Capítulo 16

ALKIBIADES

1

Wein colgó el teléfono y lo devolvió a su maletín de viaje. Estaba nervioso, excitado, ilusionado y asustado, todo a la vez. Era abstemio, pero si alguna vez había necesitado un trago, era entonces. Un trago, o un cigarrillo, o ambas cosas, tal vez. Se apoyó con ambas manos en la silla de su habitación y cerró los ojos por un momento. Había mucho que hacer, y sería mejor hacerlo bien.

Había pensado efectuar otras llamadas esa noche, pero tenía que pensar. Pensaría primero y llamaría después. Sobre todo en lo que concernía a Canadá. Estaba pensando en pasar de esa llamada y viajar hasta allí para tratar el tema en persona; lo último que quería era que algún escéptico y estirado responsable le colgara sin prestarle la atención que el asunto requería, pero la situación precisaba la máxima urgencia y celeridad. Estaban embarcados en una acuciante carrera contra reloj, de eso no había ninguna duda, y si fallaba en alguno de los pasos, le llevaría demasiado tiempo deshacer cualquier error.

Suspiró largamente y acabó sentándose en la silla.

Todo lo que ese grupo de gente sabía, la gente que Jason había encontrado de manera fortuita, lo había aprendido poco a poco a lo largo de innumerables pesquisas, indagando aquí y allí, rebuscando, y vaya si su historia casaba con todo. Con todo. Le dijo a Jason que los llevara a Canadá: necesitaba entrevistarlos a todos de primera mano, registrar cuidadosamente cualquier comentario que hicieran. Esa guerra no la iban a ganar batallando en los pueblos y ciudades sometidos de América, ni con bombas ni con lanzallamas: la ganarían con actividades de Inteligencia en segundo plano, como se ganaban, de hecho, las guerras. Pero sabían tanto... Sabían tanto... De hecho, sabían un poco más de lo que él había llegado a averiguar, excepto por…

Por la parte del segundo Manuscrito Voynich.

Por supuesto.

Ese texto estaba escrito en el mismo lenguaje incomprensible que el primero, así que no había podido entender nada de lo que allí se decía. Si el gobierno y el aparato militar norteamericano no se hubiesen desestabilizado, ya habría traído a todo un equipo de expertos para que trabajasen en los documentos, pero esa… mujer, esa entidad supraterrenal que habían llamado Medusa…

Elexia.

Elexia se había ocupado de que tales cosas no fueran posibles. Había jugado muy bien sus cartas; muy muy bien. Tendría que tirar de contactos y rezar para que ninguno de los elementos clave que lo llevarían a contactar con los expertos en criptografía que precisaba estuvieran muertos. O hipnotizados, lo que podría ser aún peor.

Sacudió la cabeza, pensativo.

El texto no se entendía, pero las ilustraciones eran suficientes. Si le hubieran dejado sacar una copia digital del manuscrito se tumbaría en la cama de su habitación en ese mismo momento y las examinaría otra vez, y luego las examinaría de nuevo. El ilustrador era detallista y concienzudo, y muchas veces daba la sensación de padecer horror vacui por la cantidad de detalles que había incorporado en cada escena, en cada dibujo, de los que había quizá un centenar. Tal vez por eso cada vez que se sentaba a la mesa del despacho apartado donde accedía al manuscrito creía ver cosas nuevas. Detalles que eran en apariencia triviales pero que ocultaban importantes pistas para comprender el cuadro general.

El cuadro general.

¿Por qué no había alcohol en esa habitación?

Quizá lo más importante en ese momento era el dibujo que habían dado en llamar «el de los nueve puntos». Marcas de ojos en un mapa geográfico, muy rudimentario, de cuando los continentes no se habían formado del todo. Tuvo que ser dibujada a posteriori, sin duda, en una época más reciente, o los historiadores encargados de transcribir la historia de nuestro planeta habían estado bebiendo en horas de trabajo. Cada marca estaba ubicada en un lugar concreto, pero lo que le llamó la atención era que uno de ellos estaba en el mismo lugar donde habían averiguado que extrajeron la cáscara de obsidiana en la que vivía esa mujer, en Iraq. En la misma zona. Así que... esos nueve puntos podían representar los lugares donde estaban enterrados los otros. Podían, no: los representaban. Jason le había dicho que el líder de todos ellos (miró el pliego de papel en el que había estado garabateando notas mientras hablaba), Alquibiades, ¿o Alkibiades?, estaba en Canadá, en el Yukón canadiense. Sepultado y oculto, ignoto por las incontables generaciones que habían pisado aquellas tierras. Wein sabía que no habría asociado los nueve puntos con la Operación Medusa hasta que tal vez ya fuera tarde. Si no fuera por aquella chica, ¿Laura, se llamaba?, y su testimonio, esa asociación habría tardado en producirse. Elexia en Iraq, Alkibiades en Yukón. Estaba ahí, pero por Dios que no lo había visto.

Por lo que sabía, los vampiros habían traspasado ya las fronteras de sus vecinos canadienses, pero sus instituciones seguían activas, no como las norteamericanas, y en apariencia concentradas en repeler al enemigo. Elexia aún no se había ocupado de eso, o así lo esperaba. Pero si tenía pensado desplazarse allí para liberar a su líder, su hermano, compañero, o lo que fuera, entonces…

Entonces esa era la principal prioridad, se dijo. Contactar con Canadá, lograr que le creyeran, al menos en parte, y sacar a Alkibiades de allí. Trasladarlo. Esconderlo en alguna parte del mundo donde ella no pudiera encontrarlo. Si pudiera conseguir que los coreanos, los franceses o los rusos prestasen su colaboración para moverlo a alguna isla del Pacífico y lanzar seis misiles nucleares sobre esa cosa, lo haría. Si no, tal vez podría llevarlo al Atlántico y lanzarlo a alguna fosa abisal del fondo marino, de esas que se adentran kilómetros y kilómetros en la tierra y que apenas han sido exploradas porque la presión es insoportable.

Si aún seguía allí.

Había alguna otra fuerza conspirando en la oscuridad, o tal vez conspiró en algún momento y luego se retiró, cuando la situación se complicó en la base Orestes. Una de las primeras cosas que hizo fue ordenar un estado del personal en la base, desde su fundación hasta la actualidad. Quería saber qué generales, agentes del gobierno, fuerzas especiales, civiles, limpiadores, transportistas y visitantes había recibido la base. Quería sus nombres, y que todos fueran investigados, aunque eso supusiera remover toda América. Pero descubrió que los archivos habían sido destruidos y los ficheros en la central de datos eliminados, incluyendo los de las copias cuidadosamente almacenadas en servidores apartados y desconectados de la red. Los pocos nombres que pudo encontrar que podrían ser relevantes habían ido desapareciendo de maneras sospechosas. Teniente primero Keith Bennet, infarto de corazón mientras pescaba en Utah. Oficial de comunicaciones Roberta F. Hedges, accidente mortal de coche de regreso a su casa, en una calle residencial con menos tráfico que un aeropuerto en Marte. Esa «fuerza» había urdido todo el plan Medusa, que consideraban una especie de arma o herramienta de poder, y se había ocupado de eliminar sistemática y eficientemente todo rastro de información.

«Por la mente colmena», se dijo de repente.

Wein entrecerró los ojos.

Para que Elexia no supiera, tal vez. Para que no pudiera escudriñar en sus mentes con ese poder que tenía, una vez comprendieron que estaba fuera de control, que era cuestión de tiempo que escapara y se hiciera con el dominio de todo.

Tal vez.

Sacudió la cabeza y se quitó la chaqueta. Hacía demasiado calor para ser diciembre.

Había otros muchos dibujos en el segundo manuscrito. Dibujos que, de haber sido encontrados en un libro de fantasía al estilo Dragones y mazmorras, no le hubieran parecido fuera de lugar. Había catorce páginas con ilustraciones detalladas de algún lugar, o lugares, que no pudo reconocer, una especie de ciudad llena de torres altas, cúpulas, edificios proyectados en ángulos de treinta grados, como dientes de sierra, con puentes elevados que conectaban unas estructuras con otras. Algunas de las ilustraciones mostraban salones inmensos con grandes columnas que nacían del suelo y crecían en grosor a medida que ascendían, en alturas arquitectónicamente imposibles, hacia unos techos anegados en bóvedas. Las dimensiones eran aberrantes incluso para la edad moderna, donde empresas privadas como Google o Apple levantaban complejos gigantescos ante los que uno no podía más que dejar escapar una expresión de asombro. Titánicas escaleras, pasarelas colgantes que no podían sostenerse sin fundamentos modernos de vigas colosales, descritas por alguien en cuya época se usaba la paja, tal vez el adobe, para construir refugios rudimentarios.

En todas esas ilustraciones se manifestaba un cielo furibundo abigarrado de nubes oscuras, llenas de bucles, que lo oscurecían.

Y los nueve.

Podía vivir mil años, cerrar los ojos y ver esas nueve figuras ilustradas a doble página, rodeadas por esa caligrafía irreconocible y apretada. Figuras desnudas, sin cara, de hombres y mujeres que miraban al frente con pequeñas ondulaciones escapando de sus cabezas.

Los nueve vampiros descritos por el grupo de Jason.

