II. LA EUROPA POLÍTICA

LA UNIDAD POLÍTICA

La variedad de formas de gobierno en la Europa de la época era asombrosa. Incluso aunque omitamos anomalías tales como el papado y las zonas sobre las que, a todos los fines y efectos, no se ejercía gobierno alguno, aún nos encontramos con monarquías hereditarias, electivas y compartidas, con repúblicas oligárquicas de amplia o estrecha base social, con confederaciones que actuaban como agentes libres y con un emperador cuyas órdenes ignoraban virtualmente la inmensa mayoría de sus súbditos[1]. No obstante, la palabra gobierno en esta época tiene la ventaja de ser menos equívoca que la de nación o Estado para la descripción de los acontecimientos políticos, ya se refieran a la política exterior y a la guerra o al sistema tributario y a la administración de justicia, ya a las luchas por el poder dentro de un país determinado, ya a las relaciones entre el súbdito y su gobernante.

En aquel tiempo, la palabra «nación» significaba un conjunto de individuos que habían nacido en el mismo lugar; y así se entendió en los concilios ecuménicos de la Iglesia en el siglo XV, al igual que se seguía considerando en la organización social de las universidades; implicaba también la idea de fines compartidos, experiencias y sentimientos que se podían movilizar a través del gobierno. Evidentemente, en este tiempo resulta posible hablar de un sentimiento nacional, del mismo modo que resulta imposible explicar los asuntos internacionales soslayando la fortaleza del patriotismo[2]. Pero la palabra nación, en su acepción moderna, sugiere un sentimiento comunitario más extensivo de lo que entonces se daba y resulta inseparable de la idea de unas fronteras bien definidas. En la legislación económica mercantilista que promulgaban los gobiernos o en la construcción de fortalezas para la defensa de sus territorios hay implícito algo parecido a un «pensamiento de frontera», pero como ni estaban claramente delimitadas, excepto en la costa marítima, ni tampoco se daba por supuesto que hubieran de ser necesariamente duraderas, fundamentalmente las fronteras eran poco menos que tierras de nadie de distinta extensión, donde las comunidades locales se sometían bien a las leyes de un lado bien a las del otro, según rezara su interés en cada momento, y donde unos hombres que fortificaban sus haciendas e iglesias, con la intención de defenderse a sí mismos, ignoraban en principio el brazo del gobierno, generalmente debilitado al extenderse tan lejos del centro administrativo.

Los geógrafos podían hablar de las fronteras naturales, las montañas y los ríos, como lo hacía Johannes Cuspinian en su Austriae regionis descriptio. El rey francés Luis XI podía decir en 1482 que quería que «el reino se extendiese… hasta los Alpes… y hasta el Rin»; doce años más tarde, su sucesor Carlos VIII renunciaba a sus pretensiones sobre el Franco Condado y el Artois a fin de evitar que Maximiliano se interpusiese en su proyecto de conquista de Nápoles. De hecho no existía la opinión de que los accidentes naturales pudieran constituir fronteras. No había dos países que se dieran por satisfechos al encontrarse separados por un río, que, por otro lado, constituía un vínculo natural entre las dos riberas, en un tiempo de malos caminos y transporte acuático relativamente barato. Iván III fortificó el río Oká contra las incursiones provenientes del sur, pero también estableció fortificaciones bastante más al sur, donde asentó una densa marca de tribus cosacas. Durante las guerras de Italia, a partir de 1494, los alemanes y los suizos pasaron los Alpes y llegaron tan lejos como pudieron en la llanura lombarda. Las montañas dividían a los países, pero no suponían un límite a la expansión. Ni siquiera el mar impidió a Enrique VII considerar que Calais era parte de Inglaterra y tratar de anexionarse Boulogne; tampoco Aragón retrocedió ante el mar al intentar dominar el reino de Nápoles. Los teóricos también trataban de sostener que el lenguaje actuaba como una frontera natural; mas ni un solo gobernante utilizaba este argumento en la práctica como no fuera a modo de excusa para la conquista. Incluso dentro de cada nación faltaba la convicción de que todos los súbditos del mismo príncipe tuvieran que hablar la misma lengua. Por ejemplo, los estudiosos y las prensas le llevaban mucha delantera al gobierno, sosteniendo la necesidad de extender por el sur el francés, que se hablaba en Île-de-France. Carlos V no vaciló en gobernar los heterogéneos componentes que su elección al Imperio en 1519 le aportó, como si se tratase de una unidad gubernativa: lo que por herencia le correspondía en la Europa central y los Países Bajos, así como España, trofeo matrimonial.

Los países europeos, especialmente los del oeste, estaban tan apretados unos con otros entre el Atlántico, el mar del Norte, el Báltico y el Mediterráneo, sus rivalidades tan claramente definidas, las conquistas que unos conseguían a expensas de los otros eran tan pequeñas y sus sistemas administrativos tan efectivos que resulta tentador considerarlos como verdaderos estados modernos, principalmente si se los compara con Asia, con sus poblaciones tan escasamente esparcidas y sus rachas de entusiasmos religiosos supranacionales. No obstante, Europa, vista desde dentro, estaba aún lejos de constituir un sistema de entidades políticas con una autoconciencia de tales y administradas metódicamente; y ello sin contar las regiones más «asiáticas», el extremo norte, donde los lapones y los fineses pescaban y perseguían a los renos sin que necesitasen saber quién les gobernaba por el momento; ni la región entre el Dniéster y el Danubio, una zona vagamente gobernada, asilo de nómadas, traficantes de esclavos y refugiados.

Desde el punto de vista de las relaciones internacionales se puede considerar a Europa como un mundo cerrado y propio. Los turcos se habían retirado de sus posiciones en suelo italiano, en Otranto, en 1481, y, desde entonces, aparte de una guerra naval con Venecia de 1499 a 1503, estuvieron demasiado ocupados como para que pudieran constituir una gran preocupación para los poderes europeos: en sus fronteras orientales tenían que luchar contra Persia, en 1516 conquistaron Siria y Egipto en 1517. En lo referente a ultramar, aunque hacia 1520 se habían dado pasos gigantescos en el establecimiento de los imperios español y portugués tras el primer viaje de Colón en 1492 y el desembarco de Gama en Calicut en 1498, el Tratado de Tordesillas[3] había resultado efectivo al convencer a los marinos de los dos países de que los unos se mantuvieran fuera de la ruta de los otros, y viceversa; la época de los entrometimientos y los asentamientos rivales por parte de otros países todavía no había llegado. En el campo de las relaciones internacionales en Europa, los descubrimientos y la colonización que les siguió apenas si influyeron, como no fuera para dirigir todo el interés de Portugal y parte del de Castilla hacia ultramar. Aragón prácticamente no participaba en esta actitud y precisamente era Fernando, el gobernante de Aragón, el principal arquitecto de la política exterior española.

El meollo diplomático del periodo de 1480 a 1520 lo constituyeron los sucesos de Italia entre 1494 y 1515. Ambos años fueron de victoria para Francia; en el primero, Carlos VIII invadió Italia, avanzando a la conquista de Nápoles; en el segundo, el joven Francisco I recobró Milán tras la batalla de Marignano. La segunda victoria había de mostrarse tan efímera como la primera. Lo importante de estos 21 años radica en el número de países que intervinieron en las luchas por el desmembramiento de Italia, en la cantidad de alianzas que se fundaron con este fin y en la velocidad con que estas se rompían y se reconstruían. Limitémonos a dos ejemplos: Carlos VIII se protegió a sí mismo antes de invadir Italia por medio de pactos con Maximiliano, Fernando e Isabel y Enrique VII. Al año siguiente, y alarmados por su fácil triunfo, Fernando e Isabel y Maximiliano cambiaron de bando y se unieron a Venecia y al papado para expulsar de Italia de nuevo al rey francés. Hacia 1509 los asuntos se complicaron, ya que los propios estados italianos vacilaban menos en utilizar la ayuda extranjera para resolver sus disputas con sus enemigos interiores. En aquel año, Fernando, Maximiliano, Luis XII, el papa Julio II, el duque de Ferrara y el marqués de Mantua constituyeron la Liga de Cambrai, con el fin de derrotar a Venecia y de repartirse sus territorios en tierra firme. En la batalla de Agnadello la Liga obtuvo una victoria tan abrumadora que el papa, atrapado en el dilema del aprendiz de brujo, se volvió contra Francia, que estaba devorando la parte del león de los despojos, y dos años más tarde, en 1511, había fundado una alianza antifrancesa que incluía, una vez más, a Fernando y Maximiliano, junto a los suizos, a Enrique VIII de Inglaterra y a la víctima reciente, Venecia. Tras la batalla de Rávena (1512), Francia tuvo que retirarse, solo para regresar, como hemos visto, tres años más tarde.

Si bien las alianzas en gran escala no eran novedad alguna (tales alianzas habían decidido la Guerra de los Cien Años) nunca antes se habían construido y reconstruido con tal rapidez. Esto se había hecho posible gracias a la transformación de los métodos diplomáticos. A partir de finales del siglo XV se había extendido desde Italia (donde encontraba amplia aceptación) al resto de Europa la costumbre de mantener diplomáticos en poste en el extranjero durante varios años seguidos, de modo que la maquinaria para realizar tratados internacionales o cambios de frente estaba siempre en funcionamiento. Un segundo punto es que los países de Europa, en especial los de la occidental, eran ahora capaces, en un grado hasta entonces inusitado, de emprender una iniciativa diplomática que luego se podía apoyar con el dinero y con los ejércitos, simultáneamente.

Carlos VIII pudo invadir Italia con el ejército mayor que Europa había visto, porque su predecesor, Luis XI, había dedicado un largo reinado (1461-1483) a conseguir la recuperación económica de Francia después de la Guerra de los Cien Años. Fernando podía intervenir, primero de un lado y luego del otro, a causa de que su reinado compartido con Isabel había restaurado el orden en los dos reinos al rematar la reconquista con la toma del reino moro de Granada en 1492, dejando por todo ello un entrenado ejército desocupado. En Inglaterra, el final de la Guerra de las Dos Rosas y el reinado de Eduardo IV (1471-1483) habían restaurado la paz en el país y la rectitud en el gobierno, proceso este que se acabó bajo un monarca Tudor, después de los dos años de gobierno de Ricardo III (1483-1485). De aquí que Carlos VIII tuviera que sobornar a Enrique VII para conseguir que este no invadiese Francia en 1494, cosa que hizo Enrique VIII en tiempos del sucesor de Carlos, sin importarle gran cosa los costes. En 1477, los suizos habían derrotado (y muerto) a su principal enemigo, el duque Carlos el Calvo de Borgoña, en Nancy, con lo cual consiguieron la necesaria seguridad para proporcionar gran cantidad de sus piqueros, altamente especializados, para las primeras campañas francesas en Italia. Hacia 1499, y tras una batalla aún más sangrienta que la de Nancy, derrotaron a un ejército enviado contra ellos por Maximiliano y, libres ya de cualquier dependencia real del Imperio, tomaron parte en las guerras de Italia cada vez más como entidad política propia y menos como proveedores de tropas para los demás. Únicamente Alemania permaneció tan desunida y ausente de administración central como lo estuvo a mediados del siglo XV. De resultas de ello, Maximiliano era el más débil de los contendientes que lucharon en la Península.

Este interés general y pronunciado sobre Italia desde 1494 a 1515 estimuló a cada uno de los países de Europa occidental a vigilar lo que los otros hacían y fomentó un método manifiestamente «moderno» de efectuar los intercambios diplomáticos. Todavía resulta más tentador pensar en los asuntos internacionales en términos de sistema de estados, cuando el nieto de Maximiliano, Carlos, que ya gobernaba España desde 1516, heredó las tierras de los Habsburgo a la muerte de su abuelo, en 1519, y fue elegido emperador. Italia siguió siendo el campo de batalla, pero desde aquel momento la lucha estaba establecida entre dos bloques, los Habsburgo y los Valois (en la persona de Francisco I), a quienes ayudaban unos aliados que ya no pasaban de ser meros satélites. Sin embargo, hacia el final de la época que estudiamos, esta polarización no había producido aún la búsqueda consciente de un equilibrio de poderes que, más tarde, había de caracterizar a los asuntos internacionales en Europa. La información acerca de la fuerza real de los otros países era demasiado incierta y el ritmo de los acontecimientos demasiado rápido. Quizá lo más importante es que no se estimulaba la planificación a largo plazo o la posibilidad de un equilibrio eventual debido a que, desde el punto de vista de las potencias no italianas, las guerras de la Península eran guerras de conquista y no por la supervivencia.

Sin embargo, incluso teniendo en cuenta esta reserva, el ritmo de los asuntos internacionales da la impresión de que Europa estuviera constituida por estados en un sentido moderno, al menos en el oeste, y el hecho de que fueran la unidad interna y el incremento de la eficacia administrativa lo que les permitió participar en la contienda por Italia, no hace más que reforzar esta suposición. Es conveniente, por tanto, antes de considerar la evolución interna de cada país, prevenir contra una comprensión de la palabra «Estado» en un sentido demasiado moderno cuando se la emplea en este libro.

