36
MacRannoch
La cabaña estaba a oscuras y había un oso en un rincón del cuarto. Aterrada, retrocedí contra mi acompañante. ¡Ya no quería saber nada de animales salvajes! El hombre me empujó dentro de la habitación. Cuando, tambaleante, me acerqué al fuego, la forma voluminosa se volvió hacia mí y comprendí, tarde, que se trataba de un hombre corpulento con una piel de oso.
Una capa de piel de oso, para ser exacta, atada al cuello con un broche plateado grande como la palma de mi mano. Tenía la forma de dos ciervos saltando, las espaldas arqueadas y las cabezas unidas en un círculo. Una parte del pasador tenía la forma de la cola de un ciervo a la fuga.
Reparé en el broche al detalle porque lo tenía ante mis narices. Al levantar la vista, por un momento consideré la posibilidad de haberme equivocado. Tal vez fuera un oso.
Sin embargo, los osos no usaban broches ni tenían ojos como arándanos: pequeños, redondos y de un color azul oscuro y brillante. Se hundían en medio de grandes mofletes poblados de un vello negro con reflejos plateados. Un cabello similar caía en cascada sobre hombros fornidos para mezclarse con el pelo de la capa que, a pesar de su nuevo uso, todavía olía a su propietario anterior.
Los ojillos astutos me escudriñaron y evaluaron el estado lamentable de mi ropa y su buena calidad, incluyendo los dos anillos de bodas, el de oro y el de plata. De ahí que el oso me hablara con aire tan solemne.
—Parece que ha tenido usted dificultades, señora —pronunció al tiempo que inclinaba la enorme cabeza, todavía salpicada de nieve—. ¿En qué podemos ayudarla?
Vacilé. Necesitaba con desesperación la ayuda de aquel hombre, pero en cuanto mi acento delatara mi origen inglés, me convertiría en sospechosa. El arquero que me había traído se me adelantó.
—La encontré cerca de Wentworth —explicó sin ambages—. Peleando con lobos. Una muchacha inglesa —añadió con tal énfasis que hizo que los ojos, tal que arándanos, de mi anfitrión se clavaran en mí con brillo especulativo en sus pupilas. Me erguí cuanto pude y adopté la actitud más matronil que supe.
—Inglesa de nacimiento, escocesa por matrimonio —aseveré—. Mi nombre es Claire Fraser. Mi esposo está preso en Wentworth.
—Comprendo —respondió el oso con lentitud—. Bueno, mi nombre es MacRannoch y se encuentra usted en mis tierras. Veo por su ropa que es usted una mujer de buena familia. ¿Qué hacía en Elridge Wood, sola y en una noche de invierno?
Traté de aprovechar la ocasión. Era mi oportunidad de demostrar mi buena voluntad y de encontrar a Murtagh y a Rupert.
—He venido a Wentworth con unos compañeros del clan de mi esposo. Como soy inglesa, pensamos que podría entrar en la prisión y tal vez hallar una forma de, eh, trasladarlo. Sin embargo, yo... salí de la prisión por otra puerta. Estaba buscando a mis amigos cuando me atacaron los lobos..., de los que este caballero me rescató con tanta amabilidad. —Me esforcé por esbozar una sonrisa agradecida al arquero enjuto, quien la recibió con un silencio pétreo.
—No hay duda de que se topó con algo con dientes —convino MacRannoch tras una ojeada a los jirones de la falda. El recelo cedió temporalmente a las exigencias de la hospitalidad—. ¿Está herida? ¿O tiene algún rasguño? Bueno, tiene frío, se nota, y supongo que está algo confundida. Siéntese junto al fuego. Hector le traerá algo para beber y luego me contará un poco más acerca de sus amigos. —Acercó con un pie un taburete tosco de tres patas, me sentó en él y posó una mano pesada sobre mi hombro.
Los fuegos de turba dan poca luz pero un calor reconfortante. Me estremecí cuando la sangre empezó a fluir de nuevo por mis manos congeladas. Un par de tragos de la cantimplora de cuero que Hector me trajo, no muy convencido, sirvieron para que la sangre volviera a circular también por mis entrañas.
Expliqué mi situación tan bien como pude, a decir verdad, no muy bien. La breve descripción de mi salida de la prisión y el subsiguiente encuentro mano a mano con el lobo fueron acogidos con particular escepticismo.
—Suponiendo que lograra entrar en Wentworth, ¿cómo es que Sir Fletcher le permitió vagar por los alrededores? Y tampoco se explica cómo el capitán Randall, después de encontrarla en los calabozos, se limitó a enseñarle la puerta trasera.
—Él... tenía razones para dejarme ir.
—¿Cuáles? —Los ojos como arándanos eran implacables.
Me di por vencida y expuse mal el asunto. Estaba demasiado cansada para andar con delicadezas o rodeos.
MacRannoch parecía medio convencido, pero aún reacio a tomar alguna medida.
—Sí, entiendo su preocupación —argumentó—. Pero podría no ser tan malo.
—¡No ser tan malo! —Indignada, me puse de pie de un salto.
Sacudió la cabeza como si estuviera rodeado de tábanos.
—Me refiero a que si lo que el capitán desea es el trasero del muchacho, entonces no creo que le haga demasiado daño. Y discúlpeme, señora —agregó y movió una ceja tupida en mi dirección—, pero ser violado rara vez mató a nadie. —Alzó manos aplacadoras del tamaño de platos soperos—. No, no estoy diciendo que lo disfrutara, sino que no vale la pena enfrentarse a Sir Fletcher sólo para salvar el trasero del joven. Mi posición aquí es precaria, sabe, muy precaria. —Infló las mejillas, juntó las cejas y se me quedó mirando.
Lamenté, y no por primera vez, que no existieran brujas de verdad. De haber sido una, lo habría convertido en sapo al instante. Un sapo grande y gordo con verrugas.
Reprimí la ira y traté de hacerlo razonar otra vez.
—Creo que su trasero ya está perdido. Es su cuello lo que me preocupa. Los ingleses lo colgarán por la mañana.
MacRannoch mascullaba para sí y ahora caminaba de un lado a otro como un oso en una jaula demasiado pequeña. De pronto se quedó quieto frente a mí y acercó su nariz a dos centímetros de la mía. Si no hubiera estado tan agotada, habría retrocedido. Pero apenas parpadeé.
—¿Y si le dijera que voy a ayudarla, de qué serviría? —rugió y retomó sus movimientos. Daba dos pasos hasta una pared, giraba agitando la capa y avanzaba dos pasos en la dirección contraria hasta la otra pared. Hablaba mientras se paseaba y las palabras seguían el compás de sus pies. Al volverse, se detenía para tomar aliento.
»Si fuera a ver a Sir Fletcher, ¿qué le diría? ¿Tiene usted un capitán en su guarnición que se dedica a torturar prisioneros en su tiempo libre? Y cuando me pregunte cómo sé eso, ¿le diré que una mujer inglesa perdida, que mis hombres encontraron vagando en la oscuridad, me contó que ese hombre ha estado haciendo insinuasiones indecentes a su esposo, que es un fugitivo con un precio sobre su cabeza y, además, un asesino condenado?
Hizo una pausa y dejó caer una garra con fuerza sobre la mesa endeble.
—Y en cuanto a introducir hombres en ese lugar... Si, y digo «si» lográramos entrar...
—Pueden entrar —interpuse—. Yo les indicaría cómo.
—Mmmfm. Quizá. Pero si entramos, ¿qué ocurrirá cuando Sir Fletcher encuentre a mis hombres merodeando por el fuerte? ¡Enviará al capitán Randall por la mañana con un par de cañones y borrará del mapa Elridge Hall, eso ocurrirá! —Sacudió la cabeza de nuevo y sus rizos negros volaron.
»No, joven, no veo...
Se interrumpió al abrirse de repente la puerta de la cabaña. Era otro arquero; empujaba a Murtagh delante de él a punta de cuchillo. MacRannoch se detuvo un tanto perplejo.
—¿Qué es esto? Parece el uno de mayo con tantos chicos y chicas recogiendo flores en el bosque. ¡Pero es invierno y las nieves ya están aquí!
—Es un compañero de mi marido —indiqué—. Como le dije...
Murtagh, indiferente ante tan poco cordial recibimiento, observaba con atención la figura envuelta en la piel de oso, como si recordara algo.
—¿MacRannoch, verdad? —aventuró en un tono casi acusador—. ¿No estuvo en una Reunión en el castillo Leoch hace ya tiempo?
MacRannoch se sorprendió mucho.
