23

El regreso a Leoch

Dougal nos esperaba fuera, junto al cartel del Jabalí Rojo. Se paseaba de un lado a otro con impaciencia.

—Lo has logrado, ¿eh? —preguntó y me observó con aprobación mientras desmontaba sin ayuda, tambaleándome apenas un poco. Muchacha valiente... dieciséis kilómetros sin un quejido. Ahora váyase a la cama; se lo ha ganado. Jamie y yo nos ocuparemos de los caballos. —Me palmeó con gentileza en el trasero. Seguí su sugerencia encantada y me quedé dormida casi antes de tocar la almohada con la cabeza.

Ni me inmuté cuando Jamie se acomodó a mi lado, pero desperté de pronto al atardecer, convencida de que había olvidado algo importante.

—¡Horrocks! —exclamé con brusquedad y me senté en la cama.

—¿Eh? —Jamie se despertó sobresaltado. Se deslizó de la cama a toda velocidad y acabó acuclillado en el suelo, con la mano en el puñal que había dejado encima de la ropa. ¿Qué pasa?

Contuve una risita al verlo agazapado desnudo y con el pelo de punta.

—Pareces un erizo asustado —comenté.

Me miró con resentimiento y se puso en pie. Colocó el puñal de nuevo sobre el banco con su ropa.

—¿No podías esperar a que despertara para decirme eso? —di­jo—. ¿Pensaste que obtendrías un efecto mejor si me despertabas de un sueño profundo gritándome «¡Horror!» al oído?

—Horror no —corregí—. Horrocks. De repente, recordé que había olvidado preguntarte sobre él. ¿Te has visto con él?

Se sentó en la cama y hundió la cabeza entre las manos. Se frotó el rostro con vigor, como para estimular la circulación.

—Ah, sí —respondió a través de los dedos—. Sí, me he visto con él.

Comprendí por el tono de voz que la información del desertor no había sido buena.

—¿Se ha negado a revelarte nada? —pregunté. Ésa había sido siempre una posibilidad, aunque Jamie había ido preparado para desprenderse no sólo de su propio dinero y de algo cedido por Dougal y Colum, sino incluso del anillo de su padre, llegado el caso.

Se recostó en la cama junto a mí y fijó la vista en el techo.

—No —dijo—. Habló. Y a un precio razonable.

Me apoyé en un codo para poder mirarlo a la cara.

—¿Y? ¿Quién mató al sargento mayor?

Se volvió hacia mí con una sonrisa triste.

—Randall —declaró. Y cerró los ojos.

—¿Randall? —repetí, confundida—. ¿Pero por qué?

—No lo sé —contestó con los ojos aún cerrados—. Puedo adivinarlo, quizá, pero no importa demasiado. No hay forma de probarlo.

Tuve que aceptar que tenía razón. Me eché hacia atrás junto a él y contemplé las vigas de roble negras del techo.

—¿Qué puedes hacer? —aventuré—. ¿Ir a Francia? ¿O tal vez...? —Se me ocurrió una buena idea. ¿Tal vez a América? Podrías prosperar en el Nuevo Mundo.

—¿Cruzar el océano? —Se estremeció. No, no podría hacerlo.

—¿Y entonces qué? —le urgí y giré la cabeza hacia él. Abrió un ojo y me miró con desazón.

—Para empezar, había pensado dormir una hora más —dijo—, pero veo que no será posible. —Resignado, se sentó y apoyó la espalda contra la pared. Había estado demasiado cansada para quitar las mantas antes de acostarme y había una mancha negra sospechosa en la colcha cerca de la rodilla de Jamie. No le quité la vista de encima mientras hablaba.

Es cierto —convino—, podríamos ir a Francia. —Di un respingo. Por un momento, había olvidado que fuera lo que fuera lo que él decidiera hacer, ahora yo estaba incluida en la decisión.

»Pero no hay mucho para mí allí —prosiguió y se rascó el muslo—. Podría entrar en el ejército, pero esa no es vida para ti. También podríamos ir a Roma y unirnos a la corte del rey Jacobo. Eso podría arreglarse. Tengo unos tíos y primos Fraser con contactos allí que me ayudarían. No me atrae la política, y menos los príncipes, pero sí, es una posibilidad. Pero antes intentaría aclarar mi situación en Escocia. Si lo hiciera, en el peor de los casos terminaría como un pequeño colono en las tierras de los Fraser; y en el mejor, tal vez podría regresar a Lallybrock. —Su rostro se ensombreció y supe que estaba pensando en su hermana—. Si fuera por mí —añadió en un susurro—, no iría. Pero ya no estoy solo.

Me miró y sonrió. Su mano acarició con gentileza mi cabello.

A veces olvido que ahora estás tú, Sassenach.

Me sentí pésimamente mal. De hecho, como una traidora. Ahí estaba él, haciendo planes que afectarían su vida entera, tomando en consideración mi comodidad y seguridad mientras que yo había tratado de abandonarlo y en el proceso, lo había expuesto a un gran peligro. No había sido mi intención, pero eso no cambiaba los hechos. Incluso ahora, estaba pensando en que debía intentar convencerle de no ir a Francia puesto que eso me alejaría de mi objetivo: el círculo de piedras.

—¿Hay alguna manera de que puedas quedarte en Escocia? —pregunté y aparté la mirada. Me pareció que la mancha negra en la colcha se había movido, pero no estaba segura. Volví a clavar la vista en aquello, con más intensidad.

La mano de Jamie se paseó debajo de mi cabello y comenzó a acariciar mi cuello.

—Sí —repuso con aire pensativo—. Tal vez la haya. Por eso Dougal me esperó levantado. Tenía noticias.

—¿En serio? ¿De qué tipo? —Volví la cabeza para mirarlo. El movimiento acercó mi oreja a sus dedos y los deslizó con suavidad en torno a ella. Deseé arquear mi cuello y ronronear como un gato. Sin embargo, reprimí el impulso para averiguar qué planeaba hacer.

