Capítulo 8

LA MENTIRA DE LA FELICIDAD

1

El sonido de una explosión, o algo que se le parecía mucho, los despertó en mitad del sueño. Aún estaba oscuro, y Sonia abrió los ojos en la penumbra con una fuerte sensación de desconcierto. Por un momento se giró a su derecha buscando su mesilla de noche y el reloj despertador, con dígitos de un intenso color naranja, mientras pensaba: «Me he vuelto a dormir. Me he vuelto a dormir y el jefe me va a matar».

Pero de pronto, la realidad de las cosas cayó sobre ella como un mazazo. El jefe no iba a matarla. El jefe estaba muerto. Todos estaban muertos.

—Jimmy —exclamó ronca.

¡BUM! Otra explosión.

Solo que ahora pudo identificar mejor el sonido, y no era el de una explosión. Ya lo había oído antes. Era un disparo.

«Jared», pensó. El nombre cruzó su mente como un huracán, consiguiendo despertarla del todo. Jared se había quedado abajo, vigilando.

Pensó en vampiros. Pensó en los guardianes.

—¡JIMMY! —exclamó con angustia.

Se puso en pie con rapidez.

—Estoy aquí —dijo el muchacho.

Sonia se restregó los ojos, abriéndolos y cerrándolos una y otra vez para acostumbrarse a la oscuridad. El chico estaba ahí mismo, ahora lo veía.

—¡PUTO HIJO DE PUTA! —gritó Jared en el piso de abajo.

—Jared… —murmuró Jimmy.

Sonia se lanzó hacia la puerta, y mientras lo hacía se dijo que no dejaría pasar ese día sin hacerse con un arma. Había un total de cuatro armerías distintas en la ciudad, y ella sabía dónde estaban todas porque, de vez en cuando, se ocupaba de repasar las ventas con los dueños como parte del protocolo normal de su trabajo. Tenía que hacerse con un arma; sin una en las manos, mientras progresaba por el rellano y abordaba la escalera que conducía al piso de abajo, tenía la sensación de que se encaminaba a una especie de suicidio.

¡BUM! Jared había disparado una tercera vez, pero en esta ocasión el disparo llegó acompañado de un grito que sonó al estertor que emite un animal agonizante.

Antes de llegar abajo, Sonia vio a un hombre retroceder mientras daba vueltas por el salón; chocó contra el sofá y acabó al otro lado, con las piernas aleteando en el aire hasta desaparecer de su vista.

Sonia se encontró con Jared, el fusil en la mano, arrinconado contra la pared. Tenía la cara y el cuerpo llenos de sangre, y por un instante temió lo peor: que lo habían mordido o alcanzado de alguna manera. Se miraron, ambos con expresiones de alerta y adrenalina en sus rostros.

—¿Estás bien? —le preguntó ella.

Jared no respondió. Con la respiración agitada, saltó sobre el sofá y asomó el rifle hacia la parte de atrás, donde estaba el cuerpo caído del hombre al que acababa de disparar.

—Hijo de puta cabrón de mierda —dijo al fin mientras encañonaba el cuerpo. Sonia se movió para verlo.

Era un hombre, y yacía como descoyuntado, un brazo aprisionado contra su cuerpo boca abajo y las piernas retorcidas hacia un lado. Su cráneo era una masa viscosa y sanguinolenta. Jared lo había acertado de lleno.

—Joder —dijo Sonia.

Jared dejó de apuntar al cuerpo.

—¡Joder! —repitió él.

La puerta de la calle estaba abierta.

La luz era diferente, ahora lo veía. Ahí fuera, en la calle, empezaba a clarear. Su mente reconstruyó rápidamente la escena, con el vampiro entrando en la casa en las postrimerías de la noche, como habían previsto. Pero Jared debía de haberse quedado dormido, quizá (en la mesa había una botella de bourbon a la que le quedaba apenas un cuarto), y tal vez abriese los ojos a tiempo para ver la figura del monstruo plantado junto a la entrada, mirándolo con una expresión de sorpresa que se transmutó muy rápidamente en una de odio. Jared, todavía a caballo entre la borrachera y el sueño, disparó sin mucho acierto una y hasta dos veces, mientras aquella bestia proyectaba sus garras terribles hacia él. Allí, arrinconado al fondo del salón, Jared consiguió disparar una tercera vez, alcanzándolo por fin en la cabeza.

A lo lejos, oyeron varios gritos en sucesión.

—Oh, mierda, mierda, mierda —gruñó Jared, todavía de pie sobre el sofá.

—¿Qué pasa? —preguntó Jimmy desde la escalera.

—¡Han oído los disparos! —exclamó Jared—. ¡Joder!

—Te… tenemos que… tenemos que salir de aquí —dijo Sonia, sintiendo la boca seca y pastosa.

—¡Todavía es demasiado pronto! —gritó Jared—. ¡No podemos salir a la calle, nos destrozarán!

Empezó a recargar su arma mientras miraba alternativamente a la ventana y a la puerta.

—¡La pistola! —dijo Sonia extendiendo su mano hacia Jared—. ¡Dame la pistola!

—Me cago en la puta —exclamó él—. ¡Me cago en todas las putas del país de las putas!

Sacó la pistola y se la lanzó a Sonia, quien la cogió al vuelo.

—Solo tiene tres balas, ¿vale? —soltó Jared.

—Joder.

Otro grito, ahora más cercano. Los vampiros habían oído los disparos y estaban acercándose. ¿Quién interrumpía su sueño? ¿Quién dormía en su camita, papá Oso?

—Tenemos que escondernos —exclamó Jimmy.

—Joder, puto sol de mierda, ¡sal de una vez!

¿Cuánto tardaba el sol en salir del todo? ¿Y cuánto sol hacía falta para hacer que un vampiro tuviese que correr a esconderse? ¿Cuánto más necesitaban resistir? Tal vez veinte minutos. Quizá una hora. Veinte minutos parecía descabellado. Una hora, una eternidad.

—No hay escondite que valga, chico —escupió Jared mientras saltaba al suelo—. Hay que aguantar aquí hasta que salga el sol. Disparos a la cabeza, nena. ¿Eras policía de disparar a los malos, o de las que ponen multas?

—Nunca he disparado a nadie —dijo Sonia mientras revisaba el arma.

El grito sonó ahora más cerca. Sonia podía imaginar al monstruo galopando por la calle, mirando a uno y otro lado mientras se transformaba lentamente: primero la boca, creciendo en anchura como si la cabeza fuese a partirse en dos; luego los brazos, crujiendo mientras los huesos se retorcían prisioneros de la carne tirante, haciendo crecer articulaciones en lugares inverosímiles, y por fin el cuerpo, encorvándose, convirtiendo sus facciones humanas en otras que el mundo no veía desde hacía demasiado tiempo.

Jared apuntó a la puerta.

—Pues ahora te vas a hinchar —dijo Jared.

Y en ese momento, una forma grande y bestial irrumpió en el marco de la puerta, golpeando la madera con un sonido amortiguado. A Sonia no la pilló por sorpresa, la bestia era tal y como se la había imaginado: una distorsión atroz de un cuerpo humano, la caricatura abyecta de un hombre, un demonio cuyos ojos brillaban con luz propia, fría y sobrenatural.

Jared disparó. El disparo lo alcanzó en la cara, pero no por debajo de los ojos. La boca se hundió hacia dentro, revelando un agujero que empezó a llenarse de sangre. Los dientes saltaron en varias direcciones como proyectiles plateados.

Jimmy gritó.

Sonia estaba a punto de disparar cuando el ventanal del salón estalló en un sinfín de pequeños pedazos. Allí, envuelto en los vidrios quebrados, había otra forma saltando en el aire con las rodillas flexionadas hacia adelante, los brazos echados hacia atrás, como un atleta olímpico que hace un esfuerzo sublime y final en la línea de meta. Ella movió el brazo por puro instinto y disparó, pero el proyectil se perdió en mitad de la confusión de ruido y añicos sin que pareciera acertarle a nada. El vampiro aterrizó en el suelo, junto a Jared. No hubo tiempo de nada. Apenas llegó al suelo, el monstruo barrió en el aire con un brazo y lanzó a Jared al suelo. El rifle salió volando.

