«Allí [Irlanda] mana la leche y la miel,
no escasea el vino, ni los peces, ni los pájaros,
y es notable por sus venados y cabras…».
Beda (monje benedictino, siglo viii)
«Dubh-linn… Los dioses juegan conmigo…». Thorgrim Lobo Nocturno estaba de pie a proa del Cuervo negro sumido en la autocompasión, algo nada habitual en él. Sabía que era una especie de lujo exótico y bastante caro, delicioso en pequeñas cantidades, pero al que un hombre podía volverse propenso. Y cuando eso ocurriera sería su fin.
Pero en ese momento, bajo una leve llovizna, después de todo lo que habían pasado esas últimas semanas y lo poco que habían obtenido, con la maldita Dubh-linn materializándose ante ellos a medida que los Cuervos propulsaban el barco corriente arriba del río Liffey, Thorgrim decidió que estaba listo para saborear la sensación.
«Todo esto para regresar a Vik, y ahora vuelvo a estar de camino a Dubh-linn…».
No era que le sorprendiera. Había sabido desde un principio que volverían al longphort. Era lo que Arinbjorn había dicho cuando Thorgrim aceptó enrolarse con él. Se unirían a la expedición de Hoskuld Cráneo de Hierro, volverían a Dubh-linn a vender lo que quisieran de lo saqueado y luego zarparían hacia Noruega. Pero dado el estado de ánimo de Thorgrim, no había lugar para la razón.
El longphort de Dubh-linn se extendía a lo largo de la orilla del río y trepaba por las colinas bajas que ascendían desde el agua. Había docenas de casas y estructuras anexas. Pequeñas construcciones cuadradas y achaparradas, algunas de tablones de madera, al estilo noruego, y otras de zarzo se alzaban pegadas las unas a las otras; cada una de ellas, con su estilizado techo de paja, cada trozo de tierra cercado por vallas también de zarzo que cercenaban la tierra marrón y pisoteada creando espacios regulares. Finas columnas de humo nacían de cada una de las casas, se elevaban en el aire estático y se mezclaban creando una nube rala que pendía sobre la ciudad y que alcanzaba la nariz de Thorgrim aun en la distancia. El cielo era gris, el río era gris, y eso le daba a la ciudad entera una tonalidad gris, como si el color fuera tan escaso como la luz del sol en aquel país.
Había una docena de naves varadas a lo largo de las orillas embarradas o atadas a los pocos embarcaderos que se proyectaban hacia el agua: los esbeltos langskips que transportaban guerreros y los pesados knarrs diseñados para trasladar toneladas de cargamento y que llegaban y zarpaban del puerto irlandés con cantidades cada vez mayores de mercancías. A Thorgrim le recordó al gran puerto comercial danés de Hedeby, y dada la velocidad a la que crecía supuso que no tardaría en rivalizar en importancia con el puerto danés. Más allá de las casas y los talleres, protegiéndolo todo como un cinturón muy ceñido, una ancha muralla de tierra, coronada por un vallado de estacas, separaba el asentamiento noruego del país que quedaba más allá. Irlanda estaba furiosa ante tal invasión, pero, dado el caos reinante, era incapaz de detenerla.
Al otro lado del agua, Thorgrim podía oír el esporádico tintineo de algún martillo, el golpe seco de algo pesado encajando en algún lugar, los gritos de hombres afanándose en labores invisibles para él. Los habitantes de Dubh-linn no solo eran hombres dedicados al saqueo. Había herreros, carpinteros, constructores de barcos, alfareros y mercaderes, y a Thorgrim se le antojó que habían crecido en número en el poco tiempo que habían estado fuera. Tenían sus casas y sus esposas, noruegas o irlandesas. Estaban allí para quedarse.
«Yo no… Yo no…».
El saqueo de Cloyne no había supuesto un gran éxito, aunque no hubiera sido del todo un fracaso. En cuanto Hoskuld Cráneo de Hierro guio al resto hacia el interior por las puertas que Thorgrim y los suyos habían abierto, toda resistencia desapareció, como el humo en un día ventoso. Los defensores de la ciudad, los más rápidos, huyeron a la torre, treparon por la escala y la subieron una vez allí, provocando que el resto soltara las armas y suplicase clemencia, la cual solía ser concedida, ya que eran hombres jóvenes, lo bastante como para portar armas, aunque no del todo veloces de pie, y que por tanto tenían un gran potencial para el mercado de esclavos.
