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La noche anterior había sido alucinante. Me sentí como Cenicienta en el baile. Tras mostrar el último cuadro, los asistentes empezaron a atar cabos. Los periódicos y otros medios de comunicación me entrevistaron, nos tomaron fotos a Alec y a mí juntos, y se armó un revuelo estupendo. Fue muy divertido. Las copas de champán que bebí me sentaron de maravilla, todo hay que decirlo. Cuando todo acabó, Alec recibió ofertas para todos los cuadros. Éstos pasarían los próximos seis meses de gira por distintas galerías. Luego los compradores tendrían su Dubois original. Aunque primero Alec quería que todo el mundo pudiera ver su obra. Era evidente. Se trataba de la pasión de su vida y había que compartirla todo lo posible.

La ventana mostraba un cielo todavía oscuro, de color medianoche. No debía de faltar mucho para el amanecer. Antes de arreglarme para la fiesta, hice la maleta y la escondí en un rincón del piso de abajo. Mi vuelo salía temprano y quería irme sin que nadie se diera cuenta. Al igual que con Wes, no podía soportar la idea de tener que despedirme de Alec en persona. Contemplé su cuerpo desnudo y escultural y su rostro. Espectacular y ajeno a todo. Había bebido bastante más champán que yo y lo había mezclado con una bebida elegante francesa de la que nunca había oído hablar. Después me había llevado a la cama, me había cogido hasta dejarme más muerta que viva y se había dormido dentro de mí.

Había sido divertido, loco, emocional, el resumen perfecto de todo el mes. Quería que fuera nuestro último recuerdo.

Por lo tanto me levanté de la cama sigilosamente y metí su camiseta en la maleta. No veía por qué razón no podía llevármela de recuerdo. Además, olía a él. Tomé la bolsa y me bañé en el baño de abajo. Cuando entré en la cocina eran casi las cinco de la mañana. El taxi llegaría dentro de veinte minutos. Tenía lugar en el vuelo de las siete a Las Vegas.

Saqué mi papel de carta especial y una pluma. Había llegado la hora.

Alec, mi amado francés:

Siento dejarte así, pero es mejor si lo último que recuerdas es a nosotros haciendo el amor. Porque eso hicimos, hicimos el amor. Debería habértelo dicho ayer. No sé por qué no lo hice, pero así es, ¿sabes? Te quiero, Alec. A nuestra manera. La mejor manera. Como amigos, como amantes, como dos personas destinadas a amarse durante el tiempo del que disponíamos.

Siempre recordaré nuestros días juntos. Me enseñaste mucho sobre todas las clases de amor, y el modo en que tú lo ves es especial. Permanecerá conmigo todos los días de mi vida. A través de ti y de tu arte he sido capaz de ver todo el amor que puede haber en una relación si las dos personas son completamente sinceras. Nunca me mentiste, nunca me diste falsas esperanzas, siempre me dijiste la verdad. Por eso te estoy muy agradecida.

Esta experiencia, ser tu musa, es algo que jamás soñé que me cambiaría. Pero lo ha hecho. Lo has hecho. A mejor.

Gracias, Alec, por enseñarme que está bien amar, regalar amor libremente y aceptar el amor que se me ofrece, aunque sólo dure un instante.

Je t’aime. Au revoir,

MIA

Besé la hoja junto a mi nombre y dejé la nota al lado de la cafetera. Me obligué a salir por la puerta cuando lo que quería era subir corriendo la escalera para verlo por última vez. Pero no. Llamé el elevador y vi que mi taxi me esperaba tras la puerta del vestíbulo.

El aeropuerto estaba a rebosar. Cuando conseguí pasar el laberinto de seguridad, encontré la puerta de embarque y tomé el avión por un pelo. Me senté y me coloqué la laptop en el regazo. El celular me vibró en el bolsillo delantero. Lo saqué y palpé un sobre. Se me aceleró el pulso, el corazón se me iba a salir del pecho... ¿Y si era Alec? Miré la pantalla.

De: Ginelle Harper

Para: Mia Saunders

Tengo muchas ganas de verte, feúcha. Uy, Mads me está echando la bronca por llamarte fea. Perdona, putona. ;-)

Me eché a reír, puse el celular en modo avión y tomé el sobre. En el anverso estaba escrito mi nombre en elegante caligrafía inglesa. Sólo que no era mi nombre, sino como él solía llamarme: «Ma jolie». Mi preciosa, en francés. Ya lo estaba extrañando. Cómo la frase salía de sus labios carnosos por las mañanas, su pelo alborotado sobre la almohada...

Sacudí la cabeza para aliviar las emociones que amenazaban con explotar en un aluvión de lágrimas. Abrí el sobre y saqué una tarjeta. Era una réplica de un cuadro, uno suyo. Un pueblo de Francia que había pintado no sabía cuándo y con el que habían hecho postales y tarjetas. Era tan dulce como divertido. Ególatra.

Abrí la tarjeta y de ella cayeron un puñado de fotografías. Fotos de cuadros y la foto que nos había tomado. La selfie de la que me burlé. Le estaba tomando la cara con la mano y besándolo hasta dejarlo sin sentido. Algunos mechones habían escapado de la tiranía del chongo y los míos ondeaban salvajes al viento mientras nos besábamos. El sol nos iluminaba a la perfección. Apreté la foto contra mi pecho y dejé caer las lágrimas. Iba a extrañar a mi franchute. Y mucho.

La última foto era una copia de mí, de la obra que había titulado, muy acertadamente, «Adiós, amor». Era el final perfecto de un mes muy bonito. No había escrito nada en la tarjeta. Sus fotos lo decían todo.

Como con Wes, nunca olvidaría mi tiempo con Alec. Atesoraría esos recuerdos como parte de mi vida, en la que había vivido y amado de verdad.

Leí los correos electrónicos que la tía Millie me había enviado sobre mi nuevo cliente. Hice clic en el icono de la foto. ¡Virgen santa, otro macizo! No cabía duda de que era italiano. Un semental italiano. ¿De dónde sacaba a esos buenotes?, ¿de Macizos-R-Us? Anthony, Tony Fasano tenía treinta y un años y era exboxeador, a juzgar por la foto que estaba viendo. Tenía un cuerpo que parecía tallado en mármol bronceado. Con la piel aceitunada, el pelo negro carbón como el mío y los ojos azules como el acero. No era excesivamente alto para mi gusto, alrededor de metro ochenta, pero lo que le faltaba en altura le sobraba en belleza masculina bruta.

A juzgar por la foto, en la que se lo veía de pie y sujetando una especie de cinturón de boxeo, no tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo. ¿Cómo era eso posible? Era el dueño de una gran cadena de restaurantes italianos, en los que no se servía precisamente comida baja en calorías.

Puede que la foto fuera antigua. Como decía Millie, la razón por la que me necesitaba daba igual. Me necesitaba y punto. Y yo fingiría ser su prometida. Sólo Dios sabía por qué. Un hombre como ése debía de tenerlas comiendo de su mano, adorándolo por la mera posibilidad de casarse con un tipo rico y guapo. Puede que su problema fuera el mismo que el de Wes, o puede que hubiera tenido demasiadas chicas guapas y fáciles y pocas chicas normales y corrientes.

En fin. Unos días en Las Vegas y partiría al encuentro de Anthony Fasano, de Chicago, Illinois.

A mí la ciudad de los vientos.