27

El último motivo

Comimos como lobos hambrientos, nos retiramos a una habitación amplia y ventilada y dormimos como troncos. El sol habría estado alto cuando despertamos si el cielo no hubiera estado cubierto de nubes. Supe que era tarde por el bullicio de las personas haciendo sus quehaceres en la casa y por los tentadores aromas que subían por la escalera.

Después del desayuno, los hombres se prepararon para salir. Visitarían a los arrendatarios, inspeccionarían cercas, arreglarían carros y, por lo general, lo pasarían bien. Mientras se ponían los abrigos en el vestíbulo, Ian reparó en el cesto de Jenny sobre la mesa debajo del espejo.

—¿Quieres que te traiga manzanas del huerto, Jenny? Te evitarías la caminata.

—Buena idea —interpuso Jamie con la mirada en el vientre de su hermana—. No queremos que se te caigan en el camino.

—Te dejaré caer a ti donde estás, Jamie Fraser —replicó ella y sostuvo la casaca para que Ian se la pusiera—. Sé útil por una vez y llévate a este pequeño demonio fuera. La señora Crook está en el lavadero; puedes dejarlo allí. —Movió un pie para apartar al pequeño Jamie que se colgaba de su falda mientras repetía «upa, upa» con monotonía.

El tío obedeció y cogió al pequeño demonio por la cintura. Lo sacó fuera, cabeza abajo y chillando con deleite.

Ah —suspiró Jenny contenta. Se agachó para comprobar su aspecto en el espejo de marco dorado. Se humedeció un dedo y se alisó las cejas, luego terminó de abrocharse los botones. Es agradable poder vestirse sin tener a alguien colgado de la falda o aferrado a tu rodilla. Algunos días no puedo ir al baño sola ni decir una oración sin ser interrumpida.

Tenía las mejillas sonrojadas y el cabello oscuro brillaba sobre la seda azul de su vestido. Ian le sonrió y sus ojos castaños admiraron la imagen floreciente de su esposa.

—Bueno, tendrás tiempo para conversar con Claire —sugirió. Enarcó una ceja en mi dirección. Supongo que es lo bastante bien educada para escuchar, pero, por el amor de Dios, no le recites ninguno de tus poemas o estará camino de Londres antes de que Jamie y yo regresemos.

Jenny le chasqueó los dedos debajo de la nariz, indiferente a la burla.

—No me preocupa. La próxima diligencia no saldrá hasta abril. Imagino que para entonces ya estará acostumbrada a nosotros. Vete de una vez; Jamie te está esperando.

Mientras los hombres realizaban su tarea, Jenny y yo pasamos el día en el salón. Ella cosía y yo enrollaba los pedazos sueltos de hilo y ordenaba las bobinas de colores.

Aunque amigables en apariencia, manteníamos una conversación cauta y nos observábamos por el rabillo del ojo. La hermana de Jamie, la esposa de Jamie. Jamie era el punto central, subyacente, alrededor del cual giraban nuestros pensamientos.

La infancia compartida los unía para siempre, como la trama y urdimbre de una sola tela. Pero los diseños del tejido se habían aflojado por la ausencia y el recelo, después por el matrimonio. El hilo de Ian había estado presente en el tejido desde el principio, el mío era nuevo. ¿Cómo tirarían las tensiones en este nuevo diseño, un hilo contra otro?

La conversación era desenfadada, pero debajo de ella se oían con claridad las palabras no pronunciadas.

—¿Has llevado tú sola la casa desde que murió tu madre?

—Ah, sí. Desde que tenía diez años.

«Tuve su amor de niño y lo vi crecer. ¿Qué harás con el hombre que ayudé a formar?»

Jamie dice que eres muy buena para curar.

—Le curé el hombro cuando nos conocimos.

«Sí, soy capaz y buena. Sabré cuidarlo.»

—Oí decir que os casasteis muy deprisa.

«¿Te casaste con mi hermano por sus tierras y su dinero?»

—Sí, bastante. Tanto que no supe el verdadero apellido de Jamie hasta poco antes de que comenzara la ceremonia.

«No sabía que era dueño de este sitio. Me casé con él por lo que es.»

