I. TIEMPO Y ESPACIO

EL CALENDARIO, EL RELOJ Y LA DURACIÓN DE LA VIDA

¡O espacioso relox –exclamaba el abrumado héroe de la obra de Fernando de Rojas, La Celestina– aun te vea yo arder en bivo fuego de amor! Que si tu esperasses lo que yo, quando des doze, jamás estarías arrendado a la voluntad del maestro que te compuso… Pero ¿qué es lo que demando? ¿… No aprenden los cursos naturales à rodearse sin orden que à todos es un ygual curso, à todos un mesmo espacio para muerte y vida; un limitado tèrmino a los secretos movimientos del alto firmamento celestial de los planetas y norte, de los crescimientos é mengua de la menstrua luna…? ¿Qué me aprovecha á mí que dé doze horas el relox de hierro, si no las ha dado el del cielo?[1].

Esta comparación entre el tiempo del reloj y el natural ya no era una simple metáfora. Aunque hacía mucho que los relojes no eran novedad, para la mayoría de la gente el tiempo se medía por la duración de las labores, según el día solar y la estación del año. Con la naturaleza se comenzaba y se medía el día. «Al amanecer», «alrededor del mediodía», «hacia la puesta de sol»: tales eran aún las referencias temporales más comunes. Los meses se computaban en términos de las actividades rurales que les eran propias, dentro de un calendario de supervivencia. Sentimentalmente, el año comenzaba con las primeras flores, la prolongación de los días y los primeros resultados de la ventura que corriera el grano sembrado en invierno. Solamente aquellos que tenían que ver con documentos legales o diplomáticos pensaban en el comienzo del año como una fecha oficial y no relacionada con la estación; y aun entre estos no existía acuerdo unánime acerca de la fecha en que el año empezaba, variando esta según los países, del 25 de diciembre al 1 de enero, el 1 de marzo, el 25 de marzo y el 1 de septiembre. Podía variar de ciudad en ciudad y, aún dentro de una misma, en las diferentes clases de documentos: en Roma, las bulas se fechaban de acuerdo con un año que daba comienzo el 25 de marzo y las cartas papales de acuerdo con otro que empezaba el 25 de diciembre.

Los días de Año Nuevo más corrientemente usados coincidían con festividades eclesiásticas: la Anunciación, la Navidad y, en algunas partes de Francia, el comienzo de la Pascua. El calendario eclesiástico ocupaba el segundo lugar, tras el cómputo natural, en la división de las ceremonias del día y en los intervalos entre las mayores festividades a lo largo del año. Las rentas se pagaban no el 29 de septiembre, sino el día de san Miguel; la Sorbona daba comienzo no el 12 de noviembre, sino «el día posterior a la festividad de san Martín». A pesar de que en las crónicas comenzaban a utilizarse las fechas, los dos modos de computar continuaron coexistiendo. Según The Great Chronicle of London (Gran Crónica de Londres), la paz angloescocesa se proclamó «el día de san Nicolás o el IV día de diciembre», y el incendio de Sheen, donde el rey había reunido a la corte navideña, se declaró «la noche siguiente al día de Santo Tomás, mártir». Más significativa que la división del día en horas lo era la división en comidas. La estación, el servicio eclesiástico y el estómago marcaban la pauta del horario del año rural. Debido a los peligros nocturnos y a la carestía del alumbrado, se procuraba limitar en la medida de lo posible los horarios al día solar, comprimiéndolos en invierno y espaciándolos en verano. Las iglesias y los monasterios conservaban las horas canónicas para sus servicios, pero estas «horas» se apretaban en invierno, para que dieran doce durante el día, aunque fueran cortas.

Sin embargo, esta concepción del tiempo no resultaba satisfactoria en las ciudades comerciales, donde la hora podía ser una unidad de producción y la diferencia de un día podía significar también distintas tasas de cambio. Por ello, en las ciudades se computaba el tiempo en horas iguales y mediante relojes. Mientras que, en el campo, los escolares asistían a la lección una hora después del amanecer, en las ciudades los horarios estaban ordenados de un modo más preciso, como lo muestra uno de los Coloquios de Erasmo.

Si no consigo llegar antes de que pasen lista, me ganaré una zurra. Por ese lado no hay peligro alguno. Son las cinco y media justas. Mira el reloj: la manilla no ha alcanzado aún la media.

Desde que fueran introducidos en el siglo XIV, los relojes daban las horas en todas las ciudades de Europa; sin embargo, el modo de contarlas era distinto. En Italia, los relojes comenzaban en el ocaso y contaban de una a veinticuatro horas; en Alemania, de una a veinticuatro, pero comenzando con la aurora; en Inglaterra y Flandes, de una a doce horas desde el mediodía y la medianoche, respectivamente. Cada ciudad medía su tiempo a partir del momento en que el sol desaparecía tras su horizonte particular o emergía de él. Muchos relojes daban la hora, pero pocos tenían minutero y muy pocos, desde luego, daban los cuartos. Además, todos eran inexactos y requerían reparaciones continuas. A pesar de que, con la ayuda del reloj y la igualdad de las horas, se introdujo un concepto diferente del tiempo, no podemos considerar que hubiera un conflicto entre el tiempo del sol y el de la máquina, entre el tiempo «natural» del campo y el «artificial» de la ciudad, que caracterizó a la Revolución industrial. Muchos pueblos de Francia y de los Países Bajos tenían relojes públicos. Una petición de 1481 por la que se instaba al Ayuntamiento de Lyon para que instalase «un gran reloj cuyas campanadas puedan oír todos los ciudadanos en todas las partes de la ciudad», señalaba que «si se fabricara tal reloj, vendrían más comerciantes a la feria», aunque también se añadían otras razones: «los ciudadanos quedarían muy confortados, animados y felices, y vivirían una vida más ordenada y la ciudad ganaría en decoro». Además, ciertas costumbres horarias, tales como el relevo de la guardia en las ciudades con guarnición, el cierre de las puertas de la ciudad por la noche y el establecimiento del cubrefuego, después del cual se castigaban los delitos con pena doble y hasta triple, exigían un cómputo del tiempo. En las ciudades, las personas concertaban citas y asistían a reuniones; los relojes eran la expresión de la necesidad social de un lenguaje preciso y común capaz de medir el tiempo y reflejaban el deseo de dividir el día en interés del beneficio. Los grandes relojes de sol de las fachadas de las iglesias medievales y de los ayuntamientos, y los pequeños, de bolsillo, habían medido el tiempo eficazmente, si bien no de modo continuo. La proliferación de los relojes y la introducción de los portátiles y de los de resorte (más inexactos aún que los relojes de torre) reflejaban tanto una moda como una necesidad. Antonio de Beatis, que acompañó al cardenal de Aragón en el viaje de este por Europa, en 1517 y 1518, anota que, en Núremberg, el cardenal encargaba relojes y otros complicados artefactos en metal como regalos para los dignatarios no capitalistas. Todos estos instrumentos eran recordatorios del paso del tiempo y contribuían a mejorar la conciencia existente del transcurso de un día de trabajo, pero conviene recordar que el culto al trabajo y la condenación de la pereza fueron rasgos característicos de la Alta Edad Media; el «Nulla dies sine linea» anticipa la invención de la contabilidad por partida doble. Incluso se podría argumentar que, lejos de ser un símbolo del capitalismo, la medición del tiempo por el reloj protegía realmente al artesano, haciendo más preciso su horario laboral obligatorio. La pausa para el almuerzo de los bataneros de Orleans, por ejemplo, se estableció entonces entre una hora completa antes y después del mediodía. Tampoco hay testimonio alguno de que los horarios de trabajo hubieran aumentado porque los empresarios tuviesen relojes en sus tiendas y casas. Cuando en París, ciudad tan bien provista de relojes como cualquier otra en Europa, se reformaron los estatutos que reglamentaban las condiciones laborales de los curtidores, el texto anterior a la introducción del reloj se reprodujo intacto: los curtidores tenían que trabajar desde el alba hasta el crepúsculo, «hasta esa hora en que apenas se distingue a un habitante de la ciudad de Tours de uno de la de París». Tampoco las vacaciones se acortaron por el empleo del reloj en el cómputo del tiempo eclesiástico. La semana de dos días laborables en su colonia de la isla de Skyros constituía un escándalo para los venecianos, quienes guardaban un año de 250 días laborables; pero, a pesar de todo, las festividades dominicales y los santos (a los que se añadía el medio día anterior para la confesión) seguían manteniendo el año laboral medio europeo en unos 200 días y, aunque quizá existiera un incremento del trabajo nocturno, especialmente entre los oficios más nuevos, tales como la imprenta, para la mayoría de las personas el trabajo se acababa cuando el sol se ponía.

Del mismo modo que había un ritmo natural del día y otro artificial, pautado por el reloj de la ciudad, y así como había un año oficial y otro según las estaciones, también existía la consideración de una duración natural y otra artificial de la vida de un hombre. Salvo en algunas ciudades italianas, raramente se registraban los nacimientos con cierta regularidad (este es el principal motivo por el que el trabajo demográfico sobre esta época resulta tan inexacto) y muchas personas desconocían su propia edad. La siguiente relación de testigos de un asalto a una partida de comerciantes en camino al sur de París resulta completamente típica: «Jehan Gefroy, trabajador, de unos cuarenta años… Queriot Nichalet, carnicero, de unos sesenta años… Pernet Callet, trabajador, de unos veintisiete años… Colin Byson, casero, de unos ochenta años». En sus tareas organizadoras, sin embargo, el gobierno tenía que dar por supuesta una precisión que no existía. Si había que organizar un ejército, se establecían cuidadosamente las edades para el alistamiento. Se suponía que la edad máxima de un hombre para ser útil en el servicio militar era la de sesenta años; la edad mínima variaba, según la urgencia de la situación, entre veinte y quince años. En materia tributaria, la mínima impositiva se establecía comúnmente a la temprana edad de quince años.

En Florencia, una persona alcanzaba la mayoría de edad política a los catorce años: a esa edad ya se le podía exigir que asistiese a las reuniones del parlamento. En Florencia, como en otros lugares, se habían establecido mínimos de edad para los nombramientos de los diferentes órganos de gobierno, así como para el periodo de pena reducida «propter aetatis imbecillitatem» en la administración del derecho penal. Los manuales de los confesores consideraban los catorce años como la edad en que se presuponía conocimiento de la naturaleza del pecado mortal. Doce años fue la edad mínima que se señaló para permitir el bautismo forzoso de los niños judíos durante la controversia que ello produjo. La mayoría legal de edad era distinta según el lugar, pero siempre estaba claramente definida, así como la edad en la cual un príncipe podía prescindir de la regencia, o aquella en la que un súbdito feudal tenía que rendir tributo, o un tutelado podía entrar en posesión de su patrimonio.

Incluso en las altas esferas de la sociedad era común la incertidumbre acerca de la edad, especialmente fuera de Italia. Uno de los más dificultosos pleitos de la época fue aquel por el que Luis XII de Francia, sucesor de Carlos VIII, intentaba obtener la anulación de su matrimonio a fin de desposar a la viuda de Carlos, Ana, y, de este modo, conseguir que el ducado de Bretaña no se sustrajese a la jurisdicción de la corona de Francia. Luis pretendía, con toda la riqueza de detalles físicos precisos para apoyar su acusación de deformidad, que no había sido capaz de tener relaciones sexuales con su esposa. La acusación no solo era desagradable, sino también carente de verosimilitud, ya que Juana podía demostrar lo contrario, incluso por medio de testigos, quienes juraron que el rey había entrado una mañana diciendo: «Me tengo ganado un trago, y bien ganado, porque durante esta noche he montado a mi mujer tres o cuatro veces». A esto argüía Luis que su hazaña había sido obstaculizada por arte de brujería. En tal caso, contestaba Juana, ¿cómo pudo saber que había intentado hacer el amor con ella? La causa del rey era tan endeble que si el papa Alejandro VI no se hubiera comprometido a conceder la anulación debido a razones políticas, el monarca hubiera perdido el pleito. Sin embargo, estaba obligado a moverse en tan dudoso terreno debido a una razón: aunque se encontraba estrechamente emparentado con Juana como para conseguir una anulación solo por este motivo, no lo podía probar. Todo lo que podía hacer era presentar testigos que dijeran que, «en su opinión», o «según su experiencia, ya que entonces vivían en la corte», los distintos vínculos matrimoniales habían tenido lugar. También se invocó a las crónicas en vano: no existía prueba documental alguna. Y lo mismo sucedió cuando Luis pensó alegar que, cuando se le obligó a la unión, se hallaba por debajo de la edad de consentimiento, catorce años. Y no lo podía probar porque no existía certidumbre alguna acerca de la fecha de su nacimiento. Él sostenía que, por entonces, tenía doce años, pero no pudo citar ni el día de su nacimiento, ni el de su esposa. Los testigos diferían en sus opiniones: el rey «debía de tener» once, once y medio, doce o trece. Otros dijeron que el monarca «debía de ser» entonces aún menor de edad, a juzgar por lo que ellos recordaban acerca de su altura y figura. Debido a esta contradicción entre el tiempo objetivo y el subjetivo, el rey se vio forzado a sumergirse en las turbias aguas de aquel pleito sobre la no consumación.