Con la mayoría de la población asediada en la torre, los hombres del norte se habían tomado su tiempo a la hora de saquear el enclave. Dieron con los almacenes de comida, con el ganado, con algunas baratijas, y con algunos irlandeses desafortunados que también acabarían en un mercado de esclavos. No encontraron mucho más. Incluso en el monasterio, incluso en la iglesia, solo hallaron algunos objetos de plata, un cáliz, unos cuantos platos…, pero nada que fuera de valor y calidad.
—Coincido contigo, Thorgrim —había dicho Hoskuld mientras observaban a sus hombres desvalijar el interior de la iglesia—. Hacía tiempo que esta gente sabía que estábamos de camino. Han escondido cualquier cosa de valor.
Hoskuld ya había intentado obtener información de algunos de los prisioneros, y podía llegar a ser muy persuasivo, pero al final acabó por deducir que realmente no sabían nada. Thorgrim se mostró de acuerdo. Los campesinos, en su experiencia, se mantenían firmes muy poco tiempo cuando se trataba de proteger los bienes de sus señores.
Thorgrim apartó la vista del deprimente espectáculo que era Dubh-linn, a la que se acercaban a toda velocidad, y miró al resto de las naves de la expedición, el Dios de los truenos, el Serpiente y el resto, todos ellos surcando el río a un ritmo constante. Los mástiles se inclinaron hacia delante y hacia atrás antes de ser recogidos, y las amenazantes cabezas talladas que adornaban las proas y las popas fueron retiradas para no ahuyentar a los espíritus de la tierra que pudieran ser benignos. En caso de haberlos, Thorgrim pensaba que habrían venido desde las tierras de origen de los hombres del norte. Nada que pudiera ser de origen irlandés les daría la bienvenida a los vikingos.
Siguió girando, observando las naves, completamente consciente de que aquello no era más que una excusa para mirar hacia popa, a Harald, y comprobar qué tal iba el muchacho. Estaba en su puesto, cuarto remo desde la proa, a babor. De espaldas se parecía bastante a los demás, puede que un poco más bajo. Tan solo la larga melena amarilla, atada descuidadamente con una cuerda, delataba su identidad.
—Está bien, lo sabes. —Starri el Inmortal hizo su observación sin alzar la mirada.
Estaba sentado en los tablones que formaban la cubierta de proa en la que se encontraba Thorgrim. Afilaba una daga hasta un punto de perfección absurdo. Trabajaba sobre la hoja con una piedra de afilado, luego probó el filo con el pelo de su brazo izquierdo. Thorgrim pudo ver una serie de calvas provocadas por pruebas anteriores, pero Starri frunció el ceño y volvió a afanarse con la piedra de afilar.
—Los hombres creen que Harald ha heredado tu suerte —continuó Starri—. Les cae bien. La suerte de Thorgrim Lobo Nocturno sin su desagradable actitud.
—Actitud desagradable, ¿eh? ¿Y lo dice un tipo como tú?
Starri no respondió; se limitó a sonreír y siguió trabajando su cuchillo. Si la reputación de Harald había crecido entre los hombres de Arinbjorn, se debía a sus temerarias hazañas y al hecho de que Starri no hacía más que relatarlas. Por orgulloso que estuviera de su hijo, Thorgrim no creía que debiera pavonearse de sus logros. Alardear de las proezas de los hijos de uno, pensaba, era casi tan malo como hacerlo de las propias, así que evitó cualquier tentación de hacerlo. Pero Starri no se mostraba tan escrupuloso al respecto.
Después del combate, Thorgrim se había encontrado al berserker junto a la puerta, apoyado contra la carreta de paja. Pensó que el hombre al fin se había ganado su pasaje hacia el Valhalla, pero no, Starri seguía vivo e indemne. Desesperado, se había derrumbado en el suelo, y en cuanto Thorgrim le preguntó si estaba herido, empezó a lamentarse diciendo que estaba bien y a llorar desconsoladamente por la injusticia que suponía.
Cuando la angustia de haber sobrevivido a la batalla se le fue pasando, Starri se apresuró a cantar las alabanzas de Harald, contándole a quienquiera que le prestara oídos el incidente con la carreta de paja y el incendio de la puerta. Thorgrim comprobó que Starri era bueno contando historias, e incluso que se comportaba de manera casi civilizada cuando no era presa de su sed de sangre. El berserker llegó hasta el extremo de componer algunos versos, que recitaba por las noches, y aunque no fuera ningún bardo, no eran del todo malos, y los hombres lo disfrutaban. Harald se sonrojaba y farfullaba cuando Starri se arrancaba, y en verdad no sabía cómo reaccionar ante las alabanzas, lo que a juicio de Thorgrim significaba que su hijo era genuinamente humilde, que poseía la forma correcta de humildad, la humildad del guerrero, y eso le hizo sentir aún más orgulloso.
