35

La prisión de Wentworth

Sir Fletcher Gordon era un hombre bajo y grueso, cuyo chaleco de seda a rayas le quedaba como una segunda piel. De hombros caídos y vientre abultado, parecía un gran jamón sentado en la silla rodante del alcalde de la prisión.

La cabeza calva y el intenso color rosado de su cutis no ayudaban a disipar esta impresión, aunque los jamones no tienen los ojos azules brillantes. Dio vuelta a los papeles de su escritorio con dedo lento y deliberado.

—Sí, aquí está —precisó al cabo de una pausa interminable para leer una página—. Fraser, James. Condenado por homicidio. Sentenciado a la horca. A ver, ¿dónde está la Orden de Ejecución? —Hizo otra pausa mientras ojeaba los papeles como un miope. Hundí los dedos en mi bolso en un esfuerzo por controlarme y mantener el rostro impasible.

»Ah, sí. Fecha de ejecución, 23 de diciembre. Sí, todavía está aquí.

Tragué saliva y aflojé la presión en mi bolso, desgarrada entre la euforia y el pánico. O sea que seguía con vida. Por dos días más. Y estaba cerca, en algún lugar en el mismo edificio que yo. El pensamiento bulló por mis venas con un torrente de adrenalina y me temblaron las manos.

Me incliné hacia delante en la silla de visitantes y traté de ser simpática y conmovedora.

—¿Puedo verlo, Sir Fletcher? Sólo un momento, en caso de que... de que quiera darme un mensaje para su familia, ¿sí?

Haciéndome pasar por una amiga inglesa de la familia Fraser, había logrado un acceso razonablemente fácil a Wentworth y a la oficina de Sir Fletcher, alcalde civil de la prisión. Era peligroso pedir ver a Jamie; al ignorar mi historia inventada, podría delatarme si me veía de pronto sin aviso. Para el caso, yo también podía delatarme. No estaba segura de poder conservar mi precario autocontrol si lo veía. Pero el próximo paso consistía en averiguar dónde estaba. En esta gigantesca madriguera de conejos, la posibilidad de encontrarlo sin ayuda era casi nula.

Sir Fletcher frunció el entrecejo mientras pensaba. Era obvio que esta petición por parte de una simple conocida le suponía un estorbo, pero no era un hombre insensible. Por fin, sacudió la cabeza contra su voluntad.

—No, querida. No, me temo que no puedo permitirlo. Estamos abarrotados en este momento y no contamos con las instalaciones suficientes para admitir entrevistas privadas. Y el hombre se encuentra en... —consultó de nuevo su pila de papeles... en una de las celdas grandes en el lado oeste, con varios otros criminales condenados. Sería en extremo arriesgado que lo visitara allí..., o en cualquier otra parte. El hombre es un prisionero peligroso, entiende. Leo aquí que ha estado encadenado desde que llegó.

Volví a estrujar mi bolso; esta vez para no golpear al hombre.

El alcalde volvió a menear la cabeza y su pecho rollizo subió y bajó con penosa respiración.

No, si fuera usted un familiar directo, quizá... —Levantó la mirada y parpadeó. Apreté los dientes con fuerza, decidida a no revelar nada. Una muestra de agitación era, sin duda, lógica en estas circunstancias.

»Pero tal vez, querida... —Una inspiración pareció sobrecogerlo de repente. Se puso de pie con dificultad y fue hasta una puerta interior, donde un soldado uniformado montaba guardia. Le murmuró algo y éste asintió una vez y desapareció.

Sir Fletcher regresó al escritorio y se detuvo en el camino para tomar una jarra y vasos de un armario. Acepté un vaso de clarete; lo necesitaba. Estábamos a mitad del segundo vaso cuando volvió el vigilante. Entró sin pedir permiso, apoyó una caja de madera en el escritorio junto al codo de Sir Fletcher y se volvió para retirarse otra vez. Sorprendí su mirada deteniéndose en mí y bajé la vista con modestia. Llevaba puesto un vestido que me había prestado una dama de la aldea cercana, amiga de Rupert, y por el aroma que saturaba el vestido y el bolso haciendo juego, concluí cuál era la profesión particular de la dama. Esperaba que el vigilante no hubiera reconocido el atuendo.

Sir Fletcher vació su vaso, lo bajó y se acercó la caja. Se trataba de una caja simple y cuadrada, de madera tosca y con tapa corrediza. Tenía unas letras escritas en tiza en la tapa. Podía leerlas, incluso al revés. Decían: FRAYSER.

Sir Fletcher corrió la tapa, escudriñó el interior un momento y luego cerró la caja y la empujó hacia mí.

—Los efectos personales del prisionero —explicó—. Por lo general, los enviamos después de la ejecución a quien el prisionero haya designado como familiar más próximo. Este hombre, sin embargo... —meneó la cabeza—... se ha negado de plano a decir nada acerca de su familia. Deben de estar distanciados, supongo. Es bastante frecuente, desde luego, pero lamentable dadas las circunstancias. No estoy seguro de si debo pedirle esto, señorita Beauchamp, pero pensé que ya que usted está relacionada con la familia, tal vez podría hacer llegar estos efectos personales a la persona adecuada.

No confiaba en mi voz, de modo que me limité a asentir y hundí la nariz en mi copa de vino.

Sir Fletcher pareció aliviado, ya fuera por haberse deshecho de la caja o por la idea de mi partida inminente. Se reclinó con un ligero resuello y me obsequió con una amplia sonrisa.

Es muy amable por su parte, señorita Beauchamp. Sé que se trata de una tarea dolorosa para una joven de sentimientos. Le aseguro que su gentileza me conmueve.

—N-no es nada —balbuceé. Logré ponerme de pie y tomar la caja. Medía unos veinte centímetros por quince y tenía una profundidad de diez o doce centímetros. Una caja pequeña y ligera para contener los restos de la vida de un hombre.

Sabía qué contenía: tres cordeles de pescar bien enrollados; un corcho con anzuelos pinchados en él; un pedernal y un eslabón; un trozo pequeño de vidrio roto con los bordes romos por el uso; varias piedras pequeñas que parecían interesantes o eran agradables al tacto; una pata seca de topo para prevenir el reumatismo. Una Biblia... ¿o quizá le habrían permitido conservarla? Ojalá así fuera. Un anillo de rubí, si no se lo habían robado. Y una pequeña serpiente tallada en madera de cerezo con el nombre SAWNY garabateado en la parte inferior.

Me detuve en la puerta y me aferré al marco para sostenerme.

Sir Fletcher, que me seguía con cortesía para despedirme, estuvo junto a mí al cabo de unos segundos.

—¡Señorita Beauchamp! ¿Se siente usted mareada, querida? ¡Guardia, una silla!

Gotas de sudor frío se me formaban en las sienes, pero me las ingenié para sonreír y rechacé la silla con un gesto de la mano. Lo único que quería era irme de allí..., necesitaba aire fresco, mucho. Y estar a solas para llorar.

—No, estoy bien —contesté y traté de parecer convincente—. Es sólo que... aquí dentro está muy cerrado. No, estaré perfectamente. De todos modos, mi mozo de cuadra me espera fuera.

Me esforcé por mantenerme erguida y sonreí. De pronto, se me ocurrió algo. Podría no ayudar, pero no perdía nada.

Ah, Sir Fletcher...

Todavía preocupado por mi aspecto, el alcalde era pura galantería y atención.

—¿Sí, querida?

—Estaba pensando... Qué pena para un hombre joven en esta situación estar alejado de su familia. Se me ha ocurrido que tal vez... él deseara escribirles... una carta de reconciliación, ¿quizá? Me complacería entregársela a... a su madre.

—Es usted de lo más considerada, querida. —Sir Fletcher había rejuvenecido ahora que parecía que después de todo no iba a desplomarme sobre su alfombra . Desde luego. Me encargaré de ello. ¿Dónde se aloja, querida? Si hay alguna carta, se la enviaré.

—Bueno. —La sonrisa me estaba saliendo bastante mejor, aunque la sentía pegada a la cara. En este momento, no estoy segura. Tengo varios parientes y amistades en el pueblo entre quienes me temo que me veré forzada a turnarme para hospedarme. Para que nadie se ofenda, entiende. —Logré soltar una risita. Así que si no es ningún inconveniente, mi mozo de cuadra podría venir a recoger la carta.

—Por supuesto. Por supuesto. Eso será excelente, querida. ¡Excelente!

Y con una rápida mirada hacia atrás a la jarra de vino, me tomó del brazo y me escoltó hasta los portones.

—¿Se siente mejor, muchacha? —Rupert me apartó algunos mechones de la cara para mirarme. Tiene el aspecto de haberse empachado de cerdo. Vamos, beba un poco más.

Sacudí la cabeza hacia la cantimplora con whisky. Me senté derecha y enjugué el paño húmedo que Rupert me había pasado por el rostro.

—Ya estoy bien. —Acompañada por Murtagh, disfrazado de mozo de cuadra, apenas habíamos perdido de vista la prisión cuando me caí del caballo y vomité en la nieve. Permanecí allí llorando, con la caja de Jamie apretada contra el pecho, hasta que Murtagh me levantó, me obligó a montar y me condujo a la pequeña posada en el pueblo de Wentworth donde Rupert había hallado alojamiento. Estábamos en un cuarto superior, desde donde la mole de la prisión apenas se divisaba en la oscuridad creciente.

—¿El muchacho está muerto, entonces? —El rostro ancho de Rupert, ensombrecido a medias por la barba, era serio y amable, sin nada de su habitual bufonería.

