40
La absolución
No recordaba haber caminado hasta la cama, pero debí hacerlo porque me desperté allí. Anselm estaba leyendo junto a la ventana. Me senté de un salto.
—¿Y Jamie? —gruñí.
—Dormido —respondió al tiempo que dejaba el libro. Echó un vistazo a la vela reloj en la mesa—. Como usted. Ha estado con los ángeles durante las últimas treinta y seis horas, ma belle. —Llenó una taza con la jarra de barro y la acercó a mis labios. En otra época, habría considerado que beber vino en la cama antes de siquiera lavarse los dientes era signo de la mayor decadencia. Sin embargo, en un monasterio, junto a un fraile franciscano, el hecho parecía menos pecaminoso. Además, el vino sirvió para desterrar el gusto enmohecido que tenía en la boca.
Saqué los pies de la cama y me senté dando bandazos. Anselm me cogió del brazo y me volvió a tumbar. De pronto, me pareció que tenía cuatro ojos y más narices y bocas de las necesarias.
—Estoy un poco mareada —dije y cerré los ojos. Abrí sólo uno y resultó mejor. Al menos, había un solo Anselm, aunque algo borroso.
El monje me observó de cerca con preocupación.
—¿Desea que llame al hermano Ambrose o al hermano Polydore, madame? Por desgracia, no sé mucho de medicina.
—No, no será necesario. Me habré incorporado demasiado pronto. —Volví a intentarlo, más despacio. Esta vez, la habitación y su contenido permanecieron relativamente quietos. Cobré conciencia de una serie de magulladuras hasta entonces encubiertas por el mareo general. Traté de aclararme la garganta y me di cuenta de que me dolía. Hice un gesto de dolor.
—De veras, ma chère, creo que tal vez... —Anselm estaba junto a la puerta, listo para buscar ayuda. Parecía bastante alarmado. Me estiré para coger el espejo de la mesa, pero cambié de idea. En realidad, todavía no estaba preparada para eso. En cambio, cogí la jarra de vino.
Anselm regresó al cuarto despacio y permaneció de pie, mirándome. Una vez que se convenció de que no iba a desplomarme, volvió a sentarse. Bebí un sorbo de vino mientras mi cabeza se despejaba, tratando de dejar atrás los sueños inducidos por el opio. Así que estábamos vivos, después de todo. Ambos.
Mis sueños habían sido caóticos, llenos de violencia y sangre. Había soñado una y otra vez que Jamie estaba muerto o agonizando. Y en algún lugar, en la neblina, había aparecido la imagen del chico en la nieve, con su sorprendido rostro redondo superpuesto sobre la visión de la cara lastimada y golpeada de Jamie. En ocasiones, el bigote patético y difuso aparecía en la faz de Frank. Recordaba con claridad haberlos matado a los tres. Me sentía como si hubiera pasado la noche en medio de una masacre y me dolían todos los músculos con una especie de depresión sorda.
Anselm seguía allí. Me observaba con paciencia y las manos apoyadas en las rodillas.
—Hay algo que puede usted hacer por mí, padre —aventuré.
Se puso de pie al instante, ansioso por ayudarme. Se estiró para coger la jarra.
—Por supuesto. ¿Más vino?
Esbocé una tenue sonrisa.
—Sí, pero luego. Ahora quiero que escuche mi confesión.
Se desconcertó, pero enseguida recuperó su profesional dominio de sí mismo.
—Desde luego, chère madame, si así lo desea. Pero de veras, ¿no sería mejor llamar al padre Gerard? Es un confesor muy bien considerado mientras que yo... —Se encogió de hombros—. Por supuesto, estoy autorizado a confesar, pero en realidad lo hago en raras ocasiones, dado que soy sólo un simple estudioso.
—Quiero que sea usted —declaré con firmeza—. Y quiero hacerlo ahora.
Suspiró con resignación y fue a buscar su estola. Se la colocó alrededor del cuello de modo que la seda de color violáceo cayera brillante y recta a lo largo de la pechera del hábito negro. Se sentó en el banco, me bendijo con rapidez y se dispuso a esperar.
Y le conté todo. Todo. Quién era yo y cómo había llegado allí. Le conté sobre Frank y Jamie. Y sobre el joven soldado inglés de rostro pálido que había muerto en la nieve.
No cambió su expresión al oírme, pero sus enormes ojos castaños se fueron agrandando. Cuando terminé, parpadeó una o dos veces, abrió la boca como si fuera a hablar y volvió a cerrarla. Agitó la cabeza para aclarar sus ideas.
—No —manifesté con paciencia. Tosí; me salía voz de rana mugidora—. No lo ha soñado ni lo ha imaginado. Ahora se da cuenta por qué quería decírselo bajo secreto de confesión.
Asintió, algo distraído.
—Sí. Sí, claro. Si... pero sí, por supuesto, usted no quería que yo se lo contara a nadie. Además, como me lo ha dicho bajo secreto sacramental, espera que la crea. Pero... —Se rascó la cabeza y luego levantó la vista para mirarme. Una gran sonrisa le iluminó las facciones—. ¡Pero qué maravilloso! ¡Qué extraordinario y maravilloso!
—«Maravilloso» no es la palabra que yo hubiera elegido —comenté con ironía—, pero «extraordinario» es apropiada. —Volví a toser y me serví más vino.
—Pero... es un milagro —murmuró como si hablara consigo mismo.
—Si usted lo dice. —Suspiré—. Lo que quiero saber es qué debo hacer. ¿Soy culpable de asesinato? ¿O de adulterio? No es que haya mucho que hacer en cualquiera de los dos casos, pero quiero saberlo. Y dado que estoy aquí, ¿cómo debo actuar? ¿Puedo (o debo) utilizar lo que sé... para cambiar las cosas? Ignoro si es posible, pero si lo es, ¿tengo derecho a hacerlo?
Se echó hacia atrás en el banco mientras pensaba. Con lentitud, alzó el dedo índice de ambas manos y los unió por la punta. Pasó largo rato mirándolos. Por fin, sacudió la cabeza y me sonrió.
—No lo sé, ma bonne amie. Como usted comprenderá, no se trata de una situación que acostumbre a darse en el confesonario y, por lo tanto, no estoy preparado para enfrentarme a ella. Tendré que meditar y rezar. Sí, tendré que orar. Esta noche, reflexionaré sobre su situación durante mi vigilia ante el Santísimo Sacramento. Y tal vez mañana pueda aconsejarla.