—¡Yo diría que hace muchísimo tiempo! Como treinta años atrás. ¿Cómo lo sabe?
Murtagh asintió complacido.
—Ah, me pareció. Estuve allí. Y recuerdo esa Reunión. Tal vez por la misma razón que usted.
MacRannoch contemplaba al escuálido hombrecillo mientras trataba de quitar treinta años al rostro arrugado.
—Sí, le reconozco —afirmó por fin—. No sé su nombre, pero le recuerdo. Mató un jabalí herido con una daga y una sola mano durante la cacería. Una bestia muy feroz. Sí, lo recuerdo bien. Mackenzie le dio los colmillos..., un par muy bonito, formaban una curva doble casi completa. Estuvo magnífico, viejo. —Una mueca de satisfacción frunció por un instante la mejilla picada de Murtagh.
Me sobresalté al recordar los maravillosos y rústicos brazaletes que había visto en Lallybroch. «Eran de mi madre —había dicho Jenny—; se los regaló un admirador.» Contemplé a Murtagh con incredulidad. Incluso teniendo en cuenta el paso de treinta años, no parecía un candidato apropiado para la pasión amorosa.
Mientras pensaba en Ellen MacKenzie, me acordé de las perlas. Todavía las llevaba conmigo, cosidas en la costura del bolsillo. Las palpé y las extraje a la luz del fuego.
—Puedo pagarle —manifesté—. No pretendo que sus hombres se arriesguen por nada.
Ni visto ni oído, el hombre me arrebató las perlas de la mano y las observó sin poder creérselo.
—¿De dónde ha sacado esto, señora? —inquirió—. ¿Ha dicho que su nombre es Fraser?
—Sí. —A pesar del cansancio, me puse de pie—. Y las perlas son mías. Mi esposo me las regaló el día de nuestra boda.
—¿En serio? —La voz ronca se había convertido en un susurro. MacRannoch se volvió hacia Murtagh con las perlas aún en las manos.
—¿El hijo de Ellen? ¿El marido de esta joven es el hijo de Ellen?
—Sí —contestó Murtagh más lacónicamente que nunca—. Se daría cuenta en cuanto lo viera. Es su viva imagen.
Como si de pronto recordara las perlas que sostenía, MacRannoch abrió la mano y acarició con suavidad las joyas brillantes.
—Yo se las di a Ellen MacKenzie —confesó—. Como regalo de bodas. Hubiera preferido regalárselas como esposo, pero ella eligió a otro. He pensado muchas veces en ellas adornando su bonito cuello. Le dije que no podía imaginarlas en otra persona. Así que le rogué que las aceptara y que me recordara cuando se las pusiera. Mmm.
Un recuerdo lo hizo resoplar y me devolvió las perlas con cuidado.
—De modo que ahora son suyas. Bueno, que las disfrute con salud, muchacha.
—Tendré mejor oportunidad de hacerlo —repliqué en un intento por controlar mi impaciencia ante tanto despliegue sentimental— si me ayuda a recuperar a mi esposo.
La boca pequeña y rosada, ensanchada en una sonrisa tras los dulces pensamientos de su dueño, se tensó con brusquedad.
—Ah —dijo Sir Marcus y se tiró de la barba—. Entiendo. Pero ya se lo he dicho, muchacha, no veo cómo podría hacerlo. Tengo esposa y tres hijos. Sí, ayudaría al hijo de Ellen. Pero usted pide demasiado.
De repente, me flaquearon las piernas y me senté, derrumbada. La desesperanza tiraba de mí como un ancla y me arrastraba al fondo. Cerré los ojos y me recogí a un lugar sombrío dentro de mí en el que sólo quedaba un vacío doloroso desde donde la voz de Murtagh, en incesante discurso, era apenas un débil parloteo.
El ruido del ganado me sacó de mi estupor. Levanté la vista y vi a MacRannoch abandonar deprisa la cabaña. Cuando abrió la puerta, una ráfaga de viento helado, acompañada del retumbar del ganado y los gritos de los hombres, llenó la habitación. La puerta se cerró con violencia detrás de la corpulenta figura peluda y me volví hacia Murtagh para preguntarle qué debíamos hacer.
La expresión en su rostro me detuvo y me dejó sin habla. Rara vez había visto algo que no fuera una hosquedad paciente en sus facciones, pero ahora resplandecían con entusiasmo contenido.
Lo agarré del brazo.
—¿Qué pasa? ¡Pronto! ¡Dígamelo!
Sólo tuvo tiempo de exclamar: «¡El ganado! ¡Era de MacRannoch!», antes de que MacRannoch se precipitara dentro de la cabaña empujando a un joven larguirucho delante de él.
Con un empellón final, lanzó al joven contra la pared revocada.
—Escúchame, Absalom. Te envié hace tres horas a buscar cuarenta cabezas de ganado. Te dije que era importante encontrarlas porque se avecina una maldita tormenta de nieve. —La voz bien modulada se iba elevando—. Y cuando oí el mugido de vacas afuera me dije: «Ah, Marcus, Absalom las encontró a todas. Qué buen muchacho. Ahora podemos irnos a casa y calentarnos junto al fuego, con el ganado a salvo en los establos.»
Una mano enorme se cerraba en la casaca de Absalom. La tela, recogida entre los dedos gruesos, comenzó a deformarse.
—Salgo a felicitarte por el buen trabajo y me pongo a contar los animales. ¿Y cuántos cuento, mi buen muchacho Absalom? —La voz se había transformado en un rugido poderoso. Si bien no tenía una voz especialmente profunda, Marcus MacRannoch poseía la potencia pulmonar de tres hombres de tamaño medio.
»¡Quince! —gritó y levantó de puntillas al infortunado Absalom—. ¡Quince vacas en vez de cuarenta! ¿Y dónde está el resto? ¿Dónde? ¡Perdidas en la nieve hasta que mueran congeladas!
Mientras se desarrollaba esta escena, Murtagh se había retirado en silencio a un rincón. Yo observaba su cara y noté la súbita chispa de diversión en sus ojos al escuchar las últimas palabras de MacRannoch. De pronto comprendí lo que había empezado a decirme y supe dónde se encontraba Rupert ahora. O, si no precisamente dónde estaba, al menos qué estaba haciendo. Y renació en mí una débil esperanza.
La oscuridad era total. Abajo, las luces de la prisión brillaban tenues a través de la nieve como los faroles de un barco hundido. Mientras aguardaba bajo los árboles con mis dos compañeros, repasé mentalmente por milésima vez todo lo malo que podía suceder.
¿Cumpliría MacRannoch con su parte del trato? Tendría que hacerlo si esperaba recobrar su valioso ganado de pura sangre. ¿Creería Sir Fletcher a MacRannoch y ordenaría que se registraran de inmediato los calabozos en el sótano? Era probable..., el baronet no era un hombre que pudiera tomarse a la ligera.
Bajo el experto arreo de Rupert y sus hombres, el ganado había desaparecido —un animal desgreñado tras otro— por el foso que conducía a la puerta trasera oculta. ¿Pero podrían hacerlos pasar de uno en uno por la puerta? Y de lograrlo, ¿qué harían los animales una vez dentro; vacas medio salvajes atrapadas de repente en un pasillo iluminado con antorchas fulgurantes? Bueno, tal vez funcionara. El pasillo en sí no diferiría mucho del establo con suelo de piedra, incluyendo las antorchas y el olor humano. Si conseguían llegar hasta allí, entonces el plan podría tener éxito. No era probable que, para hacer frente a la invasión, Randall pidiera ayuda, ya que podrían descubrirse sus jueguecitos.
No bien los animales corrieran a la desbandada por caminos diversos, Rupert y sus hombres debían alejarse de la prisión lo más rápido posible y cabalgar como demonios hacia las tierras de los MacKenzie. Randall no importaba; ¿qué podía hacer solo, en esas circunstancias? ¿Pero y si el alboroto atraía demasiado pronto al resto de la guarnición? Si Dougal se había negado a ayudar a su sobrino a escapar de Wentworth, imaginaba su cólera si varios MacKenzie fueran arrestados por irrumpir por la fuerza en el lugar. Yo tampoco quería ser responsable de aquello, aunque Rupert se había mostrado más que dispuesto a correr el riesgo. Me mordí el pulgar y traté de darme ánimo pensando en las toneladas de granito sólido que, como aislante acústico, separaban los calabozos de las celdas de arriba.
