26

El regreso del Señor

Al principio, nos sentíamos tan felices de estar juntos y lejos de Leoch que no hablamos mucho. Donas nos llevaba a ambos sin esfuerzo a través de la llanura; yo viajaba con los brazos alrededor de la cintura de Jamie, fascinada por la sensación de los músculos cálidos por el sol moviéndose debajo de mi mejilla. Sabía que nos enfrentaríamos a muchos problemas, pero no me importaba porque estábamos juntos. Para siempre. Eso era suficiente.

Cuando el impacto inicial de la felicidad dio paso a un resplandeciente compañerismo, comenzamos a hablar otra vez. Primero so bre la campiña que atravesábamos. Luego, con cautela, sobre mí y sobre el lugar de dónde provenía. A Jamie le gustaba oír mis descripciones de la vida moderna, aunque me di cuenta de que la mayoría de mis relatos le parecían cuentos de hadas. En especial, le encantaban las descripciones de automóviles, tanques y aviones y me las hacía repetir una y otra vez, con el mayor lujo de detalles. Por acuerdo tácito, evitamos mencionar a Frank.

Mientras seguíamos recorriendo los campos, la conversación se centró en el presente, en Colum, en el castillo y en la cacería de ciervos con el duque.

—Parece un buen tipo —comentó. El camino se había vuelto más difícil y Jamie había desmontado y caminaba junto al caballo, lo cual facilitaba la charla.

—A mí también me lo pareció —respondí—. Pero...

—Oh, sí, en estos días, uno ya no se puede guiar por las apariencias —convino—. Congeniamos. Por las noches, nos sentábamos y conversábamos alrededor del fuego en el pabellón de caza. Para empezar, es bastante más inteligente de lo que parece. Sabe que su voz lo hace parecer tonto y creo que se aprovecha de ello mientras su mente no cesa de trabajar.

—Mmm. Eso es lo que temo. ¿Le... has contado...?

Se encogió de hombros.

—En parte. Sabía mi nombre, por supuesto, de la última vez que estuvo en el castillo.

Reí al recordar su relato de aquella ocasión.

—¿Acaso evocasteis los viejos tiempos?

Sonrió. Las puntas de sus cabellos flotaban alrededor de su rostro en la brisa otoñal.

—Un poco. Me preguntó si aún sufría de problemas estomacales. Muy serio, le contesté que por lo general no, pero que sentía algunos retortijones justo en ese momento. Se rió y me dijo que esperaba que la molestia no incomodara a mi bella esposa.

También reí. En este momento, lo que el duque hiciera o dejara de hacer no me parecía muy importante. Sin embargo, podría sernos útil algún día.

Le conté algo —prosiguió Jamie—. Le dije que los ingleses me buscaban, pero que era inocente, aunque tenía muy pocas probabilidades de poder demostrarlo. Pareció comprender, pero me cuidé de mencionar las circunstancias, y mucho menos el hecho de que mi cabeza tiene precio. Todavía no había decidido si confiar en él y contarle el resto cuando... Bueno, cuando el viejo Alec entró en el campamento como si lo persiguiera el mismísimo demonio, y Murtagh y yo salimos de igual forma.

Entonces, recordé al hombrecillo.

—¿Dónde está Murtagh? —pregunté—. ¿Regresó contigo a Leoch?

Esperaba que el pequeño miembro del clan no hubiera tenido problemas con Colum o con los pobladores de Cranesmuir.

—Partió conmigo, pero el caballo que montaba no era como Donas. Sí, eres estupendo, Donas mo buidheag. —Palmeó el brillante cogote del alazán y Donas resopló y sacudió la crin. Jamie levantó la mirada y sonrió. No te preocupes por Murtagh. Es un tipo alegre que sabe cuidarse solo.

—¿Alegre? ¿Murtagh? —El término me pareció algo incongruente. Creo que jamás lo he visto sonreír. ¿Tú sí?

—Oh, sí. Por lo menos dos veces.

—¿Hace cuánto que lo conoces?

—Veintitrés años. Es mi padrino.

—Bueno, eso explica algunas cosas. No pensé que se molestaría por mí.

Jamie me palmeó la pierna.

—Por supuesto que lo haría. Le gustas.

—Tendré que aceptar tu palabra.

Ya que habíamos llegado al tema de los acontecimientos recientes, respiré hondo y pregunté algo que ansiaba saber.

¿Jamie?

—¿Qué?

—Geillis Duncan. ¿Realmente... la quemarán?

Me miró, frunció un poco el ceño y asintió.

—Supongo que sí. Pero no antes de que nazca el niño. ¿Es eso lo que te preocupa?

—Es una de las cosas. Jamie, mira esto. —Traté de alzar la voluminosa manga, pero no lo logré. En cambio, decidí pasar el escote de la camisa por el hombro para que viera la cicatriz de la vacuna.

—Cielo santo —exclamó despacio cuando le hube explicado. Me miró con intensidad. Por eso... ¿Entonces ella es de tu misma época?

Me encogí de hombros.

—No lo sé. Sólo puedo decir que lo más probable es que haya nacido después de 1920, ya que a partir de entonces la vacuna era obligatoria. —Espié por encima del hombro, pero unas nubes bajas ocultaban los riscos que ahora nos separaban de Leoch. Supongo que ya nunca lo sabré.

Jamie cogió las riendas de Donas y lo condujo bajo un bosquecillo de pinos, a orillas de un pequeño arroyo. Me cogió por la cintura y me bajó del caballo.

—No sufras por ella —expresó con firmeza mientras me sujetaba—. Es una mujer malvada, una asesina, aunque no sea una bruja. Mató a su marido, ¿no?

—Sí —contesté y me estremecí al recordar los ojos vidriosos de Arthur Duncan.

—Sin embargo, todavía no comprendo por qué lo hizo —dijo y meneó la cabeza, confundido—. Él tenía dinero, una buena posición. Y dudo que le pegara.

Lo miré con exasperado estupor.

—¿Y ésa es tu definición de un buen esposo?

—Bueno..., sí —respondió, ceñudo—. ¿Qué más podía pedir?