Me indicó que me arrodillara.
—Por ahora, hija mía, la absuelvo. Cualesquiera que sean sus pecados, confíe en que le serán perdonados.
Levantó una mano para la bendición y apoyó la otra en mi cabeza.
—Te absolvo, in nomine Patri, et Filii...
Se incorporó y me ayudó a ponerme en pie.
—Gracias, Padre —dije. No era creyente y había utilizado la confesión para forzarlo a tomarme en serio. Por lo tanto, me sorprendí al experimentar una cierta mejoría en mi estado de ánimo. Quizá, simplemente fuera alivio por haber contado la verdad a alguien.
Hizo un gesto de despedida con la mano.
—La veré mañana, chère madame. Por ahora, debe usted descansar un poco más, si puede.
Se dirigió hacia la puerta al tiempo que doblaba la estola minuciosamente. Al llegar a la puerta, se detuvo un instante y se volvió para sonreírme. Un entusiasmo infantil le encendía los ojos.
—Y tal vez mañana... —agregó— tal vez pueda... contarme cómo es.
Le devolví la sonrisa.
—Sí, Padre. Le contaré.
No bien se hubo marchado, me fui al cuarto de Jamie haciendo eses. Quería verlo. Había visto un buen número de cadáveres en mejores condiciones que él, pero su pecho se elevaba y descendía con regularidad y el siniestro tono verdoso había desaparecido de su piel.
—Lo he despertado varias veces para darle algunas cucharadas de caldo. —El hermano Roger estaba a mi lado y me hablaba con suavidad. Su mirada pasó del paciente a mí y el monje se impresionó ante mi aspecto. Debería haberme peinado—. Eh, quizá... ¿no querrá usted un poco?
—No, gracias. Creo... creo que después de todo dormiré un poco más. —Ya no me sentía agobiada por la culpa y la depresión. Una pesada y agradable soñolencia se extendía por mis miembros. Gracias a los efectos de la confesión o del vino, descubrí con asombro que ansiaba llegar a la cama y sumirme en el olvido.
Me acerqué para tocar a Jamie. Estaba caliente, pero sin rastros de fiebre. Con ternura, le acaricié la cabeza y traté de arreglarle un poco el pelo. La comisura de los labios se movió ligeramente y volvió a su lugar. Pero se había curvado hacia arriba; estaba segura.
El día era frío y húmedo; cubría el horizonte con un manto gris que se confundía con la bruma plomiza de las colinas y la superficie manchada de nieve de la semana pasada. La abadía parecía envuelta dentro de un copo de algodón sucio. Aun en el interior del claustro, los habitantes habían sucumbido al silencio del invierno. El canto de las Horas de Oración en la capilla era suave y las gruesas paredes de piedra parecían absorber todos los sonidos, amortiguando el bullicio de la actividad cotidiana.
Jamie durmió durante casi dos días. Sólo se despertaba para beber un poco de caldo o vino. Una vez despierto, comenzó a curarse como cualquier hombre joven y sano que, de pronto, se encuentra privado de su usual independencia y fortaleza. En otras palabras, disfrutó de los mimos unas veinticuatro horas y luego se volvió inquieto, molesto, gruñón, rebelde y en extremo malhumorado.
Le dolían los cortes en los hombros. Le picaban las cicatrices de las piernas. Estaba harto de yacer boca abajo. Hacía demasiado calor en la habitación. Le molestaba la mano. El humo del brasero le provocaba ardor en los ojos y no podía leer. Estaba cansado de tomar caldo, vino caliente y leche. Quería carne.
Reconocí los síntomas de la salud y me alegré, pero sólo estaba dispuesta a tolerar cierta dosis de todo aquello. Abrí la ventana, le cambié las sábanas, le pasé ungüento por la espalda y le masajeé las piernas con jugo de áloe. Luego llamé a un hermano de la cocina y le pedí más caldo.
—¡No quiero más de ese asqueroso líquido! ¡Necesito comida! —Empujó la bandeja enfadado y el caldo salpicó la servilleta que rodeaba el cuenco.
Me crucé de brazos y le clavé la vista. Los chispeantes ojos azules me devolvieron la mirada. Estaba delgado como una vara; la mandíbula y los pómulos resaltaban con claridad bajo la piel. A pesar de que se recuperaba bien, los nervios irritados del estómago tardarían un poco más en sanar. No siempre lograba retener el caldo y la leche.
—Te daremos comida cuando yo crea que sea conveniente —le informé—. No antes.
—¡Quiero comida ahora! ¿Acaso crees que puedes decirme lo que debo comer?
—¡Claro que sí! Por si lo has olvidado, yo soy la médica aquí.
Bajó los pies de la cama. Era obvio que intentaba caminar. Le apoyé la mano en el pecho y lo empujé.
—Tu trabajo es quedarte en cama y hacer lo que te digan, por una vez en la vida —espeté—. No estás en condiciones de levantarte ni de ingerir comida sólida todavía. El hermano Roger me dijo que has vomitado otra vez esta mañana.
—El hermano Roger debería meterse en sus asuntos, igual que tú —masculló mientras luchaba por levantarse. Alargó la mano y se agarró del borde de la mesa. Con un esfuerzo considerable, logró tenerse en pie y quedarse allí, tambaleante.
—¡Vuelve a la cama! ¡Te vas a caer! —Estaba muy pálido y hasta el mínimo esfuerzo por incorporarse lo había hecho sudar.
—No me caeré —replicó—. Y si lo hago, será problema mío.
Ya estaba enfadada.
—¡Conque sí! ¿Y quién crees que salvó tu miserable vida? ¿Acaso lo hiciste tú solo? —Lo agarré del brazo para llevarlo a la cama otra vez, pero se soltó.
—No te pedí que lo hicieras. Te dije que me dejaras, ¿o no? Además, no entiendo para qué te has molestado en salvarme la vida. ¿Acaso lo has hecho para matarme de hambre después? ¡Tal vez te divierte hacerlo!
Era demasiado.
—¡Maldito ingrato!
—¡Arpía!
Me erguí todo lo alta que era y señalé la cama con aire amenazador. Con la autoridad que había adquirido a través de mis años de enfermera, ordené:
—Vuelve a la cama en este instante, pedazo de mula idiota...