Tales pretensiones de precisión no eran comunes en aquella época relativamente poco burocrática. En los sepulcros un creciente número de retratos incluían la edad del difunto, ahora que los artistas estaban capacitados para reproducir una imagen similar a una persona tal cual era en un tiempo determinado. Pero tal preocupación se restringía a algunas personas pertenecientes a los sectores mejor educados de la comunidad, hombres a quienes enorgullecía poner en relación su edad con sus logros en los negocios, en la erudición y en los asuntos públicos; la mayoría no sentía la necesidad de una perspectiva tan precisa. Por otro lado, había un vivo interés general por la edad en un sentido subjetivo generalizado. El tiempo fisiológico era más tenue que la huella del natural o del culto del día, pero también más significativo para algunos que el tiempo del reloj de hierro. Se trataba de la sucesión de estados de ánimo, codificados por los antiguos en el sistema de caracteres y aceptados por la medicina contemporánea: el sanguíneo dominaba desde la medianoche al amanecer, el colérico desde el amanecer hasta el mediodía, el melancólico desde el mediodía al anochecer y el flemático desde el anochecer a la medianoche. La literatura y la oratoria sagrada facilitaron ancho campo a la opinión de que la vida se medía más eficazmente que por años por estadios, tales como la infancia, la juventud, la madurez, la vejez y la senilidad; división de estadios que alcanzaba un gran dramatismo, ya que la esperanza media de vida era de 30 a 35 años, y entre aquellos que llegaban a edades superiores, todos, con excepción de los ricos, comenzaban en esas edades a mostrar los atributos de la vejez. Erasmo, que llegó a alcanzar unos 70 años, relata sombríamente que a los 35 la seca vejez agota las fuerzas del cuerpo. Para los sacerdotes era una dificultad encontrar amas que hubieran alcanzado la edad de 40 años, a fin de no alimentar el escándalo. El pueblo utópico descrito en el Relox de Príncipes (alrededor de 1518), de Antonio de Guevara, mataba a sus mujeres a los 40 años y a sus hombres a los 50, para liberarlos de la debilidad en que se cae con la edad.

Se puede calcular que en el primer año moría el 50 por 100 de los niños, y no solamente los vástagos de los pobres. Este holocausto de infantes no suscitaba una consideración especial de la infancia como un estadio preciso y separado. A los niños se les vestía al estilo de los adultos y se les urgía a desempeñar ocupaciones de adultos. No estaban sujetos a disciplina especial ni aislados en guarderías o mantenidos a distancia del mundo de preocupaciones de los mayores. La enseñanza escolar no era obligatoria ni incluía uniforme alguno, pupilaje o código especial de comportamiento; en la universidad, los estudiantes tenían una amplia autonomía; lo que dividía a los años irresponsables de los responsables no era la convención, sino la circunstancia. El patetismo de las «cinco edades» establecidas radicaba no en que reflejaran mentalidades y actividades distintas, sino en que pusieran de manifiesto el raudo paso del cuerpo del hombre de una forma de desamparo a otra. El tiempo generacional estaba dominado por la imagen de la decrepitud, la espalda encorvada y la mueca desdentada de miles de tallas y caricaturas. La leyenda de la fuente de la vida mantenía su ilusoria promesa en las pinturas, los grabados y las xilografías. Los ancianos, tropezando y arrastrándose, llegaban desde todos los puntos hasta sus orillas y caían en sus aguas, para resurgir transformados en jóvenes de piel tersa que sonreían maliciosamente a sus compañeras, a quienes asían lascivamente para demostrar su sexualidad recuperada. La tenue aura pornográfica que exhalan los sepulcros, mostrando a los difuntos casi como esqueletos con los vientres bullentes de gusanos; la jactancia con que Enrique VIII se palmeaba los muslos y alardeaba de su virilidad ante el embajador veneciano; las estampas satíricas populares de viejos espiando a las mozas; el esplendor con que el arte revestía los músculos tensos y la carne fresca, todo ello, ya fuera abiertamente, ya cubierto de moralidad y mito, denunciaba un culto al cuerpo sobre el que el tiempo se tomaría rápida venganza. Ponce de León exploró Florida con la intención de descubrir la fuente de la vida. Todo esto no quiere decir que los ancianos fueran una rareza. En el campo había muchos Queriot Nichalets de «alrededor de sesenta años», muchos oscuros Colin Bysons, de «alrededor de ochenta años». Según las descripciones, al alcanzar los 70 años, el papa Alejandro VI estaba «más joven cada día; sus preocupaciones no le quitan el sueño; está siempre feliz y nunca hace algo que no le guste». El comerciante veneciano Francesco Balbi mantuvo el control de sus negocios hasta que murió, a la edad de 84 años. Como historiador real, Marineo Sículo anduvo por los campos de batalla en los que las tropas españolas luchaban, se rompió un brazo a los 70 años y murió a los 89, siempre sin dejar de escribir. Gran parte de la obra anatómica de Leonardo se basa en su disección del cadáver de un centenario. No era ninguna casualidad que De senectute, de Cicerón, fuera una de las obras seculares más reimpresas en su tiempo; y, desde luego, los viejos no eran tan difíciles de hallar como para que se originara un respeto especial por la sabiduría y la experiencia de los venerables. Una de las exhortaciones más frecuentes de los predicadores, los moralistas y los tratadistas sobre las costumbres era que los jóvenes deberían ser más respetuosos con los viejos.

LA ALIMENTACIÓN Y LA SALUD

La concepción del tiempo generacional estaba ligada a los determinantes materiales de la duración de la vida: comida, salud y violencia. Cada uno de ellos tenía un efecto doble: la violencia mataba a algunos y afectaba a la perspectiva de los demás; la peste bubónica, el tifus y otras enfermedades, como el sudor inglés, mataban a muchos y amenazaban la seguridad de todos; hambres como las de 1502-1503 y 1506-1507 en España podían despoblar regiones enteras, donde los supervivientes, como relata un contemporáneo, «vagaban a lo largo de los caminos, llevando a sus hijos, muertos de inanición, a sus espaldas». La armonía física y psíquica de la vida estaba condicionada por lo que el hombre se podía permitir comer.

Si bien en muchos aspectos de la vida y no solo para la minoría, esta fue una época de cambio, la alimentación constituía una monótona y universal continuidad con la Edad Media. No solo los suministros alimenticios eran precarios, sino que además la posibilidad de morir de inanición y la probabilidad de una debilidad permanente a causa de una alimentación deficiente eran una amenaza omnipresente; en el mejor de los casos, la alimentación de la mayoría no estaba calculada para recuperar las energías desgastadas o preservar la salud, sino para producir, por el contrario, los estados de desasosiego nervioso y los paroxismos de terror que subyacían en algunas de las turbulencias políticas y en los delirios religiosos de la época. La alimentación se componía, sobre todo, de farináceas: trigo, centeno, cebada, avena y mijo. La comida más común estaba compuesta por trozos de pan que flotaban sobre una clara sopa de verduras. Raramente se comía carne fresca; en la mayoría de las familias, quizá una docena de veces por año. A causa de la especial dedicación a los cereales, y debido a la dificultad de mantener vivo el ganado durante el invierno, el número de cabezas era pequeño. Solamente en las ciudades más grandes era posible encontrar carniceros, y aun así no siempre tenían provisiones y sus precios eran elevados. La leche, la mantequilla y los quesos curados eran muy caros, y el habitante pobre de la ciudad probablemente no los probaba nunca. Los huevos y algún ave ocasional proporcionaban variedad a la mesa en el campo. A causa de los elevados costes de la salazón, solía ser más conveniente enviar un cerdo al señor de la ciudad o de la localidad como pago, que comérselo. Los grandes propietarios protegían celosamente la caza. Por supuesto, cerca de la costa se podía conseguir pescado fresco, pero es dudoso que el pescado salado formara parte de la alimentación del hombre normal. Por los costes de la salazón y el transporte se deduce que los viernes y otros días de ayuno se guardaban sin esfuerzos, siguiendo la dieta normal de ausencia de carne. En los ríos y lagos se practicaba la pesca –en el muro de la ciudad de Constanza había una placa que mostraba qué tipo de pescado era mejor comer en cada mes del año–, pero los derechos pesqueros quedaban restringidos a los grandes señores ribereños, y gran parte de la pesca iba a parar al mercado, a los monasterios o a las casas nobiliarias.

Los tipos humanos variaban grandemente. Los hombres y mujeres bien alimentados, que miran sagazmente desde sus retratos, no le debían su seguridad al pan y a la sopa. Según el suelo y el clima, había diferencias entre una región y otra, pero mucho más aguda la había entre la casa señorial y el campo circundante, y entre el campo en su totalidad y las ciudades. Los empleados de una casa noble podían comer carne todos los días –dos veces al día, según los cálculos del conde bávaro Joachim von Gettingen–; el ama de una casa burguesa próspera podía incluso utilizar azúcar de Sicilia, no para su uso habitual a modo de medicina, sino como sustitutivo de la miel, como edulcorante; los huertos monásticos, bien cuidados y adecuadamente abonados, podían producir espárragos, alcachofas y melones, pero aunque la diferencia entre la alimentación del rico y la del pobre era tan extrema, en realidad hasta el más afortunado comía frugal y monótonamente en comparación con la Europa moderna, y los casos de exceso a los que se concede tan gran importancia en los relatos de la época, alcanzaban especial relieve porque contrastaban con una sobriedad obligada, debida a los altos precios y a la escasez. La ingenua alegría con la que se describe la fiesta aristocrática, con su catálogo pantagruélico de carnes, aves y pescados, no es distinta del espíritu que debía presidir una orgía campesina, cuando una boda, una muerte o una fiesta de la recolección se presentaban como disculpa para tomar un descanso en la existencia laboriosa. Tanto la oratoria religiosa como la escena obtenían provecho de las consecuencias de tales excesos: bastardos, cabezas rotas y enfermedades. En la obra teatral de Nicolás de la Chesnaye, doctor francés en Derecho civil y canónico, Condena de los banquetes, la Comida, la Cena y el Banquete invitan a comer a Glotón, Epicuro, Placer y Buena Compañía. Cuando están en mitad del agasajo, les ataca una horda de monstruos siniestros: Apoplejía, Parálisis, Epilepsia, Pleuresía, Cólico y Gota, entre otros. Tras una danza violenta, los sibaritas expulsan a sus indeseados huéspedes y van de casa de Comida a la de Cena, donde vuelven a pecar. De nuevo invaden las enfermedades sus bebidas y, esta vez, quedan triunfantes. Con ellos se han traído a la Señora Experiencia, y cuando Buena Compañía confiesa su falta, ella le entrega a sus servidores, Píldoras, Lavativa y Sangría. A Cena la condenan a no acercarse nunca menos de seis horas a Comida y a llevar pulseras de plomo, de forma que sus manos no puedan volar tan rápidamente hacia su boca. Comida se libra con una regañina, pero Banquete, tras confesar la grosería de su conducta, es solemnemente ahorcado por Alimentación, a título de aviso al público.

Era una advertencia que pocos necesitaban tomar en serio, pero se repetía como corolario en la legislación por la cual los gobiernos trataban de limitar el número de platos que se podían servir en las bodas y en otras ocasiones de regocijo. El consumo del acomodado no debe ser tal que excite la envidia del pobre. La impresión de libros de cocina –el inglés Boke ot Kerving (1508) es un ejemplo temprano– indica que entre los razonablemente acaudalados se estaba estableciendo un punto medio más elaborado entre el ayuno y el banquete; de todas formas, si deseamos comprender el sentido de la época tal como se desprende de los días festivos, tenemos que imaginar uno en el que los excesos de la mesa estaban muy espaciados y dejaban memoria tras de sí.

No hay asunto que se trate más insistentemente en la legislación real y municipal que los intentos por mantener bajo el precio del pan, impedir el monopolio del grano y fomentar el envío de suministros a las zonas de escasez. De todos los mercados de alimentos, el de granos solía estar vigilado, la mayoría de las veces, tanto en lo arquitectónico como en lo administrativo, por el ayuntamiento de la ciudad. Desde los almacenes del norte, herméticamente cerrados, hasta los silos subterráneos de las islas mediterráneas, los almacenes de granos eran tan importantes para la observancia de la ley y del orden dentro de las ciudades como sus murallas para la protección del exterior. Los campos producían poco, raramente lo suficiente para abastecer a todos. El propietario feudal y la Iglesia restaban sus porciones antes de que la distribución hubiera empezado; las aves y el ganado absorbían aún otra fracción antes de que el grano se pusiera en camino –siempre quedaba una cantidad para las necesidades locales– hacia el mercado y la cervecería, porque en toda la Europa del norte el grano destinado a la elaboración de bebida competía duramente con el reservado para la alimentación. El maíz fue el producto aceptado con mayor avidez, de todos los descubiertos en América antes de la tardía importación de la patata; a partir de su introducción, alrededor de 1500, comenzó a extenderse desde España a través de Francia, Italia y los Balcanes. El hecho de que en los viajes de descubrimiento se llevaran depósitos de víveres demuestra que se conocía la conveniencia de una alimentación equilibrada. Los hombres de Vasco de Gama disponían de una ración compuesta del siguiente modo: libra y media de bizcocho, una libra de carne salada o media libra de cerdo salado, un tercio de gill[2] de vinagre, un sexto de gill de aceite de oliva, ocasionalmente judías, lentejas, cebollas o ciruelas pasas, dos pintas y media de agua y una y cuarto de vino diarios. Se añadía también amplia provisión de pescado salado. Si esa dieta, a más de fruta y verduras frescas, se hubiera podido conseguir regularmente en toda Europa, hubiera transformado radicalmente la mentalidad, la productividad y la longevidad de la población.