—¿Qué más? —Estaba tan azorada que me limité a observarlo un momento. Luego me dejé caer en la hierba y rompí a reír.

—¿Qué te parece tan gracioso? Creí que se trataba de un asesinato. —De todos modos, sonrió y me pasó un brazo por los hombros.

—Sólo pensaba —repliqué todavía riendo— que si tu definición de un buen marido implica un hombre con dinero, posición, y que no le pegue a su mujer..., ¿qué clase de esposo eres tú?

—Oh —murmuró y sonrió—. Bueno, Sassenach, jamás he dicho que fuera un buen marido. Ni tú tampoco. Creo que me llamaste «sádico», además de algunas otras cosas que no voy a repetir por pudor. Pero jamás has dicho que fuera un buen esposo.

—Bien. Entonces, no me veré obligada a envenenarte con cianuro.

—¿Cianuro? —repitió con curiosidad—. ¿Qué es eso?

—Lo que mató a Arthur Duncan. Un veneno terriblemente rápido y potente. Bastante común en mi época, pero no en ésta. —Me pasé la lengua por los labios mientras pensaba. Noté el gusto en los labios y esa mínima pizca fue suficiente para que se me entumeciera el rostro. Actúa de forma casi instantánea, como viste. Debí haberme dado cuenta entonces... con respecto a Geilie, quiero decir. Supongo que lo hizo con hueso triturado de durazno o cereza, aunque debió de ser un trabajo infernal.

—¿Y te dijo por qué lo hizo?

Suspiré y me masajeé los pies. Había perdido los zapatos en la lucha junto al lago y, dado que mis pies no estaban tan encallecidos como los de Jamie, se me clavaban astillas y ortigas.

—Eso y mucho más. Si hay algo de comer en tu alforja, tráelo y te contaré todo.

Entramos en el valle de Broch Tuarach al día siguiente. Cuando descendimos de las colinas, divisé un jinete solitario que venía hacia nosotros. Era la primera persona que veía desde nuestra partida de Cranesmuir.

El hombre que se acercaba era robusto y de aspecto próspero; llevaba una pechera blanca debajo de una práctica casaca de sarga gris cuyos largos faldones apenas dejaban entrever los calzones.

Habíamos estado viajando durante casi una semana. Dormíamos al aire libre, nos bañábamos en las frías aguas de los arroyos y comíamos los conejos y los peces que Jamie cazaba y las plantas y moras que yo juntaba. Con nuestros esfuerzos, nuestra dieta era mejor que la del castillo, más fresca y variada, si bien algo impredecible.

Pero aunque la vida al aire libre beneficiaba la nutrición, no ocurría lo mismo con la apariencia. De pronto, tomé conciencia de nuestro aspecto al ver que el caballero vacilaba, fruncía el entrecejo y luego trotaba lentamente hacia nosotros para investigar. Jamie, que había insistido en caminar la mayor parte del camino para cuidar el caballo, presentaba un aspecto deplorable. Tenía las medias manchadas hasta las rodillas con polvo rojizo, la camisa rota por las ramas y barba de una semana en las mejillas y la mandíbula.

Durante los últimos meses, el cabello le había crecido hasta los hombros. Por lo general, lo llevaba recogido, pero ahora estaba suelto, tupido y revuelto, con pequeños trozos de hojas y ramas enredados en los rizos cobrizos. El rostro quemado por el sol había adquirido un tono bronceado y las botas estaban cuarteadas de tanto caminar. Con la espada y la daga en el cinto, parecía un verdadero salvaje escocés.

Mi apariencia no era mucho mejor. Vestida con los restos de la mejor camisa de Jamie y lo que quedaba de mi enagua, descalza y con la capa escocesa a modo de chal, parecía una mendiga. Gracias a la humedad de la bruma y la falta total de un peine o un cepillo, el cabello se alborotaba alrededor de mi cabeza. También había crecido durante mi estancia en el castillo y flotaba en bucles y nudos sobre mis hombros. Se me iba a los ojos cuando el viento soplaba a nuestras espaldas, como ahora.

Aparté los rizos de mis ojos y observé el cauteloso avance del caballero de gris. Jamie, al verlo, detuvo nuestro caballo y esperó a que se acercara para hablarle.

—Es Jock Graham —me dijo—, de Murch Nardagh.

El hombre se detuvo a unos pocos metros y se quedó mirándonos con atención. Sus abultados ojos se entrecerraron para posarse en Jamie. De repente, se abrieron con sorpresa.

—¿Lallybroch? —preguntó, incrédulo.

Jamie asintió en actitud conciliadora. Con un infundado orgullo posesivo, apoyó la mano en mi muslo y pronunció:

—Y la señora de Lallybroch.

La boca de Jock Graham se abrió de golpe. Luego se cerró para formar una expresión de azorado respeto.

—Oh..., la... señora —repitió y se quitó, algo tarde, el sombrero para saludarme—. Entonces, eh, ¿van... a casa? —preguntó mientras intentaba apartar su fascinada mirada de mi pierna, expuesta hasta la rodilla por una rotura en la enagua y manchada con jugo de saúco.

—Sí. —Jamie miró por encima del hombro hacia la quebrada que me había dicho era la entrada a Broch Tuarach. ¿Has estado allí últimamente, Jock?

Graham logró quitarme los ojos de encima y se volvió hacia Jamie.

—¿Cómo? Oh, sí, sí, he estado allí. Están todos bien. Se alegrarán de verte. Que te vaya bien, Fraser. —Con un apresurado toque a las costillas del caballo, giró y se encaminó hacia el valle.

Lo observamos alejarse. De improviso, a unos cien metros, se detuvo, se incorporó en los estribos y se llevó una mano a la boca en forma de taza para gritar. El sonido, acarreado por el viento, nos llegó con tenue claridad.

—¡Bienvenidos a casa!

Y desapareció tras una cuesta.

Broch Tuarach significa «la torre que mira hacia el norte». Desde la ladera de la montaña, la torre que daba su nombre a la pequeña propiedad no era más que otro montículo rocoso, muy similar a los que yacían al pie de los cerros que habíamos atravesado en nuestro viaje.

