«Quien blande el hierro debe estar en pie temprano
para ganarse la riqueza con sus rugidos…».
Saga de Egil
Fue un grito, un aullido a pleno pulmón, el que despertó a Thorgrim. Giró sobre sí mismo y dejó caer la mano sobre la empuñadura de Diente de Hierro. Casi chilló al sentir la punzada lacerante de la herida del costado. Y entonces oyó la voz tonante de Jokul.
—¡Harald! ¡Has vuelto, muchacho! ¡Qué excelente noticia! Ahora que estás descansado… hay mucho que hacer, ya sabes. ¡Ah! ¡Thorgrim Ulfsson! ¡Me alegro de verte a ti también, no lo dudes! Me dicen que ha sido una buena expedición, mucho botín, eso dicen. ¡Almaith, maldita zorra haragana, hazles a estos hombres algo de desayunar!
Thorgrim volvió a acomodarse en la cama lentamente; estaba convencido de que se le había vuelto a abrir la herida, aunque no sintió que la calidez de la sangre le recorriera la gasa con la que Almaith se la había cubierto. Se le pasó por la mente que el descanso del que había disfrutado en el campamento, en el campo de batalla, había sido más reparador y sosegado que el que era capaz de encontrar en el espacio que alquilaba.
A través de los ojos entreabiertos miró hacia la ventana que daba a la calle. Los primeros destellos de un alba clara podían adivinarse hacia el este, y en algún lugar de la calle empezaba a cantar un gallo. Miró a Jokul. El hombre no solo roncaba como un oso, parecía un oso, con esos brazos descomunales después de una vida blandiendo el martillo, la barriga ancha, fruto de una vida dedicada a comer y a beber bien, y una barba negra que le cubría la cara como un arbusto que no hubiera sido podado en generaciones. Thorgrim miró a Harald. Por increíble que pudiera parecer, el muchacho ni se inmutó ante la entusiasta bienvenida de Jokul.
Jokul cruzó la habitación y movió a Harald con la punta del pie.
—¿Me has oído, muchacho? ¡Hay mucho que hacer!
—Está agotado —dijo Thorgrim gruñendo y con la voz quebrada—. Ha sido una noche larga. Muchas noches largas. No creo que vayas a conseguir que se mueva.
—¡Tonterías! ¿Un chico como este, fuerte como un caballo? Estos siempre están dispuestos.
Entró Almaith en la estancia con yesca y con un manojo de pequeños trozos de leña en los brazos. Dejó caer su carga en el hogar y atizó las brasas con un palo largo.
—Deja que el muchacho duerma, Jokul —dijo ella reprendiéndole—. Ya sacarás de él bastante trabajo, de eso no me cabe duda, pero ahora deja que duerma.
El herrero la miró con desprecio, pero se abstuvo de decir palabra. Muchas veces Almaith decía tantos improperios como recibía, y eso a Thorgrim le gustaba. Siempre le había gustado, incluso antes de que tuvieran su momento, en las horas oscuras.
El noruego dejó que su mirada permaneciese fija en el rostro de Jokul, para ver si había en él algún destello de sospecha, pero no había más que su habitual mal humor. El herrero gruñó, dio media vuelta y salió de la habitación.
Almaith avivó las llamas y colgó una olla de hierro sobre ellas. El potaje que contenía no tardó en entrar en ebullición, llenando la habitación de un olor cálido y delicioso que sí logró despertar a Harald. Se incorporó, miró a su alrededor con cara de tonto hasta que supo dónde se encontraba, se restregó los ojos y se estiró. Thorgrim seguía en la cama, un lujo poco común. No tenía ninguna razón, ninguna en absoluto, para levantarse de debajo de la capa de pieles. Darse cuenta de ello le produjo perplejidad. No había nada que se requiriese de él aquel día. Era a la vez reconfortante e inquietante.
—¿Qué tal la herida? —preguntó Almaith en un tono neutral.