Lo que más me preocupaba, por supuesto, era que todo saliera bien pero fuera demasiado tarde para Jamie. Randall podría sobrepasarse. Por historias de soldados que habían estado en campos de prisioneros de guerra, sabía que no hay nada más fácil que pretender la muerte «accidental» de un prisionero y deshacerse del cuerpo antes de que se formulen las preguntas oficiales embarazosas. Aun cuando éstas se formularan y Randall fuera descubierto, no me serviría de consuelo... y mucho menos a Jamie.
Había puesto gran empeño en no imaginarme los múltiples usos que podían tener los objetos que había encima de la mesa. Pero no podía evitar ver una y otra vez el hueso del dedo destrozado apretándose contra la mesa. Froté con fuerza los nudillos contra la montura para borrar aquella imagen. Sentí un ligero ardor y me quité el guante para examinar las raspaduras que los dientes del lobo me habían dejado en la mano. No era grave, apenas unos pocos rasguños con un pinchazo donde un colmillo había atravesado el guante. Me lamí la herida con aire ausente. No tenía mucho sentido decirme que había hecho lo mejor posible. Había hecho lo único posible, pero saberlo no aliviaba la espera.
Al fin, oímos unos gritos, débiles y confusos, que provenían de la prisión. Uno de los hombres de MacRannoch apoyó la mano en la brida de mi caballo y señaló un monte de árboles. La nieve allí era escasa y salpicaba el suelo rocoso cubierto de hojas. Las ráfagas de viento disminuían bajo las ramas entrelazadas del bosquecillo. Si bien la nieve caía aquí con menos intensidad, la visibilidad era tan escasa que los troncos de árboles a centímetros de distancia aparecían de repente mientras guiaba mi caballo por el claro y sorteaba los troncos que surgían negros a la luz del crepúsculo.
La nieve amortiguaba los sonidos; por eso, cuando oímos los cascos de los animales que se acercaban, ya los teníamos encima. Los dos hombres de MacRannoch sacaron las pistolas y detuvieron los caballos cerca de los árboles para esperar. Pero yo había captado el apagado mugido del ganado y espoleé mi caballo fuera del monte.
Sir Marcus MacRannoch, distinguible por su caballo picazo y su capa de piel de oso, comandaba la subida de la cuesta. La nieve saltaba en pequeñas explosiones bajo los cascos de su caballo. Lo seguían varios hombres, todos de muy buen humor a juzgar por los gritos. Atrás venían más jinetes, arreando el ganado por la falda de la colina hacia el bien merecido refugio en los establos de MacRannoch.
MacRannoch se detuvo junto a mí y rió con ganas.
—Debo agradecerle, señora Fraser —gritó a través de la nieve—, esta velada tan entretenida. —Su anterior recelo se había evaporado y me saludó sumamente cordial. Con las cejas y los bigotes cubiertos de nieve parecía Papá Noel. Tomó la brida de mi caballo y lo condujo de regreso al silencio del monte. Indicó a mis dos acompañantes que descendieran la colina para ayudar con el ganado. Luego desmontó y me bajó de la montura sin dejar de reír.
»¡Debió haberlo visto! —exclamó y se abrazó extasiado—. Sir Fletcher se puso rojo como el pecho de un petirrojo cuando irrumpí en medio de su cena y grité que estaba escondiendo propiedad robada en las instalaciones. Y cuando bajamos al sótano y oyó mugir a las vacas enloquecidas pensé que se había ensuciado los calzones. El... —Le sacudí el brazo con impaciencia.
—Olvide los calzones de Sir Fletcher. ¿Encontraron a mi marido?
MacRannoch se tranquilizó un poco y se enjugó los ojos con la manga.
—Oh, sí. Lo encontramos.
—¿Está bien? —Hablé con calma, aunque quería gritar.
MacRannoch asintió hacia unos árboles a mis espaldas. Giré y vi a un jinete que avanzaba con cuidado entre las ramas, con un bulto tapado con una sábana, cruzado por delante en la montura. Me precipité hacia él. MacRannoch me siguió mientras me explicaba.
—No está muerto. Al menos no lo estaba cuando lo hallamos. Pero lo maltrataron mucho, pobre muchacho. —Descorrí la tela que cubría la cabeza de Jamie y lo examiné lo mejor que pude. El caballo se agitaba nervioso por la excitación de la cabalgata y el peso extra. Advertí magulladuras oscuras y sangre seca y dura en el cabello desgreñado, pero la falta de luz me impidió ver más. Me pareció sentir un pulso en el cuello helado, pero no estaba segura.
MacRannoch me cogió del hombro y me apartó.
—Lo llevaremos a la casa lo más rápido posible, muchacha. Venga conmigo. Hector se encargará de su esposo.
En la sala de Elridge Manor, casa de MacRannoch, Hector descargó el peso sobre la alfombra junto al fuego. Cogió una esquina de la sábana y la desenrolló con cuidado. Una figura fláccida y desnuda cayó sobre las flores rosadas y amarillas, orgullo y deleite de Lady Annabelle MacRannoch.
Para ser justa con Lady Annabelle, no pareció notar la sangre que empapó su costosa alfombra Aubusson. Esta mujer, semejante a un pájaro, de unos cuarenta años y ataviada como un jilguero con un vestido amarillo de seda brillante, puso en movimiento a los criados con una enérgica palmada. Mantas, sábanas, agua caliente y whisky estuvieron a mi disposición casi antes de que me quitara la capa.
—Será mejor ponerlo boca abajo —aconsejó Sir Marcus y sirvió dos vasos grandes de whisky—. Le azotaron la espalda y le dolerá mucho si se apoya en ella. Aunque no parece sentir mucho, que digamos —añadió y observó de cerca el rostro pálido y los párpados cerrados y azulados de Jamie—. ¿Está segura de que aún vive?
—Sí —repliqué con sequedad y esperando estar en lo cierto. Traté de dar la vuelta a Jamie. La inconsciencia parecía haber triplicado su peso. MacRannoch me dio una mano y lo pusimos sobre una manta, de espaldas al fuego.
Después de un rápido examen que determinó que en efecto seguía vivo, no le faltaba ninguna parte del cuerpo y no estaba en peligro de morir desangrado, me dispuse a realizar un inventario menos apresurado de los daños.
—Puedo enviar a buscar a un médico —sugirió Lady Annabelle, que, insegura, echó un vistazo a la figura casi cadavérica junto a la chimenea—, pero dudo que pueda llegar en menos de una hora. Está nevando mucho. —El aire contrariado no se debía a la nieve, pensé. Un médico constituiría otro peligroso testigo de la presencia en su casa de un criminal fugado.
—No se preocupe —contesté, distraída—. Soy médica. —Indiferente a las miradas sorprendidas de ambos MacRannoch, me arrodillé junto a lo que quedaba de mi marido, lo cubrí con mantas y comencé a aplicarle paños mojados en agua caliente en las zonas más alejadas del corazón. Mi principal preocupación era hacerle entrar en calor. La sangre en la espalda manaba con lentitud, así que podía dejarlo para después.
La voz aguda de Lady Annabelle se oía en la distancia dando órdenes y disponiendo aquí y allá. Su esposo se dejó caer a mi lado y se puso a frotar los pies congelados de Jamie de un modo sistemático. Se detenía alguna que otra vez para sorber su whisky.
Levanté las mantas por partes para evaluar el daño. Lo habían azotado de la nuca a las rodillas con algo parecido a un látigo. Los cardenales se entrecruzaban con exactitud como una vainica. Aquel orden minucioso de las heridas, que delataba el carácter intencional de cada golpe, me enfermó de ira.
Algo más pesado, tal vez un bastón, se había utilizado con menos restricción por los hombros. Los cortes eran muy profundos y en un punto se entreveía el destello del hueso sobre el omóplato. Apliqué un paño de lino por las partes en peor estado y continué con el examen.
El lugar en el costado izquierdo que había recibido el impacto del mazo estaba hinchado y magullado. La marca negra y púrpura era más grande que la mano de Sir Marcus. Había costillas rotas, desde luego, pero eso también podía esperar. Las zonas lívidas en el cuello y el pecho atrajeron mi atención. La piel allí estaba arrugada, enrojecida y con ampollas. Los bordes de una de las manchas estaban chamuscados y bordeados con ceniza blanca.
—¿Con qué diablos le habrán hecho esto? —Sir Marcus había terminado con los masajes y miraba por encima de mi hombro con gran interés.
—Con un atizador caliente. —La voz fue débil y confusa. Pasaron unos segundos antes de que me diera cuenta de que Jamie había hablado. Levantó la cabeza con esfuerzo y dejó ver el motivo de que articulara con dificultad. Tenía un lado del labio inferior mordido e inflamado como una picadura de abeja.