Algunas de esas figuras estaban representadas en otras páginas, pero de lo que hacían o querían expresar esas ilustraciones Wein no tenía ni idea. La fantasía y la representación gráfica de elementos mágicos, o abstractos, no le era extraña: había sido un entusiasta jugador de rol en tiempos de la universidad, y de los de lápiz y papel, no como esos videojuegos modernos en los que uno tiene tanta libertad de acción como un jilguero en una jaula, pero los contenidos se le escapaban. En ocasiones aparecían formas geométricas en sus manos, o una especie de espada llameante, y en ciertos lugares encontraron el motivo de que su eminencia el cardenal Giuseppe Bertellato fuera tan receloso con desvelar la existencia del manuscrito. A veces aparecía el icónico ojo en un triángulo, símbolo de la Providencia Divina, exacto a como se representaba en numerosos documentos. Para el cristianismo, representaba la ubicuidad de la Santísima Trinidad, su omnipresencia divina, pero aunque no era un experto en el tema, creía que el símbolo había aparecido en el siglo XVI, y no antes. Sus expertos le habían mencionado que el símbolo tenía implicaciones históricas mucho más profundas, que ya aparecía en las culturas azteca y maya, que los turcos y los griegos lo llamaban Nazar y que se usaba contra el mal de ojo, y que en la antigua Mesopotamia representaba la Mano de Ishtar, como un símbolo de protección divina. El mismo signo estaba asociado al hinduismo y a la cultura egipcia, en la que tenía que ver con el Ojo de Horus, o también Ojo de Ra, vinculado con deidades solares. Wein creía que el signo era importante, por el concepto de deidad y su persistencia en tantas culturas posteriores a la edad de Elexia, pero no había encontrado aún una conexión. Lo de las deidades solares hacía sonar un timbre en su cabeza, uno que decía: «Wein, ahí hay algo».

En otras páginas, curiosamente, aparecía otra figura que parecía ser un calco manifiesto e inequívoco de la imagen de Jesús como se lo suele representar de manera tradicional: el mismo rostro, la misma expresión, el mismo cabello e incluso la misma ropa. Sus expertos le hicieron notar que el parecido era inequívoco, aunque él no habría hecho la conexión si no hubiera detectado el nerviosismo del equipo de cardenales y altos cargos del Vaticano; si le hubieran dicho que esa figura era Gandalf cuando era joven, no le habría parecido más raro.

Tampoco supo establecer ninguna conexión con la figura del posible Jesucristo y el resto, si es que había una.

Pensó entonces en otra cosa que le había dicho Jason: «Ella está buscando la manera de abrir los sellos del ataúd de obsidiana. Es lo que le falta. No sabe cómo consiguieron romperlos en la base Orestes, y eso la frustra. Cuando lo averigüe, irá a por Alkibiades».

Wein tampoco lo sabía. Cuando estuvo en Orestes, el científico asignado allí le dijo que la estructura de obsidiana estuvo bañada en alguna sustancia oleoginosa, y tanto en el manuscrito conocido como en el secreto había numerosas referencias a plantas, preparados y ungüentos. Si ese sello tenía que ver con alguna receta ancestral, algún… potaje de ajo y Dios sabe qué otras hierbas, tenían un problema. Para empezar, la mayoría de las plantas descritas no existían ya en la tierra, si es que existieron alguna vez. También podría ser algún ritual, tal vez relacionado con el sol, o con alguna de esas cosas extrañas de las que el gobierno tenía cierto conocimiento pero que languidecían en un archivo encriptado en algún servidor inaccesible, entre los avistamientos de naves procedentes del espacio profundo y otros asuntos que escapaban del alcance de su capacidad como nación, o como especie.

Tendrían que trabajar en eso también si querían volver a encerrar a Elexia en una jaula de la que no pudiera escapar. Otra vez.

Wein suspiró largamente, se llevó una mano a la cabeza y la dejó allí un buen rato, como si la sostuviera con el brazo mientras se apoyaba en la mesa. Empezaba a dolerle. Demasiadas cosas, y todas de repente. Era un puzle demasiado grande, demasiado, y si Elexia ya parecía un problema de difícil resolución, la posibilidad de que llegase a liberar a cualquiera de los otros le hacía sentir escalofríos.

Por primera vez desde que era pequeño, hacía ya bastantes décadas, Wein, sin saber por qué, se santiguó.

2

Jimmy abrió los ojos y se encontró en el interior del camión, en el tráiler de carga. Jason había dicho que era mejor que durmieran todos juntos allí, que la caravana estaba demasiado expuesta, y tenía razón. Se dijo que, probablemente, habían estado tentando demasiado a la suerte. Los hombres de Jason, por cierto, empezaban a ponerse en marcha. Fred (creía que era Fred) estaba sentado junto a él, poniéndose las pesadas botas militares. Olía a sudor, como todo el compartimento.

—Buenos días, chico —dijo.

—Buenos días —contestó Jimmy.

—¡Feliz Navidad!

—Feliz Navidad —respondió Jimmy sonriente.

—¿Cuántos años tienes, por cierto?

—Trece —dijo Jimmy—. Pero aparento tener quince, ya lo sé.

El soldado sonrió.

—Tienes muchos huevos, chaval. Casi todos los chicos de tu edad que conozco se habrían vuelto majaras en esta situación. La mayoría no saben ni limpiarse las orejas si no tienen un mando de la PlayStation en la mano. Mucho gatillo y mucho Call of Duty, pero te apuesto a que se hubieran meado encima de haber pasado lo que tú.

Jimmy sonrió.

—Ya. Supongo.

Jason estaba abriendo las puertas del tráiler desde fuera. La luz penetró generosa en el interior, arrancando protestas. Jimmy supuso que había salido antes para hacer una pequeña ronda de vigilancia, o tal vez había dormido en la cabina para asegurarse de que nadie rondaba el vehículo durante la noche.

—¡Buenos días a todos! —proclamó entonces—. ¡Son las seis y media de la mañana y el sol tiene a esos cabrones otra vez en sus agujeros! ¡Arriba, que hay mucho que hacer!

Alguien se tiró un pedo, lo que provocó algunas risas.

Anne se incorporó de repente hasta quedar sentada, con los ojos todavía cerrados y el pelo revuelto y desmadejado.

—¡Buenos abdominales, señora! —observó Fred—. Ni siquiera Corso puede sentarse de esa manera sin que las patas se le queden colgando en el aire.

—Yo también he dormido bien —respondió Anne—. Buenos días.

Fred soltó una carcajada.

—Si alguien tiene que mear —dijo Jason—, las señoras a la izquierda y los caballeros a la derecha. ¡Burke, latino de mierda, os toca hacer el café!

—Pero si yo odio el café —protestó Gutiérrez mientras se revolvía en su saco de dormir.

—Pues no te lo bebas —dijo Jason—. ¡Más para los demás! ¡Arriba, cojones! Hay que aprovechar bien el día.

—Jimmy —dijo una voz desde la espalda del chico. Jimmy se volvió y encontró a Sonia, con una expresión que no supo leer—. ¿Puedes traerme mi mochila de la caravana, por favor?

—Oh. Claro —dijo Jimmy.

Se puso en pie y se arregló la ropa. La vida de superviviente al estilo «Te Walking Dead» podía tener sus inconvenientes, pero no tener que usar pijama para dormir era para él una agradable ventaja.

—Buenos días, campeón —dijo Jason cuando pasó por su lado—. ¡Feliz Navidad!

—Feliz Navidad —dijo Jimmy sonriente.

Hacía un día fantástico, aunque seguía haciendo frío. Un poco más cada vez, como si se acercaran días gélidos de verdad. Aún tenían enero y febrero por delante, y entonces nevaría y tendrían que buscar cosas como guantes, bufandas y gorros. Pero le gustó recibir el aroma fresco de la mañana; no se había dado cuenta de cuán viciado estaba el interior del tráiler hasta que salió fuera.

Cuando llegó a la caravana y abrió la puerta, sin embargo, la sonrisa se convirtió en una expresión de sorpresa. Se quedó mirando el interior, confuso, hasta que dejó escapar una pequeña exclamación que podía ser una mezcla entre risa y excitación.

—¡Feliz Navidad! —gritó Sonia a su espalda. Estaba allí, eufórica, con los brazos extendidos y los ojos todavía pequeños por el sueño, con esa sudadera térmica roja que usaba últimamente y el cabello recogido en una coleta. Jimmy sonrió, sonrió mucho, hasta que se dio cuenta de que, probablemente, estaba quedando como un bobalicón, y miró al suelo, nervioso y contento.

Dentro de la furgoneta había un pequeño árbol de Navidad, uno de esos que venden con los adornos ya integrados. No debía de medir ni veinte centímetros, pero era un árbol, de todas maneras. Debajo había un pequeño envoltorio con una etiqueta que decía: «JIMMY», y al lado, un corazón.

Jimmy no sabía qué decir. Los soldados, y también Mac y Adam y Douglas y Seven, iban bajando, sonriendo y mirando la escena mientras comentaban, con risas en los rostros sucios. Se dio cuenta de que todos lo sabían, todos menos él, que habían estado conspirando para traerle un poco de aquella Navidad que solía alegrar al mundo una mañana de diciembre, la que hacía veinticinco, y que la habían traído para él.