—Un mensajero de Colum —explicó—. No pensó encontrarnos aquí y se cruzó por accidente con Dougal en el camino. Dougal debe regresar de inmediato a Leoch y dejar que Ned Gowan se encargue del resto de los arrendatarios. Dougal sugirió que volviéramos con él.

—¿A Leoch? —No era Francia, pero tampoco mucho mejor. ¿Por qué?

—Se espera pronto la llegada de un visitante. Un noble inglés que ha hecho tratos con Colum en el pasado. Es un hombre poderoso y quizá se le pueda persuadir de que haga algo por mí. No he sido juzgado ni condenado por asesinato. Él podría lograr que se anulara la acusación o que me perdonaran. —Hizo una mueca irónica. Me rebela bastante ser perdonado por algo que no he hecho, pero es mejor que ser colgado.

—Sí, es verdad. —La mancha se estaba «moviendo». Traté de enfocar la vista en ella y bizqueé. ¿Quién es el noble inglés?

—El duque de Sandringham.

Me enderecé bruscamente con una exclamación.

¿Qué te sucede, Sassenach? —preguntó Jamie con alarma.

Apunté un dedo tembloroso a la mancha negra. Ahora avanzaba por la pierna de Jamie a paso lento pero decidido.

—¿Qué es eso? —dije.

Jamie la observó y la apartó despreocupadamente con la uña.

—¿Ah, eso? Es sólo un chinche, Sassenach. Nada de que...

Mi huida precipitada lo interrumpió. Al oír la palabra «chinche», salí disparada de la cama y pegué la espalda contra la pared, lo más lejos posible del prolífico nido de sabandijas, como imaginaba ahora a nuestra cama.

Jamie me observó un momento.

¿Dijiste un erizo asustado? —preguntó. Ladeó la cabeza sin dejar de examinarme. Mmm —añadió y se alisó el cabello con una mano—. Por lo menos, asustada. Aunque no cabe duda que sigues siendo una cosita con rizos encantadora. —Rodó hacia mí y estiró una mano. Ven aquí. No nos iremos antes del anochecer. Y ya que no vamos a dormir...

Al final, dormimos un poco más, abrazados pacíficamente en el suelo, sobre una cama dura pero sin chinches compuesta por mi capa y la falda de Jamie.

Hicimos bien en dormir mientras pudimos. Ansioso por llegar al castillo Leoch antes que el duque de Sandringham, Dougal impuso un paso veloz y un horario agotador. Como viajábamos sin carros, avanzábamos más deprisa, a pesar del mal estado de los caminos. Sin embargo, Dougal nos apremiaba y nos detuvimos sólo lo indispensable para descansar un poco.

Para cuando atravesamos los portones de Leoch, estábamos casi tan sucios como la primera vez. Y por cierto, igual de cansados.

Desmonté en el patio y tuve que agarrarme del estribo para no caer. Jamie me sujetó del codo y al ver que no podía estar de pie, me cogió en sus brazos. Me acarreó a través de la arcada, dejando los caballos a los mozos de cuadra y encargados del establo.

—¿Tienes hambre, Sassenach? —me preguntó y se detuvo en el pasillo. La cocina quedaba en una dirección, las escaleras a las habitaciones, en la otra. Gruñí y me esforcé por mantener los ojos abiertos. Tenía hambre, pero sabía que terminaría de bruces en la sopa si intentaba comer antes de dormir.

Noté que algo se movía a un lado. Abrí los ojos débilmente y vi la figura enorme de la señora FitzGibbons asomando con incredulidad junto a mí.

—¿Qué le sucede a la pobrecita? —preguntó a Jamie—. ¿Ha tenido algún accidente?

—No, sólo se ha casado conmigo —respondió él—. Aunque si prefiere llamarlo un accidente, puede hacerlo. —Se movió para abrirse paso entre lo que resultó ser una creciente multitud de criadas de la cocina, mozos, cocineras, jardineros, soldados y una variedad de habitantes del castillo, atraídos por las preguntas vociferantes de la señora Fitz.

Jamie se decidió y giró a la derecha, hacia las escaleras, dando respuestas incoherentes a la andanada de preguntas. Parpadeando como un búho contra su pecho, lo único que yo podía hacer era saludar con la cabeza al gentío que nos daba la bienvenida. La mayoría de los rostros parecían amigables además de curiosos.

Al llegar a una esquina del pasillo, divisé un rostro mucho más amistoso que los demás. Era la chica Laoghaire con la expresión brillante y radiante al oír la voz de Jamie. Sus ojos se agrandaron y la boca como una rosa se abrió con una falta total de gracia al ver lo que él llevaba en brazos.

No tuvo tiempo de hacer preguntas. La agitación y el alboroto cesaron de repente. Jamie se detuvo. Alcé la cabeza y vi a Colum. Su rostro sorprendido estaba a la misma altura que el mío.

—¿Qué...? —comenzó.

—Se han casado —intervino la señora Fitz con una sonrisa—. ¡Qué romántico! Puede darles su bendición, señor. Entretanto, les prepararé un cuarto. —Se volvió y se encaminó hacia las escaleras. Dejó una abertura bastante considerable en la multitud. A través de ella, pude vislumbrar el rostro pálido de Laoghaire.

Colum y Jamie hablaban, las preguntas y explicaciones chocaban en el aire. Empezaba a despertarme, aunque sería una exageración afirmar que estaba plenamente consciente.

—Bueno —decía Colum con no demasiada aprobación—, si se han casado, hecho está. Tendré que hablar con Dougal y Ned Gowan..., habrá asuntos legales que atender. Según los términos del contrato de bienes dotales de tu madre, tienes derecho a ciertas cosas cuando te cases.