Bajamos por un angosto pasaje entre dos peñascos, guiando al caballo entre las piedras. Luego resultó más fácil avanzar; la tierra descendía suavemente a través de prados y cabañas diseminadas. Por fin, llegamos a un sendero sinuoso que conducía a la casa.

Era más grande de lo que había imaginado. Se trataba de una mansión de tres pisos de piedra blanca, con ventanas enmarcadas en piedra gris natural y un techo de pizarra alto con múltiples chimeneas. La rodeaban varios edificios blanqueados más pequeños, como polluelos alrededor de una gallina. La vieja torre de piedra, situada en una elevación del terreno detrás de la casa, se elevaba unos veinte metros y terminaba en punta, como un sombrero de bruja, con tres hileras de rendijas diminutas.

Al acercarnos, un terrible alboroto surgió de uno de los edificios linderos y Donas se espantó y retrocedió. Como buen jinete inexperto, caí enseguida y aterricé en el camino polvoriento. Con una clara conciencia de la importancia relativa de las cosas, Jamie saltó para coger las riendas y me dejó allí tirada.

Los perros ya los tenía casi encima, gruñendo y ladrando, cuando logré ponerme de pie. Ante mis ojos, nublados por el pánico, parecían por lo menos una docena, con dientes enormes y expresiones malvadas. Jamie gritó.

¡Bran! ¡Luke! Sheas!

Confundidos, los perros se detuvieron en seco a medio metro de distancia. Esperaron entre gruñidos hasta que Jamie volvió a hablar.

Sheas, mo maise! ¡Quietos, salvajes! —Obedecieron y el más grande comenzó a mover la cola, vacilante—. Claire, ven a coger el caballo. Donas no permitirá que se acerquen. Es a mí a quien quieren. Camina despacio y no te harán daño. —Hablaba en tono sosegado para no alarmar al caballo ni a los perros. Yo no estaba tan tranquila, pero avancé con cuidado hasta él. Donas sacudió la cabeza y levantó los ojos cuando cogí las riendas, pero no estaba de humor para tolerar caprichos. Tiré con firmeza y sujeté el cabestro.

Los gruesos labios de terciopelo se elevaron sobre los dientes y pegué otro tirón. Acerqué el rostro al enorme ojo dorado y le clavé la mirada.

—Ni se te ocurra —le advertí—, o terminarás convertido en comida para perros y no moveré un dedo para salvarte.

Mientras tanto, Jamie caminaba despacio hacia los perros, con una mano extendida hacia ellos en forma de puño. En realidad, lo que me había parecido una enorme jauría eran sólo cuatro animales: un pequeño terrier pardo, dos ovejeros y un enorme monstruo negro y pardo.

Esta portentosa bestia estiró un cuello más grueso que mi cintura y olió con suavidad los nudillos extendidos. La cola, del tamaño de la cadena de un barco, se agitaba de un lado a otro con creciente fervor. Luego el animal echó hacia atrás su inmensa cabeza, aulló de alegría y se abalanzó sobre su amo, que cayó redondo al suelo.

—«Ulises regresa de la Guerra de Troya y es reconocido por su leal perro» —comenté a Donas, que resopló para dar su opinión de Homero o del indecoroso despliegue de emoción en el camino.

Jamie reía y acariciaba el pelaje de los perros. Les tiraba de las orejas mientras los canes intentaban lamerle el rostro todos a un tiempo. Por fin, los apartó lo suficiente como para ponerse en pie, pero le costó mantener el equilibrio debido a las exaltadas demostraciones de afecto.

—Bueno, al menos alguien se alegra de verme —manifestó con una sonrisa y palmeó la cabeza de la bestia—. Ése es Luke —señaló al terrier— y Elphin y Mars. Son hermanos, muy buenos ovejeros. Y éste es Bran —concluyó mientras acariciaba la enorme cabeza negra, que le dio un agradecido lametón.

—Tendré que confiar en ti —respondí y extendí un nudillo para que lo oliera—. ¿Qué es?

—Un sabueso para cazar ciervos. —Le rascó las orejas enhiestas y recitó:

Así eligió Fingal a sus perros:

ojos endrinos, orejas como hojas,

pecho de caballo, colmillos afilados

y la cola muy lejos de la cabeza.

—Si ésos son los requerimientos, entonces tienes razón —apunté mientras estudiaba a Bran—. Si tuviera la cola más lejos de la cabeza, podrías montarlo.

—Solía hacerlo cuando era pequeño; no a Bran, sino a su abuelo, Nairn.

Dio una palmada final al perro y se enderezó con la mirada en la casa. Cogió las riendas de Donas y lo condujo colina abajo.

«Y Ulises regresa a su casa, disfrazado de mendigo...» —citó en griego, ya que había escuchado mi comentario anterior—. Y ahora —agregó y se acomodó el cuello con algo de tristeza—, supongo que ha llegado el momento de lidiar con Penélope y sus pretendientes.

Al llegar al doble portalón, con los perros pegados a nuestros talones, Jamie titubeó.

—¿No deberíamos llamar? —pregunté, un poco nerviosa. Me miró, perplejo.

—Es mi casa —declaró y abrió la puerta.

Me condujo por la casa, sin prestar atención a los pocos sirvientes azorados con quienes nos cruzamos. Pasamos el vestíbulo y atravesamos el pequeño cuarto de armas para dirigirnos al salón. Tenía una enorme chimenea con repisa y adornos de plata y cristal brillaban aquí y allá captando el sol de la tarde. Por un momento, pensé que la estancia estaba vacía. Luego percibí un ligero movimiento en un rincón cerca de la chimenea.

Era más pequeña de lo que había esperado. Con un hermano como Jamie, pensé que sería por lo menos de mi estatura, incluso más alta, pero la mujer sentada junto al fuego apenas medía un metro sesenta. Estaba de espaldas a nosotros y buscaba algo en un estante del chinero. Los extremos del cinturón de su vestido casi rozaban el suelo.

Jamie se paralizó al verla.

—Jenny —dijo.

La mujer se volvió y alcancé a divisar unas cejas negras como el azabache y enormes ojos azules en un rostro blanco antes de que se arrojara sobre su hermano.

