28

Besos y calzoncillos

Poco a poco, me hice mi propio lugar en la finca. Como Jenny ya no podía realizar la larga caminata hasta las cabañas de los colonos, empecé a visitarlos yo, acompañada en ocasiones por un mozo de cuadra, por Jamie o por Ian. Llevaba comida y medicinas conmigo, atendía a los enfermos lo mejor posible y hacía sugerencias para la mejoría de la salud y la higiene, las cuales eran recibidas con diversos grados de afabilidad.

En Lallybroch, fisgoneaba por la casa y los alrededores y ofrecía mi ayuda en todos lados, particularmente en los jardines. Además del pequeño jardín ornamental, la casa poseía un jardín de hierbas y un huerto inmenso que la proveía de nabos, coles y calabacines.

Jamie estaba en todas partes; en el estudio con los libros de contabilidad, en los campos con los colonos, en el establo con Ian, compensando el tiempo perdido. Había en eso algo más que interés u obligación, pensaba yo. Pronto tendríamos que marcharnos. Jamie quería dejar las cosas encaminadas para que siguieran funcionando de ese modo cuando él no estuviera, hasta que regresara hasta que regresáramos para siempre.

Yo sabía que debíamos irnos. Sin embargo, en este lugar apacible, rodeada de la alegre compañía de Jenny, Ian y el pequeño James, sentía que al fin había encontrado un hogar.

Una mañana después del desayuno, Jamie se levantó de la mesa y anunció que iría hasta el extremo del valle para ver un caballo que vendía Martin Mack.

Jenny se volvió junto al aparador con el entrecejo fruncido.

—¿Crees que es seguro, Jamie? Ha habido patrullas inglesas en todo el distrito durante el último mes.

Jamie se encogió de hombros y cogió su casaca de la silla donde la había dejado.

—Tendré cuidado.

—Oh, Jamie —exclamó Ian y entró con los brazos cargados de leña para la chimenea—. Tenía que preguntarte... ¿puedes ir al molino? Jock vino ayer para avisar que la rueda no funcionaba. Le eché un vistazo pero ninguno de los dos logramos remediar el problema. Creo que hay un poco de basura atascada en el mecanismo, pero está demasiado metido en el agua.

Golpeó el suelo con su pierna de madera y me sonrió.

Gracias a Dios, todavía puedo caminar. Y también cabalgar, pero no nadar. Sacudo los brazos y doy vueltas como una larva de hormiga.

Jamie volvió a poner la casaca donde estaba y sonrió por la descripción de su cuñado.

—No debe de ser tan malo, Ian, si te evita pasar la mañana dentro de la alberca helada de un molino. Está bien, iré. —Se volvió hacia mí.

¿Quieres acompañarme, Sassenach? Es una hermosa mañana y puedes traer tu cesto. —Miró con gesto irónico el enorme cesto de mimbre que yo usaba para mis cosas. Subiré a cambiarme la camisa. Enseguida vuelvo. —Se encaminó hacia las escaleras y saltó los escalones atléticamente, de tres en tres.

Ian y yo intercambiamos sonrisas. Si lamentaba no poder hacer más ese tipo de cosas, lo ocultaba detrás del placer de contemplar la exuberancia de Jamie.

—Es bueno volver a tenerlo aquí —dijo.

—Ojalá pudiéramos quedarnos —dije con pesar.

Los ojos castaños se llenaron de alarma.

—No os iréis pronto, ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

—No, no muy pronto. Pero tendremos que hacerlo antes de que comience a nevar. —Jamie había decidido que lo mejor era ir a Beauly, asiento del clan Fraser. Quizá su abuelo, Lord Lovat, lo ayudara; o al menos, tal vez pudiera arreglarnos un viaje a Francia.

Ian asintió, aliviado.

—Ah, sí. Pero todavía faltan un par de semanas.

Era un hermoso día de otoño. El aire olía a sidra y el cielo estaba tan azul que podía sumergirse en él. Caminábamos despacio para que yo pudiera detectar englantinas de florecimiento tardío y cabezas de cardencha mientras conversábamos alegremente.

—El día de pago es la semana que viene —comentó Jamie—. ¿Tendrás listo tu vestido nuevo?