Con considerable presencia de ánimo, Sir Marcus le puso una mano en la nuca y le llevó el vaso de whisky a los labios. Jamie dio un respingo cuando el alcohol hizo arder la boca lastimada pero vació el vaso antes de volver a bajar la cabeza. Sus ojos me miraron de reojo, velados por el dolor y el whisky, pero iluminados con un brillo divertido.
—¿Vacas? —preguntó—. ¿Eran vacas de verdad o lo he soñado?
—Bueno, fue lo único que se me ocurrió en aquel momento —respondí, feliz de verlo vivo y consciente. Le levanté la cabeza y la giré para examinar un cardenal grande sobre el pómulo—. ¡Qué mal aspecto tienes! ¿Cómo te sientes? —pregunté, impulsada por un hábito largamente arraigado.
—Vivo. —Se apoyó en un codo con dificultad y aceptó un segundo vaso de whisky de Sir Marcus.
—¿Crees que tienes que beber tanto de golpe? —inquirí mientras intentaba examinar sus pupilas en busca de señales de concusión. Fue imposible, Jamie cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.
—Sí —replicó y devolvió el vaso vacío a Sir Marcus, quien enseguida se dispuso a llenarlo.
—Ya basta, Marcus. —Lady Annabelle reapareció como el sol en el este y detuvo a su esposo con un gorjeo—. El muchacho necesita un buen té caliente, no más whisky. —El té, en una tetera de plata, la sucedió como en una procesión. Lo acarreaba una criada cuyo aire de superioridad natural permanecía intacto pese al camisón que aún llevaba puesto.
—Té caliente con mucho azúcar —precisé.
—Y tal vez unas gotas de whisky —aventuró Sir Marcus. Levantó la tapa de la tetera al pasar y le agregó una medida generosa de la botella. Jamie acogió la taza humeante con agrado y la alzó en silencioso tributo a Sir Marcus antes de acercar el líquido caliente a la boca. La mano le temblaba mucho y envolví la mía alrededor de sus dedos para guiar la taza.
Más sirvientes trajeron una cama de campaña portátil, un colchón, más mantas, vendas y agua caliente, además de una caja grande de madera que contenía las provisiones médicas de la casa.
—Pensé que sería mejor trabajar aquí junto al fuego —explicó Lady Annabelle con su encantadora voz de pájaro—. Hay más luz y es el sitio más caliente de la casa.
En respuesta a una señal suya, dos de los criados más fornidos cogieron la manta por las puntas y la trasladaron despacio, con Jamie incluido, a la cama de campaña ahora situada frente al fuego. Otro sirviente atizaba las brasas y alimentaba las llamas con diligencia. Por su parte, la sirvienta que había traído el té encendía las velas de los candelabros en el aparador. Pese a su apariencia de pájaro cantor, era evidente que Lady Annabelle poseía el alma de sargento mayor.
—Sí, ahora que está despierto, cuanto antes mejor —contesté—. Necesitaría una tabla de sesenta centímetros de largo, una correa resistente y quizás algunos palillos pequeños y derechos de este tamaño. —Separé los dedos para indicar unos diez centímetros. Uno de los criados desapareció en las sombras, como un genio evaporándose para cumplir mis deseos.
La casa entera parecía mágica, quizá debido al contraste entre el frío aullante de fuera y el calor lujoso de dentro, o tal vez por el alivio de ver a Jamie a salvo después de tantas horas de miedo y preocupación.
Muebles oscuros y pesados resplandecían lustrosos a la luz de las velas y adornos de plata brillaban en el aparador. Una colección de cristalería y vajilla de porcelana ornamentaba la repisa de la chimenea y formaba un contraste extraño con la figura ensangrentada y sucia.
No hubo preguntas. Éramos huéspedes de Sir Marcus, y Lady Annabelle se comportaba como si fuera algo cotidiano recibir personas que sangraran sobre su alfombra a medianoche. De pronto se me ocurrió que tal vez ésta no fuera la primera visita de este tipo.
—Muy desagradable —comentó Sir Marcus en tanto contemplaba la mano destrozada con la pericia adquirida en el campo de batalla—. Y muy doloroso también, supongo. De todas maneras, no le matará, ¿verdad? —Se enderezó y me habló con aire confidencial.
»Pensé que sería peor, por lo que usted me dijo. Excepto las costillas y la mano, no hay huesos rotos y el resto se curará bien. Diría que tuvo suerte, muchacho.
La figura en la cama emitió un débil resoplido.
—Supongo que se podría llamar suerte. Pensaban colgarme por la mañana. —Movió la cabeza en la almohada para tratar de mirar a Sir Marcus—. ¿Lo sabía..., señor? —agregó al reparar en el chaleco bordado de Sir Marcus con el escudo de armas trabajado en hilo plateado entre palomas y rosas.
MacRannoch agitó una mano para restar importancia a ese detalle insignificante.
—Bueno, si pretendía mantenerle presentable para el verdugo, se le fue un poco la mano con la espalda —apuntó. Quitó el paño empapado y lo reemplazó por otro seco.
—Sí. Perdió la cabeza cuando... cuando... —Jamie se esforzó por continuar pero se rindió y volvió el rostro hacia el fuego con los ojos cerrados—. ¡Cielos, qué cansado estoy!
Lo dejamos descansar hasta que el criado se presentó a mi lado con la tablilla y demás cosas que había pedido. Alcé con cuidado la mano derecha, toda deshecha, y la acerqué a las velas para examinarla.
Tendría que reacomodar los huesos lo antes posible. Los músculos lesionados ya estaban doblando los dedos. Me desalenté cuando comprendí el alcance del daño. Pero si Jamie quería volver a usar su mano, habría que intentarlo.
Lady Annabelle se había apartado durante el examen y observaba con interés. Cuando bajé la mano, se adelantó y abrió la caja de provisiones médicas.
—Supongo que querrá eupatorio y quizá corteza de cerezo. No sé... —Echó una ojeada a Jamie y añadió, insegura—: ¿Sanguijuelas, tal vez? —Su delicada mano revoloteó sobre un frasco tapado y lleno de líquido oscuro.
Me estremecí y sacudí la cabeza.
—No, al menos no por ahora. Lo que me vendría muy bien... ¿por casualidad no tendría usted algún tipo de calmante? —Me arrodillé junto a ella para inspeccionar el contenido de la caja.
—¡Oh, sí! —Su mano se movió certera hacia un frasco verde—. Flores de láudano —leyó de la etiqueta—. ¿Servirá?
—Perfecto. —Acepté el frasco con agradecimiento.
»Bien —dije a Jamie y vertí una pequeña cantidad del líquido fragante en un vaso—. Te tendrás que sentar para beber esto. Luego te dormirás por un buen rato. —De hecho, tenía mis dudas sobre la conveniencia de administrar láudano sobre tanta cantidad de whisky, pero la alternativa —reconstruir la mano con Jamie consciente— era impensable. Ladeé la botella para servir un poco más.
La mano sana de Jamie en mi brazo me lo impidió.
—No quiero drogas —declaró con firmeza—. Tal vez un poquito más de whisky... —Titubeó y se tocó con la lengua el labio mordido—. Y algo para morder.
Sir Marcus, al oír esto, cruzó hasta el hermoso y reluciente escritorio Sheraton que había en el rincón y se puso a hurgar en él. Regresó al cabo de unos minutos con un pequeño trozo de cuero gastado. Lo observé de cerca y advertí docenas de huellas semicirculares superpuestas en el cuero grueso. Marcas de dientes, comprendí con estupor.
—Tome —dijo Sir Marcus—. Usé esto en St. Simone mientras me sacaban una bala de mosquete de la pierna.
Me quedé mirando boquiabierta en tanto Jamie tomaba el cuero con un movimiento de cabeza en señal de agradecimiento y pasaba un pulgar sobre las marcas. Algo confundida, hablé con lentitud.
—¿De veras esperas que te coloque nueve huesos rotos estando despierto?
—Sí —replicó. Se colocó el cuero entre los dientes y lo mordió para probarlo. Lo movió de un lado a otro hasta situarlo bien.
Tanta tragicomedia pudo conmigo y perdí el escaso control que había logrado conservar hasta el momento.
—¡Deja de actuar como un maldito héroe! —lo increpé—. ¡Todos sabemos lo que has hecho, no necesitas demostrar cuánto puedes soportar! ¿O acaso crees que nos derrumbaremos si tú no estás al frente de todo diciéndonos lo que debemos hacer a cada minuto? ¿¡Quién diablos crees que eres!? ¿¡John Wayne!?
