33

La Guardia

Jenny no tardó en recuperarse después del nacimiento de Margaret y nadie pudo disuadirla de que bajara al salón al día siguiente del parto. Ante la asociada insistencia de Ian y Jamie, se abstuvo, muy a su pesar, de hacer trabajo alguno y se limitó a supervisar el de los demás desde el sofá de la sala, en el que se recostaba mientras junto a ella, en la cuna, dormía Margaret.

Sin embargo, al cabo de un día o dos, incapaz de estarse quieta, se aventuró hasta la cocina y el jardín. Sentada en la valla con la niña bien arropada, me hacía compañía mientras yo arrancaba vides muertas y mantenía un ojo en la caldera donde se hervía la ropa sucia de la casa. La señora Crook y las criadas ya habían retirado la ropa limpia para colgarla y secarla y yo estaba esperando que el agua se enfriara lo suficiente para vaciarla.

El pequeño Jamie me estaba «ayudando». Arrancaba plantas con gran desparpajo y arrojaba ramas en todas direcciones. Le grité para prevenirle al ver que se acercaba demasiado a la caldera y corrí tras él cuando vi que me ignoraba por completo. Por fortuna, la olla se había enfriado enseguida; el agua estaba templada. Le advertí que no se alejara de su madre y me fui a desenganchar la caldera del hierro que la sujetaba.

Retrocedí de un salto cuando el agua sucia se desbordó de la olla cayendo en vaporosa cascada en el aire helado. El pequeño Jamie, acuclillado junto a mí, agitó alegremente las manos en el barro y me salpicó toda la blusa.

Jenny se bajó de la valla, lo cogió del cuello de la camisa y le dio una buena azotaina en el trasero.

—¿Has perdido el juicio, gille? ¡Mírate! ¡Ahora habrá que volver a lavarte la camisa! ¡Y mira cómo le has dejado la falda a tu tía, diablillo!

—No importa —intercedí al ver cómo le temblaba al crío el labio inferior.

—Bueno, a mí sí me importa —replicó Jenny fulminando a su hijo con la mirada—. Pídele perdón a tu tía y ve a la casa para que la señora Crook te lave un poco. —Le palmeó el trasero, con suavidad esta vez, y con un pequeño empujón la condujo hacia la casa.

No bien Jenny y yo nos volvimos, oímos un ruido de cascos que provenía del camino.

—Debe de ser Jamie —comenté esperanzada—. Aunque aún es pronto.

Jenny escudriñó el camino y sacudió la cabeza.

—No es su caballo.

A juzgar por su ceño fruncido, Jenny no conocía el caballo que surgió en lo alto de la colina; en cambio, el jinete no le era desconocido. Jenny se puso rígida. De pronto, echó a correr hacia la verja con la niña en brazos, bien sujeta.

¡Es Ian! —gritó.

Iba andrajoso y polvoriento y con el rostro amoratado. Tenía la frente hinchada, con un corte cruzándole la ceja. Jenny lo sostuvo cuando tocó el suelo. Entonces noté que le faltaba la pata de palo.

—Jamie —pronunció jadeante—. Nos topamos con la Guardia cerca del molino. Nos esperaban. Sabían que iríamos.

Se me encogió el estómago.

—¿Está vivo?

Ian asintió sin aliento.

—Sí. Y no está herido. Lo llevaron al oeste, hacia Killin.

Los dedos de Jenny exploraban su rostro.

—¿Estás malherido?

Ian meneó la cabeza.

—No. Me quitaron el caballo y la pata. Para impedirme que los siguiera, no necesitaban matarme.

Jenny contempló el horizonte, justo por encima de los árboles, donde el sol brillaba. Serían las cuatro. Ian le siguió la mirada y adivinó la pregunta.

Los encontramos cerca del mediodía. Tardé más de dos horas en llegar a un lugar donde conseguir un caballo.

Jenny se quedó quieta un momento, pensativa, y se volvió hacia mí decidida.

—Claire. Acompaña a Ian a la casa, por favor, y si necesita que lo cures, hazlo lo más deprisa que puedas. Dejaré a la niña con la señora Crook e iré a buscar a los caballos.

Se fue antes de que ninguno de los dos pudiera protestar.

