
—No —prosiguió. Su mirada se fijó en lo alto de mi corpiño, donde el pañuelo allí encajado dejaba al descubierto la curva superior de mis pechos—, por más que me agradaría darle una muy necesaria lección de modales, me temo que ese placer deberá ser pospuesto indefinidamente. Saldrá usted para Edimburgo con el próximo correo. Y no deseo que llegue con ningún daño visible. Mis superiores lo considerarían una negligencia por mi parte.
—¿Edimburgo? —No pude ocultar mi estupor.
—Sí. Ha oído usted hablar de Tolbooth, supongo.
Sí. Se trataba de una de las prisiones más espantosas y notorias de la época. Era famosa por su suciedad, sus crímenes, enfermedades y oscuridad. Muchos de los prisioneros morían antes de poder ser llevados a juicio. Tragué fuerte, empujando hacia abajo la bilis amarga que me había subido detrás de la garganta, mezclándose con el trago de té dulce.
Randall bebió su té, complacido consigo mismo.
—Se sentirá cómoda allí. Después de todo, parece usted aficionada a los lugares húmedos y mugrientos. —Dirigió una mirada censora al borde empapado de la enagua que colgaba debajo de mi falda—. Comparado con el castillo Leoch, el sitio le resultará acogedor.
Dudé que la comida en Tolbooth fuera tan buena como la que se servía en la mesa de Colum. Pero al margen de unas cuantas otras dudas, no debía —no podía— dejar que me enviara a Edinburgo. Una vez confinada en los muros de Tolbooth, jamás regresaría al círculo de piedras.
Había llegado el momento de jugar mi carta. Ahora o nunca. Alcé mi copa.
—Como usted quiera —dije con serenidad—. ¿Qué supone que opinará al respecto el duque de Sandringham?
El capitán volcó la taza de té caliente en su regazo de ante y emitió varios sonidos muy gratificantes.
—¡Ey! —exclamé en tono reprobador.
Se serenó y me miró con furia. La taza de té yacía de lado. El contenido pardusco empapaba la alfombra verde clara, pero Randall no tiró del llamador. Un músculo pequeño sobresalía en el lateral de su cuello.
Yo ya había encontrado el montón de pañuelos almidonados en el cajón superior izquierdo del escritorio, junto a una caja de rapé esmaltada. Cogí uno y se lo entregué.
—Espero que no manche —comenté con dulzura.
—No —contestó, ignorando el pañuelo. Me escrutó con atención—. No, no es posible.
—¿Por qué no? —pregunté, fingiendo imperturbabilidad. Me pregunté qué no era posible.
—Me lo habrían dicho. Y si usted estuviera trabajando para Sandringham, ¿por qué demonios actuaría de esta manera tan ridícula?
—Quizás el duque esté poniendo a prueba su lealtad —insinué al azar, preparada para ponerme de pie de un salto si fuera necesario. El capitán tenía los puños apretados a los lados y la fusta a mano, sobre el escritorio cercano.
Resopló en respuesta a esta sugerencia.
—Usted está poniendo a prueba mi credulidad. O mi tolerancia a la irritación. Ambas, señora, son extremadamente escasas. —Entornó los ojos con especulación. Me apresté para una arremetida veloz.
Se abalanzó sobre mí y corrí a un lado. Cogí la tetera y se la arrojé. La esquivó y ésta se estrelló contra la puerta. El ordenanza, que debía de estar paseándose afuera, asomó una cabeza desconcertada.
Jadeando, Randall le hizo señas impacientes para que entrara en la habitación.
—Sujétela —ordenó con brusquedad y cruzó hacia el escritorio. Comencé a respirar profundamente, con la esperanza de calmarme y anticipándome a la posibilidad de no poder hacerlo enseguida.
En vez de pegarme, sin embargo, el capitán abrió el cajón inferior derecho, que yo no había tenido tiempo de investigar, y extrajo una soga larga y fina.
—¿Qué clase de caballero guarda una soga en los cajones de su escritorio? —pregunté indignada.