El primer encuentro con Arinbjorn Diente Blanco una vez que el combate hubo concluido fue aún más extraño que su encuentro con Starri. Arinbjorn le había visto primero, le había llamado por su nombre, y cuando Thorgrim se volvió Arinbjorn se le acercó con los brazos abiertos y su habitual sonrisa.
—¡Thorgrim Lobo Nocturno! —gritó, y abrazó a Thorgrim con entusiasmo mientras que el de Vik intentaba devolver la muestra de afecto—. ¡Los dioses aún te sonríen! —continuó Arinbjorn—. ¡Nos has dado la victoria una vez más! ¡Hice lo correcto cuando te pedí que me acompañaras en este viaje, de eso no hay duda! Esta verdad ya está en boca de todos.
Thorgrim se apartó de él al tiempo que sonreía. Las palabras no eran un arma con la que se sintiera cómodo, y no estaba seguro sobre qué decir. Las palabras de Arinbjorn sonaban a falsedad, por supuesto. Thorgrim había ignorado las órdenes del jarl, había ido a Cloyne a pesar de este, aunque solo ellos dos lo sabían. Pero había una sutileza aún más profunda en lo que decía Arinbjorn. Tanto en las palabras como en el tono subyacía una corriente conspiradora, como si estuviera insinuando que la acción había sido un plan de ambos, o como si al menos pretendiera que los demás así lo creyeran.
—Los dioses nos han sonreído a todos, Arinbjorn —dijo Thorgrim al fin, sin rastro de rencor o condena en su voz.
Casi pudo ver el alivio en el rostro de Arinbjorn. Pero ¿por qué iba a decir algo diferente? Arinbjorn se estaba poniendo plumas que no había ganado, pero eso no suponía un inconveniente ni para Thorgrim ni para los suyos. Todo el mundo en el campamento sabía quién había abierto las puertas de Cloyne y quién se había quedado en su tienda. Thorgrim no estaba dispuesto a permitir una afrenta de nadie, ya fuese hacia su persona o su reputación, pero la estupidez de Arinbjorn no alcanzaba el rango de algo tan grave.
—Los dioses nos sonríen, pero tú los ayudas —continuó Arinbjorn sin que su entusiasmo remitiese—. Cuando el botín se reparta y la parte del Cuervo negro nos haya sido entregada, tu hijo y tú recibiréis tres partes. Y quienes te han acompañado recibirán dos.
—Eres muy generoso —dijo Thorgrim—, pero no es necesario.
Sin embargo, Arinbjorn insistió, así que el Lobo Nocturno aceptó. Supo que Arinbjorn estaba comprando su silencio, que hubiera obtenido de forma gratuita, pero lo cierto era que Thorgrim aún necesitaba a Arinbjorn. Thorgrim no creía que sus probabilidades de encontrar una nave que le llevase a Vik hubieran mejorado en las pocas semanas que llevaban fuera. Arinbjorn Diente Blanco seguía siendo la mejor opción, y quizá la única, que Harald y él tenían para emprender el regreso a casa.
Starri el Inmortal se puso en pie sobre la cubierta y envainó la daga. Fue un gesto sencillo, pero cuando lo hacía él se antojaba poético. Poderoso, fibroso y ágil, el hombre pareció flotar al incorporarse, como un pájaro desplegando las alas y preparándose para volar. De estar sentado a estar de pie no pasó ni un abrir y cerrar de ojos. Thorgrim jamás había sido capaz de moverse así, y hacía años que no podía hacer algo parecido. Se preguntó cuántos años tendría Starri. No era joven. Treinta veranos ya pasados, por lo menos. Puede que cuarenta, cincuenta. Era imposible saberlo con un hombre como Starri.
—¡Por Thor! ¿Qué es eso que llevas al cuello? —preguntó Thorgrim reparando en una baratija por vez primera, colgada de una tira de cuero que descansaba sobre el pecho escuálido de Starri. El berserker lo cogió con dos dedos y lo examinó como si lo viera por primera vez.
—Tu punta de flecha —dijo.
Thorgrim se la cogió de los dedos y la observó con detenimiento. No era su punta de flecha, al menos en sentido estricto, sino la de algún irlandés, la punta de flecha que se había partido por la mitad en la hoja de Diente de Hierro.
—¿Por qué llevas eso? —preguntó Thorgrim.
—¿Y por qué tú no? ¿Una muestra del respeto de los dioses? Es como si Odín se hubiera agachado para besarte en la frente y tú la tiras como si fuera basura. La recogí en cuanto lo hiciste, recogiendo tus sobras, como un perro bajo la mesa.
