«Una raza pagana… te llevará cautivo
de tus tierras y te ofrecerá a sus dioses».
Profecía irlandesa del siglo ix
Le despertaron el golpeteo, el movimiento y el dolor. Mucho dolor. Le dolía todo el cuerpo. Fue lo primero de lo que se dio cuenta.
Lo siguiente que sintió fue que estaba boca abajo y que le costaba respirar. Aunque aún no sabía dónde se encontraba. Abrió los ojos. La noche era oscura, pero había luz suficiente como para ver pies y piernas y el embarrado camino de tablones. Colgaba del hombro de un hombre. Brigit nic Máel Sechnaill había sido raptada por los fin gall, por los paganos.
La cabeza le daba vueltas, sus pensamientos eran confusos, pero ahora podía recordar la pelea, a Almaith abriéndole la cabeza a uno de esos bastardos con la barra de hierro, a ella misma atacando con el hacha y fallando. Recordaba un puño enorme dirigiéndose al costado de su cabeza, el terror gélido, cómo había sido incapaz de moverse. Y ya no recordaba más.
Giró la cabeza a un lado, luego a derecha e izquierda. Podía ver a otros cuatro hombres; caminaban apiñados hacia lo que creía que era la orilla del río, donde atracaban los barcos o los subían a tierra. Eso no presagiaba nada bueno.
«Barcos no… —pensó vagamente—. No puedo permitir que me suban a un barco…». Quién sabía qué destino le esperaba en cuanto desaparecieran en el horizonte. Nadie volvería a saber de ella. Era lo que pasaba con los barcos.
Convirtió su mano en puño y golpeó la parte trasera del muslo de su raptor: era el único sitio donde podía golpear, pero no surtió ningún efecto. Sus puñetazos eran débiles e inocuos. El hombre que cargaba con ella ni siquiera se inmutó.
«Maldición, maldición…». Entre los botes, las sacudidas y el esfuerzo por respirar, le estaba resultando imposible pensar con claridad. Destensó el cuerpo, confiando en que así fuera más difícil cargar con ella, en que no fuera tan incómodo, en poder pensar.
No sirvió de nada.
El fin gall de cuyo hombro colgaba gritó algo a la oscuridad. Brigit no pudo entender las palabras, pero el tono era imperativo, una orden, dada sin lugar a dudas a los hombres de una nave cercana. La orden de hacerse a los remos, de llevársela al mar.
Sintió un acceso de pánico y empezó a golpear de nuevo las piernas del hombre, pero su esfuerzo, una vez más, no sirvió de nada. Le pareció que sus captores apretaban el paso un poco. Oyó otra voz, en la distancia. Un hombre a bordo de un barco, seguro, informando de que todo estaba listo.
Pero no. La voz llegaba de otro sitio, del lugar de donde procedían. Aguzó el oído. A lo lejos, leve, pero allí estaba. Conocía esa voz.
—¡Brigit! ¡Brigit!
«¡Harald!».
El hombre que cargaba con ella también lo oyó. Se detuvo en seco, ladró una orden a los guerreros que lo rodeaban y estos también se pararon. Al unísono, todos se volvieron para mirar camino de tablones arriba, hacia el lugar por donde habían venido. Brigit se retorció también para poder ver. Estaba oscuro, pero había luna más allá de las nubes que daba la luz suficiente como para distinguir a un pequeño grupo de hombres que venían en su busca. Pudo reconocer el cuerpo ancho y poderoso de Harald.
Había llegado a Dubh-linn con la intención de utilizarle para sus fines. Se había olvidado de lo guapo que era. Se había olvidado de su incólume lealtad y de su fuerza. Pero en el poco tiempo que llevaban juntos se había acordado de todo aquello, y de la inexplicable atracción que sentía hacia él, la misma que la había conducido a la situación en la que ahora se veía envuelta. Y, una vez más, había sido débil, y le había acogido en su cama.
Lealtad y fuerza. Ese era Harald en esencia. Y entonces, al verle cargar por el camino de tablones, aullando su nombre, pensó que jamás había agradecido tanto esas cualidades.