En la Europa oriental resulta especialmente equívoco. Iván III (1462-1505) y su sucesor, Basilio IV, estaban empeñados en transformar «Moscovia» en «Rusia» por medio de una serie de conquistas que llegaron a constituir una estructura integrada y vacilante hacia 1520. En lo que se refiere a los otros países del este de Europa, el vínculo entre Lituania y Polonia, el carácter electivo de la monarquía en Polonia, Hungría y Bohemia, que destruía la posibilidad de una continuidad administrativa, la ausencia virtual de una clase de administradores que hubiera podido cubrir esta continuidad en alguna medida: tales eran las dificultades que se oponían a la consecución y que quedaban compensadas por el hecho de que los destinos de esos países estaban determinados por el egoísmo de una clase particular, los nobles, y por los vínculos de familia de los gobernantes, quienes constituían una «camarilla» que consideraba las tierras comprendidas entre Alemania y Rusia como una propiedad común que se podía repartir según las conveniencias dinásticas más bien que según los intereses nacionales. En los países escandinavos, una incertidumbre similar acerca de dónde residía la autoridad efectiva lastraba la tendencia hacia la administración uniforme y hacia un mayor grado de homogeneidad entre el pueblo y el gobierno. En Alemania era tan fuerte el particularismo de algunas ciudades y príncipes, que preferían aliarse entre sí mismos antes que invocar la protección del gobierno imperial. De este modo se formó la Liga Suaba en el sur en 1488 con el fin de contener a los suizos, así como la expansión de Baviera, gobernada por su agresivo duque Wittelsbach. Dentro de este mosaico de particularismos había territorios donde el gobierno era tan eficaz al menos como, por ejemplo, el inglés. Uno de esos territorios era el Palatinado, pero incluso aquí se producían anomalías. Su gobernante, el elector, tenía que aceptar que algunos de sus vasallos le prometieran su apoyo, mas no en su calidad oficial de conde palatino, sino en su calidad privada de, pongamos por caso, señor de Weinsberg. El ducado de Borgoña se parecía a Alemania. Desde el Franco Condado hasta Brabante y Flandes, todos sus componentes estaban sujetos a un señor y a su consejo, pero eran excesivamente diferentes en tamaño, importancia económica y condicionamiento histórico para funcionar con auténtica coherencia. No era solamente que las regiones industriales se negaran a unirse con las agrícolas del sur del ducado, sino que, además, proseguían sus rivalidades tradicionales propias, provincia contra provincia y ciudad contra ciudad. Respetaban, además, fuertes lealtades personales. Los güeldreses consideraban a la familia Egmont como sus dirigentes naturales y no a los Habsburgo. Los Países Bajos no constituían una unidad realmente inviable, pero la consecución de un consenso generalizado era un proceso inmensamente costoso en dinero y tiempo. Por último, dentro de la Confederación Suiza no había poder central alguno; cada cantón continuaba siendo independiente. Si había que discutir cuestiones de interés general, uno o dos de los cantones, generalmente los más ricos, Berna o Zúrich, tomaban la dirección e invitaban a los otros a enviar representantes a una dieta ad hoc. Los cantones no se consideraban vinculados por las decisiones de la mayoría. A cierto grupo de cantones, cuya topografía y comunidad de ocupaciones proporcionaban vínculos especialmente estrechos –tales como los cantones de la «selva», Uri, Schwyz y Unterwalden–, se les reservaba la posibilidad de convocar una dieta local sin necesidad de llamar a los otros.

A la hora de analizar la evolución de los restantes países de Europa occidental es importante tener presente no solo la falta de un claro concepto de las fronteras, sino también la omnipresencia de los enclaves, regiones mal adaptadas o reacias a cooperar completamente con los fines del gobierno que, por tanto, impedían el desarrollo (en parte por razones psicológicas, en parte debido a la organización administrativa) de una respuesta más o menos uniforme y favorable a las decisiones gubernamentales, universalmente vinculantes.

En las monarquías, los enclaves más grandes eran, paradójicamente, las posesiones personales del gobernante, vastas propiedades que podía tratar más favorablemente o explotar de modo más efectivo que el resto de su dominio, zonas que eran «suyas» en un sentido puramente personal, aunque sus rentas se destinaban a sostener a un gobierno que legislaba para el país como un todo. Cada país tenía, además, otro enclave en la Iglesia, sus posesiones territoriales y sus tribunales. Asimismo tenía cada país enclaves en forma de zonas mal catastratadas por los empleados de la administración central. En 1515, Francisco I heredó una Francia cuyos límites apenas si iban a cambiar hasta el reinado de Luis XIV, pero solo podía actuar con auténtica libertad dentro de los antiguos núcleos del país: Picardía, Champaña, Turena, Berry, Anjou y Maine, la «Francia real», como señaló un viajero italiano. El rey tenía siempre las manos atadas por contratos hechos cuando se adquirieron las tierras: exenciones tributarias, exclusiones legales, necesidad de consultar a asambleas locales. Aunque era heredero del país más rico y más grande de Occidente, que profesaba lealtad a un solo gobernante, se veía obligado a administrarlo en algunos aspectos como si se tratara de una federación de poderes independientes. En Aragón, la necesidad de respetar las costumbres locales de Cataluña obstaculizaba la voluntad de Fernando, y lo mismo le sucedía a Isabel en la parte más remota de la nación, Galicia, donde tenía que moverse con mucha precaución y recabar el apoyo de los cabecillas enemigos. También la autoridad de los Tudor comenzaba a vacilar a medida que se acercaba a la frontera escocesa; pero incluso más hacia el centro había trozos de territorio, como el palatinado de Lancaster, el «privilegio» de Richmond y el soke de Peterborough, que conservaban derechos tradicionales de autodeterminación en materia legislativa y, en menor medida, de imposición. Incluso en Milán, el ducado que Jacob Burckhardt pusiera de relieve para demostrar su tesis de que en Italia el Estado se había convertido en una «obra de arte», lo era tan escasamente que Ludovico Sforza, el más fuerte de los gobernantes italianos de la época, tenía que tolerar que algunas de las familias dirigentes del Milanesado elaboraran sus estatutos propios y que admitieran los juramentos de fidelidad de los hombres de los alrededores.

FLORENCIA, FRANCIA, ESPAÑA, INGLATERRA Y ALEMANIA

En la historia de organizaciones políticas tan diferentes como una república (Florencia), una monarquía de dinastía indiscutida (Francia), una monarquía compartida (España), una monarquía de dinastía nueva (Inglaterra), y una combinación de poderes federales y monárquicos (el Imperio) se pueden establecer periodos que, si bien no son absolutamente autónomos, constituyen algo más que meras conveniencias; representan momentos de la evolución política claramente delimitados y, en líneas generales, coinciden. Para Florencia, este periodo abarca desde 1478, año de la conspiración de Pazzi, cuyo fin era asesinar a Lorenzo de Médicis y a su hermano, hasta 1523, fecha en la que, por segunda vez, se elige papa a un Médicis, bajo el nombre de Clemente VII; para Francia, desde 1481-1482, con la recuperación del control real sobre Anjou y el ducado de Borgoña, hasta 1520, fecha de la batalla del Drap d’Or; para España, desde 1479, año de la unión de Castilla y Aragón, hasta 1519, en que se eligió emperador a Carlos de Habsburgo; para Inglaterra, desde 1485, año en que los Tudor acceden al poder, hasta 1518, cuando se consolida el control de Thomas Wolsey sobre la política exterior; para Alemania, desde 1493, fecha de la muerte de Federico III, hasta la elección de Carlos.

A causa del pequeño tamaño de la república, en Florencia los acontecimientos políticos afectaban a la gente más intensamente. En 1478, el atentado contra Lorenzo y Giuliano tuvo lugar en la catedral, durante una misa mayor. Giuliano resultó muerto y Lorenzo herido, y a los asesinos se les dio caza a través de las calles, donde ellos trataron vanamente de obtener apoyo mientras huían. A la caída de la noche, cuatro miembros de la familia Pazzi, uno de ellos un arzobispo, colgaban de las ventanas del Palacio de la Señoría, a la vista de todo el pueblo.

En esta época, Lorenzo, quien había heredado en 1469 la dirección de los asuntos públicos que les fuera concedida desde 1434 a su padre y a su abuelo, había endurecido el dominio político y se había creado enemigos tanto dentro de la ciudad como fuera de ella. En colaboración con sus partidarios, incrementó la fiscalización que el Consiglio dei Cento (Consejo de Ciento), uno de los órgnos de gobierno de Florencia, ejercía sobre el resto de los órganos, el cual pretendía representar una opinión más o menos popular. Por un lado, su casamiento con una aristócrata no florentina, Clarisa Orsini, originó la sospecha de que la familia ya no se contentaba con la idea de ser unos ciudadanos como los demás; por otro lado, se había negado a colaborar con el papa Sixto IV en sus esfuerzos por aumentar el control pontifical sobre la Romaña. La conspiración de 1478 la tramó una familia florentina envidiosa, con el apoyo del papa; la consecuencia fue una guerra contra el Pontificado y su aliado el rey de Nápoles, cuyo término constituyó un triunfo diplomático personal para Lorenzo y le dio la ocasión para fortalecer aún más los controles por medio de los cuales tanto él como sus partidarios acostumbraban a mantener fuera del poder a sus potenciales enemigos. Aunque formalmente Lorenzo nunca había sido más que un ciudadano privado, cuando murió, en 1492, la dirección de la ciudad pasó, sin que se provocara conflicto alguno, a su hijo Pedro, el cual constituía el punto de referencia que mantenía unido –y, por tanto, en el poder– al grupo de familias que tiempo atrás se habían asociado con los Médicis.

Hacia 1494, las decisiones políticas en Florencia eran competencia de un grupo de 300 personas, que suministraba el personal de las principales comisiones alternantes de gobierno. En aquel año, Carlos VIII invadió Italia y, mientras el monarca francés atravesaba la Toscana, Pedro trató de encaminarle hacia Roma por medio de concesiones tan importantes (permiso de ocupación de fortalezas claves) que su propio partido denunció el acuerdo y él tuvo que huir de la ciudad. Los resentimientos que, en esta ocasión, emergieron a la superficie, representaban corrientes diversas de opinión resumibles en dos argumentos esenciales: según unos, Florencia debería gobernarse por medio de un pequeño número de personas experimentadas no subordinadas a ninguna familia; según otros, la participación política debería ser más extensa de lo que había sido a lo largo de todo el siglo. Por aquel entonces, el prior de los dominicos, Girolamo Savonarola, había alcanzado notable influencia sobre un gran número de personas pertenecientes a todas las clases sociales, influencia que se sustentaba sobre un vigoroso estilo en la prédica, dentro de la tradición de los evangelistas, el cumplimiento de algunas profecías (la de la muerte de Lorenzo y la de la invasión francesa, entre otras) y una forma secular de considerar los problemas públicos. Es casi seguro que fue su apoyo al partido «popular» lo que le permitió triunfar. Se reformó la Constitución incluyendo algunas defensas contra la formación de partidos, así como un artificio que venía a ser la alternativa más radical concebible en la Europa del tiempo al Consiglio dei Cento: un Gran Consejo compuesto por uno de cada cuatro o cinco varones legos adultos residentes en la ciudad.

La nueva forma de gobierno hubo de resistir de inmediato la prueba de la guerra, no a través de la directa participación en ella de sus ciudadanos, sino de los elevados impuestos necesarios para el alquiler de los mercenarios, la presión psicológica originada por el aislamiento diplomático (ya que Florencia perseveró en la alianza con los franceses que inaugurara Pedro) y las reales amenazas a su territorio que suponían los ejércitos invasores y crisis locales, tales como los intentos de César Borgia de consolidar los fragmentos de unidad política de la vecina Romaña. Aún más importante para los florentinos resultó ser la guerra por la recuperación de Pisa, que se prolongó desde 1495 a 1509. Ocupada por las tropas francesas como garantía de que Florencia no cortaría las comunicaciones de Carlos VIII durante la campaña de Nápoles, de 1494 a 1495, la ciudad se negó a volver bajo dominación florentina, una vez que los franceses se retiraron. Apenas se había resuelto esta prolongada crisis cuando dio comienzo otra, provocada por la resistencia de los florentinos a unirse a la Liga que Julio II creó en 1511 para levantar a toda Italia contra los franceses. La oposición a tal proyecto condujo a la intervención de las tropas pontificias y españolas en 1512, al restablecimiento de los Médicis, la abolición del Gran Consejo y la vuelta a las formas constitucionales de los últimos años de Lorenzo.

Apoyado en los celos fraccionalistas y en la indignación que provocaban los chapuceros procedimientos del gobierno «democrático», había vuelto a surgir un partido pro Médicis, que recibió los acontecimientos de 1512. Por supuesto, había descontentos y dos de ellos planearon en 1513 una repetición de la conspiración de Pazzi, pero una traición los llevó al fracaso; a esta traición, en la que estaba involucrado Maquiavelo, le debemos las grandes obras de sus años de destierro de los asuntos públicos, El príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Sin embargo, el republicanismo radical, el republicanismo simbolizado en el Gran Consejo, había desaparecido.

En 1512, el jefe de la familia Médicis era el hijo de Lorenzo, el cardenal Juan, quien se convirtió en papa al año siguiente bajo el nombre de León X. Como consecuencia, Roma pasó a gobernar cada vez más a Florencia que, formalmente, seguía siendo una república en la cual los miembros de la familia residentes en la ciudad recibían un acato especial. El vínculo entre el Vaticano y el Palacio de los Médicis ponía de relieve una de las dos diferencias entre la Florencia de 1494 y la de 1513; la otra era mayormente una cuestión de calidad: relacionadas con un papa y emparentadas con familias reales, las nuevas generaciones de los Médicis traían con ellos reminiscencias de un mundo que no se conciliaba con el de una república. La muerte inesperadamente temprana de León X en 1521 hizo renacer las esperanzas entre las fracciones de opinión republicana, pero el nuevo jefe de la familia, el cardenal Julio, fue lo bastante astuto para desarmar a la oposición invitándola a manifestarse a través de sugestiones escritas para realizar cambios constitucionales. Dos años más tarde también él se convertía en papa con el nombre de Clemente VII. La política pontificia de León X no le había costado demasiado cara a Florencia en el aspecto económico; además, florecieron las sucursales de los bancos florentinos en Roma. Clemente, en cambio, se encontraba más condicionado por la presión política de españoles y franceses y no podía ignorar la expansión del sentimiento anticatólico en Alemania. Necesitaba sumas de dinero cada vez mayores que buscaba regularmente en Florencia. Creció la oposición dentro de la ciudad, fomentada por la impopularidad de los representantes habituales de la familia que residía allí y, tras el saqueo de Roma en 1527, realizado por los enemigos de Clemente, los florentinos volvieron a expulsar a los Médicis y reconstruyeron el gobierno bajo la forma que Savonarola ya había dado.

