«He blandido una espada teñida de sangre
y una lanza que aullaba;
el ave carroñera me seguía
cuando los vikingos avanzaban».
Saga de Egil
Los hombres del norte formaron en lo alto de la cresta y estudiaron el muro de escudos irlandés que tenían ante ellos, con la caballería a los flancos. Incluso los berserkers se habían detenido al ver una defensa tan nutrida y bien organizada. Y ahora ambos bandos permanecían inmóviles, observándose. Los arqueros irlandeses, en la distancia, hacían lo posible por causar bajas, sus flechas volaban por encima de sus cabezas o se hundían en el barro a los pies de los fin gall. De vez en cuando una flecha perdida se incrustaba, como de mala gana, en el escudo de alguien, pero los hombres del norte no les prestaban mucha atención.
Estaban dispuestos en grupos dispersos en torno a sus portaestandartes, dependiendo de la nave en la que habían venido, y al señor al que servían. Algunos estaban de pie, otros sentados. Los odres de vino pasaban de mano en mano. En el campo, entre ambos ejércitos, cantaba un ruiseñor, y otro le respondía con un canto extraño e incongruente.
Una vez más los líderes de los diversos contingentes se reunieron para debatir qué hacer.
—No me gustan los guerreros montados —dijo Arinbjorn—. Podríamos barrer el muro de escudos y hacerlos huir, pero los jinetes se mueven demasiado rápido como para detenerlos.
El resto asintió con gesto grave. Los caballos les daban a los irlandeses una movilidad de la que los hombres del norte no disfrutaban. Y eso no era todo. «Si disponen de caballos es que no son un puñado de campesinos —pensó Thorgrim—. Si tienen caballos, es evidente que son guerreros avezados y bien pertrechados». No estaba seguro de si eso se le había ocurrido al resto, pero él no era quién para dar consejo si no le era solicitado.
—Está claro que todos esos malditos hombres no han venido desde Cloyne —espetó Hoskuld Cráneo de Hierro haciéndose eco de la frustración de los demás.
—Es por la torre —opinó Arinbjorn—. Thorgrim, ¿qué opinas tú?
—No tiene nada que ver con la torre —dijo Thorgrim—. La torre solo les hubiera dado unas horas de aviso, no más. Esos hombres se han congregado mucho antes. —El comentario fue recibido con más asentimientos entre los líderes.
—Hacedle caso —dijo Starri el Inmortal, quien, por alguna razón, pululaba por las proximidades de la reunión, aunque no tuviera voz en ella. Nadie le iba a pedir opinión a un berserker: su mera presencia resultaba incómoda cuando no se les requería para la lucha. La sangre en el pecho, el cabello y los brazos de Starri se estaba secando y daba lugar a una costra marrón oscura que le hacía parecer aún más enajenado de lo que era habitual.
—Pues si los irlandeses no hacen nada, tendremos que hacerlo nosotros —dijo Hoskuld—. No podemos quedarnos aquí hasta que nos salgan raíces.
Una vez más hubo gruñidos de asentimiento entre los hombres.
Thorgrim aún tenía la espada en la mano, y la alzó, procurando señalar hacia el que consideraba que era el punto débil del muro de escudos enemigo. En ese mismo momento, en el extremo de la línea irlandesa, un arquero disparó una flecha a la masa de hombres de la cresta.
—Allí… —dijo Thorgrim al tiempo que sentía que Diente de Hierro daba una sacudida y oía un extraño golpe metálico y un chirrido. Al principio no estaba seguro de lo que había ocurrido. Le echó un vistazo a la hoja de su arma.
Para su sorpresa, se percató de que una punta de hierro había impactado contra el filo de la espada, se había partido por la mitad y se había quedado alojada en Diente de Hierro. La flecha, que aún vibraba por efecto del abrupto choque, había volado directa a su cuello, y se lo hubiera atravesado de no haber quedado partida en dos por la espada.
En las innumerables batallas, tanto grandes como pequeñas, en las que Thorgrim había tomado parte, había visto muchas cosas extrañas, muchas cosas que desafiaban toda lógica. Había visto hombres fallecidos sin un rasguño, y otros que habían sido dejados por muertos, mutilados hasta dejar de ser reconocibles, y que acababan viviendo muchos años. Había visto flechas y lanzas clavadas de miles de formas extrañas. En una ocasión, dos flechas se le habían clavado a ambos lados de un yelmo de cuero que llevaba, lo que hizo que el casco pareciera decorado con cuernos, tal y como muchas veces se representaba a Odín en los amuletos. En otra ocasión una lanza le pasó entre las piernas, tan arriba que pudo sentir el asta rozándole el escroto, aunque no llegó a hacerle ningún daño.
Y, sin embargo, Thorgrim jamás había visto nada tan excepcional como aquella punta de flecha seccionada por la mitad en su hoja. La probabilidad de que algo así pudiera ocurrir era inimaginable.