—Espero que sí. ¿Por qué, es una ocasión especial?

Me sonrió y cogió el cesto en tanto yo me inclinaba para arrancar un tallo de tanaceto.

—Ah, en cierta forma. Nada que ver con los festejos de Colum, eso seguro, pero todos los arrendatarios de Lallybroch vendrán a pagar sus rentas... y a presentar sus respetos a la nueva señora de Lallybroch.

—Supongo que les sorprenderá que te hayas casado con una inglesa.

—Un par de padres se decepcionarán. Cortejé a una o dos muchachas de por aquí antes de que me arrestaran y me llevaran al Fuerte William.

—¿Lamentas no haber desposado a una chica local? —inquirí con coquetería.

—Si piensas que voy a decir «sí» contigo sosteniendo un cuchillo de podar —respondió—, subestimas mi sentido común.

Dejé caer el cuchillo de podar que había traído para cavar. Estiré los brazos y esperé. Cuando por fin me soltó, me agaché para recoger el cuchillo y aventuré en tono burlón:

—Siempre me he preguntado por qué permaneciste virgen tanto tiempo. ¿Acaso las jóvenes de Lallybroch son feas?

—No —contestó y contempló de soslayo el sol matinal—. Mi padre fue el gran responsable. A veces, solíamos pasear por los campos al atardecer, los dos solos, y conversar sobre distintas cosas. Y cuando fui lo bastante mayor para que eso fuera una posibilidad, me dijo que un hombre debía ser responsable de toda semilla que sembrara, puesto que era su deber cuidar de una mujer y protegerla. Y que si no estaba preparado para eso, entonces no tenía derecho a cargar a una mujer con las consecuencias de mis propias acciones.

Miró detrás de nosotros, hacia la casa. Y hacia el pequeño cementerio familiar, cerca de la base de la torre, donde estaban enterrados sus padres.

Decía que lo más hermoso en la vida de un hombre es hacer el amor con la mujer que ama —susurró. Me sonrió, sus ojos tan azules como el cielo sobre nuestras cabezas. Tenía razón.

Toqué su rostro y mi mano se deslizó desde la mejilla hasta la mandíbula.

—Pero era demasiado duro para ti, si él esperaba que aguardaras tanto para casarte.

Jamie sonrió otra vez y la brisa otoñal agitó su falda alrededor de las rodillas.

—Bueno, la Iglesia enseña que la masturbación es un pecado. Pero mi padre afirmaba que ante esa opción o la de abusar de una pobre mujer, un hombre decente debía escoger sacrificarse.

Cuando dejé de reír, sacudí la cabeza y manifesté:

—No. No preguntaré. Permaneciste virgen.

—Estrictamente por gracia de Dios y de mi padre, Sassenach. Después de cumplir catorce años, no pensaba más que en las muchachas. Pero ése fue el año en que me enviaron a Beannachd, bajo la tutela de Dougal.

—¿Y allí no había chicas? —pregunté—. Creí que Dougal tenía hijas.

—Así es. Cuatro. Las dos más pequeñas no son nada especial, pero la mayor era muy bonita. Me llevaba uno o dos años, Molly. Pero no le halagaba mucho mi atención. Solía observarla embobado desde el otro lado de la mesa durante la cena. Y entonces ella se volvía hacia mí con desprecio y me preguntaba si tenía catarro. Porque de ser así, debía irme a la cama, y si no, me agradecería que cerrara la boca porque no le gustaba verme las amígdalas mientras comía.

—Empiezo a comprender por qué te conservaste virgen —comenté y me recogí la falda para subir el peldaño y atravesar la cerca—. Pero imagino que no todas eran así.

—No —replicó con aire pensativo y me dio la mano para ayudarme—. No, no lo eran. La hermana menor de Molly, Tabitha, era más simpática.

Sonrió al recordarla.

Tibby fue la primera joven que besé. O mejor dicho, la primera joven que me besó. Yo le llevaba dos baldes de leche del establo a la quesería. Durante todo el trayecto, planeaba cómo llevarla detrás de la puerta, donde no había lugar para escapar, y la besaría. Pero mis manos estaban ocupadas y ella abrió la puerta para dejarme pasar. De modo que fui yo quien terminó detrás de la puerta y Tib quien se me acercó y me besó. La leche se volcó, claro —añadió.