—¡Jamie! —A pesar de su diminuto tamaño, lo sacudió con el impacto de su abrazo. Jamie la rodeó con sus brazos de forma instintiva y se quedaron así un momento; ella con el rostro en el pecho de él y él cubriéndole la nuca con la mano. El semblante de Jamie exhibía una mezcla de incertidumbre y felicidad tales que me sentí casi una intrusa.

Luego Jenny lo ciñó con más fuerza y le murmuró algo en gaélico. El estupor se reflejó en la cara de Jamie. La cogió de los brazos y la apartó. Bajó la vista.

Los rostros eran muy similares. Ambos tenían esos extraños ojos rasgados y azules oscuros, los mismos pómulos salientes, la misma nariz delgada y algo larga. Pero el cabello de Jenny era oscuro y caía en cascadas de rizos negros, sujetos con una cinta verde.

Era hermosa, con facciones bien definidas y piel de alabastro. Además, se encontraba en un avanzado estado de gestación.

Los labios de Jamie estaban blancos.

—Jenny —susurró y meneó la cabeza—. ¡Oh, Jenny! Mo cridh.

En ese preciso instante, la aparición de un niño en la puerta atrajo su atención. Se alejó de su hermano sin notar su perplejidad. Tomó la mano del niño y lo condujo hacia Jamie con murmullos de aliento. El pequeño se resistió un poco. Se metió el pulgar en la boca para darse valor y espió a los extraños, escondido detrás de las faldas de su madre.

Porque era obvio que era su madre. Tenía la misma melena rizada y negra y los mismos hombros rectos, aunque el rostro no era el de ella.

—Éste es el pequeño Jamie —anunció Jenny y contempló con orgullo al chiquillo—. Y éste es tu tío Jamie, mo cridh, cuyo nombre llevas.

—¿El mío? ¿Le has puesto mi nombre? —Jamie parecía un guerrero a quien acabaran de asestar un terrible golpe en el estómago. Retrocedió para alejarse de la madre y el hijo hasta que tropezó con una silla. Se dejó caer en ella como si sus piernas ya no pudieran sostenerlo y se cubrió la cara con las manos.

Su hermana, para entonces, ya se había dado cuenta de que algo andaba mal. Atinó a tocarle el hombro.

—¿Jamie? ¿Qué te pasa, querido? ¿Te sientes mal?

Levantó la vista hacia ella y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Tenías que hacerlo, Jenny? ¿No crees que ya he sufrido bastante por lo que ocurrió..., por lo que dejé que ocurriera? ¿Acaso era necesario que le pusieras mi nombre al bastardo de Randall para recordármelo hasta el día de mi muerte?

El rostro de Jenny, pálido en general, perdió todo vestigio de color.

—¿El bastardo de Randall? —repitió sin comprender—. ¿De John Randall? ¿Del capitán inglés, quieres decir?

—Sí, el capitán inglés. ¿Quién más podría ser, por Dios? Supongo que lo recuerdas. —Jamie ya había recuperado su habitual dominio del sarcasmo.

Jenny escudriñó a su hermano y enarcó una ceja.

—¿Has perdido la razón, muchacho? —preguntó—. ¿O es que has bebido más de la cuenta en el camino?

—Jamás debí regresar —masculló Jamie. Se puso de pie tambaleante y trató de pasar sin tocarla. Sin embargo, ella permaneció firme y lo cogió del brazo.

—Corrígeme, hermano, si me equivoco —dijo despacio—, pero tengo la impresión de que crees que he sido la prostituta del capitán Randall. Me pregunto qué locura se te ha metido en la cabeza para pensar eso.

—¿Locura? —Jamie se volvió hacia ella con una mueca amarga en los labios. Ojalá lo fuera. Preferiría estar muerto y enterrado antes que ver a mi hermana en semejante situación. —La cogió por los hombros y la sacudió ligeramente mientras exclamaba: ¿Por qué, Jenny? ¿Por qué? Que te dejaras arruinar para salvarme fue humillación suficiente. Pero esto... —Dejó caer las manos con un gesto de desesperación que abarcó el vientre de su hermana, abultado de manera acusadora debajo del frunce del vestido.

Se volvió con brusquedad hacia la puerta y una anciana que había estado escuchando con avidez y el niño aferrado a sus faldas, se apartó alarmada.

No debería haber venido. Me iré.

—No lo harás, Jamie Fraser —replicó su hermana—. No te irás hasta que me hayas escuchado. Siéntate, y te hablaré sobre el capitán Randall, ya que quieres saber.

—¡No quiero saber! ¡No quiero escucharte! —Al verla acercarse, Jamie giró y se dirigió a la ventana que daba al patio. Jenny siguió gritando su nombre, pero él la rechazó con un gesto violento.

¡No! ¡No me hables! ¡Te he dicho que no quiero escucharte!

—¿Conque no? —Jenny observó a su hermano, de pie con las piernas separadas y las manos apoyadas en el marco de la ventana, dándole la espalda con obcecada firmeza. Se mordió el labio y adquirió una expresión calculadora. Rápida como un rayo, se agachó y metió la mano debajo de la falda de Jamie como una serpiente al ataque.

Jamie emitió un grito de furia y se enderezó de golpe, escandalizado. Intentó darse la vuelta, pero se quedó quieto cuando ella, por lo visto, apretó la mano.

Existen hombres razonables —me dijo Jenny con una sonrisa traviesa— y animales dóciles. Pero hay otros con los que no se puede hacer nada si no los coges por las pelotas. Ahora, o me escuchas de manera civilizada —propuso a su hermano— o te las retuerzo. ¿Qué dices?

Jamie permaneció inmóvil, con el rostro encendido y respirando entrecortadamente a través de los dientes apretados.

—Te escucharé —respondió— y luego te romperé el cuello, Janet. ¡Suéltame!

Tan pronto lo soltó, se volvió hacia ella.

¿Qué diablos crees que haces? —espetó—. ¿Tratas de avergonzarme delante de mi esposa? —Jenny no se inmutó. Se balanceó sobre los talones mientras nos miraba con expresión burlona.