Y así prosiguió durante toda la mañana, el almuerzo ligero y las primeras horas de la tarde. Intercambiamos comentarios, informaciones menores, opiniones, chistes cortos y vacilantes, sin dejar de evaluarnos mutuamente. Una mujer que se había ocupado de esta casa desde los diez años y se había hecho cargo de las tierras al morir su padre y desaparecer su hermano, no era una persona para subestimar. Me preguntaba qué pensaría ella de mí. Pero al parecer, era tan hábil como su hermano para ocultar sus pensamientos.

Cuando el reloj comenzó a dar las cinco, Jenny bostezó y se desperezó. El vestido que había estado cosiendo resbaló de su vientre redondo y cayó al suelo.

Se agachó con torpeza para recogerlo, pero me arrodillé a su lado.

—Deja. Yo lo levantaré.

—Gracias... Claire. —El uso de mi nombre de pila fue acompañado de una sonrisa tímida, y se la devolví.

Antes de que pudiéramos retomar la conversación, la llegada de la señora Crook nos interrumpió. El ama de llaves asomó una larga nariz en la sala y preguntó con ansiedad si habíamos visto al niño Jamie.

Jenny hizo a un lado su costura con un suspiro.

—Se escapó de nuevo, ¿verdad? No se preocupe, Lizzie. Seguramente estará con su padre o su tío. Iremos a ver. ¿Vienes, Claire? Me hará bien un poco de aire antes de cenar.

Se incorporó con dificultad y apretó las manos contra los lumbares. Emitió un gruñido y me dirigió una sonrisa torcida.

Me faltan tres semanas. No aguanto más.

Caminamos lentamente por el parque. Jenny me señaló la cervecería y la capilla y me contó la historia de la propiedad y cuándo se habían construido las distintas partes.

Al aproximarnos a la esquina del palomar, oímos voces en la glorieta.

—¡Ahí está, el muy pillo! —exclamó Jenny—. ¡Espera a que le ponga la mano encima!

—Aguarda un minuto. —Apoyé una mano en su brazo al reconocer la voz más profunda por debajo de la del niño.

—No te preocupes —dijo la voz de Jamie—. Ya aprenderás. Sé que es un poco difícil cuando tu pene no llega más allá del ombligo, ¿no?

Asomé la cabeza por la esquina y lo encontré sentado en un tajón, enfrascado en conversación con su tocayo, que forcejeaba virilmente con los pliegues de su guardapolvo.

—¿Qué estás haciendo con el niño? —inquirí con precaución.

—Estoy enseñando al pequeño James el delicado arte de no mearse en los pies —explicó—. Es lo menos que el tío puede hacer por él.

Enarqué una ceja.

—Es muy fácil hablar. Lo menos que el tío podría hacer por él es hacerle una demostración.

Sonrió.

—Bueno, hemos tenido algunas demostraciones prácticas. Aun­que la última vez hubo un pequeño accidente. —Intercambió una mirada acusatoria con su sobrino. No me mires a mí —dijo al niño—. Fue culpa tuya. Te dije que te quedaras quieto.

—Ejem... —dijo Jenny en tono cortante y miradas idénticas a su hijo y a su hermano.

El pequeño Jamie reaccionó levantándose la parte delantera del guardapolvo sobre la cabeza. Pero su homónimo adulto, sonrió con alegría y desenfado y se puso de pie mientras se quitaba el polvo de los calzones. Apoyó una mano en la cabeza de su sobrino y lo volvió hacia la casa.

«Para todo hay un motivo —citó—, y un tiempo para cada cosa bajo el cielo.» Primero trabajamos, pequeño James, y luego nos lavamos. Y después... gracias a Dios... es hora de cenar.

Una vez que se hubo dedicado a los asuntos de negocios más urgentes, Jamie me enseñó la casa. Construida en 1702, era de hecho moderna para la época, con algunas innovaciones como calefacción con estufas de porcelana y un gran horno de ladrillo empotrado en la pared de la cocina, de modo que ya no se horneaba el pan en las cenizas del hogar. El vestíbulo de la planta baja, el pozo de la escalera y el salón estaban adornados con pinturas. Aquí y allá había un paisaje pastoral o un boceto animal, pero en su mayoría, eran cuadros familiares y de amistades.

