III. EL INDIVIDUO Y LA COMUNIDAD

LA CRISTIANDAD

No era esta una época en la que el individuo se hubiera liberado de la necesidad de vincularse a los demás. Por el contrario, es bastante probable que estos vínculos fueran más fuertes que nunca, desde el punto de vista de los sentimientos, del interés propio y del intelecto. Así, la familia era una unidad más consciente de sí misma, el gremio suponía una mayor protección, la ciudad resultaba fuente de mayor orgullo, la nacionalidad alcanzaba mayor significado y la fraternidad internacional de los estudiosos sin duda se había hecho más intensa. Únicamente la idea –que siempre fue difusa– de pertenecer a la supercomunidad cristiana estaba desvaneciéndose.

La idea de la cristiandad se había convertido en un lugar común que aún se mantenía en vida gracias a dos nociones, muy ajenas ya a la realidad política: una nostalgia por los tiempos de las cruzadas, alimentada por la literatura caballeresca, y la esperanza del individuo según la cual podría borrar sus pecados contribuyendo a la recuperación de los santos lugares, esperanza muy debilitada debido al eficaz servicio turístico que los gobernantes mamelucos habían establecido en las tierras de la Biblia.

Muchos de los papas, desde luego, se tomaron en serio sus obligaciones de cruzados. En 1481, Sixto IV organizó con inmenso esfuerzo una flota y un ejército para desalojar a los turcos de Otranto, en la esperanza de persuadir a su fuerza, además, para que cruzara el Adriático y recuperara la ciudad fortificada dálmata de Valona (actualmente Vlorë). Pero una vez que hubieron cumplido su objetivo principal, barcos y tropas se escabulleron, regresando a sus puntos de partida. En 1484, Inocencio VIII hizo una llamada a todos los gobernantes europeos para que enviaran embajadores a Roma con el fin de planear una cruzada; en 1488 sus legados aún estaban tratando de despertar el interés de las potencias. En 1500, Alejandro VI formuló un requerimiento similar que corrió también igual fortuna. En 1517, León X elaboró un proyecto de tan largo alcance que llegaba a planificar de qué modo se repartirían entre las naciones cruzadas los territorios que se conquistasen a los turcos. Nadie se presentó voluntario para desmepeñar un papel en este gran drama de la cristiandad en acción. Es cierto que Carlos VIII había dado a entender que tenía intención de utilizar Nápoles como punto de escala para una cruzada cuando entró en Italia en 1494. Maximiliano, consciente de las responsabilidades del sacro emperador romano y ardiente partidario de los valores (y, en la mezcolanza de su territorio, de la utilidad política) del ideal caballeresco de lealtad personal y servicio cristiano, revivió la vieja orden de cruzados de San Jorge, situándose él mismo a la cabeza. Las ráfagas de entusiasmo podían aún estremecer a las muchedumbres o impregnar las páginas de las crónicas de las cruzadas en el estudio de algún erudito; pero, para los políticos prácticos, la espada del idealismo estaba ya muy oxidada en su vaina.

En los años que siguieron a la caída de Constantinopla se hizo evidente que se podía llegar a un modus vivendi entre los diferentes intereses comerciales del Levante. Consecuentemente, cuando los venecianos tenían que combatir, lo hacían para defenderse y no para atacar. El comercio y las relaciones diplomáticas condujeron a una mayor comprensión. Los peregrinos descubrieron que los musulmanes no eran tan satánicos como se les había hecho creer. Había un interés creciente y respetuoso por las instituciones administrativas turcas y Maquiavelo alababa la disciplina y la moral de las tropas turcas en comparación con las cristianas. Durante la ocupación turca de Otranto, el escultor de Lorenzo de Médicis, Bertoldo, troqueló una medalla en la que aparecía una magnífica idealización de Mohamed, mientras que Alfonso de Calabria alquiló una compañía de caballería turca ¡para que le ayudase en su guerra contra el papa! Un fraile alemán, de visita en Venecia en 1482, se escandalizaba de ver a los venecianos dando la bienvenida a una misión militar musulmana, cediéndoles a aquellos «perros, feroces enemigos del Sacramento», un lugar en la solemne procesión del Corpus Christi.

Dada esta falta de decisión en materia de cruzadas en Italia, no es de extrañar que monarcas más lejanos hicieran oídos sordos a las exhortaciones para otras cruzadas. Sin duda que la escasez de su celo se debía en gran parte al hecho de que se encontraban muy ocupados organizando sus propios estados y precaviéndose contra la perfidia que reinaba entre ellos. A finales de siglo, el sultán Bayaceto aseguraba a sus visires que los proyectos europeos para una cruzada acabarían en nada. «Los cristianos –señalaba– luchan de continuo entre ellos mismos […]. El uno le dice al otro: “Hermano, ayudadme vos hoy contra este príncipe y mañana yo os ayudare contra aquel”. No temáis, no existe concordia entre ellos. Cada cual se preocupa únicamente de sí mismo; nadie piensa en el interés común.» En 1516, Erasmo confirmaba esta observación en la Educación del príncipe cristiano, escrita para el futuro Carlos V: «Cada anglo odia al galo, y cada galo, al anglo, solamente porque es anglo. El irlandés, solo porque es irlandés, odia al británico; el italiano odia al alemán; el suabo al suizo, y así, a lo largo de toda la lista. El campo odia al campo y la ciudad a la ciudad». En efecto, cuando en 1516 el embajador veneciano reclamó la ayuda de Enrique VIII contra el común enemigo de la cristiandad, obtuvo la siguiente contestación: «Sois inteligente y en vuestra prudencia comprenderéis que nunca se realizará expedición general alguna contra los turcos mientras exista tal perfidia entre las potencias cristianas que su única preocupación sea la de destruirse unas a otras». Iván III, quien teóricamente ocupaba una buena posición para iniciar un ataque lateral, prefería la negociación a la cruzada. Florencia incrementó su colonia comercial en Constantinopla aprovechándose de que Bayaceto, que sucedió a Mohamed el Conquistador en 1481, estaba más deseoso de consolidar su autoridad que de extenderla.

En cuanto a la península Ibérica, se había producido una salida más ventajosa (y, para las potencias occidentales, también más significativa) respecto al sentimiento de cruzada, con el comienzo de las exploraciones portuguesas a lo largo de la costa occidental africana. Cuando los portugueses se pasaron del oro de Guinea a las especias de Calicut, el rey Manuel explicaba en una carta en 1499 a Fernando e Isabel que «el principal motivo ha sido, como en las anteriores, el servicio de Dios nuestro señor y nuestro propio beneficio». Y Colón, consciente de que los Reyes Católicos esperaban dinero como resultado de su viaje, también se imaginó que se sentirían satisfechos al saber que las condiciones en las Indias Occidentales eran «propicias para la realización de lo que yo concibo que es el deseo de nuestro rey serenísimo, ello es, la conversión de estas gentes a la santa fe de Cristo». El descubrimiento de América coincidía con el fin de la propia cruzada española para desembarazar de moros la Península y contribuyó a alejar su impulso de Europa y de Levante. Los esfuerzos misioneros de España y de Portugal produjeron nuevos cristianos sin fortalecer con ello la idea de la cristiandad. Los turcos estaban ya establecidos en gran parte de Europa y los europeos se estaban estableciendo en territorios de ultramar. Ambos procesos contribuían a quitarle significación geográfica al término, mientras que su coherencia espiritual se difuminaba en el renovado interés que cobraba la leyenda de un Imperio cristiano en África gobernado por el Preste Juan, así como la discusión acerca de las condiciones espirituales de los pueblos que se habían encontrado en la India y en las Américas (¿era posible que ya se les hubiese explicado el Evangelio? ¿Se les podía considerar cristianos en un sentido potencial o real?). Hasta 1520, fecha en la que se convirtió en sultán Solimán el Magnífico, quien en los dos años siguientes tomó Belgrado y la isla de Rodas, la actitud de Europa hacia los turcos era, si no de indiferencia, sí de interés precavido o de idealismo inactivo.