—Y escocés —concluyó. Dio un paso hacia la puerta y habría caído si no se hubiera agarrado del banco. Se desplomó en él y se quedó sentado, titubeante, con los ojos nublados por el mareo. Apreté los puños y me lo quedé mirando.
—¡Bien! —exclamé—. ¡Muy bien! ¡Pediré que te traigan pan y carne y cuando vomites, te pondrás a cuatro patas y limpiarás el suelo tú solo! ¡Yo no lo haré y si el hermano Roger lo hace, lo despellejaré vivo!
Salí al pasillo con un portazo, justo antes de que la palangana de porcelana se estrellara contra el otro lado de la puerta. Me volví y me encontré frente a un grupo de interesados espectadores, sin duda atraídos por el ruido. El hermano Roger y Murtagh estaban allí de pie, uno junto al otro, con las miradas fijas en mi rostro enrojecido y mi pecho agitado. Roger parecía desconcertado, pero el semblante arrugado de Murtagh resplandeció con una sonrisa lenta mientras escuchaba la sarta de obscenidades en gaélico provenientes del interior del cuarto.
—Está mejor, entonces —dedujo satisfecho. Me apoyé en la pared del corredor y sentí que una sonrisa similar se dibujaba despacio en mi rostro.
—Bueno, sí —respondí—. Lo está.
De vuelta al edificio principal, después de pasar la mañana en el herbario, me encontré con Anselm que venía del claustro, cerca de la biblioteca. El rostro se le iluminó al verme y se apresuró para alcanzarme en el patio. Caminamos juntos por la abadía mientras conversábamos.
—El suyo es un problema interesante, por supuesto —expresó mientras cortaba una rama de un arbusto cerca del muro. Examinó los brotes apretados por el frío y la tiró. Contempló el cielo, donde un sol débil se filtraba por entre una fina capa de nubes.
»Hace algo más de calor, pero todavía falta mucho para la primavera —señaló—. De todos modos, las carpas deben de estar activas hoy. Vayamos a los estanques de peces.
Lejos de ser las delicadas estructuras ornamentadas que había imaginado, los estanques de peces eran poco más que prácticos abrevaderos hechos con rocas alineadas, situados convenientemente cerca de las cocinas. Llenas de carpas, proveían la comida necesaria para los viernes y días de ayuno, cuando el clima impedía la pesca de abadejos, arenques o lenguados en el océano. Tal como había predicho Anselm, los peces estaban activos. Los cuerpos gordos y fusiformes pasaban unos junto a otros. Las escamas blancas reflejaban las nubes y la fuerza de sus movimientos producían pequeñas olas ocasionales que golpeaban contra las paredes de su prisión rocosa. Cuando nuestras sombras cayeron en el agua, las carpas se volvieron hacia nosotros como brújulas en busca del norte.
—Al ver gente, esperan recibir comida —explicó Anselm—. Sería una lástima desilusionarlas. Un momento, chère madame.
Desapareció en dirección a las cocinas y regresó enseguida con dos hogazas de pan viejo. Junto al borde del singular estanque, cortamos migas de pan y las arrojamos a las hambrientas bocas bajo el agua.
—Sabe usted, su curiosa situación tiene dos aspectos —precisó Anselm, absorto en cortar el pan. Me miró de reojo y una repentina sonrisa le iluminó el rostro. Sacudió la cabeza con aire perplejo—. Apenas puedo creerlo todavía. ¡Qué maravilla! En verdad, Dios ha sido bueno al dejarme ver estas cosas.
—Bueno, me alegro —repuse, algo sarcástica—. No estoy segura de que haya sido tan atento conmigo.
—¿De veras? Yo creo que sí. —Anselm se acuclilló sin dejar de desmenuzar pan con los dedos—. Es cierto que la situación le ha causado algunos inconvenientes personales...
—Ésa es una manera de expresarlo —mascullé.
—Pero también puede considerarse como un gesto de la gracia de Dios —prosiguió sin prestar atención alguna a mi interrupción. Los brillantes ojos pardos me miraban especulativamente—. Oré en busca de guía, arrodillado ante el Santísimo Sacramento —continuó—. Sentado allí, en el silencio de la capilla, me pareció verla como un navegante cuya nave ha naufragado. Y me parece que se trata de un buen paralelismo para su condición actual, ¿no? Imagine un alma así, madame, arrojada de pronto a una tierra extraña, lejos de amigos y familiares, sin recursos excepto aquellos que pueda brindarle la nueva tierra. Es verdad que constituye una tragedia y, sin embargo, puede ser el principio de grandes oportunidades y bendiciones. ¿Y si la nueva tierra es rica? Se pueden hacer nuevos amigos y comenzar una nueva vida.
—Sí, pero... —empecé.
—Entonces —siguió con autoridad en su voz y levantó un dedo para indicarme que guardara silencio—, si ha sido usted privada de su vida anterior, tal vez sea porque Dios ha creído conveniente bendecirla con una vida nueva, que puede ser más rica y plena.
—Sí, es plena —convine—, pero...
—Ahora bien, desde el punto de vista del derecho canónico —continuó con el entrecejo fruncido—, no hay dificultad alguna con respecto a sus matrimonios. Ambos fueron casamientos válidos, consagrados por la Iglesia. Y para ser exactos, su boda con el joven caballero aquí precede su casamiento con monsieur Randall.
—Sí, «para ser exactos» —acepté y por fin logré terminar una frase—. Pero no en mi época. No creo que el derecho canónico esté preparado para contemplar este tipo de contingencias.
Anselm rió y su barba puntiaguda tembló en la suave brisa.
—Muy cierto, ma chère, muy cierto. Lo que he querido decir es que desde el punto de vista estrictamente legal, no ha cometido usted pecado ni crimen en lo que respecta a sus acciones con ambos hombres. Se trata de los dos aspectos de su situación que le mencioné antes: lo que ha hecho y lo que hará. —Levantó la mano y tomó la mía. Me instó a sentarme junto a él a fin de que nuestros ojos estuvieran a la misma altura—. Fue eso lo que me preguntó cuando se confesó conmigo, ¿verdad? ¿Qué he hecho? ¿Y qué haré?
—Sí, eso es. ¿Y me está diciendo que no he hecho nada malo? Pero he...
