«Quienquiera que abra una puerta
asegúrese de que no hay enemigos
escondidos detrás de ella».
Antiguo dicho nórdico
Si Thorgrim, o en especial Harald, hubieran resultado heridos por los hombres de Morrigan, Ornolf Hrafnsson habría echado Tara abajo a dentelladas. Pero, dado que ninguno de los dos había sufrido ningún daño permanente, y teniendo en cuenta que a Ornolf le traían sin cuidado los otros hombres que habían acabado prisioneros, el viejo rugió a carcajadas y se burló de ellos mientras le relataban la historia.
—¡Ja! ¡Mi valiente y avispado yerno! ¡Derrotado por un cerdo! —proclamó—. ¡Aunque, si el cerdo hubiera estado vivo, quizá la pelea habría sido justa, pero, por los dioses, Morrigan tuvo el detalle de matar al bicho antes!
Thorgrim sonrió con desgana y dio otro buen trago a su jarra de hidromiel, que Ornolf se había encargado de traer por barriles, junto con cerveza e incluso algo de comida. Sabía que sería inútil dar explicaciones. El hecho de no haber estado al mando de la expedición, de haber avisado a Arinbjorn, de haber salvado al puñado de hombres que habían logrado huir no le importaba lo más mínimo a Ornolf. Menos aún ante la posibilidad de pasarlo bien.
Thorgrim tampoco tenía nada que decir en su defensa, porque Harald, que era demasiado joven e ingenuo como para darse cuenta de lo absurdo que resultaba dar explicaciones, las estaba dando por él, refutando cada uno de los comentarios jocosos de su abuelo, solo para ver sus palabras descartadas como huesos de pollo. Pero si había alguien que podía discutir con Ornolf, ese era Harald, porque el viejo no hubiera tratado a nadie con tanta consideración.
Bebieron más y se lanzaron a por el cerdo asado en cuanto estuvo listo.
—Cuidado, Thorgrim, no dejes que este te supere también —le advirtió Ornolf a su yerno mientras con la daga cortaba un buen trozo de carne.
Harald no estaba seguro de que pudiera volver a comer cerdo asado, pero su juvenil apetito acabó por superar cualquier asociación negativa y se abalanzó sobre la carne como el joven voraz que era.
Thorgrim estaba más que deseoso de hacer la pregunta obvia: ¿qué hacía Ornolf allí? Pero sabía que no obtendría respuesta hasta que el viejo oyera todo lo que quería oír. Así que cuando el relato de su huida de Tara concluyó, Thorgrim preguntó:
—¿Que por qué estoy aquí? Para salvar vuestros malditos pellejos —explicó Ornolf—. Es evidente que esta expedición era una estupidez, ya lo dije en Dubh-linn.
—¿Entonces por qué no viniste con nosotros? Podrías haber desempeñado el papel de padre omnipresente desde el principio sin esperar a que la estupidez de Arinbjorn nos metiera en ese lío.
—Era la expedición de Arinbjorn. Si hubiera navegado con vosotros, habría tenido que ponerme a las órdenes de Arinbjorn. Por el contrario, si aparecía después, estaría aquí por derecho propio.
—Esa es otra —dijo Thorgrim—. Veo que dispones de una nave. ¿De dónde demonios la has sacado?
—Pues es el barco de los daneses que intentaron raptar a la irlandesa. ¿Recuerdas? Tú y tu amigo el berserker casi los matasteis a todos. Entendí que el barco era parte de vuestro botín, y, dado que sigues a mi servicio, y a pesar de lo engreído que te has vuelto, era mi derecho hacerme con él.
Thorgrim asintió. El argumento no era del todo sólido, pero no carecía de cierta lógica. No se le había ocurrido pensar que el barco de los daneses pudiera ser suyo por derecho. Y el hecho de que Ornolf se hubiera hecho a la mar con él servía para legitimarlo, con lo que ahora tenía los medios para volver a Vik sin necesidad de estar en deuda con nadie. Esto último dio lugar a una cascada de sensaciones que se le agolparon en la mente una tras otra.
—Vine tan rápido como consideré posible —continuó Ornolf, interrumpiendo la riada de pensamientos de Thorgrim—, pero te seré sincero: no creí que fuerais a perder todo el ejército menos de medio día después de haber llegado.