EL ESTADO, LA REGIÓN Y LA «PATRIA»

El individuo exigía tres cosas del gobierno, todas ellas de naturaleza altamente conservadora: la conservación de la ley y el orden, de forma que las personas pudieran desempeñar sus tareas habituales sin peligro para su vida ni para sus miembros; justicia imparcial, barata y rápida; impuestos tan bajos como fuera posible. Para hacer frente al crimen y a los desórdenes, los gobiernos podían reforzar los dispositivos locales que preservaban la paz tales como los somatenes; enviar tropas o comisiones provistas de poderes extraordinarios para administrar justicia sumaria o reorganizar y reforzar los órganos locales de ayuda propia, como hizo Isabel con las Hermandades de las ciudades de Castilla. A pesar de que, como en este último caso, los medios podían ser nuevos y aunque la acción del gobierno iba a acrecentarse, restringiendo, por ejemplo, la libertad de movimiento de los parados, que eran, potencialmente, los más inclinados a la violencia, la eliminación del bandidaje era una de las obligaciones tradicionales de la corona y no suponía ningún compromiso que pudiera desviar la atención de la responsabilidad personal del gobernante.

Lo mismo sucedía con la justicia. Había una expansión continua de la justicia real a expensas de la local o de la personal. No obstante, tanto si la administraba un rostro familiar, como el del juez de paz inglés, o un juez real de jurisdicción, o la administraba uno de los tribunales de apelación central, la imagen que se ofrecía no era la de una ley impersonal, sino la de un rey ejerciendo la más tradicional de sus funciones: resolver las disputas entre sus súbditos. Cuanto más arriba llegaba el demandante a través de los tribunales, tanto más cercano se hallaba, no a la majestad de la ley, sino a la majestad del rey. En reconocimiento de esta función, los gobernantes continuaban aceptando peticiones individuales de reparación de agravios, bien a través del Parlamento, como lo hacía el rey inglés, o bien –cual era la práctica de Fernando e Isabel– en persona, un día señalado al efecto; también seguían haciendo un uso generoso de su prerrogativa de gracia.

Poco a poco se iba frustrando la tercera expectativa, la de que los gobernantes deberían vivir con los ingresos de sus posesiones personales en la medida de lo posible e imponer la mínima contribución para permitir la continuación de la guerra. Crecían los costes del gobierno y había que cubrirlos: administraciones nacientes, ejércitos mayores, más especializados y, por tanto, mejor pagados. No todo el mundo padecía la amenaza del bandidismo, no todo el mundo recurría a la ley, pero, en cambio, los derechos aduaneros y los impuestos de ventas –en especial sobre los artículos de primera necesidad, como la sal– convertían a los impuestos en una preocupación casi universal. Sin embargo, la reacción general frente a los impuestos impopulares tampoco era de resignación ante la inexorable extensión del control central, sino la de tratar de negociar en un auténtico quid pro quo en forma de reparación de agravios o concesión de privilegios, o lamentarse de que el rey estuviera mal aconsejado, de que fuera víctima de ministros corruptos o de cortesanos voraces.

Es cierto que los agentes del gobierno central se hallaban insertos en la administración local, pero esto solo lo podía ver con claridad la pequeña minoría de europeos que vivía en las ciudades. Un proceso paralelo, la utilización decreciente de los cuerpos representativos racionales, significaba que el gobierno (entendido como los más importantes funcionarios del gobernante con su personal) cambiaba realmente con menor frecuencia. Si añadimos la creencia generalizada de que la función del gobernante era preservar, proteger, restaurar y honrar alguna disposición antigua y difusa –tal como la Ley Sálica o el Código de Magnus Lagaboter– antes de introducir cambios, nos encontramos con los factores que encubrían el crecimiento del poder gubernamental a los ojos de todos menos de una pequeña minoría.

Por supuesto, en las ciudades-república la situación era distinta. Existía un amplio interés en la política, provocado por la rotación de los puestos públicos cada pocos meses, por el principio de selección mediante elecciones, por el hecho de que, debido a las cortas distancias (en veinte minutos se podía atravesar Florencia), todo el mundo se conocía o, al menos, de todos se murmuraba. También aquí el interés principal se centraba sobre las personalidades, sobre quién estaba arriba y quién, de momento, estaba abajo. Al igual que en las grandes naciones, la naturaleza ocasional de los contactos entre el gobierno y el pueblo impedían el nacimiento del concepto de «Estado»; el fenómeno inverso, esto es, la familiaridad estrecha con aquellos que tenían que ver con el gobierno, provocaba un efecto similar. Incluso Maquiavelo, escribiendo en su calidad de exempleado civil de carrera, usaba frecuentemente la palabra «Estado» en el sentido de «aquellos individuos que están en el poder de momento». Quizá únicamente en Venecia se daban las condiciones para que surgiera el concepto de un Estado impersonal, así como para que naciera un sentimiento patriótico; ello se debía a su sistema de castas legalmente definido, que ahogaba las rivalidades de clase, y a la inusual homogeneidad de la vida económica, ya que el comercio tenía una importancia mayor que la banca o la industria.

Evidentemente en todas partes, excepto entre algunos intelectuales y muchos administradores profesionales, la región, la zona que rodeaba el propio lugar de nacimiento, era más importante que el país como un todo. Muchos germanos, incluso los suizos, tenían el vago sentimiento de pertenecer al Imperio; pero el homenaje rendido a la idea no influía en la acción[1]. «Francia» resultaba una palabra atractiva, porque las personas conocían, a través de las crónicas y las baladas, los grandes hechos realizados por los monarcas franceses y sus ejércitos. Sin embargo, la idea de una asamblea general de representantes de todas las partes del país o, para los meridionales, de una asamblea que exigiera de todos ellos, de Toulouse a Provenza, la igualación de sus identidades regionales, provocaba una resistencia general. Un italiano que regresara de una estancia en el norte podía anhelar el regreso a Italia, mas una vez que se encontraba allí, su horizonte se resumía al deseo de llegar a su propia patria nativa, Florencia, Rímini o Nápoles. Es comprensible que en Bohemia, donde muchos de los comerciantes, prelados y terratenientes eran germanos, a las capas bajas de la sociedad les resultara difícil sentirse identificadas con el gobierno, aunque también en la mayor parte de Europa el derecho del «Estado» tenía que luchar penosamente para sustituir al derecho local que, aun siendo imperfecto, se consideraba más «natural» que la justicia administrada por los jueces de apelación de la capital, perfectamente capacitados. La tendencia de los príncipes a emplear jueces y cancilleres preparados en Derecho romano provocaba una irritación general en Alemania. Constituía un error fundamental, decía un caballero bávaro en 1499, «porque estos hombres de leyes no conocen nuestras costumbres, y si las conocen, no están dispuestos a aceptarlas». Una protesta de los estamentos de Wurtemberg en 1514 contenía la misma veta anticentralista; el duque debía emplear únicamente a hombres que «juzguen de acuerdo con las costumbres y los usos antiguos y no atribular a sus pobres súbditos».

Cuando Francisco I subió al trono en 1515, Francia constituía el ejemplo supremo en Europa de lo que una política deliberadamente centralizadora podía conseguir. Lo que esta no podía conseguir, en Francia o cualquier otra parte, era una extensión del alcance de las lealtades del individuo, un ensanchamiento del círculo de causas por las que estaba dispuesto a sacrificarse. El gran magnate podía convertirse en gobernador provincial y actuar para la corona, pero con ello no se canalizaba hacia la capital la lealtad y la deferencia que se le profesaban. En todas las ciudades, e incluso en algunos pueblos grandes, había uno o dos de los habitantes principales ocupando cargos reales, habitualmente en conjunción con sus ocupaciones normales como comerciantes o abogados. Correos y administradores ambulantes les unían con los tribunales financieros y judiciales de París. Pero estos empleados eran considerados aún como hombres locales y estaban empeñados en continua lucha por imponer los decretos reales sobre las costumbres locales. Una cita del diario-crónica de Benoit Maillard, prior de la abadía de Savigny, cerca de Lyon, refleja algo de la atmósfera dentro de la cual estaban ocurriendo estos cambios.

En el penúltimo día del mes de abril del año de gracia de 1487, un cierto Jean, zapatero y ladrón, que se había refugiado en esta ciudad de Savigny, encarcelado aquí en virtud de la acusación de una pobre mujer de Saint-Clément-sur-Valsonne, a quien había robado, percatándose de que la policía local iba a entregarlo a la de Saint-Clément para que sufriera el castigo a su robo, o sea, la ejecución, se encomendó a la Virgen María y, doblando los recios barrotes de hierro de la puerta de la prisión de Chamarier, y desprendiendo su parte inferior, se escapó y buscó refugio en nuestra iglesia, lo que vieron algunos de nuestros monjes. De este modo, con ayuda de la Virgen María, escapó de manos de la justicia y se salvó.