Pero como no era así, los hombres, las mujeres y los niños eran muy vulnerables a la enfermedad. La basura que los vecinos de París arrojaban a las murallas llegó a alcanzar tal altura en algunos puntos que hubo que cavar y apartarla de allí por miedo a facilitarles el ataque a los ingleses en 1512. Erasmo atribuía la peste y la enfermedad del sudor inglés a la inmundicia en las calles, a los esputos y a los orines de perro que obstruían los arroyos cavados en el suelo. Pero es fácil exagerar las condiciones antihigiénicas de los pueblos. Muchos de ellos tenían grandes espacios abiertos, y la ausencia, frecuente, de ventanas vidriadas indica que las casas estaban a merced del aire frío. A despecho de la ineficacia de la medicina contemporánea o quizá a causa de ello, la Europa urbana había alcanzado un nivel razonablemente alto en medicina preventiva. La caridad privada y el sentido común municipal llevaron al establecimiento de un número adecuado de hospitales. Incluso Lutero, a quien, en otros aspectos, cegaba el odio a Italia, reconocía, en la visita que hizo a la Península en 1511, que «los hospitales están graciosamente construidos y admirablemente provistos de excelente comida y bebida, así como de servidores cuidadosos y médicos capacitados». Quizá los hospitales efectuaran pocas curas, pero su valor como defensa mediante el aislamiento para el pueblo era inestimable. La lepra había sido casi erradicada gracias al reconocimiento de la importancia del aislamiento y de la cuarentena, así como a la prohibición que pesaba sobre los mercaderes de telas usadas de que vendieran prendas pertenecientes a los pacientes; en 1490, el papa Inocencio disolvía la orden de los lazaristas porque el fin para el que se fundó se había cumplido.

Los obstáculos para la consecución de la higiene personal eran enormes. En Alemania y en algunas partes de Suiza los baños públicos mantenían un elevado nivel de higiene, pero en países que carecían de esa costumbre tradicional y subvencionada, el coste y la dificultad para calentar el agua y el elevado precio del jabón hecho con aceite de oliva o con sebo significaban que los cuerpos llegaban sucios a la mesa y a la cama. En algunos lugares era costumbre llevar un pequeño trozo de piel para incitar a las chinches a que se agruparan allí; en otros se ponían ramitas de zarzamoras debajo de las camas para distraer a las pulgas: el acaudalado veneciano Marco Falier anota en sus cuentas caseras, en 1509, que la renovación de las ramitas le ha costado cinco soldi. Los libros sobre buenas maneras reflejaban un interés creciente por la higiene doméstica: algunos de estos libros estaban impresos en verso, para ayudar a la memoria; otros se ajustaban a melodías populares, como el alemán Tischzucht im Rosenton (La educación en la mesa en Rosenton). «Limpia tu nariz, tus dientes y tus uñas / Guárdate de la carne –advertía una obra inglesa– y no escupas en la mesa.»

En una época en que los médicos se limitaban a decir que «todo el que bebe media cucharada de aguardiente cada mañana, nunca estará enfermo» y en la que las amas de casa, sagazmente, preferían los elixires destilados en casa a la sanguijuela y la lanceta, eran los mandatarios los que salvaban vidas, y no los doctores. Cuando había carne, se procuraba que no extendiera enfermedad alguna. Los estatutos (1514) del gremio de carniceros de Chevreuse, un pueblecito de Île-de-France, especificaban, entre otras regulaciones, que todo cerdo que se hubiera criado en las inmediaciones de una barbería o herrería tendría que ser alimentado durante nueve días en lugar aparte antes de la matanza. Pero no había regulación eficaz contra la peste. Se sellaban las casas y se identificaban por medio de cruces pintadas, se prohibía la venta de telas infestadas, se alimentaban grandes hogueras en todos los espacios abiertos, inspectores de sanidad andaban a la búsqueda de enfermos encubiertos, pero nada conseguía detener la aparición de los abscesos negros y azules en las axilas y las palmas de las manos, que eran el anuncio de algunos días de dolores seguidos, en la mayoría de los casos, por la muerte. Venecia, la ciudad de Europa que se veía obligada a adoptar las más estrictas regulaciones sobre la salud a causa de su constante comercio con el este, estaba indefensa ante la peste; la Entronización de San Marcos, la temprana obra maestra de Tiziano, fue un exvoto, después de la peste de 1510, en la que murió su joven coetáneo Giorgione. En 1484, un maestro de escuela de Deventer escribía a un amigo con naturalidad reveladora: «Me preguntas cómo va la escuela. Bueno, ya está repleta de nuevo; pero en el verano el número descendió mucho. Muchos se marcharon a causa de la peste, que mató a 20 muchachos, y, sin duda, algunos no aparecieron por tal motivo». Los doctores discutían la teoría de los miasmas o la del contagio, la del aire corrupto o la del cuerpo corrupto, pero toda su sabiduría se reducía a un consejo: «¡Huid de los infectados!». No era necesario saber leer para seguir este precepto: en las epidemias de peste que azotaron Francia en 1493, 1497, 1518 y 1520 se evacuaron pueblos enteros y sus habitantes huyeron a bosques y arbolados que, normalmente, hubieran esquivado; las familias morían allí de inanición, y el cronista francés Jean d’Autun describe cómo en otro estallido de terror, en 1502, el rey y sus nobles se vieron obligados a organizar batidas de caza a fin de salvar a los enflaquecidos refugiados de las fauces de los lobos.

El espectro de la peste era un visitante habitual, pero cuando la sífilis llegó por primera vez a Europa en 1494 (traída, con toda certeza, en su forma virulenta, del Nuevo Mundo) la acompañaba el terror provocado por la novedad. Su paso a través de Europa fue espantosamente rápido: partiendo de Nápoles alcanzó Bolonia a principios de 1495 y cruzó los Alpes ese mismo año, con las tropas que se desbandaron después de la campaña de Italia y la llevaron a sus casas en todas las direcciones. En enero de 1496 se la describía en Ginebra, y en Francia se denunciaba su presencia por doquier; antes del fin de año ya estaba en Holanda y en toda Alemania; la primera mención cierta en Inglaterra data de 1497, y en 1499 había pasado al este de Praga. Además, por la publicidad que ahora podía concederle la prensa y la xilografía, la transmisión del virus se hacía aún más perturbadora. «El aspecto del cuerpo entero es tan repulsivo –escribía un doctor francés en 1495–, los dolores son tan intensos, sobre todo por la noche, que esta enfermedad supera en horror a la lepra y a la elefantiasis, y amenaza la vida del hombre.» Los predicadores se apresuraron a saludar la aparición de un aliado en su campaña contra las relaciones sexuales ilícitas. El obispo Fisher, de Rochester, en un sermón impreso en 1509, describía una Inglaterra poblada por hombres «aquejados de las pústulas francesas, pobres y necesitados, tirados por los caminos, hediendo y casi podridos en vida y con un intolerable dolor en los huesos». Los cultos y los acaudalados tampoco se libraban. Conrad Celtis la contrajo a comienzos de 1496, y su colega el humanista Ulrich von Hutten escribió un libro de mucho éxito acerca de su curación, pero murió de ella a pesar de todo; el mismo Erasmo la sufrió, así como el amigo y protector de Durero, Willibald Pirckheimer. El número de obispos de quienes se dice que eran sifilíticos hace pensar que se trata de una exageración maliciosa, pero parece autorizado creer que el papa Julio II sí lo era, aunque no turbó su ánimo heroico. Cierto es que la enfermedad mutilaba a muchas más personas de las que mataba, pero la repugnancia que causaba y el dolor que la acompañaba justificaban el espanto con que se la veía.

Los doctores se apresuraron a elaborar razones que justificaran la aparición de la plaga, principalmente de orden astrológico, así como remedios, si bien el primero que resultó parcialmente efectivo, la aplicación interna de mercurio, no se propuso hasta 1512. Entretanto, las autoridades públicas tomaron medidas contra el pánico. En 1497, Jacobo IV de Escocia ordenó que todos los sifilíticos fueran aislados en una isla en el estuario del río Forth. A comienzos del mismo año, en París se notificaba, mediante pregón callejero, a todos los residentes infectados que tenían que acudir a un alojamiento de cuarentena, improvisado en Saint-Germain-des-Prés; todos los infestados no residentes estaban obligados a abandonar la ciudad en un plazo de 24 horas por dos puertas concretas, donde tenían que firmar para recibir el dinero del transporte y marcharse a sus casas. Todo ello bajo pena de muerte en caso de incumplimiento. Estas medidas resultaban demasiado drásticas para ser observadas, de forma que la enfermedad hizo estragos a lo largo de toda Europa, como los haría tres siglos más tarde en Polinesia. El emperador alemán Maximiliano interpretó la sífilis como un signo de que Dios estaba castigando a los hombres en los umbrales del año místico de 1500 e instó a su pueblo a abandonar el mal camino y a unirse a la cruzada que estaba intentando organizar contra el turco.

LA VIOLENCIA Y LA MUERTE

Ya fuera organizada o casual, la violencia añadía una dimensión perturbadora a la incertidumbre que la enfermedad introducía acerca de la probable duración de la vida de un hombre. En las guerras de esta época intervenían ejércitos mucho más grandes de los que hasta entonces se habían organizado y el tránsito de estos de un campo de batalla a otro dejaba tras de sí un ancho sendero de miseria donde los empleados de la intendencia habían abusado, los acompañantes civiles habían robado y los soldados saqueado. A las bajas en combate, la matanza de prisioneros y el pillaje de los pueblos hay que añadir las consecuencias de los graneros urbanos vacíos, la escasez de alimentos, la elevación de los precios que arrojaban a miles de no combatientes del nivel de supervivencia a la necesidad más desesperada. Pero no acababa aquí el azote de la violencia organizada: del mismo modo que un ejército se formaba trabajosamente a partir de compañías de hombres que atravesaban el país como bandidos legales en su camino hacia el punto de reunión, luego, cuando llegaba la disolución, había muchos que preferían la vida errabunda del aspirante a mercenario. Estos se aburujaban en cuadrillas, dependientes de la posibilidad de empleo por medio de la clase ascendente de los jefes militares, y, entretanto, se mantenían a sí mismos mediante el saqueo. Por supuesto, no era este un fenómeno nuevo. En 1477, una horda de jóvenes soldados suizos, licenciados de las guerras de Borgoña, se había abierto camino como vándalos desde Lucerna a Ginebra, provocando una oleada de pillajes. Una vez cristianizada la «vida salvaje», esta delincuencia de masas reflejaba un problema que ninguna sociedad se encontraba preparada para resolver: la reabsorción de sus fuerzas armadas. Otra razón de la violencia la constituía la creciente eficacia del intento de los gobiernos de imponer ley y orden. Los bandidos que caían sobre los viajeros o que asaltaban pueblos para pedir rescate no eran solamente los detritus de la guerra, sino también los residuos de la desfeudalización y la centralización, inasimilados sociales a quienes un contacto más estrecho entre el gobierno y la sociedad en su totalidad había expulsado. Aparte de estos desplazados, la violencia podía surgir dondequiera que se hiciera un intento de transformar antiguas formas de vida, desde el asesinato del duque de Northumberland en 1489, mientras trataba de recaudar un impuesto real en una aldea de Yorkshire, hasta el desafío armado con el que la Sorbona de París trataba de proteger sus exenciones frente al derecho común.

Sin embargo, la causa principal de la violencia urbana era la pura miseria. La sospecha de que los comerciantes estaban almacenando grano en previsión de un alza de precios o el rumor acerca de un nuevo impuesto bastaban para provocar explosiones populares acompañadas por incendios y asaltos a las tiendas. En Francia, el más rico de los países europeos, se produjeron tumultos de este tipo en Bayona en 1488 y en Montauban y Moissac en 1493. En 1500, las calles de París fueron invadidas por masas de personas que trataban de arrojar al Sena a los comerciantes de granos. En 1507 se produjeron en Nevers tumultos a causa de la alimentación. En 1514, la muchedumbre ocupó por completo la ciudad de Agén y, antes de que el ejército hubiera podido cercarla, las masas exigieron una distribución igualitaria de los bienes y la exclusión de los ricos del gobierno municipal. Cuando Lyon se encontró al borde de una explosión similar en 1515, los magistrados prohibieron las reuniones públicas y censuraron todos los pasatiempos populares que contuvieran propaganda igualitaria; dos años más tarde, la ciudad caía en manos de bandas armadas de artesanos. Nada tiene de extraño que en la mayoría de los pueblos europeos se prohibiera el uso de armas y se impusiera el cubrefuegos por las noches en las calles; cualquier persona que saliera por la noche tenía que llevar una antorcha y explicarle sus intenciones a la guardia; y, frecuentemente, las calles tenían cadenas que se podían desenrollar de sus bobinas y usar para impedir la entrada en caso de disturbio.