—Subestimas la estupidez de Arinbjorn Diente Blanco.
—Puede ser. Pero creo que parte del problema reside ahí —dijo, señalando con su inmensa barba hacia Brigit, sentada, ensimismada, en un barril de cerveza. Harald se había excusado para unirse a ella. Thorgrim y Ornolf podían verle hablar animadamente con ella mientras la muchacha fingía escuchar.
—Harald —siguió diciendo Ornolf— está pensando con esa parte del cuerpo con la que piensan los jóvenes, y no es su cerebro.
—En eso tienes razón. No hay duda. Pero la princesa parece haber embrujado también a Arinbjorn. Fue ella la que le convenció para llevar a cabo esta expedición contra Tara, no Harald. Tendrías que haberle visto cuando remontamos la costa. Creí que iba a empezar a restregarse contra su pierna.
Ornolf rio a carcajadas y con ganas ante la chanza. Cuando dejó de reír se dirigió a Thorgrim con el gesto más serio.
—Entonces ¿qué hacemos ahora? Entre mis hombres y la guarnición que dejasteis aquí y los hombres que habéis traído de Tara, tenemos a unos noventa en condiciones de combatir.
—No creo que tengan más en Tara, y si los tienen no son muchos —dijo Thorgrim—. Deberíamos darles lo suyo si salieran a luchar.
—¿Crees que lo harán?
—No. ¿Por qué iban a hacerlo?
Ornolf asintió. Efectivamente. ¿Por qué iban a hacerlo? Morrigan había derrotado a todo el ejército vikingo sin que uno solo de sus hombres levantara un arma. ¿Por qué iba a arriesgarse ahora a enfrentarse a un enemigo más allá de las murallas del fuerte?
Cualquier cosa que Ornolf hubiera querido decir al respecto quedó interrumpida por unas voces cercanas. Los dos hombres se volvieron. Ahora Brigit estaba de pie, le hablaba a Harald en alto y con dureza, señalándole con el dedo para afirmar su postura. El muchacho, por su lado, parecía confundido, en parte por su pobre dominio del irlandés, pero sobre todo por una ira repentina a la que no estaba acostumbrado. Hasta parecía tener un poco de miedo.
—¡Ja! —rugió Ornolf—. ¡El chaval no sabe nada sobre las mujeres! Mírale, le fustigan con la lengua y no sabe lo que hacer. ¿Acaso no ha visto a su abuela completamente fuera de sí varias veces? ¿Acaso no ha visto a mí ponerla en su sitio como debe hacerlo un hombre?
—Pones a tu esposa en su sitio como lo haría una ardilla con un perro, encaramándote al árbol más cercano tan rápido como te permiten esas piernas peludas.
—A las chicas guapas les gustan las piernas peludas, les encandila verlas —dijo Ornolf, aunque seguía con la atención puesta en la joven pareja. Harald se puso en pie y se encogió un poco, como si creyese que estaba a punto de recibir un golpe, y entonces Brigit dio unas zancadas hacia donde estaban sentados Thorgrim y Ornolf. O, mejor dicho, cargó hacia ellos mientras Harald la seguía con la cabeza gacha.
—Padre, abuelo —empezó a decir Harald—, Brigit quiere haceros una pregunta…
Thorgrim sonrió. No pudo evitarlo. Brigit parecía haber superado la fase de las preguntas. Ornolf, incapaz de contenerse, reía con ganas.
—¿Una pregunta? —gritó—. ¡Cualquiera diría que tiene más de una! ¡Parece que se le haya metido una nutria por el culo!
Muy a su pesar, Thorgrim rio. Harald se sonrojó. Brigit, incapaz de comprender las palabras pero entendiendo que era el blanco del chascarrillo de Ornolf, se enfureció aún más.
—Abuelo, por favor —suplicó Harald—. ¡Se trata de la mismísima vida de Brigit! Quiere saber qué tenéis planeado.
—Sí, Ornolf —dijo Thorgrim—. ¿Qué tienes planeado?