Moví la cabeza y respiré hondo.

—Todavía no.

Después de escuchar mi historia, Rupert se paseó despacio alrededor de la habitación. Sacaba y metía los labios mientras reflexionaba. Murtagh estaba sentado quieto y como siempre, sus facciones no delataban la menor agitación. Habría sido un estupendo jugador de póquer, pensé.

Rupert volvió y se dejó caer en la cama junto a mí con un suspiro.

—Bueno, aún vive y eso es lo más importante. Pero no se me ocurre qué más podemos hacer. No hay forma de entrar en ese lugar.

—Sí la hay —intervino Murtagh de pronto—. Gracias a la idea de la carta que tuvo la muchacha.

—Mmmfm. Pero sólo un hombre. Y nada más que hasta la oficina del alcalde. Pero sí, por ahí se puede empezar. —Rupert extrajo su puñal y se rascó distraídamente la barba con la punta. Es un sitio demasiado grande para registrar.

—Sé dónde está —precisé. Me sentía mejor trazando un plan y sabiendo que mis compañeros no se darían por vencidos por más imposible que pareciera la misión. Al menos sé en qué ala se encuentra.

—¿Sí? Mmm. —Rupert guardó la daga y se incorporó para seguir paseándose. Se detuvo y preguntó: ¿Cuánto dinero tiene, muchacha?

Hurgué en el bolsillo de mi vestido. Tenía el monedero de Dougal, el dinero que Jenny había insistido en que aceptara y mi collar de perlas. Rupert rechazó las perlas pero tomó el monedero y vertió las monedas en la palma de su mano ancha.

Esto servirá —afirmó mientras las hacía tintinear. Miró a los mellizos Coulter . Vosotros dos y Willie... venid conmigo. John y Murtagh se quedarán aquí con la muchacha.

—¿Adónde van? —inquirí.

Dejó caer las monedas en su morral, pero retuvo una que arrojó al aire con expresión meditativa.

—Mmm —repitió con vaguedad—. Hay otra posada al otro lado de la aldea. Los guardias de la prisión van allí cuando están fuera de servicio. Les queda más cerca y lo tragos son un penique más baratos. —Lanzó otra vez la moneda al aire con el pulgar, giró la mano y la atrapó entre dos nudillos.

Lo observé y empecé a comprender su intención.

—¿De veras? —dije—. ¿Y también se juega a las cartas?

—No lo sé, jovencita, no lo sé —repuso Rupert. Echó la moneda por tercera vez, juntó las manos al atraparla y luego las abrió para demostrar que no había nada allí excepto aire. Sonrió y sus dientes blancos resaltaron contra la barba negra.

Pero podríamos ir y ver, ¿no? —Chasqueó los dedos y la moneda reapareció entre ellos.

Poco después de la una de la tarde siguiente, pasé de nuevo debajo de los rastrillos con púas que habían custodiado los portones de Wentworth desde su construcción a finales del siglo dieciséis. Habían perdido muy poco de su aspecto amenazador en los doscientos años siguientes y toqué la daga en mi bolsillo para infundirme va­lor.

Sir Fletcher debía de estar comiendo, según la información que Rupert y sus espías ayudantes habían sonsacado a los guardias de la prisión la noche anterior mientras se dejaban desplumar en la taberna. Habían regresado antes del amanecer, tambaleantes, con los ojos enrojecidos y un olor a cerveza que apestaba. Por toda respuesta a mis preguntas, Rupert dijo: «Así es, muchacha, todo lo que hace falta para ganar es suerte. ¡Pero para perder hay que tener habilidad!» Luego se acurrucó en un rincón y se durmió. Yo continué paseándome por el cuarto con aire frustrado, como lo había estado haciendo toda la noche.

Despertó una hora más tarde, con los ojos y la mente despejados, y expuso los rudimentos del plan que yo estaba a punto de ejecutar.

—Sir Fletcher no deja que nada ni nadie le estropee las comidas —explicó—. Cualquiera que lo desee en esos momentos tiene que esperar hasta que haya terminado de comer y beber. Y después de la comida, acostumbra a retirarse a sus habitaciones a descansar.

Murtagh, representando a mi mozo de cuadra, había llegado un cuarto de hora antes y entrado sin problemas. Presumiblemente, lo harían pasar a la oficina de Sir Fletcher y le pedirían que aguardara. Mientras tanto, debía registrar la oficina, primero para tratar de encontrar un plano del ala oeste y después, si era posible, las llaves que abrieran las celdas.

Me eché un poco hacia atrás y contemplé el cielo para calcular la hora. Si llegaba antes de que el alcalde se sentara a la mesa, podría ser invitada a compartir su comida, lo cual sería en extremo inconveniente. Pero los guardias compañeros de cartas de Rupert le habían asegurado que los hábitos del alcalde eran invariables. La campana para comer sonaba a la una en punto y la sopa se servía cinco minutos después.

El soldado de guardia en la entrada era el mismo del día anterior. Pareció sorprendido, pero me saludó con cortesía.

—¡Qué fastidio! —exclamé—. Quería que mi mozo de cuadra trajera un pequeño obsequio para Sir Fletcher en retribución por su amabilidad para conmigo ayer. Pero me he dado cuenta de que el muy tonto se ha marchado sin él, así que lo he seguido con la esperanza de alcanzarlo. ¿Ha llegado ya? —Enseñé el pequeño paquete que llevaba y sonreí. Pensé que unos hoyuelos habrían ayudado. Como no los tenía, me contenté con una brillante exhibición de dientes.

Por lo visto, fue suficiente. Fui admitida y guiada a través de los pasillos de la prisión hacia la oficina del alcalde. Si bien esta parte del castillo estaba decorada decentemente, el lugar no podía dejar de ser una prisión. Había allí un olor particular, que imaginé como el olor de la miseria y el miedo, aunque supuse que en realidad obedecía a la suciedad de años y a la falta de tuberías de desagüe. El guardia me permitió que lo precediera por el corredor y me siguió a una distancia prudente para no tropezar con mi capa. Fue una suerte que así lo hiciera, puesto que di la vuelta hacia la oficina de Sir Fletcher unos centímetros delante de él, justo a tiempo para ver a Murtagh a través de la puerta abierta. Estaba arrastrando la figura inconsciente del guardia de la oficina detrás del inmenso escritorio.

Di un paso atrás y dejé caer mi paquete al suelo. Se sintió el ruido de vidrio al hacerse añicos y el aire se llenó del aroma sofocante del coñac de durazno.

—¡Oh, cielos! —gemí—. ¿Qué he hecho?

Mientras el guardia llamaba a un prisionero para que limpiara, murmuré algo con tacto acerca de esperar a Sir Fletcher en su oficina privada. Me deslicé dentro y me apresuré a cerrar la puerta a mis espaldas.

¿Qué demonios ha hecho? —increpé a Murtagh. Estaba registrando el cuerpo tendido y levantó la vista, indiferente al tono de mi voz.

—El señor Fletcher no guarda las llaves en su oficina —me informó en voz baja—. Pero este hombre tiene un juego. —Extrajo el aro inmenso del saco del soldado y cuidó que las llaves no tintinearan.

Caí de rodillas junto a él.

—¡Magnífico! —exclamé. Eché una mirada al soldado postrado. Al menos respiraba. ¿Y qué hay del plano de la prisión?

Murtagh meneó la cabeza.

—Tampoco. Pero mi amigo aquí tumbado me contó algo mientras esperábamos. Las celdas de los condenados están en este mismo piso, en el centro del corredor oeste. Pero hay tres celdas y no pude preguntarle más..., ya sospechaba bastante.

—Es suficiente... espero. De acuerdo, déme las llaves y salga de aquí.

—¿Yo? Es usted la que debería largarse, muchacha, y pronto. —Se volvió hacia la puerta, pero no hubo ningún sonido del otro lado.

—No, debo quedarme —insistí y alargué una mano hacia las llaves—. Escuche —agregué con impaciencia—. Si le encuentran vagando por la prisión con un manojo de llaves y al guardia aquí tirado, ambos estaremos perdidos, porque yo debería haber gritado para pedir ayuda. —Le arrebaté las llaves y las metí en mi bolsillo con dificultad.

Murtagh no estaba del todo convencido, pero se puso de pie.

—¿Y si la atrapan? —inquirió.

—Me desmayaré —expliqué—. Y cuando despierte, por fin, diré que vi a usted al parecer asesinando al guardia y huí aterrada, sin saber adónde iba. Y que me perdí buscando ayuda.

Asintió despacio.

—Bueno, de acuerdo. —Se movió hacia la puerta, luego se detuvo—. ¿Pero por qué yo...? Ah. —Atravesó la habitación con rapidez. Fue hasta el escritorio y abrió un cajón tras otro, revolviendo el interior con una mano y arrojando cosas al suelo con la otra.

»Robo —explicó y regresó a la puerta. La entreabrió y atisbó fuera.

—Si fue por robo, ¿no debería llevarse algo? —sugerí y busqué algo pequeño y portátil. Recogí una caja de rapé esmaltada. ¿Esto, tal vez?

Hizo un gesto impaciente para que la bajara de nuevo sin dejar de mirar por la puerta entreabierta.

—¡No, muchacha! Si me encuentran con alguna propiedad de Sir Fletcher me enviarán a la horca. La tentativa de robo, en cambio, se castiga con azotes o mutilación.

—Ah. —Me apresuré a bajar la caja de rapé y me detuvé detrás de él para escudriñar por encima del hombro. El pasillo parecía vacío.

