4
Mi llegada al castillo
El resto del viaje transcurrió sin novedad, si es que así puede llamarse a cabalgar veinticinco kilómetros por un territorio agreste, de noche, a campo través, rodeada de escoceses armados hasta los dientes y compartiendo el caballo con un hombre herido. Por lo menos, no hubo ninguna emboscada de patrullas, no nos topamos con ninguna bestia salvaje ni llovió. Según los parámetros a los que me estaba acostumbrando, fue bastante aburrido.
El amanecer despuntaba sobre el brumoso páramo. Nuestro destino se levantaba delante de nosotros. Era una enorme masa de piedra oscura recortada en la penumbra gris.
Los alrededores ya no eran tranquilos e inhóspitos. Una hilera de gente con ropa rudimentaria se dirigía al castillo. Se apartaban a los lados del angosto camino para dar paso a los caballos, boquiabiertos ante mi atuendo, que obviamente consideraban fuera de lugar.
El rocío era denso, pero había suficiente luz como para distinguir un puente de piedra sobre un pequeño arroyo que fluía frente al castillo y desembocaba en un sombrío lago a unos cuatrocientos metros de distancia.
El propio castillo era tosco y sólido. No tenía torreones decorativos ni rebordes dentados. Se trataba más bien de una enorme casa fortificada, con gruesas paredes de roca y ventanas altas y angostas. Algunas chimeneas humeaban sobre las tejas, sumándose a la gris atomósfera general.
Los portones de entrada eran lo bastante anchos como para que pasaran dos carros al mismo tiempo. Esto pude comprobarlo cuando cruzamos el puente. Un carro tirado por un buey iba cargado de barriles y el otro, de heno. Nuestro grupo se agolpó en el puente, impaciente ante la tardanza de los carros.
Intenté preguntar algo en el momento en que los caballos avanzaban con cuidado sobre las piedras resbaladizas del húmedo patio interior. No había hablado con mi acompañante desde que le cambié el vendaje junto al camino. Él también había permanecido callado, con excepción de algún gruñido cuando el caballo trastabillaba y lo sacudía.
—¿Dónde estamos? —mascullé con la voz ronca por el frío y la falta de uso.
—En el fuerte de Leoch —respondió con sequedad.
El castillo Leoch. Bueno, al menos sabía dónde estaba. Cuando yo lo conocí, el castillo Leoch era una pintoresca ruina a unos cincuenta kilómetros al norte de Bargrennan. Ahora era bastante más pintoresco, con los cerdos hozando bajo las paredes y el olor penetrante de aguas residuales. Comenzaba a aceptar la imposible idea de que me encontraba en algún punto del siglo dieciocho.
Estaba segura de que esa suciedad y caos no existía en ninguna parte de Escocia en 1945, más allá de los estragos de las bombas. Y era indudable que estábamos en Escocia. El acento de las personas que poblaban el patio lo confirmaba.
—¡Ey, Dougal! —gritó un andrajoso palafrenero mientras corría para coger el cabestro del caballo—. Habéis llegado temprano. No os esperábamos hasta la Reunión.
El jefe de nuestro pequeño grupo desmontó y entregó las riendas al sucio muchacho.
—Bueno, tuvimos suerte, de la buena y de la mala. Voy a ver a mi hermano. ¿Podrías llamar a la señora Fitz para que dé de comer a los muchachos? Necesitan desayunar y una buena cama.
Hizo una señal a Murtagh y a Rupert para que lo acompañaran y desaparecieron por un arco ojival.
Los demás desmontamos y permanecimos de pie en el patio húmedo unos diez minutos antes de que la señora Fitz, quienquiera que fuera, se dignara a presentarse. Una banda de chiquillos curiosos nos rodearon, especulando sobre mi posible origen y función. Los más osados habían logrado reunir el coraje suficiente para rozarme la falda cuando apareció una dama robusta con un sencillo vestido de hilo marrón y los espantó.