Y en 1493 el mismo Maillard anotaba cómo hubo que instalar por la fuerza de las armas al candidato del rey para arzobispo de Lyon, aunque era cardenal y el papa había aprobado su nombramiento.

Como la mayoría de sus contemporáneos, Maillard contemplaba a la corona a través de una red de prejuicios locales, eclesiásticos y seculares; el rey, casi convertido en un dios por el carácter sagrado de la ceremonia de su coronación y capaz de realizar milagros y curas, a diferencia de los otros hombres, no debería haberse inmiscuido en la elección de Lyon; aunque Maillard está orgulloso de ver la persona del rey en las visitas de este a los lioneses, se estremece al pensar en la desolación de los pueblos a su alrededor cuando los ejércitos reales se pasean de un lugar a otro durante las guerras del rey. Por supuesto, cuando el pago era tardío y las posibilidades de saqueo escasas, los ejércitos tendían a disolverse por sí mismos. «Si consideramos solamente –escribía Commines sobre la expedición italiana de Carlos VIII– cuántas veces ha estado a punto de desbandarse este ejército desde su misma llegada a Vienne en el Delfinado […] tenemos que reconocer que Dios Todopoderoso dirigió la empresa.» Cuando el estado burocrático comenzaba a surgir de su crisálida feudal, los empleados que le ayudaron a nacer, muchos de los cuales eran abogados, estaban obligados a buscar un compromiso entre la eficacia de los esquemas (de los que existían modelos en el Derecho romano y en el funcionamiento de grandes propiedades individuales, laicas y monacales) y la tradición, entre someterse a las concepciones locales o solicitar la cooperación invocando el hechizo del nombre del rey. Del «gobierno» no emanaba destello alguno; los nombramientos, las proclamaciones, los edictos tenían que venir del rey.

El nombre del rey era familiar en todo tribunal donde se administraba justicia real. En la sala de justicia de Nottingham se presentó denuncia contra Henry Gorrall porque se decía que

en el vigesimosexto día del mes de septiembre, en el decimotercer año de reinado del rey Enrique VII [1497], valiéndose de la fuerza y de las armas, a saber, de una porra y un cuchillo, arrojó un caballo muerto y putrefacto a las calles de nuestro señor el rey en la precitada Nottingham, para la penosa molestia de los vasallos de nuestro dicho señor el rey y contra su paz.

Los nacimientos, defunciones y bodas reales suscitaban un vivo interés. Las visitas ceremoniales de los reyes a los pueblos de sus dominios se registraban en memorias y los grabados conmemoraban las coronaciones. Sin embargo, esta invocación continua del nombre del monarca, esta concepción de la realeza, no contribuían a vincular a los hombres en una comunidad nacional de súbditos. En 1495, en el curso de un intento que se hizo para fallar un litigio fronterizo entre el Languedoc y la Provenza, se envió a un comisionado de Provenza (anexionada a la corona en 1481) a plantar las armas provinciales en las Îles du Rhône. Al hacerlo pasó un puesto que ostentaba las armas reales. Su reacción fue reveladora: se descubrió y se arrodilló ante el símbolo del poder real, después se levantó, lo apartó de allí y lo dejó en la sacristía de la iglesia local, «donde se conservan las reliquias».

Se daba por supuesto que los límites de jurisdicción de un país pudieran fluctuar por razón de la herencia, los matrimonios dinásticos o la fortuna de la guerra. La idea de «Francia» quedaba aún más debilitada por la noción que la acompañaba de «las tierras gobernadas en el momento por el rey francés». Es más, cuando el poder regio francés daba un paso hacia delante, avanzaba hacia un fin moderno, pero con medios medievales, invocando la herencia o el derecho feudal o en contestación a una petición de ayuda o protección; por tanto, cada nuevo vínculo con una región o una ciudad se consideraba aislado de una política centralizadora total y según los términos de un contrato feudal teóricamente revocable y basado en el cumplimiento mutuo de las obligaciones. El dispositivo del futuro Estado-nación se estaba construyendo entre pueblos que, hasta entonces, no eran conscientes de ello.

Mientras que los príncipes y los oficiales trataban de establecer sistemas de procedimiento para la capital (o sus sustitutos errantes, los tribunales) a través de la densa maraña de costumbres locales, el horizonte patriótico de la mayoría de los hombres seguía siendo reducido. Fuera de las ciudades, entre la gran mayoría de la población donde había menos movilidad y menos ilustración, es dudoso que se pueda hablar de patriotismo en ningún sentido; allí la «política» la constituían los visitantes del señor local, las habladurías de los soldados desmovilizados y los destellos de la distante majestad del rey que se filtraban a través de las palabras de un juez o de un recaudador de impuestos.

En cuanto al nacionalismo, allí donde existía en alguna forma que se pareciese al moderno, se trataba de una invención literaria de los intelectuales; era la versión idealizada del disgusto del hombre común ante el extranjero, por medio de la cual se escudriñaba en la historia para aportar testimonios de la superioridad cultural del país del escritor. El renacer del estudio de la historia antigua servía a la causa nacional. En la historia mundial de Spiridon se aseguraba que la familia real rusa descendía del hermano del emperador Augusto y con ello se reforzaba la poderosa ficción de que Rusia era «la tercera Roma». Los escritores lituanos daban pábulo al orgullo nacional narrando que su pueblo descendía de la tripulación de un bote de legionarios romanos separados de las fuerzas de Julio César por una tempestad en el mar del Norte. Pero era principalmente entre los países vecinos de Italia y más conscientes de la superioridad intelectual de la Península donde la leyenda se combinaba con los hechos antiguos y medievales a fin de crear deliberadamente una historia patriótica. Los autores franceses subrayaban el carácter puro de los galos, revelado en los Comentarios de César. Los alemanes acentuaban el valor y la nobleza de ánimo de Arminio en los Anales de Tácito y estaban seguros de que si se pudieran conseguir otras obras clásicas, ocultas por los envidiosos italianos, estas describirían en detalle las virtudes de la antigua raza germana: «¡Que nos devuelvan la Historia de Tácito entera, que han escondido –requería Albert Krantz–, que nos restituyan los veinte libros de Plinio sobre Alemania!». «Roma conquistó la Galia», escribía Valeran de Varennes en 1508, «pero, después de la decadencia de Roma, fueron los galos quienes conquistaron Alemania (Carlomagno), protegieron el Papado (Pipino y Carlomagno) y libertaron la Tierra Santa (las cruzadas)». Roma dejó una huella de crueldad y subyugación, señalaba en 1510 Christophe de Longueil, pero los galos han actuado siempre con justicia y virtud. «En las artes y las ciencias», además, «Francia es superior a Italia; ha producido más hombres eminentes en su propio suelo que todas las otras naciones juntas». Nada tiene de asombroso que el abogado humanista Guillaume Budé se sintiera movido a dedicar uno de sus tratados, el De Asse de 1515, que se refiere a la acuñación romana, simplemente «al genio de Francia». Nada tiene de asombroso, tampoco, que, por otro lado, el alsaciano Jacobo Wimp­feling negara que los descendientes de los nervios hubieran conquistado alguna vez a los descendientes de Arminio. Los franceses pretendían que la buena tierra alemana entre los Vosgos y el Rin les pertenecía. «¿Dónde están allí las trazas de la lengua francesa? –preguntaba Wimpfeling–. No se encuentran libros en francés, ni monumentos, cartas, epitafios, títulos o documentos.» En cuanto a los italianos, ¿qué necesidad había de ceder ante ellos? Se habían hundido en la ignorancia, en tanto que, en el siglo X, la monja alemana Hroswitha escribía las obras de teatro que Celtis había redescubierto y se las dedicaba al elector Federico. Los alemanes tenían que hacer valer sus derechos a la dirección de Europa, que era suya por su carácter, cultura e historia. «Verdaderamente –escríbía Von Hutten en su diálogo Trias Romana–, es un grande y excelente hecho conseguir por medio de la persuasión, la exhortación, el estímulo y el impulso, que la patria llegue a reconocer su propia degeneración y se arme a sí misma para reconquistar su antigua libertad.»