—Gra… gracias —dijo torpemente, sin poder dejar de sonreír. Cuando empezaron a abrazarse y a felicitarse la Navidad unos a otros, Jimmy pensó que aquella era, tal vez, la Navidad más feliz de su vida. Tal vez. Había vivido muchas, desde luego, y las había vivido en compañía de su familia: padres, abuelos, tíos, amigos…, pero todas aquellas navidades previas a los vampiros habían estado dictadas por la inercia y por la perspectiva de un niño para el que estar en compañía de sus padres era algo normal; no un privilegio, sino una especie de derecho. Había necesitado perderlo para apreciar el valor de un gesto sencillo como hacer un regalo o prodigar un abrazo. En ese sentido, aquella podía ser casi su primera Navidad. Una de verdad.

—¡Pero ábrelo, botarate! —dijo Sonia—. ¡Abre el regalo, me muero de impaciencia!

Jimmy asintió y saltó dentro de la caravana; cogió el regalo y lo sacó fuera.

—¡Que lo abra, que lo abra! —coreaban todos.

Jimmy empezó a rasgar el envoltorio, nervioso y exultante. Ni siquiera podía imaginar qué sería, pero le daba lo mismo. Podía ser un hueso añejo para hacer una sopa, o un libro de cien recetas con aguacate para reducir el colesterol, o unos mocasines de Barbie Princesa. Le daba lo mismo. El hecho de estar allí, con toda esa gente sonriendo, abriendo un puñetero regalo que alguien había dejado bajo un árbol de Navidad enano era más que suficiente.

—¡Ostras! —exclamó.

Una imagen más que reconocible lo saludó desde la caja que acababa de revelarse tras el papel de regalo.

—¡Un Darth Vader! —exclamó.

El Sith oscuro parecía mirarlo fijamente a los ojos.

Los soldados rieron a coro.

—Pero ¿cómo sabías…? —preguntó, incapaz de terminar.

—¿Que cómo sabía? —respondió Sonia, riendo—. ¡Llevas como medio mes con unos calzoncillos de StarWars!

Jimmy se puso rojo.

—Es que la ropa interior de los Gallagher me venía grande —se excusó.

Gutiérrez pareció doblarse en dos, arrebatado por un súbito ataque de risa.

—¡Chico, hay que llenar los calzoncillos! —proclamó Fred.

Jimmy empezó a reír, con las mejillas ardientes y encendidas. Era una figura pequeña, pero articulada y muy muy detallada. No le hubiera importado recibir unos mocasines, pero aquello era indudablemente mejor.

—Gracias —dijo.

—Lo cogimos en una de las tiendas —le explicó Sonia.

—¡Nos costó una pasta, chico! —exclamó Jared, que estaba bajando del tráiler en ese momento.

—¡Sí, seguro que sí! —bromeó Gutiérrez.

—Jared quería regalarte una Buffy Cazavampiros —dijo Sonia—. Pero no me parecía que tuviera… gracia.

—¿Buffy… Cazavampiros? —graznó Jimmy, risueño.

—¿Cómo que no? —protestó Jared—. De hecho, hubiera sido perfecto para empezar a llamarte Buffy. Te pega, chico.

Jimmy sonrió.

—Me pega tanto como llamarte a ti Tina Turner —soltó.

Rieron otra vez. Rieron mucho esa mañana, y rieron cuando prepararon el desayuno a base de tortitas con café caliente y bizcocho de pasas y nueces. Gutiérrez quería burritos con chile, porque era lo que tomaban en su casa en Navidad, y estuvieron bromeando sobre eso un buen rato. Incluso Beatriz, que por lo general hablaba poco y se mantenía algo apartada del grupo, pareció olvidar por unos momentos que vivían día a día con lo que iban encontrando, siempre con la certeza de que después del día venía la noche, y que cada noche era una tirada de dados y una comprobación bastante aleatoria de si vivirían para ver de nuevo el sol o no.

Sin embargo, cuando Jason anunció en una pausa que el general Wein les había pedido a todos (y por todos se refería expresamente al grupo de Sonia y los demás) que empezaran a moverse hacia el norte, hacia Canadá, la noticia les llegó por sorpresa.

—Y por qué no —dijo Mac—. Qué más da un sitio u otro.

Pero para Laura y Pip era diferente. Habían explicado cómo conocieron el poder de Alkibiades, pero fueron incapaces de transmitir lo que sintieron cuando estuvieron conectados a la colmena. De todos los lugares del mundo donde hubieran preferido estar, aquel era el último en la lista. Alkibiades se sentía como un huracán de emanaciones ominosas, desgarradoras, gélidas e inhumanas a niveles que no podían trasladar a las palabras. Era un desgarro en el alma. Era algo que espoleaba la memoria evolutiva y hacía renacer recuerdos primigenios de otra época, una en la que el hombre era alimento, y eso era todo lo que era. Pensar siquiera en acercarse al lugar donde estaba enterrado les hizo encogerse y sentir un frío interior del que no pudieron librarse a pesar de los villancicos y el desafinado Jingle Bells que Jared cantó mientras se contoneaba como una bailarina de club nocturno.

3

Diario de Jimmy. 25 de diciembre

¡Papá Noel me ha traído un Darth Vader! Ha sido la mañana de Navidad más bonita que recuerdo, y he tomado un poco de brandi. No está tan mal, y es verdad que calienta por dentro, pero no sé qué le ve Jared que le parece tan fascinante.

Hemos empezado el viaje hacia Canadá. ¡Canadá! Jason aún no sabe por dónde entrar en el país, pero dice que eso es cosa de Wein, que conseguirá que en algún momento alguien se reúna con nosotros y nos permita el paso. Dice que las fronteras aún funcionan allí, o eso cree, por lo último que supo. Ha trazado una ruta en el mapa que nos evitará pasar por poblaciones grandes.

Tengo ganas de ir a un sitio donde las cosas sean un poco más normales otra vez, donde haya ciudades que aún funcionan y en las que la gente sale a la calle aunque solo sea de día y puede comprar patatas en una tienda sin tener que asegurarse primero de que el lugar no huele a menta.

La menta es mi nuevo olor menos favorito.

4

El mismo día 25 se pusieron en marcha. Les gustaba tener un objetivo claro, y este además tenía un componente de esperanza que subía los ánimos. Jason aún no había recibido la llamada de Wein para explicarle por dónde entrar a Canadá, pero la opción más sensata era hacerlo por Toronto; al fin y al cabo, había apenas unos quinientos kilómetros desde Blairstown hasta allí, y teniendo en cuenta que debían conducir despacio y siempre por carreteras secundarias, esperaban llegar allí al día siguiente por la mañana.

Toronto era una población grande, la más grande de Canadá, con una población que excedía los dos millones de habitantes, y eso podía ser tan bueno como malo. Si los vampiros se habían hecho con el lugar, Toronto podía ser tan mala o peor que la propia Nueva York, o Washington: un hervidero de muerte donde los supervivientes servían de comida a la población de vampiros, o bien pasaban a engrosar sus filas, un poco más cada noche. Si esa era la realidad de las cosas, Adam apuntó que, estratégicamente, debía de haber guardianes de toda clase esperándolos durante el día.

—¿Por qué no vuelan esas putas ciudades con un misil? —dijo Jared—. Un buen misil y… ¡bum!, todo a la mierda. Napalm. Como en Vietnam. ¿El gobierno ya no usa napalm?

Jason sacudió la cabeza.

—¡Un misil! —soltó—. Debes de estar de broma. ¿Qué pasa con toda la gente que sigue viva en esas ciudades?

—¡A la mierda! —gruñó Jared.

—Jared es un poco extremo para ciertas cosas —explicó Sonia mientras ponía los ojos en blanco—. Pero es buen tío. A veces.

—¡A veces! —rio Jared.

—Ya lo voy pillando —dijo Jason—. Pero el napalm se sigue usando, vaya que sí. ¡Burke! Ilústranos sobre el napalm.

Burke, que estaba jugando a las cartas con Seven, Douglas y Jimmy, se incorporó y carraspeó brevemente.

—Napalm —dijo con voz clara—. Se ha usado en el Sahara a mediados de los setenta, en Irán en los ochenta, en Israel, Brasil, Nigeria, Egipto, Chipre, en Argentina en el ochenta y dos, en Iraq, Serbia, Turquía, en El Salvador y en Angola. Además, le prestamos un poco a Mengistu, dictador etíope, para sus respuestas contra las insurrecciones eritreas.

Gutiérrez soltó una carcajada.

—Burke es nuestro internet personal. A veces creo que el puto mamón se aprendió la jodida Wikipedia.

—Me gusta saber cosas —dijo Burke—. Los datos son importantes.

—Claro que lo son —asintió Jason.

—Pues coño —soltó Jared—, el napalm va perfecto para los vampiros.

—Y lo usábamos —dijo Jason—. Eso, y también ataques puntuales a objetivos desde al aire, con aviones de combate y todo lo demás, ya lo creo. Pero ahora el ejército se está lamiendo los huevos, por si no te has enterado.