—Yo iré primero —precisó—. Si me encuentro con alguien, me desharé de él. Cuente hasta treinta y después salga. Nos reuniremos en el bosquecillo al norte. —Abrió la puerta, luego hizo una pausa y se volvió.

Si la cogen, no olvide arrojar las llaves. —Antes de que yo pudiera responder, se había escurrido fuera como una anguila y se deslizaba por el pasillo tan silencioso como una sombra.

Me pareció una eternidad hasta que encontré el ala oeste. Me moví con sigilo a través de los corredores del viejo castillo, aceché por las esquinas y me oculté tras las columnas. Sólo vi a un guardia durante el recorrido y logré esquivarlo. Retrocedí de un salto hacia un rincón y me quedé pegada a la pared, con el corazón en un puño, hasta que pasó.

Una vez que encontré el ala oeste no tuve duda de que había llegado al lugar indicado. Había tres puertas grandes en el pasillo, cada una con una diminuta ventana enrejada que apenas dejaba ver un rincón de la celda.

—Do, re, mi... —mascullé por lo bajo y me encaminé hacia la celda central. Las llaves no estaban identificadas, pero eran de distintos tamaños. Sin lugar a dudas, era la tercera. Contuve el aliento cuando sentí el clic, me enjugué las manos sudadas en la falda y empujé la puerta.

Busqué, desesperada, entre la masa pestilente de hombres. Tropecé con pies y piernas extendidos y me abrí paso entre los cuerpos pesados que se apartaban de mi camino con una indolencia exasperante. La conmoción provocada por mi abrupta entrada se había extendido. Los que dormían en el suelo mugriento comenzaron a sentarse, despertados por el creciente murmullo de estupor. Algunos estaban maniatados a las paredes; al moverse, las cadenas rechinaron y traquetearon en la penumbra. Agarré a uno de los que estaba de pie, un miembro de un clan, de barba oscura y con un tartán raído amarillo y verde. Los huesos del brazo que sujeté los sentí tan cerca de la piel que me asustó. Los ingleses no malgastaban comida extra en sus prisioneros.

—¡James Fraser! ¡Un hombre grande y pelirrojo! ¿Está en esta celda? ¿Dónde está?

El hombre enfilaba hacia la puerta con los otros que no estaban encadenados, pero se detuvo un momento para observarme. Los prisioneros ya atravesaban la puerta abierta en un torrente lento mientras se miraban y murmuraban entre sí.

—¿Quién? ¿Fraser? Ah, se lo han llevado esta mañana. —El hombre se encogió de hombros y empujó mis manos para tratar de soltarse.

Lo agarré del cinturón con tanta fuerza que frenó en seco.

—¿Adónde se lo han llevado? ¿Y quién?

—No lo sé. Pero fue el capitán Randall..., ese animal. —Se liberó de un tirón y se dirigió hacia la puerta con un andar producto de una voluntad largamente alimentada.

Randall. Me quedé paralizada un instante, empujada por los hombres que escapaban, sordos a los gritos de los encadenados. Por fin, salí de mi estupor y traté de pensar. Geordie había vigilado el castillo desde el amanecer. Nadie había salido por la mañana excepto un pequeño grupo de la cocina en busca de provisiones. De modo que aún estaban aquí, en alguna parte.

Randall era un capitán. Sin duda, ostentaba el rango más alto en la guarnición de la prisión, salvo el propio Sir Fletcher. O sea que podía exigir que se le proveyera de un lugar adecuado dentro del castillo en donde torturar a un prisionero a su gusto.

Porque era tortura. Aun cuando la horca fuera el destino final, el hombre que yo había visto en el Fuerte William era un gato por naturaleza. No podía resistir la ocasión de jugar con este ratón en especial, tanto como no podía alterar su altura ni el color de sus ojos.

Respiré profundamente y descarté todo pensamiento de lo que podría haber ocurrido desde esa mañana. Me abalancé hacia la puerta y me llevé por delante a un casaca roja inglés que entraba en ese momento. El hombre se tambaleó hacia atrás y trató de mantener el equilibrio. Yo, por mi parte, me estrellé con fuerza contra la jamba de la puerta y me golpeé el lado izquierdo y la cabeza. Me agarré de la puerta para no caer y en medio del zumbido en mis oídos resonaron ecos de la voz de Rupert: «¡Si cuenta con un momento de sorpresa a su favor, muchacha, utilícelo!»

Era discutible, pensé aturdida, quién estaba más sorprendido. Me llevé una mano deprisa al bolsillo que tenía la daga y maldije mi estupidez por no haber entrado en la celda con el puñal ya en la mano.

El soldado inglés había recuperado ya el equilibrio y me miraba boquiabierto. Sentí que se me escapaba mi valioso momento de sorpresa. Abandoné el bolsillo evasivo, me agaché y extraje la daga de mi media en un movimiento que continuó hacia arriba con toda la energía que logré reunir. La punta del cuchillo se hundió debajo de la barbilla del soldado en el momento en que se llevaba una mano al cinto. Las manos se elevaron a mitad de camino hacia la garganta y luego, con expresión desconcertada, el hombre retrocedió bamboleante contra la pared y resbaló por ella a cámara lenta mientras la vida se le escurría del cuerpo. Al igual que yo, había venido a investigar sin molestarse en sacar el arma primero y ese pequeño descuido le acababa de costar la vida. La gracia de Dios me había salvado a mí de ese error; no podía darme el lujo de cometer otro. Sentía frío y no bajé la vista cuando pasé por encima del cuerpo convulso.

Me apresuré en regresar por donde había venido, hasta el recodo junto a las escaleras. Ahí había un lugar en la pared donde estaría oculta a la vista desde ambas direcciones. Me apoyé en la pared. Temblaba y sentía náuseas.

Me enjugué las manos sudadas en la falda y extraje el puñal del bolsillo oculto. Ahora era mi única arma. No había tenido tiempo ni estómago para recuperar la otra daga. Quizás había sido mejor así, pensé mientras me frotaba los dedos en el corpiño. La herida no había sangrado casi nada y me estremecía imaginar el chorro de sangre que habría brotado si hubiera intentado sacar el cuchillo.

Con la daga segura en una mano, atisbé el pasillo con cautela. Los prisioneros que había liberado por error habían ido hacia la izquierda. No tenía ni idea de qué pensaban hacer, pero mantendrían ocupados a los ingleses, eso sin duda. Y si bien escoger una u otra dirección para mi búsqueda daba lo mismo, tenía lógica alejarse de cualquier posible alboroto.

La luz de las ventanas altas y estrechas caía oblicua a mis espaldas. O sea que éste era el lado oeste del castillo. No debía perder la orientación; Rupert me esperaría cerca del portón sur.

Escaleras. Hice trabajar a mi mente obnubilada a ver si, por deducción lógica, conseguía localizar el sitio que buscaba. Si alguien pretendía torturar a alguien, elegiría lógicamente un lugar privado y a prueba de ruidos. Ambas consideraciones señalaban a un calabozo aislado como el sitio más probable. Y por lo general, los calabozos en castillos como éste quedaban en el sótano, donde toneladas de tierra amortiguaban los gritos y la oscuridad ocultaba toda crueldad de los ojos de los responsables.

La pared se redondeaba en una curva al final del pasillo. Había llegado a una de las cuatro torres... y las torres tenían escaleras.

La escalera de caracol se desplegaba alrededor de otra curva. Los escalones cuneiformes se precipitaban hacia abajo en tramos vertiginosos que engañaban la vista y torcían los tobillos. La zambullida de la luz relativa del corredor a la oscuridad del pozo de la escalera hacía difícil juzgar la distancia de un escalón a otro. Resbalé varias veces, me raspé los nudillos y me pelé las manos al agarrarme a los pétreos muros.

La escalera tenía una ventaja. Desde una ventana estrecha que impedía que el pozo se sumiera en una negrura total, podía ver el patio principal. Al menos me permitía orientarme. Un pequeño grupo de soldados estaba formado en nítidas hileras rojas para someterse a una inspección, pero no, por lo visto, para presenciar el castigo sumario de un rebelde escocés. Había una horca en el patio, negra y amenazante, pero vacía. Al verla, sentí como si me dieran un puñetazo en el estómago. Mañana por la mañana. Me precipité ruidosamente por la escalera, indiferente a los codos raspados y a los tropezones.

Llegué al final entre un susurro de faldas y me detuve a escuchar. Reinaba un silencio de muerte, pero al menos esta parte del castillo se utilizaba. Las antorchas en los candelabros de pared teñían los bloques de granito con trémulas sombras rojizas. Cada una se desvanecía en la oscuridad hasta que la sombra de la antorcha siguiente saltaba a la luz. El humo pendía en remolinos grises a lo largo del techo abovedado del pasillo.

Había una sola dirección que tomar desde aquí. La seguí con la daga empuñada y lista. Era espeluznante atravesar este corredor. Había visto calabozos similares antes, cuando visité castillos históricos con Frank. Pero entonces, los enormes bloques de granito habían perdido su aspecto amenazante con el resplandor de tubos fluorescentes colgados de los arcos del techo cavernoso. Recordaba que incluso en esa época, los pequeños y húmedos recintos, fuera de uso desde hacía más de un siglo, me daban escalofríos. Mientras contemplaba los vestigios de métodos antiguos y horribles, las puertas gruesas y los grillos oxidados en las paredes, había creído poder imaginar los tormentos de los encarcelados en aquellas celdas espantosas. Ahora, mi ingenuidad me hacía reír. Como decía Dougal, existían ciertas cosas que la imaginación simplemente no podía igualar.

