5

MacKenzie

Me desperté en un completo estado de confusión. Tenía la vaga idea de que algo andaba mal, pero no podía recordar qué. De hecho, había dormido tan profundamente que por un instante ni siquiera supe quién era y mucho menos dónde me encontraba. Estaba abrigada y la habitación en la que había despertado estaba helada. Traté de acurrucarme en mi nido de mantas, pero la voz que me había despertado insistió.

—¡Vamos, muchacha! Debe levantarse ahora. —La voz era profunda y amenazante, como el ladrido de un perro ovejero. Abrí un ojo lo suficiente como para ver la montaña de tela marrón.

¡La señora FitzGibbons! Su imagen me devolvió la conciencia y al mismo tiempo, la memoria. Todavía era cierto.

Me envolví en una manta y bajé de la cama. Me dirigí al fuego lo más rápido que pude. La señora FitzGibbons tenía una taza humeante de caldo en la mano. Me sentía como un superviviente de un bombardeo. Bebí el caldo mientras la señora FitzGibbons extendía un montón de ropa sobre la cama. Había una larga camisola amarillenta con un borde de encaje, una enagua de algodón fino, dos faldas marrones y un corpiño amarillo pálido. Unas medias de lana marrones a rayas y un par de chinelas amarillas completaban el conjunto.

Sin atender a mis protestas, la mujer me quitó el inadecuado atuendo que llevaba y me ayudó a vestirme. Luego dio un paso atrás para contemplar su trabajo con satisfacción.

—El amarillo le sienta bien, jovencita. Ya me parecía. Combina con el cabello castaño y resalta el dorado de sus ojos. Pero espere, todavía nos falta una cinta. —Rebuscó en un bolsillo como si fuera un saco de arpillera y extrajo un manojo de cintas y algunas alhajas.

Demasiado estupefacta para resistirme, la dejé arreglarme el cabello y sujetar los rizos con la cinta rosa. La señora FitzGibbons no cesaba de criticar mi corte tan poco femenino a la altura de los hombros.

—¡Por Dios, querida! ¿En qué estaban pensando cuando se lo cortaron? ¿Acaso quería disfrazarse de varón? Me han contado que hay muchachas que lo hacen para ocultar su sexo cuando viajan, para salvarse de los malditos casacas rojas. Será un gran día cuando las damas puedan viajar sin peligro. —Siguió parloteando mientras me arreglaba un rizo o alisaba un pliegue de la falda. Por fin, estaba lista.

—Bueno, muy bien. Ahora tiene un rato para comer algo y luego debo llevarla con él.

—¿Con quién? —No me gustaba la situación. Quienquiera que fuera «él», lo más probable era que hiciera preguntas difíciles.

—Con MacKenzie, por supuesto. ¿Quién más podría ser?

¿Quién más? Recordé que el castillo Leoch estaba en medio de las tierras del clan MacKenzie. Era obvio que el jefe del clan era todavía un MacKenzie. Comencé a comprender por qué nuestro pequeño grupo de jinetes había cabalgado toda la noche para llegar al castillo. Era un sitio de absoluta seguridad para los hombres perseguidos por la Corona. Ningún oficial inglés con un dedo de frente se internaría tanto en las tierras del clan. De hacerlo, correría el riesgo de morir en una emboscada en el primer bosque de árboles. Y sólo un ejército considerable se aventuraría hasta la entrada del castillo. Intenté recordar si en algún momento los ingleses habían llegado tan lejos, pero de pronto me di cuenta de que el eventual destino del castillo era mucho menos importante que mi futuro inmediato.

Los panecillos y el guiso que la señora FitzGibbons me había traído para desayunar no me despertaron el apetito. Fingí comer algo a fin de ganar tiempo para pensar. Cuando la señora FitzGibbons volvió para conducirme hasta MacKenzie, yo había logrado delinear un plan.

El Señor me recibió en una habitación a la que se tenía acceso tras subir una alta escalera de piedra. Ocupaba una torre y estaba decorada con pinturas y tapices que colgaban de las paredes oblicuas. Si bien el resto del castillo parecía bastante cómodo a pesar de su austeridad, esta estancia estaba sobrecargada de objetos lujosos, muebles y ornamentos. La cálida luz de un fuego y varias velas contrastaba con la penumbra de la fría llovizna afuera. Las paredes externas del castillo sólo contaban con las ventanas altas y angostas apropiadas para resistir un ataque, pero esta pared interna tenía grandes ventanas batientes que dejaban entrar la escasa luz del día.