Decidí que se parecía mucho a Dougal MacKenzie en cuanto a interrupciones.
—No, no lo ha hecho —aseveró con firmeza—. Es posible actuar con absoluta observancia de la ley de Dios y de la propia conciencia, ¿comprende?, y aun así encontrar dificultades y dolor. La terrible verdad es que todavía no sabemos por qué le bon Dieu permite que exista el mal, pero tenemos Su palabra de que esto es cierto. «Creé el bien», dice la Biblia, «y creé el mal». Por lo tanto, incluso las buenas personas..., creo que sobre todo las buenas personas —agregó con aire pensativo—, se enfrentan a grandes confusiones y problemas en la vida. Por ejemplo, tomemos el caso del joven al que se vio obligada a matar. No —exclamó y alzó la mano para descartar mi interrupción—. No se equivoque. Tuvo que matarlo, dadas las circunstancias. La Santa Iglesia, que proclama la santidad de la vida, contempla la necesidad de la defensa propia y de la propia familia. Vi el estado anterior de su marido —declaró y miró de reojo hacia el ala de huéspedes— y no me cabe duda de que tuvo usted que tomar el camino de la violencia. Por esa razón, no tiene que reprochárselo a sí misma. Por supuesto, siente pena y lamenta lo ocurrido, dado que es usted, madame, una persona misericordiosa y noble. —Palmeó con suavidad mi mano apoyada sobre las rodillas recogidas—. En ocasiones, nuestras buenas acciones tienen resultados lamentables. Y sin embargo, no hubiera podido usted actuar de otra manera. No sabemos cuál era el designio de Dios para el joven. Tal vez era Su voluntad que se reuniera con Él en el cielo en ese momento. Pero usted no es Dios y hay límites para lo que se puede esperar de uno mismo.
Tirité un poco por el viento frío que sopló. Me crucé el chal. Anselm lo notó y señaló el estanque.
—El agua está templada, madame. Quizá desee mojarse los pies.
—¿Templada? —Miré con incredulidad el agua. No lo había notado antes, pero no había capa de hielo en las esquinas del pilón, como solía haber en las pilas de agua bendita a la salida de la iglesia, y unas pequeñas plantas verdes flotaban en el agua, entre las rendijas de las rocas que bordeaban el estanque.
Para darme ejemplo, Anselm se quitó las sandalias de cuero. Si bien su rostro y su voz eran refinados, tenía manos y pies de campesino normando. Se levantó el hábito hasta las rodillas y metió los pies en el agua. Las carpas se alejaron deprisa, pero volvieron enseguida para curiosear al intruso.
—No muerden, ¿verdad? —pregunté al tiempo que observaba el montón de bocas voraces con desconfianza.
—No muerden carne —me aseguró—. Casi no tienen dientes.
Me quité las sandalias e introduje los pies en el agua. Para mi sorpresa, estaba agradablemente templada. No estaba caliente, pero formaba un delicioso contraste con el aire húmedo y frío.
—¡Oh, qué bien! —Moví los dedos de los pies con placer, lo cual causó una interesante consternación entre las carpas.
—Hay varios manantiales minerales cerca de la abadía —explicó Anselm—. Brotan calientes de la tierra y sus aguas tienen poderes curativos. —Señaló el extremo del pilón, donde divisé una pequeña abertura entre las rocas, casi oculta entre las plantas acuáticas.
»Un caño trae una pequeña cantidad de agua mineral caliente del manantial más cercano. Así, el cocinero puede contar con pescado fresco todo el año. De lo contrario, el invierno sería demasiado crudo para ellos.
Chapoteamos en silencio un rato. Los pesados cuerpos de las carpas se escurrían junto a nuestros pies y, en ocasiones, chocaban contra ellos con una fuerza asombrosa. El sol volvió a salir y nos bañó con un calor débil pero perceptible. Anselm cerró los ojos y dejó que la luz le cubriera el rostro. Volvió a hablar sin abrir los ojos.
—Su primer esposo... Se llama Frank, ¿verdad? También él, creo, debe ser encomendado a Dios como uno de los hechos lamentables por el cual nada puede usted hacer.
—Pero sí pude haber hecho algo —repliqué—. Pude haber regresado... tal vez.
Abrió un ojo y me miró con escepticismo.
—Sí, «tal vez» —convino—. Y tal vez no. No debe culparse por vacilar en arriesgar su vida.
—No fue por el riesgo —repuse y rocé con los dedos una enorme carpa blanca y negra—. No del todo. Fue... En parte fue por miedo, pero en realidad... no pude dejar a Jamie. —Me encogí de hombros—. Simplemente... no pude.
Anselm sonrió y abrió los dos ojos.
—Un buen matrimonio es uno de los dones más preciados de Dios —expuso—. Si usted tuvo el buen tino de reconocer y aceptar ese don, no debe recriminarse a sí misma. Además, considere... —Ladeó la cabeza como un gorrión pardo—. Ya hace casi un año que falta de su lugar. Su primer esposo debe de haber comenzado a aceptar su pérdida. A pesar de lo mucho que la haya amado, la pérdida es un sentimiento común a todos los hombres. Se nos han dado medios para recuperarnos por nuestro propio bien. Quizás él ya haya empezado a construir una nueva vida. ¿Acaso sería bueno que abandonara usted al hombre que la necesita tanto, a quien ama, con quien está unida en santo matrimonio, para regresar e interrumpir esta nueva vida? Además, si volviera por acatar su sentido del deber, pero dejara su corazón en otra parte..., no.
Meneó la cabeza con determinación.
—El hombre no puede servir a dos amos, ni tampoco la mujer. Ahora bien, si ése fuera su único matrimonio válido y éste —indicó el ala de huéspedes con la cabeza— fuera tan sólo una unión casual, entonces su deber sería diferente. Pero Dios los ha unido y creo que debe usted honrar su promesa al caballero.
»En cuanto al otro aspecto, a qué hará, es posible que el análisis sea más arduo. —Sacó los pies del agua y los secó con el hábito.
»Traslademos esta reunión a las cocinas de la abadía, donde quizás el hermano Eulogius nos provea con una bebida reconfortante.
Encontré un trozo de pan en el suelo y lo arrojé a las carpas. Me agaché para ponerme las sandalias.
—No se imagina el alivio que significa para mí hablar con alguien de esto —confesé—. Y no deja de sorprenderme que usted me crea.