Caminé de puntillas junto a puertas cerradas de ocho centímetros de espesor; lo bastante gruesas para sofocar cualquier ruido desde el interior. Me agaché para ver si se filtraba luz por debajo de cada puerta. Era probable que dejaran pudrirse a los prisioneros en la oscuridad, pero Randall necesitaría ver lo que hacía. El suelo estaba pegajoso por la suciedad de años y cubierto por una capa gruesa de polvo. Al parecer, esta sección de la prisión no se empleaba actualmente. Pero las antorchas demostraban que había alguien aquí abajo.

Hallé la luz que buscaba en la cuarta puerta en el pasillo. Escuché, arrodillada, con el oído pegado a la puerta. Pero no oí nada excepto el débil crepitar de una lumbre.

La puerta no tenía llave. La entreabrí y espié con cautela. Jamie estaba allí, sentado en el suelo contra la pared, hecho un ovillo con la cabeza entre las rodillas. Y solo.

El cuarto era pequeño, pero estaba bien iluminado con una fogata de aspecto bastante agradable en la que ardían unos troncos de madera de cerezo. Para un calabozo, era bastante acogedor. Las lajas del suelo estaban limpias a medias y una cama de campaña se extendía contra la pared. También había dos sillas y una mesa con varios objetos, incluyendo una jarra de peltre grande y dos copas. Era una imagen increíble, después de las visiones de muros chorreantes y ratas escurridizas. Tal vez los oficiales de la guarnición habían equipado este recinto como un refugio donde recibir a la compañía femenina que pudieran inducir a visitarlos. Tenía la ventaja de poseer la intimidad de la que carecían las barracas.

—¡Jamie! —exclamé en voz baja. No levantó la cabeza ni respondió. Sentí una punzada de temor. Hice una pausa para cerrar la puerta detrás de mí y crucé con rapidez hacia él. Le toqué el hombro. ¡Jamie!

Entonces alzó la cabeza. Su rostro estaba blanco como el de un cadáver, sin afeitar y brillante por un sudor frío que había empapado el cabello y la camisa. La habitación apestaba a miedo y vómito.

—¡Claire! —pronunció con voz ronca entre labios agrietados por la sequedad—. ¿Cómo has podido...? Debes irte de aquí enseguida. Regresará pronto.

—No seas ridículo. —Evalué la situación con tanta premura como pude y con la esperanza de que la concentración en esa tarea disminuyera la sensación asfixiante y ayudara a aflojar el puño que me oprimía el estómago.

Estaba encadenado de un tobillo a la pared, pero nada más. Sin embargo, era evidente que lo habían atado con el rollo de soga que yacía junto a los objetos de la mesa. Tenía despellejadas las muñecas y los codos.

Su estado me desconcertaba. Estaba aturdido y cada línea de su cuerpo denotaba dolor, pero no se veía ningún daño serio. No había sangre ni heridas visibles. Me puse de rodillas y comencé metódicamente a probar las llaves en el grillete que aprisionaba el tobillo.

—¿Qué te ha hecho? —inquirí sin levantar la voz por miedo a que regresara Randall.

Jamie se balanceó, sentado donde estaba, con los ojos cerrados y cubierto de sudor. Estaba a punto de desmayarse, pero abrió los ojos un momento al oír mi voz. Se movió con un cuidado exquisito y utilizó la mano izquierda para levantar el objeto que había estado sosteniendo en su regazo. Era su mano derecha, casi irreconocible. Hinchada grotescamente, era ahora una bolsa inflamada, manchada de rojo y púrpura y con los dedos colgando en ángulos increíbles. Un fragmento de hueso asomaba a través de la piel desgarrada del dedo medio y una línea de sangre ensuciaba los nudillos hinchados y defor­mes.

La mano humana es una delicada maravilla de ingeniería, un sistema intrincado de articulaciones y poleas, asistido y controlado por una red de millones de nervios diminutos y exquisitamente sensibles al tacto. Un único dedo roto es suficiente para hacer caer de rodillas a un hombre fuerte con un dolor nauseabundo.

—El pago —explicó Jamie—, por su nariz... con intereses.

Contemplé la mano un instante y luego declaré con una voz que no reconocí como mía:

Lo mataré por esto.

La boca de Jamie se torció ligeramente cuando un destello de humor se impuso sobre la máscara de dolor y aturdimiento.

—Yo te aguantaré la capa, Sassenach —susurró. Cerró los ojos otra vez y se derrumbó contra la pared, demasiado débil para seguir protestando por mi presencia.

Retomé mi trabajo con el grillete y me alegró comprobar que ya no me temblaban las manos. El miedo se había desvanecido, reemplazado por una ira gloriosa.

Ya había probado dos veces con cada una de las llaves y seguía sin encontrar la que abriera la cerradura. Las manos me empezaban a sudar y las llaves se resbalaban entre mis dedos como peces cuando me dispuse a intentarlo con las menos probables. Mis maldiciones por lo bajo arrancaron a Jamie de su estupor y se inclinó con lentitud para mirar lo que estaba haciendo.

—No necesitas encontrar la llave —murmuró y apoyó un hombro en la pared para mantenerse erguido—. Si hay alguna que encaje en el hueco de la cerradura, puedes hacerla saltar con un buen golpe.

—¿Has visto antes este tipo de cerradura? —Quería hacerle hablar para mantenerlo despierto. Tendría que caminar si queríamos salir de allí.

—Sí. Cuando me trajeron aquí, me encadenaron en una celda grande con muchos otros prisioneros. Un muchacho llamado Reilly estaba encadenado junto a mí. Era de Leinster..., dijo que había estado en casi todas las mazmorras de Irlanda y había decidido probar en Escocia para cambiar de ambiente. —Jamie hacía esfuerzos por hablar. Él también se daba cuenta de que tenía que despejarse. Logró esbozar una sonrisa tenue . Me contó bastante acerca de cerraduras y cosas por el estilo y me indicó cómo habríamos podido romper las que teníamos si hubiéramos contado con un trozo de metal recto.

—Dime, entonces. —El esfuerzo le hacía sudar mucho, pero se le veía alerta. Concentrarse en el problema de la cerradura parecía ayudar.

Siguiendo sus instrucciones, hallé una llave adecuada y la introduje tanto como me fue posible. Según Reilly, un golpe seco en el extremo de la llave enviaría el otro extremo con fuerza contra las guardas y las haría saltar. Registré a mi alrededor en busca de un instrumento apropiado para golpear.

—Usa el mazo que hay encima de la mesa, Sassenach —sugirió Jamie. Lo miré, sorprendida por la amargura de su voz, y me volví hacia la mesa, donde yacía un mazo de madera mediano con el mango envuelto en cordel alquitranado.

—¿Eso fue con lo que...? —comencé, horrorizada.

—Sí. Sujeta el grillete contra la pared antes de golpearlo.

Cogí el mango con cuidado y levanté el mazo. Era incómodo poner bien el grillete de hierro de modo que un lado quedara inmovilizado por la pared. Esto requería que Jamie cruzara la pierna encadenada por debajo de la otra y presionara la rodilla contra la pared.

Mis primeros dos golpes fueron demasiado débiles y timoratos. Reuní todo el aplomo de que fui capaz y dejé caer el mazo sobre la llave tan fuerte como pude. El mazo resbaló y propinó un golpe indirecto pero enérgico al tobillo de Jamie. Con el sobresalto, perdió su precario equilibrio y cayó, pero antes extendió instintivamente la mano derecha para salvarse. Profirió un gemido inhumano cuando su brazo derecho se estrujó bajo su peso y el hombro golpeó el suelo.

—Maldición —mascullé, agotada. Jamie se había desmayado, pero no podía culparlo, desde luego. Aproveché su momentánea inmovilidad y giré su tobillo de manera que el grillete quedara asegurado. Golpeé la llave con gran empeño, pero sin resultado. Estaba despotricando mentalmente contra los cerrajeros irlandeses cuando la puerta junto a mí se abrió de pronto.

La cara de Randall, como la de Frank, rara vez delataba sus pensamientos. Antes bien, reflejaba una expresión serena e impenetrable. En ese momento, sin embargo, la habitual compostura del capitán lo había abandonado. Estaba en la puerta con la boca abierta y un semblante bastante similar al del hombre que lo acompañaba. Grandote y de uniforme sucio y andrajoso, el asistente tenía la frente ancha, nariz chata y labios prominentes y fláccidos, propios de algunos retrasados mentales. Su expresión no se alteró mientras acechaba por encima del hombro de Randall, al parecer indiferente a mí y al hombre inconsciente en el suelo.

El capitán se rehizo, entró en el cuarto y se agachó para observar el grillete alrededor del tobillo de Jamie.

—Veo que has estado dañando la propiedad de la Corona, muchacha. Es un delito penado por la ley, ¿sabes? Y ni qué hablar de intentar ayudar a escapar a un prisionero peligroso. —Sus pálidos ojos grises chispeaban divertidos . Tendremos que arreglar algo adecuado para ti. Mientras tanto... —Me enderezó de un tirón y me puso los brazos a la espalda. Enrolló el mango del látigo alrededor de mis muñecas.

Forcejear era del todo inútil, pero le pisé los pies con todas mis fuerzas nada más que para desahogar mi frustración.

¡Ay! —Me dio un violento empellón. Mis piernas golpearon la cama y caí con la mitad del cuerpo sobre las ásperas mantas. Randall me observó con satisfacción sombría y se limpió la punta de la bota con un pañuelo de hilo. Le clavé una mirada enfurecida y rió.