—Uno preparado, señora —murmuró y me ató las muñecas a la espalda.
—Fuera —agregó con impaciencia al ordenanza y señaló la puerta con la cabeza—. Y no regrese, oiga lo que oiga.
Eso sonó muy ominoso y mis presentimientos se vieron más que justificados cuando volvió a introducir una mano en el cajón.
Hay algo muy intimidador en un cuchillo. Hombres intrépidos en un combate personal reculan ante una hoja. Yo también lo hice, hasta que mis manos atadas chocaron con la pared blanqueada. La punta brillante y pérfida bajó y se detuvo entre mis pechos.
—Ahora —dijo con agrado—, va a decirme todo lo que sabe acerca del duque de Sandringham. —La hoja presionó un poco y hundió la tela de mi vestido—. Tómese todo el tiempo que desee, querida. No tengo ninguna prisa. —Se oyó un débil ¡pop! cuando la punta atravesó la tela. Podía sentirla, fría como el miedo, justo sobre el corazón.
Lentamente, Randall trazó un semicírculo con el cuchillo debajo de un pecho. Cortó el lienzo del vestido y un trozo de la camiseta blanca. Mi pecho sobresalió. El capitán parecía haber estado conteniendo la respiración. Ahora respiró despacio y me clavó la mirada.
Me aparté, pero había poco espacio para maniobrar. Terminé apretada contra el escritorio, aferrando el borde con las manos atadas. Si se acercaba lo suficiente, pensé, tal vez pudiera echarme hacia atrás sobre las manos y quitarle el cuchillo de una patada. No creía que tuviera intenciones de matarme. No hasta averiguar qué sabía yo de sus relaciones con el duque. En cierta forma, la conclusión no era muy reconfortante.
Sonrió, con aquel turbador parecido con la sonrisa de Frank; esa sonrisa hermosa que yo había visto cautivar a estudiantes y derretir a los administradores universitarios más pétreos. En otras circunstancias, aquel hombre podría haberme resultado atractivo, pero en aquel preciso instante... no.
Se movió con presteza. Empujó una rodilla entre mis muslos y me empujó los hombros hacia atrás. Incapaz de mantener el equilibrio, caí de espaldas sobre el escritorio y grité al aterrizar dolorosamente sobre mis muñecas maniatadas. Randall hizo fuerza entre mis piernas. Una mano intentó levantar mi falda en tanto la otra se cerraba sobre mi pecho desnudo, aplastándolo y estrujándolo. Lo pateé con desesperación, pero la falda se interpuso. Me cogió un pie. Su mano ascendió por mi pierna, apartando las enaguas húmedas, la falda y la camiseta y amontonándolas sobre mi cintura. Entonces tanteó su bragueta.
¿Adónde iría a parar el ejército británico?, pensé con furia. ¡Tradición gloriosa, mi abuela!
En medio de una guarnición inglesa, no era factible que gritar sirviera para atraer atención y ayuda. De todos modos, llené de aire mis pulmones y lo intenté, más como una protesta formal que otra cosa. Había esperado una bofetada en respuesta para silenciarme. En cambio, inesperadamente, el capitán pareció complacido.
—Adelante, grita, preciosa —murmuró, ocupado con su bragueta—. Disfrutaré mucho más si gritas.
Lo miré a los ojos y repliqué:
—¡Vete a la mierda!
Un bucle de cabello negro se soltó y cayó sobre su frente con desaliño lascivo. Se parecía tanto a su seis veces bisnieto que experimenté el horrible impulso de abrir las piernas y responderle. Me retorció un pecho con tal salvajismo que el impulso desapareció de inmediato.
Me sentía indignada, disgustada, humillada y asqueada, pero cosa curiosa, no muy asustada. Sentí un movimiento pesado y flojo contra mi pierna y de pronto entendí el motivo. Él no iba a disfrutarlo a menos que yo gritara... y tal vez ni siquiera entonces.