Este jingoísmo de los intelectuales conseguía escasa respuesta pública. El papa Julio II podía recordar a todos los italianos la común herencia de la antigua Roma, cuando les exhortaba a respaldar su determinación de expulsar a los «bárbaros». Pero, en el momento de establecer alianzas, los estados italianos lo hacían de modo que, cuando hubiera desaparecido el peligro común, ellos siguiesen siendo diferentes. Florencia se regocijaba cuando los extranjeros conquistaron Nápoles en 1501 y exultaba de alegría cuando la «bárbara» coalición de Cambrai despojó a Venecia de sus principales posesiones de tierra firme en 1509. En un estallido de entusiasmo literario en el último capítulo de El príncipe, Maquiavelo reclamaba alguna forma de dirección unificada, al menos para el centro estratégico italiano, pero en la contestación a la pregunta de un amigo durante el mismo año, 1513, acerca de una alianza de los poderes italianos, decía llanamente: «No me hagas reír». Los moldes de un patriotismo nacional se forjaban lentamente: un lenguaje común, una administración unificada, la elevación de una monarquía milagrosa a la categoría de una visión completa por encima de los grandes hombres de la localidad, la proliferación de los empleados de gobierno de plena dedicación, la elaboración de una literatura destinada a cualquier precio a predicar, a ensalzar la fama de un pueblo. Gran parte de la realidad de que esas formas se iban a revestir, ya se encontraba presente: la conciencia de las características nacionales diferentes, la competitividad política y económica, el resentimiento frente a la interferencia exterior. Pero a muchos hombres les faltaba la visión, el conocimiento y, sobre todo, no les era necesario pensar, como no fuera de vez en cuando, en la nación como una comunidad. Sus fronteras eran demasiado difusas, su pueblo demasiado diverso en lenguaje y costumbres, sus gobernantes demasiado distantes y sus intereses demasiado alejados. Lo significativo residía en lo familiar y en lo cercano.

EL «EXTRANJERO»

El estrecho sentido de identificación con la propia región y el mucho más oscuro de que la región estaba unida a una unidad política mayor estaban condicionados por la actitud de las personas hacia lo que era diferente y extraño. Al tratar de valorar la noción de «lo extranjero», tenemos la impresión, no de mirar aquí y allá a través de un telescopio, sino de un caleidoscopio. No había geografías o historias generales de Europa, ni nomenclátores o mapas exactos que ayudasen a ubicar las impresiones visuales, las lenguas extranjeras, las características nacionales proverbiales y las narraciones de victoria y atrocidad en ciertas partes de Europa.

La más intensa de las impresiones visuales era, probablemente, la del vestido. Dentro de ciertas limitaciones –ya que no había diferencia de corte o de paño entre las prendas de verano y de invierno, y dado que la moda de los hombres cambiaba con más rapidez que la de las mujeres– se cultivaba la fatuidad mediante el acicalamiento personal, siempre que el dinero alcanzase. La sensibilidad visual y táctil a los paños era aguda. Una parte considerable de la economía europea, desde luego, dependía del placer que producían ciertos paños, desde los forros a los brocados, los terciopelos y los tafetanes. Los artistas pintaban las telas con suma atención y algunos hasta diseñaban cortes. El cuerpo, entrenado para la danza, se ajustaba con facilidad al peso y al corte. Los vestidos eran símbolos de lealtad. Los gobernantes vestían a sus criados de librea, roja para la casa del Palatinado, escarlata y blanca para la de Aragón. Los músicos del papa León X llevaban sus colores, blanco, rojo y verde. En las casas nobles se seguía también esta costumbre. Los vestidos indicaban la clase, la ocupación y la condición, según se fuera virgen, casada o viuda. En toda Europa había una legislación suntuaria que trataba de contener la extravagancia de los sastres en interés de la armonía de clases (la mujer del burgués no debía imitar a la del noble y esta no debía hacer ostentación de su situación), así como fomentar la decencia (no se debían resaltar los pechos o los genitales), la moralidad (contención de la vanidad y la extravagancia) y el proteccionismo (no se debían comprar géneros importados). Su constante repetición muestra que era imposible contener el deseo de variedad y exhibición.

Vanas también eran las exhortaciones desde el púlpito: «Mujeres –suplicaba el franciscano Michel Menot en un sermón de Cuaresma–, en estos días de penitencia la Iglesia cubre a sus santos con un velo; por el amor de Dios, haced lo mismo con vuestros pechos». En otra ocasión, en 1508, arremetía contra la extravagancia de sus peinados: «Oh mujeres, vosotras que os consagráis al atavío, que a menudo no escucháis la palabra de Dios, aunque para ello os bastaría con cruzar la calle, estoy seguro de que llevaría menos tiempo limpiar un establo de 44 caballos de lo que os lleva a vosotras peinar vuestros cabellos». Vanas eran las quejas de los poetas; en 1509 Alexander Barclay se lamentaba de que:

La forma del hombre se desfigura en cada escalón, como caballero, escudero, hacendado, gentilhombre o bellaco. ¡Ay!, así decaen todos los estados del hombre cristiano, y también de la mujer, deformando su figura.

Por supuesto, el ritmo de cambio de las modas se aceleraba cada vez más con mangas que, ya eran tan anchas como las de los monjes, ya casi demasiado estrechas para poder moverse, como lamentaba otro predicador en Estrasburgo. Y no solo las modas en el vestido: «Un honor era antes llevar barba; ahora han aprendido los hombres el modo propio de las mujeres […]», escribía Sebastián Brant en La nave de los necios[2].

Con tanta preocupación por los vestidos en el país propio, no es sorprendente que los extranjeros fueran objeto de un profundo interés. «¿Acaso no se visten de modo diferente el español, el italiano, el francés, el alemán, el griego, el turco, el sarraceno?», pregunta un personaje en los Coloquios de Erasmo. «Y en el mismo país, ¡cuánta variación de atuendo entre personas del mismo sexo, de la misma edad y rango! ¡Cuán diferentes son en apariencia el veneciano, el florentino, el romano, y ello dentro de Italia únicamente!» Durero se procuró ilustraciones de vestidos irlandeses y livonios para copiarlos, e hizo dibujos en los que resaltaba las diferencias de atavío entre Italia y Alemania.

Las modas se extendían a través de los grupos de pintores y bailarines y también a través de las relaciones comerciales, militares y diplomáticas. «Las modas en el vestir», escribía Celtis en su descripción de Núremberg, «cambian continuamente, influidas por las naciones con las que se realiza comercio». Hacia 1480 se copiaba en el norte de Italia el atuendo de la corte borgoñona; en 1515, Enrique VIII tenía un vestido de «brocado duro a la moda húngara» y otro «en damasco blanco, según la moda turca». Un viajero anotaba que las mujeres de Génova, las más bonitas de Italia según él, habían comenzado a vestirse en 1517 como si fueran españolas. Tales importaciones suscitaban la resistencia patriótica. «Ved los pantalones –escribía Juan Geiler–: están cuadriculados como un tablero de ajedrez, y su confección cuesta más que el material. Todas estas modas nos llegan de Italia y de Francia; son una vergüenza para los germanos que, aunque el mejor pueblo del mundo, incurren en las locuras de otras naciones y se dejan convertir en monos por los sastres extranjeros.» En algunas de las ciudades suizas se prohibían los estilos foráneos y a los extranjeros que llegaban a quedarse se les daba un año para ajustar su guardarropa a la convención local.

El «mapa» de sastres era vívido, aunque confuso. Esto era también cierto del «mapa» lingüístico, del cual tenían al menos una vaga impresión todos los viajeros y todos los habitantes de las grandes ciudades comerciales, así como aquellos que poseían alguno de los muchos libros polilingües de canciones de la época.