Si en Florencia la historia que los datos reflejan es una historia constitucional, en Francia es predominantemente militar. A la muerte de Luis XI, los reyes se sucedieron sin problemas ni conflictos; a Carlos VIII le sucedió Luis XII en 1498; a Luis, Francisco I en 1515. El buen resultado de la política de Luis XI, consistente en asegurar la paz interna, en mantenerse claramente al margen de las mayores complicaciones extranjeras, en fomentar el comercio y la agricultura y en recabar el consejo de personas que compartían su propio gusto por el duro trabajo poco atrayente, añadido a los ricos recursos naturales del país, permitieron a este recuperarse de la Guerra de los Cien Años. Al final de su reinado, dos afortunados acontecimientos le permitieron casi duplicar la extensión de la Francia que pertenecía directamente a la corona. La muerte del último representante masculino de la gran casa feudal de Anjou en 1481 le aportó las extensas provincias de Anjou y la Provenza. Por el Tratado de Arrás de 1482, que ponía fin a la cuestión de lo que habría de hacerse con los territorios de Carlos el Calvo tras su muerte en 1477, se le adjudicaron la Picardía y el ducado de Borgoña. Desde 1482 hasta las conquistas de Luis XIV, la historia de Francia, en agudo contraste con los periodos anteriores, es la de la misma zona geográfica, con excepción de Bretaña. Este ducado se había gobernado a sí mismo tradicionalmente como un poder independiente. Pero una nueva muerte afortunada vino en auxilio de la corona. En 1488 murió el duque Francisco II, dejando el ducado a su hija. De entre todos los pretendientes, Carlos VIII resultó ser el más convincente, porque invadió el territorio al frente de un grueso ejército y solo consintió en la paz bajo la condición de que ella se casase con él.

Esta «Francia», en la que ya se reconoce a la moderna, aún se gobernaba de acuerdo con las firmes orientaciones de Luis XI, esto es, concentración de la autoridad en el consejo real, delimitación de competencias de los otros órganos del Estado, en particular los relacionados con las finanzas, y de sus relaciones con el consejo, continua merma de los privilegios locales a favor de una administración central que actuaba desde París. Este último proceso se lleva a cabo con la lentitud apropiada para evitar una confrontación grave entre la corona e individuos o corporaciones poderosos. El hecho de que desde 1484 no se volviera a convocar a los Estados Generales hasta 1560 ha alimentado la opinión de que este último año constituye un hito en varios aspectos, siendo así que, de hecho, la idea de una asamblea de representantes de toda Francia gozaba de poco apoyo popular y que los reyes seguían consultando a sus súbditos a través de las asambleas locales: la corona obtenía de ellas lo que precisaba y las regiones tenían la posibilidad de presentar sus quejas, por lo que no se requería cambio importante alguno.

Carlos VIII y sus sucesores heredaron el sistema tributario más productivo y la organización militar más perfecta de Europa y, seguros de la estabilidad interior, lanzaron decididamente al país a la guerra. En 1494, Carlos entró en Italia con la intención de apoyar las pretensiones de los angevinos al trono de Nápoles. Como la llamada la había hecho Ludovico Sforza, y ni Florencia ni Roma se oponían, el ejército francés avanzaba hacia Nápoles con la misma rapidez con que sus intendentes buscaban los alojamientos precisos. Nápoles se rindió tras brevísimo combate y aunque Carlos VIII tuvo que luchar denodadamente para alcanzar de nuevo los Alpes al año siguiente, la inconclusa batalla de Fornovo le iba a permitir salvar la mayor parte de las tropas que no dejó de guarnición en Nápoles.

Si bien los napolitanos se rebelaron de inmediato contra su nuevo gobernante, Luis acabaría considerando la aventura de su predecesor como un éxito. Sus objetivos eran mayores que los de aquel, porque a las pretensiones napolitanas de la corona él añadía las de su propia familia sobre Milán, originadas en el matrimonio de un antepasado suyo con una Visconti. Durante el segundo año de su reinado, 1499, invadió Italia y al siguiente era dueño del Milanesado. El paso siguiente fue la conquista del reino de Nápoles; no de todo él, sino de la mitad, ya que Fernando había manifestado los intereses tradicionales de Aragón en el sur de Italia enviando tropas que ayudaran a los napolitanos a expulsar las guarniciones de Carlos VIII. El rey francés hubo de aceptar a regañadientes el reparto de los despojos con Fernando. En 1502 ambos ejércitos invadieron y se repartieron Nápoles; pero, como era inevitable, surgieron disputas sobre la división de los despojos, de modo que las tropas españolas, dirigidas por un general genial, Gonzalo de Córdoba, y apoyadas en los refuerzos procedentes de Sicilia y España –el inadecuado poder naval de Francia no se mejoró nunca en el curso de sus intervenciones en Italia–, expulsaron de nuevo a los franceses de Nápoles en 1504 y esta vez para siempre.

Por aquel entonces, las aventuras militares en Italia se habían convertido en algo así como una moda. El siguiente intento de conquista por parte de Francia, utilizando para ello la Liga de Cambrai en 1508, era parte de un asalto por el que Francia, España, Maximiliano, el papa Julio II y el duque de Mantua iban a repartirse entre ellos las posesiones de Venecia. Los preparativos diplomáticos para la participación de Luis en esta aventura tuvieron un inevitable carácter laborioso. Luis era un monarca bastante más trabajador que Carlos VIII, quien apenas si podía firmar, pero si bien tenía una cierta inteligencia, no era ni sutil ni paciente, y tuvo suerte al tener un Wolsey en la persona de Jorge, cardenal de Amboise, el cual le descargaba del mayor peso de la administración y las negociaciones. La victoria de los aliados en la batalla de Agnadello fue completa, pero, al igual que en el caso de Nápoles, a la ocupación siguieron las mutuas rencillas. Como en el caso anterior, los aliados volvieron a enfrentarse; Fernando, Julio y, más tarde, Maximiliano, unieron sus fuerzas contra los franceses, a quienes expulsaron en 1513, no solo del Véneto, sino también del Milanesado.

Brillante y cultivado, Francisco I se distinguía de sus predecesores en casi todos los aspectos excepto en el militar. A los pocos meses de su ascensión al trono, cruzaba los Alpes y, por la batalla de Marignano, recuperaba Milán de modo indiscutido. El Concordato de Bolonia y las concesiones hechas por el papa en este plan maestro para el gobierno interno de la Iglesia en Francia, así como sus relaciones con Roma[4], demuestran que León X creía que los franceses habían llegado a Italia para quedarse. Lo mismo sucedía con el muy alabado Tratado de Cambrai en 1517 y su gemelo, el Tratado de Londres del año siguiente, que trataba de asentar una paz duradera. A la muerte de Maximiliano, Francisco llegó a presentarse como candidato al Imperio. Esta atractiva propuesta, que se sabía inviable, seguida al otro año por la fabulosa entrevista del Drap d’Or, es notable porque representa un gasto que, añadido a los costos de la guerra en tres reinos, solo podía proceder de un país tan próspero y tan ordenado para el nivel alcanzado en aquella época que cualquier estudio de su historia política ha de comenzar con los acontecimientos que tuvieron lugar fuera de sus fronteras.

Para España, por el contrario, tal estudio ha de ocuparse por igual de los actos del Estado internos y externos. Los predecesores de Fernando e Isabel, reyes de Castilla y Aragón, habían sido hombres mediocres cuyos reinados habían estado plagados de rebeliones de los nobles disidentes y de una anarquía muy extendida. La ascensión al trono de Isabel en 1474 provocó, además, una guerra civil que no se zanjó taxativamente a su favor hasta 1479, el año en que Fernando se convirtió en rey de Aragón. La unión de las dos coronas, que se anunció entonces, estaba fundada en una colaboración probadamente eficaz. Fernando se había casado con Isabel en 1469 y la había apoyado a lo largo de la guerra con medios diplomáticos y militares; el mutuo respeto que se profesaban fue una contribución esencial para lo que, posteriormente, se habrían de considerar como las dos generaciones más extraordinarias de la historia de España.

Aunque España estaba unificada en las personas de sus reyes, no se hizo ningún intento para mejorar la unidad administrativa y constitucional. Siendo Castilla el reino más grande y el más poblado, absorbía mucho tiempo a Fernando y casi todo a Isabel. Fernando gobernaba mediante un consejo real errante, ligado al mismo Aragón y a sus regiones hermanas, Cataluña y Valencia, por medio de virreyes y consejos locales; además, el monarca delegaba bastante en las instituciones locales tradicionales a fin de mantener satisfecho a su dominio tripartito y elegía cuidadosamente el personal de aquellas para minimizar las consecuencias de su absentismo. La consolidación del quebrantado poder real en Castilla comenzó durante un momento de calma de la guerra civil, cuando en 1476 una reunión de las cortes (la asamblea nacional) resolvió unificar la multitud de órganos autónomos locales, las Santas Hermandades, en una organización directamente responsable ante la corona en sus funciones de policía y de supresión del bandidaje en toda la extensión del reino. Pero si Isabel necesitaba un fundamento de ley y orden a partir del cual pudiera actuar, también necesitaba dinero y capacidad para sobornar o recompensar a los nobles a los que estaba dispuesta a someter; al establecer ese mismo año de 1476 el principio de que la corona tenía el derecho de nombramiento de grandes maestres de las órdenes militares, inmensamente ricas, dio un paso notablemente audaz hacia el cumplimiento de sus fines: la primera que quedó vacante, la de Santiago, se la ofreció a Fernando, quien, prudentemente, la rechazó. Pero tal rechazo significaba que no había seria oposición a su aceptación de las dos restantes. En principio, el asunto de los grandes maestres demostraba lo beneficioso de la unión de coronas y de talentos: la astucia de Fernando equilibrando la actitud de su esposa, una mezcla de pragmatismo impulsivo y de idealismo, al menos en asuntos religiosos.

Inmediatamente después de la unificación se produjo otra medida que estaba destinada a obtener dinero y a reducir el poder de la nobleza vis-à-vis de la corona: el acta de restitución de 1480 por la que se exigía a los nobles que devolvieran todas las tierras de la corona que habían ocupado durante los disturbios de 1464. En el mismo año se reformaba el consejo de Castilla, en un sentido que mutilaba seriamente la iniciativa de los grandes feudatarios. En 1482 Isabel distrajo las energías de estos recomenzando la secular cruzada contra los moros, por entonces reducidos al reino árabe de Granada; con ello ganaba tiempo además para que la administración se estabilizara.

Durante los diez años siguientes, la historia de España fue fundamentalmente la de la guerra en el sur y la consolidación en el centro; y si hay una ruptura en la época de que estamos tratando, esta se produce en 1492. En ese año cayó finalmente Granada, incorporada después a Castilla. Seis meses más tarde, Cristóbal Colón conseguía por fin el respaldo que buscara durante años y zarpaba para establecer el primer contacto entre Europa y las Indias Occidentales que registra la historia. En cierto sentido, este viaje y los que le siguieron representaba una prolongación ultramarina del espíritu de la reconquista. Pero así como la guerra contra Granada había combinado los dos objetivos del servicio de Dios y del orden interno, los viajes transatlánticos tenían como fin proporcionar nuevos cristianos y oro. Mayor idealismo o, al menos, mayor sinceridad doctrinaria, contenía el tercer acontecimiento principal de aquel año: la expulsión forzosa de todos los judíos practicantes[5].

La bula Inter caetera del papa español Alejandro VI, en el año 1493, por la que España obtenía los derechos exclusivos sobre sus descubrimientos en el Nuevo Mundo y su contrapartida secular, el Tratado de Tordesillas del año siguiente, que dividía las partes del globo hasta entonces no descubiertas entre España y Portugal, se produjeron en interés casi exclusivamente de Castilla. Aunque se permitía a aragoneses aislados asentarse en las Américas, el comercio y los beneficios del asentamiento revertían en la corona castellana. Por cuanto desde 1494 la preocupación política había sido la resolución de los asuntos internos y el lanzamiento del país a su asombrosa carrera ultramarina hacia el oeste, a partir de esta fecha la iniciativa fernandina se hace predominante y se dirige hacia el área tradicional de influencia aragonesa, el Mediterráneo oriental. La mayor importancia la alcanzan ahora la política exterior y la guerra.

La alianza de los poderes italianos en 1495 para expulsar de Italia a los franceses se debía en gran parte a Fernando, el cual permaneció decididamente fiel a esa política a despecho de su consentimiento para el reparto de Nápoles con Luis XII, acordado por el Tratado de Granada de 1500. Hacia 1504, ya dueño de Nápoles, se unió a la Liga antiveneciana de 1508, otra ocasión en la que se aliaba con Francia solo mientras le conviniera. En 1512, gracias a sus tropas pudo Julio II obligar a rendirse al último aliado de Francia, Florencia, y aceptar de nuevo a los Médicis exiliados. Aprovechándose de los problemas de Luis en Italia, se anexionó el reino de Navarra, redondeando con ello España en sus fronteras actuales.