En los manuales de orientación para los confesores se concedía gran importancia a la necesidad de convencer a los feligreses de que guardaran la paz, no provocaran a otros a disputa y no excitaran a los vecinos mediante ruidos, gestos desafiantes o murmuración maliciosa. También se deploraba el juego como la causa principal de la reyertas; en vano lo prohibían el gobierno en las tabernas, los capitanes en los barcos y los estatutos gremiales a los aprendices. Era esta una legislación de clase. Enrique VIII podía permitirse hacer sus apuestas delante de toda la corte, al ajedrez, a los dados, a las cartas, en el tiro con arco o en el tenis; el libro de apuestas de los comerciantes de la Hansa en Dánzig muestra a estos apostando sobre la duración de una guerra, los resultados de una elección o de una justa, sobre el precio de los arenques, sobre las posibilidades que asistían a una cocinera que señalaba al señor feudal como el probable padre de sus hijos; todos ellos podían afrontar las pérdidas. Los pobres eran los que tenían una más clara inclinación a sentirse engañados y a tirar de cuchillo, especialmente después de haber bebido; las actas de los tribunales están llenas de salvajismo de taberna y de pequeñas y brutales vendettas rurales. Había, sin embargo, una oculta inclinación hacia la violencia en todas las esferas de la sociedad, violencia presente incluso en los pasatiempos. De las justas se esperaban heridos y, por lo común, las batallas fingidas, escenificadas como entretenimiento público, se convertían en auténticas. Estas bajas eran el atroz resultado de una época brutalizada por su contacto continuo con la violencia y su indiferencia hacia ella. Los combates de animales eran distracciones habituales de los príncipes. Se mutilaba y descuartizaba a los criminales en público, ante numerosos espectadores excitados, y sus cuerpos, o los pedazos, se colgaban en picotas fuera de las murallas o en los cruces de los caminos. A veces se celebraba la tortura en público, como la vez que, en 1488, los ciudadanos de Brujas aullaban para que el espectáculo se prolongara tanto tiempo como fuera posible, o como el caso, citado por Johan Huizinga, en el que los habitantes de Mons «compraron un bandido a un precio muy elevado por el placer de verlo descuartizado, ante lo cual el pueblo disfrutó más que si un nuevo cuerpo santo hubiera surgido del muerto».

Consideradas en este contexto, las crueldades que, bajo el impulso de la codicia o el miedo, infligieron los portugueses y los españoles a los no cristianos no resultan sorprendentes: Vasco de Gama disparando contra un puñado de mujeres y niños, los hombres de Tristão da Cunha en Somalia amputando los brazos y las piernas de las mujeres para obtener sus brazaletes más rápidamente, Balboa soltando los perros enfurecidos contra los indios de Centroamérica. Los filósofos, como Marsilio Ficino, podían deplorar la crueldad de los hombres que «les acercaba a las bestias», pero quizá resulten más sorprendentes los prolongados esfuerzos de los monarcas españoles, Fernando e Isabel, para mitigar la crueldad de sus colonos en las Indias Occidentales.

Mezclando lo sagrado con lo terrible, los misterios trajeron al escenario público los cuadros más bestiales de las cámaras de tortura y demostraron una gran ingenuidad al sustituir a los actores por maniquíes en el momento en que las tenazas comenzaban a apretar y los hierros al rojo a quemar. La misma inclinación mórbida al horror reflejan las xilografías en las crónicas impresas, con sus descripciones detalladas, y a menudo ilustradas, de nacimientos monstruosos y campos de batalla sembrados de trozos de carne; y lo mismo ocurre con el arte, especialmente con las versiones de la tentación de san Antonio, del norte de Europa, y la flagelación de Cristo. Por supuesto, esta inclinación es común a todos los tiempos; sin embargo, el carácter especialmente febril con que aparece en este periodo solo se puede explicar parcialmente y de modo fáctico. La fascinación que la tortura ejerce se puede ver muy claramente en Francia, para no escoger más que un ejemplo y, no obstante, las penas prescritas de hecho por el derecho francés se estaban dulcificando notablemente en aquel tiempo. Siempre que no hubiera atentado contra el orden público, el derecho penal en toda Europa era injustamente sumario en sus procesos, pero no salvaje. La práctica era diferente de un país a otro: por un caso de juramento blasfemo que en Francia hubiera costado 17 sous, se arrancaba la lengua en Italia; la ley podía transformarse súbitamente en violencia en virtud del pánico, pero el hombre medio no estaba mal protegido. El súbdito poderoso era quien podía sufrir la arbitrariedad completa, que es el hado de las víctimas propiciatorias: así el asesinato propagandístico que Enrique VIII hizo en los dos impopulares mandatarios de su padre, Empson y Dudley, o el consejo práctico de Maquiavelo de ofrecer el asesinato político de Ramiro D’Orca como un presente para los súbditos de César Borgia en la Romaña. La enorme cantidad de procesos que se producían, a pesar de las demoras y de los elevados gastos, demuestra que el derecho no solo tenía como función la disminución de la violencia, sino también el constituirse en un coso donde los instintos combativos podían encontrar una salida pública, formalizada y, normalmente, incruenta.

El barniz con el que el derecho, los mandamientos y una prosperidad relativa habían cubierto la violencia era quebradizo y se rompía fácilmente, en especial cuando la creencia de que Dios había decidido castigar a su pueblo desembocaba en olas de pánico.

Al azote de la peste se añadía el del infiel. El terror generado por las narraciones sobre las atrocidades de los turcos durante la ocupación de Otranto en 1480 encontró expresión no solamente en la imprenta, sino también en la pintura, a través de un sarpullido de martirologios de santos inocentes. Un médico, que escribía en 1496 acerca de la sífilis, se preguntaba si esta enfermedad, como castigo al pecado, no estaría más allá de cualquier posible cura humana, y si esto no sería una verdad aplicable a todas las enfermedades, consideradas como un desfallecimiento del ánimo; teoría que subyacía en la tendencia, creciente y nueva, a identificar toda enfermedad mental con los manejos del diablo y, por ello, con la brujería. La milenaria preocupación por la muerte de la Edad Media, que la proximidad del año 1500 tendía a exacerbar en algunos, adquiría una morbosidad especialmente profunda en las diversas versiones de la Vida del Anticristo: un judío engendra un monstruo en su propia hija, entre sicofantes que le adoran; el monstruo se circuncida a sí mismo y triunfa sobre aquellos que le niegan, mientras estos son serrados, quemados, crucificados y enterrados vivos. A medida que se acercaba el fin del siglo se multiplicaban los rumores y los signos portentosos: nacimientos monstruosos, lluvias de leche y sangre, manchas en el cielo. Las noticias llegaban de Francia –una luna triple–, de Alemania –una verdadera plaga de niños deformes–, de Grecia –una corona de espadas llameantes–, de Italia –un rayo entraba en el Vaticano y derribaba al papa de su trono–. El sentimiento de una inminente perdición persistía aún después de que hubiera pasado el peligro. Continuaron cayendo lluvias de sangre (Durero consiguió imitar una mancha en forma de crucifijo como si uno de esos aguaceros la hubiera dejado sobre la camisa de una sirviente), los predicadores fogosos aún anunciaban el fin del mundo y los cronistas pasados de moda, hartos ya de las seculares narraciones de violencia, aseguraban a sus lectores que el mundo se acercaba a sus últimos días. En las ilustraciones de la Danza de la Muerte, la mano del esqueleto tocaba a un mayor número de personas refractarias y apuntaba a una sección más detallada de la sociedad. Ya no se solía representar a la muerte en la apariencia casi consoladora del gran nivelador o del guardián del auténtico fin de la vida, la salvación. Un nuevo tema proliferaba rápidamente en libros de xilografías y en la imaginería de los sermones: el arte de morir, que se centraba no en la misma muerte, sino en el preciso momento en que esta llega al borde de la cama.

Resulta imposible averiguar en qué medida se compartían los terrores. Los suicidios eran raros y, por tanto, se les podía satirizar, como sucede en la obra de Diego de San Pedro, Cárcel de amor (1492), en la cual el héroe, rechazado por su amante, comete suicidio tragándose las cartas de aquella. Las inscripciones de las tumbas continuaban dando por supuesto el interés de las generaciones aún nonatas, los hombres de negocios y los políticos continuaban haciendo planes, seguía sin haber afluencia de donativos piadosos para ganar la amistad de san Pedro. Los humanistas podían seguir vislumbrando una era de ilustración ante ellos cuando hubiesen acabado de pulir y publicar todo el tesoro de la antigua sabiduría. «Creo que veo la aurora de una edad dorada en el futuro próximo», escribía Erasmo en una carta de 1518. «Veo acercarse una transformación que viene de lo profundo», escribía el erudito y reformador de la enseñanza española, Vives, al año siguiente. «En todas las naciones están surgiendo hombres de una inteligencia clara y verdaderamente libre, cansados de la servidumbre.» Y un año después de esto, un libro escolar enseñaba el latín porque «la vena de oro o mundo de oro (por revolución celestial) ha vuelto o retornado».

Se comenzaba a dominar el pasado. Los historiadores podían mirar hacia atrás con perspectiva; episodios que, frecuentemente, en la crónica medieval habían oscilado en la atemporalidad, se localizaban ahora con referencia a un punto convencional. Los caracteres históricos, vistos a través de una psicología bastante realista, resultaban más fáciles de imaginar y se posibilitaba la identificación con ellos. La búsqueda de un razonamiento de causalidad que explicaba los acontecimientos en función de la debilidad y la ambición humanas, fortaleció el hilo narrativo de la historia, y cierta selección en la utilización de las fuentes realzó su atractivo intelectual. Ya fuera para buscar información o una confirmación del patriotismo, ya movidos por una búsqueda de la sabiduría, por un elevado sentido de la identidad personal o simplemente por la evasión, los hombres se interesaron cada vez más por ese pasado organizado. Se sucedieron las ediciones de Livio, César, Josefo, Eusebio y Valerio Máximo (para escoger una muestra de un solo centro impresor: Lyon); se revisaron las crónicas medievales y salieron otras nuevas respondiendo a la demanda de todo un público lector. Por otro lado, no existía principio rector alguno para el futuro próximo, salvo el emitido por la Iglesia, que era potencialmente amenazador. El concepto de progreso secular no existía, excepto en el sentido de una recuperación más eficaz del pasado, esto es, la consolación por la sabiduría antigua y el acicate para emular las consecuciones de la antigüedad. La idea de que el hombre pudiera mejorar su destino físico, de que se podían aumentar los recursos alimenticios, erradicar las enfermedades y hacer la vida más cómoda y agradable no existía: faltaban las dos motivaciones que posibilitan una planificación esperanzada para el futuro: las humanitarias y las tecnológicas. Para la inmensa mayoría, el futuro no era una zona en la que un hombre pudiera proyectar con confianza sus propias actividades y las de su descendencia o especular de modo optimista acerca de la sociedad como totalidad. El futuro se agotaba en la imagen de la muerte.

LA MOVILIDAD

La idea del tiempo es en parte objetiva, influida por calendarios, trabajos y relojes; es también parcialmente subjetiva, determinada por las estaciones, el hambre, la actitud del individuo ante los estadios del discurrir vital y la esperanza de vida; es, por último, intelectual, condicionada por la capacidad de penetrar con la imaginación en el pasado y en el futuro. De la misma manera, la idea del espacio reúne un aspecto físico, otro emocional y otro imaginativo o intelectual. Es una idea configurada por lo que vemos –el contorno inmediato y los itinerarios elegidos en los viajes–, por lo que pensamos acerca de lo que vemos y por la capacidad de imaginarnos lo que el ojo no puede ver. El primer elemento está determinado por la movilidad; el segundo, por la idea de la naturaleza; el tercero, al menos en su esencia, por los mapas.

En casi toda su extensión, Europa era una zona agrícola, con grandes bosques, pantanos y chaparrales, y casi inhabitada. La gran mayoría de los hombres, posiblemente el 85 por 100 en la Europa occidental y cerca del 95 por 100 en la oriental, vivían en caseríos desperdigados o en pequeñas aldeas. Nacían, se casaban y morían a la vista del mismo bosque y de la misma iglesia parroquial. En Inglaterra y Gales había unos 810 pueblos con mercado (con poblaciones que oscilaban entre los 300 y los 1.000 a 2.000 habitantes) y que atendían a los suministros que no se podían conseguir o cultivar en las casas particulares. La distancia media que un hombre tenía que recorrer para alcanzar el más próximo de estos pueblos era de siete millas. Si tomamos en consideración las áreas menos uniformemente urbanizadas, así como el largo trecho que al amanecer tenían que cubrir los hombres entre la aldea fortificada y los pastos en las islas del Mediterráneo y las llanuras al este del Elba, no nos equivocaremos si fijamos en quince millas el viaje medio más largo que hacía la mayoría de la gente en toda su vida.