—¡Willy, querido! —exclamó—. ¡Qué alegría verte! ¡Y Neddie! —Abrazó al hombrecillo calvo con tanta efusividad que casi lo tiró al suelo—. Supongo que querréis desayunar. Hay de todo en la cocina. Id a comer. —Se volvió hacia Jamie y hacia mí y dio un respingo como si la hubiera mordido una serpiente. Me miró con la boca abierta. Luego clavó la mirada en Jamie, a la espera de una explicación.
—Claire —dijo el joven con un leve movimiento de cabeza hacia mí—. La señora FitzGibbons —añadió con otro movimiento hacia el otro lado—. Murtagh la encontró ayer y Dougal dijo que debíamos traerla con nosotros —agregó en un intento por aclarar que él no tenía la culpa.
La señora FitzGibbons cerró la boca y me contempló de pies a cabeza con aire inquisitivo. Por lo visto, decidió que era inofensiva a pesar de mi apariencia escandalosa, ya que sonrió (con amabilidad aunque le faltaban algunos dientes) y me cogió del brazo.
—Bueno, Claire. Bienvenida. Venga conmigo y buscaremos algo más... mmm. —Meneó la cabeza al observar mi falda corta y mis zapatos inadecuados.
La mujer me llevaba con firmeza cuando recordé a mi paciente.
—¡Espere, por favor! Olvidé a Jamie.
La señora FitzGibbons se sorprendió.
—Pero si Jamie puede arreglarse solo. Sabe dónde encontrar comida y alguien le conseguirá una cama.
—Está herido. Ayer le dispararon y anoche le clavaron una bayoneta. Lo vendé para poder seguir adelante, pero no tuve tiempo de limpiar la herida ni de vendarla como es debido. Debo atenderlo ahora, antes de que se infecte.
—¿Infecte?
—Sí, es decir, ya sabe, para evitar el pus, la inflamación y la fiebre.
—Ya. Sé a qué se refiere. ¿Quiere decir que sabe cómo hacer eso? ¿Acaso es curandera? ¿O una Beaton?
—Algo así. —No tenía ni idea qué era una Beaton, pero tampoco sentía deseo alguno de ahondar en mi preparación médica en medio de la helada llovizna que había comenzado a caer. La señora FitzGibbons debió de pensar lo mismo porque llamó a Jamie, quien ya se encaminaba en dirección opuesta, lo cogió y nos arrastró a ambos hacia el castillo.
Después de un largo recorrido por pasillos angostos y fríos, apenas iluminados por delgadas ventanas, llegamos a una habitación bastante grande con una cama, un par de bancos y, lo más importante, una chimenea encendida.
Por un instante, ignoré a mi paciente y fui a calentarme las manos. La señora FitzGibbons, inmune al frío, sentó a Jamie en uno de los bancos junto al fuego y le quitó con suavidad los restos de la destrozada camisa. Luego le cubrió los hombros con una manta que cogió de la cama. Chasqueó la lengua al ver el hombro lastimado e hinchado y puso un dedo en mi torpe vendaje.
Me aparté de la chimenea.
—Creo que tendremos que lavarlo bien y después habrá que empapar la herida en una solución para... prevenir la fiebre.
La señora FitzGibbons hubiera sido una excelente enfermera.
—¿Qué necesita? —preguntó simplemente.
Intenté pensar con claridad. ¿Qué diablos se utilizaba para prevenir infecciones antes de que aparecieran los antibióticos? Y de esos escasos ungüentos, ¿cuál podría encontrar en un primitivo castillo escocés antes del amanecer?
—¡Ajo! —exclamé, triunfante—. Ajo y si tiene, hamamelis. Además, voy a necesitar varios lienzos limpios y una olla para hervir agua.
—Bien. Creo que tengo todo. Tal vez vendría bien un poco de consuelda y de té de eupatorio o de manzanilla, ¿no? El muchacho parece haber tenido una noche terrible.