—Es perfecto —ironizó Jared—. Toda mi vida pagando impuestos para vuestras mierdas, y ahora que hace verdadera falta…

—¿Cuándo has pagado tú impuestos? —preguntó Sonia sonriente.

—¿Estás de broma? —graznó Jared—. Impuestos sobre bebidas espirituosas, señorita agente de policía. En Alabama cobran dieciocho dólares por cada tres litros, en Virginia casi veinte, y en Washington, agárrate los machos, algo más de treinta y cinco pavos. Con todo lo que me he echado al gaznate estos años, diría que el ejército tiene una pequeña división de tanques con mi nombre.

Jason soltó una carcajada.

—¡Esa arma es mía! —siguió diciendo Jared, señalando el rifle reglamentario de Jason.

—¿Mi pequeña? —exclamó este—. Ni hablar. Tal vez los calzoncillos de Gutiérrez. ¡Puto latino de mierda, dale tus calzoncillos a este civil!

Gutiérrez sacudió la cabeza.

—Dejé de usarlos hace seis días —dijo—. Ya no podía darles más vueltas.

Hubo una carcajada generalizada.

Jason percibió que Jimmy estaba mirando su casco. Lo llevaba puesto más por costumbre que otra cosa; atenuaba un poco el frío intenso que venían soportando cada día con más intensidad.

—¿Te gusta el casco, chico?

—Tiene… tiene como píxeles —dijo, señalando con un dedo—. Las manchas de camuflaje son como una foto de un ordenador hecha con píxeles.

—Ajá —asintió Jason, levantando un brazo. Las mismas manchas de tonos parduscos se extendían por todo su traje de combatiente—. Todo píxeles. ¿Sabes por qué?

—Antes no era así —dijo Jimmy—. Eran… manchas de colores.

—Sí —asintió Jason—. ¿Qué crees que ha cambiado?

—Es por… por… ¿los radares digitales?

Jason sonrió.

—Chico listo —dijo asintiendo—. Hoy día todo es digital. En las misiones hay más gente mirando una pantalla desde un dron o un satélite que en un estadio de fútbol, y estas manchas confunden a los satélites espías, a los radares, los telémetros, todo. Todo es digital, o solía ser digital.

—Si sacas el móvil y escaneas el traje de Jason con un lector de códigos QR, te sale una tía en bolas —bromeó Gutiérrez.

Jimmy pestañeó unos segundos y luego se echó hacia atrás, súbitamente sacudido por un ataque de risa.

—Necesito algo de eso —exclamó Jared—. ¿Alguien tiene un puñetero móvil?

Douglas meneó la cabeza, risueño.

—Escuchad, ¿cuánto se tarda desde Toronto hasta el Yukón?

—Son unos cuatro mil kilómetros, kilómetro arriba o abajo. Diría que en circunstancias normales podríamos hacerlo en…, no sé…, dos días o dos días y medio. Pero las circunstancias no son normales, y no podemos conducir de noche, ni siquiera aprovechar demasiado la tarde…, joder.

—Además, hay que parar para buscar comida y agua —les recordó Anne.

—Exacto.

—Y cagar y echar una meada de vez en cuando —añadió Jared.

—Vaya —dijo Adam—. Va a ser un viaje largo.

—Un poco más de lo que esperabas, ¿eh?

—Sí. Un poco más. Tal vez… puede que cinco o seis días.

—Ya veremos —dijo Jason—. A ver si llama Wein y nos cuenta cómo van las cosas por Canadá. Debe de estar haciendo unas llamadas. Con un poco de suerte, tal vez pueda conseguirnos algo como un avión, o un helicóptero.

Jimmy sonrió. La idea de volar en helicóptero acababa de alegrarle el día; tanto que de pronto sintió una extraña inquietud, que crecía de forma paralela a la ilusión de volar hasta que terminó fagocitando la posibilidad de cumplir un viejo sueño. Desde la muerte de Eleonor no habían sufrido percances, ni malos ratos, ni ninguna tragedia, sino todo lo contrario. Las cosas parecían ir bien, a mejor, y cuando se cruza un país dominado por seres monstruosos que viven de la sangre ajena, eso…

Frunció el ceño.

Eso era… Bueno, era raro.

Miró a Sonia, y ella percibió su mirada y se la devolvió, y aunque al principio tenía en su expresión una sonrisa tranquila, pareció captar su inquietud y sacudió la cabeza sin decir nada, inquisitiva. Jimmy se encogió de hombros y regresó a su diario.

Escribió: La calma que precede a la tormenta.

5

El día veintiséis, Jason tuvo una idea: cortar la chapa de los laterales del tráiler para hacer paneles deslizantes a modo de ventanucos que podían cerrar desde dentro. Serían alargados y estrechos, de modo que nada pudiera pasar por la abertura, incluso estando abierta. Había dos motivos por los que se le ocurrió esa idea: aquella noche durmieron bastante mal porque en el exterior se oían ruidos de todas clases, y Jason pensó que le hubiera gustado echar un vistazo prudente sin ser advertido. El otro motivo era proporcionar un poco de ventilación al tráiler, y tal vez, ver el paisaje. Iban a pasar muchísimo tiempo allí dentro, días y días, y parecía tan necesario como la eterna búsqueda de agua y alimento.

Los hombres de Jason estaban adiestrados para hacer ese tipo de tareas: cortar chapa, soldar, e instalar un marco cobertor para el sistema deslizante. Los materiales, e incluso las herramientas, no fueron tampoco una dificultad. Los encontraron en un pequeño establecimiento de un lugar que recordaba bastante a Princetown. Habían esperado que las cosas se volvieran más civilizadas a medida que viajaban hacia el norte, pero parecía ocurrir exactamente al revés. Los comercios estaban saqueados hasta extremos ridículos, y en las carreteras había coches abandonados y un buen montón de cadáveres en diversos estados de descomposición. Una nube de insectos los sobrevolaban, produciendo un ruido ensordecedor. Parecía haber una proporción en ese caos: menos vampiros, más humanos haciendo de las suyas. Y parecía que los humanos podían ser peores que los monstruos. Sin embargo, los estantes destinados a ferretería parecían haber interesado poco o nada, y cosas como tablones de madera, clavos, barnices y herramientas como taladros o lijadoras seguían la mayoría en su sitio.

En el camión de naranjas de California no faltaban manos capaces de hacer el trabajo: Mac, Eddie, Douglas y Seven sabían lo suyo de apaños de ese tipo, y en apenas un hora y media el tráiler contó con cuatro ventanucos, dos a cada lado.

—Un buen trabajo, si alguna vez he visto uno —dijo Douglas complacido.

—Sí —asintió Beatriz—. Michael habría ideado algo como un cierre de emergencia, ¿no crees? Un botón que… que cerrara todos los ventanucos a la vez. Por si acaso. Creo que sí. Creo que se le habría ocurrido algo así.

—Ajá —dijo Douglas—. Sí que lo habría hecho.

La miró, tan delgada y pálida, el cabello sucio pegado a la cabeza. Parecía ser la que peor lo estaba pasando de todos.

—Lo echas de menos, ¿no? —preguntó él.

Beatriz intentó componer una sonrisa.

—Echo de menos… Sí. Lo echo de menos. Y a Eleonor. Era una buena amiga, ¿sabes? Nos contábamos cosas. —Se encogió de hombros—. Ahora todo es muy diferente. Si me hubieran dicho cómo sería todo esto…, bueno, seguramente…

«Seguramente habría acompañado a Eleonor en su pequeño viaje final», pensó Douglas. Eso era lo que Beatriz tenía en mente.

—Eh —dijo—. Tienes que ser fuerte, ¿vale? Eres una Gallagher, y los Gallagher son fuertes, ¿cierto?

Beatriz sacudió la cabeza.

—No, no lo soy —afirmó—. Fuerte, quiero decir. Me… me estoy… derrumbando, Doug.

Douglas se acercó a ella y trató de reconfortarla pasándole un brazo sobre los hombros y frotando su brazo con cariño.

—¡Piensa en esto como si fuera un campamento! Esos machotes tan rudos —exclamó, fingiendo una voz femenina— son como aquellos monitores de colonias que enamoraban a todas, y a los chicos como yo.

Beatriz sonrió. Era una sonrisa tímida, pero una sonrisa, después de todo. Luego, sin embargo, levantó la cabeza y miró hacia el final de la carretera. Allí había hasta seis cuerpos tirados, todos muertos, sin signos de haber sido succionados por vampiros. Solo estaban muertos, con la ropa manchada de sangre. Una disputa, tal vez, por una caja de zumos de melocotón o cuatro rollos de papel higiénico. O porque sí, que también era probable. Pero aquella visión enmarañada en gusanos y moscas no le traía recuerdos de las colonias de verano, sino de algún tipo de infierno en el que parecía estar zambulléndose a toda velocidad.

Y se estaba quedando sin aire.

6

!Diario de Jimmy!

De vez en cuando, el camión se mueve. Es una sacudida rápida: BUM, BUM, subida y bajada, y muchas veces imperceptible. Al principio pensé que se trataba de baches en la carretera, pero cada vez se notan con más frecuencia, y cuando bajamos del camión la carretera no es precisamente la autopista de Nueva York a Washington, pero no es el camino de cabras que uno tiene la sensación que es.