—Una primera experiencia memorable —dije, riendo.

—Dudo que fuera la primera para ella —aclaró con una sonrisa—. Sabía mucho más que yo del tema. Pero no pudimos practicar demasiado. Uno o dos días después, su madre nos sorprendió en la despensa. Me lanzó una mirada fulminante y ordenó a Tibby que fuera a poner la mesa para la cena. Y estoy seguro de que se lo contó a Dougal.

Si Dougal MacKenzie se había sentido tan agraviado por un insulto al honor de su hermana, imaginaba lo que habría sido capaz de hacer por defender el de su hija.

—Tiemblo sólo de pensarlo —dije y sonreí.

—Yo también —confesó Jamie con un estremecimiento. Me miró de reojo, con timidez.

Supongo que sabes que a veces, los jóvenes se despiertan con... bueno, con... —Se ruborizó.

—Sí, lo sé —respondí—. Y los ancianos de veintitrés años también. ¿Crees que no me doy cuenta? Me lo recuerdas con frecuen­cia.

—Mmmfm. Bueno, al día siguiente de sorprendernos la madre de Tib, desperté al amanecer. Había estado soñando con ella..., con Tib, me refiero, no con su madre..., y no me llamó la atención sentir una mano en mi pene. Lo que sí me sorprendió fue que no era mía.

—¿Era Tibby?

—Bien, no, no exactamente. Era la mano de su padre.

—¿De Dougal? ¿Qué diablos...?

—Abrí los ojos de par en par y él me sonrió, complacido. Luego se sentó en la cama y tuvimos una conversación muy agradable, de tío a sobrino, de padre adoptivo a hijo adoptivo. Me dijo que le alegraba mi presencia allí, como él no tenía un hijo varón y todo eso, y que su familia me estimaba mucho. Y que odiaría pensar que yo podría aprovecharme de los sentimientos inocentes y delicados que sus hijas podrían albergar hacia mí, pero que por supuesto era grato saber que podía confiar en mí como en su propio hijo.

»Y todo el tiempo mientras hablaba y yo seguía acostado, tenía una mano en el puñal y la otra descansando sobre mis jóvenes testículos. De manera que dije, sí, tío, y no, tío, y cuando se marchó, me envolví en la manta y soñé con cerdos. Y no volví a besar a una mu­chacha hasta que tuve dieciséis años y fui a Leoch.

Me observó y sonrió. Llevaba el cabello atado detrás con una cinta de cuero, pero como siempre, las puntas más cortas se erizaban en la coronilla y brillaban rojas y doradas en el aire diáfano y fresco. Su piel había adquirido un bronceado dorado durante el viaje desde Leoch y Craigh na Dun y parecía una hoja de otoño, arremolinándose contenta en el viento.

¿Y qué me dices de ti, mi hermosa Sassenach? —preguntó—. ¿Tenías a los chicos jadeando a tus pies o eras tímida y pudorosa?

—Un poco menos que tú —respondí, circunspecta—. Tenía ocho años.

—¡Jezabel! ¿Quién fue el afortunado?

—El hijo del intérprete. En Egipto. Él tenía nueve.

—Ah, bueno, entonces no fue culpa tuya. Te sedujo un hombre mayor. Y nada menos que un maldito pagano.

El molino apareció debajo, hermoso como en un cuadro, con una enredadera de color rojo intenso que ascendía brillante por una pared amarilla. Los postigos estaban abiertos a la luz del sol, limpios a pesar de la pintura verde descolorida. El agua bajaba con alegría a la alberca por el conducto situado bajo la rueda de paletas inactiva. Había patos en la alberca, en una pausa de su vuelo hacia el sur.

—Mira —dije y me detuve en lo alto de la colina. Puse una mano en el brazo de Jamie. ¿No es maravilloso?

—Sería una vista más maravillosa si la rueda de paletas girara —repuso en tono práctico. Después me miró y sonrió.

Sí, Sassenach. Es un lugar bonito. Solía nadar aquí de pequeño..., hay un estanque ancho doblando el recodo del arroyo.