—¿Quiere decir que...? ¡Pero no puede! —exclamé—. ¡No puede dejar a la niña!

Ian se apoyaba en mi hombro mientras subíamos el sendero hacia la casa. Meneó la cabeza.

—Tal vez. Pero tampoco dejará que los ingleses cuelguen a su hermano.

Oscurecía cuando llegamos al lugar de la emboscada. Jenny desmontó y buscó entre los arbustos como un terrier. Apartaba las ramas del camino y mascullaba cosas que sonaban sospechosamente como las mejores maldiciones de su hermano.

—Al este —declaró por fin y salió de entre los árboles, arañada y sucia. Se sacudió de la falda las hojas muertas y tomó las riendas de su caballo de mis manos entumecidas. No podemos seguirlos en la oscuridad, pero al menos sé en qué dirección ir cuando amanezca.

Hicimos un campamento sencillo. Atamos a los caballos y encendimos una fogata. Admiré la habilidad de Jenny al hacerlo y ella sonrió.

—Cuando éramos pequeños, les pedía a Jamie y a Ian que me enseñaran a hacer cosas, como encender fuego, trepar a los árboles... e incluso despellejar animales. Y seguir huellas. —Volvió a mirar en la dirección tomada por la Guardia.

»No te preocupes, Claire —sonrió y se sentó junto al fuego—. Veinte caballos no pueden ir lejos a través de la maleza, pero dos sí. Supongo que la Guardia seguirá el camino de Eskadale. Podemos atajar por las colinas y encontrarlos cerca de Midmains.

Sus dedos ágiles estiraron el corpiño de su vestido. Contemplé estupefacta cómo separaba los pliegues de la tela y se bajaba la parte superior de la camiseta para dejar al descubierto los pechos. Eran muy grandes y estaban duros y llenos de leche. En mi ignorancia, no había pensado en lo que le sucedía a una madre si se veía privada de su hijo en plena lactancia.

No puedo estar mucho tiempo lejos de la niña —dijo como en respuesta a mis pensamientos. Hizo una mueca y se sujetó un pecho por debajo. De otro modo, explotaré. —Como reacción al tacto, comenzó a salir leche azulada, en poca cantidad, del congestionado pezón. Jenny extrajo un pañuelo grande del bolsillo y se lo colocó debajo del pecho. De la alforja sacó una pequeña taza de peltre y, presionando el borde por debajo del pezón, masajeó el seno suavemente con dos dedos. La leche empezó a salir más deprisa; la aréola de repente se contrajo y un hilillo de leche manó con una fuerza sorprendente.

—¡No sabía que fuera así! —comenté fascinada.

—Ah, sí. La bajada de la leche la inicia el recién nacido al succionar; todo lo que el niño tiene que hacer después es tragar. ¡Ah, ahora me siento mejor! —Cerró los ojos con alivio.

Vació la taza y añadió:

Es una pena desperdiciarla, pero no se puede hacer nada con ella. —Cambió las manos y colocó la taza debajo del otro pecho para repetir el proceso.

¡Qué fastidio, ¿verdad?! —dijo al advertir que la observaba. En realidad, todo lo relacionado con los niños tiene sus inconvenientes y, sin embargo, jamás optamos por no tenerlos.

—No —murmuré—. Tú nunca lo harías.

Me observó a través del fuego con expresión amable y preocupada a la vez.

—Aún no ha llegado tu hora —declaró—. Pero algún día tendrás tus propios hijos.

Solté una risa nerviosa.

—¡Convendría encontrar al padre primero!

Jenny vació la segunda taza y se alisó el vestido.

—Lo encontraremos. Mañana. Tenemos que hacerlo; no puedo permanecer más tiempo lejos de la pequeña Maggie.

—Y cuando los encontremos —pregunté—: ¿qué haremos?

Se encogió de hombros y cogió las mantas enrolladas.

—Eso depende de Jamie y de cuánto los haya provocado para que lo hieran.

Jenny tenía razón; encontramos a la Guardia al día siguiente. Dejamos el campamento al amanecer y nos detuvimos el tiempo necesario para extraer la leche. Jenny parecía capaz de encontrar huellas donde no las había y, sin preguntar, la seguí por una zona tupida de árboles. Era imposible avanzar rápido entre la maleza, pero Jenny me aseguró que nuestra ruta era mucho más directa que la que tendría que seguir la Guardia, limitada forzosamente a los caminos debido al tamaño del grupo.