Hubo un silencio incómodo. Jamie me miraba con la boca abierta. Por fin, habló.
—Claire —susurró—, estamos a tres kilómetros de la prisión de Wentworth. Se supone que me colgarán por la mañana. No importa lo que le haya ocurrido a Randall; los ingleses pronto notarán mi ausencia.
Me mordí el labio. Tenía razón. Los otros prisioneros liberados por descuido taparían el asunto por un tiempo, pero al final se realizaría un recuento, que conllevaría una búsqueda. Y gracias al discreto método de escape que yo había elegido, los ingleses no tardarían mucho en concentrar su atención en Elridge Manor.
—Si tenemos suerte —prosiguió la voz suave—, la nieve retrasará la búsqueda hasta que nos hayamos ido. Si no... —Se encogió de hombros y clavó la vista en las llamas—. Claire, no dejaré que me atrapen de nuevo. No quiero que me encuentren aquí drogado, indefenso y tendido... ni tampoco despertar encadenado otra vez en una celda... No lo soportaría, Claire.
Tenía las pestañas húmedas, pero mantuve los ojos muy abiertos. No deseaba parpadear y que las lágrimas se deslizaran por mis mejillas.
Jamie cerró los ojos para protegerlos del calor del fuego. El resplandor prestó una falsa apariencia rubicunda y saludable a las mejillas blancas. Podía ver trabajar los largos músculos en la garganta mientras tragaba.
—No llores, Sassenach —agregó en voz tan baja que apenas pude oírlo. Estiró la mano sana y me acarició la pierna para tranquilizarme—. Supongo que estamos a salvo, pequeña. Si pensara lo contrario, no malgastaría ni una de mis últimas horas permitiéndote curarme una mano que no volvería a usar. Ve a buscar a Murtagh. Después tráeme algo de beber y seguiremos con esto.
Ocupada en la mesa con los preparativos médicos, no oí lo que le dijo a Murtagh. Las dos cabezas se juntaron un instante y la enérgica mano de Murtagh acarició la oreja del hombre más joven..., una de las pocas partes ilesas.
Con un breve ademán de despedida, Murtagh se deslizó furtivamente hacia la puerta. Como una rata, pensé, que se escurre por el resquicio de la puerta para pasar inadvertida. Estaba detrás de él cuando salió al pasillo y lo agarré de la capa antes de que se me escapara.
—¿Qué le ha dicho? —pregunté furiosa—. ¿Adónde va?
El hombrecillo vaciló un momento, pero respondió sin rodeos.
—Debo ir con Abasalom hacia Wentworth y vigilar en esa dirección. Si los casacas rojas vienen hacia aquí, tengo que adelantarme a ellos y, si hay tiempo, asegurarme de que se oculten usted y él. Después, me marcharé llevándome tres caballos para despistarlos. Hay un sótano; podría ser un buen escondite si no son muy meticulosos buscando.
—¿Y si no hay tiempo para ocultarnos? —Lo miré con los ojos entrecerrados desafiándole a que no me contestara.
—Entonces tendré que matarlo a él y llevarla conmigo —respondió presto—. Por las buenas o por las malas —añadió con una sonrisa maliciosa y se volvió para irse.
—¡Espere un minuto! —grité con voz severa y se detuvo—. ¿Le sobra alguna daga?
Enarcó las cejas despeinadas pero se llevó enseguida una mano al cinto.
—¿Necesita una? Tome. —Su mirada abarcó la opulencia y la tranquilidad del vestíbulo, el techo con Adán pintado y el empanelado con motivos tallados.
La daga que llevaba en mi media ya no servía para nada. Tomé la que me ofreció Murtagh y la deslicé en mi espalda, entre la falda y el corpiño, como había visto hacer a las gitanas.
—Nunca se sabe, ¿verdad? —repliqué.
Cuando todo estuvo listo, examiné la mano con la mayor suavidad posible. Calculé el daño y decidí qué debía hacerse. Jamie contuvo el aliento con fuerza cuando toqué un lugar especialmente doloroso, pero conservó los ojos cerrados mientras yo delineaba cada hueso y articulación por separado para determinar la posición de cada fractura y dislocación.
—Lo siento —murmuré.
Tomé la mano sana y repetí la operación con ambas manos a la vez, comparando. Sin rayos X ni experiencia para guiarme, tendría que depender de mi sensibilidad para hallar y realinear los huesos destrozados.
La primera articulación estaba bien, pero la segunda falange estaba partida, pensé. Presioné un poco para calcular la longitud y dirección de la fractura. La mano lastimada permaneció quieta en mis dedos, pero la sana se contrajo involuntariamente.
—Lo siento —susurré otra vez.
La mano sana se deslizó fuera de las mías y Jamie se incorporó en un codo. Escupió el pedazo de cuero y me observó con una expresión divertida pero exasperada.
—Sassenach —dijo—, si vas a disculparte cada vez que me hagas daño, será una noche muy larga... y ya ha durado bastante.
Debía de tener un aspecto compungido, porque comenzó a estirarse hacia mí, pero se detuvo y dio un respingo a causa del movimiento. Controló el dolor y habló con firmeza.
—Sé que no deseas hacerme daño. Pero no tienes otra alternativa y no es necesario que suframos los dos. Haz lo que tengas que hacer y yo gritaré cuando deba hacerlo.
Volvió a morder la cinta de cuero y me enseñó los dientes apretados con fuerza. Después, lenta y deliberadamente, se puso bizco. La cara de pazguato que se le puso fue tal, que no pude contenerme y prorrumpí en una carcajada medio histérica.
Me tapé la boca con las manos y me ruboricé al ver los rostros asombrados de Lady Annabelle y los criados, que al estar detrás de Jamie no podían verle la cara. Sir Marcus desde su asiento junto a la cama había vislumbrado algo y sonrió.
—Además —añadió Jamie y escupió de nuevo el cuero—, si los ingleses llegan a aparecer después de esto, creo que les rogaré que me vuelvan a encarcelar.
Recogí el cuero, se lo puse entre los dientes y le empujé la cabeza hacia abajo.
—Payaso. Sabelotodo. Héroe tonto. —Me había quitado un peso de encima y trabajé con más calma. Seguía notando cada crispación y mueca, pero al menos ya no me hacían sentir tan mal.
Absorta en mi trabajo, concentré toda mi energía en la yema de los dedos para evaluar cada herida y decidir la mejor manera de realinear los huesos rotos. Por fortuna, el pulgar había sufrido menos; apenas una fractura simple de la primera articulación. Eso sería fácil. La falange distal del dedo anular había desaparecido por completo. Sentí el chirrido pulposo de astillas de hueso cuando lo hice rodar suavemente entre mi propio pulgar y el índice. Jamie gimió. No había nada que hacer, salvo entablillar la articulación y esperar lo mejor.
La fractura del dedo medio presentaba el problema mayor. Habría que tirar del dedo y empujar hacia abajo el hueso que sobresalía a través de la carne desgarrada. Había visto hacerlo —bajo anestesia general y con la ayuda de rayos X.
Hasta ese momento, las dificultades habían sido más de tipo técnico, buscando la forma de reconstruir una mano destrozada y deforme. Pero ahora me encontraba ante el dilema de los médicos que rehusan asistir a miembros de su propia familia. Algunos trabajos médicos requieren cierta dosis de crueldad para que tengan éxito, y es necesario un distanciamiento emocional para poder emplear métodos curativos que causen dolor físico.
Sir Marcus acercó en silencio un taburete junto a la cama y se acomodó en él. Cuando terminé de vendar, cogí la mano sana de Jamie y la enlacé con la de él.
—Apriete cuanto quiera, muchacho.
Sin la piel de oso y con los bucles entrecanos atados detrás, MacRannoch ya no era el intimidante hombre salvaje del bosque. Su aspecto era el de un hombre maduro, de porte militar, barba bien recortada y vestido con sobriedad. Nerviosa por lo que estaba a punto de hacer, su sólida presencia me reconfortaba.
Respiré hondo y recé para lograr el distanciamiento necesario.
Fue un trabajo largo, horrible y desgarrador, aunque también fascinante. Algunas partes, como el entablillado de los dos dedos con fracturas simples, resultaron sencillas. Otras no. Jamie gritó —a pleno pulmón— cuando le ensamblé el dedo medio. Tuve que hacer bastante fuerza para presionar el hueso astillado a través de la piel. Vacilé unos segundos, acobardada, pero Sir Marcus me alentó con un urgente «¡Adelante, muchacha!».