Se encogió de hombros y, galante, me ofreció el brazo para que terminara de calzarme.
—Ma chère, sirvo a un hombre que multiplicó los panes y los peces. —Sonrió hacia el pilón, donde los remolinos que causaban las carpas al buscar su alimento todavía eran visibles—. Que curó a los enfermos y resucitó a los muertos. ¿Acaso debe sorprenderme que el amo de la eternidad haya traído a una joven a través de las piedras de la tierra para cumplir Su voluntad?
Bueno, pensé, era mejor que ser denunciada como ramera de Babilonia.
Las cocinas de la abadía eran un sitio cavernoso y cálido. El techo arqueado estaba ennegrecido debido a siglos de humo grasiento. El hermano Eulogius, con los brazos hasta los codos en una enorme cuba de masa, saludó a Anselm con la cabeza y llamó en francés a uno de los hermanos laicos para que viniera a servirnos. Encontramos una mesa lejos de la actividad culinaria y nos sentamos con sendas tazas de cerveza y un plato de pasteles calientes. Le acerqué el plato a Anselm; estaba demasiado preocupada como para interesarme en la comida.
—Permítame que se lo plantee de la siguiente manera —dije y elegí las palabras con cuidado—. Si supiera que un grupo de personas corre peligro, ¿estaría obligada a intentar evitarlo?
Anselm se pasó la manga del hábito por la nariz. El calor de la cocina comenzaba a irritársela.
—En principio, sí —aceptó—. Pero dependería también de una serie de factores: su propio riesgo y sus otras obligaciones. Además, ¿qué posibilidades de éxito tendría?
—No tengo ni idea. De ninguna de esas cosas. Excepto de mis obligaciones. Quiero decir, está Jamie. Pero es una de las personas que corre peligro.
Cortó un pedazo de pastel y me lo ofreció, humeante. Lo ignoré y escruté la superficie de mi jarra de cerveza.
—Los tres hombres que maté —precisé—. Podrían haber tenido hijos, si no los hubiera matado. Podrían haber... —Hice un gesto de impotencia con la jarra—. ¿Quién sabe qué habrían hecho? Tal vez haya influido en el futuro... No. En realidad, he influido en el futuro. Y no sé cómo y eso me asusta mucho.
—Mmm. —Anselm parecía pensativo. Hizo señas a un hermano laico que pasaba por allí, que regresó enseguida con más pasteles y cerveza. Anselm volvió a llenar las tazas antes de proseguir.
—De acuerdo, ha matado, pero también ha preservado la vida. ¿Cuántos enfermos que ha atendido habrían muerto sin su ayuda? También ellos afectarán el futuro. ¿Qué pasaría si una persona a la que usted ha salvado cometiera un acto perverso? ¿Sería culpa suya? ¿Acaso debería haberla dejado morir por esa razón? Por supuesto que no. —Golpeó la jarra de peltre en la mesa para acentuar sus palabras.
»Dice que teme hacer algo aquí por miedo a influir en el futuro. Es ilógico, madame. Las acciones de todos influyen en el futuro. Si usted hubiera permanecido en su época, sus acciones habrían influido en los hechos futuros al igual que ahora. Todavía tiene las mismas responsabilidades que hubiera tenido entonces..., que cualquier hombre tiene en cualquier momento. La única diferencia consiste en que quizá tenga usted la posibilidad de ver con exactitud los efectos de sus acciones... o quizá no. —Sacudió la cabeza y miró hacia el otro lado de la mesa.
»Los designios del Señor son incomprensibles para nosotros y sin duda habrá buenas razones para ello. Está usted en lo cierto; ma chère, las leyes de la Iglesia no fueron formuladas para contemplar situaciones como la suya. Por lo tanto, no tiene usted más guía que su propia conciencia y la mano de Dios. No puedo decirle lo que debe o no debe hacer.
»Es usted libre de elegir, al igual que todos los demás en este mundo. La historia, creo, es la acumulación de todas esas acciones. Dios escoge a algunos individuos para moldear los destinos de muchos. Tal vez sea usted una de esas personas. Tal vez no. No sé por qué está aquí. Tampoco usted lo sabe. Lo más probable es que ninguno de los dos lo sepamos jamás. —Levantó la mirada con expresión cómica—. ¡En ocasiones, ni siquiera sé por qué estoy yo aquí! —Reí y él rió también.
Se me acercó por encima de las tablas rústicas de la mesa.
—Su conocimiento del futuro es una herramienta. Le ha sido concedido como a un náufrago un cuchillo o un sedal para pescar. No es inmoral usarlo, siempre y cuando lo haga de acuerdo con los principios de la ley de Dios y según su mejor criterio.
Se detuvo e inspiró hondo. Luego emitió un prolongado suspiro que le arremolinó el bigote. Sonrió.
—Y esto, ma chère madame, es todo lo que puedo decirle. No es más que lo que diría a cualquier alma atormentada que recurriera a mí en busca de consejo. Confíe en Dios y rece para que la oración le sirva de guía.
Me acercó un pastel recién horneado.
—Pero haga lo que haga, necesitará fuerzas. Así que acepte un último consejo: ante la duda, coma.
Al entrar en la alcoba de Jamie al atardecer, lo encontré dormido, con la cabeza apoyada en los brazos. El recipiente de caldo, virtuosamente vacío, estaba en la bandeja junto a la fuente intacta de pan y carne. Contemplé el rostro inocente y la bandeja. Toqué el pan. Mi dedo dejó una huella tenue en la superficie tierna. Era fresco.
Lo dejé durmiendo y fui a buscar al hermano Roger, que hallé en la lechería.
—¿Comió el pan y la carne? —pregunté sin preámbulos.
El hermano Roger sonrió detrás de su esponjosa barba.
—Sí.
—¿Lo retuvo?
—No.
Lo observé con los ojos entornados.
—Supongo que no lo habrá limpiado usted.
El fraile me miraba, divertido. Tenía las mejillas sonrosadas.
—No me atrevería. No, tomó la precaución de tener una palangana a mano, por si acaso.
—Maldito escocés cabezota —mascullé y reí. Regresé a su habitación y le besé la frente. Se movió, pero no se despertó. Recordé el consejo del padre Anselm y me llevé la bandeja de pan fresco y carne a mi cuarto para la cena.