Hoy he observado las ruedas. Están… Estaban como húmedas, y manchadas de un barro de un color extraño.

Ya sé lo que son los baches.

El camión ya no puede esquivar tantos cadáveres.

Nunca lo han mencionado, pero creo que pasan por encima de ellos.

Bum. Bum.

7

Un hombre los detuvo en mitad de la carretera, haciendo señas con los brazos. Estaba sucio, despeinado, y su ropa hacía demasiado tiempo que no conocía una lavadora. Jason y sus hombres bajaron del camión con verdadera rapidez. A Adam la escena le recordó a la cortinilla de entrada de una serie muy antigua: «Los hombres de Harrelson».

—¿Necesita ayuda? —preguntó Jason desde la distancia, con su rifle en la mano. El resto de los hombres había empezado a desplegarse, inspeccionando los alrededores. Estaban en una carretera estrecha rodeada de árboles: un lugar perfecto para una emboscada.

—¡Eh, eh! ¡Soldados! —exclamó, visiblemente excitado—. ¡Qué bueno, soldados!

El hombre corrió hacia ellos.

—¡Alto, alto, ALTO! ¡Deténgase ahí, hablo en serio! —gritó Jason.

—¡Sí, sí, claro! —exclamó el hombre, deteniéndose y levantando las manos—. ¡Claro, tío! ¡Joder! ¡Soldados americanos!

Jason se fijó en su expresión, y en esa sonrisa histérica congelada en su rostro, los pómulos marcados y raspados por innumerables arañazos.

—¿Está usted solo? —preguntó Jason.

—¡Solo, sí! ¡Joder! ¿No se ha enterado, amigo?

—¿Enterarme de qué? —preguntó Jason.

—¡Los coreanos! —dijo—. ¡Han dicho que o la situación aquí se arregla, o lanzan las bombas! ¡Las booooombas atómicas, joder!

—¿Corea ha dicho eso? —preguntó Jason.

—¡Sí, coño! ¡Han dicho que como tengan un solo caso de vampiros en su país, lanzan las bombas igualmente, y ya están en Europa, colega! ¡Es la hostia!

Jason y Josh se miraron.

—¿Están en… Europa?

—¡Sí, coño! ¡Desde España! ¿No? ¡No lo sé! ¡Pero las bombas van a volar en cualquier momento, y va a ser la hostia! ¡Bombas por todas partes, o sea, el puto hongo nuclear y todo eso! ¡No va a sobrevivir nadie!

Empezó a reír.

—Y a los franceses les suda la polla —añadió riendo—. Tienen su Línea Maginot, ¿no? ¡La tienen!

—Oiga…, tranquilícese, ¿quiere? ¿Tiene…?

El hombre empezó a dar saltos, con esa sonrisa extraña en el rostro, los ojos desbocados. Jason se fijó en que tenía una fea herida en el brazo. Si se hubiera encontrado a alguien así antes de la tragedia, habría pensado que estaba hasta arriba de coca, o algo peor.

—¡Sí, claro que sí, amigo! ¡Yo voy a esconderme! ¡He hecho un puñetero búnker allí atrás! ¡Un búnker del carajo! ¡Pueden venir, si quieren! ¡Soldados, firmes, fomare!

Antes de que Jason pudiera decir o hacer nada más, el hombre salió corriendo. Varios soldados se apresuraron a apuntarlo, siguieron su trayectoria hacia el bosque y lo vieron perderse tras los arbustos.

—Joder —exclamó Josh—. Pero qué coño...

Jason sacudió la cabeza.

—Vámonos —dijo—. Vámonos de aquí.

—Bombas atómicas —susurró Josh.

—Gilipolleces —replicó Jason, levantó una mano en el aire y gritó—: ¡Al camión! ¡Nos movemos! ¡Ya!

8

Para llegar a Canadá ya no era posible transitar por carreteras secundarias. Tenían que atravesar Búfalo, y luego cruzar por el brazo de tierra que separaba el lago Erie del lago Ontario. La frontera estaba en medio del río Niágara, en el Peace Bridge por el lado americano, y en Queen Elizabeth Way por el lado canadiense. Eso preocupaba bastante a Jason. Había estado esperando que Wein volviera a llamarles, pero esa llamada no se había producido todavía.

—Bueno —anunció esa mañana—, tenemos dos opciones: nos metemos en Búfalo de cabeza y averiguamos de una vez cómo andan las cosas realmente, o esperamos la llamada de Wein por aquí.

—Hum —exclamó Adam, pensativo—. ¿Qué posibilidades hay de que Wein venga a buscarnos con un pájaro? Posibilidades reales.

—¿A qué te refieres?

—Quiero decir… No sé cómo andan las cosas. Dices que Wein es una especie de… espíritu libre, a día de hoy. Le dijeron que volviera a casa, ¿no es eso lo que dijiste?

—Eso es lo que dije —confirmó Jason.

—Pero él no lo ha hecho. Va por libre. Ni siquiera sé si, a estas alturas, sigue siendo general…

—Oh, ya veo por dónde vas —dijo Jason—. Tienes razón. No creo que sea general, de manera oficial. Si vuelve a casa ahora mismo, con las cosas como están, seguramente le formarán consejo de guerra, si es que queda alguien para ese tipo de mierdas. Así que lo que quieres saber es si él podrá, mágicamente, conseguir un helicóptero o enviar ayuda para recogernos, dada su posición.

Adam asintió.

—Exacto.

Jason sacudió la cabeza.

—Bueno, no lo sé. La verdad es que no lo sé. Wein es un hombre influyente, tiene muchos contactos. Es amigo del director de la oficina de la CIA; quiero decir, amigo de verdad. Es amigo de mucha gente. Es un hombre culto, exquisito en sus maneras, y tiene esa sonrisa de galán que recuerda a George Clooney. Cae bien a la gente, hace bien su trabajo, y puede que haya tenido una o dos ideas sobre ciertos asuntos que han salvado la política exterior de este país en una o dos ocasiones. Creo que… debe de estar tirando de todos los hilos que pueda. No todo el mundo se habrá encogido de hombros y obedecido las órdenes del nuevo presidente y se habrá puesto a apagar botones por todos los centros de mando del país, así que es posible que algo consiga.

—¿Tiene buenas relaciones con Canadá? —preguntó Pip—. Esa parece realmente la clave.

—Joder. No lo sé, Pip. No sé a quién conoce en Canadá. Ni siquiera sé si Canadá sigue existiendo como país soberano de América del Norte. ¿Qué carajo es América del Norte, a día de hoy, de todas maneras? No un país democrático, me parece. No lo sé.

—¿Qué… qué es Canadá? ¿Una… república? —preguntó Jimmy.

—Es una monarquía parlamentaria federal —explicó Adam.

Jimmy asintió, sintiéndose un poco avergonzado por no saber esas cosas.

—Bueno. No lo sé. Es complicado —recalcó Adam.

—Búfalo es… Bueno, no hemos estado en ninguna ciudad tan grande —dijo Sonia—. Hillsdale era una población pequeña en comparación; o sea, Búfalo es la segunda ciudad más grande del estado, solo por detrás de Nueva York. ¿Cuántos habitantes debe de tener, medio millón?

—¿Búfalo? No tantos —respondió Adam—. Pero cerca. Trescientos o cuatrocientos mil habitantes. Eso son muchos vampiros potenciales.

—O muchos hijos de puta —dijo Jared, que estaba remendando su chaleco de gran follador—. Yo me preocuparía más de eso que de esos cabrones mentales. Al fin y al cabo, vamos a cruzar de día, y esos hijos de puta solo dan problemas por la noche, gracias a Dios por los pequeños favores.

Adam asintió.

—Hay un problema añadido —dijo Anne. Sonia sonrió. Anne no hablaba mucho; escuchaba, y cuando observaba que nadie planteaba un dato que ella consideraba importante, lo ponía sobre la mesa. Eso le gustaba—. Vamos con un camión y su carga, o sea, nosotros, y pretendemos entrar en una ciudad americana de mil pares de narices. Hace mucho que no vengo por aquí, casi tanto como años tiene mi chico Mac, pero si no recuerdo mal, la frontera estaba en un puente.

—Ya veo —asintió Adam con cara de fastidio.

Anne asintió.

—O las cosas van muy bien y nos dejan pasar en plan: «Oye, ¿sois turistas? ¡Qué estupendo! ¡Traed algunas cosas bonitas!», o las cosas están mal y la frontera está cerrada. O bien las cosas van muy muy mal y el puente es un infierno de vehículos estrellados unos contra otros, imposible de cruzar con un coche, o incluso con una moto, ni pensar en un camión como este.

—Eso por no mencionar que vestimos como soldados americanos, cuando se nos han dado instrucciones muy precisas de acuartelamiento —intervino Josh—. La dama tiene razón. Estamos jodidos.

Jason suspiró.

—Habrá que votar —dijo.

—¿Qué hay que votar? —preguntó Gutiérrez—. ¡Yo voy por ir hacia adelante, a muerte, como siempre! ¡A por ese vampiro griego tocapelotas!

Jared levantó un brazo y lanzó un aullido.