En efecto, el joven se balanceaba de cansancio, demasiado agotado para quejarse de que lo tratáramos como a un objeto inanimado.
La señora FitzGibbons regresó enseguida con el delantal lleno de cabezas de ajo, bolsitas de gasa con hierbas secas y tiras de hilo viejo. Una olla de hierro negro le colgaba de un brazo carnoso y llevaba una damajuana de agua en el otro.
—Y ahora querida, ¿qué quiere que haga? —preguntó con alegría. La puse a hervir el agua y a pelar las cabezas de ajo mientras yo inspeccionaba el contenido de las bolsitas de hierbas. Allí estaban las hojas de hamamelis que había pedido, la consuelda y el eupatorio para el té y algo más, que identifiqué a tanteo como corteza de cerezo.
—Analgésico —murmuré feliz al recordar las explicaciones del señor Crook con respecto al uso de las cortezas y las plantas que encontramos. Bien, lo necesitaríamos.
Coloqué varios dientes de ajo pelados en el agua hirviendo junto con algunas hojas de hamamelis y trozos de tela. El eupatorio, la consuelda y la corteza de cerezo maceraban en una cacerola con agua caliente junto al fuego. Los preparativos me reanimaron un poco. Si bien ignoraba dónde estaba y por qué estaba allí, al menos sabía qué hacer en los minutos siguientes.
—Gracias... señora FitzGibbons —manifesté respetuosamente—. Si tiene algo que hacer, ya puedo arreglarme sola. —La enorme dama rió con fuerza y sus senos se sacudieron.
—¡Muchacha! Siempre hay algo que hacer aquí. Le mandaré un poco de caldo caliente. Llámeme si necesita algo más. —Con sorprendente velocidad, se fue hasta la puerta en un voluminoso contoneo y desapareció.
Retiré las vendas con mucho cuidado. Sin embargo, los trozos de rayón se habían pegado a la carne y salían con el suave crujido de la sangre seca. Gotas de sangre fresca brotaron en los bordes de la herida y pedí disculpas a Jamie por lastimarlo, a pesar de que no se había movido ni dicho nada.
Sonrió, tal vez con aire seductor.
—No se preocupe, pequeña. Gente mucho menos bonita me ha hecho mucho más daño. —Se echó hacia delante para que yo lavara la herida con la preparación de ajo y agua caliente. La manta se deslizó de su hombro.
De inmediato advertí que más allá del halago, su comentario era fiel reflejo de la verdad: lo habían maltratado con ganas. La parte superior de la espalda estaba cubierta por un zig—zag de líneas blancas. Lo habían azotado salvajemente y más de una vez. Había unas pequeñas arrugas plateadas de tejido cicatrizado en algunos lugares, donde los latigazos se habían cruzado, y manchas irregulares donde varios azotes habían coincidido para arrancar la piel y lacerar el músculo interno.
Desde luego, yo había visto una gran variedad de heridas y laceraciones como enfermera de guerra, pero algo en aquellas cicatrices resultaba por demás brutal. Debí de sisear al ver la espalda lastimada porque Jamie volvió la cabeza y me encontró con la vista clavada allí. Encogió su hombro sano.
—Casacas rojas. Me azotaron dos veces en una semana. Supongo que lo hubieran hecho dos veces en el mismo día si no hubieran temido que muriera. No tiene gracia azotar a un hombre muerto.
Traté de que no se me quebrara la voz mientras lo lavaba.
—No creo que nadie haga algo así por diversión.
—¿No? Tendría que haberlo visto.
—¿A quién?
—Al capitán de los casacas rojas que me despellejó. Si no se divertía, al menos parecía muy complacido. Mucho más que yo —añadió—. Se llamaba Randall.
—¡Randall! —No pude evitar la exclamación de sorpresa. Los ojos azules y fríos se fijaron en mí.
—¿Lo conoce? —De pronto, su voz estaba cargada de sospecha.
—No, no. Conocí una familia con ese apellido hace mucho tiempo, eh, mucho tiempo. —Nerviosa, dejé caer el lienzo.