De pronto recordé lo que Jamie me había dicho la noche en que nació la hija de Jenny: «Puedo tolerar mi propio dolor, pero no podría soportar el tuyo. No tengo fuerzas suficientes.» Tenía razón; exigía mucha fuerza. Esperaba que ambos la tuviéramos.
El rostro de Jamie estaba vuelto, pero vi cómo se tensaban los músculos de la mandíbula cuando mordió el cuero con mayor intensidad. Apreté los dientes y continué. La punta del hueso desapareció con lentitud a través de la piel y el dedo se enderezó con agonizante resistencia. Ambos quedamos temblando.
Mientras trabajaba, comencé a perder conciencia de todo lo que no fuera aquel forcejear de huesos. Jamie gruñía a ratos y tuve que detenerme en dos ocasiones para que vomitara, en su mayoría whisky, ya que no había comido mucho en la prisión. Pero la mayor parte del tiempo se la pasó mascullando en gaélico y con la frente apretada contra las rodillas de Sir Marcus. El cuero en la boca no me permitía distinguir si maldecía o rezaba.
Por fin, los cinco dedos quedaron rectos como alfileres nuevos y duros como palos, vendados y sujetos con tablillas. Temía que se infectaran, en especial el dedo medio, pero por lo demás, estaba segura de que se curarían bien. Por suerte, sólo una articulación había sufrido un daño irreversible: el dedo anular tal vez quedara rígido; pero los demás funcionarían con normalidad... y a su tiempo. No podía hacer nada con los huesos metacarpianos rotos ni la herida del clavo, excepto aplicar un lavado antiséptico y una cataplasma y rezar para que no se infectaran con tétanos. Retrocedí y agité los miembros tensos. El corpiño estaba empapado de sudor por el calor que despedía el fuego a mis espaldas.
Lady Annabelle se me acercó de inmediato y me llevó a una silla. Puso entre mis temblorosas manos una taza de té con unas gotas de whisky. Sir Marcus, un asistente de quirófano excelente, desataba el brazo cautivo de Jamie y frotaba las marcas que la correa había dejado al clavarse en la carne. La mano que había sujetado la de Jamie estaba manchada de sangre.
No recordaba haber agachado la cabeza, pero de repente, me sobresalté al sentir un crujido en el cuello. Lady Annabelle me instaba a levantarme con una mano suave debajo del codo.
—Venga, querida. Está extenuada. Usted también necesita atención y dormir un poco.
Me negué con la mayor cortesía posible.
—No, no puedo. Tengo que terminar... —Las palabras se perdieron en la nebulosa de mi mente y Sir Marcus me quitó la botella de vinagre y el paño de las manos.
—Me encargaré del resto. Tengo experiencia con los vendajes. Del campo de batalla, ¿sabe? —Descorrió las mantas y comenzó a limpiar la sangre de los latigazos con una suavidad y energía sorprendentes. Nuestras miradas se toparon y sonrió con la barba un poco ladeada—. Hubo un tiempo en que limpiaba muchas heridas de este tipo —añadió—. Y también curaba algunas. Éstas no son nada, muchacho. Sanarán en unos días. —Sabía que tenía razón y me acerqué hasta la cabecera de la cama. Jamie estaba despierto y hacía algunas muecas cuando la solución antiséptica entraba en contacto con las heridas en carne viva. Pero tenía los párpados pesados y los ojos oscurecidos de dolor y agotamiento.
—Ve a dormir, Sassenach. Estaré bien.
No sé si lo estaría, pero, evidentemente, yo no lo estaba o no lo estaría por mucho tiempo. Me tambaleaba de cansancio y los rasguños en las piernas empezaban a arderme. Absalom me los había limpiado en la cabaña pero necesitaban un emplasto.
Asentí aturdida y me volví en respuesta a la presión gentil en mi codo ejercida por Lady Annabelle.
A mitad de camino en las escaleras, recordé que había olvidado explicar a Sir Marcus cómo vendar los cortes. Habría que vendar y acolchar las heridas profundas sobre los hombros para que Jamie pudiera ponerse una camisa cuando nos marcháramos. Pero las marcas de látigo más ligeras debían quedar al aire libre para facilitar la formación de costras. Eché una ojeada al cuarto de huéspedes al que me llevó Lady Annabelle, me disculpé y me tambaleé escaleras abajo hacia la sala. Me detuve en las sombras del vano, con Lady Annabelle a mis espaldas. Jamie tenía los ojos cerrados. Al parecer, el whisky y la fatiga lo habían sumido en un sopor. Las mantas estaban descorridas; el calor del fuego era más que suficiente. Al estirarse a través de la cama para buscar un paño, Sir Marcus apoyó una mano casualmente en las nalgas de Jamie. El efecto fue eléctrico. La espalda de Jamie se arqueó con brusquedad, los músculos del trasero se tensaron con fuerza y dejó escapar un sonido involuntario de protesta. Giró el cuerpo a pesar de las costillas rotas y miró a Sir Marcus con ojos sobresaltados y borrosos. Sorprendido, Sir Marcus se quedó paralizado un instante, luego se inclinó, tomó a Jamie del brazo y lo volvió a acomodar boca abajo con suavidad. Deslizó con delicadeza un dedo por la piel. Al frotarse los dedos, percibió un brillo aceitoso y visible a la luz del fuego.
—Oh —musitó con calma. El viejo soldado cogió la manta y tapó a Jamie hasta la cintura. Los hombros tensos se relajaron un poco.
Sir Marcus se sentó junto a la cabeza de Jamie y sirvió dos vasos más de whisky.
—Al menos tuvo la consideración de lubricarle antes —observó. Entregó un vaso a Jamie, que, con esfuerzo, se apoyó en los codos.
—Ah, bueno. No creo que lo hiciera por mi propio bien —contestó en tono seco.
Sir Marcus bebió un trago y chasqueó los labios con aire pensativo. Por un momento, no hubo ningún sonido excepto el crepitar del fuego, pero ni Lady Annabelle ni yo nos movimos para entrar en la sala—. Si le sirve de consuelo —expresó Sir Marcus de pronto con los ojos fijos en el vaso—, está muerto.
—¿Está seguro? —El tono de Jamie era indescifrable.
—No creo que nadie sobreviva después de ser pisoteado por treinta animales de quinientos kilos. Salió al pasillo para ver qué era aquel ruido y cuando vio las bestias, quiso retroceder. Un cuerno le enganchó por la manga y lo lanzó fuera. Lo vi caer cerca de la pared. Sir Fletcher y yo estábamos en las escaleras. Por supuesto, Sir Fletcher estaba alterado y envió algunos hombres tras él, pero no pudieron acercarse en medio de las cornadas y los empellones de los animales. Las antorchas se cayeron de las paredes con el alboroto. ¡Caramba, muchacho, debería haberlo visto! —El recuerdo hizo silbar a Sir Marcus mientras agarraba la botella de whisky—. ¡Su esposa es una mujer extraordinaria, créame! —Resopló, se sirvió otro vaso y lo vació entre atragantos y accesos de risa.
»En todo caso —resumió—, para cuando sacamos el ganado, el capitán no era más que un guiñapo ensangrentado. Los hombres de Sir Fletcher se lo llevaron, pero si aún vivía fue por poco tiempo. ¿Un poco más, muchacho?
—Sí, gracias.
Se hizo un silencio breve, quebrado por Jamie.
—No, no me sirve de mucho consuelo, pero gracias por contármelo.
Sir Marcus se le quedó mirando.
—Mmfm. Nunca lo olvidará —sentenció—. Ni siquiera lo intente. Si puede, deje que cicatrice como el resto de sus heridas. Déjelo en paz y se curará bien. —El anciano guerrero levantó un antebrazo nudoso. Se había arremangado la camisa durante la curación y ahora enseñaba a Jamie una cicatriz dentada que se extendía desde el codo hasta la muñeca—. Las cicatrices no molestan.
—Sí, bueno. Algunas cicatrices, quizá. —Al parecer, Jamie recordó algo y trató de ponerse de costado. Sir Marcus bajó el vaso con una exclamación.
—Con cuidado, muchacho, o se perforará el pulmón con alguna costilla rota. —Lo ayudó a equilibrarse sobre el codo derecho y apiñó una manta detrás para sostenerlo.
—Necesito un cuchillo —jadeó Jamie—. Uno afilado, si es posible.