»No eres cobarde, debo reconocerlo. De hecho, él y tú hacéis una buena pareja. —Asintió hacia Jamie, que comenzaba a agitarse un poco. Y no puedo hacerte un mejor cumplido. —Se pasó un dedo con cuidado por la garganta, donde un cardenal oscuro se entreveía por el cuello desprendido de la camisa. Trató de matarme, con una mano, cuando lo desaté. Y casi lo logró. Una pena no haberme dado cuenta de que era zurdo.

—Qué desconsiderado por su parte, ¿verdad? —manifesté.

—Ajá —convino Randall con un movimiento de cabeza—. Supongo que tú no serías tan descortés, ¿verdad? De todos modos, por si acaso... —Se volvió hacia el sirviente corpulento que seguía en la puerta con los hombros hundidos, esperando órdenes.

Marley —llamó—, ven aquí y registra a esta mujer para ver si tiene algún arma. —Observó divertido mientras el hombre me palpaba con torpeza y finalmente descubría mi daga.

»¿No te gusta Marley? —me preguntó al ver cómo trataba de esquivar los dedos gruesos que me tocaban demasiado íntimamente—. Es una lástima. Estoy seguro de que tú le gustas a él.

»El pobre Marley no tiene mucha suerte con las mujeres —prosiguió el capitán con un brillo malicioso en los ojos—. ¿No es cierto, Marley? Ni siquiera las prostitutas lo quieren. —Me clavó una mirada conspiradora y sonrió con ferocidad. Demasiado grande, dicen. —Enarcó una ceja. Lo cual es una opinión de peso, proviniendo de una puta, ¿no? —Alzó la otra ceja. El mensaje era bien claro.

Marley, que había comenzado a jadear durante la palpación, se detuvo y se enjugó un hilo de saliva que le colgaba de la boca. Me aparté tanto como pude, asqueada.

Randall me observó y comentó:

Imagino que a Marley le gustaría agasajarte privadamente en sus habitaciones, en cuanto hayamos concluido nuestra conversación. Por supuesto, es probable que más tarde decida compartir su buena fortuna con sus amigos, pero eso depende de él.

—¿Cómo, usted no desea mirar? —aventuré con sarcasmo.

Randall rió, verdaderamente divertido.

—Puede que tenga lo que se denomina «gustos antinaturales», como supongo que ya sabes. Pero reconóceme ciertos principios estéticos. —Contempló al inmenso ordenanza, desgarbado dentro de sus ropas mugrientas y con el vientre que se proyectaba sobre el cinto. Los labios fláccidos y protuberantes mascaban y mascullaban sin cesar como buscando algo de comida y los dedos cortos y gruesos se movían nerviosos en la entrepierna de los calzones manchados. Randall se estremeció con delicadeza.

»No, eres una mujer muy bonita —afirmó—. Aunque de lengua afilada. Verte con Marley..., no, no creo que desee hacerlo. Al margen de su aspecto, los hábitos personales de Marley dejan mucho que desear.

—Los de usted también —sentencié.

—Es posible. En todo caso, dentro de poco, ya no te molestarán más. —Se interrumpió y me miró. Todavía me gustaría saber quién eres, sabes. Una jacobita, no hay duda, ¿pero de quién? ¿De Marischal? ¿De Seaforth? Es más probable que de Lovat, ya que estás con los Fraser. —Randall dio un puntapié suave a Jamie, pero sin consecuencias. Su pecho subía y bajaba con regularidad y supuse que había pasado de la inconsciencia al sueño. Las manchas bajo sus ojos evidenciaban una gran falta de sueño.

»Incluso he oído decir que eres una bruja —continuó el capitán. Su tono era ligero, pero me observaba con atención, como si de pronto pudiera convertirme en una lechuza y huir aleteando. Hubo problemas en Cranesmuir, ¿verdad? ¿Una muerte? Pero seguro que no fueron sino tontas supersticiones.

Me escudriñó con aire especulativo.

Podría aceptar hacer un trato contigo —admitió bruscamente. Se reclinó, sentado a medias en la mesa, invitándome.

Reí con cinismo.

—En este momento, no estoy en condiciones de negociar ni tengo ánimo para hacerlo. ¿Qué puede ofrecerme?

Randall se volvió hacia Marley. El idiota tenía los ojos clavados en mí y barbullaba por lo bajo.

—Una alternativa, por lo menos. Cuéntame... y convénceme de... quién eres y quién te envió a Escocia. Qué estás haciendo y qué información has transmitido y a quién. Dime eso y te llevaré con Sir Fletcher en vez de entregarte a Marley. —Mantuve la vista apartada de Marley. Había visto las raíces podridas de los dientes y las encías pustulantes y la idea de que me besara, ni qué decir de que me... Reprimí el pensamiento. Randall tenía razón. No era cobarde, pero tampoco tonta.

—No puede llevarme con Sir Fletcher y lo sabe tan bien como yo —repliqué—. ¿Llevarme ante él y arriesgarse a que le cuente esto? —Mis ojos abarcaron el recinto equipado, el fuego acogedor, la cama en la que estaba sentada y Jamie tirado a mis pies. Cualesquiera que sean los defectos de Sir Fletcher, imagino que no toleraría, oficialmente, que sus oficiales torturaran a los prisioneros. Hasta el ejército inglés debe tener algunas reglas.

Randall enarcó ambas cejas.

—¿Tortura? Ah, eso. —Hizo un gesto negligente en dirección a la mano de Jamie. Un accidente. Se cayó en la celda y lo pisotearon los demás prisioneros. Las celdas están bastante abarrotadas, ¿sabes? —Sonrió con burla.

Me quedé callada. Sir Fletcher podría o no creer que el daño en la mano de Jamie se había debido a un accidente. Pero lo que era muy improbable era que me creyera a mí, después de desenmascararme como espía inglesa.

Randall me miraba con los ojos atentos a cualquier signo de debilidad.

¿Y bien? La opción es tuya.

Suspiré y cerré los ojos, cansada de mirarlo. La opcion no era mía, pero a duras penas podía explicarle el motivo.

—No importa —repuse con cansancio—. No puedo decirle nada.

—Piénsalo un rato. —Se enderezó y pasó con cuidado por encima del cuerpo inconsciente de Jamie. Extrajo una llave de su bolsillo . Necesitaré que Marley me ayude, pero después lo enviaré a su habitación... y a ti con él si insistes en no cooperar. —Se agachó, abrió la cerradura del grillete y levantó el cuerpo laxo con un impresionante despliegue de fuerza para alguien de su envergadura. Los músculos de sus antebrazos abultaron la tela de la camisa blanca cuando acarreó a Jamie, con la cabeza colgando, hasta un taburete en un rincón. Señaló un balde cercano.

Despiértalo —ordenó con sequedad al grandote. El agua fría chocó contra las piedras y formó un sucio charco. Otra vez —dijo Randall, inspeccionando a Jamie que gemía y movía un poco la cabeza contra la pared. El segundo baldazo lo asustó y lo hizo toser.

Randall se adelantó y lo agarró del pelo. Le tiró la cabeza hacia atrás y se la sacudió como un animal mojado. Las gotas de agua fétida salpicaron las paredes. Los ojos de Jamie eran rendijas opacas. Asqueado, Randall soltó la cabeza con un empujón hacia atrás, se secó la mano en los calzones y se volvió. Sus ojos debieron de captar un atisbo de movimiento, porque comenzó a darse la vuelta, pero no a tiempo de prepararse contra la súbita arremetida del escocés.

Los brazos de Jamie se cerraron en el cuello del capitán. Como no podía usar la mano derecha, se agarró la muñeca derecha con la izquierda, tiró y estrujó con el antebrazo la tráquea del inglés. Cuando Randall empezó a ponerse violeta y a flaquear, Jamie aflojó la presión el tiempo necesario para hundir la mano izquierda en el riñón del capitán. A pesar de su debilidad, el golpe bastó para que las rodillas de Randall cedieran.

Jamie dejó caer a su contrincante y se volvió para enfrentarse al ordenanza grandote, que hasta ahora había contemplado los acontecimientos sin el menor atisbo de interés en su rostro fláccido. Su expresión permaneció inerte, no así su cuerpo. Cogió el mazo cuando Jamie avanzó hacia él blandiendo el taburete con la mano sana. Una cierta cautela empañaba el rostro del asistente en tanto ambos giraban lentamente buscando la ocasión propicia.

Mejor armado, Marley intentó golpear primero y agitó el mazo hacia las costillas de Jamie. Jamie lo esquivó y amagó con el taburete, obligando a Marley a retroceder hacia la puerta. El siguiente intento, un golpe mortal descendente, habría partido el cráneo de Jamie si hubiera dado en el blanco. No lo hizo y, en cambio, quebró el taburete, que perdió una pata y el asiento.

Impaciente, Jamie estrelló el taburete contra la pared en la siguiente tentativa. Con esto, lo redujo a un palo pequeño pero más manejable: un trozo de madera de sesenta centímetros de largo con la punta dentada y astillada.

El aire en la celda, sofocante a causa del humo de las antorchas, era tranquilo excepto por la respiración entrecortada de los dos hombres y los batacazos ocasionales de la madera contra la piel. Temía hablar por temor a distraer la precaria concentración de Jamie, así que subí los pies a la cama y me encogí contra la pared para no estorbar.