Me detuve frente a una imagen de Jenny cuando era niña. Estaba sentada en la pared del jardín, con una parra de hojas rojas a su espalda. Alineados frente a ella a lo largo de lo alto de la pared había una fila de pájaros; gorriones, un tordo, una alondra, y hasta un faisán, todos empujándose y acercándose para conseguir un lugar frente a la niña sonriente. No se asemejaba en nada a esos retratos formales y afectados en los que un antepasado u otro miraba con ira desde el interior del marco como si el cuello de la camisa lo estuviera asfixiando.

—Mi madre lo pintó —comentó Jamie al notar mi interés—. Casi todos los que están al fondo de la escalera son suyos, pero aquí sólo hay dos. Éste era el que más le gustaba. —Un dedo largo tocó la superficie del lienzo con suavidad y delineó el contorno de la parra de hojas rojas. Ésos eran los pájaros de Jenny. Siempre que alguien encontraba un pájaro con una pata lastimada o un ala rota se lo traía a Jenny y en pocos días estaba curado y comiendo de su mano. Éste me recuerda a Ian. —El dedo golpeó sobre el faisán. Con las alas abiertas para mantener el equilibrio, el ave contemplaba a su dueña con ojos oscuros e idolatrantes.

—Eres malísimo, Jamie —lo regañé, riendo—. ¿Hay algún retrato tuyo?

—Oh, sí. —Me guió a la pared opuesta, cerca de la ventana.

Dos niños pelirrojos y vestidos con atuendos escoceses miraban solemnes desde dentro del marco, sentados con un enorme sabueso. Debían de ser Nairn, el abuelo de Bran, Jamie y su hermano mayor Willie, muerto de viruela a los once años. Jamie no podía tener más de dos años cuando se pintó el cuadro, pensé. Estaba de pie entre las rodillas de su hermano mayor, con una mano apoyada en la cabeza del perro.

Jamie me había hablado sobre Willie durante el viaje desde Leoch, una noche junto al fuego, al pie de un valle solitario. Recordaba la serpiente tallada en madera de cerezo que había sacado de su morral.

—Willie me la regaló cuando cumplí cinco años —había dicho mientras acariciaba con un dedo las curvas sinuosas. Era una serpiente graciosa. El cuerpo se retorcía con gracia y tenía la cabeza vuelta hacia atrás para espiar por encima de lo que habría sido el hombro.

Jamie me entregó el pequeño objeto de madera y lo volví con curiosidad.

—¿Qué es esto garabateado en la parte de abajo? S-a-w-n-y. ¿Sawny?

—Soy yo —contestó y agachó la cabeza con timidez—. Es como un apodo cariñoso, un juego de palabras con mi segundo nombre, Alexander. Willie solía llamarme así.

Los rostros en el cuadro eran muy parecidos. Todos los niños Fraser poseían esa mirada directa que desafiaba a cualquiera a que los considerara menos de lo que ellos se valoraban. En este retrato, sin embargo, las mejillas de Jamie eran redondeadas y su nariz aún respingona. Su hermano, en cambio, tenía huesos fuertes que dejaban entrever la promesa del hombre en su interior, una promesa truncada.

—¿Estabais muy unidos? —aventuré y le toqué un hombro. Jamie asintió y desvió la vista hacia las llamas de la chimenea.

—Oh, sí —respondió con un sonrisa débil—. Me llevaba cinco años y para mí él era Dios, o por lo menos Jesucristo. Lo seguía a todas partes, es decir, siempre que me lo permitía.

Se apartó y caminó hacia los estantes con libros. Supuse que querría un momento a solas, de modo que permanecí quieta y miré por la ventana.

Desde este lado de la casa, divisaba vagamente a través de la lluvia el perfil de una colina lejana. Era rocosa y con la cima cubierta de hierba. Me recordó la colina encantada donde yo había atravesado una roca y emergido de la cueva de un conejo. Apenas seis meses atrás. Pero parecía mucho más.

Jamie estaba ahora junto a mí en la ventana. Clavó la vista con expresión ausente en la lluvia torrencial.