Sin vacilar, Sir Marcus fue hasta el resplandeciente aparador francés de nogal y revolvió en los cajones con un estruendo prodigioso. Por fin, extrajo un cuchillo de fruta con mango de nácar. Lo depositó en la mano sana de Jamie, se sentó con un quejido y volvió a tomar su vaso de whisky.
—¿No tiene cicatrices suficientes? —preguntó—. ¿Va a añadirse algunas más?
—Sólo una. —Jamie se meció inseguro sobre un codo, con la barbilla apretada contra el pecho, y dirigió el cuchillo con torpeza hacia el pezón izquierdo. Sir Marcus extendió una mano de inmediato, algo temblorosa, y le sujetó la muñeca.
—Deje que le ayude, muchacho, o caerá sobre él. —Al cabo de una pausa, Jamie le entregó el cuchillo, no muy convencido, y se tumbó sobre la manta. Se tocó el pecho a unos tres o cinco centímetros debajo del pezón.
—Aquí. —Sir Marcus se estiró hacia el aparador, tomó una lámpara y la apoyó en el taburete vacío. Desde lejos, no podía ver lo que miraba. Parecía una quemadura roja y pequeña, de forma casi circular. Sir Marcus bebió otro trago largo de whisky, lo dejó junto a la lámpara y presionó la punta del cuchillo contra el pecho de Jamie. Debí de hacer un movimiento involuntario, porque Lady Annabelle me sujetó de la manga y murmuró una advertencia. La punta del cuchillo se hundió y giró con rapidez, como cuando se quita la parte fea de un durazno maduro. Jamie gimió una vez y un delgado hilo de sangre corrió por su vientre y manchó la manta. Rodó boca abajo y apretó la herida contra el colchón.
Sir Marcus dejó el cuchillo de fruta.
—En cuanto pueda, muchacho —le aconsejó—, lleve a su esposa a la cama y déjela que le consuele. A las mujeres les gusta hacer eso —añadió y sonrió hacia la oscuridad de la puerta—. Dios sabe por qué.
Lady Annabelle susurró:
—Vamos, querida. Es mejor dejarlo solo un rato. —Decidí que Sir Marcus podía arreglarse con los vendajes y la seguí escaleras arriba hacia mi habitación.
Asustada, desperté de un sueño sobre escaleras de caracol interminables con el horror acechando al final. Tenía la espalda cansada y me dolían las piernas, pero me senté y busqué la vela y las cerillas. Me sentía inquieta tan lejos de Jamie. ¿Y si me necesitaba? Peor, ¿y si venían los ingleses mientras estaba solo y desarmado allí abajo? Apreté el rostro contra la ventana fría y el silbido constante de la nieve contra el vidrio me tranquilizó. Mientras durara la tormenta, estaríamos a salvo. Me puse una bata, cogí la vela y el puñal y me encaminé hacia las escaleras.
La casa estaba en silencio, excepto por el crepitar del fuego. Jamie dormía, o al menos tenía los ojos cerrados, con el rostro vuelto hacia las llamas. Era la primera vez que estábamos solos desde aquellos pocos minutos desesperados en las mazmorras de Wentworth. Parecía haber pasado un siglo. Lo miré atentamente, como a un extraño.
Dadas las circunstancias, no tenía tan mal aspecto, pero igualmente me preocupaba. Durante la operación, había bebido whisky como para desmayar a un caballo y, a pesar de los vómitos, todavía le quedaba algo dentro.
Jamie no era mi primer héroe. En general, los hombres pasaban con demasiadas prisas por el hospital de campaña como para que las enfermeras se familiarizaran con ellos, pero de vez en cuando nos topábamos con alguno que hablaba demasiado poco o bromeaba en exceso y que sufría en silencio.
Yo sabía más o menos cómo ayudarlo. Si había tiempo y era de los que hablaban, me sentaba con él y lo escuchaba. Si era callado, lo tocaba al pasar y esperaba el momento de descuido en que lograría arrancarlo de sí mismo y sostenerlo mientras exorcizaba sus demonios. Si había tiempo. Si no lo había, le daba morfina y rezaba para que encontrara a alguien que lo escuchara mientras yo atendía a otro hombre con heridas visibles.
Tarde o temprano, Jamie hablaría con alguien. Había tiempo. Pero esperaba que no fuera conmigo.
Estaba destapado hasta la cintura y me agaché para examinarle la espalda. Era una visión increíble. Apenas el grosor de una mano separaba los cortes, infligidos con una regularidad pasmosa. Debió de estar de pie como un centinela mientras lo castigaban. Eché una ojeada a sus muñecas... no tenían marcas. O sea, que había cumplido su palabra de no resistirse. Y se había mantenido quieto durante la penosa experiencia, pagando el precio convenido a cambio de mi vida.
Me froté los ojos con la manga. No me daría las gracias, pensé, por llorar sobre su cuerpo tendido. Cambié el peso de mi cuerpo y el camisón hizo ruido. Jamie abrió los ojos sin inquietarse. Me dirigió una sonrisa débil y cansada, pero real. Abrí la boca y de pronto me di cuenta de que no sabía qué decirle. «Gracias» era imposible. «¿Cómo te sientes?» era ridículo; obviamente se sentía como los mismos demonios. Mientras pensaba, él habló primero.
—¿Claire? ¿Estás bien, amor mío?
—¿Si «yo» estoy bien? ¡Por Dios, Jamie! —Las lágrimas humedecieron mis pestañas y parpadeé con fuerza. Jamie alzó la mano sana despacio, como si estuviera encadenado, y me acarició el cabello. Me acercó hacia él pero me aparté. Por primera vez, tuve conciencia de mi aspecto: la cara arañada y cubierta de savia de árbol y el pelo tieso y manchado con substancias innombrables.
—Ven aquí —dijo—. Quiero abrazarte un momento.
—Pero estoy llena de sangre y vómito —protesté mientras hacía un esfuerzo inútil por atusarme el cabello.
Jamie resolló. La débil exhalación era todo cuanto las costillas rotas le permitían a modo de risa.
—Por el amor de Dios, Sassenach, la sangre y el vómito son míos. Ven aquí.
Me reconfortaba sentir su brazo en mis hombros. Apoyé la cabeza en la almohada junto a la de él y permanecimos en silencio al lado del fuego. Nos dimos fuerzas y paz el uno al otro. Los dedos de Jamie acariciaron la pequeña herida debajo de mi mandíbula.
—Pensé que nunca más volvería a verte, Sassenach. —Su voz era baja y un poco ronca por el whisky y los gritos—. Me alegra que estés aquí.
Me senté.
—¡Que no volverías a verme! ¿Por qué? ¿Creíste que no te sacaría de allí?
Sonrió de lado.
—Bueno, no creí que lo lograras. Pero pensé que si te lo decía, te pondrías terca y te negarías a marcharte.
—¡Yo terca! —exclamé con indignación—. ¡Mira quién habla!
Hubo una pausa que se volvió un poco incómoda. Tenía que preguntarle algunas cosas, necesarias desde el punto de vista médico pero delicadas en cuanto a lo personal. Por fin, me decidí por el «¿Cómo te sientes?».
Tenía los ojos cerrados, ensombrecidos y hundidos a la luz de las velas, pero las líneas de la espalda estaban tensas debajo de las vendas. La boca, ancha y magullada, se torció entre una sonrisa y una mueca.
—No lo sé, Sassenach. Nunca sentí esto. Es como si quisiera hacer varias cosas a la vez, pero mi mente estuviera en guerra conmigo y mi cuerpo me hubiera traicionado. Deseo irme de aquí ahora mismo y correr tan rápido y tan lejos como pueda. Quiero pegarle a alguien. ¡Cielos, quiero pegarle a alguien! Deseo quemar la prisión de Wentworth hasta los cimientos. Quiero dormir.
—La piedra no arde —repliqué de manera práctica—. Quizá sea mejor que duermas.
La mano sana buscó la mía y la encontró. La boca se relajó un poco, pero los ojos permanecieron cerrados.
—Deseo abrazarte fuerte y besarte y no soltarte nunca. Quiero llevarte a mi cama y usarte como a una prostituta hasta olvidar que existo. Y quiero apoyar mi cabeza en tu regazo y llorar como un niño.
Con una media sonrisa y un ojo entreabierto, añadió:
—Por desgracia, no puedo hacer nada de eso, excepto lo último, sin desmayarme o vomitar otra vez.
—Entonces tendrás que conformarte con eso y dejar lo otro para más adelante —sugerí con una risita.
Fue un poco difícil y Jamie estuvo a punto de vomitar de nuevo, pero al final logré acomodarme en la cama con la espalda contra la pared y su cabeza sobre mi muslo.