El vampiro de la puerta había entrado en el salón. Miraba a Jared mientras producía un sonido húmedo y gutural. «Está intentando hablar —se descubrió pensando—. Quiere decir algo, pero no puede, porque Jared le ha volado la cara.» Y recordó que Jared mencionó que, cuando lo atacó aquel vampiro transformado, su voz era un tormento imposible de soportar. Recordó que dijo que hubiera preferido arrancarse las orejas antes que seguir escuchando aquello, y pensó: «No ha fallado tanto. El disparo en la cara nos ha dado un poco más de tiempo».

Sin dudar ni un segundo, cogió el arma con ambas manos y disparó. «El segundo proyectil —se dijo—; dos de tres». Pero el dos era su número de la suerte, y el impacto alcanzó al vampiro en el ojo derecho. El monstruo se echó hacia atrás como si una locomotora tirara de él, llegó hasta la ventana y cayó de espaldas a la calle moviendo los brazos en el aire.

Luego sintió que esa misma locomotora la embestía y la arrebataba del suelo. Voló, literalmente, por el aire, y se estrelló con un impacto enorme. El golpe le hizo soltar todo el aire de los pulmones. Para cuando quiso darse cuenta de lo que ocurría, estaba en el suelo aplastada por el vampiro de la puerta, sentado a horcajadas encima de ella.

—Mal…

No quería mirar al monstruo. No quería saber lo que iba a pasar. Movía los brazos sin mucho acierto mientras miraba a Jared, que todavía estaba en el suelo, a gatas, intentando recuperarse. La sangre le caía de la nariz y la boca hacia el suelo, colgando como un ascensor con demasiados años de servicio.

La visión desapareció. El monstruo había tapado su cara con una mano enorme, descomunal, cuyos dedos se sentían como si fueran de cuero. La nariz se aplastó con un crujido cartilaginoso, y cuando quiso gritar, descubrió que ni siquiera podía tomar aire. Golpeó con los puños menudos; era como un niño de dos años que da puñetazos contra la pierna de su padre, alto como una torre, mientras este le dice: «¡Ánimo, campeón, pega como un machote, eso es!».

Apretaba.

Apretaba mucho y muy rápidamente.

Ni siquiera sentía dolor, solo… presión. El dolor llegaría luego, cuando el sistema nervioso de su cuerpo hubiese tenido tiempo de reaccionar, pero por ahora solo pensaba que su cráneo se quebraría en cualquier momento, con un sonido que ella registraría desde dentro, un desgarro que sonaría como el fin del mundo, o el fin de su mundo, al menos. Y pensó: «Ya está. Aquí termina todo. Aquí…

... termina.»

La mano se retiró. El vampiro profirió un sonido imposible, un aullido acuoso que sonó como una alcantarilla atascada, y se irguió sobre ella proyectando una altura imponente. Sonia lo miró, respirando al fin otra vez, y vio su cuerpo transformado, su carne retorcida en una plétora de músculos agolpados unos sobre otros, como formando una trenza orgánica, y vio otra cosa: una punta de metal que sobresalía de su cuerpo, en mitad del pecho.

De pronto, la punta creció en tamaño; ahora sobresalía casi diez centímetros, y el vampiro volvió a aullar lanzando una fina lluvia de sangre por el agujero que tenía por cara.

Era una varilla. Una varilla metálica que Sonia reconocía de algún sitio, aunque en ese momento no podía decir de dónde o qué era.

Rápidamente, reculó hacia atrás utilizando brazos y piernas.

—¡MUÉRETE, HIJO DE PUTA! —estaba gritando Jared desde algún lugar de la habitación.

El vampiro cogió la varilla con una mano y la apretó con sus dedos atroces. Eran demasiado grandes, observó Sonia; demasiado grandes, y con el puño cerrado sobresalían como tubérculos obscenos e hinchados. ¿Cómo podían ser tan grandes?, pensó, confusa, entre el miedo y la excitación.

Tiró de la varilla hacia adelante y se la arrancó del pecho con un sonido orgánico. A Sonia le recordó al sonido que hizo la placenta de una yegua a la que vio dar a la luz una vez, cuando cayó al suelo con el potrillo dentro. Y al fin pudo ver qué era: uno de los aperos de la chimenea. Alguien se lo había clavado desde atrás.

—¡MUÉRETE! —gritaba Jared—. ¡QUE TE MUERAS, JODER!

«No es una estaca de madera, Jared —dijo una voz en su mente—. No funcionará si no te llamas Van Helsing y es de madera.»

El vampiro se dio la vuelta, con el atizador en la mano. Lo había hecho girar en su puño de manera que ahora parecía una espada, demasiado pequeña para su tamaño, pero una espada al fin y al cabo. Y se asustó más todavía. «Oh, Dios mío. Corre, Jared. ¡Corre!» No quería ni imaginar lo que aquella criatura podría hacer con ese atizador. Pero pensó también en Jimmy, y esa cadena de pensamientos la llevó a recordar la pistola. Aún tenía una bala, una sola bala, pero a esa distancia y de espaldas podría acertarlo con facilidad. Pero se miró las manos temblorosas y descubrió que la pistola ya no estaba allí; se le había caído cuando el monstruo la hizo volar por la habitación.

Jared apareció en su campo de visión. Tenía un martillo en la mano. ¿De dónde lo había sacado? «De cualquier sitio —se dijo—. Anoche estuvo buscando alcohol. Tal vez encontró algunas herramientas en alguna parte. ¿Quién no tiene un martillo en casa, aunque sea para colgar los cuadros?» Se dijo que debía de haberlo usado para clavar el atizador en el pecho del vampiro. Una idea cojonuda, si todo fuera como en las películas. Pero aquello no era una película, ni los vampiros se parecían a ninguno que hubiera visto antes.

Y Jared… Jared era una pobre visión ante el demonio sin cara, armado con un triste martillo, el rostro cubierto de salpicaduras de sangre y la boca abierta mostrando los dientes.

Jimmy…

Jimmy estaba aún en la escalera. Su expresión era… desconocida. Es la impresión que tuvo: desconocida. Lo había visto asustado y lo había visto cansado; lo había visto reír y llorar. Un poco, al menos. Pero ahora estaba como hechizado, su mueca reflejaba asco y también un terror profundo que lo mantenía clavado en el sitio. Jimmy no ayudaría esa vez.

«La pistola —se recordó—. La puta pistola.»

El vampiro avanzó hacia Jared. Este enarbolaba su martillo, sacudiéndolo con saña delante de él, hacia un lado y hacia otro, retrocediendo mientras la criatura avanzaba con el atizador en la mano, sujetándolo como una lanza.

Buscó desesperadamente por el suelo, pero en vez de la pistola divisó el fusil entre los cristales rotos. Solo tenía que…

Jared gritó. El grito fue tan agudo y tan embriagado de dolor que la hizo encogerse y temblar aún más. Sonia levantó la cabeza y vio a Jared pegado a la pared, con el atizador clavado en el hombro. Apenas sobresalía unos centímetros. El vampiro lo había lanzado contra él y lo había anclado al muro, atravesando su cuerpo.

Era una visión espantosa, pero no permitió que le robase más tiempo. Saltó por el suelo hacia el fusil y lo cogió con ambas manos. Tenerlo en su poder, apuntar y disparar fue todo uno. La cabeza del vampiro pareció desplegarse como un juguete infantil, un Transformer que se desmonta para conformar otra cosa. Y esa cosa eran ribetes de carne y piel abiertos, como una piel de plátano.

La criatura se mantuvo de pie unos instantes, y luego cayó flácidamente al suelo, desplomándose sobre sus propias rodillas como un castillo de naipes.

—¡Joder! —gritó Jared—. ¡Puta coño hostia, joder!

Sonia se incorporó y avanzó hacia Jared. El atizador asomaba como un ariete de guerra cubierto de sangre, asomando a través del chaleco.

—Joder —murmuró Sonia—. Es… Te ha…

—¡Sí, coño! —decía Jared—. ¡Joder, cómo duele, hostia puta!

Sonia miró hacia la puerta antes de dejar el fusil en el suelo, apoyado contra la pared. Tenía que sacar el atizador como fuese y liberar a Jared, pero la tarea se le antojó imposible de acometer. ¿Cómo podría ella arrancar algo así, incrustado en un muro, a través de la…

«De la carne», se dijo.

—Oh, Dios… Dios, Dios, Dios.

—¡Sácalo! —gritó Jared—. Por el amor de Dios, ¡sácalo!

—Está bien —dijo Sonia—. Voy a…

Cogió la punta del atizador con suavidad y luego apretó con ambas manos, preparándose para tirar.

—Esto va a doler —le advirtió.