—¿Yo? He venido a ver si podía echar una mano, no a salvar a todo el maldito ejército de Arinbjorn y mucho menos a sentarla a ella en un trono. Dile que se equivocó de persona al pedirle ayuda a Arinbjorn.
Harald hizo lo que aparentó ser una torpe traducción. Brigit escuchó, cruzada de brazos, con los labios apretados y los ojos ligeramente entrecerrados. Cuando respondió, sus palabras surgieron duras, rápidas, y mucho más altas de lo necesario, ya que Harald no estaba a más de un paso de distancia. El joven pidió que le aclarase un par de cosas, o eso supuso Thorgrim, y cuando Brigit volvió a hablar, las palabras fueron lentas y espaciadas, en un tono más bajo, cargadas de amenaza.
—Eh… la princesa Brigit dice que Arinbjorn ha sido un necio, y… dice…, creo…, que fue un idiota al dejarla atrás. Quiere… esto…, exige que volvamos a marchar contra Tara, y esta vez será ella…, creo que ha dicho eso…, será ella la que… lidere. Creo.
Al oír aquello, el humor desapareció del rostro de Ornolf. Se puso en pie, enfureciéndose por momentos como nube de tormenta.
—¿Exige? —dijo—. ¿Exige? Dile a esta maldita zorra irlandesa que aquí ella no exige nada. ¡Nada! ¡No la servimos a ella, y si nos da la gana, zarparemos y la dejaremos aquí para que se la coman los lobos! —Le hablaba a Harald, pero tenía la mirada clavada en Brigit, y le señalaba la cara con un dedo que más parecía una salchicha.
Pero Brigit no se sintió intimidada en lo más mínimo. Convirtió las manos en puños y puso los brazos en jarras, inclinó la cabeza hacia Ornolf y soltó una riada de palabras en irlandés, las cuales, si no estaban cargadas de obscenidades, sin duda lo parecían. Harald intentó seguir la diatriba, pero cada vez parecía más confundido, más incómodo, descolocado por momentos.
—Dice… —empezó Harald para abrir una cuña verbal entre ellos—, dice que comprende que estos sean tus hombres, y que eres libre de ordenar lo que desees… —Entonces Thorgrim le interrumpió.
—Estoy convencido de que es la sensatez encarnada, como tu abuelo —dijo. Acto seguido aferró a Ornolf de su enorme brazo y medio se lo llevó, medio lo arrastró para alejarle de la iracunda princesa irlandesa.
—Mira, Ornolf —dijo cuando se encontraron a una distancia prudencial—. Es evidente que ni tú ni yo, ni nadie salvo Harald tiene ningún interés en que la princesita se siente en el trono de Tara, y creo que no tardará en darse cuenta de que ella no le adora tanto como piensa.
Valoró la posibilidad de compartir con Ornolf que Brigit estaba embarazada de Harald, pero decidió no hacerlo. Solo habría servido para complicar las cosas, y tampoco era que él se lo creyera del todo.
—Sea como sea, hay unos setenta hombres de aquellos que zarparon con nosotros y que ahora son prisioneros de los irlandeses. Son nuestros compañeros. Al menos deberíamos intentar hacer algo por ellos. Si tienes éxito, estarán en deuda contigo. —Ornolf frunció el ceño y no dijo nada, así que Thorgrim hizo valer su argumento de más peso—: Si Brigit recupera el trono, o si al menos tomamos Tara, aunque solo sea por unas horas, el botín podría alcanzar cotas jamás vistas en estas tierras malditas por los dioses.
Al oír esto último, el rostro de Ornolf se iluminó y su ira pareció remitir.
—Cierto, podríamos utilizar a la princesita para nuestros propios fines —dijo, pensando mientras hablaba—, y quizá hasta logremos que ese idiota de Arinbjorn nos pague por su rescate. ¡Muy bien, marcharemos sobre Tara y veremos el daño que podemos causar!