Pensé en darle tiempo a Jamie a recuperarse, tanto de la pelea como de su indigestión, y me quedé en mi cuarto la mayor parte del día siguiente, enfrascada en la lectura de un libro sobre hierbas que me prestó el hermano Ambrose. Después del almuerzo, fui a visitar a mi recalcitrante paciente. En lugar de Jamie, encontré a Murtagh sentado en un banco junto a la pared con expresión divertida.
—¿Dónde está? —pregunté al tiempo que recorría la habitación con la mirada.
Murtagh señaló la ventana con el pulgar. Era un día frío y oscuro; las lámparas estaban encendidas. La ventana estaba sin cortinajes y la helada corriente de aire hacía parpadear la llama de la vela.
—¡¿Ha salido?! —exclamé, incrédula—. ¿Adónde? ¿Por qué? ¿Y qué lleva puesto? —Jamie había estado desnudo durante los últimos días, dado que la habitación estaba caldeada y cualquier peso en las heridas le resultaba muy doloroso. Solía llevar puesta una bata de novicio cuando salía de la alcoba en cortas expediciones, con la ayuda del hermano Roger. Pero la bata estaba allí, doblada con pulcritud a los pies de la cama.
Murtagh se meció en el banco y me miró con ojos de lechuza.
—¿Cuántas preguntas son? ¿Cuatro? —Levantó una mano y extendió el dedo índice.
»Uno: sí, salió. —Alzó el dedo medio—. Dos: ¿adónde? Ni idea. —El anular se unió a los otros—. Tres: ¿por qué? Dijo que estaba harto de estar encerrado. —Movió el meñique—. Cuatro: tampoco tengo idea. No llevaba nada puesto la última vez que lo vi.
Ahora dobló los cuatro dedos y extendió el pulgar.
—No me lo ha preguntado, pero hace más o menos una hora que se fue.
Estaba furiosa; no sabía qué hacer. Dado que el culpable no se hallaba disponible, me desahogué con Murtagh.
—¿No sabe acaso que está helado afuera, a punto de nevar? ¿Por qué no lo detuvo? ¿Y qué quiere decir con eso de que no lleva nada puesto?
El diminuto hombrecillo permaneció inmutable.
—Sí, lo sé. Supongo que él también lo sabe porque no es ciego. Y en cuanto a detenerlo, lo intenté. —Señaló con la cabeza la bata sobre la cama—. Cuando anunció que iba a salir, le dije que no estaba en condiciones de hacerlo y que usted me degollaría si se lo permitía. Tomé la bata y me apoyé en la puerta. Le dije que no saldría a menos que estuviera dispuesto a pasar por encima de mí.
Hizo una pausa y agregó un comentario fuera de lugar.
—Ellen MacKenzie tenía la sonrisa más dulce que he visto jamás. Era capaz de derretir a cualquier hombre.
—¿Así que ha dejado que su testarudo hijo saliera a congelarse? —tercié con impaciencia—. ¿Qué tiene que ver la sonrisa de la madre en todo esto?
Murtagh se tocó la nariz con aire pensativo.
—Bueno, cuando le dije que no lo dejaría pasar, el joven Jamie se limitó a mirarme un momento. Luego me sonrió igual que su madre y escapó por la ventana, desnudo. Cuando llegué a la ventana, ya se había marchado.
Miré hacia el techo, exasperada.
—Supuse que tenía que contárselo —prosiguió—, para que no se preocupara.
—¡Para que no me preocupara! —mascullé y me encaminé hacia los establos—. ¡Será mejor que él se preocupe cuando lo agarre!
Sólo había un camino que llevaba tierra adentro. Cabalgué a buen paso, con los ojos fijos en los campos que cruzaba. Esta parte de Francia era una zona agrícola rica y, por fortuna, habían aclarado la mayoría de los bosques. Los lobos y osos no suponían aquí tanto peligro como en el interior de la comarca.
De hecho, lo encontré a menos de un kilómetro y medio de la entrada del monasterio, sentado en uno de los antiguos mojones romanos que salpicaban los caminos.
Estaba descalzo y llevaba una casaca corta y unos calzones ligeros, propiedad de uno de los mozos de los establos, a juzgar por las manchas.
Tiré de las riendas y lo observé un momento.
—Tienes la nariz azul —comenté. Bajé la vista—. Y los pies también.
Esbozó una amplia sonrisa y se secó la nariz con el dorso de la mano.
—Y las bolas también. ¿Quieres calentármelas? —Aterido o no, estaba de buen humor. Me deslicé del caballo y me planté delante de él con un meneo de cabeza.
—No sirve de nada, ¿verdad? —pregunté.
—¿El qué?
—Enfadarme contigo. No te importa pescarte una neumonía ni que te devore un oso ni que me muera de preocupación por ti, ¿verdad?
—Bueno, no me preocupan mucho los osos. Duermen todo el invierno, sabes.
Perdí los estribos y alargué la mano con intención de abofetearle la cara. Me cogió la muñeca y la sujetó sin dificultad al tiempo que se reía de mí. Después de un instante de forcejeo inútil, me rendí y reí también.
—¿Vas a regresar ahora? ¿O acaso tienes algo más que probar?
Señaló con la barbilla hacia el camino.
—Lleva el caballo hasta ese roble grande y espérame allí. Caminaré hasta ahí. Solo.
Me mordí la lengua para reprimir los comentarios que se agolpaban en mi garganta y monté. Junto al roble, me bajé del caballo y miré hacia el camino. Sin embargo, al cabo de unos minutos, descubrí que no podía soportar contemplar su penoso avance. Cuando cayó por primera vez, estrujé las riendas entre mis manos enguantadas. Después le di la espalda con determinación y aguardé.
Apenas logramos llegar al ala de huéspedes y trastabillamos por el corredor. Jamie pasó el brazo por mis hombros en busca de apoyo. Divisé al hermano Roger que esperaba con ansiedad en el pasillo. Lo envié en busca de un calentador y conduje a mi torpe carga hacia la habitación. Lo arrojé sobre la cama y gruñó con el impacto, pero se quedó quieto y con los ojos cerrados mientras le quitaba los harapos roñosos.
—Listo. Adentro.