—No, en serio, hay que pensarlo —insistió Jason—. Tenemos diversas variables complicadas. Podemos intentar acercarnos a ver cómo está la cosa, pero desde luego no vestidos así. Deberíamos buscar ropa de civil, y eso incluye esconder las armas de alguna manera.

—Ni hablar —protestó Burke—. No pienso separarme de las armas.

—No me parece buena idea, tío —exclamó el soldado a su lado.

—No creo que haya ninguna otra opción —recalcó Jason.

—¿Qué os parece esto? —terció Jimmy—: Un grupo pequeño se acerca a Búfalo, con armas si queréis, a ver cómo van las cosas por la ciudad. Con un coche, para ir más rápido; hay coches por todas partes, si los necesitáis. Si la ciudad está muerta, realmente muerta, el grupo regresa a por el resto y volvemos a Búfalo todos juntos, y ya da igual cómo vayáis vestidos, porque será un viaje por tierra de nadie. Pero si no lo está, si hay gente, y leyes, y policías, el grupo regresa a por el resto y volvemos todos en plan supervivientes, sin armas ni uniformes, a ver con quién podemos hablar en la frontera. Tal vez, si les explicamos la situación, nos escuchen.

Todos se miraron. La propuesta de Jimmy tenía bastante sentido, y nadie pudo encontrar ningún argumento en contra.

—¡Que alguien le dé un país para dirigir a este chico! —exclamó Anne, con la aguja y el hilo enhebrado en la mano.

—Joder —dijo Jason—. Si tuviera rango todavía, te nombraba sargento, chico.

Jimmy bajó la mirada rápidamente, entre abrumado y halagado, mientras el resto empezaba a comentar los pormenores del plan, y sobre todo, quiénes compondrían ese grupo pequeño. El plan podía ser bueno, o tal vez el menos malo, pero no estaba carente de riesgos. Si las cosas estaban torcidas en Búfalo y las calles eran tierra de nadie, una especie de microcosmos desquiciado donde la gente se mataba de día y era asesinada de noche, como parecía ocurrir en los alrededores, entonces…

Entonces el pequeño grupo corría un riesgo mayúsculo.

9

Como Jason había dicho, Wein era un hombre de recursos, y consiguió un transporte aéreo para salir de Roma y aterrizar en un lugar apartado de la costa este de Canadá. Era el único lugar seguro para hacerlo, porque su contacto en el gobierno no podía garantizar que, más adentro, no se activaran las defensas aréas. Las cosas allí no iban nada bien: el país estaba tan plagado de vampiros como Estados Unidos de América y la población se enredaba a diario en pequeños estallidos de violencia sin que hubiera recursos suficientes para controlarlos. Pero ni el gobierno ni sus efectivos militares habían interesado a Elexia, por el momento, y aunque sumido en un caos importante, el país aguantaba.

—¿Señor Wein? —preguntó su contacto cuando aterrizó.

—Sí. ¿Es usted el señor Caden?

—No, soy Braden, Braden Marrón. Es un placer. El señor Caden no puede venir hasta aquí. Las cosas… La situación dificulta los desplazamientos.

—Lo entiendo —dijo Wein.

—Acompáñeme al coche. El día avanza rápido. Lo llevaré a un lugar seguro para pasar la noche.

Wein asintió.

Era un todoterreno de ruedas grandes y anchas, y no el tipo de coche oficial al que estaba acostumbrado, pero cuando empezó a rodar y abandonó la carretera al llegar a un desvío en curva, comprendió el motivo. Él y el señor Marrón estaban sentados detrás, con un chófer al volante y alguien más sentado en el asiento del copiloto. Alguien de seguridad, con probabilidad.

—Señor Wein —dijo el señor Marrón—, Caden quiere que le informe de que tenía usted razón.

—¿Sobre qué?

—Sobre la ubicación del Punto Uve.

—Perdone. ¿Punto Uve?... Se refiere a…

—Sí. Disculpe. Es el nombre en código para nosotros. Punto Uve. Uve de… vampiro. Creí que lo sabía.

Wein asintió.

—Lo he captado —dijo—. Pero… ¿en qué sentido tenía yo razón?

—Bueno, lo encontramos. A eso me refiero.

Wein pestañeó con rapidez.

—¿Ya lo han… encontrado? —preguntó estupefacto—. No es posible. La zona que le indiqué por teléfono era… demasiado genérica. Estaba sacada de un mapa muy antiguo, demasiado…, de cuando los continentes no estaban aún configurados como hoy día. Mi equipo tuvo que hacer un ejercicio de predicción tremendo… Esa marca podía representar una extensión de unos mil kilómetros.

—Bueno —repuso el señor Marrón con una sonrisa—. Diría que lo clavaron entonces. Se ha hecho un esfuerzo importante, y se ha trabajado día y noche. Ha habido suerte. A los vampiros no parece gustarles demasiado la nieve, y de todas maneras, no había mucha masa poblacional por la zona.

—No, no es posible —insistió Wein—. ¿Qué han encontrado, exactamente?

El señor Marrón carraspeó brevemente.

—Bueno, es exactamente lo que usted describió, me parece. Se lo enseñaré.

Sacó su móvil del bolsillo de la chaqueta y buscó durante unos instantes. Luego, le pasó el aparato.

Wein miró la pantalla. Se había operado de la vista hacía un par de años y hacía mucho que había prescindido de las gafas de cerca, pero tuvo que retirar el móvil un poco para poder enfocar bien. O estaba más cansado de lo que creía después del vuelo transoceánico, o la maldita operación necesitaba un reajuste.

Lo que vio le hizo olvidarse de todo eso.

Se trataba de la foto de una zona de trabajo de un tamaño impresionante, con varios equipos de camiones, grúas y excavadoras dispuestos alrededor. Las montañas de tierra despuntaban a un lado, negras en mitad de la nieve pisoteada y embarrada, formando seis grandes cúmulos. El sol hacía que la nieve alrededor pareciera quemada, de un blanco prístino; las espectaculares nieves del Yukón. Y en el centro había un pozo en forma de embudo, cuyo interior no se veía. Wein movió los dedos por la pantalla para intentar ampliar la fotografía, pero tampoco así pudo ver con claridad dentro del mismo.

—Se movilizaron muchísimos efectivos —explicó el señor Marrón—. Muchísimos. Algunas de esas grúas fueron traídas en helicópteros de transporte desde poblaciones cercanas. Requisadas, ¿sabe? Pero debo decir que todo el mundo colaboró. Los camiones y las excavadoras no son raros en esa zona, como debe suponer. Tuvimos mucha suerte.

Wein estaba estupefacto.

—Deslice el dedo por la pantalla, hacia su derecha —indicó el señor Marrón.

Wein accedió a la siguiente fotografía. Era otra perspectiva de la zona de trabajo, o zonas, porque varios cientos de metros más allá se divisaba otra excavación, mucho más pequeña.

—Ah, sí —precisó el señor Marrón, carraspeando—. Al principio se hicieron varias excavaciones paralelas. Eso fue antes de que llegaran los técnicos. Geólogos, supongo, aunque no puedo decírselo exactamente. Utilizaron radares para buscar bajo tierra. Así supimos dónde estaba su estructura, exactamente.

Wein siguió pasando fotos. Detalles de excavadoras. Gente trabajando. Una imagen de alguna medición que no podía comprender…, y por fin…

Eran dos torres, o dos picos negros de un tono con el que estaba familiarizado: la misma tonalidad negra y azul que observó de primera mano en la base Orestes. Conformaban líneas verticales onduladas.

—Debe de tener usted una reputación intachable —decía el señor Marrón—. O ser increíblemente convincente. Nunca había visto al señor Caden moverse tan rápido ni desplegar tantos medios tan costosos, sobre todo con lo que está pasando. Hay infinidad de problemas urgentes que resolver, como comprenderá…

Wein deslizó el dedo.

La foto mostraba una rampa de arena, cimentada con troncos de árboles recién cortados, a juzgar por su aspecto, que se adentraba en el suelo hasta una monstruosidad negra y azul. La entrada era ovalada, con dos formas suaves a los lados que recordaban a las vainas de las judías verdes.

—Ahora se lo puedo decir, señor Wein —continuó Marrón—. Nadie daba crédito a su historia. No sabíamos nada de ninguna... estructura subterránea. No hubo ninguna comunicación ni información al respecto por parte de su gobierno. A algunos personajes de nuestro propio gobierno no les gustó que retuviesen esa información y acudieran a nosotros solicitando ayuda, seguro que lo entiende, pero…

La foto siguiente mostraba un interior, una pesadilla arquitectónica en apariencia incomprensible. Wein tardó un rato en averiguar si lo que estaba mirando estaba boca arriba o boca abajo. Todo eran negros lustrosos y azules que respondían a la luz de unos focos emplazados en paredes y suelos. Y al fondo…

—El señor Caden, por el contrario, cuenta con el respaldo casi incondicional de todo el mundo. Supo llamar a la puerta adecuada, eso se lo reconozco. Y, además, entre usted y yo —dijo riendo—, le importó muy poco la burocracia de la consulta preliminar y el consenso y todo eso. Lo hizo bajo su responsabilidad, y bueno…, ahí tiene el resultado. Es un poco escalofriante, ¿no?