—¡Ya duele un huevo! —gritó Jared—. ¡Me cago en la puta!

—Está bien…

Inspiró hondo, aguantó la respiración y empezó a tirar, con la cara contraída por una mueca.

Jared aulló.

—¡Joder, NO LO RETUERZAS, COÑO!

Sonia soltó el atizador.

—Lo siento… Lo siento —murmuró.

—¡Está bien! —exclamó Jared—. ¡Sácalo de una vez, como sea!

—Está… está profundamente clavado, ¿vale? Voy a tener que tirar y…

—¡Vale! —rugió Jared asustado—. ¡Joder! Déjame a mí… ¡déjame a mí!

Sonia asintió.

Jared cogió la punta con la mano derecha y empezó a resoplar, respirando como un animal exhausto. Sonia apartó la mirada. Buscó a Jimmy en la escalera. El chico se había sentado y contemplaba el cadáver del monstruo con una expresión desolada.

—Jimmy —dijo—. Tal vez deberías subir, esto no…

Jared volvió a gritar. El grito la hizo encogerse; casi podía sentir el dolor que debía de estar experimentando él mientras tiraba. Miró hacia la puerta, preguntándose cuántos vampiros más estarían oyendo los gritos y los disparos; cuántos más estaban dirigiéndose hacia allí en ese momento. Muchos, tal vez, y Jared gritaba más y más fuerte.

Se acercó a él y le tapó la boca con la mano, con los ojos otra vez llenos de lágrimas.

—Ssssh —susurró—. Tira. Tira, ¿vale? Pero… intenta… no gritar… porque…. porque….

Jared tenía los ojos cerrados. Seguía haciendo fuerza con la mano derecha y el atizador empezaba a emerger de la ropa. La sangre manaba abundante, manchando su chaleco de cuero oscuro.

—Ssssh. Sssh.

Con un último esfuerzo, Jared tiró. El atizador salió de su cuerpo y cayó al suelo con un sonido tintineante. Sonia se quedó mirándolo, horrorizada. La parte del mango era bastante más ancha que la punta, y había atravesado todo su hombro. Jared se liberó de la mordaza de la mano de Sonia sacudiendo la cabeza con violencia.

—¡Joder! ¡JODER! —gritaba.

—Dios… Tu brazo…

—¡Me cago en Satanás y en la puta madre que parió a su puta madre!

—¿Estás…? Hay que… La herida, hay que…

De pronto, Jared se calló. Sonia pensó que estaba a punto de desmayarse, que había perdido demasiada sangre y que caería al suelo redondo, y que ella no tendría fuerzas para moverlo a ningún sitio. Pero no estaba perdiendo el conocimiento. Miraba hacia la puerta, con una expresión lúgubre en el rostro.

Sonia siguió su mirada.

Allí había un hombre. No una bestia, como en los otros dos casos, sino un hombre. Los observaba con unos ojos inteligentes y brillantes, la cabeza ligeramente inclinada, y una sonrisa congelada en su rostro. No era un monstruo, pero ni Jared ni Sonia tuvieron ninguna duda de que se trataba de un vampiro. Se lo decía su mirada. Se lo decía su sola presencia, como si un mal invisible y profundo revoloteara alrededor de su cuerpo en apariencia tranquilo.

—Mierda —susurró Jared.

El hombre miró hacia atrás brevemente. Ahí fuera había cada vez más luz. Ya se distinguían perfectamente los coches aparcados en la calle y hasta el color de las flores en los parterres del jardín delantero.

La sonrisa del hombre se acentuó.

—Me encantaría... devolveros vuestras atenciones —susurró con un tono amable e incluso dulce—, pero lamentablemente tengo que irme ahora, y ciertas cosas requieren su tiempo. Últimamente me acuesto… muy temprano.

Sonia, que había sentido el impulso de coger el rifle, se quedó inmóvil. Estaba perpleja.

—Pero esta noche os buscaré. Os buscaré mucho, os lo prometo. Y os encontraré, os lo aseguro. Os encontraremos, no importa dónde os metáis o lo lejos que lleguéis. Esperadme despiertos, ¿de acuerdo? No quisiera tener que molestaros cuando corrompa vuestra alma y os vacíe de sangre hasta las mismísimas tripas.

Luego sonrió otra vez, hizo una reverencia bastante teatral, se despidió con un «Buenos días» y desapareció. Desapareció. No fue como si se esfumara de repente, pero sí que hubo algo en el movimiento al darse la vuelta y marcharse que hizo que Sonia y Jared pestañearan varias veces para intentar comprender lo que acababa de ocurrir. Luego, Sonia se dejó caer al suelo.

—Joder —exclamó Jared—. No, no, no, no…

—Dios mío —susurró Sonia.

—No, ni hablar. Redomado... hijo de puta… estirado y arrogante… chupasangre del culo y de la madre que te parió…

—Dios —seguía diciendo Sonia.

Sujetándose el hombro con la mano derecha, Jared corrió hacia la puerta.

Sonia dio un respingo.

—¿Qué…? ¡Jared! —exclamó.

Jared había ido afuera.

2

Llegó a tiempo para ver cómo el vampiro desaparecía en el interior de una casa, al final de la calle. Cómo había recorrido esa distancia en tan poco tiempo no podía ni imaginarlo, pero al menos había descubierto dónde pensaba esconderse, el redomado hijo de puta estirado y arrogante.

Afectado por un dolor lacerante y exquisito, Jared empezó a cojear hacia allí.

—¡Jared! —exclamó Sonia a su espalda—. ¡JARED, PARA!

Este apretaba los dientes. El hombro le ardía. Podía sentir la sangre caliente, pegajosa y húmeda empapando su ropa y su cuerpo, y dolía más que ninguna otra cosa que hubiera sentido nunca, y había sentido unas cuantas; casi parecía que el brazo iba a desgarrársele en cualquier momento, pero seguía andando, con la cara arrebatada por un rictus de dolor.

—¡JARED!

—Está allí, nena, en aquella casa —graznó él—. Y voy a sacarlo de allí a rastras para que le dé un poco el sol.

Sonia sentía cómo su propio corazón bombeaba sangre con rapidez, las sienes latiendo con fuerza, como si la cabeza fuese a estallarle.

—¿Qué? —gritó—. ¿Estás… estás loco?

—Ese soy yo —replicó sin volver siquiera la cabeza mientras avanzaba con determinación—, Jared el loco. Pero nadie me dice: «Esta noche voy a buscarte». Jared va a buscarte a ti. Así es como yo lo hago.

—Jared —dijo Sonia, poniéndose a su lado—. Escúchame. Ni siquiera con el brazo bien podrías… ¿Qué vas a hacer?, ¿vas a entrar en esa casa?, ¿vas a enfrentarte al vampiro dentro de la casa? ¡No vas a tener ni una sola oportunidad! ¡Se librará de ti cuando pongas el pie en la oscuridad de ese sitio!

—Lo sacaré a rastras —insistió él.

—¿Lo… lo sacarás? ¿Y qué crees que hará el vampiro?, ¿se pondrá a gritar como una vieja mientras lo sacas, con un solo brazo?

—Voy a sacarlo. Voy a sacarlo y a destruirlo.

Sonia negó con la cabeza, incrédula. Se daba cuenta de que nada de lo que dijera iba a hacerle cambiar de opinión. Estaba tocado en… ¿qué era lo que tanto afectaba a los hombres cuando se los pisaba en su amor propio, en su orgullo masculino y viril? ¿La testosterona que bullía en sus testículos, la misma química obtusa que les hacía dar un golpe en la mesa y decir: «Voy a darme cabezazos contra ese muro, aunque sepa que tengo las de perder»? Algo así.

Agachó la cabeza, con la mente llena de pensamientos rápidos y fugaces que atravesaban ese momento como estrellas caídas en verano.

—Ese vampiro… —dijo a continuación, ahora con más calma—. No era como los otros.

—Me suda la polla —replicó Jared.

—No lo era —terció Jimmy entonces, apareciendo por detrás—. Estoy seguro de que era un mariscal. Uno de… los primeros. Con más poder. Más… cruel.

—Cruel, sí —susurró Sonia, estremeciéndose. El cielo empezaba a tener un manifiesto tono azulado, y ese brillo nuevo que anunciaba un buen puñado de horas de tregua le infundó ánimos renovados.

—Yo sí que voy a ser cruel —masculló Jared, con la cara contrita por el dolor—. Voy a ser el Señor Cruel.