—Conque así son las cosas, ¿eh? —aventuré. Fui recompensada al instante con una fuerte bofetada en la cara. Cerré la boca y volteé la cabeza para evitar la tentación de hacer más comentarios imprudentes. Me daba cuenta de que, al margen de que me violara o no, me encontraba expuesta a su carácter peligroso e inestable. Al apartar la vista, percibí un súbito destello de movimiento en la ventana.
—Le agradecería —exclamó una voz serena— que quitara las manos de encima de mi esposa. —Randall se paralizó con una mano todavía en mi pecho. Jamie estaba agazapado en el marco de la ventana. Sostenía una pistola grande y con culata de bronce cruzada sobre el antebrazo.
El capitán permaneció inmóvil un segundo, como incapaz de creer lo que acababa de oír. Mientras su cabeza giraba con lentitud hacia la ventana, su mano derecha, oculta de la vista de Jamie, abandonó mi pecho y se deslizó, furtiva, hacia el cuchillo que había dejado en el escritorio cerca de mi cabeza.
—¿Qué ha dicho? —preguntó, incrédulo. Su mano agarró el cuchillo y se volvió lo suficiente para ver quién había hablado. Se detuvo otra vez un momento, con la mirada fija. Luego se echó a reír—. ¡Santo cielo, si es el fiero joven escocés! ¡Pensé que ya había terminado contigo! ¿Se te ha curado la espalda, eh? ¿Y has dicho que ésta es tu esposa? Una mujerzuela muy apetitosa, igual que tu hermana.
Todavía resguardada por el cuerpo parcialmente vuelto, la mano que sujetaba el cuchillo se movió. La hoja apuntaba ahora a mi garganta.
Podía ver a Jamie, acuclillado en la ventana como un gato a punto de saltar. El cañón de la pistola no vaciló ni él cambió de expresión. El único indicio de sus emociones era el enrojecimiento que subía por su garganta. Tenía el cuello desabotonado y la pequeña cicatriz estaba carmesí.
Sin darle apenas importancia, Randall alzó despacio el cuchillo. La punta casi tocaba mi garganta. Se volvió a medias hacia Jamie.
—Quizá sea mejor que tires la pistola... a menos que estés cansado de la vida matrimonial. Si prefieres convertirte en viudo, por supuesto... —Sus miradas se trabaron con la intensidad del abrazo de dos amantes. Ninguno de los dos hombres se movió durante un prolongado minuto. Por fin, el cuerpo de Jamie se relajó de la tensión de su postura. Suspiró con resignación y tiró la pistola dentro del cuarto. El arma golpeó el suelo con un ruido metálico sordo y se deslizó casi hasta los pies del capitán.
Randall se agachó y la levantó con rapidez. En cuanto el cuchillo dejó mi garganta, traté de incorporarme, pero me apoyó una mano en el pecho y me empujó hacia atrás de nuevo. Con una mano me inmovilizaba y con la otra apuntaba la pistola hacia Jamie. El cuchillo descartado, supuse, yacía en algún lugar del suelo cerca de mis pies. ¡Ojalá tuviera dedos prensiles...! El puñal en mi bolsillo era tan inalcanzable como si estuviera en Marte.
La sonrisa no había abandonado las facciones de Randall desde la aparición de Jamie. Ahora se ensanchó, lo bastante para exhibir los colmillos puntiagudos.
—Así está mejor —declaró. La mano que me oprimía dejó mi pecho para regresar a la bragueta abultada de sus calzones—. Estaba ocupado cuando llegaste, amigo. Si me disculpas, continuaré con lo que estaba haciendo antes de atenderte.
El color rojo se había extendido por completo en la cara de Jamie, pero no se inmutó. La pistola seguía apuntándole. En tanto Randall terminaba sus maniobras, Jamie se abalanzó sobre el cañón de la pistola. Traté de gritar, de detenerlo, pero tenía la boca seca de terror. Los nudillos del capitán se pusieron blancos cuando apretó el gatillo.
El percutor golpeó en una recámara vacía. El puño de Jamie se hundió en el estómago de Randall. Hubo un sonido apagado y crujiente cuando el otro puño astilló la nariz del capitán. Una lluvia de sangre salpicó mi falda. Los ojos de Randall se pusieron en blanco y se desplomó al suelo como una piedra.