Sentí que Jamie se ponía tenso.

—Ya que lo mencionas —respondió con aire casual—, supongo que es cierto. Y una de las cosas a las que tengo derecho es a una parte de las rentas trimestrales de las tierras de los MacKenzie. Dougal ha traído lo que ha recaudado hasta ahora. ¿Qué te parece si le dices que separe mi parte cuando haga las cuentas? Ahora, si me disculpas, tío, mi esposa está cansada. —Y acomodándome en una posición más firme, se volvió hacia las escaleras.

Me tambaleé a través de la habitación, todavía con las piernas flojas, y me derrumbé agradecida sobre la enorme cama adoselada a la que nuestra nueva condición de recién casados aparentemente nos daba derecho. Era suave, tentadora y gracias a la siempre alerta señora Fitz limpia. Me pregunté si valdría la pena levantarme y lavarme la cara antes de sucumbir a la necesidad de dormir.

Había decidido no moverme cuando vi que Jamie, que no sólo se había lavado la cara y las manos sino además cepillado el cabello, se dirigía a la puerta.

—¿No vas a dormir? —le grité. Debía de estar tan fatigado como yo, aunque no tan dolorido por la montura.

—Dentro de un rato, Sassenach. Primero tengo algo que hacer.

Salió. Me quedé mirando la puerta de roble con una sensación muy fea en la boca del estómago. Estaba recordando la alegría expectante en el rostro de Laoghaire al doblar la esquina y oír la voz de Jamie. Y la expresión de desconcierto y furia que la reemplazó cuando me descubrió en sus brazos. Recordé la ligera tensión de los músculos de Jamie ante la aparición de la joven y deseé con todo mi corazón haber podido ver su cara en ese momento. Supuse que había ido a visitarla, exhausto pero limpio y peinado, para darle la noticia de nuestro casamiento. De haber visto su rostro, tendría idea de lo que pensaba decirle.

Absorta en los sucesos del último mes, había olvidado por completo a la muchacha... y lo que podría significar para Jamie, o él para ella. En realidad, había pensado en ella cuando surgió por primera vez la cuestión de nuestro abrupto casamiento. Y en ese momento, Jamie no había dejado entrever que ella constituyera un impedimento en lo que a él se refería.

Pero desde luego, si el padre de Laoghaire no le permitía casarse con un fugitivo y si Jamie necesitaba una esposa para poder obtener su parte de las rentas de los MacKenzie bueno, en ese caso, cualquier esposa daría lo mismo y sin duda, él se casaría con la primera que se le pusiera a mano. Creía conocer a Jamie lo suficiente para saber que era un hombre muy práctico..., como debía serlo alguien que había pasado los últimos años de su vida huyendo. No dejaría que sus decisiones se vieran afectadas por un sentimiento o la atracción de mejillas como pétalos de rosa y de cabello como oro líquido. Pero eso no significaba que el sentimiento o la atracción no existieran.

Después de todo, estaba la escena que yo había presenciado en el nicho: Jamie besando con ardor a la muchacha sentada en sus rodillas. «He tenido a otras mujeres en mis brazos», su voz retumbó en mi mente, «me aceleraba el corazón y me cortaba el aliento...». Me sorprendí con los puños cerrados en la manta amarilla y verde. Los abrí y me enjugué las palmas en la falda. Advertí que estaban muy sucias, con la mugre acumulada de dos días.

Me levanté y fui a la palangana, olvidando mi cansancio. Descubrí con cierto asombro lo mucho que me disgustaba el recuerdo de Jamie besando a Laoghaire. También recordé lo que él había dicho sobre eso... «Es mejor casarse que arder, y en ese momento, yo estaba en llamas.» Ardí un poco yo misma y me ruboricé con intensidad al evocar el efecto de los besos de Jamie en mis labios. En llamas..., por cierto.

Me eché agua en la cara y farfullé, tratando de disipar el sentimiento. No tenía derecho alguno sobre los afectos de Jamie, me dije con firmeza. Me había casado con él por necesidad. Y él lo había hecho por sus propios motivos. Uno de ellos era el deseo claramente expresado de perder su virginidad.

Al parecer, otra de las razones era que necesitaba una esposa para recaudar sus ingresos y no podía inducir a una muchacha de su misma clase a casarse con él. Un motivo menos halagador que el primero, aunque más elevado.

Ya bastante despierta, me quité con lentitud la ropa sucia del viaje y me puse una limpia suministrada, junto con la palangana y la jarra, por las criadas de la señora Fitz. Cómo se las había ingeniado para proveer alojamiento a una pareja recién casada en el poco tiempo transcurrido entre el abrupto anuncio de Jamie a Colum y lo que habíamos tardado en subir las escaleras, era un enigma. La señora Fitz, pensé, habría sido una gerente estupenda del Waldorf-Astoria o del Ritz de Londres.

El pensamiento me provocó una súbita añoranza de mi mundo. «¿Qué estoy haciendo aquí?», me pregunté por milésima vez. ¿En este lugar extraño, lejos de todo lo conocido, de mi hogar, mi esposo y mis amigos, abandonada y sola entre gentes medio salvajes? Durante las últimas semanas con Jamie, había comenzado a sentirme segura, incluso feliz, a ratos. Pero ahora me daba cuenta de que esa felicidad era una ilusión, aunque la seguridad no lo fuera.

No tenía ninguna duda de que él cumpliría con lo que consideraba sus responsabilidades y que continuaría protegiéndome de cualquier amenaza de peligro. Pero aquí, de regreso del aislamiento irreal de nuestros días entre las colinas silvestres y los caminos polvorientos, las posadas sucias y el heno fragante, seguramente él sentía, como yo, la influencia de sus antiguas asociaciones. Nos habíamos unido mucho durante nuestro mes de casados, pero yo había intuido que esa unión se quebraba bajo las tensiones de los últimos días. Y ahora suponía que podría hacerse añicos en medio de las realidades prácticas de la vida en el castillo Leoch.