—Si nos metemos en esa casa, moriremos —dijo Jimmy con sencillez.

—No tenéis que meteros en la casa —dijo Jared—. ¡Oh, coño, dejadme en paz! Ha sido un puto placer y todo eso, ¿vale?, pero iros a tomar por el culo. ¡Se acabó! ¡Largaos!

Habían llegado casi hasta la casa, que no era diferente de las demás. Nada en ella la identificaba como especial, por mucho que el mariscal de los vampiros la hubiese elegido por alguna razón que se les escapaba. Tejas de adobe, probablemente, con madera laminada en la fachada y una agónica enredadera que debió de haber conocido tiempos mejores aportando tonos verdosos y parduscos al conjunto.

—Podemos hacer otra cosa —dijo Jimmy—. Podemos quemar la casa.

Sonia lo miró.

—Sí —siguió diciendo Jimmy—. Es una casa aislada. El vampiro no podrá irse a otro lugar sin que le dé el sol. Quemamos la casa. Es de madera, arderá bien y rápidamente, porque lo he visto antes, en mi barrio, hace años, cuando el señor Pullman murió de un infarto y la chimenea prendió la alfombra, fuera de control.

Jared se detuvo. Parecía estudiar la vivienda.

—Quemar la casa —repitió pensativo.

Sonia pareció animarse con la idea.

—¡La quemaremos! —exclamó.

—Podemos sacar gasolina de los coches —susurró Jared—. Con una manguera de cualquier jardín. Lo he hecho mil veces. La empapamos bien toda alrededor y le prendemos fuego.

Sonia asintió.

Ese, al menos, parecía un plan mucho mejor.

3

Jared no pudo hacer mucho, con el brazo herido, pero Sonia y Jimmy se ocuparon de todo. No pudieron evitar, sin embargo, que la gasolina llegara hasta sus bocas cuando aspiraron el combustible de los coches; aún notaban ese sabor nauseabundo y ácido cuando se sentaron en la acera de enfrente a mirar cómo ardía la casa.

El fuego se propagó con rapidez, como había dicho Jimmy, devorando con verdadera avidez las tablas de madera. La gasolina ayudó bastante, permitiendo que las llamas trepasen por la fachada. La raquítica enredadera se coronó con fuego, se contrajo sobre sí misma y centelleó por un instante, negra y retorcida, antes de desaparecer de la vista. Los vidrios del piso de abajo explotaron, lanzando una lluvia de cristales sobre el jardín que rodeaba la vivienda. El humo empezó a extenderse por todas partes, denso y pesado.

Jared miraba con ojos brillantes, una sonrisa siniestra y congelada clavada en su rostro, mientras se sujetaba el brazo herido con la mano derecha. Sonia, por su parte, estaba inquieta. Se preguntaba si no estarían dando por hecho que el vampiro no podría abandonar la casa debido al sol. ¿Qué sabían sobre eso, de todas maneras? Nada. La misma información inútil y quizá inventada de que la luz afectaba a los vampiros de una manera letal, que podría ser cierta, o no. Sin embargo, un rato después oyeron un grito desgarrador y salvaje que les hizo encoger la cabeza entre los hombros.

—Muere, hijo de puta —soltó Jared.

Una forma ovalada, que parecía más bien una bola de fuego grande y deforme, salió de pronto de entre las llamas. Sonia se sobresaltó, con el corazón latiendo de prisa en el pecho, y Jimmy levantó los pies, como si se preparara para ser atacado. La forma se movió de manera errática por la acera, a apenas unos metros de donde ellos estaban, y pudieron ver claramente que se trataba de un hombre. De un vampiro. Del vampiro. Y no corría, más bien caminaba como lo haría un hombre que busca algo por la acera, cambiando de dirección inesperadamente.

El sonido de un par de explosiones pequeñas llegó hasta sus oídos. Las chispas saltaron por el aire como cuando se azuzan las brasas en un hogar. Jared pensó en sus pelotas. Eran sus testículos, reventando por efecto del fuego. Su cara se hizo visible por un momento, una forma renegrida con la boca enorme abierta como un pozo perfectamente redondo, con dos lenguas de fuego escapando, terribles, desde sus cuencas muertas, fulgurantes y nerviosas.

—Jesús —susurró Sonia, y mientras lo decía, la bola de fuego se derrumbó sobre el suelo y se quedó allí, un bulto infame prendido en un fuego imposible, como alimentado por las calderas urgentes y abismales de un volcán.

—¡Arde, cabrón! —gritaba Jared—. ¡Chúpame la polla, puto vampiro de mierda! ¡Ven a buscarme si queda algo de carne alrededor de tus putos huesos de vampiro!

Sonia miró brevemente a Jimmy. El chico miraba el fuego como hipnotizado, con una expresión difícil de interpretar. Creía que se sentiría bien viendo arder la casa y sabiendo que habían acabado con aquella promesa de muerte, que se sentiría victoriosa y fuerte. Pero la cara negra y consumida del vampiro, con los ojos convertidos en dos chorros de fuego intenso y brutal, no tenía nada de tranquilizadora, ni de victoriosa. Era muerte, y no era diferente de la muerte que la rodeaba, dentro de cada casa, por las calles, en las tiendas y restaurantes que estaban todavía abiertos cuando todo empezó. Una muerte atroz. Una muerte cruel.

Enterró la cara entre las manos y no quiso mirar más.

—Necesitamos medicinas —susurró Jimmy entonces—. Y antibióticos, creo. Y vendas. Puede que una escayola, o algo así. Para el hombro.

—Chico —escupió Jared—. Ni te imaginas cómo duele.

—Puede que haya medicinas en la casa donde hemos pasado la noche. Al menos sabemos que está vacía. Aunque… los… cuerpos. Los… La sangre.

—Tú ten cuidado de no resbalar con todos esos charcos de mierda de vampiro, chico. Y ya está. Es solo sangre, joder.

—Son cuerpos. Cuerpos de… Cuerpos que una vez fueron gente. Ayer eran gente. O antes de ayer.

—¿Sí? —masculló Jared—. Pues ahora no lo son. Son monstruos. ¡Y vaya cómo arden!

—Demasiado fuego —dijo Jimmy—. Creo que el sol también ha tenido algo que ver.

—Joder que sí —asintió Jared—. Tenemos que quemarlo todo. Darles una buena lección. Quemar la puta ciudad, a ver esta noche cómo les sienta que las tornas se vuelvan en su contra. ¡Joder que sí!

Jimmy miró la calle. Solo allí debía de haber como treinta casas. Puede que veinticinco. Veinte, al menos. Veinte casas. Les llevaría un buen rato quemarlas todas, y aunque consiguiesen prenderles fuego antes del anochecer, quedaría el resto. Todo Hillsdale. Y más allá de las zonas residenciales los edificios no eran precisamente de madera, eran de hormigón, o de piedra, o de acero, y no arderían tan rápido. Y entonces ¿qué? ¿Volverían a esconderse y a arriesgarse a otra situación como la que habían vivido esa misma mañana, que casi acaba con ellos?

—Creo que lo mejor será poner distancia —dijo Jimmy.

—Quemarlo todo —seguía diciendo Jared.

—Creo que Jimmy tiene razón, Jared, por Dios. Por Dios, por Dios.

—Hay una cosa que me preocupa —susurró Jimmy, sin apartar la vista de la forma en llamas caída en el suelo—. El… el vampiro. El mariscal. Llegó hasta allí, hasta la casa, después de un rato, casi in extremis. Pero lo hizo, arriesgó mucho para plantarse allí y decirnos: «Os espero a la salida de clase».

—El hijo de puta tenía huevos —dijo Jared.

—Pero un vampiro como este… No creo que haya demasiados. Creo que vino de lejos. Esos vampiros deben de estar bien protegidos, no se arriesgarían a dormir en cualquier sitio, como esta… esta casa. Es una casa tonta, sin protecciones, no es para nada un buen sitio. Sin guardianes. Creo que no tenía más tiempo, no podía ir más lejos. Apuesto a que vampiros como este son importantes, piezas valiosas del ajedrez que no se sacrifican fácilmente.