Isabel murió en 1504 y, de acuerdo con la naturaleza esencialmente personal de la unión, no la sucedió Fernando, sino su hija Juana, esposa de Felipe, hijo de Maximiliano. En 1504, por lo tanto, Juana se convirtió en la reina de Castilla y Fernando quedó limitado legalmente al gobierno de su propio reino. Pero en 1506 murió Felipe de Habsburgo y, como Juana estaba loca, Fernando pasó a ser regente, en lugar de su heredero Carlos, de seis años de edad. A pesar del apoyo del principal consejero de Isabel, el cardenal Cisneros, la posición de Fernando en Castilla era difícil, debido a la interferencia de los consejeros holandeses de Carlos. Sin embargo, supo continuar la política de Isabel en dos aspectos: prosiguió la cruzada contra los moros a través de la costa norte de África, donde se tomó Orán en 1509, y obtuvo de Julio II el derecho de nombramiento para todos los beneficios eclesiásticos en el Nuevo Mundo, un derecho que Isabel y él habían ya obtenido para Granada.

Esta fue la primera línea política de los Reyes Católicos (título que se les concediera a Isabel y Fernando en 1494 por sus servicios a la Iglesia) que Carlos prosiguió tras la muerte de Fernando en 1516. Sus consejeros persuadieron al papa de que garantizase a la corona el derecho de nombramiento de todos los obispados de España, con lo que se consiguió la más manejable de todas las ramas nacionales de la Iglesia católica en Europa. Ello sucedió algunos años antes de que el monarca recogiera los otros hilos de la política de sus predecesores. Al llegar a España en 1517, sin saber hablar español y rodeado de flamencos, su impopularidad personal produjo una oposición resentida ante los cambios políticos del momento, hasta que aprendió a gobernar España como un español en los años posteriores a su elección al Imperio en 1519.

Al igual que en España, la primera responsabilidad del gobierno en Inglaterra consistió en la imposición de la ley y el orden, y en el restablecimiento del poder real efectivo. En Inglaterra la tarea estaba simplificada debido a que los medios por los que se ejercía la autoridad de la corona ya estaban establecidos tiempo atrás y configurados en instituciones financieras, judiciales y consultivas que, si se daban circunstancias favorables y una dirección sana, podían producir un gobierno fuerte y ordenado. En Castilla, y algo menos en Aragón, los soberanos tenían que inventar; en Inglaterra, su principal tarea era la de restaurar.

Durante la década de los setenta del siglo XV, Eduardo IV consiguió algunos progresos en esa dirección. No es que pudiera contener gran cosa la tendencia hacia una especie de la descentralización no planificada, resultado de la conservación de los ejércitos privados y de las luchas entre los partidarios de York y los de Lancaster, pero sí hizo cuanto pudo por poner los órganos centrales de gobierno al servicio del país y no de una camarilla. Eduardo murió en 1483. La sucesión por su hijo Eduardo V, de doce años de edad, provocó la escaramuza de gabinete que constituyó el preludio a la última de la Guerra de las Dos Rosas: una lucha por el control del gobierno entre la madre del rey niño y su tío Ricardo, duque de Gloucester, lucha que terminó cuando Ricardo convenció al Parlamento de que le nombrara rey a él considerando la posible ilegitimidad del niño. Para algunos, este modo de hacerse con la corona constituyó una fuente de disgustos, otra fue la inmediata desaparición de Eduardo y de su hermano, y la tercera, la forma que tenía el rey de contrarrestar la oposición con el hacha más que con la ley. En este clima, su intento de gobernar pacíficamente, en la línea de Eduardo IV, se consideraba ambición personal y, cuando el representante de la casa rival de Lancaster, Enrique Tudor, llegó de Francia en 1485, encontró apoyo suficiente para ganarle la batalla de Bosworth y la misma corona.

Con su rival muerto, Enrique no perdió tiempo en convencer a nadie de la evidencia de que él y sus herederos representaban la auténtica línea de la realeza inglesa; pretensión esta que no se podía probar ni a través de la genealogía ni a través de la ley. El Parlamento se mostró de acuerdo, como lo hizo en el caso de Ricardo. Casándose con Isabel de York, Enrique aplacó algo a la latente oposición que aún existía, y encerrando en la Torre al heredero de York, el joven conde de Warwick, la privó de su dirigente natural.

Si Enrique VII fue capaz de fundar una dinastía que gobernó Inglaterra durante más de un siglo, se debió, además de a su muy desarrollado sentido de la oportunidad, al carácter de los tiempos que corrían. Hacia 1485 había mayoría de magnates que se consideraban a sí mismos yorkistas, pero que estaban dispuestos a poner la seguridad por encima de la aventura de un nuevo conflicto; y este sentimiento aún estaba más extendido entre los terratenientes no pertenecientes a la nobleza y entre los mercaderes, todos los cuales gozaban de bienestar y estaban orgullosos de su influencia local, por lo que la subsistencia les interesaba más que la lealtad. Era a esos hombres a quienes pretendió ganarse Enrique con medidas orientadas a acabar con los ejércitos privados de vasallos, a terminar con la intimidación a los jurados y a proteger las posesiones, los contratos y el orden público por medio de tribunales directamente responsables ante la corona. Ellos fueron los que le sirvieron de buena gana como jueces de paz en los condados y quienes le prestaron su voz cuando alguna rara vez los llamaba a Londres a sentarse en el Parlamento. No obstante, aún existía una oposición latente. Lambert Simnel, quien se hacía pasar por el preso conde de Warwick, reunió a su alrededor tanto desafecto a Enrique que este tuvo que extirparlo con una batalla, la de Stoke en 1487, que dejó a Simnel prisionero en sus manos. Perkin Warbeck, que se hacía pasar por el hermano de Eduardo V, el duque de York, supuso una amenaza más grave y mucho más duradera. Que los problemas de Enrique no eran simplemente de orden interno lo demostraba el apoyo que Warbeck obtuvo primero en Francia, después en Holanda y, sucesivamente, en el Imperio, en Irlanda y en Escocia, antes de encontrarse abandonado por los hombres de Cornualles, en cuya resistencia tradicional había confiado para que le proporcionaran un ejército. Cuando se rindió en 1497 llevaba una carrera de impostor de seis años. Dos años más tarde, Enrique seguía tan preocupado con las conspiraciones contra el régimen que tuvo que ejecutar a Warbeck y al conde de Warwick, quien aún estaba prisionero.

Por aquel tiempo, Enrique había tomado medidas para protegerse por medio de un anillo de alianzas extranjeras. En el Tratado de Medina del Campo, de 1489, se comprometió el matrimonio de su hijo Arturo, de dos años de edad, con la hija de Fernando, Catalina. El Tratado de Étaples con Francia, en 1492, puso término al apoyo que Enrique había estado prestando a la lucha de Bretaña por su independencia, apoyo que se debía por una parte a sus pretensiones al trono de Francia y por otra, a que la amistad con Bretaña era el medio más seguro de mantener la piratería alejada del canal. En 1496, un acuerdo de paz con Holanda redujo el peligro que suponía que los Países Bajos apoyaran a un pretendiente que allí surgiera, sin que, sin embargo, afectara a la continua rivalidad económica. Más cercana al país, se castigó a Irlanda por haber apoyado a Warbeck; para ello se promulgaron en Drogheda, en 1494, la Ley Poyning, que, teóricamente, subordinaban a Irlanda por completo a la corona inglesa. En 1502 se concertó el matrimonio entre la princesa Margarita y Jacobo IV de Escocia. En lo referente a asuntos internos, el reinado se caracterizó menos por los acontecimientos que por los procesos. La corona adquirió una libertad de acción muy incrementada debido a un acta de restitución de 1481, similar a la de Isabel en 1480; pero, al margen de esto, actuó más bien como un buen administrador que como un innovador constitucional o un propietario ostentoso. Incluso los estatutos de sus parlamentos redactados con más rigor, como el acta de retención de 1504, no pasaron de añadirle uñas a la legislación ya existente.

En 1509, Enrique VIII, de diecisiete años de edad, entraba en posesión indiscutida de una herencia que incluía un experimentado núcleo de consejeros y burócratas, un tesoro lleno, una sociedad que, si bien violenta y criminal, no era potencialmente rebelde, y un peso modesto, aunque claramente reconocido en el concierto internacional. Aparte de ejecutar a dos de los más impopulares ministros de su padre, Empson y Dudley, el nuevo rey dejó que los asuntos domésticos discurrieran por las vías que su antecesor determinó. Únicamente escarbó profundamente en el tesoro legado por su padre, a fin de labrarse una imagen más impresionante en el extranjero. Casado con la viuda de Arturo, Catalina, alcanzó el contacto con Aragón que le proporcionaba una carta introductoria para los protagonistas del extenso drama de las guerras italianas y justificaba la agresión a Francia. En 1513 probó el sabor de la sangre en persona en una expedición que tomó Thérouanne y Tournai y que derrotó un pequeño ejército francés en la batalla de Spurs (en Guinegate), así como en la victoria de sus agentes sobre el aliado de Francia, Escocia, en la batalla, más decisiva, de Flodden (o de Branxton). A partir de entonces, la importancia de Inglaterra en la diplomacia internacional se hizo más relevante, especialmente cuando la ambición personal de Thomas Wolsey condujo a este, después de 1515, a vincular los asuntos ingleses más estrechamente con los del Papado. En 1518, la iniciativa inglesa, manifiesta en el Tratado de Londres, extendió un barniz lustroso, aunque superficial, sobre la hostilidad mutua de las potencias occidentales, y la época termina con estremecimientos de aprensión transmitidos a lo largo de toda la red diplomática europea como resultado de los encuentros personales de Enrique y Carlos en Inglaterra y Holanda, y de Enrique y Francisco en el Campo del Drap d’Or en 1520.

Alemania aparece mucho en la historia diplomática de la época, aunque, por regla general, sus intervenciones tienen solamente una significación ritual. Las amenazas de guerra eran más frecuentes que las movilizaciones reales, y los ataques militares solían consumirse sin dejar nada tras ellos que delatase su existencia. Y, sin embargo, Alemania era rica y populosa.

La disparidad entre los fines y los medios nacía de la disparidad entre la geografía y la constitución. El emperador hablaba como dirigente político de Alemania, pero los alemanes no le respaldaban, o, en todo caso, sucedía en escasa medida, debido a la naturaleza electiva, más bien que hereditaria, del título imperial. A todos los fines y propósitos, el Imperio era hereditario dentro de la familia de los Habsburgo; Maximiliano sucedió a su padre Federico III en 1493 y, a su vez, su nieto Carlos le sucedió a él en 1519. El motivo principal de esta situación era la ausencia de una maquinaria imperial capaz de vincular la política de los emperadores con los bolsillos de la multitud de príncipes, caballeros y ciudades que consideraban el lugar que ocupaban dentro de la constitución imperial como un asunto marginal respecto a sus propios intereses. En realidad, el lugar constitucional no se ignoraba. Por supuesto, se reconocía que ciertos problemas, tales como el bandidaje, la guerra privada y el incremento demográfico en el sudoeste, no se podían tratar a nivel local. Tanto los componentes del Imperio como el mismo emperador deseaban que las partes de la maquinaria funcionasen, pero sus esfuerzos se venían abajo ante la incapacidad de ponerse de acuerdo sobre cómo tendrían que funcionar. Esta incapacidad y, por ende, la del emperador para obtener respaldo fuera de sus tierras hereditarias, se puso de relieve en las consecuencias de la muerte de Carlos el Calvo, duque de Borgoña, en la batalla de Nancy en 1477.

Gracias a su matrimonio con María, la hija de Carlos, Maximiliano recibió el mejor pedazo de las tierras del ducado de Borgoña. Por este motivo hubo de luchar contra Francia, pero, con la Paz de Senlis, en 1493, retuvo el Franco Condado, Luxemburgo y los ricos e industrializados Países Bajos, gobernados en su nombre por su hijo Felipe desde 1494 y después, a la muerte de Felipe en 1506, por el joven Carlos, quien se encontraba fundamentalmente bajo la influencia de su tía Margarita. Esta adquisición de tierras en el oeste fue la que dio carácter de urgencia al problema de la reforma de la constitución imperial. Habitualmente, los emperadores solían poner el interés de sus propios territorios por encima de los de Alemania como totalidad; pero ahora, se añadía a los intereses políticos de las viejas tierras de los Habsburgo –hostilidad hacia Venecia, defensa contra los turcos, pesca en las aguas dinásticas de Bohemia y Hungría– el desafío que suponía la vecindad con una Francia no amistosa. Y esto sucedía en una época en que Francia se mostraba como la más agresiva de las potencias europeas a través de sus repetidas invasiones de Italia. El desafío se producía además durante el reinado de un emperador[6] cuyo carácter era particularmente susceptible a los valores caballerescos, religiosos y militares, que aún guardaba el nombre de Sacro Imperio Romano. De entonces en adelante, Maximiliano estaba decidido a desempeñar un papel heroico en Italia como preludio a la dirección de una cruzada europea contra los turcos. Sus súbditos estaban decididos a que no hiciera nada parecido.