Obediente, rodó debajo de la colcha que sostenía en alto. Introduje el calentador entre las sábanas con rapidez y lo moví hacia los costados. Cuando lo retiré, Jamie estiró las largas piernas y se relajó con un suspiro de felicidad cuando sus pies llegaron al reducto de calor.
Anduve en silencio por la habitación mientras juntaba la ropa, ordenaba la mesa y agregaba carbón al brasero con una gota de helenio para endulzar el humo. Pensé que Jamie estaba dormido y me sobresalté cuando le oí hablar.
—Claire.
—¿Sí?
—Te amo.
—Oh. —Me sorprendí un poco, pero me alegré mucho—. Yo también te amo.
Suspiró y entreabrió los ojos.
—Randall —pronunció—. Cerca del final. Eso es lo que quería.
Esto me sorprendió aún más.
—¿Sí? —respondí con cautela.
—Sí. —Tenía la mirada perdida en la ventana abierta, donde las nubes de nieve teñían el cielo de un color gris profundo.
—Yo estaba tirado en el suelo y él yacía a mi lado, también desnudo. Ambos estábamos manchados de sangre... y otras cosas. Recuerdo que intenté levantar la cabeza y sentí que tenía la mejilla pegada por la sangre seca al suelo de piedra. —Frunció el ceño y una expresión distante le cubrió el semblante al evocar.
»Yo ya estaba para entonces totalmente ido, tanto que ni siquiera sentía dolor. Estaba exhausto y todo me parecía lejano e irreal.
—Mejor así —interpuse con algo de aspereza en la voz. Jamie sonrió ligeramente.
—Sí, mejor así. Divagaba, medio inconsciente, así que no sé cuánto tiempo permanecimos allí, pero me desperté y lo encontré ciñéndome con fuerza. —Vaciló, como si el resto fuera difícil de relatar.
»Hasta ese momento, no me había resistido. Pero estaba tan agotado que pensé que no podría soportarlo otra vez... De todas formas, traté de liberarme, sin pelear, sólo apartándome. Pero Randall tenía los brazos alrededor de mi cuello y me acercaba a él. Ocultó el rostro en mi hombro y advertí que lloraba. Durante un rato no entendí lo que musitaba. Me di cuenta que decía: “Te amo, te amo”, una y otra vez. Sus lágrimas y saliva me corrían por el pecho. —Se estremeció por el frío o por el recuerdo. Exhaló con profundidad y arremolinó la nube de humo aromático que bailaba cerca del techo.
»No sé por qué lo hice, pero lo abracé y nos quedamos quietos un momento. Por fin, dejó de llorar, me besó y me acarició. Y susurró: “Dime que me amas.” —Hizo una pausa en el relato y esbozó una tenue sonrisa.
»No quise hacerlo. No sé por qué. En ese instante, le habría lamido las botas y lo habría llamado Rey de Escocia si me lo hubiera pedido. Pero no quería decirle eso. Ni siquiera recuerdo haberlo pensado. Simplemente, no quería. —Sonrió y la mano sana se crispó y aferró la manta.
»Volvió a abusar de mí... con violencia. Y mientras repetía: “Dime que me amas, Alex. Dime que me amas.”
—¿Te llamó Alex? —lo interrumpí sin poder contenerme.
—Sí. Recuerdo que me pregunté cómo sabría mi segundo nombre. No se me ocurrió pensar por qué lo usaría, aunque lo supiera.
Se encogió de hombros.
—De todos modos, no me moví ni dije una palabra. Cuando terminó, saltó como si se hubiera vuelto loco y comenzó a golpearme con algo. No pude ver qué era. Me insultaba y me gritaba: «¡Tú sabes que me amas! ¡Dímelo! ¡Sé que es cierto!» Levanté los brazos para protegerme la cabeza y después de unos minutos, debí de desmayarme porque el dolor en los hombros es lo último que recuerdo, excepto una especie de sueño con vacas que mugían. Desperté saltando panza abajo en un caballo y después no sentí nada hasta que recobré el sentido en Elridge, junto a la chimenea, y te vi mirándome.
Cerró los ojos otra vez. Su voz era lánguida, casi despreocupada.
—Creo... que si le hubiera dicho eso... me habría matado.
Algunas personas tienen pesadillas plagadas de monstruos. Yo soñaba con árboles genealógicos, con ramas negras y finas, llenas de fechas y nombres. Las líneas eran como serpientes, con la muerte entre los dientes. Una vez más, escuché la voz de Frank: «Se convirtió en soldado, una buena opción para un segundo hijo. Hubo un tercer hermano, que se hizo sacerdote, pero no sé mucho de él...» Yo tampoco sabía mucho de él, excepto su nombre. Había tres hijos en esa rama de la familia, los hijos de Joseph y Mary Randall. Había visto la lista muchas veces: el mayor, William; el segundo, Jonathan, y el tercero, Alexander.
Jamie volvió a hablar e interrumpió mis pensamientos.
—¿Sassenach?
—¿Sí?
—¿Recuerdas el fuerte del que te hablé, el que hay dentro de mí?
—Sí, lo recuerdo.
Sonrió sin abrir los ojos y extendió una mano en mi dirección.
—Bueno, ya tiene cobertizo, al menos. Y un techo para que no entre la lluvia.
Me fui a la cama cansada pero tranquila e intrigada. Jamie se recuperaría. Cuando había dudas al respecto, no miraba más allá de la siguiente hora, la siguiente comida, la siguiente medicina. Pero ahora necesitaba ver más allá.
La abadía era un santuario, pero sólo temporal. No podíamos quedarnos allí indefinidamente, a pesar de la hospitalidad de los monjes. Escocia e Inglaterra eran demasiado peligrosas, a menos que Lord Lovat pudiera ayudarnos, una contingencia remota dadas las circunstancias. Nuestro futuro debía estar de este lado del canal. Con lo que ya sabía de los mareos de Jamie en los barcos, comprendía su rechazo a considerar la emigración a América. Tres meses de náuseas eran un proyecto desagradable para cualquiera. Entonces, ¿qué nos quedaba?
Francia era el lugar más indicado, pues ambos hablábamos francés con fluidez. Si bien Jamie también dominaba el español, alemán e italiano, yo no contaba con semejante bendición linguística. Además, la familia Fraser tenía muchos contactos aquí. Tal vez pudiéramos encontrar un lugar en la propiedad de algún pariente o amigo y vivir en paz en el campo. La idea tenía su atractivo.