—¡Harald! ¡Harald! ¡Aquí! ¡Estoy aquí! —gritó, y como recompensa a su esfuerzo recibió un impacto en la cabeza. Pudo saborear la sangre en la boca, pero estaba dispuesta a arriesgarse a recibir otra patada si eso hacía que aumentasen las probabilidades de que Harald pudiera rescatarla. Abrió la boca para chillar de nuevo, pero el hombre que la llevaba dio media vuelta, siguió caminando hacia el río y volvió a rugir otra orden en ese idioma nórdico, desagradable y gutural. Empezó a correr, y los hombres a su alrededor le imitaron.
«¡No, no, no, no!», pensó Brigit. Si alcanzaban la nave antes de que Harald llegara hasta ella, estaría perdida. Si se hacían a la mar con ella, no creía que fuera a ver otro amanecer.
Una vez más golpeó las piernas del hombre, pero la cercanía del rescate empezaba a aclararle las ideas. Dejó de afanarse en algo tan inútil y giró el cuello. Pudo ver al hombre que corría a su lado, al menos de cintura para abajo. Pudo ver su espada rebotando en su pierna mientras corría.
«La espada…». El cerdo que cargaba con ella también debía de llevar espada. Todos las llevaban. Se retorció hacia el otro lado, un movimiento extraño y difícil, y giró a medias el cuerpo a la altura de la cintura. Sus músculos abdominales ardían por el esfuerzo, pero sus ojos dieron con lo que buscaba: la empuñadura de la espada del hombre que asomaba de su cinturón.
El sujeto había estado caminando deprisa, pero ahora corría, y el bamboleo y los botes eran mucho peores de lo que lo habían sido hasta entonces. Brigit alargó la mano derecha, intentó coger la empuñadura, sin éxito: las zancadas de su captor consiguieron dejarla sin respiración. Volvió a intentarlo. Estaba muy cerca. Pulgada a pulgada acercó la mano, intentó mantenerla firme a pesar de los botes. Podía oír a Harald, que aún gritaba su nombre y que cada vez estaba más cerca.
Y en ese momento el hombre de su izquierda vio lo que pretendía. Gritó, fue a detenerla, y Brigit se lanzó a por la empuñadura. Sintió que sus dedos se enroscaban en torno a la funda de cuero y tiró de ella hacia sí. La vaina se volteó hacia delante como una especie de ariete mientras Brigit tiraba del arma.
El hombre que corría a su lado la cogió del brazo e intentó arrancarle los dedos de la espada. Mientras lo hacía, el que cargaba con ella se dio cuenta de que pasaba algo y se volvió para ver qué ocurría, apartando la espada del alcance de su compañero. Brigit contorsionó el cuerpo y, gruñendo, sacó la espada de la vaina. La hoja empezó a rebotar en el camino mientras la muchacha intentaba aferrarla en un ángulo imposible. Los hombres dejaron de correr. Gritaban en su idioma.
Brigit, aún colgada del hombro de su raptor, solo veía pasar el camino de tablones y los pies del hombre que la llevaba. Este giraba a un lado y a otro sin saber lo que la muchacha estaba haciendo. Apareció otro par de pies, unas manos que intentaban agarrarla, y ella agitó la espada como pudo para apartarlas. Hizo un barrido para alcanzar los pies de su secuestrador, pero la espada era demasiado larga y la postura, demasiado difícil. No logró más que hacer que la hoja le rebotara en los pantalones.
Lanzar tajos era inútil, así que agarró la empuñadura con ambas manos, tiró de ella hacia arriba y luego le lanzó una estocada directa a los talones, como si estuviera cazando un pez. Funcionó. La punta de la espada rozó los gemelos del hombre y se le enganchó en la bota. Entonces Brigit empujó y sintió cómo el metal se hundía en la carne y tocaba hueso.