Dimos con ellos al mediodía. Oí el tintineo de los arneses y los gritos desenfadados que ya había oído en otra ocasión y alargué una mano para detener a Jenny, que en ese momento cabalgaba detrás de mí.

—Hay un vado en el arroyo —me susurró—. Parece que se detuvieron allí para dar de beber a los caballos. —Descabalgó y ató a los dos caballos. Me hizo señas para que la siguiera y se deslizó entre la maleza como una serpiente.

Desde un pequeño saliente que daba al vado podíamos ver a casi todos los hombres de la Guardia. La mayoría había desmontado y charlaban en grupos. Algunos comían sentados en el suelo y otros llevaban a los caballos al agua en grupo de dos o tres. Pero a Jamie no se le veía por ninguna parte.

—¿Crees que lo habrán matado? —murmuré, presa del pánico. Conté a los hombres dos veces para asegurarme de no pasar por alto a ninguno. Había veinte hombres y veintiséis caballos; todos a la vista, al menos hasta donde yo alcanzaba a ver. Pero no había señal de ningún prisionero ni destello solar que delatara ninguna melena rojiza.

—Lo dudo —contestó Jenny—. Pero sólo hay una forma de averiguarlo. —Comenzó a retroceder.

—¿Cómo?

—Preguntando.

El camino se estrechaba a medida que se alejaba del vado y se transformaba en un sendero polvoriento entre densos montes de pinos y alisos. El sendero no era suficientemente ancho, por lo que los hombres de la Guardia tendrían que avanzar en fila india.

Cuando el último se acercó a un recodo del sendero, Jenny Murray se le plantó delante. El caballo se espantó y el jinete tuvo que forcejear para sujetarlo, al tiempo que maldecía. No bien abrió la boca para preguntar indignado qué significaba aquello, cuando salí de un arbusto y le arreé un buen golpe detrás de la oreja con una rama.

Al cogerlo totalmente desprevenido, el hombre perdió el equilibrio cuando el caballo volvió a asustarse, y aterrizó en el sendero. No estaba aturdido; el golpe sólo lo había derribado de la montura. Jenny remedió esta deficiencia con ayuda de una roca de buen tamaño. Cogió las riendas del caballo y, con gesto brusco, dijo:

—¡Vamos! —susurró—. Saquémoslo del camino antes de que adviertan su ausencia.

Y así fue cómo Robert MacDonald, de la Guardia de Glen Elrive, al recobrar la consciencia, se encontró atado a un árbol y encañonado con una pistola por una mujer de ojos de acero, hermana de su otrora prisionero.

—¿Qué habéis hecho con Jamie Fraser?

MacDonald sacudió la cabeza, confundido. Era obvio que la creía producto de su imaginación. Un intento por moverse le convenció de lo contrario y después de dar rienda suelta a las consabidas maldiciones y amenazas, se resignó por fin a la idea de que, para conseguir liberarse, debía decirnos lo que queríamos saber.

—Está muerto —replicó malhumorado. El dedo de Jenny se tensó en el gatillo, amenazador, y el hombre añadió, súbitamente aterrado: ¡Yo no fui! ¡Fue culpa suya!

Con los brazos atados, subieron a Jamie a la grupa del caballo con uno de los hombres de la Guardia. Cabalgaban entre otros dos jinetes y, como se había mostrado dócil, no habían tomado especiales precauciones al vadear el río a quince kilómetros del molino.

El muy tonto se tiró del caballo donde el agua cubría —dijo MacDonald encogiéndose de hombros tanto como se lo permitían sus manos atadas—. Le disparamos. Seguro que le dimos, porque no subió. Pasado el vado, hay unas corrientes muy fuertes y el agua es profunda. Buscamos un poco, pero no encontramos el cuerpo. La corriente debió de arrastrarlo. ¡Ahora, por el amor de Dios, señoras, suéltenme!

