PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN

El planteamiento de este libro difiere en algunos aspectos del que es común a otros volúmenes de esta Historia de Europa en que se integra. Sin ignorar los acontecimientos sobre los que se estructura la cronología, su fin principal es facilitar la comprensión del modo de vivir del mayor número posible de personas, a través de los testimonios que hasta nosotros han llegado, y con las limitaciones que impone mi propio conocimiento. Tratará tanto de las condiciones materiales como de las mentalidades, a fin de registrar no solo lo que sucedió en los cuarenta años que median entre 1480 y 1520, sino –y esto es más importante– de dar una idea de lo que era la vida entonces.

Cada uno de los capítulos facilita información acerca de un aspecto específico de la investigación, al mismo tiempo que ofrece respuestas a algunas cuestiones básicas, imprescindibles para comprender a los hombres de cualquier época. ¿Qué idea se hacían del tiempo y de su entorno? ¿En qué tipo de organización política vivían, y cuáles eran sus relaciones con ella y con las otras comunidades, graduadas desde la familia hasta la cristiandad? ¿De qué modo y dentro de qué estructura económica se ganaban la vida? ¿Cómo se veían a sí mismos y a los otros en función del estatus, el empleo y los niveles de vida? ¿Qué importancia tenía la religión en sus vidas, y qué tipo de distracciones culturales e intelectuales se les ofrecían?

Creo ser consciente del peligro de excesiva ambición que entraña esta visión, pero aún existen otros riesgos contra los que conviene prevenir al lector. Los testimonios a partir de los cuales se pueden reconstruir las «mentalidades» de esta época resultan deshilvanados y extremadamente difíciles de evaluar. La decisión acerca del uso que se haga de uno u otro testimonio, así como de la investigación de una u otra esfera de la realidad es, fatalmente, subjetiva. Al pretender ponderar los sentimientos de la mayoría, se esfuma la inagotable variedad de las reacciones individuales. Por último, esta visión merma el interés que en el lector de historia despierta la narración realista de los enredos en los asuntos públicos.

Mucho se pierde y mucho se arriesga, pero al margen de las inclinaciones personales, creo que las ventajas de esta visión (que, por supuesto, no es original), a modo de introducción de un periodo, pueden sobrepasar a las desventajas. «Renacimiento» es la abreviatura más atractiva del lenguaje histórico, y aquellos 40 años –con los comienzos de un contacto duradero entre Europa y América, con los papas Borgia, Della Rovere y Médicis, con pensadores y artistas de la talla de Maquiavelo y Erasmo, de Leonardo, Miguel Ángel y Durero– son los más atractivos del Renacimiento. Su historiador tiene el deber de profundizar en su examen, para incluir otros procesos y personalidades, además de aquellos que, luego de una larga labor historiográfica, se han convertido ya en comúnmente representativos. Al relacionar los «acontecimientos» con su público coetáneo, la historia de masas ayuda también a corregir el latente liberalismo de la tradición popular. Por ejemplo, el descubrimiento de América no tuvo interés más que para una minoría en aquella época[1]; Maquiavelo no era un nombre que hubiera que conjurar porque sus obras políticas aún no se habían publicado, aunque ya estaban escritas; la parte que en la progresiva pérdida de respeto a la autoridad de Roma corresponde al nepotismo, a la militancia y a la extravagancia cultural del papado hay que medirla en función de quién estaba al corriente de ellos y de en qué medida se preocupaba.

Por último, el exigir el realce de «lo significativo» en la materia que se estudia implica una cierta abulia, filisteísmo e intolerancia. Los lectores de historia, ya que no los escritores (debido a razones conocidas) han buscado siempre el lado significativo, porque el hombre es un amnésico social, un desarraigado intelectual y, en cierta medida, también emocional, si desconoce los vínculos con el pasado. Y para muchos, el tipo de significación que ayuda a ampliar este conocimiento no se encuentra en la búsqueda de situaciones pasadas análogas a las nuestras ni, mucho menos, en soluciones a problemas actuales, sino en la posibilidad de comparar nuestras propias actitudes respecto a cuestiones fundamentales (justicia social, digamos, o amor, o la reacción frente a las obras de arte) con aquellas de las edades pasadas y, viceversa, la posibilidad de revisar las actitudes del pasado para inquirir de nuevo acerca de las nuestras.

Por lo menos, tal ha sido mi experiencia como profesor de historia del Renacimiento aquí y en Estados Unidos. Por eso reconozco que tengo mi primera deuda de gratitud con mis estudiantes de Warwick y Berkeley. Le debo también mucho al estímulo del profesor G. R. Potter, quien leyó el tremendo montón de páginas del borrador, así como las pruebas, y también a la orientación firme y solidaria que recibí del profesor J. H. Plumb, así como a los consejos y a la ejemplar paciencia de Mr. Richard Ollard.

[1] Véase J. H. Elliott, The old world and the new, Cambridge, 1969, esp. cap. I [ed. cast.: El viejo mundo y el nuevo, Madrid, Alianza, 1972].