Apoyé la cabeza contra la piedra del marco de la ventana y contemplé el patio. Alec McMahon y dos de sus mozos de cuadra estaban en un rincón lejano, cepillando los caballos en los que habíamos llegado. Los animales, después de comer y beber adecuadamente por primera vez en dos días, rezumaban satisfacción en tanto manos dispuestas restregaban los costados brillantes y quitaban la tierra de los jarretes y espolones con trozos de paja. Uno de los criados del establo se alejó con mi pequeño y gordo Cardo, que lo siguió, contento, hacia su bien merecido descanso en las caballerizas.

Y con él, pensé, se alejaron mis esperanzas de una fuga inminente y el retorno a mi mundo. Oh, Frank. Cerré los ojos y dejé que una lágrima se deslizara por mi nariz. De pronto, abrí los ojos, parpadeé y los cerré con fuerza en un intento desesperado por recordar las facciones de Frank. Por un instante, cuando cerré los ojos, no había visto a mi amado esposo sino a su antepasado, Jack Randall. Los labios anchos del capitán se curvaban en una sonrisa cínica. Y al retroceder mentalmente de esa imagen, mi mente había evocado de inmediato la figura de Jamie, con el rostro contraído por el temor y la furia, tal como lo había visto en la ventana de la oficina privada de Randall. Por mucho que lo intentara, no lograba traer una imagen clara de Frank a mi memoria.

Un pánico frío me invadió. Me cogí los codos. ¿Y si hubiera logrado escapar y hallar el camino de regreso al círculo de piedras? ¿Qué habría pasado?, pensé. Jamie encontraría consuelo pronto... quizá con Laoghaire. Me había preocupado su reacción cuando descubriera mi huida. Pero excepto por el efímero momento de pesar al borde del arroyo, no se me había ocurrido preguntarme qué sentiría yo al abandonarlo.

Jugueteé nerviosamente con la cinta que cerraba el cuello de mi blusa, atándola y desatándola. Si tenía intenciones de marcharme y las tenía—, nos estaba perjudicando a ambos al dejar que el vínculo entre nosotros se fortaleciera. No debía permitir que Jamie se enamorara de mí.

Si es que cabía tal posibilidad, pensé, y recordé una vez más a Laoghaire y la conversación con Colum. Si él se había casado con tanta sangre fría como parecía, tal vez sus sentimientos estuvieran más a salvo que los míos.

Entre la fatiga, el hambre, la desilusión y la inseguridad, había logrado quedar reducida a un estado de desdicha y confusión tal que no podía dormir ni estarme quieta. Paseaba con angustia por la habitación, levantando y bajando objetos al azar.

La puerta se abrió y la corriente de aire resultante alteró el delicado equilibrio del cepillo que había estado balanceando, anunciando el regreso de Jamie. Estaba ruborizado y extrañamente excitado.

—Ah, estás despierta —manifestó. Era evidente que eso lo sorprendía y desconcertaba.

—Sí —respondí secamente—. ¿Esperabas encontrarme dormida para poder regresar con ella?

Sus cejas se juntaron un momento y luego se enarcaron en un gesto inquisitivo.

—¿Ella? ¿Te refieres a Laoghaire?

De pronto, escuchar el nombre pronunciado con esa cadencia escocesa casual me enfureció irracionalmente.

—¡Ah, así que has estado con ella! —le increpé.

Jamie parecía perplejo y circunspecto, aunque algo irritado.

—Sí —contestó—. Nos encontramos en las escaleras cuando yo salía. ¿Te sientes bien, Sassenach? Tienes mal aspecto. —Me observó con atención. Cogí el espejo y vi que mi cabello estaba reunido en una melena tupida alrededor de la cabeza; además, tenía ojeras profundas. Dejé el espejo con un golpe.

—Estoy muy bien —declaré en un esfuerzo por controlarme—. ¿Y cómo está Laoghaire? —inquirí con fingida indiferencia.

—Oh, estupendamente —respondió. Se apoyó contra la puerta de brazos cruzados y me observó con aire pensativo. Un poco extrañada por la noticia de nuestra boda, supongo.

—Estupendamente —repetí y respiré hondo. Cuando alcé la cabeza, vi que él sonreía.

—¿No estarás preocupada por la muchacha, verdad, Sassenach? —preguntó, perspicaz—. No significa nada para ti... ni para mí —agregó.

—¿Ah, no? No quiso, o no pudo, casarse contigo. Y tú necesitabas a alguien, así que me tomaste cuando se te presentó la oportunidad. No te culpo por eso..., pero...

Atravesó la habitación con dos pasos y me cogió las manos, interrumpiéndome. Puso un dedo debajo de mi barbilla y me obligó a mirarlo.

—Claire —expresó con calma—, cuando sea el momento apropiado, te contaré por qué me casé contigo... o tal vez no. Te pedí honestidad y te he correspondido. Y ahora seré honesto. Esa chica no tiene derecho a reclamarme nada, excepto cortesía. —Me apretó ligeramente la barbilla. Pero ese derecho es suyo y lo respetaré. —Me soltó la barbilla y le dio un golpecito suave. ¿Me estás escuchando, Sassenach?

—¡Claro que te estoy escuchando! —Me aparté y me froté la barbilla con resentimiento—. Y estoy segura de que serás muy cortés con ella. Pero la próxima vez, corre la cortinas del nicho..., no quiero verlo.

Las cejas color cobre se enarcaron con brusquedad y el rostro se enrojeció un poco.