—Hubo otro motivo. El principal.

—¿Motivo? —repetí con desconcierto.

—Por el que me casé contigo.

—¿Cuál? —No sé qué esperaba, tal vez otra revelación sobre sus intrincados problemas familiares. En cierta forma, lo que finalmente dijo me sorprendió bastante.

—Porque te deseaba. —Desvió los ojos de la ventana y se volvió hacia mí. Más de lo que jamás he deseado nada en mi vida —añadió en voz baja.

Me quedé mirándolo con estupor. Había esperado cualquier cosa menos eso. Al ver mi expresión boquiabierta, continuó.

Cuando pregunté a mi padre cómo sabría cuál era la mujer correcta, me respondió que llegado el momento, no tendría ninguna duda. Y así fue. Cuando desperté en la oscuridad bajo aquel árbol en el camino a Leoch, contigo sentada en mi pecho y maldiciéndome por dejarme sangrar hasta morir, me dije: «Jamie Fraser, a pesar de su aspecto y de lo que pesa, ésta es la mujer.»

Avancé hacia él y retrocedió, sin dejar de hablar con rapidez.

Me dije: «Te ha curado dos veces en dos horas, muchacho. Considerando cómo es la vida entre los MacKenzie, sería bueno estar casado con una mujer que sepa curar una herida y arreglar huesos rotos.» Y me dije: «Jamie, muchacho, si te gusta tanto cuando te toca la clavícula, imagínate lo que sentirías si lo hiciera más abajo...»

Esquivó una silla.

Por supuesto, pensé que podría ser el efecto lógico de pasar cuatro meses en un monasterio sin el beneficio de compañía femenina. Pero después de esa cabalgata juntos en la oscuridad... —Se interrumpió para suspirar con dramatismo y esquivó mi mano que intentaba cogerle por la manga. Con ese hermoso trasero ancho entre mis muslos... —Evitó un golpe dirigido a su oreja izquierda y se apartó a un lado. Una mesa baja se interponía ahora entre ambos . Y esa cabeza de roca sólida golpeando contra mi pecho... —Un pequeño adorno de metal rebotó en su propia cabeza y cayó al suelo con un ruido metálico. Me dije...

Ahora reía tanto que tenía que detenerse para tomar aliento entre una frase y otra.

Jamie, me dije, de acuerdo, es una inglesa malvada... con una lengua como la de una víbora... Pero con un trasero como ése..., ¿qué importa que tenga ca-cara de ton-ton-tonta?

Lo hice tropezar con facilidad y aterricé sobre su estómago con ambas rodillas cuando golpeó el suelo con un estrépito que sacudió la casa.

—¿Intentas decirme que te casaste conmigo por amor? —inquirí. Enarcó las cejas y pugnó por tomar aire.

—¿No es... lo que acabo... de decirte?

Me pasó un brazo alrededor de los hombros y metió la otra mano debajo de mi falda para proceder a infligirme una serie de pellizcos despiadados en la recién elogiada parte de mi anatomía.

En ese preciso momento, Jenny entró para buscar su cesta de bordado. Observó a su hermano con aire divertido.

—¿Y qué tratas de hacer, jovencito? —preguntó con una ceja enarcada.

—Estoy haciendo el amor a mi esposa —jadeó él. La risa y el forcejeo le quitaban el aliento.

—Bueno, podrías buscar un lugar más adecuado —sugirió Jenny y enarcó la otra ceja—. Te clavarás astillas en el trasero.

Lallybroch era un sitio pacífico pero ajetreado. Todos sus habitantes parecían ponerse en movimiento al despuntar el alba y la granja giraba y zumbaba como el mecanismo de un reloj hasta el anochecer. Entonces, uno por uno, los dientes y las ruedas que lo hacían funcionar comenzaban a desertar y se perdían en la oscuridad en busca de una cena y una cama. Y por la mañana, como por arte de magia, reaparecían en sus correspondientes lugares.