—¡Vaya, mirad! —dijo Hrolleif el Recio, que acababa de ver lo que había ocurrido.
El resto de los presentes se arremolinaron en torno a Thorgrim y asintieron asombrados. Pero ellos, así como Thorgrim, habían sido testigos de cosas sorprendentes, y eran hombres de acción, no muy dados a elucubraciones. Convinieron en que lo ocurrido era algo extraordinario, y luego volvieron a tratar el tema que les ocupaba.
Todos menos Starri el Inmortal. Mientras el resto se apartaba, Starri observaba, con la boca y los ojos abiertos al máximo, la punta de flecha incrustada en la hoja de Diente de Hierro. Hizo amago de hablar; emitió una serie de sonidos y señaló a la flecha. Thorgrim, un tanto avergonzado por el interés provocado, miraba de hito en hito al dedo de Starri y a su cara cubierta de sangre.
—Thorgrim —dijo Starri al fin—. Thorgrim Lobo Nocturno, no cabe la menor duda de que te sonríen los dioses.
Thorgrim sonrió y miró a la flecha como si la viera por primera vez.
—Estas cosas ocurren, Starri. Seguro que has visto todo tipo de cosas por el estilo.
Entonces, como para enfatizar lo natural del asunto, el noruego arrancó la punta partida de la hoja y la lanzó a un lado.
—No, jamás he visto algo igual —dijo Starri—. Así no.
Si Starri tenía intención de profundizar en su asombro, no llegó a tener ocasión. De pronto, como un trueno inesperado, un vítor surgió de las líneas irlandesas y el muro de escudos empezó a avanzar con firmeza.
—¡A las armas! ¡A las armas! —gritó Hoskuld.
Los jefes que conferenciaban se dispersaron, cada uno corriendo hacia sus propios hombres, todos ellos coreando la orden de tomar las armas. Pero los invasores no necesitaban estímulo alguno. Aquellos que un instante antes habían estado tumbados sobre la fresca hierba, medio dormidos, ahora estaban en pie, con los escudos en la mano izquierda y las espadas, las hachas de guerra o las lanzas, en la derecha. Corrieron hacia delante y ocuparon su puesto en el muro de escudos que estaban organizando sus líderes.
Arinbjorn y Thorgrim recorrieron el borde de la colina hasta donde los tripulantes del Cuervo negro ya estaban incorporándose. Thorgrim buscó a Harald entre los rostros; le vio en el centro de la línea que tan apresuradamente se había formado. No llevaba casco, algo que a Thorgrim no le gustó lo más mínimo, pero Harald ocupaba su puesto con los demás, como un hombre acostumbrado a la batalla.
Thorgrim se volvió, y a punto estuvo de chocar con Starri el Inmortal, quien, por lo visto, había seguido a Thorgrim de cerca junto con Nordwall el Bajo y el resto de los berserkers.
—Estamos contigo —dijo Starri—. Estaremos junto a cualquier hombre que haya sido tocado por los dioses.
No hubo tiempo para dar una respuesta. El muro de escudos irlandés, como una ola que empieza a romper lejos de la costa, chocó contra la defensa a medio organizar de los hombres del norte. Thorgrim sintió que la línea se estremecía, oyó el repiqueteo de cientos de escudos contra cientos de escudos, el rugido acumulado de irlandeses y noruegos de pronto sumidos en la batalla. Los vikingos retrocedieron un paso. El primer grito de agonía recorrió el frente y luego cesó de pronto.
—¡Aguantad! ¡Mantenedlos a raya! —gritó Arinbjorn.
Había tomado su puesto en el muro de escudos, en el extremo del flanco izquierdo, pero Thorgrim no había tenido tiempo de trabar escudos con el resto y ahora se mantenía alejado unos pasos; observaba a los guerreros, pero no estaba envuelto en el combate. A su lado, Starri, Nordwall y los demás miraban frenéticamente a un lado y a otro mientras cobraban conciencia de que se estaba dando una batalla y de que, aun así, sus armas pendían inertes de sus manos. Starri aulló y corrió hacia la línea de combate; el juramento de permanecer al lado de Thorgrim había quedado en una mera metáfora.
Thorgrim no hubiera podido explicar lo que ocurrió a continuación. Dio la sensación de que Starri, al llegar al más cercano de los Cuervos Negros, saltaba, o incluso volaba, sobre la formación, cayendo de pie, girando su hacha de guerra, al otro lado del muro de escudos.
El berserker desapareció del campo de visión de Thorgrim, y este supuso que sería la última vez que vería a Starri el Inmortal, que, cuando la batalla concluyera, encontraría los restos diseminados del que había sido un hombre enajenado. Quizá. Lo más probable era que los trozos no fueran lo bastante grandes como para reconocerle. Thorgrim dejó de pensar en Starri.