Los pueblos, particularmente los que se hallaban al borde de los caminos más frecuentados, actuaban ahora como centros de nuevas ideas y de procesos de ajuste social más decididamente de lo que hicieran un siglo antes. Aunque las abadías aisladas y las aldeas monásticas aún podían albergar a algunos meritorios eruditos aislados, ya no eran centros de aprendizaje. Los días de las escuelas de arte radicadas en las pequeñas ciudades, Saint Alban, Aix, Siena, habían pasado ya o estaban declinando. Lentamente, a medida que la población europea, especialmente a partir de la mitad del siglo XV, se recobraba de la peste de la muerte negra, crecían los pueblos, principalmente los que se encontraban enclavados en las rutas más frecuentadas. El crecimiento se debía en parte a que eran más los niños que habían nacido y conseguido sobrevivir en ellos, así como a la emigración del campo. Fueron las grandes poblaciones, sobre todo, con sus oportunidades económicas, su variedad social, sus imprentas, sus grupos minoritarios cosmopolitas, sus racimos de monumentos y la protección que extendían a la literatura y a las artes, las que atrajeron, a lo largo de los caminos y ríos de Europa, a los inquietos y a los necesitados de trabajo, que llegaban para instalarse entre las nuevas experiencias o para recogerlas y continuar su camino. Para la mayoría de los hombres que ensancharon su horizonte espacial viajando, siempre fue una ciudad lo que les impulsó a dar el primer paso.

Para el viajero, las dificultades eran inevitables y los avatares grandes. El gobierno veneciano, poseedor de uno de los sistemas diplomáticos más elaborados de Europa, tenía que amenazar con graves sanciones si quería mantener a sus agentes en movimiento. En 1506, Francesco Morosini escribía desde Turín para decir que, al atravesar los Alpes, a su regreso de Francia, algunos de su acompañamiento habían muerto a consecuencia de las tormentas de nieve. Al año siguiente, el legado pontificio, de regreso del encuentro entre Luis XII y Fernando de Aragón, en Savona, escribía que en el mar se había mareado usque ad sanguinem; y, en efecto, alcanzó Roma en tal mal estado de salud que contrajo una fiebre y murió. La correspondencia diplomática está llena de historias de terror y de quejas acerca de malas posadas, de comidas putrefactas, de muleros insolentes y de las incomodidades continuas del viento y la lluvia (no había ropas impermeables y las carreteras estaban demasiado rodadas para que se pudieran emplear carruajes cerrados y pesados). La vida de los embajadores oscilaba alternativamente entre el ceremonial y la incomodidad. Se añadía, además, especialmente en las zonas deshabitadas de Europa oriental, el miedo constante a los bandidos. Incluso en la parte occidental, los viajeros que no tenían dinero suficiente para pagarse una pequeña escolta esperaban el paso de un convoy de comerciantes, antes de aventurarse por las regiones más desoladas.

Algunas regiones estaban muy pobladas, como resulta evidente echando una ojeada a las cifras de población en números redondos: Alemania, 20 millones de habitantes; Francia, 19; Rusia (muy inseguro), 9; Polonia, 9; Castilla, 6-7; los Balcanes, sur de los ríos Sava y Danubio, 5 1/2; Borgoña (incluyendo el Artois, Flandes y Brabante), 6; Inglaterra, 3; el reino de Nápoles, 2; los Estados Papales, 2; Portugal, 1; Aragón, 1; Suecia y Suiza, ambas, 3/4. La densidad de población era baja. Los centros mayores tendían a agrandarse, mientras que los pequeños no aumentaban y las aldeas no se convertían en pueblos. El viajero podía emplear días enteros en atravesar extensiones de campo abierto que separaban a un oasis de comodidad del siguiente. Nápoles era un caso extremo: con una población de más de 200.000 habitantes, posiblemente fuera la mayor ciudad de Europa, pero, aparte de ella, no había ninguna otra ciudad, ni siquiera mediana, en todo el sur de Italia. Londres tenía 60.000 habitantes; luego se contaban Norwich, con 12.000, Bristol, con 10.000, Coventry y quizá una decena más con unos 7.000, algunas, como Northampton y Leicester, con 3.000, y la gran mayoría con 200 o menos. París tenía más de 150.000 y comenzaba entonces a extenderse más allá de sus murallas, en el futuro Faubourg St. Germain; Lyon era la mitad que París, y mucho más abajo aparecían los centros de orden inmediatamente inferior, tales como Reims o Bourges, con 10.000 habitantes. La disparidad política de Alemania daba lugar a una situación diferente: no había ni una población realmente grande, pero sí muchas alrededor de los 15.000 habitantes (Fráncfort, Ulm, Ratisbona) o de los 10.000 (Maguncia, Espira, Worms), y algunas por encima de esas cifras: Colonia, con 40.000; Núremberg y Magdeburgo, con 30.000. En Castilla, Burgos, Toledo y Sevilla tenían poblaciones por encima de los 50.000 habitantes y Salamanca probablemente 100.000 (Madrid, que aún no era capital, tenía 12.000); tras estas ciudades, las cantidades descendían vertiginosamente; por algo la mayoría de los viajeros contaban a España entre los países más desérticos y rústicos de Europa occidental. En Portugal, ningún otro centro se aproximaba al tamaño de Lisboa (40.000). Aún más pronunciado era el contraste entre Estocolmo, con 6.500 habitantes, Bergen, con 6.000, y otros pueblos suecos y noruegos, o el que existía entre Moscú, probablemente con 150.000 habitantes, y las otras poblaciones rusas, de entre las cuales solo Nóvgorod tenía unas dimensiones apreciables. En Holanda, únicamente Leiden, Ámsterdam, Delft y Haarlem pasaban de 10.000 habitantes; en Suiza, solo Ginebra, con 12.000 a 15.000 habitantes. Las poblaciones más grandes de Italia, después de Nápoles, eran Venecia, con unos 100.000 habitantes, y Milán, que, aproximadamente, tenía la misma cantidad; la población de Florencia era de unos 70.000. En realidad no existía razón alguna para que el peregrino o el comerciante europeos se sintieran superiores cuando visitaban Constantinopla (bastante más de 100.000 habitantes), Alepo (65.000) o Damasco (57.000) y, sobre todo, cuando visitaban El Cairo, ya que si no se poseen cifras, sí obra el testimonio de los visitantes italianos según los cuales era una ciudad capaz de albergar las poblaciones de Roma, Venecia, Milán y Florencia juntas.

Es preciso tomar con precaución estas cifras. Los gobiernos tenían escaso interés en las estadísticas de población por sí mismas, y las listas tributarias, a partir de las cuales se pueden compilar, suelen ser incompletas o están mal interpretadas. Pero, desde el punto de vista del viajero, la situación está clara. Representadas en un mapa, las grandes ciudades, las libres, las hospitalarias, no pasaban de ser puntos espaciosamente separados unos de los otros. Únicamente en las principales rutas de comercio podían encontrarse fondas a distancias de diez a quince millas. Solo los ricos se podían permitir el lujo de llevar comida suficiente, ropas de cama y hombres armados para apartarse de las rutas principales. Sin embargo, cualquiera que quisiera viajar, a pesar de las dificultades, podía hacerlo, y ello a velocidades que apenas se transformaron hasta la llegada del ferrocarril. De París a Calais, por ejemplo, se precisaban cuatro días y medio; a Bruselas, cinco y medio; a Metz, seis; a Burdeos, siete; a Toulouse, de ocho a diez; a Marsella, de diez a catorce; a Turín, de diez a quince. La media de tiempo para otras distancias era: de Venecia a Roma, cuatro días (aunque existe noticia de un correo que lo hizo en día y medio, sin detenerse); de Venecia a Londres, veintiséis días; a Madrid, cuarenta y dos; a Constantinopla, cuarenta y uno. Estas eran duraciones de viajes de comerciantes y diplomáticos apresurados. En las rutas donde había un servicio postal organizado todavía se podían acortar más los plazos. En 1516, las cartas enviadas desde Bruselas por medio del sistema postal explotado por la familia Taxis alcanzaban París en el verano en treinta y seis horas, Lyon en tres días y medio y Roma en diez días y medio. Sin embargo, fuera de las rutas principales, y especialmente si se incluía un pasaje marítimo, resultaba imposible predecir a ningún nivel de exactitud la duración del viaje.

El tráfico más importante, el de los comerciantes, sus mercancías y sus agentes, alcanzaba su apogeo durante las cuatro ferias anuales, según las estaciones, que se celebraban en Lyon, donde, durante quince días de intensa actividad, los mercaderes traían muestras de todos los confines de Europa occidental. Los buenos caminos, los ríos navegables, su posición central y la protección real hacían de Lyon la más activa de las ciudades europeas. La ciudad se llenaba también con los mayordomos de las familias ricas, que enviaban a aquellos a largas distancias para cargar una recua de mulas con artículos exóticos. Los libros de cuentas de uno de estos compradores, el agente de la princesa Filiberta de Luxemburgo, muestran las distancias que alcanzaba la red del comercio. Sus compras incluían especias de Venecia, vino de Creta, grosellas de Corinto, pescado salado de Flandes, anchoas secas españolas, tejidos de Inglaterra, Italia y Holanda, mercancías de cuero de España y Alemania, collares de perro, pihuelas y bolsos. La feria de Lyon es solo una de ellas, si bien la más grande; únicamente en Francia había también ferias de comercio en París, Ruan, Tours, Troyes, Dijon y Montpellier. Señalemos que las ferias se limitaban a concentrar una actividad continua. La movilidad europea era más que nada mercantil.

Además de los comerciantes había un sinnúmero de hombres buscando trabajo. La población de Europa crecía lentamente, pero más deprisa de lo que la agricultura y la oferta de trabajo urbano podían absorber sin problemas. Esto era especialmente cierto en lo que se refiere a Castilla y las montañas centroeuropeas, menos fértiles que las islas y costas del Mediterráneo. De estas zonas provenía un flujo constante de hombres a la búsqueda de empleo, sobre todo como soldados. Se podían encontrar mercenarios albanos en lugares tan lejanos de su patria como España, aunque la mayoría buscaba servir en Italia y encontraba acomodo particularmente en Venecia. Llamados stradiotas porque siempre estaban en camino (en italiano, strada), allí se les reunían hombres procedentes de otras regiones estériles a la búsqueda de guerras que otros, más prósperos, quisieran hacer sin riesgos personales. Con un poco de fortuna y un número escaso de hombres, un vagabundo se convertía en soldado de la noche a la mañana; prácticamente este era el único medio por el que un hombre sin cualificación alguna podía ascender. La experiencia inglesa muestra lo difícil que le resultaba al vagabundo no cualificado, al jornalero, encontrar empleo viajando. No se le admitía, excepto quizá temporalmente, en otros distritos agrícolas y en las ciudades no se le admitía en ninguna época. Por otro lado, valía la pena viajar cuando se poseía una cualificación adquirida y la capacidad de servir como aprendiz. Un análisis de dos compañías londinenses muestra que casi la mitad de sus aprendices venía del norte de Inglaterra.

Algunos podían viajar; tenían que viajar, más bien, con la esperanza de conseguir empleo. Los relojes de las aldeas los hacían relojeros errantes, y las iglesias, frecuentemente, las construían albañiles errantes. Renegados cristianos habían construido las grandes mezquitas de Constantinopla, así como los cañones que destruyeron las murallas de la ciudad en 1453. Para muchos, la imprenta era una profesión errante, al igual que la corrección de pruebas. Sabemos mucho de los grupos errantes de actores, juglares y músicos, algo de los jugadores profesionales errantes de fútbol y tenis, pero, desgraciadamente, casi nada acerca de los más errabundos de todos, los gitanos. Habían sido expulsados de España (de derecho, ya que no de hecho) en 1499, de Borgoña en 1515; perseguidos por doquier, en Escocia y Escandinavia era donde más tolerantemente se les trataba. Sin embargo, a través de la música y los testimonios pictóricos sabemos que, a pesar de todo, tuvieron gran auge. Un grupo de gitanos interpretó en la boda de Matías Corvino y Beatriz de Aragón en Buda en 1476 y también vuelven a aparecer representando ante la corte en 1483. En Corfú, y bajo la protección veneciana, un centenar de gitanos formó una comunidad eximida del servicio de galeras y de las obligaciones campesinas habituales.

Vagabundos también por necesidad, casi tanto como los otros, eran los estudiantes y los eruditos. Los grados universitarios se podían conseguir por partes, tras haber residido en distintas universidades. Había un plan de estudios idóneo para cada estudiante, basado en los libros de los grandes maestros y en la enseñanza oral acerca de ellos; pero este plan de estudios no se podía seguir trasladándose de un aula a la otra, sino de un país a otro. El estudio del latín, el griego y el hebreo había producido un tipo de sabiduría nuevo y revolucionario, secular al mismo tiempo que cristiano, y para participar de él los estudiantes habían de correr de una fuente a otra, según iba manando entre las peñas de la enseñanza escolástica tradicional. Motivo de viaje era también la necesidad de entrevistarse con los colegas, de sacar partido de algún editor entusiasta o de establecerse durante un tiempo bajo el ala de algún protector magnánimo. A este respecto, Moro escribía en defensa del incansable errar de su amigo: «Erasmo desafía los mares tormentosos, los cielos enfurecidos y la mortificación de los viajes por tierra, y atraviesa cansado por los viajes densas selvas y bosques salvajes, cumbres escarpadas y pasos montañosos, caminos acosados por los bandidos […] azotados por los vientos y ensuciados por el lodo». Pero hace esto a fin de aprender y enseñar, porque «al igual que el sol esparce sus rayos, del mismo modo, donde quiera que está, Erasmo esparce sus maravillosos dones».