—No entiendo una mierda, chico —dijo Jared—. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Creo que entiendo lo que quiere decir Jimmy —explicó Sonia—. Se pregunta… qué hacía aquí ese mariscal. Es como si se hubiera enterado no solo de lo que ocurría, sino de que sus perros habían fracasado. Es como si… hubiera venido desde muy lejos para atender una urgencia, pero no llegó a tiempo para matarnos. Creo que actuó como si nos diera una oportunidad, o como si hubiera preferido dejarnos vivos para matarnos al día siguiente, pero realmente…

—Realmente no tuvo tiempo —terminó la frase Jimmy—. O nos habría matado. Parece cosa de un momento, ¿no?, eliminar a tres personas como nosotros: un hombre herido, una mujer y un niño. Debería haber sido fácil para alguien con su poder, pero… incluso matar a tres como nosotros requiere su tiempo.

—Por la… fricción. Moverse. Asesinar. Uno huye, o se resiste un poco, y el tiempo se agota. Hablábamos de segundos. De un minuto tal vez.

—No sé de qué coño habláis —insistió Jared—. Nos habría matado, y no habría tenido que huir a la otra punta de la calle. ¡Se podía haber quedado en la casa!

—Pero él no lo sabía —exclamó Jimmy mientras miraba cómo las llamas envolvían casi totalmente la casa, con el humo que ascendía hacia el cielo conformando figuras y formas fantásticas que evolucionaban a una velocidad inusitada—. No sabía cuántos éramos, si habría alguien más en el piso de arriba, o alguien más detrás. Vio a dos de sus… espectros eliminados, e intuyó que no era solo cosa nuestra. No podía ser solo cosa nuestra. Tuvimos suerte, mucha suerte.

—Así que decidió esconderse y ganar tiempo —terminó Sonia.

Jimmy asintió.

—Lo que quiero decir es… que a lo mejor los vampiros tienen una manera de comunicarse que no podemos ver. Como las comejenes.

—Uoh —dijo Jared, con el rostro contraído por el dolor que empezaba a nacer de su brazo con renovadas energías—. ¿Termitas…?

—Hormigas —corrigió Jimmy, sacudiendo la cabeza—. Como las hormigas. Las hormigas son fascinantes. Se comunican con feromonas, pero también con una especie de mente colmena que les dice qué hacer, adónde ir y qué necesidades específicas tiene el hormiguero en todo momento.

—Joder —dijo Sonia—. ¿Crees que los vampiros…?

—No lo sé —reconoció Jimmy—. Quién sabe. Tal vez. Pero si eso es así, esta noche van a registrar todas las casas de la zona. Si cogemos un coche y dejamos marcas de neumáticos en el suelo, las seguirán. Si eso es así…

—Estamos jodidos —murmuró Sonia. Miró a Jared y suspiró—. No tenemos tiempo para actos de venganza, Jared. Tenemos que irnos, tan lejos como podamos.

En ese momento, parte del piso superior de la casa en llamas se derrumbó con un sonido trepidante, como si una excavadora hubiera soltado una paletada de escombros sobre un camión. Sonia se sobresaltó.

—Vayamos a la casa —dijo Jimmy—. Cogemos las armas, curamos el brazo de Jared como podamos y nos vamos.

—¿Sabes qué necesito, más que unas vendas y un poco de Betadine, chico? Un par de huevos fritos. Dios, me muero de hambre.

Sonia esbozó un tímido intento de sonrisa.

—Y un par de huevos —dijo—. Añadamos huevos a la cosa, al estilo Jared.

Este pestañeó, empezó a reír como una hiena histérica y luego se sacudió a medida que un súbito latigazo de dolor lo hacía estremecerse. Arrugó la nariz, abrió mucho la boca y dejó que su risa se transmutara en un grito de dolor.

—Vamos, tipo duro —dijo Sonia—. Vamos a ver si podemos salvarte el brazo.

4

El camión estaba aparcado debajo de un puente, cerca de la 16, bien a la sombra. El conductor no estaba a la vista, pero si alguien hubiera estado mirando un poco antes del amanecer, habría visto cómo se bajaba del asiento y se dirigía a un pequeño compartimento lateral, sacaba las dos pesadas ruedas (que pesaban cerca de veinte kilos cada una) como si fueran colchonetas hinchables para la playa y se metía en su interior. Allí dormitaba desde entonces, respirando como si en su pecho hubieran instalado el fuelle de un horno industrial del siglo pasado. Allí pasaría el día hasta que llegara la noche de nuevo, y entonces conduciría hasta su destino.

En el compartimento de carga, casi treinta personas sonreían con un gesto bobalicón mientras miraban las lonas de color verde militar con gesto ausente. Estaban bien, estaban felices; mucho más que felices. Estaban donde debían estar: su único propósito en la vida era estar allí, y no cabía ninguna otra consideración. Ni una madre que acaba de parir al hijo más esperado y deseado del mundo se habría sentido ni remotamente parecido a ellos, ni alguien que acaba de averiguar por internet que el número de lotería que compró en una gasolinera esa mañana ha sido premiado con quince mil trillones de dólares. Se sentían total, absoluta y plenamente satisfechos y completos, como si acabaran de cumplir todos sus propósitos y objetivos vitales. Todos y cada uno.

Hasta que uno de ellos pestañeó.

Pestañeó, se quedó mirando la lona verde y tuvo que agacharse para no caer desmayado. De pronto, todo a su alrededor se desmoronaba. La tristeza que lo consumía era absoluta y aberrante, provocándole un dolor casi físico insoportable de aguantar.

De repente, alguien le había arrebatado toda su felicidad. Toda. Abrió la boca para tomar aire y sintió un mareo, corolario de una tristeza tan honda y sincera como era posible sentir; una desesperación proporcional a los estadios superiores de felicidad que acababan de abandonarlo como te abandona un amante, parte esencial de tu vida durante décadas, en mitad de una noche lluviosa, sin saber por qué, sin explicaciones, sin más evidencias que una expresión vacía y desenamorada y un par de maletas desgastadas. Puso las manos en el suelo y vomitó. Solo entonces empezó a llorar.

Fue luego, tras un par de minutos de desconsolado sollozo y desesperación, cuando pudo por fin mirar alrededor.

Lo primero que pensó fue que no le importaba. Estaba en el más hondo de los infiernos; allí estaba. Había pies, zapatos, zapatillas de felpa y zapatillas de deporte, con algunos cordones atados y otros desatados, pero no le decían nada. Y el suelo era una lámina de metal con restos de barro reseco, sucia y vieja, que resultaba fría al tacto.

Se miró la mano, cubierta de vómito, y una tímida pregunta empezó a abrirse paso en su mente: ¿dónde estaba?

Poco a poco, esa pregunta fue cobrando vigor en su cabeza. El recuerdo de aquella felicidad intensa y embriagadora fue perdiendo intensidad. Se pasó el antebrazo por la cara para retirar los mocos y las lágrimas y carraspeó para aclararse la garganta.

¿Dónde estaba?

Estaba rodeado de gente. Gente de pie que miraba en la misma dirección. Hacia…

Hacia la lona. Una lona. Una lona de color verde, sujeta con cuerdas y nudos gruesos a la estructura metálica del camión.

¿Un camión?

Era un camión. Parecía un camión. Debía de serlo.

Esa otra pregunta empezó a cobrar fuerza también. ¿Un camión? ¿Qué hacía él en el camión?

Sacudió la cabeza.

¿Qué había pasado? ¿Qué había pasado, realmente? Miró la lona y recordó haberla estado contemplando durante largo tiempo, como si fuera la cosa más hermosa que hubiera admirado jamás. Recordó contemplar su color verde como si fuese un prado hermosísimo que el mismísimo Toulouse-Lautrec hubiera pintado en sus días más inspirados. Pero la lona no era bonita. Era vieja, y fea, y por mucho que miró intentado comprender, no pudo volver a encontrar en ella la paz, la tranquilidad y el bienestar que había encontrado instantes antes.

De pronto se sintió enfadado. Y engañado. ¿Una lona? ¿Un camión? ¿Qué? ¿Por qué? ¿Dónde estaba en realidad, y por qué estaba allí, en cualquier caso?

Miró al hombre que tenía al lado.

—O… oiga —balbuceó.

El hombre no contestó, ni siquiera se volvió para mirarlo. Miraba la lona como él había hecho antes. Admiraba la lona. Amaba la lona.

—Oiga… ¡Eh!

Lo sacudió, sin obtener de él ninguna reacción.

Miró a la mujer que tenía al otro lado.

—Eh…

Nada.

Otro hombre. Otra mujer. Sacudió a algunos de ellos, les tocó la mejilla.

Nada.