—Bueno, si es tu mujer, supongo que conoce tus pelotas mejor que yo. No las he visto desde que tuviste edad suficiente para bañarte solo. Han crecido un poco, ¿no?

El rostro de Jamie sufrió una serie de alarmantes transformaciones en tanto las normas del buen comportamiento batallaban con el primitivo impulso de un hermano menor de golpear a su hermana en la cabeza. Al final, los buenos modales se impusieron y masculló con toda la dignidad que pudo reunir:

—Deja mis pelotas en paz. Y ya que no descansarás hasta que te escuche, háblame sobre Randall. Dime por qué desobedeciste mis órdenes y decidiste deshonrarte a ti misma y a tu familia.

Jenny apoyó las manos en las caderas y se irguió en toda su altura, lista para la pelea. Si bien tardaba más que él en perder los estribos, era evidente que tenía su carácter.

—¿Con que desobedecer tus órdenes? Eso es lo que te carcome, ¿verdad, Jamie? Tú sabes lo que nos conviene y todos haremos lo que tú digas o terminaremos arruinados, ¿verdad? —Se contoneó enojada. Y si ese día hubiera hecho lo que tú dijiste, te hubieran matado en el patio delantero, a papá lo habrían colgado o encarcelado por matar a Randall y las tierras hubieran pasado a manos de la Corona. Y yo, sin casa ni familia, habría terminado mendigando en los caminos para sobrevivir.

Jamie ya no estaba pálido, sino rojo de ira.

—¡Claro, entonces elegiste venderte a mendigar! ¡Hubiera preferido morir y ver a papá y a las tierras en el infierno conmigo y lo sabes bien!

—¡Sí, ya lo sé! ¡Eres un mentacato, Jamie; siempre lo has sido! —replicó su hermana con exasperación.

—¿¡Y tú lo dices!? ¡Que no te alcanza con arruinar tu buen nombre y el mío sino que tienes que seguir con el escándalo y pavonear tu vergüenza delante de todo el condado!

—No te permito que me hables así, James Fraser, aunque seas mi hermano. ¿Qué quieres decir con eso de «mi vergüenza»? Eres un tonto...

—¿Qué quiero decir? ¿Acaso no lo sabes cuando andas por ahí, inflada como un sapo? —Lo ilustró con un gesto despectivo de su mano.

Jenny dio un paso atrás, levantó la mano y le pegó una bofetada con todas sus fuerzas. El impacto sacudió la cabeza de Jamie y le dejó una marca blanca en la mejilla. Muy despacio, alzó una mano para tocarse la marca, con la mirada fija en su hermana. Los ojos de Jenny echaban chispas y su pecho subía y bajaba con agitación. Las palabras brotaron en un torrente por entre los blancos dientes apretados.

—¿Un sapo? Asqueroso cobarde... que me dejaste aquí, sin saber si estabas en prisión o muerto, sin enviarme siquiera un mensaje. Y luego, un día apareces nada menos que con una esposa y te sientas en mi salón para llamarme sapo y ramera y...

—No te llamé ramera, ¡pero debí haberlo hecho! ¿Cómo pudiste...?

A pesar de la diferencia de altura, los hermanos estaban casi nariz con nariz mientras siseaban para evitar que sus voces llenaran la vieja casona. El esfuerzo era infructuoso, a juzgar por las miradas que vislumbré en los rostros curiosos que espiaban con discreción desde la cocina, el vestíbulo y la ventana. El Señor de Broch Tuarach estaba recibiendo una interesante bienvenida, sin duda.

Pensé que sería mejor dejarlos proseguir sin mi presencia y salí al vestíbulo. Saludé a la anciana con la cabeza y continué hacia el patio. Allí había una glorieta con un banco y me senté para contemplar el lugar con interés.

Además de la glorieta, había un pequeño jardín cerrado, floreciente con las últimas rosas del verano. Más allá estaba lo que Jamie llamaba «la pajarera». Lo deduje al ver las variadas palomas que revoloteaban para entrar y salir por los orificios en lo alto del edificio.

Sabía que había un establo y un silo. Debían de estar al otro lado de la casa, junto al granero y el gallinero, la huerta y la capilla en desuso. Había otro pequeño edificio de piedra de este lado cuya función ignoraba. El suave viento otoñal provenía de esa dirección. Respiré hondo y fui recompensada con el fuerte aroma del lúpulo y la levadura. O sea que se trataba de la cervecería, donde se preparaban la cerveza y la sidra para la propiedad.

El camino de entrada proseguía su curso sobre una pequeña colina. Al mirar, divisé un pequeño grupo de hombres en la cima, cuyas siluetas se recortaban en la luz del atardecer. Me pareció que se detenían un momento, como si se despidieran. Así debió de ser, puesto que sólo uno bajó la colina en dirección a la casa. Los demás cruzaron los prados hacia una serie de cabañas lejanas.

Mientras el hombre descendía, noté que cojeaba. Cuando atravesó el portón de entrada, descubrí la razón. Le faltaba la mitad de la pierna derecha y tenía una pata de palo debajo de la rodilla.

A pesar de la cojera, se movía con agilidad. De hecho, a medida que se iba aproximando a la glorieta, advertí que no llegaba a los treinta años de edad. Era alto, casi tanto como Jamie, pero mucho más estrecho de espaldas, delgado, en realidad, casi esquelético.

Se detuvo en la entrada de la glorieta y se apoyó en la celosía. Me miró con interés. El tupido cabello castaño le caía en la frente y los ojos pardos hundidos poseían un aire de paciente buen humor.

Las voces de Jamie y su hermana se habían elevado desde mi partida. Las ventanas estaban abiertas al clima cálido y la discusión llegaba hasta la glorieta, aunque no con total claridad.

—¡Maldita bruja! —gritó la voz de Jamie en el suave aire del atardecer.

—¡Ni siquiera tienes la decencia de...! —La respuesta de su hermana se perdió en una brisa repentina.

El recién llegado señaló la casa con la cabeza.

—Ah, ha llegado Jamie.

Asentí, sin saber si debía presentarme. No importó, ya que el joven sonrió e inclinó la cabeza hacia mí.