—Mejor. Creo que ha dejado de sangrar —dijo Thorgrim.
—Bien. Te has librado de mi aguja.
—Ah, no hace falta —dijo Harald—. Yo mismo le cosí en Cloyne. Está bien cosido, no creo que se le vaya a abrir.
Thorgrim asintió.
—Así es, lo hizo —dijo.
El portentoso cosido de Harald ya se había abierto varias veces, pero Harald, por lo visto, ya se había olvidado.
—Sí, bien hecho —dijo Almaith.
Sirvió el potaje en un cuenco de madera poco profundo, se volvió a Harald y le dijo algo en irlandés. Habló lentamente y Harald se tomó un instante para descifrar lo que le decía, luego respondió también en irlandés. Thorgrim sonrió. Aquel interés en el idioma era toda una sorpresa. Carpintería, herrería, navegación… A Harald le gustaba aprender esas cosas, y lo hacía rápido, pero los aspectos más académicos del saber siempre le habían resultado poco atractivos.
Almaith respondió, una vez más en irlandés, y le entregó el cuenco a Harald, que lo cogió, dio las gracias y hundió en él la cuchara. Thorgrim se incorporó. Los restos de la túnica le colgaban del hombro. Se los retiró a un lado con cuidado y dejó que cayeran.
—Esta es de Jokul, seguro que te sirve. —Almaith le lanzó una túnica—. Ya he empezado a coser una para ti.
—Gracias —dijo Thorgrim. Se puso la prenda por la cabeza. El lino era blanco y de una excelente calidad. Jokul ganaba bien de dinero con su negocio.
Jokul volvió con la boca abierta, dispuesto a decir algo. Vio a Thorgrim, frunció el ceño, abrió la boca de nuevo para hablar, pero, una vez más, calló. Desde el exterior llegaba por la ventana un sonido de arañazos acompañado de una especie de chillido de ratón, solo que rítmico.
—¡Por el martillo de Thor! ¿Qué es eso? —preguntó Jokul; se volvió y fue hacia la puerta.
Harald le vio marchar, bajó la mirada hacia su potaje y luego otra vez a Jokul, claramente indeciso entre el hambre y la curiosidad, pero cuando Thorgrim se puso en pie y se dirigió a la puerta, con la túnica flotando a su alrededor, Harald le siguió.
En realidad Thorgrim tenía una idea bastante clara de lo que era ese sonido, y supuso que sería conveniente intervenir antes de que a la sangre le diera por brotar. Dedujo por el aullido de indignación de Jokul que estaba en lo cierto. Caminó descalzo por el camino de troncos de Harald hasta la zona de trabajo que había ante la vivienda. Jokul agitaba las manos al aire haciendo lo posible por superar su rabia para poder enlazar unas palabras. Starri el Inmortal estaba sentado junto a la rueda de piedra de afilado. El pesado armatoste giraba. Starri estaba afilando una de las espadas de Jokul. Volaban las chispas dando lugar a cientos de arcos de luz anaranjada.
—¿Quién, en el nombre de Odín, eres tú? Maldito enano… —consiguió articular Jokul.
El herrero bajó los brazos y sus manos se convirtieron en puños. Thorgrim se acercó y se metió entre el herrero y Starri.
—Jokul, este es Starri el Inmortal. Estuvo con nosotros en Cloyne. Ha pasado la noche aquí fuera. Con la aprobación de Almaith.
—¿Y qué se cree que está haciendo? —farfulló Jokul escupiendo por la boca.
—Afilando —dijo Starri—. Buena hoja. ¿Es tuya?
—¿Mía? ¡La he hecho yo, si te refieres a eso! —rugió Jokul.
Starri asintió.
—¿Hecho? Estoy impresionado, herrero. Una hoja muy fina. Buen filo, de los mejores que he visto.