Maximiliano no se opuso a la invasión de Italia por Carlos VIII en 1494 porque esperaba obtener apoyo contra Venecia; además se casó con la hija del aliado de Carlos, Ludovico Sforza, en Milán, en parte por la dote, en parte para poder decir públicamente que Milán era un feudo del Imperio. Pero la facilidad con que Carlos conquistó Nápoles le dio que pensar. Para conseguir el dinero que le permitiera unirse a las fuerzas de los coligados a fin de oponerse a Carlos en su camino hacia el norte, se dirigió al Reichstag, la Dieta imperial, que comprendía a los electores junto con los representantes de los príncipes y las ciudades, en Worms, 1495. La cantidad que recibió llegó demasiado tarde para convertir la azarosa retirada de los franceses en una derrota. La Dieta insistió en tratar la reforma constitucional, y de tal insistencia surgieron dos decisiones que iban a perdurar: la proscripción de la lucha de la guerra privada entre el Imperio y un Reichskammergericht, o tribunal imperial, que era quien había de poner en vigor tal proscripción. Estaba compuesto de 25 jueces, de los cuales solamente 5 los nombraba Maximiliano, aunque también nombraba 2 más en su calidad de propietario de las tierras de los Habsburgo. Cinco años más tarde, en 1500, se reunió de nuevo la Dieta en Augsburgo. En aquel tiempo, Maximiliano tenía que digerir la recién conquistada independencia de los suizos en la guerra Suaba de 1499 contra el Imperio y tenía que vigilar también la conquista de Milán por Luis XII durante el mismo año. Nuevas peticiones de reforma respondieron a las suyas de dinero. Las medidas de 1495 habían afectado los intereses del emperador únicamente en cuanto que le obligaban a compartir la autoridad judicial completa. En 1500 tuvo que aceptar el Reichsregiment, un cuerpo gobernante supremo del cual el emperador era el presidente, pero que podía legislar para el Imperio sin él. Sus planes militares se desvanecieron, pero, al menos, tuvo la satisfacción de ver marchitarse en un par de años al nuevo consejo como órgano estatal efectivo. Se trataba del último intento serio de reforma antes de la muerte de Maximiliano.

Pero aunque las siguientes dietas fueron menos críticas, el emperador continuó presentando una pobre estampa en el extranjero. En 1496 había atacado sin éxito la parte toscana de Livorno, en su calidad de aliado de Ludovico Sforza contra Florencia. En 1509 su única contribución a la guerra contra Venecia fue el fracaso del sitio de Padua. En 1516 invadió el Milanesado, pero se quedó sin dinero después de haber pasado un solo día en Milán; sus tropas desertaron y él retornó a Austria humillado.

De 1493 a 1519, la historia del Imperio muy poco tiene que ver con la de Alemania. La historia de Alemania es ante todo la de los principados aislados, los territorios eclesiásticos autónomos y las grandes ciudades que componían el mundo germanohablante. Maximiliano trató de darles a todos ellos un destino común por medio de una ferviente propaganda en nombre de una idea imperial revivida y fracasó en su empeño. Su éxito radica en el gobierno de sus propias tierras y en una política dinástica que hizo de su sucesor el gobernante de más de la mitad del oeste de Europa.

LA EVOLUCIÓN INTERNA

Salvo en algunos pocos casos, el objetivo interno principal de gobierno, tanto de estos cinco países como de los otros, no era renovar, sino restaurar. Sin embargo, como lo señala Guicciardini en su comentario a la obra de Maquiavelo, Considerazioni sui Discorsi del Machiavelli sopra la prima deca di Tito Livio, cualquier intento de reproducir algo que haya sucedido en el pasado origina necesariamente algo nuevo, debido a las circunstancias concomitantes. Lo que les da cierto aspecto de novedad a los gobiernos de este periodo es la cantidad de precedentes que exhumaron o restauraron y la rapidez con que lo hicieron, el consentimiento general obtenido de sus súbditos (excepto en Alemania) y la existencia de grandes burocracias permanentes, garantía de que lo que se había recuperado bajo control central iba a permanecer.

Aunque no había gobierno cristiano alguno que pudiera compararse con los turcos otomanos a este respecto, el incremento del control central era un fenómeno que se podía observar en toda Europa, desde Rusia con las conquistas de Iván III hasta los Estados Pontificios, donde los papas –de Sixto IV a Julio II y León X– luchaban para recuperar territorios que se habían perdido bajo sus predecesores y, por tanto, incrementaron las reservas humanas y de dinero de las que dependía su posición predominante, tanto en la política internacional como en la peninsular. La centralización eficaz, sin embargo, se encontraba obstaculizada por la mala calidad de las vías de comunicación, especialmente allí donde la capital estaba excéntricamente situada con relación a la periferia, cual era el caso de Inglaterra y de Francia, y por la ausencia de ejércitos permanentes; solo contaban con las guardias reales y las guarniciones, lo que suponía que los gobiernos tenían que adecuar los cambios a lo que los súbditos se hallaban dispuestos a tolerar.

La corona desbrozaba las zonas abiertas a la fiscalización central por medio de la restitución de derechos que prescribieron en periodos de anarquía, a través de la revisión de cartas que guardaban como reliquias (o decían guardar, ya que en este campo se habían producido muchas falsificaciones), exenciones y privilegios; ampliando la categoría de los delitos que se podían interpretar como violaciones de la «paz real» o, simplemente, ofreciendo un procedimiento judicial más rápido y más justo que el que el individuo podía encontrar en la mansión feudal o en el ayuntamiento. Todos los procedimientos se costeaban por medio de honorarios y de multas, y la justicia real arremetía con toda su fuerza contra las justicias locales, no solo porque al hacerlo así desbarataba lealtades puramente locales, sino porque de ese modo conseguía lo que en realidad era un impuesto lucrativo aunque invisible.

Si en el campo de la justicia el gobierno parecía dar más de lo que tomaba, en el tributario el intercambio era menos favorable y, por ende, tenía que proceder con mayor cautela. Ni un solo rey francés, por ejemplo, se atrevía a tocar las exenciones tributarias de la nobleza. Casi todos los gobiernos tenían que buscar compromisos con asambleas que declaraban representar a las clases que pagaban impuestos. En Polonia había un Sejm; en Suecia, un Thing; en el Imperio, el Reichstag; en Castilla y Aragón, las Cortes; en Francia y en los Países Bajos, Asambleas de los Estados; en Inglaterra, el Parlamento. En su origen, todos estos cuerpos los había configurado la corona en su necesidad de levantar impuestos especiales con fines militares y para obtener también el apoyo público que se hacía necesario si había que recaudarlos; eran susceptibles de manipulación por parte de la corona, en particular si la nobleza estaba del lado de esta. El principio de reparación de agravios a cambio de las concesiones en dinero era común a todos ellos y, naturalmente, los gobernantes se resistían a convocarlos excepto en casos de gran necesidad. Mientras los costos de sus guerras y de las de Fernando en Italia no alcanzaron una cifra alarmante, Isabel dejó pasar catorce años sin convocar las Cortes castellanas; entre el año 1497 y el de su muerte, en 1509, Enrique VII solo convocó el Parlamento una vez. Esta época constituyó un momento de prueba para la evolución de las asambleas nacionales, más que un periodo de transformación. En los últimos años de ella aún no se había confirmado la decadencia de los Estados Generales franceses; por otro lado, la colaboración regular entre la corona y el Parlamento, que, más tarde caracterizaría al gobierno inglés, apenas si se esbozaba.

Mayor importancia cabía al incremento en la cantidad de profesionales empleados en el gobierno, ya que estos representaban la continuidad, un concepto del servicio ajeno a la sangre o a la posesión y un sentido de la actividad crecientemente impersonal y eficaz, en nombre del gobierno y no de un gobernante particular. La cantidad de personas empleadas en función de su capacidad, ya fuera en los consejos reales ya en la administración local, crecía continuamente. El secretario se convirtió en una pieza clave en todos los países, desde Rusia al Palatinado, desde España a Inglaterra. No es casual que en el Imperio, donde el servicio civil era muy débil, no se consiguiera organizar una administración imperial o federal eficaz; mas también aquí se expresaba el espíritu del Estado futuro, más impersonal, a través de uno de los consejeros cultos de Maximiliano, quien se quejaba de que nunca se hacía nada porque el emperador se entrometía constantemente.

Esta tendencia hacia una forma impersonal de gobierno no disminuía de modo alguno la función personal del gobernante o la imagen que este presentaba a su pueblo. Todo súbdito, decía el canciller de Carlos VIII cuando en 1484 le presentaba a este los Estados Generales, tiene que anhelar la vista de su rey.

¡Mirad, pues, con alegría su rostro! ¡Cuán radiante es la belleza que exhala, cuán serena! ¡Cuán claramente refleja una naturaleza noble e ilustre! ¡Qué promesa para todos de sagacidad futura! ¿Acaso el liberaros del miedo, el aportar la calma perpetua a los terrores de todo el mundo, no es lo bastante valioso para entregarle la obediencia? ¡Sin duda que, con el auxilio de la confianza que depositamos en él, cumplirá su tarea de tal modo que la edad de oro regresará entre nosotros durante su vida y por todas partes resonarán gritos de alegría y regocijo!

La idea de que el gobierno era la corporeización de una relación personal entre gobernante y gobernado, que daba a entender esta arenga, no implicaba la simple obediencia. Era opinión general que el príncipe tenía que simultanear la protección al pueblo con las exigencias sobre este. Las convenciones feudales habían impregnado a Europa con la idea del contrato; los juramentos de coronación subrayaban los deberes del príncipe tanto como sus poderes y, si se les daba la ocasión, los súbditos no se mostraban remisos para pronunciarse por su parte en la relación contractual.

Cuando Enrique VII cabalgaba a través de Worcester en 1486, un actor teatral le saludó con las siguientes palabras:

¡Oh, Enrique!, eres responsable frente a nosotros, que te hemos elevado por nuestra elección.

En 1514, los estados de Baviera aleccionaban al duque Guillermo en términos todavía más llanos: «¿Qué es un príncipe sino un administrador de un territorio, un criado de criados, como se ha llamado a sí mismo hasta el papa? Un príncipe es el primero en su país mientras gobierne con virtud a sus súbditos. Si no es así, no merece que se le alabe, que se le honre o que se le obedezca». Enrique VII era un rey nuevo cuyo derecho al trono no estaba por completo fuera de discusión. Guillermo tenía la activa oposición de su hermano Luis. Aunque estos son casos especiales, reflejan una idea general –que ya entonces estaba pasada de moda–, según la cual había un vínculo especial y directo entre el gobernante y su pueblo. Los reyes continuaban reconociendo esa convención cuando, en ciertos casos, explicaban las razones de sus actos: Carlos VIII explicó a los Estados Generales su reforma de la tesorería de Ruan, invitó a las ciudades a sancionar los tratados que preparaban la invasión de 1493 y justificaba esta misma ante aquellos. Los monarcas tomaban todavía juramentos de lealtad a las ciudades e individuos, indicando, desde luego, que las lealtades fundamentales habrían de referirse al soberano y no al Estado. La visita de Enrique a Worcester era parte de un programa, que todos los gobernantes seguían, destinado a hacerse ver por el pueblo. Erasmo prevenía al futuro Carlos V de que «no hay nada que aliene más el afecto del pueblo [por su gobernante] como que este se complazca viviendo en el extranjero, porque entonces se sienten relegados por él, para quien ellos quisieran ser lo más importante». Ya viejo y enfermo, Luis XI, aterrorizado por la idea de que pudieran asesinarle, se encerró en Plessis les Tours, fortaleciéndolo con rejas y troneras de hierro, desde las cuales los arqueros podían disparar sobre cualquiera que tratase de ganar la entrada. Despidió a muchos de sus sirvientes porque temía que le pudieran envenenar. Sin embargo, a fin de dejar bien claro que aun en reclusión no había dejado de gobernar, incrementó su actividad diplomática y se inventó excusas para establecer correspondencia con países con los que no era probable que se pudiera entrar en negociaciones diplomáticas. Según Philippe de Commines, mandó buscar mastines a España, «perritos lanudos» a Valencia, una mula a Sicilia, caballos a Nápoles e incluso alces y renos a Suecia y Dinamarca.

Los gobernantes tenían tal desconfianza en las formas administrativas y en la política centralizadora para preservar la lealtad al hombre y la obediencia a la máquina, que hinchaban sus títulos. El gran duque Iván III de Rusia se definía como «soberano de toda Rusia», y su sucesor, Basilio, se calificaba a sí mismo de zar o emperador. El neutral y objetivo «rey» Enrique VII se había convertido en 1504 en «nuestro más temido soberano señor». Los títulos que aparecían en las proclamaciones acentuaban que las guerras se hacían entre gobernantes y no entre estados. En 1485, cuando Inglaterra y Francia se hallaban en términos amistosos, al referirse al rey francés se le llamaba «el más querido primo de Enrique, Carlos de Francia». Cinco años más tarde Francia era un enemigo y su gobernante, simplemente «Carlos, el rey francés». En 1492, la alianza común consiguió que Enrique se refiriera al «más excelso y poderoso príncipe, su primo de Francia». La guerra de 1513 condujo de nuevo a la fórmula «Luis, el rey francés», y la tregua de 1514 impuso el estilo de «el muy excelente, elevado y poderoso príncipe, rey Luis de Francia». En esta época fue cuando se elaboró todo un ceremonial para ocultar la muerte del rey francés hasta el momento en que se le depositaba en la tumba. Se hacía una trabajosa efigie exactamente igual que el recién difunto monarca y se le rendían todos los honores, como si fuera la persona misma. En el trayecto fúnebre hasta Saint-Denis, el cuerpo del rey yacía desnudo en un ataúd, mas la efigie llevaba su corona, su cetro y su vara de justicia. Hasta que no se enterraba realmente al cuerpo no se lanzaba el grito «¡el rey Carlos ha muerto; viva el rey Luis!». Hasta aquel momento, este ritual, cuya enorme fuerza residía en que reunía el interés de las piezas teatrales y de los misterios, no constituía una representación de la teoría de que el rey nunca muere; ni ese grito implicaba algún tipo de referencia a instituciones distintas de la personalidad del monarca, algo parecido al Estado. Expresaba más bien la convicción de que era importante prolongar el homenaje y la gloria debida a un rey hasta el mismo borde del sepulcro.