No había malicia en su tono de voz. Sencillamente explicaba las cosas tal como eran. De hecho, a Thorgrim solía sorprenderle el temperamento generalmente estable de Starri, siendo como era un berserker. Quizá la ira berserker purgara la locura de su cuerpo, del mismo modo que una buena tormenta se lleva el calor.
El Dios de los truenos de Hoskuld Cráneo de Hierro fue el primero de los langskips en llegar a la orilla embarrada donde vararían las naves. La proa se deslizó sobre el barro, se detuvo y los hombres saltaron a tierra, aferraron la regala y tiraron del barco de panza plana para llevarlo más adentro, mientras Hoskuld permanecía de pie, como un monumento cubierto de pieles, en la cubierta de popa.
El Dragón marino fue el siguiente, luego el Serpiente y el Espada del águila, después el Cuervo negro. Thorgrim se tambaleó un poco cuando la proa tocó tierra. Miró hacia popa: Harald, por supuesto, fue el primero en ponerse en pie, el primero en recoger su remo. Sus miradas se cruzaron. Harald sonrió y, al instante, con la facilidad que da la juventud, saltó por la borda y cayó en el río hasta la cintura.
El resto de la tripulación le siguió, superando la baja regala como si abandonaran el barco presas del pánico. Thorgrim, aprovechando la ventaja que le confería ser un hombre poderoso y acaudalado, y líder de hombres, aunque temporalmente sin mando, decidió mantenerse seco, al igual que Starri, quien, reconocido como demente, se sentía libre de hacer lo que le viniese en gana.
Uno de los hombres del Cuervo negro se acercó, con una cuerda de piel de morsa trenzada en la mano. Thorgrim se apartó a un lado para que este lanzara el extremo a los tripulantes que estaban en el agua para luego asegurar el otro extremo a la nave. Thorgrim miró a popa. Salvo por el hombre que llevaba el as de guía, Arinbjorn y el timonel eran los únicos que quedaban a bordo, y supo que no podía ignorar al jarl por más tiempo. Se dirigió a popa sorteando las filas de baúles, a babor y estribor, que hacían las veces de bancadas. La cubierta bajo sus pies estaba formada por tablones un tanto sueltos, lo que hacía que fuera más fácil levantarlos y acceder a la sentina para almacenar cosas o para achicar agua. Cada pocos pasos Thorgrim sentía cómo se movían los tablones.
—Arinbjorn, te felicito por habernos hecho regresar sanos y salvos y por un viaje provechoso —dijo Thorgrim acercándose al jarl y extendiendo la mano. Arinbjorn se la estrechó agradecido. A cada lado, los hombres del Cuervo negro agarraban la regala, pugnaban contra el barro y tiraban de la elegante embarcación para subirla a la orilla del río.
—Tú también, Thorgrim Lobo Nocturno. Te doy mi más sincero agradecimiento por todo lo que has hecho en este viaje. —Las palabras parecían sinceras, y Thorgrim supuso que lo eran.
No cabía duda de que Arinbjorn estaba en verdad contento de haber vuelto, con su barco, sus hombres y la reputación prácticamente intacta, así como un poco más rico.
—En cuanto al provecho, sí, supongo que será rentable —siguió diciendo Arinbjorn—. A ver qué obtenemos por los esclavos, y lo que vale el miserable botín que hemos reunido. Me aseguraré de que tu parte y la de Harald os sean entregadas en cuanto se haya hecho inventario.
—Gracias. Ambos estamos muy agradecidos por la oportunidad que nos has brindado —dijo Thorgrim, pero Arinbjorn agitó la mano como si quisiera espantar las palabras—. También está el asunto —continuó Thorgrim— del regreso a Noruega. Creo que en ningún momento he ocultado mi deseo de volver a mi granja de Vik.
—¡Sí, sí, por supuesto! —dijo Arinbjorn con entusiasmo—. Volver a Noruega sigue siendo mi intención. Tengo esposa e hijos, ¿sabes? Y los echo mucho de menos. En cuanto hayamos arreglado todo este asunto, hablaremos de nuestro regreso a casa.
El jarl esbozó una amplia sonrisa, estrechó de nuevo la mano de Thorgrim y con la otra le propinó unas amistosas palmadas en el hombro.
—Gracias, Arinbjorn, me quedo mucho más tranquilo —dijo Thorgrim, aunque era mentira. En realidad estaba enfermo de desesperación. Porque, hasta donde podía adivinar, no tenía más elección que ponerse en manos de Arinbjorn Diente Blanco, y Arinbjorn Diente Blanco era sincero como una serpiente.