Más abajo en la colina, pudimos ver el estanque a través de una cortina de sauces. Y también los niños. Eran cuatro. Jugaban, se salpicaban y gritaban, completamente desnudos.

—Brrr —dije mientras los contemplaba. El clima era cálido para ser otoño, pero el aire estaba lo bastante fresco para que me alegrara haber traído el chal. Me da frío sólo mirarlos.

—¿De veras? Déjame calentarte, entonces.

Echó una ojeada a los niños y retrocedió a la sombra de un gran castaño de Indias. Me cogió de la cintura y me atrajo hacia él.

No fuiste la primera mujer que besé —susurró—. Pero te juro que serás la última. —Y agachó la cabeza hacia mi rostro expectante.

El molinero emergió de su guarida y Jamie nos presentó. Me retiré al borde de la alberca mientras Jamie pasaba varios minutos escuchando una explicación del problema. Cuando el molinero volvió a entrar en la casa del molino para intentar girar la piedra desde dentro, Jamie se quedó un momento contemplando el fondo oscuro y cubierto de hierbas de la alberca. Por fin, se encogió de hombros con resignación y empezó a desvestirse.

—No hay más remedio —comentó en mi dirección—. Ian tenía razón. Hay algo atascado en la rueda debajo del conducto. Tendré que bajar y... —Interrumpido por mi exclamación, se volvió hacia donde yo estaba sentada con mi cesto.

¿Y qué te pasa a ti? —inquirió—. ¿No has visto nunca a un hombre en calzoncillos?

—¡No..., no con unos como... ésos! —farfullé. Anticipando una posible inmersión, se había puesto debajo de la falda unos calzoncillos antiquísimos, originalmente de franela roja, pero remendados con una increíble variedad de colores y texturas. Era obvio que el dueño original debió de tener varios centímetros más de cintura que Jamie. Le colgaban de los huesos de las caderas y los pliegues en forma de V pendían sobre su vientre chato.

¿Eran de tu abuelo? —aventuré con un esfuerzo infructuoso por contener la risa—. ¿O de tu abuela?

—De mi padre —replicó con frialdad y una mirada de desprecio—. ¿No esperarás que nade desnudo delante de mi esposa y los colonos, eh?

Con considerable dignidad, recogió con una mano la tela que sobraba y entró en la alberca. Nadó hasta quedar cerca de la rueda, luego respiró hondo y se sumergió de cabeza. Lo último que vi fue el extremo inferior inflado de los calzoncillos de franela roja. El molinero, desde la ventana, lo animaba con gritos y le daba instrucciones cada vez que la cabeza brillante y mojada aparecía en la superficie para tomar aire.

El borde de la alberca estaba cubierto de plantas acuáticas y usé mi palo de cavar para buscar raíces de malva y filipéndulas. Tenía el cesto a medio llenar cuando oí una tos cortés a mis espaldas.

Era una anciana, o al menos lo parecía. Se apoyaba en un bastón de espino y vestía ropas que debió de usar veinte años atrás y que ahora resultaban demasiado voluminosas para su figura encogida.

—Buenos días —me saludó y movió la cabeza como una bobina. Llevaba un pañuelo blanco almidonado que ocultaba casi todo su cabello, pero algunas hebras grises asomaban junto a las mejillas como manzanas marchitas.

—Buenos días —respondí y empecé a ponerme en pie, pero ella avanzó y se dejó caer junto a mí con una gracia sorprendente. ¡Esperaba que pudiera volver a incorporarse!

Soy... —comencé, pero apenas había abierto la boca cuando me interrumpió.

—Usted es la nueva señora, por supuesto. Soy la señora MacNab... Grannie MacNab, me llaman, ya que todas mis nueras también son señoras MacNab.

Extendió una mano huesuda y cogió mi cesto. Lo atrajo hacia ella y fisgó en el interior.

Raíz de malva..., ah, es buena para la tos. Pero será mejor que no use eso, jovencita. —Tocó un tubérculo pequeño y marrón. Parece raíz de lirio, pero no lo es.

—¿Qué es? —pregunté.