Gracias al comercio, a la diplomacia, a la administración de dominios polilingües y al empleo de ejércitos también de esta característica, un conocimiento superficial de idiomas extranjeros no era una hazaña inaudita. Excepto entre eclesiásticos y en las universidades, el latín hablado se estaba quedando restringido a momentos puramente formales, tales como la presentación de las cartas credenciales de un embajador o para llenar lagunas en la comprensión de idiomas modernos. En su Educación de un príncipe (1518 o 1519), Budé subrayaba la importancia del aprendizaje de las lenguas modernas, de tal modo que el gobernante pudiera hacerse querer de sus súbditos por sí mismo y no tuviera que estar a merced de un intérprete. Maximiliano apuntaba sus propios logros en un manuscrito de su disimulada autobiografía, la Weisskunig: alemán, cuando era niño; latín, del maestro de escuela; valón y bohemio, de los campesinos; francés, de su mujer, María de Borgoña; flamenco del círculo de Margarita de York, viuda de Carlos el Calvo; español, de la correspondencia diplomática; italiano, de los oficiales del ejército inglés de sus arqueros a sueldo. El rey Manuel de Portugal aprendía español con fines diplomáticos y Enrique VIII aprendía francés con la ayuda de un preceptor, residente en el país. Aunque los franceses eran reacios a aprender otras lenguas y, quizá por esta razón, la suya había sustituido al latín como el principal idioma diplomático, Commines podía realizar negociaciones en italiano. Los estudiosos ambulantes no podían confiar únicamente en el latín por muy apasionadamente que lo hubieran aprendido: Cornelius Agrippa aprendía francés e italiano, además de su alemán nativo. Solamente a título de hazaña elegante, Lucrecia Borgia añadió el francés al español que aprendió con su padre y al italiano que recibió con la educación. Los descubridores mostraron algún interés en las lenguas nativas: Vasco de Gama se trajo un glosario de palabras malayas y Pigafetta compiló uno en patagonio durante su viaje con Magallanes.

Este aprendizaje no solía ser profundo. La producción de gramáticas, por no hablar de los diccionarios, estaba en sus comienzos: el primer auxiliar valioso fue la gramática castellana de Elio Antonio de Nebrija, impresa en 1492. La mayoría de la gente se seguía dando por satisfecha con manualitos como los Dialogues in French and English (Diálogos en francés e inglés) (1480), de William Caxton, que seguía los tradicionales Livres des Métiers (Libros de los oficios), con sus modelos de cartas comerciales y sus conversaciones elementales acerca de cómo se compra, cómo se vende, cómo se encuentra una posada y cómo se alquilan caballos.

Desde luego, es imposible evaluar en qué medida un cierto grado de familiaridad con una lengua extranjera ayudaba a las personas a representarse gráficamente el país donde aquella se hablaba. Tampoco había posibilidad de considerar Europa en términos de un número determinado de unidades lingüísticas porque, por regla general, la clase gobernante hablaba de modo distinto que la masa del pueblo y, además, en todos los países había diferencias regionales muy fuertes. Aunque las administraciones centralizadoras y los escritores que rechazaban el latín porque se estaba estilizando en un lenguaje muerto que ya no admitía los neologismos ni las oraciones vernáculas expresivas o simplemente útiles, ayudaban a uniformar la lengua nacional, el proceso se hallaba lejos de su término. Una anécdota que cuenta Caxton en el prefacio de su Eneydos (1490) se puede aplicar más ampliamente.

En mis días –escribía– sucedió que ciertos comerciantes estaban en un barco en el Támesis con la intención de hacerse a la vela y navegar hasta Zelanda, y, por falta de viento, se demoraron en la parte sur del cabo y fueron a tierra para refrescarse. Y uno de ellos, llamado Sheffield, un mercero, fue a una casa y pidió carne y, especialmente, huevos. Y la buena mujer contestó que ella no sabía hablar francés. Y el comerciante estaba furioso porque él tampoco sabía francés, pero le gustaría conseguir huevos y ella no le entendía. Y entonces, por fin, otro dijo que quisieran «eyren». Y entonces la buena mujer dijo que le entendía bien. Cátate, ¿qué no podría escribir ahora un hombre de aquellos días?

Caxton termina diciendo que entre «el inglés llano, el tosco y el raro», ya no sabía qué pensar. En Francia, la langue d’oïl del norte era incomprensible para los del sur, que hablaban la langue d’oc, y entre los primeros había muchas divisiones regionales: cuando Maître Pathelin, en la popular farsa de ese nombre, simula la locura para chasquear a un acreedor, desvaría en normando, picardo, limusín y bretón. El «ik-isch»[3] aún separaba la zona septentrional de retirada del bajo alemán frente al alto alemán, e incluso entonces, cuando se publicó en Colonia en 1479 la primera traducción de la Biblia al bajo alemán, tenía que llevar bajo franco y bajo sajón en columnas paralelas. Aún más confusa era la situación en los Países Bajos. En Amberes, por ejemplo, el lenguaje de la administración local era el flamenco; el de la correspondencia con la corte o con los representantes del duque, el francés; el de los tribunales eclesiásticos, el latín; en tanto que un enjambre de traductores ayudaba a las transacciones comerciales en alemán, italiano, español. En Rusia había tres grandes divisiones lingüísticas, el gran ruso, el ucraniano y el bielorruso, pero era tan fácil que al viajero le saludaran en eslavo eclesiástico como en cualquiera de los otros. En Noruega, la clase gobernante y muchos de los comerciantes hablaban danés. Aún existían zonas reducidas en Italia meridional donde se hablaba el griego y la diferencia de lengua vernácula entre los grandes estados proporcionaba materia para una interminable controversia literaria. Con su propia contribución a esta controversia (Della lingua [Del lenguaje]), Maquiavelo esperaba que se estableciera la primacía de Florencia y que se «desautorizaría a aquellos tan desagradecidos por los beneficios que de nuestra ciudad han recibido, que están dispuestos a mezclar su lengua con la de Milán, Venecia o la Romaña y con todos los sucios usos de la Lombardía».

Un obstinado acervo de frases hechas que pretendían retrasar el carácter nacional de los pueblos de modo conciso y simbólico todavía contribuía más a emborronar la impresión que se pudiera obtener de un país extranjero. Para los autores alemanes de las Cartas de los hombres oscuros (1515-1517) resultaba axiomático que Polonia era el país de los ladrones; Bohemia, de los herejes; Sajonia, de los borrachos, y Florencia, de los homosexuales. Según este acervo, los franceses eran frívolos; los flamencos, golosos y prodigiosamente limpios; los ingleses, malhablados, avariciosos y estrechos de miras. Sin ningún afán descubridor, sino por el placer de soltar una perogrullada, un italiano de visita en Inglaterra explicaba que

los ingleses son grandes admiradores de sí mismos y de todo cuanto les pertenece; piensan que no hay más hombres que ellos, ni más mundo que Inglaterra; y cuando quiera que ven a un extranjero de buena presencia dicen que «parece un inglés», y que «es una gran lástima que no sea inglés», y cuando comparten un dulce con un extranjero le preguntan: «¿Se hace tal cosa en su país?».

Como maestros de juramento, los ingleses tenían un rival: «jurar como un escocés» era un dicho popular entre los franceses; pero el peor insulto que un francés podía utilizar para describir a un inglés, insulto acuñado durante siglos de animosidad, era «coué», rabudo. En su De cardinalatu, Paolo Cortesi prevenía a un príncipe de la Iglesia que estaba levantando casa en Roma para que no emplease criados italianos; los romanos eran demasiado violentos e indignos de confianza; los florentinos, demasiado codiciosos; los venecianos, demasiado arrogantes; los napolitanos, demasiado vagos.

Los epítetos y las frases que poblaron Europa de grotescos fantasmas surgían de una serie variada de antipatías. Por supuesto, una de las fuentes más comunes era la rivalidad política. Hacía tiempo que los escoceses se curaban de sus heridas llamando cobardes a los ingleses. Pero las opiniones basadas en diferencias sociales o culturales eran más generales. Los ingleses despreciaban a los irlandeses porque carecían de un firme gobierno real y de una ley de primogenitura estable. Las naciones meridionales despreciaban a las septentrionales en bloc como pobladas de estólidos borrachines; los del norte desdeñaban a los meridionales, indignos de confianza y presumidos. Las costumbres culinarias eran un verdadero estribillo. «Liberad de esa vieja infamia a los germanos –imploraba Celtis en su conferencia inaugural–, esos escritores que nos atribuyen borrachera, inhumanidad, crueldad y todo mal que se acerque a la bestialidad y a la irracionalidad.» Cuando los acompañantes de Carlos V introdujeron costumbres culinarias nórdicas en la abstemia España, Pedro Mártir expresó su consternación ante hombres «cuyo único dios es Baco, seguido por Afrodita», y un embajador italiano en Suiza estaba aterrado por la manera como sus anfitriones «se pasaban dos o tres horas en la mesa, comiendo sus muchos platos y bárbaras especias con gran ruido», Erasmo hizo a Caronte declarar que él no tenía nada en contra de transportar a los españoles sobre la Estigia, pero que los ingleses y los germanos estaban tan hinchados de comida que estaban a punto de hundir el barco. Aunque estos insultos parecen triviales, tenían peso en una época en que a menudo escaseaba la comida y en la que la gula era uno de los pecados más vívidamente representados en los sermones y en el arte popular. Las tallas que representaban escenas coprofágicas de las iglesias del norte son un exponente de las aberraciones a que podía llegar la imaginación por la situación de tensión entre la voracidad y el sentido de culpa.