Me daba cuenta y también el ordenanza, a juzgar por la tenue sonrisa de anticipación de que Jamie se estaba cansando con rapidez. Ya era increíble de por sí que se mantuviera en pie; tanto más, que pudiera pelear. Los tres sabíamos que la lucha no podía durar mucho más. Si Jamie quería tener una oportunidad, debía moverse pronto. Usando la pata del taburete para lanzar golpes cortos y violentos, avanzó con precaución hacia Marley y lo acorraló en un rincón para limitar sus movimientos. Pero el ordenanza captó la intención como por instinto y su brazo describió el curso horizontal de un golpe feroz con la idea de hacer recular a Jamie.

En vez de retroceder, Jamie se adelantó. Recibió la fuerza total del impacto en el costado izquierdo mientras descargaba el palo con ímpetu en la sien de Marley. Absorta en la escena, no había prestado atención al cuerpo de Randall postrado en el suelo cerca de la puerta. Pero cuando el asistente se tambaleó con los ojos nublados, oí el sonido de botas arrastrándose sobre la piedra y una respiración penosa chirrió en mi oído.

—Buena pelea, Fraser. —La voz de Randall estaba ronca por el ahogo, pero tan serena como siempre. Aunque te ha costado algunas costillas, ¿eh?

Jamie se apoyó contra la puerta. Jadeaba mucho y todavía sostenía el palo con el codo apretado contra un costado. Dirigió la mirada al suelo para medir la distancia.

No lo intentes, Fraser —le advirtió Randall con voz melosa—. Ella morirá antes de que des el segundo paso. —La hoja fría y fina del cuchillo pasó junto a mi oreja y la punta se detuvo en la mandíbula.

Aún contra la pared, Jamie evaluó la escena con objetividad por un momento. Con un esfuerzo repentino, se enderezó dolorosamente y se quedó parado, tambaleante. El palo resonó en el suelo de piedra con un ruido hueco. La punta del cuchillo se clavó apenas un milímetro, pero, aparte de eso, Randall no se movió cuando Jamie recorrió pausadamente los pocos centímetros que lo separaban de la mesa. En el camino, recogió el mazo del suelo y lo balanceó delante de él, sin intención agresiva aparente.

El mazo cayó ruidosamente sobre la mesa y el mango viró con tanta intensidad que llevó la pesada cabeza casi hasta el borde. Herramienta sólida y sencilla, yacía oscura y pesada sobre el roble. Un cesto de caña con clavos se entremezclaba en el revoltijo de objetos que había a un extremo de la mesa; tal vez abandonado por los carpinteros que habían amueblado la habitación. La mano sana de Jamie, con los dedos rectos y largos delineados en oro por la luz, se agarró con firmeza al extremo de la mesa. Con un esfuerzo que sólo podía imaginar, se sentó lentamente en la silla y desplegó ante sí ambas manos sobre la superficie de madera marcada, a unos centímetros del mazo.

Durante todo el doloroso trayecto, había mantenido la mirada de Randall y ahora no vaciló. Asintió en mi dirección sin mirarme y dijo:

—Suéltala.

La mano que asía el cuchillo pareció relajarse una pizca. La voz de Randall sonó divertida y curiosa.

—¿Por qué habría de hacerlo?

Jamie daba la impresión de tener absoluto control de sí mismo, pese a su rostro pálido y al sudor, que como lágrimas, corría indiferente por sus mejillas.

—No puedes empuñar un cuchillo contra dos personas a la vez. Mata a la mujer o aléjate de ella y te mataré. —Habló con suavidad y con severa amenaza bajo el pausado acento escocés.

—¿Y qué me impide mataros a los dos?

Habría asegurado que Jamie sonreía sólo porque se le veían los dientes.

—¿Y defraudar al verdugo? Sería difícil de explicar por la mañana, ¿no crees? —Señaló con la cabeza el bulto inconsciente en el suelo. No habrás olvidado que tuviste que pedirle a tu asistente que me atara con la soga antes de que me rompieras la mano.

—¿Y? —El cuchillo se mantenía inmóvil junto a mi oreja.

—Tu ayudante no te servirá de nada por un buen rato. —Esto era muy cierto. El monstruoso ordenanza yacía boca abajo y respiraba con ronquidos discordantes. Conmoción cerebral severa, decidí de manera mecánica. Posible hemorragia cerebral. Me importaba un comino que muriera ante mis propias narices.

Tú solo no puedes conmigo, aunque tenga una mano inutilizada. —Jamie sacudió la cabeza despacio mientras evaluaba el tamaño y la fuerza de Randall—. No. Soy más grande y mucho mejor luchador que tú. Si no tuvieras a la mujer, te arrebataría el cuchillo y te lo hundiría en la garganta. Y lo sabes. Por eso no la has herido aún.

—Pero está en mi poder. Puedes marcharte, desde luego. Hay una salida bastante cerca. Pero eso significaría la muerte de tu esposa... Dijiste que era tu esposa, ¿no?

Jamie se encogió de hombros.

—Y la mía también. No llegaría lejos con toda la guarnición tras de mí. Que me maten de un tiro al aire libre podría ser mejor que ser colgado aquí, pero no es mucha la diferencia. —Una mueca de dolor cruzó su cara y contuvo el aliento un instante. Cuando respiró de nuevo, lo hizo con resuellos entrecortados. La conmoción que lo había estado protegiendo de lo peor del dolor se estaba desvaneciendo.

—O sea que estamos en un callejón sin salida. —El comedido tono inglés de Randall era desenfadado. ¿Alguna sugerencia?

—Sí. Me deseas. —La fría voz escocesa era desapasionada. Deja ir a la mujer y me tendrás. —La punta del cuchillo se movió un milímetro y lastimó mi oreja. Sentí el pinchazo y el hilo de sangre—. Haz lo que quieras conmigo. No me resistiré, aunque te dejaré que me ates si lo crees necesario. Y nunca lo mencionaré en el futuro. Pero antes sacarás a la mujer de esta prisión. —Mis ojos se posaron en la mano herida de Jamie. Una mancha de sangre crecía debajo del dedo medio y comprendí con estupor que apretaba el dedo a propósito contra la mesa para que el dolor lo ayudara a mantenerse consciente. Estaba negociando mi vida con lo único que le quedaba..., su cuerpo. Si se desmayaba, ya no habría ninguna oportunidad.

Randall se había relajado por completo. El cuchillo descansó con descuido en mi hombro derecho mientras el capitán reflexionaba. Yo también lo hice. Jamie iba a ser colgado a la mañana siguiente. Tarde o temprano, notarían su ausencia y se registraría el castillo. Era probable que se tolerara cierta brutalidad entre los oficiales y caballeros estaba segura de que eso incluiría una mano rota o una espalda despellejada pero de ahí a pasar por alto las otras inclinaciones de Randall era otro cantar. Al margen de que Jamie fuera un prisionero condenado, si al día siguiente al pie de la horca denunciaba abusos por parte de Randall, se abriría una investigación. Y si el examen físico confirmaba la denuncia, sería el fin de la carrera de Randall y quizá también de su vida. Pero si Jamie juraba guardar silencio...

—¿Me das tu palabra?

Los ojos de Jamie eran como dos llamas azules en el pergamino de su cara. Al cabo de un momento, asintió con lentitud.

—A cambio de la tuya.

La atracción de una víctima reacia y sumisa al mismo tiempo era irresistible.

—Trato hecho. —El cuchillo dejó mi hombro y oí el susurro de metal al ser envainado. Randall pasó por delante de mí, dio la vuelta a la mesa y recogió el mazo. Lo sostuvo en alto y aventuró en tono irónico: ¿Me permites que ponga a prueba tu sinceridad?

—Sí. —La voz de Jamie fue tan firme como sus manos, abiertas y quietas sobre la mesa. Traté de hablar, de protestar, pero mi garganta se había secado.

El capitán se movió sin prisas. Se inclinó para coger un clavo del cesto de caña. Colocó la punta con cuidado y descargó el mazo. El clavo atravesó la mano derecha de Jamie y se hundió en la mesa con cuatro golpes vigorosos. Los dedos rotos se crisparon y se estiraron de pronto, como las patas de una araña pinchada en un cuadro de colección.

Jamie gimió y sus ojos se agrandaron y se quedaron en blanco. Randall bajó el mazo con delicadeza. Cogió a Jamie por la barbilla y le volvió el rostro hacia arriba.

—Ahora bésame —susurró y bajó la cabeza hacia la boca pasiva.

Cuando la levantó, la expresión en su rostro era lánguida y sus ojos tiernos y distantes. Una sonrisa curvaba su boca carnosa. En otro tiempo, yo había amado esa sonrisa y esa mirada lánguida me había hecho arder de deseo. Ahora me daban asco. Las lágrimas se infiltraron por la comisura de mis labios aunque no recordaba haber empezado a llorar. Randall se quedó un momento como transportado, contemplando a Jamie. Luego recordó, se sacudió y volvió a desenvainar el cuchillo.

La hoja cortó con descuido la soga alrededor de mis muñecas y me rozó la piel. Apenas tuve tiempo de frotarme las manos para restablecer la circulación antes de que el capitán me instara a incorporarme y me empujara hacia la puerta.

—¡Espera! —exclamó Jamie a nuestras espaldas y Randall se volvió con impaciencia.

»¿Me permitirás despedirme? —Era una afirmación más que una pregunta y Randall titubeó unos segundos. Luego asintió y me dio un empellón hacia la figura inmóvil. El brazo sano de Jamie me rodeó los hombros y hundí mi rostro húmedo en su cuello.

—No debes hacerlo —murmuré—. No debes. No te dejaré.

Su boca era cálida junto a mi oído.