Como es lógico, la corte del gobernante, como prolongación de su personalidad, se hizo más vistosa. Enrique VII, que era frugal con el dinero de la nación en otros aspectos, se prodigaba en los banquetes y entretenimientos que daba en la corte. El fin de la vida de la corte era no solo despertar el interés y la reverencia en el país, sino impresionar a los visitantes extranjeros. Con el gasto que hizo Enrique VIII en el torneo de Westminster de 1511 se hubiera sufragado la construcción de 16 o 17 barcos de guerra. Y esta inflación de los espectáculos principescos era un fenómeno extendido que se podía observar en las cortes de Milán, Viena o Moscú y en traslados reales durante los cuales los reyes franceses o Fernando e Isabel se mostraban a sí mismos como la encarnación de sus respectivas naciones. Además de ello, el gasto tenía también un carácter de cebo para atraer a los nobles y cumplir, por tanto, un objetivo político directo: el gasto de una corte vistosa y las pensiones concedidas a los cortesanos suponían menos desembolso del que causaba la deslealtad, por no mencionar la rebelión.

Un sentimiento de identidad con un gobernante no conduce necesariamente a una identificación con su política. Por esta razón se comenzó a hacer uso de la propaganda en una cantidad desconocida hasta entonces. Los medios que se usaban eran diversos: las proclamas y los manifiestos se distribuían para su lectura desde el púlpito. Se empleaba a hombres de letras incondicionales a fin de pregonar la fama de su patrón y la justicia de su causa. También las bellas artes se vieron obligadas a contribuir al servicio, aun cuando el público al que tenían que alcanzar fuera obligadamente pequeño. Amenazado por las propuestas para convocar un concilio ecuménico de la Iglesia, Sixto IV comisionó a Botticelli para que, por medio del fresco El castigo de los rebeldes, advirtiera a los conciliaristas el destino que esperaba a los que se rebelaban contra Dios. Julio II, consciente de que aquellos herejes que atacaban la doctrina de la transubstanciación estaban atacando también a los sacerdotes, que eran los únicos que podían producir el milagro, hizo que Rafael pintara El milagro de Bolsena, donde aparece la hostia cubierta de sangre[7]. Las medallas se acuñaban con consignas políticas; incluso las monedas corrientes podían llevar un mensaje político. Después de la muerte de Isabel, y aunque legalmente ya no era más que regente de Castilla, Fernando había acuñado monedas en las que se leía la inscripción «Fernando y Juana, rey y reina de Castilla, León y Aragón». Tampoco se echaba en olvido el drama. El triunfo de la fama, de Sannazaro, celebraba la conquista de Granada por Fernando en beneficio de su primo Ferrante de Nápoles. Conrad Celtis escribió una obra que conmemoraba la victoria de Maximiliano sobre el ejército bohemio en 1504 y le añadió una exhortación al emperador para que condujera un ejército cruzado hasta Constantinopla, proyecto para el cual Maximiliano había buscado dinero y tropas durante largo tiempo. No está claro si Luis XII protegía realmente al poeta y dramaturgo Pedro Gringoire, pero los escritos de este seguían muy de cerca la política del monarca: antiveneciano en 1509, cuando Francia se preparaba para atacar Venecia; antipapal en 1512, cuando Luis estaba tratando de amedrentar a Julio II con la ayuda de un concilio general de la Iglesia.

La utilización del lenguaje popular en las obras propagandísticas de Gringoire autoriza a pensar que estaban escritas para públicos de diversas procedencias sociales. Un público más amplio alcanzaban los grabados, que cumplían una función parecida a las modernas historietas. Ningún gobernante utilizó el grabado para fines tan varios como lo hizo Maximiliano, quien abarcaba desde las toscas hojas baratas, que justificaban medidas políticas particulares, hasta el elaborado Arco del Triunfo (de esta obra autoglorificadora llegaron a hacerse 700 copias) y los gruesos libros ilustrados, Freydahl y Teuerdank, los cuales transmitían, bajo el más diáfano de los disfraces, una imagen de Maximiliano como un superhombre polifacético bajo la especial protección de los dioses. La imprenta posibilitó el folleto de propaganda (Luis XII los editó durante sus campañas en Italia). También se imprimían y se cantaban canciones cargadas de sentido político.

Por supuesto, la propaganda podía actuar en dos direcciones: o el dirigente la utilizaba para explicarles a sus partidarios o súbditos lo que tenían que pensar, o los súbditos la podían utilizar para exponerle su caso propio al dirigente. En 1515, cuando el nieto de Maximiliano, Carlos, llegó a los Países Bajos, los ciudadanos de Brujas, que se estaban quedando rezagados en los negocios respecto a Amberes (principalmente debido a que el río se estaba cegando), precisaban apoyo. Para ello montaron una representación de entrada para el príncipe, en el curso de la cual se «le condujo ante dos escenas que iban al meollo del problema. La primera mostraba a una dama llamada Brujas, de cuyo lado huían Negocios y Mercancías. La siguiente, además de presentar el problema, sugería la solución; en ella, Ley y Religión impedían por la fuerza que Negocios y Mercancías abandonaran a la señora»[8].

Algo parecido a un diálogo entre gobernantes y gobernados se producía cuando se daban estas peticiones animadas, así como la proclamación que las satisfacía; pero debe tenerse presente que los programas teatrales los planeaban los gremios y los consejos municipales y no los representantes de todos los grupos de población y de ingresos. Incluso cuando los cuadros teatrales tenían un carácter puramente congratulatorio, como, por ejemplo, la vez en que Lyon saludó a Francisco I, en 1515, con una escena que le identificaba con Hércules llevándose las manzanas de oro del jardín de las Hespérides (referencia a Milán), el asunto y el gobernante quedaban unidos ante un público masivo, que era mayor que el que allí se congregaba debido a la publicación de descripciones posteriores.

El realismo en las artes –bellas y gráficas–, en los retratos sobre medallas y monedas, en la prensa y en las más recientes creaciones del teatro y la mascarada, conseguían hacer tan vívida la imagen del gobernante que, para la mayoría de las personas a las que alcanzaban esos medios de comunicación, conseguía ocultar el crecimiento de las instituciones burocráticas y el aumento del poder del gobierno sobre la nación como una totalidad. Las colecciones impresas de estatutos, proclamaciones y decisiones legales ayudaban a que un grupo de hombres cultivados, en su mayor parte juristas, obtuvieran una imagen más clara del gobierno como un todo sustancial y evolutivo, debido a que, aunque el volumen de legislación original era todavía escaso y frecuente la cita de estatutos seculares, el poder del gobierno para interferirse crecientemente y de modo minucioso en la vida de los hombres resultaba difícil de comprender. Ello resultaba particularmente cierto en una época en la que la diplomacia, las guerras y la gran resonancia pública de los matrimonios dinásticos atraían continuamente una atención creciente sobre la importancia personal del príncipe o de su alter ego (un Wolsey en Inglaterra, un Amboise en Francia) en lo referente a las decisiones que afectaban a los destinos de los pueblos[9].

LAS RELACIONES INTERNACIONALES Y LA GUERRA

Antes de comenzar la descripción de Utopía, al viajero que Tomás Moro imagina, Rafael Hitlodeo, le preguntan por qué no pone toda su sabiduría, acumulada en ultramar, a disposición de algún gobernante de Europa. Su respuesta es que «si los reyes no filosofan ellos mismos, nunca abrazarán los consejos de los que filosofan […]». Continúa:

Imagínate por un momento que estoy con el rey de los galos y que me hallo sentado entre los de su consejo cuando en un aposento secretísimo, presidiendo el rey en persona un corro de hombres prudentísimos, se discute afanosamente a base de qué artes y maquinaciones conserve Milán y recupere la huidiza Nápoles esa, bata después a los venecianos y someta toda Italia; reduzca luego a su dominio a los flamencos, a los brabanzones, a la Borgoña entera finalmente; también a otros pueblos, cuyo reino ya tuvo el designio de invadir en el pasado. En este punto, mientras el uno sugiere que se ha de concertar una alianza con los venecianos, duradera sólo por el tiempo que fuera conveniente; que se les ha de hacer partícipes del proyecto; que se les ha de dejar incluso una parte del botín, que pondrá de nuevo en cobro una vez concluido todo según lo planeado. Mientras el otro aconseja que se ha de reclutar a los germanos; otro que se ha de seducir a los suizos con dinero; otro que se ha de aplacar el enojo de la majestad imperial con oro como con una ofrenda. Mientras a otro le parece que se ha de buscar una componenda con el rey de los aragoneses y darle el reino de Navarra, que no le pertenece, como precio de la paz; otro, por su parte, estima que se ha de captar al príncipe de Castilla con alguna promesa de alianza matrimonial y que se ha de ganar para su partido a algunos nobles de la corte mediante una remuneración segura. Mientras se presenta la dificultad más grande de todas: qué hacer entre tanto con Inglaterra; al fi n, que es la paz lo que hay que procurar y que se ha de afianzar con lazos estabilísimos una coalición siempre inestable; que se les llame amigos, que se desconfíe de ellos como de enemigos; por consiguiente, que se ha de mantener a los escoceses como en un acuartelamiento, preparados para toda eventualidad, lanzándoles inmediatamente que los ingleses se revuelvan lo más mínimo; a más de esto, que se ha de alentar ocultamente a algún noble exiliado, pues hacerlo abiertamente lo prohíben los pactos, el cual alegue que aquel reino le pertenece, para mantener en jaque con esta especie de asidero al príncipe que es objeto de sus recelos.

En este punto, digo, en medio de tantos trapicheos, con tantos varones ilustres proponiendo a porfía consejos para la guerra, si yo, un pobre desgraciado, me levanto y mando plegar velas, opino que se debe prescindir de Italia y digo que se ha de permanecer en casa, que ya el reino de Galia solo es casi mayor de lo que un hombre solo puede administrar convenientemente como para que el rey haya de pensar en anexionarse otros.

A este respecto, si les propusiera los acuerdos del pueblo de los acorianos, situados frente a la isla de los utopienses hacia el euronoto, los cuales, habiendo hecho antaño la guerra para ganar otro reino a su rey, sobre el que alegaba el derecho de herencia en virtud de un viejo parentesco, habiéndolo conquistado por fi n, en cuanto echaron de ver que el precio por conservarlo no era inferior al que habían pagado por conseguirlo, que se reproducían sin cesar brotes de revueltas internas o de ataques externos, que había que luchar constantemente a favor o en contra de los vencidos, que no se presentaba la ocasión de licenciar al ejército; que, mientras, se estaban arruinando, se les iba fuera el dinero, pagaban con su sangre los humillos de otro, la paz tan segura como nada, las costumbres patrias corrompidas por la guerra, la sed de robar generalizada, la insolencia rubricada con asesinatos, las leyes en descrédito; todo ello porque el rey, dividido con la administración de dos reinos, no podía prestar la atención suficiente a ninguno de los dos.

Como viesen, por otra parte, que no había manera de atajar tan grandes males, tomaron por fi n el acuerdo de presentar a su rey respetuosísimamente la alternativa de quedarse con el reino que más quisiera, que con ambos no sería posible; que ellos eran muchos más de los que podía gobernar un medio rey, habida cuenta que nadie aceptaría compartir con otro un mismo mozo de mulas. De esta manera fue obligado aquel buen príncipe a contentarse con su antiguo reino, dejando el nuevo a uno de sus amigos (quien también fue expulsado poco después).

Si pusiera, además, de manifiesto que todos estos intentos de guerra que, por su culpa, van a sumir a tantas naciones en la confusión, acabarán en definitiva fallidos por alguna circunstancia casual cuando le hayan agotado sus tesoros y destruido al pueblo; que se cuide, por tanto, del reino heredado de sus antepasados, que lo mejore cuanto pueda y lo haga prosperar lo más posible; ame a los suyos y sea amado por los suyos, viva a su lado y ríjalos suavemente; y que deje estar a los otros reinos, pues este que le ha correspondido es bastante y de sobra dilatado. ¿Con qué oídos piensas, amigo, escucharán este discurso?[10].

Por supuesto, la respuesta de Moro «no es muy favorable». Su propia repugnancia frente a los negociantes de la guerra era tal que hace que los utópicos prefieran el asesinato, el apoyo a las facciones en pugna, la introducción de los rivales del enemigo en su retaguardia; cualquier cosa, en verdad, que la inteligencia pueda inventar antes que recurrir al fenómeno humillante y animalesco del combate.

Su retrato de la reunión del consejo era solo una suave caricatura basada en la política real de Francia al comienzo del reinado de Francisco I. Si se considera el pasado desde 1516 hacia atrás, resulta difícil creer que un hombre de natural apacible como Moro, nacido en 1478, no reflexionara sobre la cantidad de guerras que habían tenido lugar a lo largo de su propia vida y sobre los escasos cambios a que condujeron en materia de prosperidad, fronteras o régimen en Europa. Solamente en el este la guerra había provocado cambios dramáticos y duraderos. La expansión turca hacia Europa ya había sobrepasado Serbia y Bosnia, alcanzando con ello el Adriático. La ocupación de Otranto y la más osada incursión de la caballería turca alrededor de Venecia, en las inmediaciones de Vicenza en 1499, no eran más que demostraciones de fuerza, si bien de terrible carácter; la negativa de las tropas turcas de invernar lejos de sus casas puso un límite geográfico a sus conquistas reales. Pero en 1516 y 1517, en dos campañas soberbias e incontenibles, Selim I conquistó Siria y Egipto; esa conquista tuvo mayores consecuencias a largo plazo para el comercio en el Mediterráneo que la que pudiera haber provocado un conflicto puramente europeo. También en Rusia el ejército de Iván III era la base de su control más allá de Moscú y, bajo su sucesor, Basilio, llevó todo el peso de la campaña para completar el dominio sobre Riazán, así como del golpe que acabó con la independencia de Pskov. También los ejércitos fueron los que cortaron los vínculos que mantenían unida a Hungría durante el reinado de Matías Corvino, y, a la muerte de este, en 1490, Silesia, Moldavia, Moravia y Valaquia se desmembraron, cayendo bajo otras órbitas: polaca, lituana o turca.