La siguiente foto mostraba la jaula. El sarcófago. La prisión. Era exacto al que había visto en Orestes, solo que este estaba cerrado y se asemejaba, quizá, a un huevo, como un pistacho, emplazado en una suerte de altar con un símbolo tras él que Wein había visto recientemente en otro sitio: un ojo iracundo en un triángulo.

—¿Dónde está ahora? —preguntó Wein, con la boca seca.

—Están trasladándolo. —Miró la hora en su reloj de muñeca, una esfera dorada que contrastaba con el blanco impecable de su camisa—. En estos mismos momentos.

Wein creyó sentir un mareo.

—¿Trasladándolo adónde…?

—A un lugar apartado —dijo Marrón—. Es lo que usted le transmitió al señor Caden. Todos leímos la transcripción telefónica—. Creo que usó la palabra «esconder». Esconderlo. ¿No es…?

—¿Esconderlo dónde? —preguntó Wein.

El señor Marrón sonrió sutilmente. Wein lo miró, apartando los ojos por primera vez de las fotos. Conocía esa sonrisa. Era la sonrisa de los políticos, de los depredadores del poder, de los negociadores de alto nivel que manejan los entresijos del devenir de los hombres de a pie.

—Tendrá que hablar con el señor Caden, o con alguien de más alto rango —dijo—. Naturalmente, nuestro país dispone ahora de un elemento muy importante para la resolución de este conflicto, y los medios desplegados para conseguirlo han sido cuantiosos y eficientes, señor Wein. Muy eficientes. Tal vez hayamos salvado el mundo, como usted dijo. Estoy seguro de que nuestro país y el suyo podrán negociar un… un acuerdo mediante el cual…

—¿Escondido dónde? —bramó Wein, con voz grave. La mano le temblaba, y tuvo que apretar el móvil para que el movimiento no fuera tan evidente.

El agente sentado en el asiento del copiloto miró brevemente hacia atrás.

—Por favor, señor Wein, no… Comprenda que no tengo autoridad para tratar ciertos asuntos con usted. El… La estructura está siendo apartada del lugar, lejos de la vista, hacia un sitio que nadie podrá encontrar…

Wein movió los hombros, molesto. De repente, tenía demasiado calor. Demasiado. El traje parecía pegársele al cuerpo como si intentara asfixiarlo.

«Lejos», había dicho. Lejos de la vista. Lejos de…

Lejos del lugar donde había estado en los últimos… ¿ocho mil años, tal vez?

Quiso tragar, pero de repente tenía la garganta seca.

Lejos.

Las cosas se habían hecho demasiado rápido, y no había tenido tiempo de pensar con cuidado en los pasos que debían darse. Pero aquel paso en concreto, lejos, no le parecía ni remotamente la mejor idea del mundo.

10

El helicóptero que transportaba la carga sobrevolaba el hermoso paisaje montañoso canadiense. El piloto amaba su trabajo: volar, pilotar despacio con el ronroneo de los rotores y la suave y confortable vibración del aparato bajo el asiento y el mando entre las manos. El mando eran sus alas, y le gustaba sentir cómo el más mínimo movimiento hacía que el helicóptero respondiera de manera instantánea. Había conducido aeroplanos y hasta jets de combate, pero eran demasiado estridentes para él; demasiado rápidos. Volar en ellos era como deslizarse por una montaña rusa, y cuando estás subido en una montaña rusa, te pierdes muchas cosas, como el paisaje. Los helicópteros eran diferentes. Ahora miraba hacia el oeste y disfrutaba del espectáculo alucinante de un buen amanecer. No, de un amanecer excepcional.

Los amaneceres eran ahora mucho mejores que los atardeceres. Los atardeceres ya no eran lo que solían ser. Antes podías disfrutar de uno y luego caminar despacio hacia tu casa, sintiendo el frío intenso en la nariz, echando vaharadas de aire caliente al cielo oscuro, y sentarte luego en tu sofá, con las luces encendidas, sin que ningún monstruo entrara por tu ventana para chuparte hasta la última gota de sangre del cuerpo.

Antes pensaba diferente, pero ahora prefería los amaneceres.

El piloto inició el descenso. Había llegado por fin a su destino. Un lugar extraño, en verdad, una especie de villa que se veía impresionante desde las alturas, con un buen montón de vehículos estacionados en el aparcamiento. Jesús, casi no le habían dejado sitio para aterrizar, como si el aparato no fuera bastante grande. Tendría que…

El compartimento de carga crujió con un estrépito espantoso. El piloto ni siquiera tuvo tiempo para volver la cabeza. Para cuando quiso darse cuenta, el helicóptero apuntaba hacia el cielo todavía oscuro y él se encontró dando bandazos a uno y otro lado, con el cinturón de seguridad manteniéndolo sujeto contra el asiento. Un desgarro metálico inundó la cabina y, de repente, estaba mirando directamente al aparcamiento. Era lo que tenía delante, el suelo del aparcamiento, lleno de gente que se llevaba las manos a la cabeza.

Desde abajo fue como si el helicóptero se partiese en dos, justo por la mitad. Nadie tuvo tiempo de reaccionar. Un par de segundos más tarde, el formidable aparato se precipitaba contra el suelo. Las aspas incidieron contra el asfalto y se quebraron, saliendo despedidas en varias direcciones.

La gente empezó a gritar.

El choque produjo una vibración bastantes metros alrededor, y cuando ocurrió la explosión, los cristales de varios vehículos saltaron por los aires.

11

El conductor, que en esa ocasión era Seven, se había acercado tanto a Búfalo como había podido, hasta el lugar que les ofrecía la visión más ventajosa. Hacía apenas unos minutos que había amanecido de nuevo, lo que desde luego era una gran cosa, pero la inquietud se había apoderado de ellos, y bajaron del camión sin muchas ganas de preparar café, ni ninguna otra cosa.

Miraron la silueta de los edificios, con los altos rascacielos del centro financiero centelleando al sol.

—Al menos hace un buen día —dijo Sonia.

—Al menos —asintió Jared—. Por cierto, yo voy, os pongáis como os pongáis. Me duelen los huevos de estar sentado en ese puto camión.

Jason frunció el ceño.

—¿Seguro? —preguntó.

—Y tan seguro —respondió Jared—. Si mi compañía no es grata, señor soldado, Jared irá a la ciudad por su propio camino. Puede que vea una película, o dos.

—No me parece que vaya a ser posible —dijo Mac, usando la mirilla de su rifle—. No parece que las cosas vayan muy bien en Búfalo.

Ya lo habían advertido. Se veía en las carreteras que llevaban al centro, atestadas de coches de todo tipo, formando una caravana irregular con vehículos cruzados cada pocos metros. Algunos presentaban un aspecto renegrido, como si hubieran ardido, aunque fuera difícil decirlo desde esa distancia. Había camiones volcados, con la carga desperdigada por toda la carretera; cajas de embalaje que alguien se había ocupado de abrir. Maleteros abiertos, maletas y cuerpos. Cadáveres. A Anne le pareció que, si cerraba los ojos y se concentraba, podía percibir el tufo a muerte desde allí.

—No, no lo parece —dijo Jason—. Bueno, esto cambia las cosas.

—¿Qué cambia? —preguntó Eddie.

—Bueno. Dijimos que iríamos a la ciudad y echaríamos un vistazo. Creo que… esa parte está hecha.

—¡Ahí tenéis la fabulosa Búfalo, lugar recomendado por la revista Nosequé como el mejor lugar de América para criar a tus hijos, sede de la cabeza de la industria del país, y no sé cuántas cosas más! —exclamó Jared, con los brazos extendidos. Una suave brisa le movía el cabello como si estuviera bajo el agua.

—Es un triste espectáculo —dijo Anne, con la mano en la mejilla—. Muy triste. No imaginaba… algo así. De verdad que no.

—Es una locura —dijo Seven—. En serio, ¿no hay otra opción? Meternos ahí dentro es como…, no sé, abrirle la puerta a alguien con una capucha blanca y una sierra eléctrica en la mano.

—Ese es —dijo Gutiérrez—. Ese es Jason. El chico de Camp Lake.

—Ya —respondió Jason, sin muchas ganas de bromas.

—Debe de haber otra forma de llegar a Canadá —insistió Seven.

—No lo sé —susurró Jason—. No sé si dar la vuelta o...

Sacó el voluminoso móvil de su bolsillo y lo miró.

—¿Por qué cojones no llama Wein?

12

Se trajeron extintores con muchísima rapidez, y el fuego fue extinguido prácticamente en su totalidad. El aparato dispuesto para la recepción de la mercancía no había escatimado en recursos y, por alguna razón, quizá descabellada, incluía servicios médicos y de seguridad, unidades de control de emergencias trasladadas desde un aeropuerto a falta de los servicios de bomberos tradicionales, que estaban dispersos y prácticamente desmantelados por todo el país.

El humo blanco aún se extendía entre los restos del aparato cuando una sombra negra salió despedida hacia el cielo y fue a parar varios metros más allá, entre un grupo de gente.

Cayó al suelo con un sonido grave. BUM.

Los hombres y mujeres se volvieron, pensando que acababan de librarse del impacto de algún trozo de metal que había salido despedido por efecto de la explosión. Pero no era ningún metal.