Jamie estaba detrás de mí. Me incorporó y comenzó a desatarme.
—¿Y entras aquí con un arma descargada? —gruñí con histeria.
—Si hubiera estado cargada, le habría disparado en primer lugar, ¿no crees? —siseó Jamie.
Se oían pisadas avanzando por el corredor hacia la oficina. La soga se soltó y Jamie me arrastró hacia la ventana. Había unos dos metros y medio hasta el suelo, pero las pisadas estaban casi en la puerta. Saltamos juntos.
Aterricé con un ruido desagradable de huesos y rodé en una maraña de faldas y enaguas. Jamie me levantó de un tirón y me empujó contra la pared del edificio. Se oían pisadas pasando la esquina. Seis soldados aparecieron a la vista, pero no miraron en nuestra dirección.
En cuanto se hubieron alejado, Jamie me cogió de la mano y me guió a la otra esquina. Nos movimos con sigilo a lo largo del edificio y nos detuvimos poco antes de llegar a la esquina. Ahora podía ver dónde estábamos. A unos seis metros de distancia, una escalera conducía a una especie de pasadizo angosto que se extendía por el lado interno de la pared exterior del fuerte. Jamie lo señaló con la cabeza. Ése era nuestro objetivo.
Acercó su cabeza a la mía y susurró:
—Cuando oigas una explosión, corre tan rápido como puedas y sube a esa escalera. Estaré detrás de ti.
Asentí. El corazón me latía agitado. Bajé la vista y advertí que todavía tenía un pecho al aire. Por el momento, no podía hacer mucho al respecto. Me recogí la falda, lista para correr.
Hubo un estruendo impresionante al otro lado del edificio. Jamie me dio un empujón y empecé a correr con todas mis fuerzas. Salté hacia la escalera y subí. Sentí la madera sacudirse y temblar cuando el cuerpo de Jamie golpeó contra los escalones a mis espaldas.
Me volví en lo alto de la escalera. Desde allí, se podía apreciar un panorama general del fuerte. De un pequeño edificio cerca de la pared trasera se elevaba un espeso humo negro. Los hombres corrían hacia allí desde todas direcciones.
Jamie me alcanzó.
—Por aquí. —Corrió agazapado a lo largo del pasadizo y lo seguí. Nos detuvimos cerca del asta de la bandera clavada en la pared. La insignia flameaba pesadamente sobre nuestras cabezas y la driza tocaba un tamboreo rítmico contra el poste. Jamie espió por encima del muro, buscando algo.
Volví la vista hacia el campamento. Los hombres se congregaban en el pequeño edificio, arremolinándose y gritando. A un lado, divisé una pequeña plataforma de madera, a poco más de un metro de altura, con escalones que llevaban hasta allí. Un pesado poste de madera se erguía en el centro, con un madero transversal y grillos de soga colgando de los brazos de la cruz.
De repente, Jamie silbó. Observé y vi a Rupert. Estaba montado y llevaba de tiro el caballo de Jamie. Levantó la cabeza al oír el silbido y guió a los animales hasta colocarlos debajo de nosotros.
Jamie estaba cortando la driza del asta. Los pesados pliegues azules y rojos de la bandera cayeron y se deslizaron hacia abajo para aterrizar con un ruido silbante junto a mí. Jamie enrolló el extremo de una soga alrededor de uno de los puntales y arrojó el resto por la pared externa.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Agárrate fuerte con las dos manos y asegura los pies contra la pared! ¡Ahora! —Obedecí, apoyando los pies y agarrando la soga. El delgado cordel resbalaba y me quemaba las manos. Me dejé caer cerca de los caballos y me apresuré a montar. Un momento despues, Jamie saltó sobre la montura a mis espaldas. Partimos al galope.
Aminoramos el paso a unos dos kilómetros del fuerte, cuando se hizo evidente que habíamos despistado a nuestros perseguidores. Tras una breve deliberación, Dougal decidió que sería mejor dirigirnos a la frontera de las tierras de los Mackintosh. Era el territorio cercano más seguro.