—Lengua de sierpe. Si come eso rodará por la habitación con los talones detrás de la cabeza. —Cogió el tubérculo y lo arrojó a la alberca. Se acomodó el cesto en la falda y manoseó el resto de las plantas mientras yo la observaba con una mezcla de diversión y fastidio. Por fin, satisfecha, me devolvió el cesto.

»Bueno, para ser inglesa, no es usted tonta —comentó—. Al menos sabe distinguir la betónica del cenizo. —Contempló la alberca, donde la cabeza de Jamie había emergido un instante, brillante como una foca, para desaparecer de nuevo bajo el agua. Veo que el señor no se casó con usted nada más que por su lindo rostro.

—Gracias —contesté, escogiendo considerarlo un cumplido. Los ojos de la anciana, afilados como agujas, estaban clavados en mi vientre.

—¿Todavía no está encinta? —inquirió—. Hojas de frambuesa, eso es bueno. Remoje un puñado con escaramujo y bébalo cuando la luna esté creciendo, de cuarto creciente a luna llena. Después, cuando mengüe de llena a cuarto menguante, tome un poco de bérbero para purgar el vientre.

—Oh —exclamé—, bueno...

—He venido a pedirle un favor al señor —prosiguió la mujer—. Pero como veo que está ocupado, se lo pediré a usted.

—De acuerdo —convine insegura. De todos modos, no podía detenerla.

—Se trata de mi nieto —explicó y me traspasó con sus ojos grises del tamaño y brillo de un par de canicas—. De mi nieto Rabbie. Tengo dieciséis en total y tres que se llaman Robert. A uno le decimos Bob, al otro Rob y el más pequeño es Rabbie.

—Felicidades —expresé con cortesía.

—Quiero que el señor emplee al muchacho como mozo de cuadra —continuó.

—Verá, yo no puedo asegurarle...

—Se trata del padre, ¿sabe? —añadió y se inclinó hacia adelante con expresión confidencial—. No es que yo desapruebe un poco de firmeza. A los niños se les debe reñir o se les malcría. He dicho muchas veces, y el buen Dios lo sabe, que los niños están para ser castigados, de lo contrario, Él no los habría hecho tan malvados. Pero cuando a un chico se le deja un cardenal grande como mi mano en la cara, y todo por servirse un pan extra de la fuente...

—¿El padre de Rabbie le pega? —interpuse.

La anciana asintió, complacida por mi ágil inteligencia.

—Seguro. Es lo que le estoy diciendo. —Alzó una mano. Ahora, normalmente, yo no interferiría. Un hombre puede hacer lo que quiera con su hijo, pero..., bueno, Rabbie es mi preferido. Y no es culpa del chico que el padre sea un borracho empedernido. No me importa decirlo, aunque sea vergonzoso que una madre hable así de su hijo.

Levantó un dedo exhortativo.

El padre de Ronald bebía un poco de vez en cuando. Pero jamás me alzó una mano, ni a mí ni a los niños..., es decir, no después de la primera vez —agregó con gesto pensativo. De pronto, su rostro se iluminó. Observé las pequeñas mejillas redondas y firmes como manzanas de verano y decidí que debió de ser una joven alegre y atractiva.

»Una vez me pegó —confesó—. Agarré un leño y le di en la cabeza. —Se meció a un lado y a otro y rió. Pensé que lo había matado y empecé a llorar con su cabeza en mi falda. ¿Qué sería de mí, viuda y con tantos hijos para alimentar? Pero recobró el conocimiento —añadió en tono práctico—, y nunca más me golpeó, ni a mí ni a los niños. Tuve trece, sabe —declaró con orgullo—. Y crié a diez.

—Felicidades —dije con sinceridad.

—Hojas de frambuesa —insistió y apoyó una mano confiada en mi rodilla—. Hágame caso, muchacha, las hojas de frambuesa lo harán. Y si no, venga a verme. Le prepararé un brebaje de piña con semillas de malva y un huevo crudo batido. Eso impulsará el semen de su hombre directo al útero, ¿sabe? Para Pascua, estará redonda como una calabaza.

Tosí y me ruboricé un poco.

—Mmmfm. ¿Y usted desea que Jamie, eh, quiero decir el señor, emplee a su nieto como mozo de cuadra para alejarlo del padre?