Esta defensa del nomadismo de una persona puede aplicarse a la cultura europea como un todo, caracterizada en esta época por una velocidad desconocida hasta entonces, por la internacionalización de sus formas o, más bien, por una exposición sin precedentes de las formas nacionales o locales al desafío de las influencias exteriores. A finales del siglo XV y principios del XVI, los eruditos italianos introdujeron el Derecho romano y el estudio del griego y del latín clásico en la Universidad de Cracovia; además, fueron italianos los que trabajaron en la catedral de la ciudad y en el palacio de la colina Wawel, dejando una huella perdurable en los polacos que trabajaron a sus órdenes. También los italianos, a quienes Fernando e Isabel protegían, le dieron a la cultura española un matiz similar permanente; de extenderlo se encargaron tanto la propia organización de la corte, que incluía tutores para los príncipes y una escuela para los jóvenes aristócratas que los monarcas tenían bajo su protección, como el nomadismo permanente de toda la corte, tan múltiple en su composición, con tropas, músicos, cocineros, talabarteros, sastres, cirujanos y una multitud de empleados, tan brillante y tan grande que constituía una verdadera capital andante y que acabó influyendo en el modo de vivir y las ideas de la nobleza de toda España. En el otro extremo de Europa, Iván III contrató a italianos para trabajar en las obras finales del Kremlin. Aristóteles Fioravanti terminó en 1479 la catedral de la Dormición, y Solari, que había diseñado el Palacio Granovitaia como un prisma, pensando en la decoración de los palacios de Ferrara, lo terminó en 1491. Enrique VII de Inglaterra empleó trabajadores en vidrios policromos procedentes de Flandes; algunas de sus monedas también las diseñó un flamenco y la verja de bronce que rodea su monumento –este del italiano Torrigiano– era obra de un holandés. En Francia se incorporaron équipes enteros de artífices italianos, que venían a añadirse a Leonardo da Vinci (muerto allí en 1519) y a los arquitectos Francesco Laurana, Fra Giocondo, Giuliano da San Gallo y Doménico da Cortona. Carlos VIII tenía arquitectos, pintores, escultores, tallistas, marqueteros, tapiceros, maestros armeros y un organero, para los trabajos del castillo de Amboise. A este grupo, Luis XII añadió, en 1500, ceramistas de Forli con sus propios hornos.

A los músicos les caracterizaba una movilidad similar. Al igual que los ejércitos, las mejores orquestas eran las que estaban compuestas por especialistas de varias naciones; y del mismo modo que empleaba piqueros suizos, Francisco I había contratado, desde comienzos de su reinado, cornetines y trombones procedentes de Italia. El organista veneciano Dionisio Memmo se trasladó de San Marcos a Londres en 1516. Mientras que las corrientes de intérpretes partían del sur hacia el norte, provocando con ello una importación marginal de modas musicales –Enrique VIII bailó en la primera mascarada italiana, en 1513–, las de compositores y profesores iban del norte hacia el sur. El inglés John Hothby (muerto en 1487) enseñó durante dos décadas música en Luca, pero la mayoría era originaria del norte de Francia y de los Países Bajos y extendía sus brillantes logros por toda Europa. Johannes Tinctoris pasó más de 20 años (de 1474 a 1495) en la corte napolitana, donde dio a conocer a través de la práctica y de numerosos tratados la gran calidad de uno de los más ilustres compositores de la época, Johannes Ockeghem. El propio Ockeghem pasó algún tiempo en la España de Fernando el Católico y su influencia nórdica quedó confirmada cuando en 1516 el sucesor de Fernando, Carlos, se trajo consigo un coro holandés completo.

Josquin des Prés, doyen de los compositores de la época, también había abandonado su patria, Hainaut; trabajó en Milán, en la capilla pontificia en Roma y, al final del siglo, en la corte de Hércules I de Este, en Ferrara; más tarde pasó la mayor parte del tiempo en Francia, donde murió en 1521. Esta costumbre de viajar, así como la afable práctica establecida por los reyes de llevarse a los músicos con ellos y de prestarse ejecutantes unos a otros, son claro indicio de que Europa aprendía a hablar un lenguaje musical común con una rapidez y un método que, felizmente, contradecían la Ley de Gresham.

Los procedimientos administrativos también obligaban a muchos hombres a desplazarse. La pertenencia a la magistratura o a un cuerpo representativo, la necesidad de apelar a un tribunal de instancia superior, todo ello desarraigaba a los hombres de una existencia por otro lado estática; este proceso de desarraigo operaba como un factor de selección social, ya que cuanto más rico o mejor nacido era un hombre, tanto más se esperaba que se desplazara hasta los tribunales centrales de la nación. Este lento afluir hacia el centro de representantes, litigantes y solicitantes, corría paralelo a otro que llevaba sentido contrario, del centro a la periferia, de jueces, agentes financieros, mensajeros reales y comisiones investigadoras.

Algunas de las viejas rutas de peregrinación, como la de Santiago de Compostela, comenzaban a caer en desuso y, además, entre los que estaban demasiado ocupados o eran excesivamente perezosos para ir por sí mismos, se había extendido la costumbre de pagar a otros –generalmente en forma de donación– para que fueran en peregrinación delegada. Pero a pesar de todo ello, es bastante probable que en aquella época hubiera más peregrinos que en los tiempos anteriores o posteriores. Tenemos el testimonio negativo de los críticos que desde el púlpito a la prensa tronaban contra los que iban en peregrinación de forma demasiado irreflexiva o despreocupada. Tenemos también el positivo del comercio de recuerdos, como las conchas pintadas e imágenes de estaño de san Miguel en el monte del mismo santo; las cifras de asistentes, como las anotadas por los porteros de Aquisgrán, donde en 1493 acudieron 142.000 peregrinos en un solo día para adorar el relicario con la santa sangre o la estimación de que de los cientos de miles de peregrinos que llegaron a Roma en 1500, año de peste y de jubileo, (unos 30.000 murieron allí).

Naturalmente, los motivos que les impulsaban eran diferentes. El humanista francés Lefèvre d’Étaples describe la sincera ingenuidad de un anciano, antiguo esclavo de los turcos, a quien encontró en el norte de Italia en 1491:

Vi a un hombre vestido con una tela de saco, descalzo y sin nada en las manos. Tenía un cinto hecho de juncos y llevaba una cruz de madera. Iba de capilla en capilla sin cuidarse de la lluvia ni de la nieve, muy espesa en aquella época. Si encontraba cerradas las puertas, aguardaba fuera en oración, arrodillado sobre la nieve. No se alimentaba de nada más que de pan y de hierbas y ayunaba días enteros de una sola vez. Su bebida era agua y su cama la tierra.

En el otro polo de la escala se encontraba el fraile Felix Fabri, quien se preparaba para una peregrinación a Jerusalén con gozoso entusiasmo. Abarrotó la celda que ocupaba en el convento de Ulm con cuantos libros de viaje pudo conseguir. Por supuesto, como escribía en su relato penetrante y atento: «Le doy mi palabra de que trabajé más pasando de uno a otro libro, copiando, corrigiendo y cotejando lo que había escrito, que yendo de un lugar a otro en mi peregrinación». Este era el tipo de curiosidad que impulsó al doctor Diego Álvarez Chanca y a Miguel de Cuneo a acompañar a Cristóbal Colón en su segundo viaje, sin perseguir beneficio alguno, o que incitó a Antonio de Pigafetta a abandonar su Vicenza nativa para unirse a la expedición de Magallanes «para experimentar e ir y ver con mis propios ojos»; este es el interés que hizo que Ludovico Varthema mostrara «el mismo deseo, que había animado a otros, de contemplar los distintos reinos de la tierra», de tal modo que, en 1502, «anhelando la novedad», zarpó hacia La Meca, disfrazado de peregrino musulmán, continuando después hasta hacer comercio con algún éxito en Birmania y Sri Lanka.

LA IDEA DE LA NATURALEZA

En sí mismos, los viajes no condicionan el sentido del espacio; este depende de las reacciones del individuo ante los lugares que atraviesa. A este respecto nos enfrentamos con un gran problema de falta de testimonios. De no ser por la colección de esbozos a la acuarela sobre el paisaje, independientes del diario de viajes de Durero, tal diario sugeriría que el pintor solo estaba interesado en la cantidad de millas que viajaba, en la gente que se encontraba y en los precios de las fondas.

En todo caso no existía la idea de una serena contemplación de muchos de los accidentes naturales por sí mismos. Aparte de las escasas comunidades de pescadores, muy separadas unas de otras, y de las aisladas salinas, la costa marítima de Europa estaba desierta; sus peñas y ciénagas eran un cordon sanitaire que el viajero o el comerciante se limitaban a traspasar para embarcar o desembarcar. Hasta los países costeros como Portugal o Venecia padecían escasez de marineros. Una vida miserable, arañando la subsistencia del suelo, resultaba más atractiva que la existencia a bordo de un barco. Nadie iba a la costa a descansar. El mar era peligroso y el mundo de los naufragios algo sobre lo que nadie escribía, excepto en canciones desesperadas, y que tampoco aparecía en las pinturas, salvo como fondo de un milagro o primer plano ante los muelles de una ciudad. También las montañas constituían zonas de terror, que nadie admiraba –excepción hecha de un estratígrafo como Leonardo– más que en el caso de que sus pastos y bosques las hicieran útiles para el hombre. Nadie penetraba en las selvas, que cubrían gran parte de Europa, salvo los cazadores y los fugitivos de la justicia.

También la oscuridad ponía un límite a la contemplación de la naturaleza. El miedo a la noche estaba generalizado; durante las horas nocturnas, nadie entraba o salía de las aldeas, y los campesinos atrancaban las puertas. Si un vecino gritaba en la calle, nadie oía sus gritos. Los lobos rondaban por los alrededores, los jabalíes desenterraban los árboles frutales tiernos y las bandas de ladrones se enseñoreaban de los caminos. Esta inseguridad en un mundo en el que apenas había ley y orden alimentaba las narraciones de pesadilla sobre licántropos y horrores semejantes. La noche era el día del diablo, cuando sus brujas volaban. Con los fogones asfixiados con agua por miedo al fuego, la gente que no vivía en las ciudades pasaba la noche en una situación física y psíquica parecida al estado de sitio.

Era una época en la que también la salud, y a veces la vida, dependían del tiempo atmosférico. Los diarios consistían frecuentemente en una angustiosa relación de grandes lluvias y heladas. El campo, esto es, lo que quedaba tras restar las zonas costeras, las selvas, las montañas y los desiertos, era, más que nada, el lugar de donde procedía la alimentación. Una mala cosecha afectaba a todo el mundo, con excepción de los ricos; los más pobres morían de inanición; «fértil» o «árido» en lugar de «bello» o «deprimente» eran las palabras que expresaban la primera reacción ante el paisaje. Todo el mundo tenía una visión de agricultor: el humanista, el comerciante o el monje. La Europa agrícola no era ni especialmente exuberante (debido al posterior avenamiento y a la selección de pastos) ni tampoco estaba agradablemente recortada, ya que había pocas divisiones por medio de cercas. Además, tampoco tenía una productividad tan alta, a pesar de la escasa población, como para compensar una mala cosecha con otra buena. Aproximadamente un tercio de la tierra se encontraba en permanente barbecho, puesto que, debido a la escasez de ganado y a la ausencia de abonos artificiales, raramente podía la tierra soportar más de dos cosechas sucesivas. El alto precio y escaso número de animales de tiro, así como la ineficacia de los arados que la mayoría de los campesinos podía procurarse, determinaban una propensión al cultivo superficial; como, además, le faltaba humus a la tierra (los campesinos ingleses extendían helechos sobre las veredas, esperando que los viandantes los convirtieran en abono al pisarlos), la rentabilidad era baja. Por tanto, todo dependía del tiempo atmosférico; la valoración objetiva contrarrestaba la idea subjetiva de la naturaleza.

No solamente en los campos de cultivo cedía el placer al cálculo de la utilidad, también se consideraba a las flores, los matorrales y las hierbas fundamentalmente en función de su empleo como condimento o medicinas. Es dudoso que la gente pobre pudiera considerarlos de otra manera. Incluso lo es que lo hicieran personas acomodadas e instruidas. Las ilustraciones xilográficas tradicionales que representaban herbarios ocultaban a la misma flor tras una imagen frecuentemente muy deformada, que se había mantenido desde los tiempos de Dioscórides, a lo largo de toda la Edad Media, sin que la observación directa viniera a reformarla. Los herbarios y los bestiarios mostraban las flores comunes y los animales familiares bajo formas que contradecían la experiencia diaria; pero tales imágenes poseían dos fuentes de poder: de un lado, simbolizaban el conocimiento y la autoridad y, de otro, constituían jeroglíficos aceptados que demostraban lo variado de la obra de Dios y su inmediato interés por el hombre. Tras el ojo que contemplaba la naturaleza había una botánica falsa, una zoología falsa y una topografía falsa, habida cuenta de que tanto para árbol como para río y montaña existían símbolos convencionales. Aun cuando los artistas habían demostrado su capacidad para representar una ciudad con exactitud, los impresores continuaban ilustrando las descripciones escritas de las diferentes ciudades con la misma vista convencional en xilografía. Desde luego, resulta imposible dictaminar en qué medida esta visión estaba determinada por asociaciones que oscurecían un inmediato «amor a la naturaleza», entre ellas la utilidad, las imágenes de la pseudociencia y la idea de la voluntad divina, dentro de la cual el amor a la naturaleza se confundía con la adoración a Dios. Lorenzo de Médicis podía ver desde su casa de campo en Poggio a Caiano, localidad italiana, que «según la dirección del viento, el olivo aparecía verde o blanco sobre la loma, abierta y graciosa». Aquí se incluye un atisbo de observación directa. En otros poemas de Lorenzo –en quien el sentido de la naturaleza estaba más fresco que en cualquiera de los otros escritores de la época–, esta viveza va poco más allá (y en ello es representativo) de la fragancia que se desprende de los motivos de la tapicería de la Edad Media y de la literatura clásica:

Cerchi chi vuol le pompe… Dejad que el que las desea busque la pompa y el honor, las plazas públicas, los templos y los grandes edificios, tesoros y placeres que solo traen con ellos mil dolores y preocupaciones. Un verde prado lleno de hermosas flores, un arroyo que humedece la hierba en sus orillas, un pajarillo con su lamento de amor, todo esto alivia nuestras pasiones mucho mejor[3].