El danés aulló y se volvió de nuevo. Brigit tiró de la espada para liberarla y se la metió entre las piernas. Quiso hacerla llegar hasta el escroto del sujeto, pero antes de que pudiera hacerlo, las piernas de este tropezaron con la hoja y trastabilló. Intentó recuperar el equilibrio, pero entre la herida del pie, la espada entre las piernas y el peso de Brigit en el hombro, no lo logró. Brigit sintió que el danés caía de bruces y se preparó para el impacto. Ella colgaba de su hombro derecho y, por suerte, el hombre se desplomó hacia la izquierda, por lo que, en vez de caer sobre ella, fue la cintura de la muchacha la que cayó sobre su cabeza cuando chocaron contra el camino de tablones.
Brigit pudo sentir que el borde del escudo se le hundía en el costado al golpear el suelo. El hombre gruñó, Brigit rodó hacia un lado y, milagrosamente, logró mantener la espada mientras se ponía en pie. Nunca había recibido entrenamiento con las armas, tal y como era de esperar, salvo por aquellas veces cuando jugaba con su padre y con otros hombres de Tara con espadas de madera, aunque el tacto de un arma en las manos no le era extraño. La sostuvo con dos manos para compensar su falta de fuerza mientras daba pasos atrás.
Pudo ver la confusión en los ojos de sus captores. La situación estaba cambiando por momentos. El hombre que había estado al mando yacía tendido en el camino y apenas se movía. Entonces uno de ellos desenvainó, y a este le imitaron los demás: cuatro destellos, cuatro espadas en guardia.
El hombre de su izquierda dio un paso tentativo hacia ella, con la espada por delante. Con un gruñido de dolor y esfuerzo, Brigit describió un arco con la espada; ambas hojas chocaron y la muchacha logró desviar la de su atacante. Acto seguido, echó a correr en dirección opuesta.
Corrió tan rápido como le fue posible, camino de tablones arriba. Vio a Thorgrim, a Harald y al demente cuyo nombre no recordaba corriendo también hacia ella. A su espalda oyó más gritos en lengua nórdica, luego el sonido de hombres a la carrera tras ella. Intentó apretar el paso, pero cada uno de los músculos de su cuerpo parecían gritar agónicos en protesta. Sintió una mano en el brazo, un agarre poderoso. Intentó dar un tajo con la espada, pero no logró alcanzar su objetivo. Los dedos apretaron hasta casi aplastarle el brazo. Gritó la única palabra que le venía a los labios, la única que ahora le daba esperanza y consuelo.
—¡Harald!
Correr no era el fuerte de Harald Thorgrimson. Sus músculos eran fuertes, pero eso también significaba que era corpulento, y las cosas que se le daban bien, como luchar, fabricar cosas o remar, servían para fortalecer sus brazos, no la presteza de sus pies. Jadeaba mientras daba zancadas por el camino. Había visto hombres que parecían flotar al correr, pero él no era de esos. Cada pisada hacía que se le resintiera todo el cuerpo en su carrera colina abajo.
Pero ahora podía verla, y eso le impulsaba. Cada zancada le acercaba a ella. Cada paso le aproximaba a los cerdos que se la habían llevado al filo de su espada.
Tanto su padre como él corrían a una velocidad pareja, pero Thorgrim estaba exhausto después del combate, además de herido, y le estaba costando mantener el ritmo. Starri el Inmortal era rápido, y aunque estuviera unos pasos por delante, a Harald le daba la impresión de que no estaba corriendo tan rápido como podía por no dejar atrás a sus acompañantes.
Con la cabeza abotargada y respirando con dificultad, Harald intentó ver lo que estaba ocurriendo. Cinco hombres, uno de los cuales cargaba con Brigit, corrían hacia los embarcaderos. Se habían detenido un instante al oír que los perseguían. Pero acto seguido volvieron a correr, a alejarse. Era evidente que pretendían llegar a una nave, y si lograban subir a Brigit a bordo y zarpar, la perdería para siempre.
Entonces, de pronto, todo cambió. Por alguna razón que Harald no acertó a ver, los hombres se detuvieron. El cabello de Brigit se convirtió en un matojo castaño y salvaje cuando el danés que cargaba con ella se giró a la derecha y luego a la izquierda. Y Brigit y su captor cayeron juntos sobre el camino de tablones. Y entonces Brigit se puso en pie, con una espada en las manos, y echó a correr hacia él.