Sin embargo, el entusiasmo de Ornolf no se tradujo en una acción inmediata. Había comido y bebido tanto ese día que emprender el camino no entraba en sus planes. De hecho, a medida que el día iba avanzando, los noruegos se acomodaban más y más. Se bajaron las tiendas de campaña a tierra, se levantaron, se cavaron más hoyos para hogueras y a lo largo del campamento los hombres colocaron troncos que habrían de servir para sentarse. El humo que desprendía la madera quedaba suspendido sobre el claro; al olor de la carne asada se unía el de la bebida. Las risas de los hombres y el tintineo de las armas al ser depositadas aquí y allá le conferían al lugar un aura de permanencia.
Al día siguiente siguieron comiendo y bebiendo. Ornolf reunió a los hombres principales de su eventual partida para plantear la inminente campaña. A esto le siguieron más comida y más bebida, después más planes, y a continuación cánticos estridentes y desafinados. Al fin, a medida que la tarde se iba rindiendo a la noche, y dado que nadie había abandonado el campamento para otra cosa que no fuera aliviarse, Thorgrim comprendió que Ornolf estaba retrasando la operación a sabiendas, en parte para dejarle claro a Brigit que los hombres atendían a los deseos de su suegro, no a los de la princesa, y en parte, así lo creía, sencillamente para fastidiarla.
Thorgrim no sabía si la primera de las intenciones de Ornolf estaba dando resultado, pero la segunda, evidentemente, sí. Brigit pasó el día apartada de los demás, enfurruñada, descargando su frustración sobre Harald cuando este intentaba, necio de él, calmarla. Ornolf no solo estaba disfrutando, sino que también se aseguró de que a Brigit le quedara claro que estaba disfrutando, e hizo lo posible por proyectarse como un hombre que no tuviera intención de ir a ningún sitio en el futuro inmediato.
El día siguiente amaneció encapotado y oscuro; una brisa helada mecía las ramas de los árboles y provocaba un sonido que más parecía una advertencia. Thorgrim llevaba lo bastante en Irlanda como para saber que el embrujo del buen tiempo del que habían disfrutado no tenía precedentes, y ahora cualquiera hubiera dicho que los dioses les harían pagar el doble por tal privilegio.
Thorgrim se arrodilló ante el pequeño altar que había levantado con cantos de río. La desgastada figura de hierro de Thor descansaba detrás de una llama chisporroteante. Le pidió a su dios que protegiera a sus compañeros, más aún a Harald, y que se les permitiese morir como hombres llegado el caso. Se percató de que, en medio de sus plegarias, estaba frotando con el índice y el pulgar la cruz de plata que le diera Morrigan tanto tiempo atrás.
Se puso en pie. Starri el Inmortal estaba allí. Thorgrim no le había oído acercarse. Parecía nervioso. El tiempo lúgubre y la cercanía del enemigo, un enemigo al que no sabía si acabaría enfrentándose, estaban poniendo a prueba sus nervios.
—Thorgrim —dijo. El berserker estaba frotando la punta de flecha partida del mismo modo que Thorgrim lo hacía con la cruz—. ¿Crees que Ornolf ordenará que marchemos hoy? Esto no es bueno; no es buena… tanta espera.
—No, no es bueno —convino Thorgrim, aunque sus razones, sospechaba, no se parecían a las de Starri.
Starri solo quería luchar. Thorgrim quería ganar. Y cada instante que le daban al enemigo para pedir ayuda a otros reyes, para afianzar sus defensas, para hacer solo los dioses sabían qué con los cautivos, alejaba la victoria de sus manos.
—Hablaré con Ornolf —aseguró Thorgrim—. Esta mañana.
Pero al final no fue necesario hacer valer su influencia sobre Ornolf para emprender la marcha. El cálculo de los tiempos por parte del viejo rozaba lo teatral. Este había juzgado, con acierto, que ya había llevado su juego al límite. No era la paciencia de Brigit lo que le preocupaba, de eso Thorgrim no tenía duda. Pero Ornolf no podía negar que los hombres empezaban a inquietarse: cada vez con mayor frecuencia desenvainaban las armas, las afilaban, las volvían a envainar, murmuraban y charlaban en voz baja. Hasta los noruegos tenían un límite cuando se trataba de comer y beber antes de que surgiera la necesidad de pasar a la acción.