—¡Maldita sea!, ahora habrá que volver a hervirlo. —Lo levanté del suelo y me dirigí a la lumbre en un intento por ocultar mi confusión. ¿Acaso este capitán Randall era el ancestro de Frank, el soldado con un historial inmaculado, un caballero en el campo de batalla, condecorado por la nobleza? Y si lo era, ¿cómo era posible que un miembro de la familia de mi dulce y gentil Frank fuera capaz de infligir esas horribles heridas a aquel joven?
Me ocupé en el fuego y dejé caer unos puñados más de hamamelis y ajos en el caldero. También agregué unos trozos de tela. Cuando me pareció que ya podía controlar la voz y la expresión de mi rostro, regresé a donde estaba Jamie con un trozo de tela en la mano.
—¿Por qué lo azotaron?
No era una pregunta sutil, pero ansiaba saber y estaba demasiado cansada como para plantear la cuestión con mayor delicadeza.
Jamie suspiró y movió el hombro con incomodidad. Él también estaba cansado y a pesar de mis esfuerzos por curarlo con suavidad, sin duda le estaba haciendo daño.
—La primera vez fue por escapar y la segunda, por robo... al menos eso decía la hoja de cargos.
—¿De qué escapaba?
—De los ingleses —respondió y enarcó las cejas con gesto irónico—. Si quería saber de dónde, del Fuerte William.
—Imaginé que serían los ingleses —repliqué en igual tono ácido—. ¿Y qué hacía en el Fuerte William?
Se pasó la mano libre por la frente.
—Ah, eso. Creo que me llevaron allí por obstrucción.
—Obstrucción, huida y robo. Parece un personaje muy peligroso —aventuré con ligereza en un intento por distraerlo de mis curaciones.
Funcionó, al menos por un instante. Jamie esbozó una sonrisa torcida y un ojo azul oscuro brilló por encima del hombro.
—Es lo que soy —repuso—. Me sorprende que se sienta segura conmigo, en especial siendo una muchacha inglesa.
—Bueno, en este momento parece bastante inofensivo. —Era una absoluta mentira. Sin camisa, lleno de cicatrices y manchas de sangre, con una barba incipiente en las mejillas y los párpados enrojecidos por la falta de sueño, tenía un aspecto truculento. Y exhausto o no, parecía totalmente capaz de más destrozos, si fuera menester.
Rió y su carcajada profunda resultó contagiosa.
—Tan inofensivo como una paloma —convino—. Tengo tanta hambre que sólo soy una amenaza para el desayuno. Si me encuentro con algún panecillo, no respondo de mí. ¡Ay!
—Perdón —musité—. La herida de bayoneta es profunda y está sucia.
—No ha sido nada. —Pero se había puesto pálido debajo del vello cobrizo. Traté de retomar la conversación.
—¿Qué es «obstrucción», exactamente? —pregunté a la ligera—. Debo admitir que no suena como un crimen capital.
Aspiró y clavó los ojos en la cabecera de la cama mientras yo ahondaba en la herida.
—Bueno, supongo que lo que los ingleses dicen que es. En mi caso, significó defender a mi familia y mi propiedad y que casi me mataran en el intento. —Apretó los labios como si no quisiera seguir hablando, pero al cabo de un instante, decidió proseguir, al parecer para centrar su atención en algo que no fuera su hombro—. Fue hace casi cuatro años. Impusieron contribuciones a las propiedades cercanas al Fuerte William: comida para el regimiento, caballos para transporte y cosas por el estilo. No puedo decir que todos lo aceptaron, pero la mayoría entregó lo que debía. Pequeños grupos de soldados iban con un oficial y un carro o dos para recoger la comida y demás cosas. Y un día de octubre, el capitán Randall vino a L... —Se interrumpió enseguida y se corrigió—. A nuestra casa.
Asentí para alentarlo, sin quitar la vista de mi trabajo.