—Llegaremos a Doonesbury esta noche. Allí estaremos a salvo. Mañana recibirán la noticia de lo ocurrido, pero para entonces, ya habremos cruzado la frontera. —Era media tarde y emprendimos la marcha a un paso ininterrumpido. Nuestro caballo se rezagaba un poco debido al doble peso. Mi caballo, supuse, todavía pastaba feliz en el bosquecillo, esperando ser conducido a casa por quien tuviera la fortuna de encontrarlo.
—¿Cómo me has encontrado? —pregunté. Comenzaba a temblar y crucé los brazos para calmar el estremecimiento. La ropa se me había secado del todo, pero sentía un frío que me calaba hasta los huesos.
—Me arrepentí de haberte dejado sola y envié a un hombre para que se quedara contigo. No te vio irte, pero sí a los soldados ingleses atravesar el vado, y a ti con ellos. —La voz de Jamie era fría. No podía culparlo, supuse. Los dientes empezaron a castañetearme.
—Me s-sorprende que no pensaras que era una espía inglesa y me dejaras allí.
—Dougal quería hacerlo. Pero el hombre que te vio con los soldados dijo que te resistías. Tenía que ir y ver, al menos. —Me miró, inmutable—. Tienes suerte, Sassenach, que haya visto lo que vi en esa oficina. Dougal tendrá que admitir que no estás aliada con los ingleses.
—¿D-Dougal, eh? ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué... qué piensas tú? —inquirí.
No respondió, pero resopló. Finalmente, se apiadó de mí y se quitó la capa para ponerla sobre mis hombros. Pero no me rodeó con su brazo ni me tocó más de lo estrictamente necesario. Cabalgó en medio de un silencio sombrío, manejando las riendas con brusquedad y furia, a diferencia de su habitual gracia y suavidad.
Por mi parte, molesta y alterada, no estaba con ánimo para tolerar malos humores.
—Bueno, ¿qué te pasa? ¿Qué ocurre? —pregunté con impaciencia—. ¡Por el amor de Dios, no te enfades! —Hablé con más dureza de la que deseaba y sentí que se ponía más tenso. De pronto, hizo girar la cabeza del caballo y lo frenó a un lado del camino. Antes de que me diera cuenta, había desmontado y me bajaba de un tirón. Caí con torpeza y me tambaleé para mantener el equilibrio cuando mis pies tocaron el suelo.
Dougal y los demás se detuvieron al vernos. Jamie hizo un ademán corto y enérgico para que continuaran andando. Dougal agitó una mano en señal de entendimiento.
—No tardéis mucho —gritó y retomaron la marcha.
Jamie esperó a que estuvieran fuera del alcance del oído. Luego me volvió hacia él con violencia. Era obvio que estaba furioso, al borde de la explosión. Sentí que la ira me invadía. ¿Qué derecho tenía a tratarme así?
—¡Enfadarme! —dijo—. ¿Que no me enfade? ¡Estoy tratando de controlarme para no sacudirte hasta que te castañeteen los dientes y me dices que no me enfade!
—¿Qué diablos te sucede? —pregunté airada. Intenté soltarme pero sus dedos se hundieron en la parte superior de mis brazos como los dientes de una trampa.
—¿Qué diablos me sucede? ¡Te diré qué diablos me sucede, ya que lo quieres saber! —masculló con los dientes apretados—. Estoy cansado de tener que probar una y otra vez que no eres una espía inglesa. Estoy cansado de tener que vigilarte a cada minuto por temor a la próxima estupidez que cometas. ¡Y estoy muy cansado de que todo el mundo intente obligarme a observar mientras te violan! ¡No lo he disfrutado ni un minuto!
—¿Y crees que yo sí? —grité—. ¿Estás sugiriendo que es culpa mía?
Al oír eso, me sacudió un poco.