Después de que repetidas amenazas de Jenny no consiguieran sonsacar más detalles o cambios en la historia, decidimos aceptarla como cierta. No deseábamos liberar por completo a MacDonald, así que Jenny aflojó la cuerda en sus muñecas para que, con algo de tiempo, pudiera deshacerse de ella. Luego echamos a correr.

—¿Crees que estará muerto? —pregunté jadeando cuando llegamos hasta los caballos atados.

—No. Jamie nada como un pez y lo he visto contener la respiración durante tres minutos seguidos. Vamos. Exploraremos la orilla del río.

Recorrimos la orilla entre tropezones, salpicaduras y arañazos de cara y manos por las ramas de los sauces que bordeaban el río.

Por fin Jenny profirió un grito triunfal. Corrí hacia ella chapoteando, procurando mantener el equilibrio entre las resbaladizas rocas que cubrían el arroyo, poco profundo en aquel sitio.

Sostenía una correa de cuero, aún atada en círculo y manchada de sangre.

—Se la quitó aquí —comentó mientras doblaba la correa en sus manos. Miró hacia la encrucijada de piedras, los pozos profundos y los encrespados rápidos por los que habíamos venido y movió la cabeza.

¿Cómo lo lograste, Jamie? —preguntó en un susurro.

No lejos de la orilla encontramos una zona de hierba aplastada donde evidentemente se había tumbado a descansar. En la corteza de un álamo próximo distinguí una pequeña mancha pardusca.

—Está herido —dije.

—Sí, pero no se detiene —repuso Jenny mientras iba de un lado a otro examinando el terreno.

—¿Eres buena rastreadora? —pregunté esperanzada.

—No soy muy buena cazadora —replicó y se puso en marcha, conmigo pisándole los talones—, pero si no soy capaz de seguir algo del tamaño de Jamie Fraser a través de helechos secos, entonces además de tonta estoy ciega.

Efectivamente, una gran huella de helechos rotos color pardusco subía por la colina y desaparecía en un denso brezal. Dimos vueltas en torno a aquel punto pero no descubrimos ningún rastro más y tampoco nuestros gritos obtuvieron respuesta.

Ya se ha ido —concluyó Jenny. Se sentó en un tronco y se abanicó. Parecía estar muy pálida y es que un secuestro y un grupo de hombres armados no eran ocupación para una mujer que había dado a luz hacía menos de una semana.

—Tienes que regresar, Jenny —dije—. Además, tal vez Jamie vuelva a Lallybroch.

Sacudió la cabeza.

—No, no lo hará. No importa lo que nos dijera MacDonald, no se rendirán tan fácilmente, no con una recompensa a mano. Si no han ido tras él es porque no han podido. Pero enviarán a alguien a la granja para que vigile, por si acaso. No, ése es el único lugar al que no iría. —Se tiró del escote del vestido. Hacía calor y sudaba un poco. Manchas crecientes de leche le oscurecían la pechera.

Siguió mi mirada y asintió.

Sí, tendré que volver pronto. La señora Crook está alimentando a la niña con leche de cabra y agua azucarada. Pero no puede estar sin mí tanto tiempo, ni yo sin ella. De todos modos, odio dejarte sola.

La idea de tener que recorrer sola las tierras altas en busca de un hombre que podría estar en cualquier parte no me agradaba mucho tampoco, pero lo disimulé.

—Me las arreglaré —contesté—. Podría ser peor. Al menos está vivo.

—Cierto. —Alzó la vista hacia el sol, ya bajo sobre el horizonte—. Me quedaré contigo esta noche.

Ya de noche, acurrucadas junto al fuego, no hablamos mucho: Jenny pensando en su hija abandonada y yo en cómo haría para seguir adelante sola, sin conocer la geografía del entorno ni hablar el gaélico.

De repente, Jenny levantó la cabeza y escuchó. Me senté y escuché también, pero no oí nada. Escudriñé los bosques oscuros en la dirección en que miraba Jenny, pero gracias a Dios, no vi ojos brillando en la oscuridad.

Cuando me volví hacia el fuego, Murtagh estaba sentado al otro lado y calentándose las manos tranquilamente. Jenny giró bruscamente la cabeza al oír mi exclamación y, del susto, le dio la risa.

—Os podría haber degollado a ambas antes de que os hubierais dado la vuelta —indicó.