Más hacia el oeste, aunque las guerras eran frecuentes, sus consecuencias no resultaban tan impresionantes, ya que la población era más densa y estaba repartida de un modo más regular, los vínculos entre el gobierno central y el local eran más estrechos y las fronteras estaban más determinadas por la tradición. Si se dejan a un lado la guerra civil que trajo a Inglaterra la dinastía Tudor, las guerras casi civiles dentro de los dominios de Maximiliano –la rebelión flamenca de 1488 o el fracasado intento de controlar a los suizos en 1499– y las guerras de pequeña importancia, como el fracaso del ataque veneciano sobre Ferrara en 1483, el conflicto bávaro-palatino de 1503 y la acción emprendida por la Liga Suaba contra el duque Ulrich de Wurtemberg, si se dejan todas estas guerras de lado y se limita la perspectiva por el momento a los conflictos que carecían de respaldo internacional mayor, nos encontramos con que solamente la conquista española de Granada en 1492 originó consecuencias de real importancia.

Las guerras en las que Moro-Hitlodeo pensaba principalmente eran aquellas con las que los sucesivos reyes franceses habían tratado de conquistar territorio italiano. Aunque las invasiones francesas no «acabaron en agua de borrajas» hasta 1525, cuando Francisco I cayó prisionero en la batalla de Pavía, lo cierto es que las pérdidas en territorios, adjudicados a los aliados, y en metálico, empleado en pagar los ejércitos invasores, sobrepasaban con mucho cualquier ventaja positiva que hubiera podido obtener la corona francesa, por no hablar del pueblo francés.

Como ya hemos visto, las actividades militares francesas actuaron como un agente transmisor de infecciones para las otras naciones. Hasta las potencias que no alimentaban esperanzas de conseguir trozos de territorio italiano para sí pudieron ver que su actitud en materia de asuntos exteriores variaba en función de los cambios de dominación en Italia, de las distintas suertes corridas por los franceses, los españoles y los alemanes, de las peticiones de ayuda por parte de los pueblos italianos amenazados y de las exhortaciones pontificias a apoyar ora a un bando ora al otro. Los acontecimientos de Italia condicionaban las políticas nacionales de los distintos países, al menos intermitentemente, desde Londres a Constantinopla. La primera invasión de 1494 había originado poca inquietud fuera de Francia e Italia; en cambio, el tratado de 1518 por el que se pretendía apaciguar las ambiciones sobre Italia lo suscribieron Francia, España, Alemania, Inglaterra y el Papado, y quedó abierto para Escocia, Dinamarca, Portugal, Suiza, Hungría y los castigados estados de Italia.

Este proyecto utópico se hundió al año siguiente con la elección imperial y, dado que Francisco no esperaba poder conquistar las posesiones centrales de Carlos, recomenzaron las guerras de Italia a una escala mayor que nunca. Dentro de la misma Italia hubo muchos cambios administrativos, ya que los estados saldaban viejas cuentas pendientes entre unos y otros, cambiaban sus propios gobiernos, buscaban protección extranjera o estaban temporalmente ocupados; pero lo que no hubo fueron grandes reajustes de fronteras. Tampoco las campañas que se realizaron fuera de Italia, como residuos de la lucha principal, tuvieron éxitos más notables. Fernando no conquistó la totalidad de Navarra, Enrique le vendió Tournai a Francia cinco años después de haberlo conquistado. Escribiendo, como lo hacía, en el momento en que el destino de Nápoles y Milán aún estaba en el aire, resultaba natural que Moro pensara que las ganancias de una guerra no justifican los sacrificios hechos por ella. En verdad, aparte de las conquistas españolas en Italia meridional y septentrional, los cambios políticos más duraderos de la época no fueron resultado de la guerra. Venecia obtuvo Chipre de su propia gobernante Caterina Cornaro en 1488 como resultado de un negocio monetario, aunque mediante amenaza de emplear la violencia. Los reyes de Francia debían la extensión de su poder no tanto a las armas como a las confiscaciones para castigar el delito de traición (territorios de Armañac y Alenzón), a la ausencia de herederos (Anjou, Maine, Provenza) y a los matrimonios (Bretaña). La acumulación más grande de poder cayó en las manos de Carlos V por elección y herencia. ¿A qué se debía, pues, tanto espíritu guerrero?

En Europa casi todo el mundo consideraba que la guerra era algo natural. Un puñado de descendientes de los husitas en Bohemia creía que Cristo había venido a librar al mundo de la guerra, y que los cristianos deberían ofrecer de verdad la otra mejilla y responder a la violencia con la no resistencia. Moro y Erasmo se contaban entre las escasísimas personas que defendieron ideas pacifistas por razones humanitarias. La doctrina eclesiástica de la guerra justa –que era legítimo combatir bajo la autoridad de un cuerpo superior legalmente constituido por una causa justa y con un recto propósito– no era innoble en sí misma; pero, como Erasmo señalaba, «entre tan grandes y tan cambiantes vicisitudes de los acontecimientos humanos, entre tantos tratados y acuerdos, que ora se establecen, ora se rescinden, ¿a quién le puede faltar un pretexto […] para ir a la guerra?». De hecho, no se iniciaba campaña alguna que no consiguiera obtener la bendición del clero nacional. Por supuesto, entre obispos obligados por derecho a proporcionar tropas a requerimiento de la corona y papas que levantaban ejércitos propios para extender su poder secular y que forjaban alianzas para llevar a cabo acciones militares conjuntas, raro predicador tenía que ser –Juan Colet se llamaba esta rareza– el que considerara apropiado elevar su voz contra la amenaza de una campaña. El obispo Seyssel incluyó una sección sobre nuevas conquistas, como si de cosa evidente se tratara, en un tratado político escrito para el joven Francisco I. No fueron los eclesiásticos los que deploraron la expansión de las armas de fuego, sino, y ocasionalmente, algún sensible erudito o hidalgo de conciencia caballeresca.

Después de todo, las guerras en Europa eran endémicas desde hacía tanto tiempo como la memoria podía recordar o registraban las crónicas. La guerra constituía el tema de lectura más interesante de las historias; y de guerra sobre todo se habían nutrido el orgullo patriótico y la conciencia nacional. Los hombres de negocios eran tan ajenos a la idea de que Cristo hubiera traído la paz al mundo, que Commines, perspicaz servidor de la corona francesa, podía escribir que Dios lo había planeado todo de manera que cada potencia europea tuviera un enemigo situado a su lado: «Así, al reino de Francia le ha adjudicado Inglaterra como oponente; a los ingleses, los escoceses; al reino español, Portugal».

El campo de batalla era considerado también como un tribunal natural de apelación para los litigios entre los gobernantes, principalmente en cuestiones de herencias. Si Francia tenía derechos sobre Nápoles, como creía Carlos VIII, o sobre Milán, como era evidente para Luis XII, y las autoridades locales rechazaban estas pretensiones, ¿de qué otro modo se podía obtener la justicia? Teóricamente el Papado era un árbitro internacional; pero prácticamente nadie creía tal cosa. Únicamente la potencia que tenía razones para creer que el papa fallaría a su favor estaba dispuesta a someterse a su decisión. Fernando lo hizo, a fin de asegurar los derechos españoles para posteriores exploraciones y asentamiento en América. En 1493 obtuvo lo que quería, la bula Inter caetera, pero concedida por un papa español, Alejandro VI. El combate singular, como medio de dejar que Dios juzgase un caso que confundía la sabiduría de los hombres, aún subyacía en el pensamiento judicial y la guerra no era otra cosa que una extensión de esa idea. En un mundo fundamentalmente agrario, la mayor parte de los pleitos versaban sobre la tierra. Todo el mundo trataba de apoderarse ávidamente de nuevos pedazos de tierra, por lejos que se hallaran de la propiedad principal, por improductivos o difíciles de administrar que resultasen. Al igual que los grandes terratenientes de un país, los gobernantes aplicaban las mismas medidas a territorios tan distantes como, por ejemplo, Nápoles y París; y la guerra en esas circunstancias no podía ser más que un pleito proseguido con otros medios.

La ausencia de una clara idea de las fronteras naturales o lingüísticas resulta fundamental para la comprensión de esta mentalidad. La ecuación reza como sigue: el poder es igual a la tierra. Para los súbditos, la tierra exhalaba todavía un aura de justicia privada y homenaje personal, a pesar de que los gobiernos estaban haciendo lo que podían para disiparla. Al margen de las repúblicas urbanas, la categoría social se medía, sobre todo, por la cantidad de acres, bosques, arrendatarios, solicitantes esperando en la antecámara, sirvientes a la mesa general y títulos en los que enumeraban los privilegios, aunque ya no se pudieran obtener. Para el gobernante, en su calidad de heredero y conquistador, la tierra tenía valor en sí misma. El intento de criticar a los reyes de Francia por dirigirse al sur, hacia Nápoles, que apenas si producía algo más que grano (artículo que rara vez tiene que importar Francia) y que solo era accesible por vías de comunicación extraordinariamente vulnerables, es razonable, pero irreal. A Enrique VIII se le reprocha[11] por haber ocupado territorios en Francia que tenían que ser inestables por fuerza. ¿Por qué no se gastó en cambio el dinero en fortificar verdaderamente Calais, que ya era inglés y poseía valor comercial? Conquistar la misma Francia, afirmar su débil pretensión sobre el trono francés: estas cosas eran imposibles. Sin embargo, las monedas de Enrique continuaban llamándole rey de Francia. La necesidad de conseguir tierra era tan fuerte que subyacía simbólicamente una vez que la realidad que la sustentaba había muerto. Caterina Cornaro, reducida a propietaria de la pequeña ciudad de Asolo, se intitulaba a sí misma todavía reina de Chipre y reina también de Jerusalén y Armenia.

Dados los tiempos que corrían, el plan de Maximiliano para hacerse con Bretaña en 1490 por un matrimonio secreto con su duquesa, cuando apenas si podía controlar la parte meridional de su herencia alemana, no resultaba grotesco, ni por su alcance geográfico ni por su método. La mayor parte del tiempo que los diplomáticos dedicaban a su actividad giraba alrededor de la política de dotes y de un tráfico internacional de herederas, o posibles herederas, casi al margen de sus edades. Cierto que este plan de Maximiliano no dio resultado. Carlos VIII convenció a los representantes de Ana de que rompieran el contrato y se casó con ella, violando a su vez su propio contrato con Margarita de Austria, a quien estaba prometido desde los dos años de edad. El Imperio de los Habsburgo, que Carlos V heredó, estaba constituido fundamentalmente por el matrimonio de Maximiliano con Margarita de Borgoña y por los matrimonios que organizó entre su hijo Felipe y la hija de Fernando, Juana, así como entre su nieta María y Luis, hijo de Ladislao de Hungría y Bohemia.

Desde cierto punto de vista, la construcción de imperios mediante matrimonios era un empeño pacífico; sin embargo, Moro lo criticaba y Erasmo lo condenaba, en parte, porque desviaba el interés del gobernante del cuidado de su propio pueblo y, en parte, porque, en cualquier momento, la resurrección de una antigua pretensión podía proporcionar una excusa para la guerra. Además, las muertes tempranas hacían que la incertidumbre y, por ende, la tensión, flotaran en el ambiente de continuo. A título de ejemplo, se puede escoger los destinos que siguieron los matrimonios que Isabel y Fernando concertaron para sus hijos. Casaron a su hija mayor con Alfonso de Portugal, quien murió pocos meses después; vuelta a casar con el sucesor de su difunto marido, murió al dar a luz un niño que solo llegó a vivir dos años. Otra hija, Catalina, se casó con el hijo de Enrique VII, Arturo, quien disfrutó de corta vida; vuelta a maridar con el hermano del anterior, Enrique VIII, su incapacidad para proporcionarle a este un heredero iba a provocar el divorcio más azaroso de la historia de Inglaterra. A su hijo Juan lo casaron con la hija del emperador Maximiliano, Margarita; a los seis meses el marido había muerto, dejando a Margarita embarazada de un niño que nació prematuro. A causa de todos estos accidentes, la sucesión española regresó a otra hija, Juana, que padecía ataques de locura, y al hijo que había tenido con Felipe, Carlos. Por tanto, una sucesión de inoportunas muertes reales contribuyó a dar la tónica de inestabilidad héctica que caracterizaba en gran medida la actividad diplomática del tiempo, y la tensión aumentaba más porque a las reacciones en cadena que seguían a una guerra no se oponía concepto claro alguno de neutralidad. Un país podía tratar de mantenerse al margen de la contienda, pero entonces se invocarían viejas lealtades, se reclamarían derechos de pasaje. Si el argumento «quiero que me dejen tranquilo» tenía fuerza, mayor era la del «mi causa es justa, por tanto, como gobierno cristiano tienes que ayudarme».