A despecho de la cultura literaria de la corte de Borgoña y de los logros artísticos de los Países Bajos, los italianos se aferraban a su convicción de que el norte de los Alpes se hallaba en manos de los bárbaros. En carta a León X desde la culta Bruselas, el discípulo de Rafael, Tommaso Vincidor se quejaba de que «tengo mucho que soportar, aquí lejos, entre tanto bárbaro». En visita al relicario de los Santos Lugares, Pedro Casola anotaba con fastidio que «siempre dejo a los ultramontanos entrar precipitadamente». Lleno de irritación, Christoph von Scheurl citaba en 1506 un dicho veneciano, según el cual «todas las ciudades alemanas están ciegas –excepto Núremberg–, ¡y esa solo ve por un ojo!». Por otro lado, «tenemos que ser indulgentes», escribía Zuinglio con altivo sarcasmo, «con la presunción italiana […]. No pueden soportar a un germano que les aventaje en saber». También Francia deseaba importar la cultura italiana sin infectarse con el carácter italiano. Los cantores de Milán tenían mucho que enseñar a los parisinos, pero Jean Marot no pudo abstenerse de exclamar que sus cantos sonaban como los gritos de parto de una cabra enana; también se les comparaba con cerditos chillando dentro de un saco. Aprended de ellos, pero no les imitéis, tal era el mensaje de Pedro Gringoire. «Por mi fe que no hay nada peor que un francés italianizado.» Ya fuera al nivel de muchachos que le daban emoción a sus juegos representando a franceses contra alemanes, o de la propaganda oficial, es posible que esta patriotería moral ayudase a las personas a identificarse con rivalidades internacionales que solamente sus gobernantes podían zanjar. Pero ni todo el refranero de recriminaciones mutuas, ni la conciencia de que otros grupos de hombres hablaban lenguas distintas y se vestían de diferente modo consiguieron aportar un sentido claro de implicación personal en el propio país; mucho menos en la cristiandad como un todo.

LAS ASOCIACIONES LOCALES

Este sentido de implicación personal era aún más débil, si cabe, a causa del vigor de las asociaciones locales y de su capacidad para atender satisfactoriamente al deseo de ayuda mutua, fraternidad espiritual, esparcimiento y simple gregarismo.

En el campo, la parroquia rural, por más que reaccionaba débilmente ante las presiones del gobierno y más regularmente ante las del señor local o de su administrador, era una unidad de administración autónoma y bastante democrática en cuya iglesia se reunía todo el mundo no solamente los domingos o los días de fiesta, de nacimientos, bodas y muertes, sino también en cada una de las peligrosas etapas del año agrícola, a fin de rezar para detener o provocar la lluvia y para dar gracias por la cosecha recogida. Esta combinación de iglesia como centro comunitario y parroquia como pequeña unidad administrativa que coincidía aproximadamente con la tierra que la aldea trabajaba, ya que no poseía, no se encontraba en toda Europa. Su base era el sistema de parcelas por el que grandes extensiones se dividían entre muchos cultivadores. Dado que las tenencias estaban diseminadas en varios campos y que las decisiones acerca de cuándo y dónde arar, sembrar y segar había que tomarlas en común, la aldea era el centro natural de actividades, bien estuvieran las casas dispuestas en andana a lo largo de una calle o dos, o amontonadas en revoltillo dentro de una empalizada como en la aldea eslava de «cercado redondo». Allí donde se daba la participación en la cosecha, como en la Francia meridional o en Toscana, o donde la tierra procedía de desbosque o bien era demasiado montañosa o árida para sostener una población concentrada, o donde la regla eran los pastos migratorios, los campesinos vivían en alquerías aisladas o en aldehuelas compuestas de tres o cuatro familias. Estos asentamientos representaban solo una minoría de la población campesina de Europa. Desperdigados desde la Inglaterra septentrional a través de Bretaña central, los Pirineos, los Alpes, los Apeninos y las riberas del Elba y el Weser, en otro tiempo cenagosas, hasta las regiones nórdicas de Escandinavia y de Rusia, estos campesinos semicristianizados, de costumbres brutales, alimentaban las bases de aquellas fantasías solitarias que luego atizaban las hogueras en que se abrasaba a las brujas. No es que la vida aldeana fuera más decorosa o ilustrada, pero sí toleraba la lucha contra la naturaleza y, como veremos más adelante, también permitía que se relajaran las tensiones humanas dentro de un gregarismo organizado para un fin.

La parroquia urbana cumplía un cometido semejante en relación con el resto del pueblo como totalidad, pero uniendo dentro de sí a un enclave de vecinos. Las ciudades grandes estaban divididas en distritos con fines administrativos. Estos también ofrecían oportunidades para cooperar en todo lo relacionado con el mantenimiento de la paz, la prevención de incendios, la organización de la milicia y la vigilancia de mercados vecinos. La lentitud de la recuperación demográfica a partir del siglo XVI permite suponer que la mayor parte de las poblaciones aún contenían grandes espacios abiertos dentro de sus murallas. Si se consideran los planos, se observa que, frecuentemente, las ciudades se parecían a un grupo de aldeas de calles reunidas, con casas de uno o dos pisos la mayoría de las veces, separadas del núcleo siguiente por huertos o espacios libres. La dispersión de distritos como si fueran aldeas iba en interés de la policía, de las aduanas y de las funciones económicas de las puertas principales, que tendían a convertirse en núcleos de posadas, establos, mercados, tiendas y oficios relacionados con las mercancías que llegaban a través de las rutas mercantiles privadas. No cabe duda de que la catedral o la iglesia más grande y el ayuntamiento significaban un impulso centralizador; pero incluso allí donde las «aldeas» se entrañaban unas en otras, conservaban una típica personalidad identificable. Dado que todas las clases trabajaban en sus casas, no había movimiento de un distrito a otro, ni por la mañana ni por la tarde. A la catedral, a escuchar a un predicador invitado, podía afluir una oleada de gente, y lo mismo al ayuntamiento, para escuchar una proclamación, o a una zona concreta de esparcimiento; pero al refluir al distrito, de regreso a la vida autónoma en pequeña escala, la homogeneidad de esta se reflejaba en la rivalidad entre distritos, en aquellas carreras de caballos o partidos de fútbol que aún se celebran en Italia.