—Pensamos que no llegarían tan lejos. La propiedad está alejada del fuerte y no es fácil llegar a ella. Pero lo hicieron. —Cerró los ojos un momento—. Mi padre se encontraba fuera, en un funeral en una granja vecina. Yo estaba en el campo con la mayoría de los hombres, ya que era época de cosecha y había mucho que hacer. De modo que mi hermana estaba sola en la casa, sin contar a dos o tres sirvientas que al ver a los casacas rojas corrieron a la planta alta a esconderse bajo las sábanas. Pensaban que el diablo enviaba a los soldados y creo que no se equivocaban.
Dejé la tela. Lo peor había terminado. Ahora necesitaba algún emplasto, dado que no tenía yodo ni penicilina, y un buen vendaje tirante. Con los ojos todavía cerrados, el joven no pareció darse cuenta.
—Llegué a la casa por detrás. Iba a buscar un cabestro al granero y oí los gritos de mi hermana en el interior.
—¿Y entonces? —Intenté que mi voz no obstaculizara la historia. Quería saber más sobre el capitán Randall y hasta ahora, el relato no había hecho mucho por cambiar mi primera impresión de él.
—Entré por la cocina y encontré a dos de ellos revolviendo la despensa, llenando sus bolsas con harina y tocino. Golpeé a uno en la cabeza y arrojé al otro por la ventana, con bolsa y todo. Luego me dirigí hacia el salón, donde hallé a dos casacas rojas con mi hermana, Jenny. Su vestido estaba rasgado y uno de ellos tenía el rostro arañado. —Abrió los ojos y esbozó una triste sonrisa—. No perdí el tiempo con preguntas. Estábamos peleando, y no me iba tan mal, considerando que eran dos, cuando llegó Randall.
Randall había detenido la lucha con el simple acto de apuntar su pistola a la cabeza de Jenny. Obligado a rendirse, Jamie se había dejado sujetar por los dos soldados. Randall sonrió con simpatía a sus rehenes y dijo:
—Bueno, bueno. Así que tenemos dos gatos furiosos. Estoy seguro de que un poco de trabajo forzado suavizará tu temperamento. Y de no ser así, hay un gato de nueve colas a quien conocerás pronto. Pero existen otras curas para las hembras, ¿verdad, gatita?
Jamie hizo una pausa y apretó la mandíbula.
—Tenía a Jenny con el brazo doblado a la espalda, pero se lo soltó para tocarle el pecho. —Al recordar la escena, sonrió inesperadamente—. Entonces —concluyó—, Jenny le pisó el pie y le dio un codazo en el estómago. Y cuando Randall se dobló de dolor, mi hermana se giró y le clavó la rodilla en las pelotas. —Emitió un gruñido de placer—. Bueno, el capitán perdió la pistola y Jenny trató de cogerla pero uno de los dragones que me sujetaban llegó primero.
Yo había finalizado el vendaje y permanecía de pie detrás de Jamie, con una mano apoyada en su hombro sano. Me parecía importante que me contara todo, pero temía que dejara de hablar si se percataba de mi presencia.
—Una vez que recobró el aliento, Randall ordenó a sus hombres que nos llevaran afuera. Me quitaron la camisa y me ataron a un carro. Randall me golpeó la espalda con la hoja de su sable. Estaba furioso. Me dolió un poco, pero no por mucho rato.
El breve episodio de diversión ya había pasado y el hombro en el que tenía la mano apoyada estaba tenso.
—Cuando se detuvo, se volvió hacia Jenny. Uno de los dragones la sostenía. Le preguntó si quería ver más o si prefería entrar con él a la casa y brindarle un mejor entretenimiento. —El hombro se crispó con inquietud—. Yo no podía moverme mucho, pero le grité que no me había hecho daño. Era cierto, no me había hecho... mucho daño. Le dije que no fuera con él aunque me degollaran delante de sus ojos. La tenían detrás de mí, así que no podía verla. Pero por el ruido, supe que Jenny le había escupido al rostro. Debió de hacerlo porque Randall enseguida me cogió del pelo, me tiró la cabeza hacia atrás y apoyó el cuchillo en mi garganta. «Me siento tentado de seguir tu sugerencia», dijo Randall con los dientes apretados y clavó la punta del cuchillo lo suficiente como para que comenzara a brotar sangre.