—¡Pues claro que es un buen filo! —aulló Jokul tan alto como antes, aunque el tono un tanto apaciguado por el piropo—. ¿Te crees que soy un maldito aprendiz que hace clavos y goznes? ¡Yo hacía las mejores hojas de Trondheim y ahora hago las mejores de Dubh-linn!
Starri asintió y volvió a hacer girar la piedra. Thorgrim dudó de las palabras de Jokul. Probablemente fuera el mejor herrero de Dubh-linn. ¿De Trondheim? Poco probable. Si lo hubiera sido, jamás habría salido de Trondheim.
—¡Y sé muy bien cómo afilar una hoja! —siguió diciendo Jokul, que empezaba a irritarse de nuevo.
El herrero alargó la carnosa manaza, exigiendo sin palabras que le fuera devuelto lo que era suyo. También sin decir palabra, Starri se la entregó ofreciéndole la empuñadura mientras hacía lo posible por no cortarse con la hoja de doble filo. Jokul cogió el arma y Thorgrim vio cómo, veladamente, comprobaba el corte con el pulgar; vio aparecer la delgada línea roja y una pequeña erupción de sangre que Jokul se limpió en los pantalones.
—Sea como sea, si tienes la absurda necesidad de afilar hojas —dijo Jokul, ahora con más calma—, tengo algunas que entregar a sus dueños de las que te puedes ocupar. —Starri asintió—. Y cuesta un cuarto de onza de plata a la semana quedarse aquí —concluyó Jokul al tiempo que daba media vuelta y volvía a casa.
Almaith, fiel a su palabra y veloz con los dedos, pasó las dos horas siguientes zurciendo una nueva túnica para Thorgrim, hecha de una lana de color azul marino de la que no tenía muchos codos. Thorgrim le aseguró que le pagaría por el coste de la tela y el trabajo. Ella insistió en que no era necesario pagar nada. Él dijo que pagaría de cualquier modo, insistió una y otra vez hasta que ella le espetó que la dejara en paz.
Thorgrim salió fuera; vio a Jokul dándole forma a una barra de hierro y convirtiéndola en una hoja mientras Harald accionaba los fuelles y Starri se afanaba con la piedra de afilar, empujando el hierro rítmicamente contra la rueda mientras su cuerpo vibraba con el trabajo. Parecía estar en trance. Thorgrim volvió al interior. El lujo de la ociosidad no era uno del que disfrutara.
Cuando Almaith casi había acabado la túnica, Thorgrim se la cogió de las manos, a pesar de sus protestas y su insistencia de que no podía salir vestido así, sin un simple bordado decorativo en el cuello o en las mangas.
—Parecerás un mendigo que vaga por la calle —protestó.
—Puede que así algún hombre rico me dé suficiente dinero como para pagar por tu trabajo —dijo mientras se retiraba la túnica de Jokul—. Aunque jamás parecería un mendigo con una prenda tan fina, con o sin bordados. Sea como sea, tengo que ocuparme de un asunto importante —añadió, aunque no era del todo cierto.
Se encaró a ella, vestido tan solo con sus calzas atadas a la cintura, y vio que sus ojos titilaban ante su pecho desnudo y sus brazos. Dado que no soportaba ver a otros hombres trabajar, luchar o hacer lo que fuera sin hacer algo él mismo, no se había vuelto blando, como les había ocurrido a muchos hombres de su edad y condición. Almaith parecía apreciar tal hecho: las curvas simétricas de los músculos en sus brazos, el pecho ancho y las tripas duras.
—¿Y tu herida? —dijo con más dulzura de la necesaria—. ¿No se ha vuelto a abrir?
—No, parece estar sanando.
—Deja que te ayude con la túnica —dijo.
Se puso en pie y cogió la prenda. Examinó la gasa que cubría la herida del noruego mientras le apoyaba la otra mano, con suavidad, en el pecho. Fuera Jokul discutía airadamente con un cliente. Almaith le ayudó a pasarse la túnica por la cabeza, lentamente, para que la herida no se abriera; luego tiró hacia abajo y la atusó con las manos.