A comienzos del siglo XVI la retirada de la ciudad en busca de la saludable tranquilidad del campo se había convertido en una actitud generalizada. En Italia, la casa de campo tenía ya una historia de cincuenta años de perfeccionamientos y en toda Europa la construcción del castillo comenzaba a dulcificarse, a medida que la ley y el orden ganaban terreno. Los moralistas alababan las ocupaciones inocentes de la vida rural, los poetas imitaban los versos de Teócrito y del Virgilio de las Églogas y los pastores y pastoras pasaron a formar parte de las mascaradas. Hacia 1490, Signorelli, con su dios Pan, proporcionó una divinidad tutelar al movimiento de regreso a la naturaleza, y en 1502, con su Arcadia, Sannazaro captó el anhelo de la época por la paz y la inocencia con una delicadeza de espíritu y una firmeza de estructura que permitía predecirle a la pastoral una vida duradera. Aunque en la corte del joven Enrique VIII habían de danzar salvajes de las selvas, era esta una costumbre italiana y, al menos en parte, artificial. Además del amor al campo, había otras razones a favor de la vida en la casa de campo; la propiedad de la tierra era una sólida inversión en una época en que la vida comercial italiana estaba sometida a recesiones alarmantes. Al igual que en los tiempos de Boccaccio, aquellos que podían permitírselo se retiraban de la ciudad en los meses de calor, que eran frecuentemente los que traían la peste. La casa de campo no servía tanto para identificar a un hombre con la vida rural cuanto para permitirle distanciarse de ciertos aspectos de la existencia urbana. Dominaba una gran admiración por la caballería nórdica, el castillo, la caza y la distancia social, a todo lo cual había renunciado la clase dominante italiana cuando, siglos antes, escogió la dura competencia en las ciudades. La quinta permitía una vida feudal desmilitarizada, aún más alejada de los conflictos de clase en sus asociaciones tradicionales. Los dirigentes republicanos de Florencia y Venecia podían hacer excursiones a caballo y representar el triple papel de Amadís, Cicerón y el banquero comerciante, provistos como estaban de sus trovadores y humanistas para entretenerles, de sus perros y sus halcones. Para los aristócratas, el amor al campo probablemente era secundario frente a la conveniencia social del asentamiento, y para aquellos humanistas que se podían permitir construir una quinta o modificar una casa de labranza para ellos, la vida rural se convertía en una biblioteca al aire libre. Una referencia más segura que la poesía es el testimonio de las xilografías y los grabados, producidos para un público de masas y en los que se mostraba al campo sobre todo como un lugar para el amor. A los primeros días cálidos de la primavera, los amantes abandonaban unas casas donde no existía la intimidad, donde los colchones estaban impregnados de humedad y bullían pulgas, para dirigirse a los prados y a los bosques. No es casualidad que las dos escenas de amor más bellas y serenas de la época, los Marte y Venus, de Piero di Cosimo y Botticelli, estén situadas al aire libre.

El arte, en su totalidad, es una referencia más valiosa que la literatura. A pesar de que se conocían los logros de los antiguos en la pintura de paisajes a través de la descripción que Plinio el Viejo hace de las obras clásicas, no se habían conservado muestras que fuera posible copiar o que ejercieran alguna influencia. Ya a comienzos del siglo XV se habían pintado paisajes con bastante exactitud técnica; el río que serpentea hacia las colinas en lontananza de la Virgen del canciller Rolin (1425) es un magnífico ejemplo, aunque, por su intención, todavía se trata solo de la naturaleza como símbolo. Hacia 1500 comenzó a abandonarse el empleo del paisaje como símbolo de la creación o alegoría de un estado de ánimo, a favor de una valoración de la naturaleza en sí misma, como un contenido autónomo de sentido y no un poste indicador de cierta dirección para la mente o el alma. El progreso técnico ayudó a preparar el terreno para este cambio. El dominio de la perspectiva aérea y compositiva permitía al pintor –un Durero o un Giorgione– volver del campo con un paisaje completo en la mente o en un boceto; facilitaba también a los pintores el empleo de paisajes que poseían un significado personal para ellos, de tal modo que podían registrar, con facilidad y naturalidad, los lugares en que se desarrollaban sus vidas propias. De este modo, el valle del Arno aparece en la Natividad, de Baldovinetti, y en el Martirio de san Sebastián, de Pollaiuolo. Estos fondos familiares habían perdido su carácter de símbolos debido a que se les veía y recordaba en su conjunto como una escena y no constituían solo la mezcolanza de un río, una colina rocosa y una selva procedentes del diccionario iconográfico que todo pintor llevaba en la cabeza.

Sin embargo, no resulta sencillo determinar la calidad de este sentido de la naturaleza. En su San Jorge en el bosque, de Altdorfer, el santo encubertado resulta un enano en comparación con el follaje abrumador del bosque, pero cabe preguntarse si el pintor lo hizo así porque amaba los árboles o porque estos simbolizaban para él la parte del país reservada especialmente a la clase de los caballeros y a sus monteros. También cabe preguntarse si Pollaiuolo no había empleado el valle del Arno porque el río, al alejarse, le permitía pensar en términos de perspectiva lineal convencional. Todo lo que puede afirmarse es que pocos artistas manifestaban un goce inequívoco con el paisaje por sí mismo y, aun estos, para su propia satisfacción. La mayor parte de estas escenas son dibujos; pocos alcanzan un grado de elaboración que permita la venta o el regalo y, por ende, la existencia de entendidos en la materia capaces de compartir el goce. No hay ni un cuadro completo que esté dedicado únicamente al paisaje. Si bien es probable que la literatura pastoral, particularmente una obra como la de Pietro Bembo, Los asolanos, con su imaginación, intensamente visual, estimulase a los pintores, la visión de estos era mucho más penetrante que la de los poetas. La descripción del olivo de Lorenzo resulta increíblemente exacta para un escritor. No obstante, este es solo uno de los muchos pasajes en los que Leonardo describe el aspecto del follaje:

Cuando te sitúas ligeramente por debajo del nivel del árbol puedes ver el anverso de algunas de sus hojas y el reverso de otras, y los anversos serán de un azul más oscuro porque las hojas están más escorzadas, y habrá veces que la misma hoja muestre parte de su anverso y parte de su reverso y, en consecuencia, tendrás que pintarlas de dos colores.

Al intentar utilizar observaciones como la anterior y bocetos au plein air para el acabado de una obra de estudio se planteaban enormes problemas de interpretación. Es posible que, aparte de la falta de demanda, la razón por la que los paisajes se mantuvieron como fondos residiera en que así eran más sencillos de ejecutar.

El hecho significativo de que, entre los grupos errantes, hubiera una gran proporción de aquellos que producían obras de arte y literatura y aquellos otros que las protegían –comerciantes, nobles, eclesiásticos–, autoriza a suponer que habrá contribuido de algún modo a la representación de la naturaleza. No hay que olvidar, sin embargo, que las impresiones sobre las que se elaboraba el sentido del espacio de estos hombres las recogían fundamentalmente a lo largo de caminos harto transitados o en las inmediaciones rurales de las ciudades y que, además, la mayor parte de los viajeros se ponía en camino con un fin práctico, ya fuera obtener un empleo, ocupar un cargo, estudiar, comerciar o combatir, y que, por tanto, se orientaban hacia su fin específico. Erasmo expresa la actitud típica del viajero cultivado; se resiste a separarse de sus amigos y hace el camino a regañadientes, hasta que vuelve a encontrarse en compañía humana. La naturaleza es algo ante lo que se refunfuña –demasiada fatiga, excesivamente nublado, demasiado frío, un mar demasiado encrespado– y con lo que no se obtiene placer casi nunca. La naturaleza es un vasto pasillo desagradable que une las cálidas viviendas de los hombres. Incluso los geógrafos y los topógrafos, cuya mirada profesional admitía los escenarios nuevos, apenas expresan sentimiento alguno frente a ellos. Su interés se centraba en la toponimia, en la productividad y en la gente: resultaban de mayor interés las curiosidades antropológicas que el pasiaje en que tenían lugar (de modo que, por ejemplo, la ciudad era donde se colgaba a cada reo; si se demostraba después su inocencia, se le daba cristiana sepultura). El único de los descubridores que muestra cierto deleite ante la naturaleza es Colón; pero tras haber pasado muchas noches bajo cielos tropicales, no hace mención de las estrellas si no es como puntos de referencia para la navegación, e incluso su alabanza al paisaje degeneraba rápidamente en el utilitarismo: «En esta isla española hay montañas de gran tamaño y belleza, vastas llanuras, pequeños bosques y campos muy fecundos, admirablemente adecuados a la labranza, al pasto y a la vivienda».

LOS DESCUBRIMIENTOS

La búsqueda concienzuda y práctica de productos útiles, especialmente oro y especias, fue lo que determinó en mayor medida la extraordinaria rapidez con la que se produjo la apertura a través de la cual los europeos pudieron mirar al mundo. El cabo de Buena Esperanza se rodeó en 1488; en 1492 se descubrieron las Indias Occidentales; por vía marítima se llegó a la India por primera vez en 1498; la descripción del Brasil data de 1500; en 1513, cuando Balboa confirmó las suposiciones existentes viendo un «nuevo» océano, se reconoció a América como continente separado; Magallanes circunnavegó Sudamérica en 1520.

Estos viajes, que llegaron a marcar una época, representaban, en gran medida, la consecución de objetivos pretendidos durante mucho tiempo atrás y la recompensa a la pericia adquirida. Durante siglos se había ido a buscar a los puertos del norte de África el oro procedente de allende el Sahara, así como aquel sucedáneo de la pimienta, llamado granos del paraíso, mientras que los puertos del Mediterráneo oriental suministraban drogas y especias de las Indias Orientales. El deseo de alcanzar las fuentes de esas mercancías había llevado a los comerciantes a cruzar el Sahara y a viajar por tierra hasta China; pero ya a finales del siglo XIV estaba claro que las fuentes no se podían explotar ventajosamente más que por mar. Los costes de los transportes por tierra, la inseguridad política, así como el tiempo que se perdía en vigilar los fardos propios cuando los cambiaban de una caravana a otra, convertían en inútiles las experiencias de viajeros tales como los Polo.

En el siglo XV se generalizaron los viajes marítimos prolongados. Las galeras venecianas singlaban regularmente hacia Inglaterra; los comerciantes del Báltico, a España; los pescadores ingleses comenzaban a aventurarse hasta Islandia. La frecuencia de los viajes dentro del triángulo con vértices en Lisboa, Azores y cabo Bojador (del cual se había levantado mapa incluido en el Atlas Catalán de 1375) constituyó una escuela de adiestramiento para los barcos y los marinos que les capacitó para la exploración a mayor distancia. Una serie de expediciones portuguesas, que fueron cabotando las costas africanas hacia abajo, condujo al paso del ecuador en 1473. En 1482 fundó Juan II el puerto de Elmina, en la Costa de Oro, con lo que consiguió desviar la ruta de las caravanas del Sahara.