—¡Es culpa tuya! ¡Si te hubieras quedado donde te ordené esta mañana, esto jamás habría ocurrido! Pero no, no quisiste escucharme, no soy más que tu esposo, ¿por qué prestarme atención a mí? ¡Decides hacer lo que te plazca y acto seguido, te encuentro boca arriba sobre una mesa con la falda levantada y la peor basura del mundo entre tus piernas a punto de violarte ante mis ojos! —Su acento escocés, por lo general ligero, se intensificaba a cada segundo, signo evidente de que estaba molesto, como si yo necesitara otra indicación.
Nos gritábamos a la cara, tan cerca que nuestras narices casi se tocaban. Jamie estaba rojo de ira y yo sentía la sangre subiéndome a la cabeza.
—¡La culpa es tuya por ignorarme y sospechar de mí todo el tiempo! ¡Te he dicho la verdad acerca de quién soy! Y te he dicho que no había peligro en que fuera contigo. ¿Y? ¿Me has escuchado tú a mí? ¡No! Soy sólo una mujer, ¿por qué tenerme en cuenta? ¡Las mujeres no sirven más que para hacer lo que les dicen, obedecer órdenes y sentarse tímidamente con las manos enlazadas, esperando que regresen los hombres y les digan qué hacer!
Me sacudió de nuevo, incapaz de controlarse.
—¡Y si hubieras hecho eso, no estaríamos huyendo con cien soldados ingleses pisándonos los talones! Cielos, mujer, no sé si estrangularte o arrojarte al suelo y golpearte hasta dejarte inconsciente, pero ¡caray!, quiero hacerte algo.
En ese preciso instante, hice un gran esfuerzo por patearlo en los testículos. Me esquivó y apretó su rodilla entre mis piernas para impedir otro intento similar.
—¡Prueba de nuevo y te abofetearé hasta que te zumben los oídos! —me amenazó.
—Eres un bruto y un estúpido —musité sin aliento y forcejeé para escaparme—. ¿Crees que me alejé a propósito para permitir que los ingleses me capturaran?
—¡Sí, creo que lo hiciste a propósito, para vengarte de mí por lo que pasó en el claro!
Me quedé boquiabierta.
—¿En el claro? ¿Con los desertores ingleses?
—¡Sí! Piensas que debí haberte protegido allí y tienes razón. Pero no pude. ¡Tuviste que hacerlo tú misma y ahora quieres hacérmelo pagar poniéndote deliberadamente, tú, mi esposa, en manos de un hombre que ha derramado mi sangre!
—¡Tu esposa! ¡Tu esposa! ¡No te importa nada de mí! No soy más que de tu propiedad. ¡Te importo únicamente porque piensas que te pertenezco y no puedes soportar que alguien te quite algo que es tuyo!
—¡Claro que me perteneces! —Rugió y me clavó los dedos en los hombros como si fueran púas—. ¡Y te guste o no, eres mi esposa!
—¡No me gusta! ¡No me gusta nada! Pero eso tampoco cuenta, ¿verdad? ¡Mientras mantenga tu cama caliente, no te importa lo que piense ni lo que sienta! Eso es todo lo que una esposa significa para ti..., ¡alguien a quien penetrar cuando sientes la necesidad!
Ante estas palabras, el rostro de Jamie se puso blanco como el papel y empezó a sacudirme vigorosamente. Mi cabeza penduleó con violencia y los dientes chocaron. Me mordí la lengua.
—¡Suéltame! —grité—. ¡Súeltame... —repetí y usé, intencionadamente, las palabras de Harry el desertor para herirlo—... bastardo en celo! —Me soltó y retrocedió un paso. Los ojos le echaban chispas.
—¡Perra deslenguada! ¡No me hablarás de ese modo!
—¡Hablaré como se me antoje! ¡No me dirás lo que puedo hacer!
—¡Ya lo veo! Harás lo que te venga en gana, sin importar a quién lastimes con ello, ¿verdad? Eres egoísta y obstinada...
—¡Es tu maldito orgullo el que está lastimado! —exclamé—. Salvé a ambos de esos desertores en el claro y no puedes soportarlo, ¿verdad? ¡Te quedaste mirando! ¡Si no hubiera tenido un puñal, los dos estaríamos muertos!