Soy Ian Murray, el marido de Jenny. Y supongo que tú eres..., eh...

—La inglesa que se casó con Jamie —lo ayudé a concluir—. Me llamo Claire. ¿Entonces ya lo sabíais? —pregunté mientras él reía. Mi mente giraba a toda velocidad. ¿El marido de Jenny?

—Oh, sí. Nos lo contó Joe Orr, quien lo supo por un hojalatero de Ardraigh. No se pueden tener secretos en las tierras altas. Ya deberías saberlo, aun cuando sólo hace un mes que te casaste. Jenny se ha preguntado durante semanas cómo serías.

—¡Prostituta! —bramó Jamie desde dentro. El esposo de Jenny ni se inmutó; siguió mirándome con amistosa curiosidad.

—Eres una joven hermosa —dijo mientras me observaba con franqueza—. ¿Te gusta Jamie?

—Bueno..., sí, sí —respondí, algo desconcertada. Me estaba acostumbrando a la franqueza de los escoceses, pero en ocasiones, todavía me cogía por sorpresa. Frunció los labios y asintió, satisfecho. Se sentó junto a mí en el banco.

—Será mejor que les demos unos minutos más —sugirió y señaló la casa, donde los gritos habían adoptado el gaélico. Por lo visto, no le interesaba averiguar la causa de la batalla. Los Fraser no escuchan nada cuando pierden los estribos. Una vez que se han cansado de gritar, a veces consigues que entiendan, pero nunca antes.

—Sí, lo he notado —repuse con sequedad y él rió.

—Ya has estado casada el tiempo suficiente para descubrirlo, ¿eh? Nos enteramos de cómo Dougal obligó a Jamie a casarse contigo —agregó. Hizo caso omiso de la pelea y concentró su atención en mí. Pero Jenny dijo que hacía falta algo más que la presión de Dougal MacKenzie para lograr que Jamie hiciera algo que no deseaba hacer. Ahora que te veo comprendo por qué lo hizo. —Enarcó las cejas como invitándome a dar una explicación más detallada, pero con cortesía, sin apremiarme.

—Supongo que tuvo sus razones —contesté mientras intentaba repartir mi atención entre mi acompañante y los ruidos provenientes de la casa—. No quiero..., es decir, espero... —Ian interpretó con corrección mi titubeo y mi mirada hacia las ventanas del salón.

—Oh, imagino que tienes algo que ver con eso. Pero ella haría lo mismo aunque no estuvieras aquí. Ama profundamente a Jamie, sabes, y se preocupó mucho mientras él estuvo fuera, en especial cuando su padre murió tan de repente. ¿Lo sabías? —Los ojos pardos eran observadores y penetrantes, como si desearan medir el grado de confianza de Jamie en mí.

—Sí, Jamie me lo contó.

—Ah. —Ladeó la cabeza en dirección a la casa. Además, está embarazada.

—Sí, ya me he dado cuenta.

—Imposible no notarlo, ¿verdad? —respondió Ian con una sonrisa y ambos reímos—. La pone sensible —explicó— y no la culpo. Pero se requiere mucho valor para enfrentarse a una mujer en su noveno mes de embarazo. —Se echó hacia atrás y estiró la pata de palo. La perdí en Daumier con Fergus nic Leodhas —contó—. Me duele un poco al final del día. —Se masajeó el músculo justo encima del puño de cuero que sujetaba la pata al muñón.

—¿No has probado aplicarle bálsamo de Gilead? —pregunté—. El agua de pimienta o la ruda hervida también pueden aliviarte.

—No he probado el agua de pimienta —contestó, interesado—. Le preguntaré a Jenny si sabe prepararla.

—Oh, me encantaría preparártela —me ofrecí, pues me había caído bien. Volví a mirar hacia la casa. Si nos quedamos lo suficiente... —añadí con reserva. Hablamos de temas intrascendentes durante un rato, ambos con un oído atento a la lucha que tenía lugar más allá de la ventana, hasta que Ian se inclinó hacia adelante. Acomodó con cuidado su pierna artificial antes de ponerse en pie.

—Creo que debemos entrar ahora. Si alguno de los dos deja de gritar el tiempo suficiente para escuchar al otro, se lastimarán mutuamente.

—Mientras no sean heridas físicas...

Ian rió.

—Oh, no creo que Jamie la golpee. Está acostumbrado a resistir la provocación. En cuanto a Jenny, es posible que le dé una bofetada, pero nada más.

—Ya lo ha hecho.

—Bueno, las armas están bajo llave y los cuchillos en la cocina, excepto los que Jamie lleva encima. Y supongo que no la va a dejar acercarse lo bastante para que le quite la daga. No, no corren peligro. —Se detuvo en la puerta. Ahora, en cuanto a nosotros... —Me guiñó un ojo con aire solemne. Ése es otro tema.

Adentro, las criadas se sobresaltaron y se apartaron al ver acercarse a Ian. El ama de llaves, sin embargo, aún merodeaba cerca de la puerta de la sala, sin perder detalle de la escena, con el tocayo de Jamie apoyado en su ancho pecho. Estaba tan absorta que cuando Ian le habló, saltó como si le hubieran clavado un alfiler y se llevó una mano a su palpitante corazón.

Ian asintió con la cabeza, cogió al pequeño en brazos y avanzó hacia el salón. Nos detuvimos en el vano de la puerta para estudiar la situación. Los hermanos habían hecho una pausa para recuperar el aliento, ambos erizados y con miradas feroces como un par de gatos.

El pequeño Jamie, al ver a su madre, forcejeó y pateó para bajarse de los brazos de Ian. Una vez en el suelo, corrió hacia ella como una paloma mensajera.

—¡Mamá! —exclamó—. ¡Upa, Jamie, upa! —Jenny se volvió y alzó al niño. Lo sostuvo como un arma contra su hombro.

—¿Puedes decirle a tu tío cuántos años tienes, hijito? —le pidió con una voz suave que no logró ocultar del todo la ira subyacente. El chico lo percibió; se dio la vuelta y enterró la cara en el cuello de su madre. Ella le palmeó la espalda con la mirada clavada en su hermano.