»Podía ver la daga muy cerca de mi cara —continuó Jamie— y las gotas de sangre en el suelo debajo del carro. —Hablaba con voz somnolienta y me di cuenta de que la fatiga y el dolor lo habían hecho caer en un estado casi hipnótico. Era posible que ni siquiera recordara que yo estaba allí—. Intenté llamar a mi hermana, decirle que prefería morir a verla deshonrarse con esa basura. Pero Randall retiró la daga de mi cuello y me la puso entre los dientes. No podía hablar. —Se pasó la mano por la boca, como si aún pudiera sentir el gusto amargo del acero. Se interrumpió y se quedó mirando al vacío.
—¿Y qué pasó entonces? —No debí haber hablado, pero tenía que saber el resto.
Se sacudió como un hombre que despierta de un sueño y se masajeó la nuca con su enorme mano.
—Jenny fue con él —dijo de pronto—. Pensó que me mataría y tal vez tenía razón. Luego, no sé qué pasó. Uno de los dragones me golpeó en la cabeza con la culata del mosquete. Cuando recobré el sentido, estaba en el carro con las gallinas, camino del Fuerte William.
—Comprendo —murmuré—. Lo siento. Debió de ser terrible.
Sonrió de repente. La fatiga había desaparecido.
—Sí. Las gallinas son muy aburridas, en especial en un viaje tan largo. —Al percatarse de que el vendaje estaba listo, levantó el hombro e hizo un gesto de dolor.
—No haga eso —exclamé, alarmada—. No debe moverlo. —Miré en dirección a la mesa para cerciorarme de que aún quedaba algún trozo de tela seco—. De hecho, voy a sujetarle el brazo al cuerpo. Quédese quieto.
No volvió a hablar y se relajó al darse cuenta de que no iba a dolerle. Sentí un curioso vínculo de intimidad con el extraño joven escocés, debido, en parte, pensé, a la horrible historia que acababa de contarme y también a nuestro largo viaje juntos en la oscuridad, sumidos en un adormecido silencio. No había dormido con muchos hombres, a excepción de mi marido, pero ya había notado antes que el hecho de dormir con alguien generaba esa sensación de intimidad, como si los sueños flotaran fuera de uno para reunirse con los de la otra persona y envolver a ambos en un manto de conocimiento inconsciente. Debía de tratarse de una especie de atavismo, pensé. En épocas anteriores, primitivas («¿como ésta?», preguntó otra parte de mi mente), dormir en presencia de otra persona constituía una demostración de confianza. Si la confianza era recíproca, el mero hecho de dormir podía unir más a dos personas que el acoplamiento de sus cuerpos.
Una vez terminada la operación, le ayudé a ponerse la camisa de hilo rústico. Jamie se puso en pie para acomodarla dentro de la falda con una sola mano y me sonrió.
—Te lo agradezco, Claire. Tienes buena mano. —Extendió los dedos para tocarme la cara, pero cambió de parecer. La mano tembló un instante y cayó a lo largo del cuerpo. Por lo visto, él también había sentido ese extraño vínculo. Desvié la mirada y agité una mano como restando importancia al asunto.
Recorrí la habitación con los ojos y observé la chimenea ennegrecida por el humo, las ventanas angostas sin vidrios y los muebles de roble macizo. No había electricidad, ni alfombras ni adornos de bronce en la cama.