Entonces oyó un sollozo. Alguien acababa de romper a llorar, en alguna parte. Buscó y se movió entre los cuerpos, sin que nadie reaccionase de ninguna otra manera que dando algún paso en alguna dirección, para apartarse, y encontró a una mujer, tirada en el suelo y encogida como un bebé recién nacido, llorando con una expresión de angustia inenarrable.

—Eh… —susurró—. ¡Eh!

Pip comprendió. Esa mujer acababa de perder también su conexión con…

Con la lona.

Con su felicidad. Acababan de arrebatársela, como cuando se le quita el pecho materno a un niño y este rompe a llorar con desesperación, sintiéndose desamparado.

Pip se agachó y dudó unos instantes; luego decidió abrazarla. Abrazarla mientras le susurraba «sssssh, ssssh» y se entregaba, todavía un poco, a un llanto tímido y triste que era aún un recuerdo de ese bienestar supino que acababa de perder.

De pronto, la mujer lo apartó con una mano y se quedó mirándolo, con unos expresivos ojos de color miel. Tenía el pelo castaño, ensortijado en una melena abundante que se desparramaba por el suelo, y una nariz que le recordó a una pelota de golf, pequeña y redondeada. En su expresión había una pregunta. Varias preguntas. Las mismas que se había hecho él unos momentos antes. ¿Quién? ¿Quién me ha quitado mi… felicidad?

—Tranquila —susurró—. Tranquila.

—¿Qué…?

—Lo sé —respondió Pip—. Lo sé…

—Yo…

Miró alrededor, confundida y desorientada, y se puso en pie con un movimiento rápido. Pip la miró. Tenía un cuerpo grande, pero no cabía duda de que era una mujer hermosa. Hermosa y joven.

—¿Qué ha…?

—Yo tampoco lo sé —dijo Pip—. Acabo de… pasar por lo mismo que tú.

—El prado —susurró ella—. Había un…

—Un prado verde —terminó Pip, mirando la lona.

—Era más que un prado. Era… Mi padre estaba conmigo —exclamó, con los ojos llenos de lágrimas y la barbilla temblándole como si tuviera vida propia.

—Yo estaba solo. Pero estaba en ese prado. Esa… esa lona era un prado.

Ella miró la tela que cubría el camión y negó con la cabeza.

—Pero yo...

—Lo sé —dijo él.

Ella lo miró de nuevo, cubriéndose la boca con una mano, y Pip tuvo el instinto de abrazarla. No se lo pensó dos veces. Ella se dejó hacer. Se mantuvieron abrazados durante un largo rato, y en ese abrazo cerraron los ojos y se sintieron reconfortados de nuevo mientras lloraban.

—¿Dónde estamos? —preguntó ella al fin.

—No lo sé —dijo Pip, sin abrir todavía los ojos.

—Yo estaba… Yo… estaba en mi casa.

Pip asintió, y se separó de ella para verle la cara.

Era tan bonita... Era la mujer más bonita que había visto nunca.

—Estaba en mi casa —repitió él—. Pero ¿qué pasó des…?

No pudo terminar. Imágenes sueltas llegaron abruptamente a su mente. Un televisor encendido. La lámpara del salón, que dejó de funcionar de repente. No, el televisor dejó de funcionar.

—Los gritos —susurró ella.

—Gritos, sí…

Pip miró al suelo, súbitamente aterrorizado.

—Los gritos —repitió—. Aquella noche, yo…

—Los… los asesinatos.

Él abrió mucho los ojos.

—Los asesinatos. El… el miedo.

—Tenía mucho miedo.

—Había mucho miedo.

—Pero luego… Luego…

Se quedaron mirando, sin poder recordar nada más que la sensación de estar viviendo una pesadilla. Una pesadilla espantosa. Hasta que eso cambió. De repente, cambió. De pronto alguien les hizo entrar; sentir...

... que formaban parte de una manada;

... conectarse

... con algo rojo

... que chillaba

... en su mente

y el...

De pronto, como en una explosión, los recuerdos inundaron su mente. Los asesinatos, las llamadas de familiares y amigos, la angustia, el miedo poderoso y potente, brillante como un sol rojo.

ROJO.

Y el hombre, por fin, aquel hombre que hizo que todo acabara de repente, que los abrazó y les dijo… No, que HIZO que todo estuviera bien por fin, otra vez. Que los condujo. Que los llevó por…

Ella se estremeció.

—Era mentira —exclamó al fin, abriendo mucho los ojos.

—¿Era mentira? —lloriqueó Pip—. ¿Era… era mentira?

—Lo era —susurró ella—. Una mentira… Una… ficción.

—¿Era un engaño? El prado… Toda esa sensación de…

Ella sacudió la cabeza.

—¡Era mentira! —dijo con rabia, y luego miró alrededor, como si buscara con desesperación. Se acercó a alguien y empezó a sacudirlo por los hombros.

—¡Es mentira! —gritó—. ¡Mentira, es mentira, ES MENTIRA!

Pip se estremeció. Volvió a buscarla y la atrajo hacia sí, y la abrazó de nuevo.

—Ya está —dijo—. Ya está.

—No, no está —exclamó ella—. ¿Dónde… dónde estamos? ¿Qué…?

En su mente surgió una única palabra como respuesta:

Secuestrados.

Así estaban. Secuestrados. Engañados con una mentira. Habían sido… drogados. Drogados y secuestrados. Les habían hecho creer que una lona sucia y cubierta de manchas era un prado celestial donde ella, al menos, había vuelto a reunirse con su padre. Pero su padre no estaba allí, no podía estar allí, y no porque estuviera muerto, sino porque estaba lejos, en Europa, y aún seguía allí porque había hablado con él antes de que aquel hombre irrumpiera en su casa derribando la puerta y le contara todas aquellas mentiras infames y nauseabundas.

—¡Aj! —exclamó ella, ahora visiblemente enfadada.

Miró hacia la parte posterior del camión. Allí no había lona, y la luz de un nuevo día entraba, luminosa, cargada con la promesa de que todavía podían escapar.

—¿Cómo te llamas? —preguntó ella de repente.

—Pip —dijo él—. Todo el mundo me llama Pip.

—Yo me llamo Laura. Vamos a salir de aquí.

Él asintió.

Había otro tipo de recuerdos vagos que empezaban a arrastrarse por la trastienda de su mente. El recuerdo de los asesinos, como si América hubiera sido invadida por terroristas, por…

… monstruos

La palabra explotó en su cabeza como una bomba. Miró a Pip y supo que él también estaba pensando en lo mismo. Ni siquiera tuvo que decir nada; ella abrió los ojos y él asintió, con una sombra de miedo cruzándole la mirada.

Monstruos. Había monstruos en Hillsdale, salidos de debajo de la cama de cada niño, de los armarios al fondo de los pasillos, allí donde las luces están siempre apagadas a menos que uno quiera sacar el paraguas o el abrigo. De los sótanos mentales de los adultos, por supuesto; ese lugar donde meten sus miedos infantiles para descansar de ellos sin poder olvidarlos. Monstruos.

Laura dudó.

—Pero tenemos que salir —dijo Pip, como si ella hubiera expresado sus dudas en voz alta—. Este camión… Esta gente…

—Lo sé —susurró Laura. No sabía a ciencia cierta a qué tipo de peligro se dirigía ese camión, pero todo el mundo allí dentro estaba engañado, y las mentiras, lo sabía por experiencia, nunca llevaban a nada bueno—. Está bien. Echemos un vistazo.

Descubrieron, sin embargo, que ahí fuera no había más que una superficie blanca de hormigón destinada a dirigir las aguas del cauce donde se encontraban. El camión estaba aparcado allí, silencioso y apagado, sin que hubiera nadie cerca.

—No hay conductor —exclamó Pip.

—Qué raro —dijo Laura—. ¿Qué hacemos con… la gente?

Pip sacudió la cabeza.

—Sabes que no conseguiremos despertarlos —dijo.

—¿Y por qué hemos «despertado» tú y yo? —preguntó ella.

Pip se encogió de hombros.

—Algo debe de haber fallado. O algo ha cambiado. No creo que estuviera en los planes de nadie que esto ocurriese. Solo podemos confiar en que también funcione para ellos. Aún puede pasar. Tú despertaste un poco después que yo.

Laura asintió.

—Pero este lugar… ¿Por qué aquí?

—No lo sé —admitió Pip—. Hipnotizados como estábamos, creo que simplemente nos dejaron aquí… temporalmente.

—Temporalmente. ¿Esperando a qué?

Pip negó con la cabeza.