Como no va a decírtelo, yo lo haré. Tiene dos años, cumplidos en agosto. Si sabes contar, lo cual me permito dudar, te darás cuenta de que fue concebido seis meses después de la última vez que vi a Randall, que fue en nuestro propio patio delantero mientras azotaba a mi hermano con un sable casi hasta matarlo.

—Conque así fue, ¿eh? —replicó Jamie, colérico—. Pues yo tengo otra versión. Todo el mundo sabe que llevaste a ese hombre a tu cama; no sólo esa vez, sino como amante. Ese hijo es suyo. —Señaló con la cabeza al niño, quien se había vuelto para espiar por debajo de la barbilla de su madre a aquel extraño gigante ruidoso. Te creo cuando dices que el nuevo bastardo que llevas en tu vientre no lo es. Randall estuvo en Francia hasta marzo. O sea que no sólo eres una prostituta, sino que cualquiera te da igual. ¿Quién es el padre de esta nueva criatura del demonio?

El joven alto tosió a modo de disculpa y rompió la tensión que reinaba en el salón.

—Yo —interpuso con suavidad—. Y del otro también. —Avanzó algo rígido con su pata de palo, tomó el niño de brazos de su furiosa esposa y lo alzó. Dicen que se me parece.

De hecho, vistos uno junto al otro, los rostros del hombre y del pequeño eran casi idénticos, salvo por las mejillas redondeadas de uno y la nariz torcida del otro. Tenían la misma frente alta y labios finos. Idénticas cejas arqueadas sobre los mismos ojos profundos y pardos. Jamie, al verlos, se quedó como si le hubieran pegado en la espalda con un saco de arena. Cerró la boca y tragó con dificultad. Era obvio que no sabía qué hacer.

—Ian —susurró con voz débil—. ¿Entonces estáis casados?

—Oh, sí —respondió su cuñado con alegría—. No podría ser de otro modo, ¿no?

—Comprendo —murmuró Jamie. Se aclaró la garganta y bajó la cabeza ante su recién descubierto cuñado—. Fue muy... amable por tu parte, Ian. Quiero decir, aceptarla de esa manera. Muy caballeresco.

Sentí que Jamie tal vez necesitara un poco de apoyo moral en ese momento y me acerqué para tocarle el brazo. Los ojos de su hermana se fijaron en mí, pero no dijo nada. Jamie miró a su alrededor y pareció sorprendido de verme allí, como si hubiera olvidado mi existencia. No sería extraño, pensé. Sin embargo, al parecer la interrupción lo alivió y extendió una mano para que me adelantara.

—Mi esposa —declaró de pronto. Asintió en dirección a Ian y Jenny . Mi hermana y su... —Se interrumpió mientras Ian y yo intercambiábamos sonrisas formales.

Jenny no estaba dispuesta a que el protocolo la distrajera.

—¿Qué quisiste decir con eso de que fue amable al aceptarme? —quiso saber luego de ignorar las presentaciones—. ¡No sé para qué te lo pregunto! —Ian la miró con curiosidad y ella señaló a Jamie con un gesto despectivo de la mano. ¡Ha querido decir que fue amable por tu parte casarte conmigo en mi deshonrosa condición! —Emitió un gruñido que sólo podría haber provenido de alguien del doble de su tamaño. ¡Charlatán!

—¿Deshonrosa condición? —Ian estaba perplejo. De repente, Jamie dio un paso adelante y cogió a su hermana del brazo.

—¿Acaso no le contaste lo de Randall? —Parecía de veras impresionado. Jenny, ¿cómo pudiste hacer algo semejante?

Sólo la mano de Ian en el otro brazo de Jenny evitó que se arrojara al cuello de su hermano. Ian la colocó detrás de él; se volvió y le depositó al pequeño Jamie en los brazos, de modo que ella se vio obligada a sujetar al niño para que no cayera. Luego Ian pasó un brazo por los hombros de Jamie y lo alejó con tacto.

—No es un tema para tratar en el salón —murmuró—, pero te interesará saber que tu hermana era virgen hasta nuestra noche de bodas. Después de todo, tengo autoridad para decirlo.

La ira de Jenny se dividía ahora entre su hermano y su marido.

—¿Cómo te atreves a hablar de eso en mi presencia, Ian Murray? —estalló—. ¡Ni en mi ausencia tampoco! Mi noche de bodas no es asunto de nadie, excepto tuyo y mío... ¡Ya sólo falta que le enseñes las sábanas de nuestro lecho nupcial!

—Bueno, si lo hiciera se callaría, ¿no? —replicó Ian en tono conciliador—. Ya basta, mi dhu, no te preocupes más; es malo para el hijo que llevas dentro. Además, el griterío asusta al pequeño Jamie. —Se estiró para coger a su hijo, quien ya gimoteaba, sin saber aún si la situación requería lágrimas. Ian movió la cabeza en mi dirección y miró a Jamie.

Comprendí la señal y me llevé a Jamie a un sillón en un rincón neutral. Ian había instalado a Jenny en un sofá y le rodeaba los hombros con un brazo para mantenerla en su sitio.

Bien. Así está mejor. —A pesar de su aspecto recatado, Ian Murray poseía una innegable autoridad. Yo tenía la mano apoyada en el hombro de Jamie y percibía cómo la tensión comenzaba a aflojarse.

Pensé que la habitación se asemejaba a un cuadrilátero de boxeo, con los contrincantes inquietos en sus rincones, a la espera de la campana y controlados por la mano tranquilizadora del entrenador.

Ian asintió a su cuñado con una sonrisa.

Qué alegría verte, Jamie. Nos complace tenerte en casa, con tu esposa. ¿Verdad, mi dhu? —preguntó a Jenny mientras apretaba los dedos en el hombro de su mujer.

Pero ella no era el tipo de persona que se dejara forzar. Juntó los labios en una delgada línea, como si formara un sello. Luego los abrió, reticente, para dejar escapar una sola palabra.

—Depende —sentenció y volvió a cerrar la boca.

Jamie se pasó una mano por el rostro. Luego levantó la cabeza, listo para otro asalto.