Los irlandeses estaban logrando hacer retroceder a los hombres del norte, paso a paso. El noruego podía ver las botas de cuero fino de los invasores hundiéndose en suelo irlandés mientras intentaban contener el asalto; podía ver las hachas, las lanzas y las espadas sobre las cabezas y los cascos, emitiendo destellos a la tenue luz del día. Era algo que no había visto jamás. Siempre había ocupado un puesto en el muro de escudos, o se había encontrado liderando una carga en cuña contra el enemigo. Aquel lugar —detrás de la línea, siendo capaz de ver toda la formación con solo girar la cabeza— era algo nuevo.
Y desde ese lugar observaba peligros que no resultaban evidentes para quien estuviera sumido en la lucha, donde solo importaban los cinco pies cuadrados de terreno en los que uno combatía y los hombres contra los que se pugnaba por la posesión de aquel pequeño palmo de tierra. Thorgrim podía ver a los jinetes en los flancos, a sus caballos pequeños y regordetes brincar y dar pisotones. Los bien pertrechados hombres ubicados detrás del muro de escudos habían hecho uso de la movilidad de sus monturas para dirigirse a toda prisa a los extremos de la formación. El noruego pudo verlos desmontando, preparándose para envolver a los invasores, para superarlos por ambos flancos y así emerger por la retaguardia. Y si eso ocurría sería el fin.
—¡Atrás! —gritó Thorgrim. Recorrió la línea a grandes zancadas mientras gritaba—. ¡Atrás! ¡Un paso atrás! ¡Tranquilos! ¡Un paso atrás!
No tenía autoridad para dar órdenes, ni siquiera a los hombres del Cuervo negro, menos aún a todo el contingente, pero era consciente del inminente desastre, y sabía que no había tiempo para recurrir a una cadena de mando.
—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Atrás!
Y los hombres del norte lo oyeron, dieron un paso atrás y luego otro. Fueron pasos disciplinados, no un retroceso desordenado, en ningún modo el tipo de paso atrás que pudiera convertirse en ruptura y huida; siguieron retrocediendo sobre la hierba mojada, reaccionando a la autoritaria voz de Thorgrim.
Un vítor surgió de las líneas irlandesas cuando estos percibieron que sus enemigos cedían terreno. Pero era prematuro, Thorgrim lo sabía, porque ahora, tal y como pretendía, los flancos izquierdo y derecho del muro de escudos noruego quedaban cubiertos por los pronunciados riscos que caían hasta la playa, y las tropas más experimentadas de los irlandeses, a derecha e izquierda, la mayor amenaza para los hombres del norte, ya no podían envolverlos. Sus flancos estaban anclados a los acantilados, y allí mantendrían la posición.
Lo que había empezado siendo una inteligente táctica y un ataque bien ejecutado por la línea irlandesa se había convertido en poco más que en una brutal masacre en la que los combatientes lanzaban tajos y estocadas contra los hombres que tenían delante. Gritaban, maldecían, sangraban y morían en aquel palmo de hierba. Thorgrim pudo ver a uno de los Cuervos Negros muerto, con la cabeza casi cercenada, aunque aún en pie en el muro de escudos; su cuerpo se mantenía erguido ya que estaba encajonado por los hombres que tenía a derecha e izquierda.
Thorgrim aferró Diente de Hierro con fuerza y buscó un lugar por el que poder acceder a la lucha. No tenía ni la menor idea de cómo iba a acabar todo aquello. Quizá combatieran, noruegos e irlandeses, cara a cara, hasta que no quedara en pie más que un solo hombre y este reclamase la victoria para su bando.
El rumor de la batalla era un rugido, como las olas, aunque se distinguían chillidos, gritos, maldiciones y otros sonidos horribles. Y entonces, de pronto, emergió un ruido nuevo, una conmoción, un sonido espiral que provenía del muro de escudos a la izquierda de Thorgrim. Gritos y chillidos, una melodía que Thorgrim pudo reconocer: era pánico.
«¿Quién?», pensó Thorgrim, y en ese instante se abrió una gran brecha en las líneas irlandesas: hombres derribados, la perfecta pared de escudos ahora hecha pedazos, y, en el hueco, de pie, una horrenda criatura de otro mundo, con la piel empapada en sangre, los dientes blancos emitiendo destellos, los cabellos revueltos en ángulos salvajes. La criatura aullaba y blandía un hacha describiendo con ella grandes círculos. Thorgrim contuvo la respiración y sintió la puñalada del miedo como si fuera una daga. No había nada en el mundo que pudiera atemorizarle, pero esa cosa no era de ese mundo, era evidente.