—Me colgarán por la mañana, Claire. Lo que suceda conmigo a partir de ahora no le importa a nadie. —Retrocedí y le clavé la mirada.

—¡A mí me importa! —Los labios tensos temblaron y formaron casi una sonrisa. Jamie alzó la mano libre y la apoyó en mi mejilla húmeda.

—Lo sé, mo duinne. Y por eso te irás ahora. Así sabré que hay alguien a quien todavía le importo. —Me estrechó, me besó con suavidad y susurró en gaélico—: Te dejará ir porque cree que estás indefensa. Yo sé que no lo estás. —Me soltó y agregó en inglés—: Te amo. Ahora vete.

Randall se detuvo mientras cruzábamos la puerta.

—Regresaré pronto. —Era la voz de un hombre que abandonaba a su amante a disgusto. Se me encogió el estómago.

La luz de la antorcha a sus espaldas perfilaba su silueta con un halo rojizo; Jamie inclinó la cabeza con gracia hacia la mano clavada en la mesa.

—Supongo que aquí estaré.

Jack el Negro. El típico nombre de pillos y rufianes en el siglo dieciocho. Ingrediente básico de la ficción romántica, el nombre evocaba salteadores de caminos apuestos, espadas brillantes y sombreros con plumas. La realidad caminaba junto a mí.

Nadie se detiene nunca a pensar qué sirve de fundamento a la novela romántica. La tragedia y el terror, transmutados por el tiempo. Agreguemos un poquito de arte para la narración y voilà!, una novela conmovedora que acelera la sangre y arranca suspiros a las muchachas. Mi sangre estaba acelerada, eso seguro, y jamás muchacha alguna había suspirado como Jamie mientras sostenía su mano despedazada.

—Por aquí. —Era la primera vez que Randall hablaba desde que habíamos dejado la celda. Indicó un nicho estrecho en la pared sin antorchas que lo iluminaran: la salida que le había mencionado a Jamie.

Yo ya me había recuperado lo suficiente para poder hablar, y lo hice. Di un paso atrás para que la luz de las antorchas cayera de lleno sobre mí, puesto que quería que él recordara mi rostro.

—Me preguntó usted, capitán, si era yo una bruja —comencé con voz baja y firme—. Ahora le responderé. Sí, soy una bruja. Y como tal, lo maldigo. Usted se casará, capitán. Y su esposa le dará un hijo. Pero usted no vivirá para conocer a su primogénito. Lo maldigo con conocimiento, Jack Randall..., le diré la hora de su muerte.

Su cara estaba en sombras, pero el destello de sus ojos me revelaba que me creía. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Yo decía la verdad, y lo sabía. Podía ver las líneas en el árbol genealógico de Frank como si estuvieran dibujadas en las líneas de argamasa entre las piedras de la pared y los nombres escritos en ellas.

Jonathan Wolverton Randall —pronuncié despacio y leyendo de las piedras—. Nacido el 3 de septiembre de 1705. Muerto... —El capitán hizo un movimiento convulsivo hacia mí, pero no lo bastante rápido para acallarme.

Una puerta angosta en el fondo del nicho se abrió de golpe con el chirrido de bisagras. Mis ojos esperaban mayor oscuridad, pero el intenso resplandor de luz sobre la nieve los cegó. Un empujón desde atrás me lanzó de cabeza dentro del cúmulo de nieve y la puerta se cerró con violencia a mis espaldas.

Yacía en una especie de foso detrás de la prisión. La nieve a mi alrededor tapaba pilas de algo..., los desechos de la prisión, supuse. Había algo duro debajo del foso en el que había caído; quizá madera. Contemplé la pared que se alzaba ante mí. Huellas y chorreras a lo largo de la piedra marcaban el trayecto de la basura arrojada a través de una puerta corrediza a doce metros de altura. Debía de ser la sección de la cocina.

Rodé y me apoyé para levantarme. De pronto, me encontré frente a un par de ojos azules muy abiertos. El rostro estaba casi tan azul como los ojos y duro como el tronco de madera con el que lo había confundido. Me puse de pie con vacilación, tragué saliva y retrocedí bamboleante contra la pared de la prisión.

«Baja la cabeza y respira hondo me dije con firmeza . No vas a desmayarte. Has visto antes hombres muertos, montones. No vas a desmayarte. Cielos..., tenía ojos azules como... ¡Maldición, no te desmayarás!»

Mi respiración se tranquilizó por fin y también mi pulso enloquecido. A medida que el pánico cedía, me forcé a acercarme a la figura patética mientras me enjugaba las manos en la falda. No sé si fue lástima, curiosidad o espanto lo que me hizo volver a mirar. No obstante, visto sin el factor sorpresa, no había nada de atemorizante en el hombre muerto; nunca lo hay. No importa cómo muera un hombre, presenciar un alma humana sufriendo es lo verdaderamente horrible; ya muerto el individuo, lo que queda no es más que un objeto.

El extraño de ojos azules había sido colgado. No era el único habitante del foso. No me molesté en cavar entre la nieve, pero ahora que sabía lo que contenía, divisé con claridad el contorno de miembros congelados y cabezas. Por lo menos yacían una docena de hombres, aguardando un deshielo que facilitaría sus entierros o ser devorados por las bestias del bosque cercano.

El pensamiento me arrancó de mi inmovilidad. No tenía tiempo para perder en meditaciones u otro par de ojos azules mirarían fijo y sin ver en medio de la nieve.

Tenía que encontrar a Murtagh y a Rupert. La puerta trasera oculta tal vez fuera útil. Era obvio que no estaba fortificada ni custodiada como los portones principales y otros accesos a la prisión. Pero necesitaba ayuda, y pronto.

Levanté la mirada hacia el borde del foso. El sol estaba bastante bajo y resplandecía entre una bruma de nubes sobre las copas de los árboles. El aire estaba cargado de humedad. Era muy probable que volviera a nevar al anochecer. La neblina era espesa en el este. No quedaba más de una hora de luz.

Comencé a seguir el curso del foso. No quería trepar por las zonas rocosas y empinadas hasta no tener otra alternativa. La hondonada se curvaba enseguida alejándose de la prisión y parecía conducir hacia el río. Presumiblemente, el escurrimiento de la nieve derretida acarreaba los desechos de la prisión. Estaba casi en la esquina de la alta pared cuando oí un débil sonido a mis espaldas. Giré. El ruido había sido producido por una roca al caer desde el borde del foso. Un lobo gris y grande la había soltado con la pata.

Desde el punto de vista del lobo, sin duda yo poseía características más apetecibles que las de los cuerpos bajo la nieve. En primer lugar, me movía, era más difícil de atrapar y ofrecía la posibilidad de resistencia. Segundo, mi andar era lento y torpe y, sobre todo, no estaba congelada, por lo que no existía el peligro de dientes rotos. También olía a sangre fresca, tibia y tentadora en medio del páramo helado. Si yo fuera un lobo, decidí, no lo dudaría. Al parecer, el animal llegó a la misma conclusión en cuanto a nuestras relaciones futuras.

Había un yanqui en el Hospital de Pembroke llamado Charlie Marshall. Era un tipo simpático y cordial como todos los yanquis. Y muy divertido cuando hablaba sobre su tema preferido: los perros. Charlie era sargento en la unidad K-9, en la que los adiestraban. Una mina lo hizo volar, junto a dos de sus perros, en las afueras de una pequeña aldea cerca de Arles. Echaba de menos a sus perros y a menudo me contaba historias sobre ellos cuando me sentaba con él en los pocos momentos de inactividad durante mi turno.

Pues a lo que íbamos; también me contó qué hacer y no hacer en caso de ser atacada por un perro. Me parecía algo exagerado llamar perro a la criatura escalofriante que bajaba con delicadeza por las piedras, pero esperaba que todavía compartiera algunos rasgos de temperamento básicos con sus descendientes domesticados.

—Perro malvado —afirmé y clavé la mirada en las pupilas amarillas—. En realidad —añadí mientras retrocedía muy despacio hacia la pared de la prisión—, eres un perro horrible.

«Habla con firmeza y en voz alta», oía decir a Charlie.

Tal vez el peor que jamás he visto —continué con firmeza y en voz alta.

Seguí retrocediendo, con una mano atrás en busca de las piedras de la pared. Una vez allí, fui avanzando con sigilo hacia la esquina, a unos nueve metros de distancia.

Tiré de las cintas del cuello y manipulé con torpeza el broche que sujetaba mi capa sin dejar de decirle al lobo, con firmeza y en voz alta, lo que pensaba de él, sus antepasados y su familia cercana. La bestia parecía interesada en la diatriba. La lengua le colgaba en una sonrisa perruna. No tenía prisa y cojeaba un poco. Lo advertí cuando se acercó. Estaba flaco y sarnoso. Quizás había tenido problemas cazando y la debilidad lo había atraído al vertedero de la prisión a rescatar algo de entre los desechos. Ojalá fuera así; cuanto más débil estuviera, mejor.

Encontré los guantes de cuero en el bolsillo de la capa y me los puse. Enrollé la capa gruesa en varios pliegues sueltos alrededor del brazo derecho y agradecí el peso del terciopelo.

«Saltarán a la garganta me había instruido Charlie, a menos que su entrenador les diga lo contrario. Míralo siempre a los ojos. Te darás cuenta del momento en que decida atacar. Entonces será tu oportunidad.»

Las malvadas pupilas amarillas delataban muchas cosas, incluyendo hambre, curiosidad y especulación, pero todavía no una decisión de atacar.