—Te vi entrar en la casa con Randall —insistió, obcecado—. Y por las cosas que me dijo más tarde... ¿Cómo sabe, entonces, que tienes un lunar en el pecho?

Jenny profirió otro violento gruñido.

—¿Acaso no recuerdas todo lo que ocurrió ese día o los azotes del capitán lo borraron de tu memoria?

—¡Por supuesto que lo recuerdo! ¡Jamás podré olvidarlo!

—Entonces tal vez recuerdes que en un momento, le pegué un buen rodillazo en la entrepierna.

Jamie hundió los hombros, precavido.

—Sí, lo recuerdo.

Jenny sonrió con aire superior.

—Bueno, si tu esposa... Al menos podrías decirme su nombre, Jamie; juro que no tienes educación alguna. De todos modos, si tu esposa te diera un golpe semejante..., y debo añadir que te lo mereces y mucho... ¿crees que podrías cumplir con tus deberes maritales unos minutos más tarde?

Jamie, que había abierto la boca para hablar, la cerró. Observó a su hermana un buen rato. Luego hizo una mueca con la boca.

—Depende —contestó. Volvió a hacer la misma mueca. Había estado sentado con el cuerpo rígido. Ahora se reclinó y contempló a Jenny con la expresión escéptica del hermano pequeño que escucha los cuentos de hadas de su hermana y se siente demasiado mayor para asombrarse, pero cree a medias en contra de su voluntad. ¿De veras?

Jenny se volvió hacia Ian.

—Ve a buscar las sábanas, Ian —ordenó.

Jamie alzó ambas manos en señal de rendición.

—No. No, te creo. Es que... por cómo actuó después...

Jenny se acomodó en el sillón, apoyada en el brazo de Ian y con su hijo acurrucado contra su enorme vientre, generosa en la victoria.

—Bueno, después de todo lo que había dicho fuera, no podía admitir frente a sus hombres que no había podido hacerlo, ¿verdad? Tenía que aparentar que había cumplido su promesa. Y —confesó— debo decir que fue muy desagradable; me golpeó y me rompió el vestido. De hecho, me dejó casi inconsciente en el intento. Para cuando me recuperé y volví a taparme decentemente, los ingleses se habían marchado y te habían llevado con ellos.

Jamie suspiró y cerró los ojos. Tenía las grandes manos apoyadas en las rodillas. Le cubrí una de ellas con la mía y la oprimí con ternura. Tomó mi mano y abrió los ojos. Me dirigió una tenue sonrisa de reconocimiento antes de volverse hacia su hermana otra vez.

—Está bien —concedió—. Pero dime, Jenny, cuando entraste con él, ¿sabías que no te haría daño?

Ella guardó silencio un momento sin quitar los ojos del rostro de su hermano. Por fin, meneó la cabeza con una leve sonrisa en los labios.

Extendió una mano para detener la protesta de Jamie y las cejas como alas de gaviota se enarcaron con elegancia.

—Si tú eres capaz de dar tu vida por mi honor, ¿por qué no puedo yo dar mi honor por tu vida? —Las cejas se unieron en un ceño idéntico al que ahora exhibía su hermano. ¿O acaso estás diciendo que no puedo quererte tanto como tú a mí? ¡Porque si es así, Jamie Fraser, desde ahora te digo que no es verdad!

Jamie había abierto la boca para contestar antes de que ella terminara, pero la conclusión lo dejó sin palabras. Cerró la boca y Jenny aprovechó su ventaja.

Porque te quiero, a pesar de que eres un cabezota, tonto y necio. ¡Y no permitiré que te maten a mis pies sólo porque eres demasiado terco para callarte una vez en tu vida!

Los ojos azules se clavaron en los otros ojos azules y volaron chispas en todas direcciones. Jamie se tragó los insultos con dificultad mientras buscaba una respuesta racional. Parecía estar a punto de tomar una decisión. Por fin, cuadró los hombros, resignado.

—Está bien, lo siento —musitó—. Estaba equivocado y te pido disculpas.

Los hermanos quedaron mirándose mucho rato, pero Jenny no le concedió el perdón. Lo miró con atención y se mordió el labio, pero no habló. Finalmente, Jamie perdió la paciencia.

¡Te he dicho que lo siento! ¿Qué más quieres que haga? —espetó—. ¿Acaso deseas que me ponga de rodillas? ¡Lo haré si es necesario, pero dímelo!

Jenny movió la cabeza despacio, con el labio todavía entre los dientes.

—No —respondió al fin—, no dejaré que te arrodilles en tu propia casa. Ponte de pie.

Jamie se levantó y su hermana depositó a su hijo en el sillón para cruzar el salón y detenerse frente a él.

Quítate la camisa —ordenó.

—¡No!

Jenny le sacó los faldones de la camisa y sus dedos buscaron los botones. Si no oponía resistencia física, Jamie tendría que obedecer o someterse a ser desvestido. Con toda la dignidad que pudo reunir, se apartó, apretó los dientes y se quitó la prenda en cuestión.

Jenny se colocó detrás de él y le examinó la espalda. Su expresión impasible era igual a la que yo había visto en el rostro de Jamie cuando intentaba ocultar alguna emoción fuerte. Asintió con la cabeza, como si confirmara una antigua sospecha.

—Bueno, si fuiste un tonto, Jamie, ya has pagado por ello. —Apoyó la mano con suavidad en la espalda de su hermano para cubrir las peores cicatrices. Debió de dolerte mucho.

—Sí.

—¿Lloraste?

Jamie apretó los puños.

—¡Sí!

Jenny giró para ponerse frente a él, con la cabeza erguida y los ojos rasgados grandes y brillantes.

—Yo también —confesó con voz queda—. Todos los días desde que te llevaron.

Los rostros de pómulos altos volvieron a convertirse en espejos recíprocos, pero la expresión que los embargaba era tal que me levanté y me dirigí a la puerta de la cocina para dejarlos solos. Cuando la puerta se cerró detrás de mí, logré ver cómo Jamie tomaba las manos de su hermana y le susurraba algo en gaélico. Jenny se acercó a él y las cabezas se juntaron en un abrazo.