—No lo sé, pero deberíamos irnos. Podrían volver en cualquier momento, y no sería… no sería bueno.

Mientras lo decía, algo dentro de él dudó. «¿No sería bueno? —se preguntó a sí mismo—. ¿No quieres volver a ese prado, Pip? ¿A esa… felicidad maravillosa y sublime, total y definitiva, y dejar que las cosas simplemente pasen? ¿No te gustaría? Yo creo que sí.»

Negó con la cabeza.

Laura lo miraba pensativa.

—Vámonos —dijo entonces—. Vámonos ya. ¿Dónde crees que estamos? ¿Reconoces esto?

—Sí. Eso de ahí arriba es la 16. Lleva al sur, a Manhattan.

—Manhattan —repitió Laura—. No quiero ir a Manhattan. Debemos volver a Hillsdale. A mi casa. Debo volver con mi gente. Mi familia. Mis amigos.

Pip asintió.

—Se me ocurre una cosa —dijo.

—Usar el camión —apuntó ella abriendo mucho los ojos.

—¡Exacto! Es la mejor manera que se me ocurre de salvar a esa gente. Quitársela a los monstruos.

Era la primera vez que usaba esa palabra en voz alta, y se estremeció.

—Es una buena idea —afirmó ella—. ¿Sabes conducir un camión?

—Nunca he conducido ninguno —respondió él—. Pero no debe de ser tan difícil.

—Está bien —susurró ella—. Yo tampoco sé, así que conduzco yo.

Pip asintió, sonriendo de manera distraída. Estaba mirando las ruedas en el suelo, junto al camión. Era un camión militar, eso estaba claro, y parecía sacado de las películas bélicas de la segunda guerra mundial. Pero las ruedas abandonadas en el suelo parecían estar en perfectas condiciones, así como todas las que estaban puestas. Que el camión se hubiera detenido porque había pinchado una rueda era una posibilidad, pero de ser así, ¿por qué todas las ruedas, incluso las desechadas, estaban intactas?

No pensó mucho más en ello, pero la pregunta quedó suspendida en su mente, ingrávida y pulsando como una bombilla de advertencia que indicaba un peligro desconocido.

5

Todo olía a desinfectante y a alcohol.

—Bueno —dijo Sonia mientras vendaba la herida de Jared—. No tiene tan mala pinta como creía. El atizador de la chimenea ha hecho un buen destrozo, y si no encontramos a un médico tal vez no cure demasiado bien, ¿sabes? Puede que… los ligamentos, el músculo, sanen mal, y no puedas volver a mover el brazo como antes. Pero al menos no te ha roto la articulación, ni el hueso. Eso hubiera sido mucho peor.

—Joder —escupió Jared—. Así que ha habido suerte.

—Diría que sí.

Volver a la casa pensando en un buen desayuno no había sido tan agradable como les pareció al principio. La visión del salón aún los hizo callarse y cruzarlo con una mezcla de miedo y asco, con los cadáveres de los vampiros dentro y fuera de la casa, junto a la ventana. El que estaba fuera empezaba a ponerse negro y a humear, aunque el sol no le daba directamente. Olía a guiso quemado, a tizón mojado y a basura dejada en un contenedor abierto durante los días más calurosos del verano. Jimmy dijo que podía arder, que cuando el sol le diera, más o menos al mediodía, empezaría a arder, porque eso era lo que siempre ocurría en todas las películas que había visto. Parte del mito. Su primer instinto fue apartarlo de la casa, pero Jared pensó que era mejor dejarlo allí mismo, junto a la fachada. Si ardía, que ardiese, y si quemaba la casa en el proceso, tanto mejor. Ojalá, dijo, quemase la barriada entera.

Pero luego se lavaron y se limpiaron la sangre que cubría sus manos y su cara y encontraron ropa en los armarios, y aunque conservaron los pantalones y el calzado, pudieron dejar atrás la parte de arriba, incluyendo la tradicional camisa azul de manga corta del uniforme de Sonia, y vestirse con camisetas limpias. Jared eligió una que rezaba: ROCKERO DE LA VIEJA ESCUELA.

—Entonces, ¿cual es el plan? —preguntó ella—. Salir de Hillsdale, claro, pero ¿en qué dirección?

—¿No dijimos que iríamos al oeste, hacia el interior del país? —preguntó Jimmy mientras comía su bocadillo. Habían querido freír unos huevos, y tal vez unas salchichas, o bacon, pero se olvidaron de que no había electricidad, y no se puede cocinar en ninguna cocina moderna sin electricidad. La visión de la placa de inducción fue desalentadora; tuvieron que conformarse con unos sándwiches de pan de molde y embutidos.

Sonia asintió.

—Me sigue pareciendo el mejor plan, pero como han pasado muchas cosas, quería repasarlo con vosotros.

—Al oeste —dijo Jared, cogiendo un emparedado.

—Está bien. Tan pronto salgamos de las calles buscaremos un vehículo.

—Agente, me sorprende usted, robando coches de los ciudadanos —bromeó Jared.

—Los policías no robamos coches —contestó Sonia—. Los requisamos.

—Coño —exclamó Jared—. Un tipo me ofreció una vez una placa de policía por sesenta pavos. Tenía que habérsela comprado.

—O podías haberte hecho policía —repuso ella.

—Sí… los cojones —respondió Jared riendo—. Esa sí que es buena. ¡Jared el Madero! Mis colegas se habrían partido la caja.

Sonia asintió, con una sonrisa cocinada a medio gas en su rostro tostado por el sol por demasiadas jornadas de trabajo a la intemperie. Aún tenía mucho que conocer de Jared. Por cómo luchaba y cómo se desenvolvía, y por las tres o cuatro cosas que había contado, estaba claro que se movía en un círculo diametralmente opuesto al suyo. Recordó la impresión que tuvo de él cuando lo conoció: que era alguien que hubiera metido en la parte de atrás de su coche. Era uno de los chicos malos, pero ¿cómo de malo? Solo esperaba que las andanzas de aquel hombre no hubieran ido demasiado lejos, porque para bien o para mal, formaba ahora parte del grupo, el grupo más extraño que hubiera concebido jamás, y el más improbable, si hubiera tenido oportunidad de elegir.

—He estado pensando —dijo Jimmy—. Un poco.

—¿Sí? —preguntó Sonia, interesada—. ¿Qué has pensado, chico?

—Creo que, definitivamente, los vampiros tienen un plan. ¿Recuerdas cuando vimos todas aquellas pisadas en el campo, cerca de la base Orestes?

—Sí, claro.

—Muchas pisadas. Muchísimas pisadas. Creo que eran de vampiros, ¿no? Es lo que pensamos. Que eran de los vampiros que se habían plantado en Hillsdale aquella noche. El… viernes por la noche.

—Sí. El viernes por la noche.

—Pero no usaron los vehículos. Los reservaron para cuando aquella mujer desnuda salió de la base.

—Hum —murmuró Sonia.

—Eran una especie de fuerza de choque. Ella no salió hasta un par de noches después, la noche del domingo. ¿Por qué esperó tanto?

—Sí…

—Bueno —dijo el chico después de darle otro bocado a su sándwich—, es lo que he pensado. Quería que… nosotros, vosotros, la policía y todos los demás, concentraran su atención en otra parte. Quería armar mucho follón. Y lo ha conseguido. Ahora ella ha estado viajando hacia donde quiera que vaya. Desde el domingo por la noche ha tenido dos noches para moverse. ¿Hasta dónde debe de haber viajado?

—Bueno —exclamó Sonia—. No creo que haya podido llegar muy lejos. Hay controles por todas partes, más allá de Hillsdale. No creo que…

—Pero ella es especial —replicó Jimmy—. Ya viste lo que hizo con los soldados. Puede… puede hipnotizar a quien quiera, si viaja de noche, y puede usar sus poderes.

—Me estoy perdiendo —intervino Jared—. ¿Qué mujer desnuda?

—¿No te lo contamos? —preguntó Sonia—. Fue en la base Orestes. Vimos a una mujer desnuda que iba… que caminaba como si el mundo fuera suyo. Mirarla era como…, bueno, parte de su influjo hipnótico. Nunca había sentido nada igual. Me hubiera afectado, seguro, si Jimmy no llega a estar allí.

—Ah, sí —asintió Jared—. Me suena. —Miró a Jimmy—. ¿A ti no te afectó, chico?

—No —respondió el muchacho, con la boca llena de emparedado.