Ya desde el segundo decenio del siglo XV, cuando comenzaron estas expediciones, existían casi todas las condiciones necesarias para la navegación transoceánica, así como para la exploración costera. La base administrativa era adecuada: préstamos para el equipo, seguro marítimo que cubriera riesgos imprevisibles y colaboración de los que costeaban la empresa y los expertos geógrafos. Los modelos que se podían seguir para la explotación de las tierras descubiertas en ultramar y que, desde luego, se adoptaron en las Azores y en las Canarias, se obtuvieron de la experiencia de las plazas y enclaves comerciales cristianos en el Levante dominado por los otomanos y los mamelucos, de la distribución y administración de las tierras conquistadas a los moros en Granada, así como del trato a los esclavos o a los trabajadores virtualmente desprovistos de derechos. Desde el punto de vista tecnológico, se mejoró el diseño de barcos durante el siglo XV, aunque en 1420 los buques eran ya lo suficientemente resistentes y podían navegar a bolina como para hacer la travesía hasta las Américas y regresar. Lo mismo se puede decir desde el punto de vista científico: los instrumentos de navegación, astrolabios y nocturlabios, se mejoraron mucho, y las tablas astronómicas, de las que dependía su uso adecuado, se refinaron; sin embargo, los marinos no confiaban en las técnicas avanzadas de posición. Utilizando el familiar compás, estimando la distancia viajada por medio de la experiencia, añadiendo a esto el conocimiento de su barco y –en el caso de que hubiera que cambiar de bordada– el manejo de una rosa de los vientos, los pilotos navegaron a derrota estimada hasta bien entrado el siglo XVI. Un exacto control de la hora es absolutamente imprescindible para determinar la longitud, y solo ligeramente menos esencial para fijar la latitud, pero el único instrumento para medir el tiempo suficientemente adecuado para su uso en el mar era el reloj de arena, que nunca fue un utensilio preciso y mucho menos en un barco sujeto a continuos cabeceos y arfadas, y ello si un accidente no lo volcaba. Existía un abismo infranqueable entre una teoría elaborada desde la costa y lo que realmente se practicaba en el mar. No es que las matemáticas, la astronomía y la fabricación de instrumentos de precisión carecieran de utilidad en el proceso de exploración deliberada y continua, pero, desde luego, no determinaron ni la velocidad con que se llevaba a cabo ni su alcance. Estos estaban condicionados por dos cosas: el desarrollo de la teoría geográfica y un cambio en la idea que los hombres se hacían del espacio terrestre.

Hacia 1480, los geógrafos habían consagrado gran atención a la Geographia de Ptolomeo y a los mapas que se basaban en ese texto. El mapa mundial de Ptolomeo mostraba el mundo que habían conocido los romanos cultos del siglo II; un mapa que, gracias a los contactos de los griegos con la India y a las suposiciones –originadas a partir de los rumores y del comercio– acerca de lo que pudiera haber más al este, daba un bosquejo más o menos exacto de Europa, de la costa norte de África y de Arabia, y adjudicaba una generosa extensión al océano Índico, al que mostraba, sin embargo, como un mar interior, con su costa sur bañando la vasta masa completamente imaginaria de la Terra Incognita, que se alargaba hacia el norte y llegaba a ser paralela al trópico de Capricornio, punto en el cual se confundía con África. Según este mapa, los barcos podían navegar fácilmente desde África hasta las Indias (término en el que se comprendían la península Malaya, las Indias Orientales y China), pero también parecía demostrar que no había manera de llegar por mar hasta esta meta; parecía burlarse, permitiendo una clara visión del tesoro y cerrando la puerta de acceso al mismo tiempo. Sin embargo, a Ptolomeo se le estudiaba poniéndolo en relación cada vez más intensamente con su predecesor Estrabón, quien alimentaba la idea de que era posible la circunnavegación de África, como lo pensaba también un tercer autor cuyas obras recibieron gran atención en los círculos de humanistas: Cayo Julio Solino.

El mapa mundial elaborado por el monje veneciano Fra Mauro muestra, hacia 1459, cuánto se había modificado la teoría de Ptolomeo. Este mapa adoptaba la silueta de Asia ofrecida por Ptolomeo, pero dibujaba un África que, aunque no se le habían incorporado los recientes descubrimientos de los portugueses –quienes ya se encontrarían a la altura de Sierra Leona–, resulta claramente circunnavegable. Este cambio de perspectiva fue el que estimuló a Juan II de Portugal para no darse por satisfecho con el oro de Elmina y para decidir alcanzar también las fuentes de las especias orientales.

Juan envió dos expediciones en 1487 a fin de comprobar la exactitud de sus cartógrafos antes de hacer una inversión en una flota mercante. Despachó a Bartolomé Díaz hacia el sur, cabotando la costa de África, en tanto que a Pedro de Covilhã le envió en la dirección opuesta con el objeto de que pasara al océano Índico a través del Mediterráneo y del mar Rojo y recogiera cuanta información le fuera posible entre los árabes (el explorador hablaba esta lengua) que traficaban entre el África oriental y la India. Mientras las tormentas apartaban a Díaz de la costa y le arrastraban hacia el sur y al oeste de modo que realmente llegó a doblar el cabo sin ser consciente de ello, Covilhã alcanzaba Sofala justo al sur de Beira, donde hizo investigaciones acerca de las rutas marítimas en torno a África del sur. De las historias de árabes cuyos barcos habían sido arrastrados hacia el este, del mismo modo que Díaz lo fue hacia el oeste, Covilhã llegó a la conclusión de que la circunnavegación era posible. El resultado de la maniobra de tenaza de Díaz y Covilhã fue obtener una imagen relativamente clara de toda la costa africana, excepción hecha del trecho donde ninguno de los dos puso el pie, entre Londres Oriental y Sofala. Habían madurado las condiciones para el viaje de Vasco de Gama alrededor del cabo, siguiendo hacia arriba la costa este hasta Malindi y atravesando hasta Calicut; y, con entera certeza, solo se debió a la posterior enfermedad de Juan el que los portugueses retrasaran el contacto con la India hasta 1498.

En aquellos momentos, Colón hacía su tercer viaje a las Indias Occidentales. El descubrimiento de América se había hecho de modo completamente distinto a como hasta entonces se llevaban las exploraciones en África y el contacto con la India. Hasta el momento en que las tormentas arrastraron a Díaz a gran distancia en el Atlántico sur, cuando se encontraba a unas 500 millas al norte del cabo, la exploración de la costa africana se había llevado paso a paso. Los marinos se aproximaban a lo desconocido partiendo de lo conocido y procediendo de cabo en cabo y de bahía en bahía. Una vez que los portugueses doblaron el cabo y establecieron contacto con Mozambique, penetraron en una zona comercial muy compleja, con un intenso tráfico de grandes barcos, donde había mapas y los pilotos utilizaban cuadrante y compás. El océano Índico se asemejaba a un Mediterráneo arábigoparlante donde, mediante intérpretes de la península Ibérica o de África, los europeos podían dominar los entresijos sin demasiada dificultad, aunque, desde luego, no sin arrostrar bastantes peligros e inevitables privaciones. Toda vez que la teoría geográfica y, por tanto, también los mapas habían admitido que África era circunnavegable, el contacto con el lejano Oriente era una cuestión de voluntad y valor sin que se precisara de una convicción imaginativa que justificase un enorme salto sobre el océano.

Que Catay se hallaba hacia el oeste, al otro lado de un gran océano, hacía mucho tiempo que se había dado por supuesto. Sin embargo, para poner en práctica semejante conocimiento no solo se requerían barcos dotados de las características precisas, técnicas de navegación adecuadas y hombres dispuestos a arriesgar sus vidas, sino también la capacidad de imaginar el espacio, expresado en términos cartográficos, como abierto a la exploración de modo real y tentador. En el cambio de mentalidad que suponía el dejar de ver los mapas como registros de lo que se conocía o se imaginaba, para pasar a considerarlos como diagramas de lo posible, como invitaciones a expediciones a las que se podría considerar como mera prolongación de los viajes ordinarios, tenía una influencia más directa el arte que la ciencia o los propios viajes. A finales del siglo XV un artista como Leonardo podía no solamente registrar con exactitud un paisaje que tuviera delante, sino también proyectar imaginativamente su capacidad de asimilación espacial hasta la más amplia perspectiva del ojo de pájaro e incluso, más alto y amplio, podía dibujar un mapa detallado de una provincia completa. El arte ayudaba a la mente a pensar en categorías de espacio mediante el previo adiestramiento del ojo. Al ayudar a los hombres a «ver» el campo como una totalidad y no como un amontonamiento de impresiones independientes y al adiestrar sus imaginaciones, confrontándolas con paisajes imaginarios, pero perfectamente verosímiles, el pintor les capacitaba para proyectar la imaginación más allá del marco del cuadro, más allá de lo que era visible, hacia lo que solo se podía conjeturar. De la misma manera, con los mapas la imaginación adiestrada se elevaba desde la parte conocida, allí dibujada, a la consideración de las regiones inexploradas como susceptibles de conocimiento. En efecto, a partir de 1490, los mapas determinaban la dirección de los viajes de exploración con un sentido de incitación positiva que era nueva hasta entonces, pero que alcanzó tal intensidad que docenas de barcos habían de zozobrar y cientos de hombres iban a perecer a la búsqueda de pasos, estrechos y hasta de un continente entero, la Terra Australis Incognita, que solo existían en la imaginación de los cartógrafos. Al mismo tiempo se registraba una creciente demanda de mapas y descripciones escritas con fines administrativos y militares. «Me han pedido», escribía un médico humanista de Zúrich a comienzos del último decenio del siglo XV, «que describa las regiones de nuestra Confederación y sus alrededores, de modo que puedes comprender… lo útil que resulta tal descripción para todos aquellos príncipes que se aprestan a tomar el país por la armas». Los historiadores comenzaban a utilizar la geografía, «el ojo de la historia», con el fin de situar su tema tanto en el espacio como en el tiempo, y el celo patriótico también constituía motivo para descripciones de ciudades y regiones. Asimismo, los políticos, que carecían de atlas o mapas que señalaran las fronteras nacionales, mostraban un creciente interés en concretar el escenario de sus operaciones diplomáticas, valiéndose de los informes de los embajadores para suplir los defectos de los mapas de Europa, aún muy rudimentarios.

Hacia 1520, sin embargo, únicamente una minúscula fracción de la población europea había visto alguna vez un mapa. En las escuelas y universidades no se enseñaba geografía, a excepción de en algunos centros, la mayoría de los cuales se encontraban en Alemania, donde se estudiaba a Ptolomeo. Careciendo de la costumbre de pensar el espacio en conceptos, un viajero que fuera a la guerra o al trabajo no podía relacionar sus impresiones aisladas con la naturaleza del camino como un todo, y tampoco podía extenderlas imaginativamente a las partes no visibles de la zona que estaba atravesado; un hombre no podía imaginarse gráficamente el país en el que vivía; un propietario agrícola, incapaz de «ver» sus propiedades como totalidad, no estaba interesado en concentrar sus dispersadas pertenencias por medio de la compra o el cambio; al gobernante, carente de la «visión» de su reino, no le inquietaba malbaratar provincias que las generaciones posteriores, conocedoras del mapa nacional, habían de considerar como esenciales para el mantenimiento de las fronteras estratégicas; informados a través de descripciones verbales, los gobiernos estaban imposibilitados para valorar los recursos materiales y humanos de sus rivales; los generales calculaban erróneamente las líneas de comunicación y encontraban enormes dificultades para elaborar un plan sistemático de operaciones. Por supuesto, en una época que virtualmente carecía de mapas efectivos es lógico que se desarrollara el espíritu localista, así como la caza capacitaba al ojo para juzgar el terreno y las distancias. Si, a pesar de todo, los asuntos militares y diplomáticos están revestidos de un aura de confusión e improvisación, ello se debe, al menos en parte, a que los hombres eran literalmente incapaces de ver sus propios fines.

La dificultad de relacionar la información escrita y oral con un concepto gráfico del espacio también explica (aunque solo parcialmente) la indiferencia general de la mayoría de los europeos ante el pasmoso ensanchamiento de sus horizontes geográficos. Resultaba imposible seguir los viajes con la imaginación, y los relatos de lo que se había encontrado únicamente resultaban atractivos si se podían enlazar con las maravillas y los monstruos de la tradición viajera medieval; las diferencias esenciales con las nuevas tierras y los nuevos pueblos no se podían comprender porque la imaginación se encontraba retenida en Europa.

Los relatos de viajes comenzaron a imprimirse a partir de 1493, cuando apareció en Roma la narración del primer viaje de Colón, mas no encontraron un círculo importante de lectores hasta mediado el siglo XVI. A pesar de la gigantesca influencia que las consecuencias económicas y políticas del comercio y el asentamiento en ultramar habían de ejercer, hasta entonces la información sobre África, Asia y las Américas era insignificante, excepto para los que estaban directamente implicados en el comercio ultramarino o en la preparación de los viajes de descubrimientos. La mayor parte de los eruditos humanistas estaba más interesada en el redescubrimiento del mundo antiguo –descubrimiento que se podía realizar mediante palabras y el estudio de los textos– que en prestar atención al descubrimiento del nuevo, lo cual exigía una nueva imagen gráfica del espacio. Absolutamente típica fue la reacción de Marineo Sículo, quien enseñaba en Salamanca cuando Colón estaba allí discutiendo su teoría geográfica con sus colegas y que, además, era uno de los historiadores oficiales de Fernando de Aragón; entre todos los numerosos escritos de Sículo solo hay una referencia al Nuevo Mundo, aquella en la que comenta el hallazgo de una presunta moneda romana en América Central, mientras desliza comentarios como: «Esto arrebata la gloria a nuestros soldados, quienes alardeaban de su navegación, dado que la moneda es una prueba de que los romanos habían navegado hacia las Indias mucho tiempo antes». Marineo se mantuvo con los ojos de la mente observando el pasado. Para la gran mayoría de los hombres ilustrados el desafío más interesante venía del tiempo y no del espacio.

[1] Aquí, como más adelante, se cita de la edición de la Librería Antonio López, Editor, Barcelona, 1909.

[2] Medida de líquidos equivalente a un octavo de litro [N. del T.].

[3] Trad. de E. Borsook, The Companion Guide to Florence, 1966, p. 244.