—¿Estás sugiriendo que te he sido infiel? —aventuró, incrédulo—. Hace menos de una hora que regresamos al castillo. Estoy cubierto de sudor y del polvo de dos días de cabalgata. Me siento tan cansado que me tiemblan las rodillas. ¿Y tú piensas que he salido corriendo a seducir a una joven de dieciséis años? —Meneó la cabeza con estupor. No sé si pretendes elogiar mi virilidad, Sassenach, o insultar mi moral, pero ninguna de las posibilidades me importa demasiado. Murtagh me dijo que las mujeres eran irracionales. ¡Pero santo cielo! —Se pasó una mano por el cabello. Las puntas cortas se levantaron desordenadas.

—¡Por supuesto que no estoy diciendo que has estado seduciéndola! —exclamé, tratando de infundir un aire de serenidad a mi voz—. Sólo estoy diciendo... —Se me ocurrió que Frank habría manejado este tipo de situaciones con mucha más gracia de la que yo estaba dando muestras. Y sin embargo, igual me hubiera enfurecido. Quizá no existiera una buena forma de sugerir tal posibilidad a la propia pareja.

»Simplemente me refiero a que... a que me doy cuenta de que te casaste conmigo por tus propios motivos... y esos motivos son asunto tuyo —me apresuré a añadir— y que no tengo ningún derecho sobre ti. Eres libre de comportarte como quieras. Si tú..., si existe otra atracción..., quiero decir..., no interferiré —concluí sin convicción. Me ardían las mejillas y las orejas.

Levanté la cabeza y noté que él también tenía las orejas coloradas, bastante, así como el resto desde el cuello hacia arriba. Incluso los ojos, inyectados de sangre por la falta de sueño, parecían arder.

—¡Ningún derecho sobre mí! —gritó—. ¿Y qué crees que es un voto matrimonial? ¿Sólo palabras en una iglesia? —Descargó un puño grandote en la cómoda con un estampido que hizo vibrar la jarra de porcelana. Ningún derecho —masculló, como si hablara consigo mismo—. Libre para comportarme como quiera. ¡¿Y no interferirás?!

Se agachó para quitarse las botas. Después las recogió y las arrojó contra la pared, una tras otra, con todas sus fuerzas. Di un respingo cuando golpearon contra las piedras y rebotaron al suelo. Luego se quitó la capa violentamente y la tiró con descuido a sus espaldas. Comenzó a caminar hacia mí, indignado.

—¿Así que no tienes ningún derecho sobre mí, Sassenach? Me dejas libre para escoger mi placer a mi antojo, ¿es eso? ¿Es eso? —exigió saber.

—Eh, bueno, sí —contesté. Retrocedí involuntariamente. Eso he querido decir. —Me cogió de los brazos y sentí que la combustión se había extendido hasta sus manos. Las palmas encallecidas me quemaban tanto la piel que me aparté por reflejo.

—Tal vez no tengas ningún derecho sobre mí, Sassenach. ¡Pero yo tengo uno sobre ti! Ven aquí. —Me rodeó el rostro con las manos y apoyó su boca sobre la mía. No hubo gentileza ni dulzura en ese beso y me resistí, tratando de alejarme.

Jamie se inclinó, pasó un brazo debajo de mis rodillas y me levantó, ignorando mis intentos por bajarme. No me había dado cuenta de lo fuerte que era.

—¡Suéltame! —protesté—. ¿Qué crees que estás haciendo?

—Bueno, supongo que es bastante evidente, Sassenach —masculló. Agachó la cabeza y la mirada clara me traspasó como un hierro caliente. Aunque si necesitas que te lo diga —agregó—, te llevaré a la cama. Ahora. Y te quedarás ahí hasta que hayas aprendido cuál es mi derecho sobre ti. —Me besó otra vez, deliberadamente fuerte, y sofocó mi protesta.

—¡No quiero dormir contigo! —exclamé cuando por fin liberó mi boca.

—No pienso dormir, Sassenach —repuso con calma—. Todavía no. —Llegó a la cama y me depositó con suavidad sobre la manta de flores.

—¡Sabes muy bien a qué me refiero! —Me volví con la intención de escapar por el otro lado, pero una mano firme en el hombro me detuvo y me enfrentó a Jamie otra vez. ¡Tampoco quiero hacer el amor contigo!

Ojos azules me fulminaron a corta distancia. Me costaba respirar.

—No me interesan tus preferencias, Sassenach —contestó en tono peligrosamente bajo—. Eres mi esposa, como te he dicho en numerosas ocasiones. Aunque no hayas querido casarte conmigo, escogiste hacerlo. Y por si no te diste cuenta en su momento, tu parte del voto incluía la palabra «obedecer». ¡Eres mi esposa y si te deseo, mujer, te tendré y al diablo contigo! —La voz se elevó gradualmente hasta acabar casi en un grito.

Me arrodillé sobre la cama con los puños apretados a los lados y le respondí también a gritos. La angustia contenida de la última hora había llegado a su punto más álgido. Y exploté.

—¡Al diablo contigo, cerdo fanfarrón! ¿Crees que puedes ordenarme que me meta en tu cama? ¿Usarme como a una puta cuando te da la gana? ¡Pues no puedes, jodido bastardo! ¡Hazlo y no serás mejor que tu querido capitán Randall!

Me miró airado un momento. Luego se apartó con brusquedad.

—Vete —dijo, señalando la puerta con la cabeza—. ¡Si eso es lo que piensas de mí, vete! No te lo impediré.

Vacilé un instante y le observé. Tenía la mandíbula apretada y se alzaba sobre mí como el Coloso de Rodas. En esta ocasión, reprimía su cólera con firmeza, aunque estaba tan furioso como lo había estado a la vera del camino cerca de Doonesbury. Pero hablaba en serio. Si yo elegía marcharme, no me detendría.

Levanté la barbilla con los dientes tan apretados como él.

—No —pronuncié—. No. No huyo de las cosas. Y no te temo.

Me clavó la mirada en la garganta, donde mi pulso latía a un ritmo frenético.