Era un hombre.

Un hombre pálido y desnudo, de cabello blanco y ralo y unos ojos profundos y grises hundidos en unos rasgos duros, con un mentón pronunciado y unos labios finos y curvados en una mueca de disgusto.

La ingeniera Susana Casado intuyó lo que acababa de pasar, pero no tuvo tiempo de asimilar ese pensamiento. Apenas un instante después, tenía al hombre tan cerca de ella que podía ver la perfección de su piel. Susana era alta, bastante alta para ser una mujer de origen hispano, pero se encontró mirando el cuello del hombre y respirando un aroma penetrante, fuerte y dulce a la vez, como el sudor después del sexo. Luego cayó hacia un lado. Nunca llegó a saber qué le había atravesado el pecho con una mano.

Los disparos comenzaron. Y los gritos.

Alkibiades, un cuerpo atlético y perfecto para los estándares de cualquier cultura, era una forma borrosa que se movía con una rapidez inusitada. Allí por donde pasaba explotaba la sangre, volaban los miembros despedazados, las cabezas caían cercenadas al suelo. Muchos ni siquiera comprendieron lo que estaba pasando. Uno de los coches salió despedido como si acabara de empujarlo un tren, dando vueltas de campana y arrollando a un grupo de personas que se habían encogido sobre sí mismas, incapaces de dar un solo paso.

Un minuto duró esa carnicería. Algo menos de un minuto. Alkibiades se irguió cuan alto era, el cuerpo lleno de sangre, sin parecer fatigado siquiera. Se miró la mano roja y la lamió con prudencia.

Asco.

Los Descendientes se habían degradado más de lo que Elexia había dicho. El antaño néctar de ambrosía sabía a grasa, a vísceras, a enfermedad, a decadencia. Era como sangre seca y sucia de treinta días.

Elexia, sí.

Libre, emitió por fin.

La colmena, roja, vibró en toda su maravillosa extensión, como recorrida por un inesperado orgasmo.

Es como te había dicho —respondió Elexia, indeciblemente satisfecha—. Bastaba con alejarse del lugar sagrado.

¿Cómo lo conseguiste?, preguntó Alkibiades.

13

La cabeza de Wein no paraba de dar vueltas, rebotando de una idea a otra. Cuando pensaba con rapidez tendía a quedarse muy quieto, insensible a la verborrea absurda e innecesaria con la que el señor Marrón estaba castigándolo mientras viajaban en coche. «Lejos», se repetía. Se habían llevado al monstruo lejos, como con Elexia.

Una idea se abrió paso en su cabeza.

¿Y si nunca descubrieron cómo abrir los sellos? ¿Y si…?

¿Y si se abrieron solos, al alejar el envoltorio de obsidiana del lugar donde estaba sepultado?

El edificio, toda esa estructura demencial, los dos templos subterráneos…

¿Y si eso era la prisión y no otra cosa?

¿Cabía la posibilidad de que hubieran brindado a Elexia la… la liberación de…?

«¿La liberación?»

Se pasó la mano por la cara, repentinamente cubierta de un sudor frío.

—Pero no lo sabe —dijo en voz alta—. No puede saberlo. ¿No?

El señor Marrón frunció el ceño.

—¿Disculpe? —dijo.

De repente, Wein se estremeció. Había algo que lo había estado molestando desde hacía días, sacudiéndose como una serpiente metida en un saco, revolviéndose en la trastienda de su mente, pero no le había prestado atención. Algo estúpido, insignificante, como una… pequeña porción de comida pegada a una muela, en el fondo de la boca.

Le había sido imposible recordar cómo había llegado a la base Orestes, pero acababa de recordarlo.

Acababa de recordarlo.

Hundió el rostro entre las manos y lloró, pero solo por dentro.

14

Controlé a uno de ellos sin que lo supiera. Era el único que podía averiguar dónde, por si solo —dijo Elexia.

¿Por si solo? —preguntó Alkibiades, ceñudo—. ¡¿Por eso has tardado tanto, Naildebar de Molsen?!

No tengo… No tenía —se corrigió— tanta fuerza para controlar a tantos, gran Moff Shag. Ni tan lejos. Es un país grande, y un mundo aún más grande. Elegí al hombre indicado. Él ha convencido a quienes tenía que convencer, es muy bueno en eso, y ha hecho todo el trabajo por nosotros. Les he hecho creer, a él y a unos pocos implicados más, que buscaba la manera de abrir los sellos. Te ha encontrado sin que tuviera que intervenir y te ha sacado de allí, donde ninguno de los nuestros podía acceder; ninguno de los nuestros ni nadie conectado al Moh Shafa.

Está bien —replicó Alkibiades después de unos instantes—. Poco importa ahora. En cuanto a lo primero

Extendió los brazos y una repentina ráfaga de viento empezó a soplar a su alrededor. Los cabellos de las cabezas cortadas a su alrededor se estremecieron como algas submarinas.

Yo soy la fuerza, dijo—.

Elexia se estremeció. El poder del Moff Shag era abrumador. Ella había tardado años, ¡años humanos enteros!, en recobrar su poder, esperando pacientemente a medida que se recuperaba e iba instaurando su conexión con los Descendientes. Pero él… él había necesitado apenas unos segundos.

Bienvenido de nuevo, Moff Shag —exclamó, retorciéndose de poder y de amor—. Sé bienvenido una y mil veces.

El sol empezó a asomar por detrás de las montañas; un círculo redondo y anaranjado de una intensidad suave y discreta que empezaba a retirar la oscuridad a su alrededor.

Alkibiades se miró los brazos. Empezaban a humear, y el olor le desagradó.

Oh. Sí —dijo—. Recuerdo. El sol.

Moff Shag, Moff Shag —decía Elexia, anticipándose, rabiosa de excitación.

Y ahora: la fundación de Tusla Edron.

¡SÍ!

El viento empezó a soplar, convirtiéndose rápidamente en una suerte de huracán.

Las cabezas cortadas y los miembros amputados empezaron a rodar sobre sí mismos por el suelo encharcado de sangre, chop, chof, arrastrados por el viento.

El cielo empezó a cubrirse de nubes.

15

—Pero qué coño… —exclamó Jared.

Venía del noroeste: una forma oscura que, al menos al principio, no supieron comprender. Junto a la visión, el viento comenzó a soplar con más fuerza.

Jason pensó en las bombas atómicas que el hombre histérico que encontraron en el camino les anunció. Solo tenía la referencia de los documentales y las películas que había visto, así que imaginó que Corea del Norte había accionado finalmente los botones y estaba asistiendo al fin del mundo, evolucionando con rapidez hacia ellos, avanzando a una velocidad prodigiosa desde el horizonte, como el humo de un fuego inconmensurable.

Y era, en cierto modo, el fin del mundo, pero no como él creía.

—Son nubes —dijo Jimmy, sin poder dejar de mirar.

Las nubes estaban devorando el cielo, formando una mancha oscura en la tierra a medida que progresaban, imparables. Era como ver un vídeo a cámara rápida. Llegaron hasta Búfalo y la cubrieron, y llegaron hasta ellos, nubes oscuras y terribles, como henchidas de lluvia, como si estuviesen engendrando al padre de todas las tormentas.

Beatriz gritó.

—¿Qué cojones pasa? —gritó Gutiérrez.

Se quedaron mirando, hasta que la luz se extinguió sobre ellos. De repente parecía que eran las seis de la tarde, cuando la luz es exangüe y mortecina y si estás en casa tienes que encender alguna lámpara para poder ver.

—Por el amor de Dios —exclamó Pip.

Laura cayó de rodillas al suelo, los brazos lacios a ambos lados del cuerpo. Solo ella pareció comprender lo que ocurría, lo que significaba. Lo que iba a pasar. De repente era como si una parte de sus recuerdos se hubiese desbloqueado, y se encontró conectada a la colmena, con Pip, en aquella caravana que solían usar unos días atrás, cerca del matadero. Y supo que la habían engañado. Lo supo. Supo que Elexia no buscaba la manera de abrir los sellos, sino que ya sabía cómo. Solo estaba disponiendo las piezas en su tablero de ajedrez, ajustando los minúsculos engranajes de una maquinaria orquestada para que cada uno hiciera su parte, y de la que ella y Pip, en mayor o menor medida, habían cumplido con la suya. Mentira. Otra vez sucias mentiras de vampiro.

Y cerró los ojos y gritó. En silencio, pero gritó.

Y como respuesta a eso, en la ciudad, en todas partes a su alrededor, oyeron otros gritos, pero no eran gritos de terror, ni siquiera de dolor, como el que atenazaba a Laura. Eran gritos animales, terribles, salvajes, y de alguna manera también de regocijo, como los que lanza un ejército ante una victoria.

—Los vampiros —susurró Mac—. Los… los vampiros…

Una victoria, sí.

—Creo que han liberado a Alkibiades —musitó Jimmy—. Llegamos tarde. Tarde.

—Se acabó —exclamó Jared—. ¡A la mierda!

Se volvió y echó a andar, alejándose del grupo. Adónde iba, nadie se lo preguntó. Estaban concentrados en el hecho inequívoco de que era de día, sí, pero los vampiros…

Los vampiros estaban despertando.