—Un trabajo decente —dijo ella frunciendo el ceño al comprobar la holgura de la prenda.
—Un trabajo perfecto. Como la espada de un hombre en su mano.
Thorgrim sonrió. Almaith le puso el cinturón en torno a la cintura y lo ató, no muy prieto. Diente de Hierro le colgaba del costado. Los hombres del norte, la mujer lo sabía, no salían de casa desarmados. Le colgó la capa de los hombros y ajustó las esquinas con una fíbula de bronce que lucía las tres caras estilizadas de unos guerreros.
—¿Y cuál es ese asunto tan importante que te obliga a irte con una prenda a medio hacer?
—Tengo que ver a Arinbjorn.
—¿Arinbjorn? ¿El hombre que ha de apartarte de nosotros?
—Eso dice. Quiero saber si es verdad.
Le dio la sensación de que las palabras se le pegaban a la garganta mientras surgían. Dependía mucho de Arinbjorn, más de lo que le gustaba depender de nadie que no fuera él mismo. Y sabía, casi con certeza, que Arinbjorn no era un hombre en el que se pudiera confiar.
El sol estaba en su cénit y Dubh-linn, lleno de vida cuando Thorgrim salió de casa de Jokul y recorrió el camino de tablones. A pesar de lo que le había dicho a Almaith, solo tenía una vaga noción de hacia dónde se dirigía, salvo por la necesidad de huir de los confines de la casa de Jokul.
Vagó por el mercado. Este no era más que una amalgama de puestos raquíticos de estacas y toldos bajo los que se refugiaban vendedores de carne, verduras, hierbas, pescados, pequeños colgantes de plata, telas, casi todo lo que alguien hubiera podido encontrar en cualquiera de las grandes ciudades portuarias de Escandinavia. Las gentes gritaban en lengua nórdica y en irlandés, también en algún otro idioma. Dubh-linn, que había empezado siendo un longphort, esto es, una fortificación destinada a proteger las embarcaciones que pasaban allí el invierno, se estaba convirtiendo a toda velocidad en un importante mercado, un centro de comercio, de importación y exportación. Dubh-linn ya no era una espina clavada en el costado de los reyes irlandeses, sino una pieza importante en el continuo conflicto por el poder que libraban aquellos que querían unir Irlanda bajo su mando.
A Thorgrim le maravillaba ver a tanta gente apiñada: hombres, mujeres y niños. No era ajeno a las calles atestadas ni a las ciudades con mercado, pero no había esperado encontrarse algo así en Irlanda. Allí había mercaderes, artesanos y granjeros, cerveceros, incluso sacerdotes irlandeses de la fe, cristianos, todos mezclados en el mercado abierto y las calles estrechas de un longphort noruego a miles de millas de Noruega.
Siguió por el camino, sabía a dónde dirigirse. La frustración y el enfado pendían en el horizonte, lo presentía, y no le apetecía ir en esa dirección. Pero tenía que hacerlo.
Arinbjorn Diente Blanco, junto con otros acaudalados jarls y dueños de barcos, se alojaban en las estancias que había en el complejo de Olaf el Blanco, rey de Dubh-linn. El complejo estaba separado de la ciudad por una empalizada de diez pies de alto, y el único acceso lo guardaban dos de los hombres de Olaf. Por lo general se necesitaban una razón y una invitación para cruzar el umbral, pero a Thorgrim le reconocieron al acercarse, y le dejaron pasar sin que se le hiciera ni una sola pregunta. Encontró a Arinbjorn en sus habitaciones. Sobre su mesa había montoncitos de oro y plata que parecían túmulos funerarios. El jarl estaba sentado a la mesa, contando.
—¡Ah, Thorgrim! ¡Bienvenido, bienvenido! —dijo poniéndose en pie—. ¡Eh, tú! —le dijo a una esclava que probablemente estuviera en la habitación contigua—. ¡Hidromiel para Thorgrim! ¡Ve a por una jarra, rápido!