—Ajá. Es muy trabajador, Rabbie, y el señor no se...

El rostro de la mujer se congeló en mitad de la frase. Me volví para mirar sobre el hombro y me paralicé. Casacas rojas. Dragones, seis de ellos, a caballo. Bajaban la colina hacia el molino.

Con una presencia de ánimo admirable, la señora MacNab se puso de pie y se sentó de nuevo sobre la ropa de Jamie. Su falda desplegada la ocultaba por completo.

Hubo un chapoteo y un jadeo explosivo en la alberca a mis espaldas cuando Jamie ascendió otra vez. Temía gritar o moverme, por miedo a atraer la atención de los dragones hacia la alberca. Pero el súbito silencio de muerte detrás de mí me indicó que Jamie los había visto. Una única palabra quebró el silencio, casi un murmullo, pero muy sentido.

Merde —masculló.

La anciana y yo nos quedamos quietas, impasibles, observando a los soldados descender la colina. En el último momento, cuando tomaron el sendero de la casa del molino, la mujer se volvió hacia mí y se llevó un dedo rígido a los labios ajados. No debía hablar o se darían cuenta de que era inglesa. Ni siquiera tuve tiempo de responder antes de que los cascos embarrados se detuvieran a escasa distancia.

—Buenos días, señoras —dijo el jefe. Era un cabo, pero me alegró ver que no se trataba del cabo Hawkins. Un examen rápido me desveló que ninguno de los hombres eran los que yo había visto en el Fuerte William. Aflojé un poco la presión de mi mano en el asa del cesto.

Vimos el molino desde la colina —continuó el dragón—. Y hemos pensado en comprar un saco de grano molido. —Nos hizo una reverencia a las dos, sin saber bien a quién dirigirse.

La señora MacNab fue fría, pero atenta.

—Buenos días —contestó con una inclinación de cabeza—. Pero si buscan grano molido, me temo que se decepcionarán. La rueda del molino no funciona. Tal vez la próxima vez que pasen por aquí.

—¿De veras? ¿Qué le ocurre?

El cabo, un joven bajo de cutis lozano, parecía interesado. Caminó hasta el borde de la alberca para escudriñar la rueda. El molinero, que sacó la cabeza para informar el último progreso de la muela, lo vio y se apresuró a regresar adentro.

El cabo llamó a uno de sus hombres. Mientras subía la pendiente, le hizo un gesto para que se agachara y subió a su espalda. Se estiró y alcanzó a cogerse con ambas manos del borde del tejado. Luego trepó. De pie, apenas llegaba a tocar el borde de la gran rueda. Se alargó y la meció con las dos manos. Después se inclinó y gritó a través de la ventana al molinero para que intentara girar la muela a mano.

Me obligué a desviar los ojos del fondo del conducto. No conocía tanto el funcionamiento de esos molinos para estar segura, pero temía que si la rueda comenzaba a girar de pronto, cualquier cosa que hubiera cerca de la maquinaria bajo el agua sería aplastada. Al parecer, no era un temor infundado, puesto que la señora MacNab gritó a uno de los soldados cerca de nosotras:

—Debería decirle a su jefe que baje, muchacho. Dañará el molino y puede lastimarse. No hay que entrometerse en lo que uno no entiende.

—No se preocupe, señora —replicó el soldado despreocupadamente—. El padre del cabo Silver era encargado de un molino de trigo en Hampshire. No hay nada que el cabo Silver no sepa sobre mo­linos.

La señora MacNab y yo intercambiamos miradas de alarma. El cabo, después de varias idas y venidas exploratorias para tocar y mover la rueda, bajó y se aproximó. Sudaba y se enjugó el rostro enrojecido con un pañuelo grande y sucio antes de dirigirse a nosotras.

No la puedo mover desde arriba y ese tonto molinero parece no entender inglés. —Observó el bastón de la señora MacNab y sus miembros deformados y luego a mí—. Quizá la joven pueda hablar con él.

La anciana alargó una mano protectora y asió mi manga.

—Tendrá que disculpar a mi nuera, señor. No está bien de la cabeza desde que su último hijo nació muerto. Hace un año que no habla, la pobrecita. Y no puedo dejarla sola ni un minuto por temor a que se arroje al agua de dolor.