—Vale —exclamó Jared—. Ahí tenéis algo para pensar, joder, si es que vine al mundo arrastrándome fuera del coño de mi madre.

Sonia empezó a toser, a punto de atragantarse.

—¡Por el amor de Dios! —protestó—. ¿Quieres… quieres no ser tan…?

—¿Tan qué, cielo? —la desafió él—. ¿Tan Jared? Podría dejar de ser Jared y ser otra cosa, como un… refinado y mariquita escritor, si quieres. Pero, carajo, cuando necesitéis a Jared y a sus huevos para luchar contra los vampiros, no me digas que vuelva a ser yo.

—Joder, Jared —contestó Sonia mientras ponía los ojos en blanco.

—Ha tenido gracia —dijo Jimmy—. No me importa.

—Lo que dice el chico tiene sentido —manifestó Jared—. Ya lo hemos hablado: quizá los vampiros tengan un plan, después de todo.

—Pero ¿qué busca? ¿Qué… qué quiere? Si nuestra teoría es cierta, se ha cargado una ciudad entera como distracción; tal vez más de una ciudad a estas alturas. No quiero ni pensar en qué consiste realmente su plan.

—Creo que su plan es jodernos a todos. Punto —decidió Jared—. Decís que estaba en la base militar, o sea, me apuesto los próximos veinte polvos a que no estaba allí en calidad de consultora sénior en chupar sangre a la peña. Apostaría el brazo de cualquiera a que estaba prisionera.

Sonia arrugó la frente, pensativa.

—Y se liberó. Se liberó y escapó…

Jimmy asintió en silencio.

—Se escapó, joder —dijo Jared—. Y dijo: «Ahora me vais a chupar mi sagrada almeja primigenia de vampiro ejecutivo VIP, por mis ovarios».

Jimmy soltó un aullido que terminó convirtiéndose en una carcajada.

—Eres un puñetero caso, Jared —rezongó ella, y empezó a reír también.

Jimmy sacó un cuaderno del bolsillo y empezó a escribir.

—¿Qué llevas ahí, chico? —quiso saber Jared.

—Oh. Es un… cuaderno. Lo he tomado prestado —dijo con tono de disculpa—. Voy a anotar todo lo que pueda de lo que nos está pasando. Estamos descubriendo cosas, me parece.

—Vale, pero ¿por qué lo apuntas? A tu edad no me olvidaba de nada, carajo.

—Oh. Es por si morimos, ¿sabes? Quizá alguien lo encuentre, y tal vez sirva de algo —contestó con sencillez, y continuó escribiendo.

Sonia y Jared se miraron brevemente, y él dio un bocado gigante a su emparedado. Sonia miró a Jimmy. Un chico mono, sin duda, con un mechón de pelo en la cabeza que recordaba a Tintín, el intrépido periodista europeo. Tenía trece años, y apuntaba con diligencia lo que ocurría por si…

Por si moría.

Para cuando muriese.

Jimmy tenía trece años y escribía en la cocina de unos desconocidos, con cadáveres en un salón lleno de sangre, a pocos días de Navidad.

De repente, no tenía hambre.

El mundo no debería ser así. No sabía si había alguien moviendo las palancas ahí arriba o era todo cosa del azar y el caos de la probabilidad, pero las cosas no deberían ser así.

No deberían.

6

Diario de Jimmy. 13 de diciembre.

Hoy hemos andado bastante, buscando cómo salir de la ciudad. Sonia ha estado cabizbaja; creo que no le gusta ver la ciudad tan vacía. Cuando llegamos al Hilltop Ford se puso en mitad de la plaza y empezó a gritar: «ES QUE ESTA CIUDAD ESTÁ VACÍA?». Creo que no quiere pensar que, probablemente, no queda demasiada gente escondida. No entiende por qué no salen fuera, a la calle, mientras brilla el sol, al vernos pasar. Algunos deberían vernos pasar. Si hay alguien escondido, creo que tal vez tenga miedo. Jared parece uno de esos tipos chungos, aunque yo sé que en el fondo es un buen tío. Y es gracioso. Consigue que uno se olvide de lo que REALMENTE ocurre, de todas esas muertes, de lo que tal vez ocurra a partir de ahora. De lo que probablemente pase. Hace que me olvide de mi madre, que está muerta del todo, y de mi padre, que con seguridad es ahora un vampiro y anda por ahí matando gente. Eso lo sé, como sé que, si de verdad funcionan con una mente colmena, algún día me lo encontraré. Vendrá a buscarme.

Hemos comido dónuts en un puesto de Dunkin' Donuts que estaba abierto. Debe de llevar abierto desde el viernes, tal vez desde el sábado como mucho, porque es un 24/7. Debió de sorprenderles la noche y los asesinatos del sábado, cuando todo se fue realmente a la porra. Nadie había tocado ningún dónut. Es seguro que no queda nadie vivo en Hillsdale.

Hemos llegado hasta las afueras y hemos encontrado un coche. Es un coche japonés, un Nissan de un color rojo borgoña. Yo hubiera preferido otro color. Estoy un poco cansado de tanto rojo. Sonia conduce; aún quedan un par de horas hasta el anochecer. Sé que a Jared no le gusta; le hubiera gustado conducir a él. Es un poco antiguo para algunas cosas, pero tal y como tiene el brazo,, conducir no es imposible, pero sí muy poco recomendable.

Me gusta alejarme de Hillsdale. No queda nadie, ni nada, allí, y si puedo, no quiero volver nunca, ni siquiera por mis cosas. Son cosas viejas, de otra época. Ahora empieza algo nuevo, y algo me dice que durará, si conseguimos sobrevivir.

Vamos a buscar un sitio donde escondernos y pasar la noche. Por aquí solo hay granjas y villas; espero que los vampiros no hayan llegado tan lejos. Quizá encontremos gente, y solo sea eso: gente. Me doy cuenta de que esta podría ser la última vez que escriba. Solo pido que la muerte no duela mucho.

DESPUÉS

A mediodía, cuando el sol estaba en su cénit, solía bajar al río. Era, la mayor parte del tiempo, un miserable riachuelo que discurría entre las casas de la urbanización, por lo general contaminado de juncos y maleza. Antes de que los vampiros acabaran con todo, solía limpiarse a menudo, y usaban máquinas que restituían el sendero de servicio. Apartaban los troncos y las porquerías que el agua traía después de las lluvias y destruían así los nidos que las ratas levantaban con insistencia. Ahora, por supuesto, presentaba un aspecto selvático. Allí, atrapado entre los arbustos y espinos, estaba el vampiro, demasiado abajo como para que pudiera verlo siquiera. El sol no lo tocaba gracias a la hojarasca y las ramas, y así sobrevivía. Ni siquiera llegué a saber nunca qué le impedía salir. Puede que sus piernas estuvieran presas por algún tronco de gran tamaño, o puede que estuviera impedido, que el agua lo hubiera arrastrado por la cañada golpeando sus piernas contra las rocas y haciéndolas trizas, o que estuviera demasiado debilitado por la falta de alimento. Por la falta de sangre. Solo sabía que estaba atrapado, y eso me bastaba, porque me gustaba hablar con él.

-Sabes que un día saldré de aquí -me dijo una vez con su tono de voz grave y arrastrada.

-Si no lo has hecho ya, con la fuerza que tenéis los vampiros, no creo que puedas hacerlo.

-¿Qué fuerza? -siseó el vampiro-. ¿Crees que tenemos… más fuerza?

-Es evidente que tenéis más fuerza -respondí-. Os he visto hacer cosas.

El vampiro soltó una carcajada. A mí me sonó a vertido de restos de cacerola en un retrete.

-Los vampiros solo hacemos lo que podemos hacer -dijo-, sin ponzoñas mentales, sin dudas, sin prejuicios ni límites autoimpuestos por una psique maltrecha y azucarada por los cuidados de vuestras madres. ¿Crees que el hecho de ser vampiros hace que nuestros músculos rindan más, que podamos desplegar más… energía en nuestras acciones? No, idiota. No, imbécil. Solo lo hacemos. Lo hacemos; levantamos peso aunque los brazos duelan. Empujamos más allá de donde se os ha dicho siempre que podéis empujar. Saltamos sin miedo a la caída, y nos levantamos aunque el cuerpo grite y proteste. En ese sentido, somos más humanos que vosotros. Más puros. Más.

Mientras pensaba en eso, un pájaro graznó en alguna parte y levantó el vuelo armando un gran alboroto.