Thorgrim estrechó la mano de Arinbjorn. El cálido recibimiento debería de haberle hecho sentir satisfecho, animado, si no hubiese sido por el hecho de que Arinbjorn saludaba a todo el mundo, y en casi todas las ocasiones, con el mismo entusiasmo. Hizo un gesto hacia la silla. Thorgrim se sentó.
—Esta mañana ha habido mercado de esclavos. Se ha dado bien, Thorgrim, muy bien. Estaba calculando la parte de cada uno de los hombres, la tuya va a ser sustancial. Y no he olvidado mi promesa —añadió, relajando el tono de voz—. Tres partes para ti y para Harald, dos para los que te acompañaron en Cloyne.
Thorgrim agitó la mano con desdén. Si Arinbjorn hubiera dicho que se quedaba con toda su parte para pagar la vuelta a casa, Thorgrim no se habría negado, a condición de que partieran al día siguiente.
—Te lo agradezco, Arinbjorn, pero vuelvo a decir que no es necesario. He venido a interesarme por tus planes. Por saber adónde piensas dirigirte.
—Estoy en ello. ¡Eh, tú! ¿Dónde está ese maldito hidromiel? —La última frase la dijo mirando a la puerta, y las palabras hicieron que surgiera una esclava aterrada con una jarra en la mano. El hidromiel se derramaba en el suelo, dada la prisa de la muchacha.
—¡Maldita idiota! Es asombroso que estos irlandeses cuesten tanto en los mercados de esclavos, malditos idiotas. El país al completo. ¿Por dónde iba?
—Los planes que tienes.
—Sí, es verdad. Es verdad. Mis planes. Los carpinteros están dándole un repaso al Cuervo negro. Lo hemos sacado del mar con rodillos. El casco necesita atención. Hay que prepararlo para hacerse a la mar. Dentro de una semana o así, supongo. Y entonces nos pondremos en camino. No creo que vaya a surgir ninguna oportunidad que nos haga permanecer aquí por más tiempo.
Thorgrim hizo lo posible por mantener un rostro inexpresivo, pero Arinbjorn era un observador demasiado astuto, y le estaba mirando con tal atención que no se le hubiera escapado ni la insinuación de una mueca.
—¿Qué? ¿Qué es lo que te preocupa?
Thorgrim dio un buen trago, tanto para organizar sus pensamientos como para saciar su sed.
—Los carpinteros… —dijo al fin—. Conozco a esa calaña. En cuanto den con un poco de madera podrida, encontrarán más y más. No tardarán en destripar la nave por completo, y acabarás teniendo que vender tus tierras para pagar la cuenta. La madera podrida es como el oro para ellos, y harán lo que sea para encontrarla toda.
Arinbjorn asintió.
—Lo sé. Dar con un carpintero honesto es como buscar a un hombre sereno en una casa comunal. Pero sin los trabajos, me temo que el Cuervo negro se desintegraría de camino a casa, y no quiero nadar lo que reste de camino. Sea como sea, tengo a uno de mis mejores hombres supervisando los trabajos.
Thorgrim asintió y dio un largo trago. No avergonzaría a Arinbjorn preguntándole quién era el hombre que supervisaba el progreso de las reparaciones, porque estaba convencido de que no había nadie haciéndolo. Siguió un incómodo silencio, y entonces Arinbjorn le preguntó qué tal estaba Harald. Hablaron un rato más sobre asuntos sin transcendencia, y entonces Thorgrim se excusó.
Salió de las habitaciones de Arinbjorn al recinto exterior. La brisa del océano y los olores del día le envolvieron, pero aún más envuelto estaba en la desesperación que le había producido el encuentro que acababa de mantener. Arinbjorn había dicho dos cosas que le laceraban como látigos.