Las calles ostentaban los nombres de los comercios que en ellas se practicaban, de las familias del lugar o de los acontecimientos locales, de las iglesias, cervecerías o posadas; la participación en los intereses profesionales da a entender que habitualmente los parientes vivían en la misma zona de la ciudad. De modo similar se concentraba la actividad de los gremios. No se había producido relajamiento alguno de los fines económicos y sociales para cuya prosecución se había creado el gremio medieval; repuliendo de continuo sus estatutos para protegerse a sí mismos contra los «extranjeros» que, en cantidades crecientes, arribaban a las poblaciones, continuaban cuidando caritativamente de sus miembros, encargando obras de arte para sus capillas en la iglesia local y demostrando aquel celo por «su propio» derecho que todos los grupos profesionales trataban de preservar contra las usurpaciones de la legislación real y municipal. Los gremios representaban una necesidad económica, pero el deseo de alcanzar otras formas de asociación más allá de tales necesidades y del círculo de parentesco era más fuerte que nunca. Los Meistersinger (maestros cantores), al principio músicos aficionados extraídos de todas las profesiones, crecieron en cantidad y ampliaron sus escuelas en las ciudades alemanas. Florecieron las cofradías religiosas. La nota de fraternidad llegó a estar muy acentuada: la Cofradía de San Ildefonso en Valladolid, por ejemplo, atendía a los cofrades enfermos, pobres o encarcelados y se cuidaba de las viudas y los huérfanos, ordenando, además, que antes de cada reunión anual solemne se debían haber zanjado todas las disputas entre los miembros y «los que no se hablaban con otros» tenían que reconciliarse; tampoco podía invadirse ilícitamente el campo profesional de otro, ni cabía la competencia desleal. En algunos pueblos, particularmente en los ingleses, las corporaciones municipales tomaban bajo su protección a los huérfanos de los burgueses, hasta que llegaban a la mayoría de edad. Se fundaron nuevas hermandades legas, en parte con carácter devoto, en parte recreativo. Asociaciones como las cámaras retóricas de los Países Bajos encargaban e interpretaban piezas de teatro, sostenían discusiones literarias y realizaban lecturas de poesía. El polifacetismo inherente a los humanistas floreció en una erupción de academias y cofradías. Frecuentemente informales, como la Academia Platónica Florentina, donde bajo la presidencia de Marsilio Ficino se discutían las obras de Platón, o como las reuniones en los jardines de Oricellari, donde los amigos de Cosimino Rucellai conversaban acerca de la historia de Roma y de su importancia en relación con las convulsiones constitucionales de Florencia, los matices de estos grupos se podían captar en numerosas obras que repetían sus discusiones, aunque ninguna conserva el cálido sentimiento del contacto humano tan bien como lo hace El cortesano de Castiglione, que asegura registrar conversaciones que tuvieron lugar en el palacio ducal de Urbino en 1507. El club literario florecía tan holgadamente en Alemania como en Italia. Había cofradías en Linz, Ingolstadt, Leipzig, Augsburgo, Olomouc y Estrasburgo. Celtis preveía la creación de clubs para las cuatro regiones de Alemania, llamadas la Renana, la Danubiana, la Vistulana y la Báltica; su misión sería revitalizar la vida cultural del país por medio de discusiones y correspondencia y arrebatarles la dirección a los italianos. Al igual que en Italia, la pertenencia a estas asociaciones no estaba restringida a los profesores; también incluía doctores, abogados, ciudadanos educados, eclesiásticos y maestros de escuela. Las personas que compartían intereses más peligrosos se vinculaban unas a otras por medio de juramentos de apoyo mutuo y secreto. Cornelius Agrippa pertenecía a una sociedad secreta de ocultistas; alrededor del mago y místico Mercurio da Correggio se formó otro grupo.

La vida de la ciudad se abastecía por medio de estas asociaciones, a fin de desarrollar sus intereses en asuntos financieros, religiosos, culturales y recreativos. Las condiciones variaban de una ciudad a otra. Es posible que Venecia fuera un caso único debido al brillante papel que desempeñaban los gremios en las festividades eclesiásticas y en las procesiones estatales, que hacían del calendario veneciano algo a la vez tan serio y tan alegre. Quizá en ninguna otra parte se pudiera encontrar un interés público tan pronunciado y de tal calidad como el que los florentinos mostraban por los grandes encargos cívicos y gremiales a los pintores, escultores y arquitectos. El alcance de la fiscalización que los mandatarios ejercían sobre cada detalle de la vida, desde el precio del pan hasta el corte de los atuendos y la censura de las piezas teatrales, probablemente en ningún sitio era tan completo como en las ciudades de Alemania. Todas las ciudades ofrecían una red completa y gratificadora de relaciones que absorbían cualquier tendencia que tuvieran los hombres –excepto en el campo de los negocios– a indagar hacia fuera, hacia las comunidades más amplias y mas difuminadas, esto es, el Estado, la colaboración de los estados en las alianzas, la misma Europa. En 1497, un viajero escribía acerca de Calais:

Se cierran las puertas todos los días a primera hora de la tarde, cuando los habitantes están descansando; lo mismo ocurre durante los días de fiesta, solo que, en lugar de una vez, como en los días laborables, se hace dos veces: la primera, mientras se realizan los servicios en las iglesias, y la segunda, como antes, cuando las gentes están comiendo. Entretanto, los centinelas y los guardias atalayan en todas direcciones desde las murallas de la ciudad.

La ciudad trabaja, se divierte, se echa la siesta[4] como si fuera una inmensa y protegida familia. En tiempos de guerra, la primera preocupación de la ciudad era la protección de sus murallas. «Política» hacía referencia a la primacía y anterioridad de la política cívica, esto es, la medida de lo que se podía ver y tolerar en las luchas por la preponderancia y las facciones. El orgullo era, sobre todo, orgullo cívico. Los parisinos se jactaban de su nuevo puente de Nôtre-Dame, que se columpiaba suavemente sobre el Sena, con sus veinte pies de calzada y sus hileras de tiendas. El precio de un cuarto de millón de livres se sufragó con una facilidad mucho mayor que cualquier impuesto establecido por el Estado para algún fin nacional. Durante las festividades, o cuando se celebraba la llegada de algún gran hombre, la ciudad manifestaba aún más este orgullo disfrazándose. Así, las fuentes se convertían en tarimas para tableaux vivants; carrozas de Amor o Venus, o Muerte o Fortuna, arrastradas por figuras extrañamente ataviadas desfilaban por las calles, donde el latón y los lienzos pintados habían transformado las fachadas habituales en vías romanas o senderos en la floresta, y desembocaban en arcos triunfales desde los cuales los pícaros de la región, amarrados con toda seguridad, interpretaban en la dulzaina la pompa de Augusto, o los amores de Pan. Jacobo Wimp­feling, que en 1505 escribió una historia de Alemania, lo hizo desde la perspectiva de Alsacia, su propia provincia, y reservó los más calurosos elogios para Estrasburgo, la ciudad en la que estaba escribiendo. He aquí su apreciación de la catedral:

Diría que no hay nada tan magnífico sobre toda la faz de la tierra que este edificio. ¿Quién puede admirar esta torre en toda su belleza? ¿Quién puede encomiarla adecuadamente? […]. ¡Es casi imposible que se haya podido elevar tan alto una tan pesada estructura! Si Escopas, Fidias, Ctesifonte y Arquímedes vivieran hoy, tendrían que admitir públicamente que nuestro pueblo les excede en el arte de la arquitectura, y que prefieren este edificio al templo de Diana en Éfeso, a las pirámides de Egipto y a todas las otras obras que se cuentan entre las siete maravillas del mundo.

Era difícil hacer una demostración más literal del campanilismo[5].

LAS RELACIONES PERSONALES Y FAMILIARES

La forma más importante de asociación, en lo que concernía al individuo, era, sin duda, la familia. Los vínculos del parentesco eran sólidos incluso entre aquellos cuyos nombres tienen algún matiz de «individualismo». Los papas aceptaban el escándalo del nepotismo. Miguel Ángel, elevado a la categoría de «divino», miraba incansablemente por su poco prometedora nidada de parientes; Durero, quien en su magnífico grabado Melancolía I subrayó la soledad esencial del artista creador, escribió con una tristeza minuciosa y meditabunda sobre la muerte de su madre. Se multiplicaron los recuerdos de familia, las reminiscencias de los antepasados muertos, los encargos de retratos y bustos; así como también lo hicieron las peticiones de misas por los difuntos, la compra de indulgencias y la construcción de capillas. En los libros se describía la perfecta administración casera. Los príncipes se enorgullecían no solamente de su linaje ilustre, sino también de que se les conociera como a los padres de su pueblo. Aunque los eclesiásticos conservadores todavía deploraban la inevitabilidad del estado matrimonial, una cantidad creciente de personas creía que la vida en el temor de Dios podía discurrir con la misma facilidad dentro del marco de un hogar que de un convento. El respeto hacia la pietas familiar de la antigua Roma, añadido a la desconfianza frente a la moral de los monasterios, produjo una idealización de la vida en familia.