—¡Harald!
La desesperación y el terror en su voz fueron como un puñal que se le incrustara en las entrañas. Harald casi estaba allí, a cincuenta pasos, pero ahora otro de los daneses la aferraba del brazo y tiraba de ella.
—¡Starri! —gritó Harald como pudo, falto de aliento—. ¡Detenlos, te lo suplico!
Starri asintió y salió disparado camino abajo dando zancadas de ciervo, tal y como Harald creía que era capaz de hacer. Con el hacha y la espada corta en la mano, emitió su alarido berserker al acortar distancias. Harald pudo ver que los daneses se quedaban congelados, vio escudos y espadas y hachas listas para el combate: los hombres se preparaban como los marinos que se agarran con vigor a la regala cuando el oleaje es fuerte.
El hombre que tenía a Brigit cogida del brazo parecía estar esperando a que Starri se detuviera a luchar, y eso hubiera sido lo más lógico, pero no era así como pensaba el berserker. Starri cargó con su hacha describiendo un gran círculo delante de él, golpeando la espada del danés y desviándola a un lado. Saltó desde el camino de tablones y cayó sobre el hombre con los pies por delante, como si estuviera trepando por él. Harald vio que el danés se tambaleaba e intentaba dar una estocada hacia arriba con la espada, pero fue demasiado lento. Con un solo movimiento, Starri le derribó de una patada y le usó de trampolín para abalanzarse sobre el que venía detrás. Una vez más, cayó con los pies por delante, aunque el destinatario del ataque llevaba escudo y logró alzarlo para detener el impacto del vuelo de Starri.
El Inmortal cayó al suelo sobre ambos pies, y el hombre del escudo, aunque se tambaleara hacia atrás, no llegó a perder el equilibrio del todo. Consiguió detener el hacha de Starri con la defensa, incluso contraatacó con su espada, pero el berserker esquivó la hoja. De todo esto era testigo Harald mientras recorría el último trecho. Lo único que quería era estrechar a Brigit en sus brazos, envolverla con su cuerpo para protegerla, para servirle de escudo, pero sabía que no podría hacerlo hasta que la amenaza de los hombres armados hubiera sido conjurada. Y ahora las probabilidades eran altas.
Harald se precipitaba colina abajo; más que una carrera, sus zancadas se habían convertido en una caída controlada y prolongada. Tenía bastante claro que sería incapaz de detenerse y adoptar una postura concreta, así que no lo hizo. Centró la mirada en el hombre que había a la derecha de donde Starri se batía con el otro. Aquel esperaba, con el escudo y la espada listos. Harald cargó de cabeza contra él. Llegó girando la espada, tal y como había hecho Starri, desvió el arma de su contrincante, giró y golpeó el escudo con el hombro derecho y con todas sus fuerzas, empotrándose contra este con todo el peso de un cuerpo robusto, de una masa de músculo y hueso que había ido acumulando inercia desde lo alto de la colina.
El impacto detuvo a Harald, que aún trastabilló unos pasos, aunque no llegara a perder el equilibrio del todo. El danés del escudo voló hacia atrás, sus pies superaron la altura de su cabeza al desprenderse estos del suelo. Volvió a caer a cinco pasos de su posición inicial. Aún rodaba cuando Harald recobró el paso, corrió hacia su contrincante, le pisó el escudo y acabó con él, aunque, a juzgar por el ángulo en el que tenía la cabeza, Harald se preguntó si la misma caída había bastado.
Thorgrim y Starri aún se batían, pero sus adversarios estaban retrocediendo. En cualquier momento echarían a correr. Harald lo había visto bastantes veces anteriormente, ya conocía los síntomas. Se volvió para mirar hacia el camino. Brigit estaba allí, con la espada aún en las manos, aunque colgando, como si de pronto se hubiera vuelto demasiado pesada como para que pudiera sostenerla. Parecía aterrada, aliviada y agradecida a la vez, y Harald sintió el incontrolable deseo de ir hacia ella y de abrazarla. Y entonces oyó el sonido de hombres que subían desde el río.