Los carpinteros eran el primer problema. Rara era la vez que los trabajos no duraban semanas, y era peor aún cuando las reparaciones eran necesarias. Arinbjorn, o su hombre, tendrían que permanecer vigilantes y ser muy exigentes si querían evitar que el Cuervo negro estuviese en dique seco durante semanas, si no meses, pero Thorgrim dudaba que Arinbjorn fuera a estar alerta; también dudaba que tuviera a alguien supervisando.
Pensó en ofrecerse para controlar las labores él mismo, pero conocía a Arinbjorn lo bastante bien como para saber que la oferta sería recibida con una explosiva gratitud y que luego sería ignorada. Arinbjorn ya sentía que le debía algo a Thorgrim, y no pensaba endeudarse más con él.
El otro latigazo había sido el comentario del jarl sobre que no pensaba que fuese a surgir una oportunidad por la que fuera a merecer la pena quedarse. No eran las palabras de un hombre ansioso de llegar a casa. De ninguna manera. Las palabras, de hecho, indicaban que buscaba razones para no hacerlo.
Thorgrim emprendió el camino de vuelta y pasó por el mercado; atravesó el barrio en el que los carpinteros tenían sus talleres, luego el de los fabricantes de peines y el de los joyeros, hacia la orilla del río. El Cuervo negro estaba allí, no muy lejos del lugar en el que habían desembarcado. Su casco reposaba sobre unos troncos redondos. Estaba apuntalado y perfectamente recto. Algunos de los tablones de cubierta habían sido retirados y yacían amontonados en la orilla para que los carpinteros pudieran acceder a las tripas de la nave. No tardarían en empezar a tantear el casco de roble, retirando los tablones que estuvieran podridos como dientes picados. Una vez que empezaran, nunca se sabía cuándo acabarían.
Pero ahora no había actividad en la nave, no había nadie trabajando, lo que invitaba a preguntar cuándo darían comienzo a su prolongada labor.
Dio media vuelta, emitió una especie de suspiro y volvió a recorrer el camino de tablones hacia casa de Jokul. Pensó en la casa comunal, en beber hasta caer desplomado, meterse en otra pelea, quizá, pero se dio cuenta de que aquello que le divertía de joven ya no le entusiasmaba. Quizá se pusiera a afilar espadas con Starri el Inmortal.
Cuando Thorgrim se acercaba, pudo ver que el humo surgía de la fragua de Jokul, pero no había nadie en el recinto que rodeaba la casa, no había nadie trabajando. La rueda de afilado estaba quieta, había una espada posada en la banqueta en la que había estado sentado Starri. Era extraño. Thorgrim entró por la apertura de la valla baja de madera y recorrió el camino de troncos partidos por la mitad. Podía oír voces en la casa. No muy altas, pero sí airadas.
Entró por la puerta y pudo ver, en la gran estancia, junto al hogar, a Almaith, Jokul y el resto. Starri fue el primero en verle.
—¡Thorgrim! ¡Aquí! ¡Aquí! —El berserker parecía estar bailando de un pie a otro y sus manos se movían como mariposas—. ¡Te estábamos esperando!
Thorgrim dio unos pasos más. Harald estaba sentado junto al hogar. Sonreía, pero también parecía confundido y un poco impactado, como si hubiera recibido un golpe en la cabeza. A su lado había una persona sentada: parecía uno de esos hombres de Cristo, uno de esos sacerdotes cristianos. Pero cuando la persona alzó la mirada, Thorgrim pudo ver que no era un sacerdote, de hecho, ni siquiera era un hombre. Era una joven que lucía una lujosa mata de pelo castaño y ojos marrones que brillaban como la luz del sol en el acero. Sonreía con recato, mostrando levemente una dentadura blanca. Era bella. Thorgrim sintió que el corazón se le desplomaba y que el estómago le daba un vuelco. No sabía quién era, ni qué quería, pero sintió la certera corazonada de que su proyectada huida de Irlanda se acababa de complicar en extremo.