—¿Qué fue lo que Sir Marcus te cortó del pecho? —dije—. ¿Una marca? —insinué al no recibir respuesta. La cabeza brillante se movió apenas en señal de afirmación.
—Un sello, con las iniciales de él. —Jamie emitió una risita—. Es suficiente con tener que acarrear sus marcas por el resto de mi vida para encima permitir que me deje su firma, como a un maldito cuadro.
La cabeza descansaba con pesadez en mi muslo. Su respiración por fin se serenó y se transformó en exhalaciones soñolientas. Los vendajes blancos en la mano resaltaban fantasmales contra la manta oscura. Delineé suavemente una marca quemada del hombro, que brillaba con aceite dulce.
—¿Jamie?
—¿Mmm?
—¿Estás muy lastimado?
Despierto, miró su mano vendada y luego mi rostro. Cerró los ojos y empezó a temblar. Alarmada, creí haber provocado algún recuerdo intolerable, hasta que me di cuenta de que reía, lo bastante fuerte para que se le llenaran los ojos de lágrimas.
—Sassenach —pronunció entre jadeos al cabo de unos minutos—. Me quedan tal vez treinta y cinco centímetros cuadrados de piel que no están magullados, quemados o cortados. ¿Y me preguntas si estoy muy lastimado? —Se sacudió otra vez. El colchón de fieltro crujió y chirrió.
—Me refería... —comencé a aclarar algo enojada, pero me interrumpió. Apoyó la mano sana sobre la mía y se la llevó a los labios.
—Sé a qué te referías, Sassenach —expresó y volvió la cabeza hacia mí—. No te preocupes. Los treinta y cinco centímetros ilesos están todos entre mis piernas.
Aprecié el esfuerzo por la broma, a pesar de lo inadecuada, y le palmeé la boca despacio.
—Estás borracho, James Fraser —lo regañé. Hice una pausa—. ¿Treinta y cinco, eh?
—Ah, bueno. Quizá sean cuarenta. Oh, Sassenach, no me hagas reír otra vez; las costillas no aguantarán. —Le sequé los ojos con el camisón y le sostuve la cabeza con la rodilla para que bebiera un poco de agua.
—De todos modos, no me refería a eso —repliqué.
Se puso serio. Me tomó la mano otra vez y la apretó.
—Lo sé —respondió—. No necesitas ser delicada en el tema. —Respiró hondo y dio un respingo—. Yo tenía razón: dolía menos que los azotes. —Cerró los ojos—. Pero fue mucho más desagradable. —Un destello de humor mordaz hizo temblar la comisura de los labios—. Al menos no estaré estreñido por un tiempo. —Me estremecí y apretó los dientes. Respiraba con resuellos cortos y agudos—. Lo siento, Sassenach. No..., no creí que me perturbaría tanto. Pero para contestar a tu pregunta, no, no estoy lastimado.
Tuve que esforzarme para mantener la voz serena y fría.
—No tienes que contármelo si no quieres. Pero si te hace sentir mejor... —Mis palabras se perdieron en un silencio embarazoso.
—No quiero hacerlo. —Su voz era de pronto amarga y enfática—. No quiero pensar en ello nunca más. Pero a menos que me corte la garganta, me parece que no tengo alternativa. No, pequeña, tengo tan pocas ganas de contártelo como tú de oírlo... pero tendré que sacármelo de dentro antes de que me ahogue.
Las palabras brotaban ahora en un torrente de amargura.
—Quería que me arrastrara y le rogara, y por Cristo, lo hice. Una vez te lo dije, Sassenach: puedes romper a cualquiera si estás dispuesto a lastimarlo lo suficiente. Bueno, él estaba dispuesto. Consiguió que me arrastrara y le rogara. Me hizo hacer cosas peores y antes de que todo terminara, consiguió que deseara mucho estar muerto.
Se quedó callado mucho tiempo, con la vista fija en el fuego. Luego suspiró fuerte y el dolor torció su rostro en una mueca.
—Ojalá pudieras aliviarme, Sassenach, lo ansío con locura, porque no hay sosiego dentro de mí. Pero no es como una espina envenenada, que si logras agarrarla bien la puedes sacar entera. —Su mano sana descansaba en mi rodilla. Flexionó los dedos y los estiró, rojizos a la luz de las llamas—. Tampoco es como algo que se rompe en alguna parte. Si pudieras componerlo pedazo a pedazo, como has hecho con la mano, soportaría el dolor con gusto. —Apretó los dedos en un puño y lo apoyó en mi pierna. Frunció el ceño.
»Es... difícil de explicar. Es... es como... Creo que todos poseemos un rincón dentro de nosotros, un sitio privado que guardamos para nosotros. Es como un pequeño fuerte donde habita la parte más íntima de cada uno..., quizá sea el alma, o lo que sea, que hace que seas tú y no otra persona.
La lengua tanteó de manera inconsciente el labio hinchado mientras pensaba.
—Por lo general, nadie enseña ese rincón a nadie, salvo a veces a alguien al que se ama mucho. —La mano se relajó y se acomodó en mi rodilla. Tenía los ojos cerrados otra vez, las pestañas selladas contra la luz.
»Y ahora siento... como si mi propio fuerte hubiera sido volado con pólvora. No queda nada de él excepto cenizas y una cumbrera humeante. Y la cosa pequeña y desnuda que vivía allí está al descubierto. Chilla y gime asustada, trata de ocultarse debajo de una brizna de hierba o de una hoja, pero... pero no... no es... fácil. —Se le quebró la voz y giró la cabeza para ocultar la cara en mi regazo. Impotente, me limité a acariciarle el pelo.
De improviso, alzó la cabeza. Tenía el rostro tan tenso que parecía a punto de partirse.
—He estado cerca de la muerte en varias ocasiones, Claire, pero nunca quise morir realmente. Esta vez sí. Yo... —La voz volvió a quebrársele y calló. Apretó mi rodilla con intensidad. Cuando volvió a hablar, su voz era estridente y jadeante, como si hubiera corrido un largo trecho.
—Claire, podrías..., yo... Claire, abrázame. Si empiezo a temblar de nuevo no podré parar. ¡Abrázame, Claire! —De hecho, comenzaba a temblar con violencia. Las sacudidas lo hacían gemir de dolor mientras se rodeaba las costillas rotas. Temía lastimarlo, pero más temía dejar que continuara el traqueteo.
Me incliné sobre él, envolví mis brazos alrededor de sus hombros y lo abracé tan fuerte como pude. Me mecí de un lado a otro como si el ritmo reconfortante pudiera detener los torturantes espasmos. Le puse una mano en la nuca y hundí los dedos en los músculos. Masajeé la hendidura profunda en la base del cráneo para relajarlo. Por fin, el temblor cesó y la cabeza cayó sobre mi muslo, exhausta.
—Lo siento —se disculpó un minuto después con su voz normal—. No quería que esto pasara. La verdad es que estoy dolido y muy borracho. He perdido un poco el control. —Que un escocés admitiera, incluso en privado, estar borracho, pensé, era señal de lo mucho que sufría.
—Necesitas dormir —respondí con suavidad y sin dejar de frotarle la nuca—. Y mucho. —Usé mis dedos lo mejor que pude. Los moví y presioné como el viejo Alec me había enseñado y logré que se adormeciera otra vez.
—Tengo frío —murmuró. El fuego era intenso y había varias mantas en la cama, pero tenía los dedos helados.
—Has sufrido una conmoción —expliqué— y has perdido muchísima sangre. —Miré a mi alrededor, pero tanto los MacRannoch como los criados habían desaparecido para irse a sus propias camas. Murtagh, supuse, todavía estaría fuera en la nieve, vigilando en dirección a Wentworth en caso de que los ingleses iniciaran la búsqueda. Me encogí mentalmente de hombros por el sentido del decoro que pudiera tener nadie y me quité el camisón para deslizarme después bajo de las mantas.
Con la mayor suavidad posible, me acomodé junto a Jamie para darle calor. Giró el rostro en mi hombro como un niño. Le acaricié el pelo y lo tranquilicé masajeándole los músculos tensos de la nuca sin tocar las zonas lastimadas.
—Apoya la cabeza, pequeño mío —le insté al recordar a Jenny y a su hijo.
Jamie profirió un sonido divertido.
—Mi madre solía decirme eso —susurró—. Cuando era niño.
»Sassenach —murmuró contra mi hombro, un momento después.
—¿Mm?
—¿Quién rayos es John Wayne?
—Tú —respondí—. Duerme.