Cada hombre, mujer y niño parecían tan esenciales para el funcionamiento del lugar que me costaba imaginar cómo se las habían arreglado estos últimos años sin su dueño. Ahora, no sólo las manos de Jamie sino las mías, fueron puestas a trabajar. Por primera vez, comprendí la crítica actitud escocesa para con la holgazanería, algo que antes o después, como fuera había considerado una extravagancia. La holgazanería constituía no sólo un síntoma de decadencia moral sino una afrenta al orden natural de las cosas.

Había momentos, desde luego; esos breves lapsos de tiempo, desvanecidos casi al instante, en que todo parece estar inmóvil y la existencia alcanza un equilibrio perfecto. Como el momento de cambio entre la oscuridad y la luz, cuando ambas y ninguna nos envuelve.

Estaba disfrutando de uno de esos momentos al atardecer del segundo o tercer día de nuestra llegada a la propiedad. Sentada en la cerca que había detrás de la casa, contemplaba los campos tostados que se extendían hasta el borde del risco, más allá de la torre y la maraña de árboles en el lado lejano del paso, casi negros bajo el resplandor nacarado del cielo. Objetos cercanos y distantes parecían estar a la misma distancia en tanto sus sombras largas se confundían en la penumbra.

El aire estaba frío y anunciaba una helada. Pensé que debería entrar pronto, pero me resistía a abandonar la belleza quieta del lugar. No me di cuenta de que Jamie se acercaba hasta que deslizó los pliegues pesados de una capa alrededor de mis hombros. Tomé conciencia del frío que hacía cuando experimenté el calor de la lana gruesa.

Los brazos de Jamie me envolvieron con la capa y me recosté contra él, temblando un poquito.

—Te vi temblar desde la casa —manifestó y me cogió las manos—. Te resfriarás si no tienes cuidado.

—¿Y tú? —Me volví para mirarlo. A pesar del aire cortante, parecía muy cómodo en camisa y falda. La nariz apenas enrojecida era lo único que delataba que no se trataba de una noche fresca de primavera.

—Ah, bueno, estoy acostumbrado. Los escoceses no tenemos la sangre tan débil como los ingleses. —Me levantó la cabeza y besó mi nariz, sonriendo. Lo cogí de las orejas y ajusté su puntería hacia abajo.

El beso duró lo suficiente para que nuestras temperaturas estuvieran a la par cuando me soltó. La sangre caliente cantaba en mis oídos cuando me recliné, manteniendo el equilibrio en la baranda de la cerca. La brisa soplaba a mis espaldas y me arrojaba los mechones a la cara. Jamie los apartó y deshizo los bucles con los dedos de manera que el sol poniente brilló a través de ellos.

Parece como si tuvieras un halo, con la luz a tus espaldas —murmuró—. Un ángel con corona de oro.

—Tú también —respondí con suavidad y pasé un dedo por la barbilla donde la luz ámbar chispeaba desde la barba incipiente—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

Sabía a qué me refería. Enarcó una ceja y sonrió, con la mitad del rostro iluminada por el sol y la otra en sombras.

—Bueno, sabía que no querías casarte conmigo. No deseaba agobiarte ni quedar como un tonto confesándotelo en ese momento. Era evidente que te acostarías conmigo sólo para no quebrar votos que preferirías no haber hecho. Sonrió otra vez y los dientes blancos resaltaron en la sombra, interceptando mi protesta. Al menos la primera vez. Tengo mi orgullo, mujer.

Me estiré y lo atraje hacia mí, bien cerca. Quedó entre mis piernas mientras yo seguía sentada en la cerca. Percibí el frío en su piel y le rodeé las caderas con las piernas. Luego lo cubrí con la capa. Debajo de la tela protectora, me rodeó con sus brazos y me apretó la mejilla contra su camisa.

Mi amor —murmuró—. Ah, mi amor. Te deseo tanto.

—No es lo mismo, ¿verdad? —respondí—. Amar y desear.

Rió con voz un poco ronca.

—Es muy parecido, Sassenach, al menos para mí. —Podía sentir la fuerza de su deseo, rígido y urgente. Retrocedió de pronto y me alzó de la cerca.

—¿Adónde vamos? —Nos alejábamos de la casa, hacia los cobertizos a la sombra de la arboleda de olmos.

—A buscar un pajar.