En la decisión de la guerra, las motivaciones económicas tenían más bien poca importancia. A la piratería, endémica en el Báltico, el canal inglés y el Mediterráneo, se respondía con represalias, contrapiratería autorizada y confiscaciones de los individuos, más que con la guerra. A lo largo de los siglos se había elaborado una acumulación de dispositivos que permitían la importación y la exportación y el flujo de materias primas y bienes acabados a un ritmo adecuado a las necesidades económicas de cada país; tales dispositivos eran los acuerdos de mercado entre naciones vecinas, establecimiento de ciudades mercados, las ferias internacionales y las compañías comerciales. Los gobernantes se movían con mayor facilidad en función del pasado que a través de una imagen de libros de contabilidad: Iván, por el deseo de recuperar «toda la antigua tierra rusa»; Maximiliano para poner en práctica las pretensiones seculares del Imperio sobre la Italia septentrional; Carlos VIII y Luis XII para reactivar sus propias pretensiones familiares en la Península. Aunque las oportunidades se presentaban en la actualidad, las justificaciones para la guerra había que encontrarlas en la historia; generalmente consistían en un rimero de exigencias que se podía resucitar, dándole un ligero barniz de legalidad y que, además, podía asociarse con los agravios de los exiliados y los descontentos: la pretensión de Luis XII frente a Milán nacía de un matrimonio celebrado en 1389 y su primer ejército invasor iba dirigido por un milanés, Gian Giacomo Trivulzio, que fuera expulsado por Ludovico Sforza.

La doctrina medieval de la guerra justa presumía que la decisión de abrir las hostilidades era personal y no colectiva. La posición no cambió durante los siglos intermedios. «La gente común no va a la guerra por su propia voluntad –escribía Moro–, sino que la locura de los reyes la arrastra a ella.» De modo similar, Erasmo arrimaba a las puertas de los príncipes europeos la responsabilidad por «esa locura de la guerra que ha durado tanto tiempo tan desgraciadamente entre los cristianos». La iniciativa personal del gobernante, su importancia como fuente de honor caballeresco y como dirigente natural del ejército se daban por supuestos. La feudal era una sociedad organizada para la guerra y a los reyes todavía se les consideraba como la cumbre armada de la pirámide social. Todos dirigían los ejércitos en persona: Carlos VIII, Luis XII, Francisco I, Enrique VIII, Maximiliano. Los monarcas que, como Luis XI, Enrique VII y Fernando, preferían planear más que ejecutar, constituían objeto de comentario sorprendido (aunque entre los intelectuales, como Maquiavelo y Commines, el comentario era respetuoso).

Los miembros del consejo del rey, especialmente los burócratas, podían reclamar precaución, pero en el círculo inmediato de consejeros de la corona, los nobles estaban en mayoría, hombres estos que, como dirigentes del segundo estado, habían sido educados para la guerra. Es dudoso, sin embargo, sobre todo en el oeste, que los reyes realmente buscaran las oportunidades para emprender una guerra a fin de satisfacer los anhelos aristocráticos por algo más satisfactorio que la caza y las batallas aparentes de los torneos. En Hungría, cuando el sucesor de Matías Corvino adoptó una política de paz y atrincheramiento, la nobleza se tomó venganza saqueando a sus campesinos y mermando el mismo poder de la corona, rehusando cooperar con su política de centralización. En el oeste, como ya veremos[12], el servicio de la corte, la diplomacia y la administración del Estado resultaban cada vez más atractivos. Sin embargo, nunca hubo escasez de nobles o de caballeros para proveer de oficiales a un ejército que iba a la guerra, incluyendo el arma «no caballeresca» de artillería; y no solamente se empleaba a los segundones cuyas perspectivas financieras eran nulas a causa de la costumbre de la primogenitura, sino también a los más grandes nobles del país; de cualquier modo, sería difícil demostrar que los gobernantes estaban sumergidos en las guerras a incitación de una aristocracia incansable. Incluso en Francia se escuchaban quejas de que el segundo estado no cumplía la función armada para la que estaba predestinado.

Todavía estaban las naciones organizadas para la guerra. En Inglaterra, donde la ley había limitado enérgicamente la costumbre por la que los nobles se rodeaban de siervos armados, se esperaba de aquella, sin embargo, que proporcionara hombres armados a requerimiento del rey. A las parroquias y a las municipalidades se les exigía también la aportación de hombres ya entrenados en el uso de las armas; Pero un ejército formado de este modo ya no era una fuerza eficaz de lucha adecuada al tiempo. El noble caballero era un valor depreciado frente a una pica y a un arma de fuego, los reclutas locales no solían estar bien entrenados, sus armas y equipos eran frecuentemente inadecuados, incompletos y, en todo caso, anticuados; se componían de espada, alabarda y arco, en una época en que la pica (que requería entrenamiento regular por grupos) y la pistola o el arcabuz (caro y peligroso en tiempos de paz en manos de la clase baja) se convertían en las armas claves de la infantería. Si a todo esto añadimos la renuncia del habitante de las ciudades a abandonar sus ocupaciones y la de los campesinos a dejar sus cosechas a cambio de las incertidumbres de una campaña, resulta evidente que, en alguna medida, el viejo sistema se había venido abajo. Aquellos que planeaban las guerras tenían que hacerse cargo del contrato y pagar a los mercenarios. El alcance de la discusión acerca de los distintos méritos de tropas nativas frente a mercenarias, de ejércitos ad hoc frente a permanentes, abona la misma conclusión.

Esta discusión era menos apremiante en Castilla, cuya economía principalmente pastoral provocaba el desempleo y hacía sencilla la recluta, así como en Suiza, otro país pastor que, además, estaba acostumbrado a defender su independencia con las armas; era vivísima en Italia, especialmente en las repúblicas, donde unos ciudadanos poco belicosos hacía ya mucho tiempo que habían delegado en profesionales de alquiler para llevar a cabo sus combates y donde más preocupaba la dificultad de controlarlos; también tenía interés para Francia e Inglaterra. Los mercenarios eran hombres adiestrados que aportaban su propio equipo; pero eran caros y había que pagarles prontamente; sus jefes no siempre estaban de acuerdo con los dirigentes nativos; en su calidad de ejércitos multinacionales resultaban más difíciles de disciplinar y eran reacios a acatar órdenes. Además, el resentimiento nacional podía originar disturbios si se utilizaba a los mercenarios en misiones de guarnición. Un ejército nacional permanente evitaba demoras en el comienzo de las operaciones, ya que los hombres estaban adiestrados y siempre listos; disminuía también la necesidad de ingresar en alianzas con el solo objeto de obtener tropas extras, capacitadas para aplicar las experiencias de una guerra a los métodos de la siguiente. Por otro lado, era caro mantener una organización militar en tiempo de paz y, además, un ejército permanente podría convertirse en revolucionario.

No eran estos problemas nuevos, pero sí se discutieron en esta época con nuevo interés, aunque no se llegaron a resolver. Los ejércitos se hacían cada vez más grandes (entre 25.000 y 40.000 hombres) merced a la mayor regularización de las armas y al enorme cuerpo de suministro: carpinteros, herreros, carreteros y zapadores, necesarios en el servicio de artillería. Al mismo tiempo, los gobiernos estaban tratando de recortar los poderes militares semiindependientes de los principales nobles y de llevar la ley y el orden al campo en general. La necesidad de ejércitos más grandes coincidía con la de desmilitarizar y pacificar. La política social y la militar entraban en colisión. Ello no significaba que los gobiernos no pudieran ir a la guerra cuando la decidían. En líneas generales, la aristocracia aún estaba preparada para luchar e ilustraba con el ejemplo su función de dirigente militar natural de la sociedad. Los habitantes de las ciudades podían criticar los gastos de las guerras en el extranjero o, al menos, podían hacer como que criticaban, a fin de recibir alguna clase de beneficio en contraprestación; pero el mismo Gringoire defendía las guerras italianas porque el honor francés estaba en juego y, tras una cortina de quejas, las ciudades pagaban los impuestos que se les pedían. Poco se puede saber acerca de lo que pensaban sobre la guerra el analfabeto y el no representado, pero es bastante posible que, por tratarse del pueblo, cuyo margen de supervivencia dependía de un capricho del clima, que añoraba la perspectiva de una paga regular y que ignoraba las condiciones reales de servicio en el extranjero, la consideraran atractiva. Siempre había una razón u otra por la que los hombres ingresaban en filas: podía ser el hábito de obediencia, la inquietud natural o la desesperación (no es seguro que a hombres con una vida tan circunscrita se les pueda atribuir un «sentido de la aventura»), también podía ser la lealtad a un capitán local o, cuando menos, un conocimiento suficiente del mismo. Excepto Alemania, donde Maximiliano encontró enormemente dificultoso juntar tropas (aunque las ciudades y los príncipes podían hacerlo para sus querellas), siempre se podía encontrar el elemento nacional en un ejército. Los principales problemas con los que se enfrentaban los gobiernos abarcaban el equipo, el transporte, el aprovisionamiento, el pago de los mercenarios y las relaciones con los aliados.

Raramente se enfocaban estos problemas desde una perspectiva realista. Por lo general se subestimaba la cantidad de armas de repuesto para reemplazar a las que se habían estropeado o perdido; lo mismo sucedía con el número total de armas que se requería. Había, además, la dificultad de alquilar carretas y animales de tiro cuando se cruzaba por todo el país en plena época de cosecha. Con frecuencia no había dinero suficiente para pagar a la tropa, aunque la experiencia demostraba que eso era perjudicial para la moral en el caso de tropas nativas y desastroso en el caso de las mercenarias, quienes podían desertar en masse o, incluso, volverse contra sus empleadores. Pero esta misma falta de realismo facilitaba las declaraciones de guerra, cuando un rey y su entorno así lo decidían. Y esto se reflejaba en la confianza puesta en los aliados.

El fin de las guerras civiles en Inglaterra, la consolidación del territorio francés, acompañada por una vigorosa recuperación económica después de la Guerra de los Cien Años, la unión de las coronas españolas y el fin de la cruzada contra los moros, la sucesión del cauteloso Federico III por Maximiliano, el aspirante a guerrero, todos estos acontecimientos produjeron una atmósfera muy tensa en las relaciones internacionales a finales del siglo XV debido al interés común por Italia y por los negocios que pudieran surgir entre las distintas potencias que allí competían. Tanto el ritmo como el carácter de la gestión diplomática quedaron afectados. Si bien el diplomático residente en el país pertenecía normalmente a un nivel social demasiado bajo para poder firmar un tratado, lo que sí podía era apresurar las negociaciones hasta un punto en el que una embajada más formal pudiera sancionarlo. Por otro lado, era más sencillo convencer a esos agentes de que sus actividades iban a servir a los intereses del gobierno de su patria, convencerles de que no abandonaran y que no aplicasen sus propios escrúpulos morales a los asuntos políticos; y, con todo, los agentes encontraban muchas dificultades para obtener información y para que se les tratara con la confianza real de la que disfrutaban el noble tradicional o el embajador episcopal. Tampoco sus propios gobiernos trataban siempre la información que ellos enviaban en sus despachos con el secreto que le era debido. La información se seguía buscando por otros procedimientos: por medio de espías o abriendo las mallas de noticias mercantiles. No hay duda de que la presencia de diplomáticos rivales en una misma corte, los sobornos y otros métodos solapados que se veían obligados a emplear conferían a la diplomacia un aire de desconfianza que ellos ayudaban a fomentar.

Aunque había algunos temas que se repetían duraderamente (Inglaterra utilizaba a Flandes para contrarrestar las intrigas francesas con los escoceses; la confianza de España en Inglaterra cuando tramaba un complot contra Francia; la dependencia inglesa del Imperio cada vez que los franceses amenazaban) era este un periodo de flujo. Cuando Enrique VIII descubrió una alianza en 1514 y 1517, mientras sus aliados se preparaban secretamente a cambiar de bando, ello no significaba seguridad duradera o que hubiera que abandonar sin problema alguno las conversaciones con otra potencia. Si bien se reconocía la posibilidad de que a uno le abandonaran o le traicionaran, existía la creencia obstinada entre los gobernadores (no compartida necesariamente por los agentes) de que cada nuevo compromiso, solemnemente jurado y, a menudo, pomposamente celebrado, funcionaría realmente.

La guerra no es solamente relevante para la comprensión de las relaciones internacionales. La búsqueda de dinero que permitiera a los dirigentes iniciar la acción militar era, junto con el intento de obtener la seguridad dinástica (y en el caso a las repúblicas, clasista), el principal factor que subyacía en la evolución constitucional e institucional antes de la Reforma. Desde luego, los gobernantes gastaban dinero en otras cosas, en sus retaguardias, sus cortes, sus palacios, sus empleados y diplomáticos, pero las necesidades financieras de la guerra superaban con mucho a las otras.

[1] Véase el «Apéndice. Europa hacia 1500: un nomenclátor político».

[2] Véase cap. III, «El Estado, la región y la “patria”».

[3] Véase cap. II, «Florencia, Francia, España, Inglaterra y Alemania».

[4] Véase cap. VI, «La Iglesia y el Estado».

[5] Véase cap. V, «Casos especiales».

[6] Maximiliano no era emperador formalmente, porque tal título dependía de que fuera coronado por el papa, lo cual no sucedió. Pero desde 1508 adoptó el título de emperador electo. Su título exacto había sido hasta entonces el de rey de los romanos.

[7] A fin de conmemorar la liberación de los suecos de las garras de Dinamarca, Sven Sture comisionó a Bernt Notke para que hiciera la estatua ecuestre de San Jorge y el dragón, gesto similar al de la erección del grupo de Judith y Holofernes, de Donatello, frente al palacio cívico de Florencia, cuyo fin era simbolizar la expulsión de los Médicis.

[8] G. R. Kernodle, From art to theatre: form and convention in the Renaissance, Chicago, 1944, p. 69.

[9] Acerca de esto, véase cap. III, «El Estado, la región y la “patria”».

[10] Tomás Moro, Utopía, Madrid, Akal, 2011, pp. 106-108. Myron P. Gilmore llama la atención acerca del valor ilustrativo de este fragmento en The World of Humanism, Nueva York, 1952, p. 155.

[11] Y muy duramente, por cierto, en Army Royal, de C. G. Cruikshank, Oxford, 1969.

[12] Véase cap. V, «La comunidad agrícola, los habitantes de la ciudad y la aristocracia».