Entonces la cosa se giró hacia él, sus miradas se cruzaron, y la cosa gritó «¡Lobo Nocturno!» y Thorgrim se percató de que estaba equivocado; la cosa sí era de este mundo, era Starri el Inmortal, que se había abierto camino a través de la línea y desde la retaguardia. Y les estaba dando a los hombres del norte la posibilidad de alzarse con la victoria. Porque era difícil quebrar un muro de escudos, pero en cuanto se venía abajo, era casi imposible recomponerlo.
—¡Vosotros! ¡Aquí! ¡Conmigo! ¡Conmigo! —gritó Thorgrim a los hombres que ocupaban el extremo de la formación.
Podía retirar guerreros de los flancos, lo sabía, sin poner en peligro la integridad de la formación. Aunque no esperó a ver si le seguían. En su lugar, alzó Diente de Hierro y cargó. Cargó hacia Starri, hacia el hueco en las líneas. Atravesó la línea y se encontró recorriendo con la vista toda la extensión de escudos irlandeses; el hombre que tenía delante estaba demasiado ocupado con el noruego contra el que se enfrentaba como para reparar en Thorgrim, y este, mediante una certera estocada con Diente de Hierro, se cobró su primera víctima del combate.
Una espada corta irlandesa cayó describiendo un arco; el hombre que la blandía estaba fuera de sí, pero Thorgrim logró desviar el tajo con facilidad, luego hizo un barrido lateral, sintió el mordisco de Diente de Hierro y cómo su enemigo caía. La diabólica punta de una lanza se le incrustó en el escudo y el noruego dio una sacudida con la defensa hacia la izquierda, provocando que el hombre que le atacaba perdiera el equilibrio. Thorgrim pudo ver sus ojos abiertos, el bigote oscuro y, acto seguido, Diente de Hierro atravesó las costillas del irlandés, que aulló y se desplomó ahogado en un imparable manar de sangre.
Alguien chocó con Thorgrim de espaldas, y este se giró para enfrentar la nueva amenaza sin apartar la mirada del frente. Por el rabillo del ojo vislumbró el brazo larguirucho de Starri; no era que su rostro estuviera rojo: estaba, sencillamente, bañado en sangre. Había sido Starri el que había chocado con él, y allí permanecieron, espalda con espalda, las armas girando al tiempo que los irlandeses intentaban acabar con ambos, recomponer el boquete abierto en el muro de escudos y empujar a los invasores de vuelta al mar.
Y podrían haberlo logrado, pero entonces Thorgrim oyó un sonoro alarido a su izquierda y pudo ver la imponente silueta de Hoskuld Cráneo de Hierro, más oso que hombre, corriendo hacia el hueco en la línea, seguido de una masa de hombres. Chocaron a derecha e izquierda, se empotraron contra el costado irregular del ya deshecho mucho de escudos y empezaron a envolver la formación del esforzado enemigo.
Thorgrim apartó la vista del combate para contemplar la carga de Hoskuld, y en ese instante de pérdida de concentración recibió una estocada en el pecho. La punta atravesó la cota de malla, y sintió la hoja recorrerle la carne, pero giró el escudo con fuerza; la defensa impactó contra la espada y logró desviarla. Sintió que la hoja seguía abriéndole la piel mientras la apartaba. Contraatacó hundiendo Diente de Hierro en la túnica verde de su atacante, giró la hoja y luego tiró para liberarla.
El muro de escudos irlandés se desmoronaba. Hombres que tan solo unos momentos antes habían estado convencidos de su victoria ahora veían cómo su prieta defensa se venía abajo a medida que más y más noruegos anegaban el boquete abierto en las líneas por Starri el Inmortal, y que Thorgrim Lobo Nocturno se había encargado de ampliar. Los irlandeses empezaron a retirarse, un paso, luego dos. Después, los hombres en las últimas filas de la formación, aquellos lo bastante alejados del combate como para poder permitirse darle la espalda al enemigo, lo hicieron, y empezaron a correr por el terreno que habían ganado, huyendo hacia la dudosa protección que ofrecía el monasterio de Cloyne.
Aquello supuso el fin. Cualquier hombre sobre el campo que hubiera sido testigo de un combate sabía que, en cuanto daba comienzo la huida, esta era imposible de detener: resultaba evidente incluso para quienes nunca lo habían visto. Los irlandeses huían por el camino y se deshacían de sus armas. Los heridos intentaban alcanzarlos, solo para ser abatidos por los hombres del norte si sus lesiones presagiaban muerte, o para recibir un golpe en la cabeza si estaban lo bastante sanos como para valer algo en un mercado de esclavos.
El ejército vikingo cargó tras ellos. Agitaban las armas, gritaban y golpeaban sus escudos con las espadas. Corrieron en pos de los irlandeses durante al menos un cuarto de milla hasta quedar agotados, boqueando para recuperar el aliento, exhaustos como mulas prestadas. Habían vencido, pero el furor guerrero los había abandonado. La matanza había concluido. Al menos por ese día.