—¿De veras? —Jenny estaba sentada con las rodillas levantadas y dobladas contra el pecho y las manos cerca de los talones. Veloz como un rayo, su mano se deslizó bajo la falda y la hoja de una sgian dhu destelló a la luz de la lumbre.

—No está mal —admitió Murtagh—. ¿La Sassenach es tan buena?

—No —replicó Jenny y volvió a guardar la daga en su media—. Así que convendría que te quedaras con ella. Ian te ha enviado, ¿verdad?

El hombrecillo asintió.

—Ajá. ¿Han encontrado a la Guardia?

Le relatamos lo que habíamos descubierto. Cuando se enteró de que Jamie había escapado, juraría que una ligera contracción asomó a la comisura de sus labios; llamarlo sonrisa habría sido una exageración.

Al cabo de un rato, Jenny se levantó y dobló su manta.

—¿Adónde vas? —pregunté sorprendida.

—A casa. —Señaló a Murtagh. Él estará contigo ahora. Tú ya no me necesitas, pero otros sí.

Murtagh observó el cielo. La luna menguante era apenas visible tras la cortina de nubes y una lluvia suave caía susurrante entre las ramas de los pinos.

—Será mejor por la mañana —sugirió—. Se está levantando viento y nadie se aventurará esta noche.

Jenny negó con la cabeza y siguió acomodándose el cabello debajo del pañuelo.

—Conozco el camino. Y si nadie se aventurará, entonces nadie me molestará, ¿no?

Murtagh suspiró con impaciencia.

—Eres tan terca como la mula de tu hermano, con perdón. No veo razón para precipitarse...; dudo que tu esposo haya conseguido una amante en tan poco tiempo.

—No ves más allá de tus narices, duine, y eso es bien poco —replicó Jenny de malhumor—. Si en tantos años como has vivido aún no has aprendido a dejar de interponerte entre una madre criando y su hijo hambriento, entonces es que careces de suficiente sentido común para cazar perros, cuando menos para encontrar a un hombre entre matorrales.

Murtagh alzó las manos en señal de rendición.

—¡Vaya, al final te saldrás con la tuya! No sabía que estaba tratando de hacer razonar a una hembra salvaje. Seguro que me pegará un mordisco por meterme donde no me llaman.

Jenny se echó a reír.

—Pues no andas muy desencaminado, viejo bribón. —Se inclinó y levantó la pesada montura hasta la rodilla. Cuida bien a mi hermana y avisadme cuando hayáis encontrado a Jamie.

Cuando se volvió para ensillar el caballo, Murtagh agregó:

—A propósito, es probable que te encuentres con una nueva criada en la cocina cuando llegues a tu casa.

Jenny se detuvo y lo miró. Después apoyó la montura en el suelo lentamente.

—¿A quién?

—A la viuda MacNab —replicó Murtagh, con clara intención.

Jenny permaneció quieta un momento. Nada se movía excepto su pañuelo y la capa que se agitaban al viento.

—¿Y por qué? —preguntó por fin.

Murtagh se agachó para recoger la montura. La subió al caballo y ajustó la cincha en un único movimiento que pareció fácil.

—Un incendio —respondió con un último tirón al estribo—. Ten cuidado cuando pases por la pradera alta; las cenizas deben de estar aún calientes.

Juntó las manos para ayudarla a montar pero Jenny lo rechazó; en cambio, cogió las riendas y me hizo señas.

—Acompáñame hasta lo alto de la colina, Claire, por favor.

Lejos del fuego, el aire era frío y denso. Mi falda, humedecida, se me pegaba a las piernas al caminar. Jenny agachaba la cabeza para protegerse del viento, pero podía ver su perfil. Tenía los labios pálidos y rígidos de frío.

—¿MacNab entregó a Jamie a la Guardia? —pregunté después de unos minutos. Jenny asintió despacio.

—Sí. Ian debió de averiguarlo, o alguno de los hombres; no importa cuál.