—Me doy cuenta —contestó. Su rostro se relajó hasta adoptar una expresión de asentimiento. Se sentó en la cama, manteniendo una buena distancia entre nosotros. Abandoné la posición de rodillas y me senté con precaución. Jamie respiró hondo varias veces antes de hablar. La cara comenzaba a recobrar su tono rosado natural—. Yo tampoco huyo, Sassenach —musitó con voz ronca—. Pero dime, ¿qué significa «jodido»?

Mi sorpresa debió de ser obvia, puesto que agregó con irritación:

Que me insultes es una cosa. Pero no me gusta que me llamen algo que no sé qué significa. Por la forma en que lo dijiste, deduzco que es una palabra fea, ¿pero qué quiere decir?

Completamente desprevenida, atiné a reír aunque sin mucha convicción.

—Quiere... quiere decir... lo que estabas por hacerme.

Jamie enarcó una ceja con aire divertido pero todavía molesto.

—¿Ah..., algo así como violador? Entonces tenía razón, es una palabra sucia. ¿Y qué es un sádico? El otro día me llamaste así.

Contuve las ganas de reír.

—Es..., eh..., es una persona que... que, eh..., obtiene placer sexual lastimando a otra. —Mi cara estaba color carmesí pero no pude impedir que las comisuras de los labios se levantaran un poco.

Jamie resopló.

—Bueno, no me halagas demasiado —comentó—, pero no puedo culparte por tus observaciones.

Respiró profundamente y se reclinó, abriendo los puños. Estiró los dedos, después apoyó las manos sobre las rodillas y me miró a los ojos.

¿De qué se trata entonces? ¿Por qué haces esto? ¿Por la chica? Te he dicho la verdad sobre ella. Pero no necesito probártelo. La cuestión es si me crees o no. ¿Me crees?

—Sí, te creo —confesé de mala gana—. Pero no es eso. Al menos, no todo —agregué en un intento por ser honesta—. Es... es el hecho de saber que te casaste conmigo por el dinero que obtendrías. —Bajé la vista y delineé el diseño de la manta con el dedo. Sé que no tengo derecho a quejarme..., yo también me casé contigo por razones egoístas pero... —Me mordí el labio y tragué para estabilizar mi voz. También tengo algo de orgullo, ¿sabes?

Lo escudriñé de soslayo. Me miraba con una expresión de total estupor.

—¿Dinero? —repitió, desconcertado.

—¡Sí, dinero! —exclamé con fastidio ante la simulación de ignorancia—. ¡Cuando volvimos, no pudiste esperar a contarle a Colum que estábamos casados para recoger tu parte de las rentas de los MacKenzie!

Me contempló un rato más y abrió la boca despacio como para decir algo. En lugar de hablar, comenzó a sacudir la cabeza de un lado a otro y rompió a reír. Tiró la cabeza hacia atrás y de hecho, rugió. Después hundió el rostro entre las manos sin parar de reírse histéricamente. Me enfurecí tanto que me dejé caer hacia atrás sobre las almohadas. ¿Muy gracioso, no?

Meneando la cabeza y riendo en forma intermitente, Jamie se puso de pie y se llevó las manos al cinto. Di un respingo involuntario y él lo advirtió.

Con el rostro todavía encendido con una mezcla de ira y risa, me miró con exasperación.

—No —aseveró ásperamente—, no pienso golpearte. Te di mi palabra de que no lo volvería a hacer... aunque no creí que me arrepentiría tan pronto. —Apartó el cinturón y hurgó dentro del morral que colgaba de él.

Mi parte de las rentas de los MacKenzie asciende a unas veinte libras un cuarto, Sassenach —precisó, todavía revolviendo el interior de la bolsa de cuero de tejón—. Y escocesas, no esterlinas. Más o menos el precio de media vaca.

—¿Eso... eso es todo? —aventuré estúpidamente—. Pero...

—Eso es todo —confirmó—. Y todo lo que jamás obtendré de los MacKenzie. Habrás notado que Dougal es un hombre frugal y Colum es dos veces más tacaño. Y no creo que valga la pena casarse para cobrar veinte libras un cuarto —añadió con sarcasmo y estudiándome de reojo. Para el caso, podría haber renunciado a ellas —continuó. Extrajo un pequeño paquete envuelto en papel . Pero quería comprar algo con ese dinero. A eso mismo salí. El encuentro con Laoghaire fue casual.

—¿Y qué era lo que tanto querías comprar? —inquirí con recelo.

Suspiró y titubeó un momento. Luego arrojó el paquete sobre mi falda.

—Un anillo de bodas, Sassenach —respondió—. Me lo vendió Ewen, el armero. Los hace en su tiempo libre.

—Ah —murmuré.

—Vamos —me urgió, un minuto después—. Ábrelo. Es tuyo.

Los contornos del pequeño paquete se empañaron bajo mis dedos. Parpadeé y aspiré por la nariz, pero no intenté abrirlo.

—Lo siento —dije.

—Bueno, deberías sentirlo, Sassenach —contestó pero ya no había ira en su voz. Estiró una mano y cogió el paquete de mi regazo. Rompió el papel y puso al descubierto una alianza de plata ancha, decorada con el típico entrelazado escocés. Tenía una pequeña y delicada flor de cardo jacobita tallada en el centro de cada eslabón.

Fue todo lo que alcancé a ver porque mi vista se veló otra vez.

Jamie puso un pañuelo en mi mano y traté de restañar el torrente de lágrimas.

—Es... hermoso —musité. Me aclaré la garganta y me sequé los ojos.

—¿Lo usarás, Claire? —preguntó, ahora serio—. El convenio matrimonial entre nosotros está cumplido..., es legal. Estás protegida, a salvo de casi todo excepto de una orden de captura, e incluso de eso mientras estés en Leoch. Si lo deseas, podemos vivir separados... si eso era lo que intentabas decir con toda esa sarta de estupideces sobre Laoghaire. No tienes que seguir a mi lado, si así lo prefieres. —Estaba sentado inmóvil, esperando. Sostenía el diminuto anillo cerca de su corazón.