Me esforcé por parecer trastornada, lo cual no me costó mucho por el estado en que me encontraba. El cabo se desconcertó.

—Ah..., bueno... —Fue hasta el borde de la alberca y contempló el agua con el entrecejo fruncido. Jamie había hecho exactamente lo mismo hacía una hora, y aparentemente por el mismo motivo—. No hay más remedio, Collins —comentó al viejo soldado—. Tendré que bajar y ver qué pasa. —Se quitó la casaca escarlata y comenzó a desprenderse los puños de la camisa. La señora MacNab y yo nos miramos con espanto. Podía haber suficiente aire debajo de la casa del molino para sobrevivir, pero no el espacio necesario para poder ocultarse con eficacia.

Estaba considerando, con no demasiado optimismo, la posibilidad de simular un ataque de epilepsia convincente cuando la gran rueda crujió sobre nosotros. Con un sonido como el de un árbol al ser cortado, el enorme arco describió un medio giro rápido, se atascó un momento y luego arrancó a una revolución estable mientras los cangilones vertían chorros brillantes en el conducto.

El cabo dejó de desvestirse y admiró el arco de la rueda.

—¡Mire eso, Collins! Me pregunto qué se habría atascado.

En respuesta, algo apareció en lo alto de la rueda. Colgaba de una de las paletas, los pliegues rojos empapados. La paleta golpeó el flujo que bajaba por el conducto y el objeto se soltó. Los calzoncillos otrora del padre de Jamie flotaron majestuosos en el agua de la alberca.

El soldado mayor los pescó con un palo y los presentó a su comandante. El cabo los quitó del palo como un hombre obligado a coger un pescado muerto.

Mmm —musitó y estudió la prenda sostenida en alto—. ¿De dónde diablos habrá salido esto? Debió de engancharse en el eje. Es curioso que algo así ocasionara tanto problema, ¿verdad, Collins?

—Sí, señor. —Era obvio que el soldado no era un apasionado del funcionamiento de una rueda de molino escocés, pero respondió con cortesía.

Después de girar los calzoncillos una o dos veces, el cabo se encogió de hombros y los usó para limpiarse las manos.

—Un buen pedazo de franela —comentó al tiempo que estrujaba la tela mojada—. Al menos servirá para lustrar los arreos. Lo llevaremos de recuerdo. —Con una reverencia hacia la señora MacNab y hacia mí, montó su caballo.

Los dragones acababan de desaparecer de la vista sobre la cresta de la colina cuando un chapoteo desde la alberca anunció el ascenso del duende del agua desde las profundidades.

Estaba blanco y con un tinte azul, igual que el mármol de Carrara. Los dientes le castañeteaban tanto que no pude entender sus primeras palabras, que de todos modos, fueron en gaélico.

La señora MacNab las comprendió perfectamente y su vieja mandíbula se abrió con estupor. Sin embargo, la cerró enseguida y se inclinó hacia el Señor. Al verla, Jamie frenó su progreso, con el agua alrededor de las caderas. Respiró hondo y apretó los dientes para inmovilizarlos. Luego se quitó una gota de agua del hombro.

—Señora MacNab —pronunció con una reverencia hacia la anciana arrendataria.

—Señor —contestó ella y se volvió a inclinar—. Un día hermoso, ¿cierto?

—Un poco fr-fresco —farfulló Jamie y me miró de reojo. Me encogí de hombros con impotencia.

—Nos alegra que haya regresado a casa, señor, y mis muchachos y yo esperamos que pronto se quede para siempre.

—Yo también, señora MacNab —replicó Jamie con amabilidad. Me hizo señas con la cabeza y me miró enfadado. Le sonreí.

La anciana mujer, ignorando este aparte, enlazó sus manos deformadas en la falda y se enderezó con dignidad.

—Hay un favor que quisiera pedirle, señor —comenzó—. Es con respecto a...

—Grannie MacNab —la interrumpió Jamie y avanzó medio paso amenazante en el agua—, haré cualquier cosa que me pida. Siempre que me devuelva la camisa antes de que se me congelen mis partes íntimas.