Sin embargo, restaba, como siempre, la cuestión del tiempo. Estábamos a principios de 1744; dos semanas después de Año Nuevo. Y en 1745, el príncipe Carlos marcharía a Escocia a reclamar el trono de su padre. Con él, comenzaría el desastre: la guerra y la masacre, la aniquilación de los clanes de las tierras altas y la matanza de todo lo que Jamie y yo amábamos.
Y entre ahora y entonces, faltaba un año. Un año en el que podían pasar cosas, en el que se podían tomar medidas para evitar el desastre. ¿Cómo y por qué medios? No tenía idea, pero tampoco tenía dudas de las consecuencias de la inacción.
¿Acaso podían modificarse los acontecimientos? Tal vez. Mis dedos fueron a la mano izquierda para acariciar el anillo de oro del anular. Pensé en lo que le había dicho a Jonathan Randall, presa de la furia y el horror en los calabozos de Wentworth.
«Lo maldigo — había declarado— , con la hora de su muerte.» Y le había revelado la fecha de su muerte. Le había dicho la fecha escrita en el árbol genealógico con la esmerada letra de Frank: 16 de abril de 1745. Jonathan Randall moriría en la batalla de Culloden, atrapado en la masacre generada por los ingleses. Pero no fue así. Había muerto, en cambio, unas horas después, aplastado bajo la embestida de mi venganza.
Y había muerto soltero y sin hijos. O al menos, eso creía yo. El árbol genealógico —¡ese maldito árbol genealógico!— incluía la fecha de su matrimonio en algún momento de 1744. Y el nacimiento de su hijo, el quinto bisabuelo de Frank, poco después. Si Jack Randall había muerto sin hijos, ¿cómo llegaría a nacer Frank? Y sin embargo, su anillo estaba aún en mi mano. Había existido, existiría. Me consolé con ese pensamiento mientras acariciaba el anillo en la oscuridad, como si contuviera un genio que pudiera aconsejarme.
Desperté de un profundo sueño con un grito.
—Shh. Soy yo.
La enorme mano se retiró de mi boca. Con la vela apagada, la habitación estaba muy oscura. Tanteé a ciegas hasta que mi mano dio con algo sólido.
—¡No has debido levantarte de la cama! —exclamé, todavía adormecida. Mis dedos se deslizaron por la piel fría—. ¡Estás como un témpano de hielo!
—¡Pues claro! —respondió, algo malhumorado—. No tengo nada puesto y el corredor está helado. ¿Me dejas que me meta en tu cama?
Me acurruqué en un extremo de la angosta cama y Jamie se acostó desnudo a mi lado. Me abrazó en busca de calor. Respiraba con dificultad y pensé que temblaba tanto de frío como de debilidad.
—¡Caramba, qué caliente estás! —Se arrebujó contra mí y suspiró—. ¡Qué placer poder abrazarte, Sassenach!
No me molesté en preguntar qué hacía allí; la respuesta ya era obvia. Tampoco le pregunté si estaba seguro. Tenía mis propias dudas, pero no quería expresarlas por temor a que se volvieran profecías. Me di la vuelta para mirarlo, cuidando su mano lastimada.
Hubo un repentino asombro en el momento de la unión, la extrañeza que enseguida se convierte en reconocimiento. Jamie suspiró con satisfacción y quizás alivio. Nos quedamos quietos un instante, como si temiéramos perturbar el frágil nexo que nos unía. Jamie me acariciaba con la mano sana, palpando con lentitud en la oscuridad. Tenía los dedos extendidos como los bigotes de un gato, sensibles a la vibración. Se movió contra mí, una vez, como si formulara una pregunta, y le respondí en el mismo lenguaje.
Comenzamos el delicado juego de movimientos pausados, un acto de equilibrio entre su deseo y su debilidad, entre el dolor y el placer creciente del cuerpo. En un momento, en aquella oscuridad, pensé que debía decirle a Anselm que había otra forma de detener el tiempo, pero luego lo pensé mejor, ya que no era una posibilidad abierta a un sacerdote.
Sujeté a Jamie con firmeza, sin presionar sobre su espalda llena de cicatrices. Él marcaba el ritmo, pero me dejaba llevar la fuerza del movimiento. Permanecimos en silencio hasta el final, excepto por nuestros jadeos. Sentí que se cansaba y lo estreché con ímpetu para ceñirme aún más a él. Mecí las caderas para profundizar la penetración y empujarlo al éxtasis.
—Ahora —susurré—, ven a mí. ¡Ahora! —Apoyó la frente en la mía y se rindió con un suspiro trémulo.
Los victorianos lo llamaban «la pequeña muerte» y tenían razón. Estaba tan laxo y pesado que hubiera creído que estaba muerto de no ser por el lento golpeteo de su corazón contra mis costillas. Me pareció como si pasara mucho tiempo antes de que se moviera y murmurara algo en mi hombro.
—¿Qué dices?
Volvió la cabeza de modo que su boca quedó justo debajo de mi oreja. Sentí el cálido aliento en el cuello.
—Digo —respondió con suavidad— que ahora ya no me duele la mano.
La mano sana me exploraba el rostro y suavizaba la humedad de mis mejillas.
—¿Temías por mí? —preguntó.
—Sí —admití—. Pensé que era muy pronto.
Rió en la oscuridad.
—Lo era; casi me muero. Yo también tenía miedo. Pero me desperté por el dolor de la mano y no podía dormirme otra vez. Estaba inquieto; te añoraba. Cuanto más pensaba en ti, más te deseaba y ya estaba en la mitad del corredor cuando empecé a preocuparme por lo que haría al llegar aquí. Y una vez que lo pensé... —Hizo una pausa y me acarició la mejilla—. Bueno, no soy muy bueno, Sassenach, pero después de todo, tal vez no sea un cobarde.
Giré la cabeza para recibir su beso. Le crujieron las tripas estrepitosamente.
—No te rías —gruñó—. Es culpa tuya, por matarme de hambre. Es increíble que lo haya logrado, sólo a base de caldo de carne y cerveza.
—Está bien —cedí, todavía entre carcajadas—. Me has ganado. Mañana puedes comer un huevo en el desayuno.
—Ja —exclamó con honda satisfacción—. Sabía que me alimentarías si te ofrecía una retribución apropiada.
Nos dormimos cara a cara, abrazados.