De manera que estaba dándome la opción que yo le había insinuado minutos antes. Unido a mí a la fuerza por las circunstancias, no me impondría su persona si yo elegía rechazarlo. Y desde luego, estaba la alternativa: aceptar el anillo y todo lo que eso implicaba.

El sol se estaba poniendo. Los últimos rayos de luz resplandecían a través de un frasco de vidrio azul que había en la mesa y veteaban la pared con un haz de lapislázuli brillante. Me sentía igual de frágil y refulgente que el vidrio, como si un mero roce pudiera astillarme y hacerme caer al suelo en fragmentos rutilantes. Si había querido no lastimar los sentimientos de Jamie ni los míos, parecía que era demasiado tarde.

No podía hablar. Extendí la mano derecha, con los dedos temblando. El anillo se deslizó con facilidad sobre el nudillo y se acomodó en la base del dedo..., un acoplamiento perfecto. Jamie sostuvo mi mano un momento y la miró. De pronto, presionó mis nudillos con fuerza contra su boca. Levantó la cabeza y vislumbré su rostro un instante, impetuoso y apremiante, antes de que me empujara sobre su falda.

Me ciñó contra él sin hablar. Podía sentir los latidos en su garganta, martilleando al mismo ritmo que los míos. Sus manos ascendieron a mis hombros desnudos y me alejaron un poco. Eran grandes y muy cálidas. Experimenté un ligero mareo.

—Te deseo, Claire —reveló con voz ahogada. Se interrumpió con inseguridad. Te deseo tanto... que casi no puedo respirar. ¿Quieres...? —Tragó y carraspeó. ¿Quieres hacer el amor conmigo?

Yo había recuperado la voz. Aunque chirrió y fluctuó, sirvió su propósito.

—Sí —contesté—. Sí, quiero.

—Creo... —empezó y se detuvo. Desprendió con torpeza la hebilla de su falda, pero después se volvió hacia mí con las manos apretadas. Habló con dificultad, controlando algo tan poderoso que las manos temblaban por el esfuerzo. No seré..., no podré... Claire, no podré ser suave.

Apenas tuve tiempo de asentir una vez, a modo de aceptación o permiso, antes de que me tumbara de espaldas, atenazándome con su peso a la cama.

No perdió tiempo quitándose más ropa. Podía oler el polvo del camino en su camisa y sentir el sol y el sudor del viaje en su piel. Me sujetaba con los brazos extendidos y las muñecas inmovilizadas. Una mano rozó la pared y oí el débil rasguño de un anillo de bodas contra la piedra. Un anillo para cada mano, uno de plata, otro de oro. El fino metal de repente se volvió pesado como las cadenas del matrimonio, como si los anillos fueran esposas diminutas que me amarraban de brazos abiertos a la cama, desplegada para siempre entre dos polos, cautiva como Prometeo en su monte solitario, dividida por el amor que, como un buitre, devoraba mi corazón.

Jamie separó mis muslos con su rodilla y me penetró con una única arremetida que me cortó la respiración. Emitió un sonido que fue casi un gruñido y me estrechó con más fuerza.

—Eres mía, mo duinne —murmuró, presionando dentro de mí—. Solamente mía. Ahora y siempre. Mía. Lo quieras o no.

Subí hacia él y contuve el aliento con un «ah» cuando la acometida se intensificó.

Sí, pienso consumirte, mi Sassenach —susurró—. Quiero ser tu dueño, poseer tu cuerpo y tu alma. —Me resistí un poco y me empujó hacia abajo, sacudiéndome con golpes sólidos e inexorables que llegaban a lo más hondo de mis entrañas. Haré que me llames «señor», Sassenach. —Su voz suave era una amenaza de venganza por las agonías de los últimos minutos. Serás mía.

Temblé y gemí en tanto mi carne se aferraba convulsionada a la presencia invasora y demoledora. El movimiento prosiguió, indiferente, cada vez mayor durante minutos, vapuleándome una y otra vez con un efecto en el límite entre el placer y el dolor. Me sentía desintegrada, como pendiendo de un hilo, arrastrada al filo de una rendición total.

—¡No! —grité sin aliento—. ¡Por favor, deténte, me haces daño! —Gotas de sudor corrían por el rostro de Jamie y cayeron en la almohada y en mis pechos. Nuestros cuerpos se encontraban ahora con el chasquido de un golpe, ya dentro de la frontera del dolor. Los muslos me dolían por el impacto repetido y las muñecas parecían a punto de romperse. Pero Jamie no pensaba liberarme.

—Sí, implora mi piedad, Sassenach. No la tendrás, aún no.

Su respiración estaba caliente y acelerada, pero no daba señales de cansancio. Con el cuerpo entero agitado con violencia, levanté las piernas para envolver a Jamie y tratar de contener la sensación.

Podía sentir el embiste de cada acometida en lo profundo de mi vientre. Me contraía de dolor y, a la vez, mis caderas traicioneras se elevaban a recibirlo. Jamie sintió mi respuesta y redobló su ataque, oprimiendo mis hombros para mantenerme quieta debajo de él.

Mi respuesta no tenía ni principio ni fin; era más bien un estremecimiento continuo que alcanzaba su punto máximo con cada embestida. El martilleo era una pregunta, repetida una y otra vez en mi carne, exigiendo una respuesta. Jamie me bajó las piernas y ahora me condujo más allá de todo dolor, a la sensación pura, al borde de la capitulación.

—¡Sí! —gemí—. ¡Oh, cielos, Jamie, sí! —Me cogió del cabello y me obligó a mirarlo a los ojos. Brillaban con un triunfo rabioso.