Fue justo después del alba cuando Ornolf emergió de su tienda como un torbellino, su cuerpo inmenso envuelto en los incontables codos de tela necesarios para cubrirlo, y con la gran capa de piel de oso que solía llevar cuando el combate era inminente. Había matado a aquel oso en su juventud…, o eso decía. Al principio lo había matado solo con un cuchillo, pero a medida que habían ido pasando los años y la historia había ido ganando en detalles, el cuchillo se convirtió en dientes, y los dientes acabaron convirtiéndose en sus manos desnudas.
—¡Muy bien, puñado de amas de casa y de putas! —rugió para que se reuniera el contingente—. ¡Preparaos para salir dentro de una hora! ¡Marcharemos contra Tara, y les demostraremos a esos asquerosos irlandeses lo que son los hombres de verdad! ¡Harald, ven y ayúdame a abrocharme el cinturón! ¡Buen chico!
Una evidente sensación de alivio recorrió el campamento mientras los hombres comían y bebían antes de ponerse en marcha y preparaban las armas ante la más que probable batalla. No dejaron atrás guarnición alguna. Todos los guerreros iban a ser necesarios. Y no iba a hacer falta mantener vigilada a Brigit, porque esta vez no habría forma de dejarla atrás.
Una vez que todo estuvo listo, los hombres y Brigit se reunieron y empezaron a andar por el sendero, un sendero que a Thorgrim ya se le antojaba familiar. Algunos de los guerreros más rápidos fueron enviados como avanzadilla para prevenir cualquier emboscada, mientras el resto avanzaba por el camino repleto de baches y mullido que recorría campos y bosques.
Llevaban media hora caminando cuando los cielos se abrieron y empezaron a verter sobre ellos agua a cántaros. El suelo, que hacía un instante había estado seco —tan seco como podía llegar a estarlo en Irlanda—, al siguiente no era más que charcos y lluvia que, al precipitarse, bailaba sobre el camino embarrado. El lodo succionaba el calzado y el agua recorría las túnicas, atravesaba las capuchas y las pieles y cualquier cosa que usaran para cubrirse la cabeza en un intento inútil por mantenerse a resguardo de la lluvia.
Siguieron adelante a través de aquel inframundo de lluvia y lodo hasta que los exploradores que habían sido enviados en cabeza informaron de que al otro lado del bosque ya se divisaba el fuerte circular.
—¿Habéis visto a alguien? ¿Hay tropas? —preguntó Thorgrim. La lluvia le caía en la boca al hablar.
—Sí, muchas —dijo el explorador.
—¿Qué?
—Hay muchas. Hay un ejército en Tara. ¿No eso lo que dijiste, hombres de armas?
Thorgrim no respondió. Sí, había dicho que había hombres de armas, pero no creía que los exploradores fueran a verlos. Suponía que estarían a resguardo, al abrigo de las murallas y los edificios.
—Muéstranoslos —dijo Thorgrim, y Ornolf y él siguieron al explorador a la carrera con el resto del contingente a la zaga.
No tardaron en llegar al lugar donde el camino abandonaba el bosque y se adentraba en los campos que ascendían levemente hasta culminar en la colina sobre la que se asentaban las murallas de Tara. Tan solo unos días atrás Thorgrim había visto ese mismo paisaje por primera vez, al lado de Arinbjorn. Tenía un aspecto muy diferente bajo el cielo encapotado y la torrencial lluvia. Se secó el agua de los ojos.
—¡Allí! —dijo el explorador en alto para superar el ruido del aguacero. No señaló hacia el fuerte circular, sino en dirección casi opuesta, al otro extremo de los campos abiertos. Y allí estaban, tal y como había dicho. Tiendas de todos los tamaños. Estandartes ondeando al viento. Thorgrim pudo ver hombres y caballos yendo de un lado a otro.
—¿Son aquellos los hombres de Morrigan? —preguntó Ornolf.
—No —dijo Thorgrim. Los hombres de Morrigan no estarían en el campo cuando disponían de un fuerte muy adecuado.
—¿Entonces quiénes son? —preguntó Ornolf.
—No tengo ni idea —dijo Thorgrim.
Y era cierto. En realidad, al observar el campamento, que tenía capacidad para albergar a un contingente considerable de hombres, se dio cuenta de una cosa. Ornolf y él habían llegado demasiado tarde.