Era finales de noviembre, ya lejos del día de Guy Fawkes, pero tuve la visión repentina de unas paredes de madera devoradas por las llamas, que brotaban por el techo de paja como lenguas del Espíritu Santo, en tanto las llamas del interior rugían plegarias por los condenados. Y en el interior, la efigie encogida, hecha cenizas en el centro de la chimenea, lista para caer en polvo negro cuando la siguiente ráfaga de viento frío barriera su refugio. «Hay a veces una línea muy estrecha entre justicia y barbarie.»

Jenny clavó en mí una mirada inquisitiva a la que respondí con un movimiento de cabeza. En este caso al menos estábamos juntas del mismo lado de aquella línea sombría y arbitraria.

Nos detuvimos en la cima de la colina. Murtagh no era más que un punto oscuro junto al fuego. Jenny hurgó en el bolsillo lateral de su falda y apretó una pequeña bolsa de piel contra mi palma.

—El dinero de la renta —precisó—. Podríais necesitarlo.

Intenté devolvérselo insistiendo en que Jamie no querría tomar dinero que se necesitara para la propiedad, pero fue inútil. Janet Fraser podría no alcanzar la corpulencia de su hermano, pero en tozudez lo superaba.

Me di por vencida y guardé el dinero entre mis ropas. Ante la insistencia de Jenny, también acepté la pequeña sgian dhu que me ofreció.

—Es de Ian —explicó—, pero tiene otra. Póntela en lo alto de la media y sosténla con la liga. No te la quites nunca, ni siquiera para dormir.

Se interrumpió, como si quisiera decirme algo más. Al parecer así era.

Jamie me dijo —empezó cautelosa— que a veces tú podrías... decirme cosas. Y que si lo hacías, tenía que hacerte caso. ¿Hay... algo que quieras decirme?

Jamie y yo habíamos hablado de la necesidad de preparar a Lallybroch y a sus habitantes para que afrontaran los desastres que acarrearía el Levantamiento. Pero habíamos creído entonces que aún teníamos tiempo. Ahora, sin embargo, sólo contaba con escasos minutos para brindar a esta nueva hermana, tan querida para mí, la información suficiente que pudiera proteger a Lallybroch de la tempestad por venir.

No era la primera vez que me convencía a mí misma de que la profesión de profeta era muy incómoda. Me sentí identificada con Jeremías y sus Lamentaciones; también comprendí por qué Casandra era tan poco popular. De todos modos, no podía hacer nada por evitarlo. En la cumbre de una colina escocesa, de noche, bajo una tormenta de otoño, con el cabello y el vestido flotando al viento, con cierto aire fantasmagórico, volví el rostro al cielo ensombrecido y me apresté a profetizar.

—Siembra patatas —sentencié.

Jenny abrió la boca, sorprendida, pero enseguida la cerró y asintió enérgicamente.

—Patatas. De acuerdo. No las hay más cerca de Edimburgo, pero las mandaré pedir. ¿Cuántas?

—Todas las que puedas. Ahora no se plantan en las tierras altas, pero se plantarán. Es un tubérculo que se conserva mucho tiempo y rinde más que el trigo. Siembra toda la tierra que te sea posible con cultivos que puedan almacenarse. Habrá una fuerte hambruna dentro de dos años. Si tienes tierras o propiedades que no sean productivas, véndelas por oro. Habrá guerra y masacres. Los hombres serán perseguidos, aquí y en todas partes a través de las tierras altas. —Pensé un momento. ¿Hay algún refugio en la casa?

—No; fue construida mucho después de la época del Regente.

—Haz uno entonces, algún sitio seguro donde ocultarse. Espero que Jamie no lo necesite. —Tragué saliva. Pero tal vez otro sí.

—De acuerdo. ¿Eso es todo? —Su rostro se veía firme y concentrado a la luz de la media luna. Bendije a Jamie por haber previsto la necesidad de ponerla sobre aviso y a ella por confiar en su hermano. No me preguntó ni cómo ni por qué, simplemente tomó buena nota de lo que dije y supe que mis precipitadas instrucciones serían seguidas.

—Sí. Al menos todo lo que se me ocurre ahora. —Intenté sonreír, pero el esfuerzo resultó poco convincente, incluso para mí.

El de Jenny fue mejor. Me rozó la mejilla en señal de despedida.

—Que Dios te acompañe, Claire. Volveremos a encontrarnos... cuando traigas a mi hermano de regreso a casa.