Al entrar, me llamó la atención una enorme jaula de metal encajada con gran habilidad en la curva de la pared, desde el suelo hasta el techo, llena de docenas de pequeños pájaros: pinzones, fringilinos, herrerillos y varias clases de currucas. Cuando me acerqué, mi mirada se perdió en los cuerpos suaves y regordetes y los ojos redondos y brillantes que destellaban como gemas en el trasfondo de terciopelo verde. Los pajarillos volaban entre las hojas de los robles, olmos y nogales cuidadosamente plantados en macetones en la base de la jaula. El alegre gorjeo de las aves se acompañaba del batir de alas y el crujido de hojas mientras los habitantes de la jaula revoloteaban y saltaban de aquí para allá.

—Unos animalitos muy inquietos, ¿verdad? —Una voz profunda y agradable habló a mis espaldas y me volví con una sonrisa que se congeló en mis labios.

Colum MacKenzie tenía las facciones y la frente de su hermano Dougal, aunque la fuerza vital que otorgaba a Dougal un aire intimidatorio en este caso cedía ante una expresión más afable, aunque no carente de fuerza. Más moreno, con ojos grises en lugar de pardos, Colum daba la misma impresión de intensidad, de presencia imponente. En aquel momento, sin embargo, mi incomodidad surgió del hecho de que la bella cabeza y el largo torso culminaban en unas piernas torcidas y cortas. El hombre, que debía de medir un metro noventa, apenas me llegaba al hombro.

Mantuvo la mirada en los pájaros, muy prudente, para permitirme recobrar el control de mis facciones. Por supuesto, debía de estar acostumbrado a la reacción de la gente que lo veía por primera vez. Al observar la habitación, me pregunté si solía recibir allí gente desconocida. Era evidente que se trataba de un santuario, de un mundo propio, construido por un hombre para quien el mundo exterior resultaba hostil... o inaccesible.

—Le doy la bienvenida, señora —pronunció con una leve reverencia—. Mi nombre es Colum ban Campbell MacKenzie, Señor de este castillo. Mi hermano me ha dicho que... Eh... la encontraron a cierta distancia de aquí.

—Me secuestró, si desea saber la verdad —le corregí. Me hubiera gustado mantener una conversación cordial, pero más que nada quería salir de aquel castillo y volver a la colina del círculo de rocas. La clave de lo que me había ocurrido, si existía, estaba allí.

El Señor del castillo enarcó las tupidas cejas y una sonrisa curvó los labios finos.

—Bueno, tal vez —convino—. A veces, Dougal es un poco... impetuoso.

—De acuerdo. —Levanté la mano en un gesto de indiferencia—. Estoy dispuesta a admitir que hubo un malentendido. Sin embargo, le agradecería que me llevaran de regreso a... al sitio en que me encontraron.

—Mmm. —Con las cejas todavía enarcadas, Colum me señaló una silla. Me senté, algo a disgusto, y Colum asintió en dirección a uno de los sirvientes, que desapareció por una puerta—. He pedido un refrigerio, señora... Beauchamp, ¿verdad? Tengo entendido que mi hermano y sus hombres la encontraron en... una situación algo confusa. —Parecía ocultar una sonrisa y me pregunté cómo le habrían descrito exactamente mi vestimenta.

Respiré hondo. Era el momento de dar la explicación que había inventado. Al planearla, había recordado lo que Frank me había contado sobre un curso de resistencia a interrogatorios que había tomado durante su entrenamiento como oficial. El principio básico, por lo que podía recordar, era circunscribirse a la verdad tanto como fuera humanamente posible y alterar sólo los detalles que debían permanecer en secreto. El instructor había explicado que de ese modo, se reducía el riesgo de cometer errores en las respuestas. Bueno, ahora comprobaría si la teoría era efectiva.

—Bueno, sí. Verá, fui atacada.

Asintió y el rostro se encendió con interés.

—Ajá. ¿Atacada por quién?

Decir la verdad.

—Por soldados ingleses. En particular, por un hombre llamado Randall.

Las facciones patricias se modificaron al escuchar el nombre. Aunque Colum seguía interesado en el relato, una nueva expresión de intensidad marcaba la línea de la boca y las arrugas que la rodeaban. Era obvio que el nombre le resultaba familiar. El jefe MacKenzie se echó atrás en su silla y unió los dedos de ambas manos para observarme a través de ellos.

—Ajá —dijo—. Cuénteme más.

Así lo hice. Le di una explicación detallada del encuentro de los escoceses con los hombres de Randall, ya que podría cotejarla con Dougal. También le narré los términos de mi conversación con Randall porque no sabía cuánto había alcanzado a oír el hombre llamado Murtagh.

Asintió ensimismado.

—Ajá —repitió—. Pero ¿cómo llegó usted a ese sitio? Está muy apartado del camino a Inverness. Supongo que iba usted a embarcarse allí. —Asentí y tomé aliento.