De hecho, parecía un castillo del siglo dieciocho. Pero ¿y Frank? El hombre que había visto en el bosque se le parecía mucho, pero la descripción de Jamie sobre el capitán Randall era completamente ajena a todo lo que yo sabía de mi gentil y pacífico esposo. Sin embargo, si era cierto —y ya comenzaba a admitir esa posibilidad— aquel hombre podía ser cualquier cosa. Un hombre al que sólo conocía por su nombre en un árbol genealógico no tenía por qué parecerse en conducta a sus descendientes.
No obstante, en aquel momento, me preocupaba Frank. Si yo estaba en el siglo dieciocho, ¿dónde estaba él? ¿Qué haría al ver que yo no regresaba a la pensión de la señora Baird? ¿Volvería a verlo alguna vez? Pensar en Frank fue la gota que colmó el vaso. Desde el momento en que entré en la roca y la vida cotidiana dejó de existir, me habían atacado, amenazado, secuestrado y vapuleado. No había comido ni dormido en más de veinticuatro horas. Intenté controlarme, pero mis labios empezaron a temblar y se me llenaron los ojos de lágrimas.
Me volví hacia el fuego para ocultar el rostro. Demasiado tarde. Jamie me tomó la mano y me preguntó con voz suave qué me pasaba. La luz de las llamas brilló en mi anillo de bodas y empecé a llorar con fuerza.
—¡Oh! Ya... Ya se me pasa, de veras... Es que mi... mi marido... No...
—¿Eres viuda, entonces? —Su voz estaba tan cargada de preocupación que perdí el control por completo.
—No... Sí... Es decir... sí, supongo que sí. —Abrumada por el cansancio y la pena, me apoyé en él entre histéricos sollozos.
El joven tenía buen corazón. En lugar de pedir ayuda o apartarse desconcertado, se dejó caer en un banco y me sentó en su regazo. Me sujetó con el brazo sano y me acunó con ternura mientras murmuraba palabras en gaélico en mi oído y me acariciaba el cabello con la mano. Lloré desconsolada, dando rienda suelta al miedo y la confusión que me embargaban. Luego, lentamente, comencé a calmarme en tanto Jamie me frotaba la nuca y la espalda, ofreciéndome el refugio de su pecho ancho y cálido. Agotada, me apoyé en la curva de su hombro. Con razón manejaba tan bien los caballos, pensé al sentir las caricias de sus dedos detrás de la oreja. «Si yo fuera un caballo, le dejaría llevarme a cualquier parte.»
Este absurdo pensamiento coincidió, por desgracia, con mi descubrimiento de que el joven no estaba tan cansado, después de todo. En realidad, ya era obvio para ambos. Tosí y me aclaré la garganta. Me incorporé y me sequé las lágrimas con la manga del vestido.
—Lo siento mucho... es decir, te agradezco... pero... —balbuceé y me alejé de él con el rostro encendido. Jamie también se había sonrojado, pero no parecía turbado. Extendió la mano para acercarme otra vez. La colocó con cuidado bajo mi barbilla y me obligó a levantar la cabeza.
—No debes tener miedo de mí —susurró—. Ni de nadie de aquí, mientras yo esté contigo. —Me soltó y se volvió hacia el fuego. —Necesitas algo caliente, jovencita —declaró—. Un poco de comida te vendrá bien. —Me reí ante sus esfuerzos por servir caldo con una sola mano y fui a ayudarlo. Tenía razón. La comida me ayudó mucho. Bebimos el caldo y comimos pan en afable silencio. Compartimos el creciente solaz del calor y el alimento.
Por fin, Jamie se levantó y recogió la manta que había caído al suelo. La dejó de nuevo sobre la cama y ladeó la cabeza.
—Duerme un poco, Claire. Estás agotada y pronto alguien querrá hablar contigo.
Era un siniestro recordatorio de mi precaria situación. Sin embargo, estaba tan exhausta que ni siquiera me importó. Deslicé una protesta meramente formal por ocupar la cama; jamás había visto algo tan tentador. Jamie me aseguró que encontraría otra cama en alguna parte. Caí de cabeza sobre el montón de mantas y me quedé dormida antes de que él llegara a la puerta.