—Criatura repugnante. ¡Ni se te ocurra saltarme a la garganta! —Tenía otras ideas. La improvisada protección del brazo tenía el espesor suficiente para que los dientes del lobo no pudieran atravesarla.

El lobo estaba flaco pero no raquítico. Calculé que pesaría entre treinta y cinco y cuarenta kilos; menos que yo, pero no tanto como para darme una ventaja importante. Además, cuatro patas contra dos le aseguraban un mejor equilibrio en la capa resbaladiza de nieve. Esperaba que apoyar la espalda contra la pared me ayudara.

Una sensación de vacío a mis espaldas me anunció que había llegado a la esquina. El lobo se encontraba a seis metros de distancia. Había llegado el momento. Raspé suficiente nieve debajo de mis pies para fijar bien mi posición y esperé.

Ni siquiera vi al animal dejar el suelo. Podía jurar que había estado mirándolo a los ojos, pero si la decisión de saltar se había registrado allí, la acción siguiente fue tan veloz que no la percibí. El instinto, no el pensamiento, alzó mi brazo cuando la mancha gris y blancuzca se me abalanzó.

Los dientes se hundieron en la capa con una potencia que me magulló el brazo. El lobo era más pesado de lo que creía; su peso me cogió desprevenida y mi brazo cayó. Había planeado intentar arrojar a la bestia contra la pared para atontarla. Pero fui yo quien terminó lanzada contra la pared, con el lobo aplastado entre los bloques de piedra y mi cadera. Forcejeé para envolverlo con la parte de capa que colgaba. Las garras me rasgaron la falda y me arañaron el muslo. Le propiné un rodillazo en el pecho y se oyó un aullido estrangulado. No me di cuenta hasta entonces que los plañidos extraños y refunfuñadores provenían de mí y no del lobo.

Cosa curiosa, ahora no sentía nada de temor, aunque había estado aterrada mientras observaba al lobo acercarse. En mi mente no cabía sino un único pensamiento: matar al animal, o él me mataría a mí. Por lo tanto, debía matarlo.

Hay un punto crítico en la lucha física en que el luchador se entrega a tal derroche de fuerza y recursos físicos, que ignora el costo hasta que la lucha ha terminado. Las mujeres lo hacen al dar a luz; los hombres, en combate.

Superado este punto, se pierde todo temor al dolor o al daño. La vida se vuelve muy sencilla en ese momento; se hará lo que se intenta hacer o se morirá en el intento.

Había visto este tipo de lucha durante mis prácticas en los pabellones, pero jamás la había experimentado. Ahora, toda mi concentración estaba centrada en las garras alrededor de mi antebrazo y en el demonio que tiraba de mi cuerpo.

Logré golpear la cabeza del animal contra la pared, pero no lo bastante fuerte para que sirviera de mucho. Me estaba cansando con rapidez; si el lobo hubiera estado en buenas condiciones físicas, yo no habría tenido ninguna oportunidad. No tenía muchas ahora, pero trataba de aprovechar las que había. Caí sobre el lobo, lo inmovilicé y la bestia dejó escapar una ráfaga de aliento fétido. Se recobró casi de inmediato y comenzó a retorcerse debajo de mí, pero los segundos de relajación me permitieron quitármelo del brazo y apretar una mano debajo de su hocico húmedo.

Forcé mis dedos en las comisuras de la boca y de esa manera neutralicé los colmillos afilados. La saliva se deslizó por mi brazo. Yacía cuán larga soy encima del lobo. La esquina del muro de la prisión estaba a unos cuarenta y cinco centímetros. Debía llegar allí sin soltar a la furia que se contorsionaba y agitaba debajo de mí.

Empujando con los pies y apretando hacia abajo con todas mis fuerzas, me impelí hacia delante centímetro a centímetro, esforzándome por mantener los colmillos alejados de mi garganta. No pude tardar más de unos minutos en avanzar aquellos centímetros, pero tuve la impresión de haber estado allí tirada gran parte de mi vida, enzarzada en combate con aquella bestia cuyas garras traseras me raspaban las piernas y buscaban llegar al estómago.

Por fin llegué a la esquina. Ahora venía la parte difícil. Tenía que maniobrar el cuerpo del animal para poder llevar las dos manos debajo del hocico; jamás podría ejercer la fuerza necesaria con una sola.

Me aparté rodando con brusquedad y el lobo se deslizó enseguida dentro del pequeño espacio despejado entre mi cuerpo y la pared. Antes de que pudiera ponerse de pie, levanté una rodilla con toda mi alma. El animal gimió cuando mi rodilla se hundió en su costado y lo atenazó, si bien por un instante fugaz, contra la pared.

Ahora tenía ambas manos debajo de la mandíbula. De hecho, los dedos de una mano se encontraban dentro de la boca. Sentí algo que se clavaba en los nudillos a través del guante, pero lo ignoré mientras tiraba la cabeza peluda hacia atrás utilizando el ángulo de la pared como punto de apoyo para apalancar el cuerpo del animal. Creí que se me quebrarían los brazos, pero era mi única oportunidad.

No oí el ruido, pero sentí el eco a través de todo el cuerpo cuando el cuello crujió. Las extremidades tiesas y la vejiga se relajaron al instante. Al ceder la tensión insoportable en mis brazos, me desplomé, tan fláccida como el lobo moribundo. Sentí el corazón del animal fibrilar bajo mi mejilla, la única parte todavía capaz de luchar contra la muerte. El pelaje sucio y largo apestaba a amoníaco y a pelo empapado y húmedo. Quería alejarme, pero no podía.

Creo que debí de dormirme un momento, aunque parezca extraño, con la mejilla apoyada en el cadáver. Abrí los ojos y vi la piedra verduzca de la prisión a pocos centímetros de mi nariz. El mero pensamiento de lo que estaba ocurriendo al otro lado de esa pared me puso de pie.

Me tambaleé por el foso, con la capa sobre un hombro. Tropezaba con las piedras ocultas en la nieve y me golpeaba las piernas contra ramas semienterradas. En mi subconsciente, debía de tener presente que los lobos suelen andar en manadas, porque no recuerdo haberme sorprendido por el aullido que brotó del bosque encima y detrás de mí. Si algo sentí, fue una furia ciega por lo que parecía una conspiración para obstaculizarme y retenerme.

Me volví con cansancio para ver de dónde provenía el sonido. Ahora me encontraba al descubierto lejos de la prisión; no había una pared donde apoyar mi espalda ni arma que empuñar. Había tenido suerte con el primer lobo. Pero no existía la menor posibilidad de que pudiera matar a otro animal con las manos vacías. ¿Y cuántos más habría? La manada que había visto alimentarse a la luz de la luna en verano abarcaba al menos diez lobos. Podía oír en mi memoria los so­nidos de los dientes al masticar y el crujido de huesos al partirse. La única cuestión ahora era si me molestaría en hacerles frente o si preferiría tenderme en la nieve y darme por vencida. Considerando la situación, la última alternativa resultaba de lo más tentadora.

Pero Jamie había renunciado a su vida, y a mucho más que eso, para sacarme de la prisión. Le debía, al menos, el intentarlo.

Otra vez retrocedí para alejarme. La luz se estaba extinguiendo; pronto la hondonada estaría cubierta de sombras. Dudaba que eso pudiera ayudarme. Sin duda los lobos veían mejor en la noche que yo.

El primero de los cazadores apareció en el borde del foso tal como lo había hecho el anterior. Una figura desgreñada, estática y alerta. Me quedé helada al descubrir que otros dos ya estaban conmigo en el foso. Trotaban con lentitud, casi manteniendo el paso. Eran del mismo color de la nieve en el crepúsculo gris sucio y prácticamente invisibles, aunque su andar no era furtivo.

Me quedé quieta. Huir era inútil. Me agaché y recogí una rama de pino de la nieve. La corteza estaba negra por la humedad y áspera incluso a través de los guantes. Agité la rama alrededor de mi cabeza y grité. Los animales dejaron de moverse hacia mí, pero no recularon. El más cercano agachó las orejas como si mis gritos le aturdieran.

—¿No os gusta? —chillé—. ¡Lo siento mucho! ¡Fuera, desgraciados! —Levanté una roca semienterrada y la arrojé a un lobo. Erré, pero la bestia se echó a un lado. Envalentonada, comencé a lanzar misiles con desesperación: rocas, ramas, puñados de nieve, cualquier cosa que pudiera abarcar mi mano. Chillé hasta que me dolió la garganta por el aire frío, aullando como los mismos lobos.

Al principio, pensé que uno de los misiles había dado en el blanco. El lobo más próximo gimió y pareció convulsionarse. La segunda flecha pasó a escasos centímetros de mí y vislumbré el diminuto punto en movimiento antes de que se clavara en el pecho del segundo lobo. Ése murió ahí mismo. El primero, herido de menor gravedad, pateaba y forcejeaba en la nieve, apenas un bulto movedizo en la oscuridad creciente.

Me quedé mirando como una estúpida durante un rato. Luego alcé la vista por instinto hacia el borde de la hondonada. El tercer lobo, que sabiamente eligió la discreción, había desaparecido entre los árboles, desde donde emergió un aullido estremecedor.

Todavía estaba observando los árboles oscuros cuando una mano me cogió del codo. Me volví sobresaltada y me encontré frente al rostro de un extraño. De mandíbula estrecha y barbilla pequeña mal disimulada por una barba cubierta de costras, era sin duda un extraño, pero la capa y la daga lo identificaban como un escocés.

—Ayúdeme —dije y me derrumbé en sus brazos.