Entonces entramos en el ámbito de la invención. No había más remedio. Deseé haber prestado mayor atención a los comentarios de Frank sobre los asaltantes de caminos. Tendría que esforzarme al máximo. Era una viuda de Oxfordshire, lo cual era verdad en cierta forma, que viajaba con un sirviente a visitar a unos parientes en Francia, que me pareció lo suficientemente lejos como para ser seguro. Nos habían asaltado unos ladrones de caminos y mi sirviente había muerto o se había escapado. Yo había huido a caballo por el bosque, pero me habían atrapado a cierta distancia del camino. Si bien había logrado escapar de los bandidos, me había visto obligada a abandonar mi caballo y todos mis bienes. Mientras andaba por el bosque, me había topado con el capitán Randall y sus hombres.

Me apoyé en el respaldo de la silla, complacida con mi historia. Era sencilla, clara y cierta en cuanto a los detalles verificables. El rostro de Colum denotaba una cortés atención. Abrió la boca para hacerme una pregunta cuando se produjo un suave ruido en la puerta. Un hombre, uno de los que había visto en el patio al llegar, estaba allí con una pequeña caja de cuero en una mano.

El jefe del clan MacKenzie se disculpó y me dejó en compañía de los pájaros, con la certeza de que regresaría enseguida para continuar nuestra interesante conversación.

Tan pronto se hubo cerrado la puerta, me acerqué a la biblioteca y pasé la mano por los lomos de cuero. En aquel estante, había dos docenas de libros. Y más en la pared opuesta. A toda prisa, pasé las hojas de todos los volúmenes. Muchos no tenían fecha de edición; los que la tenían databan de 1720 a 1742. Era visible que a Colum MacKenzie le gustaba el lujo, pero el resto de la habitación no indicaba que su dueño fuera un anticuario. Las encuadernaciones eran nuevas, sin señales de deterioro ni páginas gastadas.

A estas alturas yo estaba más allá de todo escrúpulo corriente y, sin el menor remordimiento, comencé a revisar el escritorio de madera de olivo al tiempo que me mantenía alerta a cualquier sonido de pisadas.

Encontré lo que buscaba en el cajón central. Una carta sin terminar, manuscrita y difícil de descifrar por la excéntrica ortografía y la falta total de puntuación. El papel era fresco y limpio y la tinta, muy negra. Legible o no, la fecha en el margen superior atrajo mi atención como si hubiera estado escrita con fuego: 20 de abril de 1743.

Al regresar poco más tarde, Colum halló a su invitada sentada junto a las ventanas con las manos decorosamente cruzadas en el regazo. Estaba sentada porque no podía mantenerme de pie. Y cruzaba las manos para ocultar el temblor que se había apoderado de ellas.

Colum había traído una bandeja con jarrones de cerveza y galletas de avena con miel. Fingí comer una; mi estómago se retorcía con demasiada fuerza como para recibir comida.

Después de una breve disculpa por su ausencia, se compadeció de mi mala fortuna. Luego se echó hacia atrás, me miró con suspicacia y preguntó:

—Pero ¿cómo puede ser, señora Beauchamp, que los hombres de mi hermano la hayan encontrado en ropa interior? Me extraña que los bandidos hayan querido molestarla ya que lo más probable es que tuvieran intención de pedir un rescate. Y a pesar de todo lo que he oído sobre el capitán Randall, me sorprendería saber que un oficial del ejército inglés tiene por costumbre violar viajeras extraviadas.

—Bueno —espeté—. Le aseguro que ese hombre es capaz de cualquier cosa. —Había olvidado mi vestimenta al planear mi historia. Me pregunté en qué momento de mi encuentro con el capitán Randall me había visto Murtagh.

—Temo que sea posible —dijo Colum—. El hombre tiene mala reputación.

—¿Posible? —repetí—. ¿Por qué? ¿Acaso no cree lo que le he contado?

En el rostro del jefe MacKenzie había un ligero pero definido escepticismo.

—No he dicho que no la crea, señora —respondió—. Pero no he comandado este clan durante más de veinte años sin aprender a no tragarme todas las historias que me cuentan.

—Bueno, si no cree que soy quien digo que soy ¿quién demonios piensa usted que soy?

Pestañeó, algo impresionado por mi lenguaje. Luego las facciones afiladas recuperaron su firmeza habitual.

—Ya lo sabremos —contestó—. Mientras tanto, señora, sea usted bienvenida a Leoch. —Levantó la mano en gesto de elegante despedida y el sirviente que había junto a la puerta se acercó para escoltarme a mis aposentos.

Colum no pronunció las palabras siguientes, pero no fue necesario. Flotaban en el aire con la misma claridad que si las hubiera dicho:

«Hasta que averigüe quién es usted en realidad.»