—Ahora, Sassenach —masculló, respondiendo a mis movimientos más que a mis palabras—. ¡Agárrate!

Las manos bajaron a mis pechos, los apretaron y acariciaron y luego resbalaron a mis costados. Todo su peso descansaba ahora en mí mientras me alzaba para una penetración todavía más profunda. Grité y me silenció con su boca. Pero no fue un beso sino otro ataque que me obligó a separar los labios, me los magulló y me raspó la cara con la barba cerdosa. Jamie acometió con más intensidad y más rapidez, como si pudiera violentar mi alma junto con mi cuerpo. Y en mi cuerpo o mi alma, en algún lugar, encendió una chispa. Una furia de pasión y necesidad emergió de las cenizas de la rendición. Me arqueé para ir a su encuentro, golpe por golpe. Le mordí el labio y sentí el gusto de la sangre.

Entonces sus dientes mordieron mi cuello. Hundí las uñas en su espalda y las deslicé desde la nuca hasta las nalgas. Esta vez, fue su turno de gemir. Nos agredimos mutuamente con una urgencia desesperada, mordiendo y arañando, ávidos de sangre, intentando fundirnos, despedazando nuestros cuerpos en el deseo abrasador de ser uno. Mi grito se mezcló con el de Jamie. Por fin, nos perdimos el uno en el otro en ese último momento de disolución y plenitud.

Volví en mí lentamente. Yacía a medias sobre el pecho de Jamie y nuestros cuerpos sudados todavía estaban unidos, muslo con muslo. Jamie respiraba agitado, con los ojos cerrados. Podía oír su corazón debajo de mi oreja. Latía con el ritmo inexplicablemente pausado y poderoso que sigue al clímax.

Me sintió despierta y me estrechó, como para preservar un momento más la unión que habíamos alcanzado en esos últimos segundos de nuestro peligroso encuentro. Me hice un ovillo a su lado y lo rodeé con mis brazos.

Abrió los ojos y suspiró. La boca larga se curvó en una ligera sonrisa mientras sus ojos se topaban con los míos. Enarqué las cejas a manera de silenciosa pregunta.

—Ah, Sassenach —contestó con cierto pesar—. Soy tu amo..., eres mía. Parece que no puedo poseer tu alma sin perder la mía.

Me dio la vuelta y se acomodó rodeándome con su cuerpo. La brisa que se colaba por la ventana enfriaba la habitación y se movió para estirar una manta sobre ambos. «Eres demasiado rápido, muchacho», me dije soñolienta. «Frank nunca se dio cuenta de eso.» Me dormí con sus brazos rodeándome y su aliento cálido en mi oído.

Cuando desperté a la mañana siguiente, me dolían todos los músculos del cuerpo. Me arrastré al retrete y luego a la palangana con agua. Mis entrañas parecían manteca batida. Me sentía como si me hubieran azotado con un objeto romo. De hecho, pensé, se acercaba bastante a la verdad. El objeto en cuestión era visible cuando regresé a la cama, aunque ahora parecía relativamente inofensivo. Su dueño despertó cuando me senté junto a él y me examinó con algo que se asemejaba mucho a presunción masculina.

—Parece que el viaje ha sido duro, Sassenach —apuntó y rozó un cardenal azul en mi muslo interno—. ¿Dolorida por la cabalgata?

Entorné los ojos y pasé un dedo por la marca de una profunda mordedura en su hombro.

—A ti no te ha ido mucho mejor.

—Ah, bueno —respondió con acento escocés marcado—. Si te acuestas con una bruja, debes estar preparado a que te muerda, entre otras cosas. —Se estiró y me cogió de la nuca, empujándome hacia atrás. Ven, brujita. Muérdeme otra vez.

—Ah, no —protesté—. No puedo. Estoy demasiado dolorida.

James Fraser no era un hombre que aceptara un «no» por respuesta.

—Seré muy suave —insinuó con aire engatusador y me arrastró debajo de las mantas. Y fue suave, como sólo los grandes hombres pueden serlo. Me abrigó como a un huevo de codorniz y me homenajeó con una paciencia que reconocí como una reparación... y una insistencia amable que supe era una continuación de la lección tan brutalmente iniciada la noche anterior. Sería suave, pero jamás aceptaría un rechazo.

Vibró en mis brazos al culminar, temblando por el esfuerzo para no moverse, para no lastimarme con el movimiento. Dejó que el instante lo estremeciera hasta agotarlo.

Más tarde, todavía unidos, delineó los moretones ahora más pálidos que sus dedos habían dejado en mis hombros al borde del camino, dos días atrás.

—Discúlpame por éstos, mo duinne —susurró y los besó—. No sé qué se apoderó de mí cuando te los hice, pero no es una excusa. Es vergonzoso hacer daño a una mujer, incluso en un arrebato de ira. No lo volveré a hacer.

Reí con algo de ironía.

—¿Te disculpas por ésos? ¿Y qué hay del resto? ¡Estoy cubierta de cardenales, de pies a cabeza!

—¿Eh? —Se apartó para estudiarme con sensatez. Bueno, ya me he disculpado por éstos —declaró y tocó mi hombro—. En cuanto a éstos —agregó y me palmeó el trasero con suavidad—, te los merecías. No me disculparé por ellos porque no lo lamento. Y en el caso de éstos —prosiguió y me acarició el muslo—, tampoco me disculparé. Ya los pagué con creces. —Se frotó el hombro con una mueca. Me hiciste sangrar por al menos dos sitios, Sassenach, y la espalda me arde como el demonio.

—Bueno, si te acuestas con una bruja... —aventuré y sonreí—. Y no pienso disculparme. —Rió a modo de respuesta y me empujó sobre él.

—No he dicho que quisiera una disculpa, ¿verdad? Si mal no recuerdo, lo que he dicho ha sido: «Muérdeme otra vez.»