Hasta que pronuncié las palabras, no me había dado cuenta de que me había enfurecido con él por no haberme protegido de los desertores ingleses. En un estado más racional, la idea jamás se me hubiera ocurrido. No fue culpa suya, habría dicho. Fue sólo suerte que yo tuviera la daga, habría dicho. Pero ahora, era consciente de que fuera justo o no, racional o no, en cierta forma, yo sentía que era su responsabilidad protegerme y que me había fallado. Quizá porque él mismo lo sentía.
Me miró furioso, jadeando por la emoción. Cuando habló de nuevo, su voz brotó baja y discordante por el sentimiento.
—¿Viste el poste en el patio del fuerte?
Asentí.
—¡Bueno, estuve atado a ese poste, atado como un animal, y fui azotado hasta sangrar! Llevaré esas cicatrices conmigo hasta el día de mi muerte. Si esta tarde no hubiera tenido tanta suerte, eso es lo menos que me habría pasado. Seguramente me habrían azotado, para colgarme después.
Tragó fuerte y continuó.
—¡Sabía eso muy bien y no obstante, no vacilé en entrar en aquel lugar a buscarte, incluso pensando que Dougal podría tener razón! ¿Sabes dónde conseguí el arma que usé? —Sacudí la cabeza, aturdida. El enojo comenzaba a disiparse—. Maté a un guardia cerca del muro. Me disparó; por eso estaba descargada. Erró y lo maté con mi puñal. Lo dejé clavado en su pecho cuando te oí gritar. Habría matado a una docena de hombres para rescatarte, Claire.
Su voz se quebró.
—Y cuando gritaste, corrí hacia ti, armado con una pistola descargada y mis dos manos. —Ahora hablaba con más serenidad, pero sus ojos todavía brillaban de ira y dolor. Guardé silencio. Alterada por el espanto de mi encuentro con Randall, no había apreciado en absoluto el valor desesperado que Jamie había necesitado reunir para entrar en el fuerte a liberarme.
Se volvió de improviso, con los hombros caídos.
—Tienes razón —añadió en un susurro—. Sí, tienes razón.
Ya no había furia en su voz. Jamás lo había escuchado emplear ese tono, ni siquiera en los momentos más extremos de dolor físico.
—Mi orgullo está herido. Y mi orgullo es todo lo que me queda. —Apoyó los antebrazos contra un pino de corteza áspera y dejó caer la cabeza sobre ellos, exhausto. Hablaba tan bajo que casi no podía oírlo—. Me estás destrozando, Claire.
Algo muy similar me estaba ocurriendo a mí. Me acerqué por detrás. No se movió, ni siquiera cuando deslicé los brazos alrededor de su cintura. Apoyé mi mejilla en su espalda arqueada. Tenía la camisa húmeda, sudada por la intensidad de la pasión. Temblaba.
—Lo siento —dije simplemente—. Por favor, perdóname. —Entonces se volvió y me abrazó con fuerza. Sentí que su temblor disminuía poco a poco.
—Estás perdonada, muchacha —murmuró por fin en mi cabello. Me soltó y me observó con aire grave y formal—. Yo también lo siento. Te pido perdón por mis palabras. Estaba dolorido y he dicho cosas que no sentía. ¿Me perdonarás? —Después de lo último que había dicho, a duras penas sentía yo que hubiera algo que perdonar. Pero asentí y le apreté las manos.
—Estás perdonado.
En medio de un silencio más relajado, volvimos a montar. El camino se extendía en línea recta desde aquí. A lo lejos en la distancia, se divisaba una pequeña nube de polvo que debían de ser Dougal y los otros hombres.
Jamie había vuelto a ser el de antes. Me sujetaba con un brazo mientras cabalgábamos y yo me sentía más segura. Sin embargo, aún persistía una vaga sensación de dolor y contención. Las heridas no estaban cicatrizadas. Nos habíamos perdonado, pero nuestras palabras perduraban en la memoria, inolvidables.