Dio media vuelta. Vio antorchas y el destello que producían sobre cascos, espadas y puntas de lanza. Se movían con rapidez. Eran entre diez y quince. El resto de los tripulantes de la nave en la que querían llevarse a Brigit. Harald sintió que se le hundía el corazón y que el estómago se le revolvía. Tan cerca… Habían luchado contra toda esperanza, luego habían perseguido a esos hijos de puta hasta el agua y habían recuperado a Brigit en el último momento.
Y ahora aquellos bastardos se harían con ella, y él, Thorgrim y Starri morirían.
Le dio la espalda al grupo de guerreros que avanzaban y corrió hacia Brigit. La rodeó con los brazos y la besó, y a pesar de la conmoción y del dolor, ella respondió a su beso. Entonces la aferró de los hombros y la giró en dirección opuesta.
—¡Corre! —dijo en un brusco susurro, en lengua irlandesa, tal y como le había enseñado Almaith—. ¡Corre hacia allí! —dijo señalando hacia un lugar oscuro, un espacio estrecho entre dos casas. Thorgrim, Starri y él quizá pudieran contenerlos lo suficiente como para que la muchacha pudiera desaparecer entre las callejuelas y recovecos del longphort.
—No… —dijo Brigit, aunque no parecía muy segura.
—¡Corre! —dijo de nuevo, y le dio un leve empujón; luego dio media vuelta para enfrentarse a la nueva amenaza.
Estaban a unos treinta pasos de distancia, con las espadas desenvainadas, desplegándose en semicírculo mientras avanzaban. El hombre contra el que Thorgrim había estado luchando yacía tendido en el suelo. El noruego se había hecho con un escudo que había encontrado, a saber dónde, y ya se preparaba para enfrentarse a la horda que se le echaba encima.
«Tendría que haber cogido el escudo del tipo ese —pensó Harald al acordarse del danés al que había derribado—. Demasiado tarde…». Thorgrim parecía preocupado; su mirada iba de uno lado a otro, daba pequeños pasos atrás a medida que los daneses avanzaban.
Starri el Inmortal, en cambio, sonreía, sonreía con ganas y le daba vueltas y vueltas al hacha en la mano. Su mirada recorría la línea de guerreros como el hombre hambriento que, ante un suculento banquete, no sabe por dónde empezar. Asentía para sí, y empezaba a bailar apoyándose sobre un pie y luego sobre otro.
Un extraño silencio se apoderó de la escena cuando los hombres armados se fueron aproximando. Los daneses quizá pensaran que tenían las de ganar, pero Harald supuso que los cuerpos sin vida esparcidos por el suelo les darían qué pensar. Se tomarían su tiempo, avanzarían con cautela.
Entonces, desde la oscuridad, a su espalda, el silencio se vio rasgado por un aullido, un aullido animal, como el de un lobo, solo que peor, agudo, chillón, retorcido, que hizo que Harald diera un salto y se le erizara el vello. A ese aullido se unió otro, y luego otro. Harald miró rápidamente a un lado y a otro, sin saber cuál era la peor amenaza de las dos.
Miró a Starri. El berserker también parecía confundido, pero al instante siguiente Harald vio en su rostro un gesto de comprensión. Su sonrisa desapareció y gritó:
—¡No, no, no, no, no, no!
Harald dio media vuelta hacia la nueva amenaza. Si había algo que pudiera infundirle terror a Starri, era mejor no tenerlo a la espalda. A la luz de las antorchas, corriendo, saltando, chillando, brincando, llegaba Nordwall el Bajo, descamisado, a la cabeza de diez berserkers, algunos vestidos como él, otros con menos ropa aún. Sus armas desprendían destellos. Bajaron por el camino de tablones como una inundación, bordearon a Harald, a Thorgrim, a Starri y chocaron contra los daneses, que se aprestaron al impacto. Y los daneses cayeron, como juncos secos.