La solidez de la familia se debía en gran parte al hecho de que era el centro de producción en vez de estar al margen de ella. Entre los campesinos, la familia entera trabajaba la tierra y, en invierno, compartía la casa con los animales por mor del calor de estos. El artesano trabajaba en su propia casa, como lo hacía el zapatero. Los criados y los aprendices vivían como miembros de la familia, únicamente separados por sus deberes de la vida ordinaria del hogar. De acuerdo con los ajustes de reciprocidad comunes entre los campesinos franceses, diferentes familias vivían bajo un mismo techo y toda su propiedad, incluidos los utensilios de cocina, era de propiedad común. Un sentimiento más consciente de la unidad familiar indujo a la producción de escenas hogareñas en la ilustración, la pintura y el grabado, a veces como fondo para, por ejemplo, el nacimiento de la Virgen, pero frecuentemente como escenas costumbristas propiamente dichas. Los criados atendían a los amos provistos de una no muy clara idea acerca de las divisiones sociales. El marido y la mujer cuidaban uno de otro como una necesidad que podía ser efectiva y respetuosa, aunque raramente era la relación autónoma desde el punto de vista de la pasión o de la comprensión. Se entendía que el padre tenía que gobernar, aunque, a veces, su autoridad sufría rudos ataques. La atmósfera era gregaria; el deseo de intimidad no hacía más que apuntarse (raras eran las muchachas, incluso de las más ricas familias, que disponían, como la santa Úrsula de Carpaccio, de un dormitorio para ellas).

La unidad funcional del hogar hace difícil la evaluación de la calidad y del tono emocional de la vida familiar. Una alta tasa de mortalidad implicaba una cierta frecuencia en la contracción de segundas nupcias. No es solamente que los parientes planearan los matrimonios, con lo que estos carecían, al menos en los estadios iniciales, de romanticismo, sino que la velocidad con la que se traía al hogar al nuevo cónyuge obliga a pensar en una cierta contingencia sentimental. Las terceras nupcias solían ser frecuentes. En las familias más ricas era costumbre enviar fuera a los niños, al cuidado de una nodriza, durante los primeros meses, así como (aunque esto era poco común en Italia) mandarlos a que se educaran, mientras crecían, a alguna casa noble: un «proceso de refinamiento» que comenzaba a la edad de siete u ocho años. Que la familia no se preocupaba por sus miembros más viejos como algo natural lo sugieren algunos contratos por los cuales una persona anciana transmitía su propiedad a sus hijos a cambio de una promesa de apoyo, en la salud y la enfermedad, durante tanto tiempo como hubiese de durar su vida. Y que la atmósfera de la familia no era la más adecuada para mantener a los niños entretenidos y respetuosos de la ley lo muestran las diatribas de los predicadores y los escritores satíricos contra la delincuencia juvenil, en las que se responsabiliza a los padres por no vigilar a sus hijos y por permitirles que frecuenten las malas compañías. Los tardíos casamientos de los hombres y la alta tasa de mortalidad a los 35 o 40 años hacen suponer que muchos niños eran huérfanos de padre al llegar a la adolescencia y que muy pocos tendrían un abuelo que les pudiera vigilar.

Más común que la preocupación por las relaciones entre las generaciones lo era la preocupación por las relaciones entre los sexos. Es posible que, en conjunto, la posición de la mujer hubiera disminuido de importancia. Cuando los maridos se hallaban ausentes, en la guerra o con fines comerciales, la ley había aceptado que sus mujeres eran competentes para gobernar sus posesiones y administrar sus negocios. Con unas guerras que peleaban mercenarios cada vez en mayor número y un comercio que se llevaba a cabo por medio de agentes, las mujeres tenían una función menos prominente que desempeñar en asuntos públicos. En algunos oficios –especialmente los que dependían del trabajo femenino, como la cintería, la sastrería y el bordado– se admitía a las mujeres como miembros de los gremios, mas raramente en posiciones de autoridad. Las mujeres de los tenderos atendían a los clientes como una prolongación de sus labores domésticas. Había mujeres barberas en Francia, algunas dedicadas al cambio de moneda en Alemania, se recordaban mujeres músicos y, si bien estaban excluidas del drama religioso, se las admitía en los grupos cantores y también como intérpretes en los tableaux vivants y en las moralidades. Durante una visita que hizo a Amberes, Durero compró un manuscrito ilustrado por una muchacha de dieciocho años. «Es maravilloso que una mujer pueda hacer una cosa así», comentó. De lo que realmente eran capaces las mujeres únicamente se manifiesta en circunstancias extraordinarias. Catalina Sforza defendió Forli, en la Romaña, con un valor que hubiera envidiado cualquier hombre. Sofía Paleóloga, esposa de Iván III, desempeñó una parte importante en la italianización de la cultura moscovita. Indudablemente, el refinamiento de las cortes de Ferrara, Mantua y Urbino le debía mucho a la influencia de un puñado de mujeres muy ilustradas, tales como Isabel de Este y Elisabetta Gonzaga. Si hubieran nacido para gobernar o, por lo menos, con la posibilidad de gobernar, una Ana de Bretaña o una Margarita de Austria se hubieran mostrado a la altura de los hombres. Por un azar de la suerte, Sigbrit, hija de un tendero y madre de la amante de Cristián II de Noruega, tuvo la posibilidad de demostrar que una burguesa aguda podía gobernar un Estado mejor que un rey débil; también por un azar de la suerte, una moza campesina, Maroula de Lemnos, demostró que una mujer puede reunificar una guarnición vacilante y dirigirla en un contraataque triunfante contra los turcos, acción por la cual el Estado veneciano le ofreció una dote y la posibilidad de escoger marido entre sus funcionarios. La literatura ofrecía algunas heroínas brillantes e independientes, pero, para la mayoría de los escritores, el lugar de la mujer estaba en casa sin duda alguna y sus intereses se restringían (como se ve en el retrato de Fernando de Rojas) a: «“¿Qué había de cenar?” y “¿Estás embarazada?” y “¿Cuántos pollos han salido?” y “Llévame a comer a tu casa” y “¿Cómo son tus vecinos?” y otras cosas parecidas». Vespasiano da Bisticci, librero y biógrafo florentino, ni siquiera les concedía esta libertad. Las mujeres, escribía, deben seguir las siguientes reglas: «La primera es que eduquen a sus hijos en el temor de Dios, y la segunda que estén en silencio en la iglesia, y añadiría que también dejen de hablar en los demás lugares, porque causan con ello mucho agravio». El mismo estribillo se escuchaba en Inglaterra: «Nada hay que ensalce, aventaje, alabe, adorne, engalane, atavíe y decore a una muchacha como el silencio», avisaba un folleto anónimo inglés. Entre los protectores de la imprenta de William Caxton se contaba aquella enérgica mujer, Margarita Beaufort, condesa de Richmond y Derby y cofundadora de los colegios de Cristo y San Juan en Cambridge. Sin embargo, el impresor describía un ideal de mujer más pasivo cuando decía que: «Las mujeres de este país son muy juiciosas, complacientes, humildes, discretas, sobrias, castas, obedientes a sus maridos, recatadas, seguras, siempre ocupadas, nunca inactivas, morigeradas en el hablar y virtuosas en todas sus acciones, o, al menos así tenía que ser». Una extraña excepción: en 1509, Cornelius Agrippa escribió un tratadito en alabanza de las mujeres, con la intención de atraer la atención de Margarita de Austria. Su teoría era atrevida: que únicamente la tiranía masculina y la falta de educación de las mujeres impedían a estas desempeñar una función en el mundo equiparable a la de los hombres. Mas, al comenzar a buscar argumentos que apoyaran su tesis, se vio obligado a utilizar algunos tan poco convincentes como el de que «Eva» tiene una mayor afinidad que «Adán» con el inefable nombre de Dios, JHVH, y el de que, físicamente, el acabado del cuerpo de las mujeres era más primoroso que el de los hombres. Estos razonamientos denotan una falta de valor que resulta sencilla de comprender en una época en que un estudiante podía garrapatear, junto al nombre de un colega en la lista de matriculación de la Universidad de Viena: «Habiéndose vuelto loco, tomó mujer».

Con excepción de los círculos de la corte y de algunas familias burguesas excepcionales, a las mujeres se las educaba de casualidad, si se las llegaba a educar en absoluto. Cuanto más rica era una familia, tanto más temprano se concertaban los matrimonios en interés de la propiedad y de la herencia; de este modo, las muchachas que tenían mayores probabilidades de recibir una educación, tenían también mayores probabilidades de que esta se interrumpiera rápidamente. La idea romana de que «in foemina minus est rationis» ganaba terreno en el derecho, abriendo el camino a los jueces para que impusieran penas menos severas a las mujeres porque les faltaba la fuerza moral y mental necesaria para constituir intención delictiva en sentido estricto del término; también hay algunos indicios de que las leyes que capacitaban a las viudas para recibir una parte proporcional de los bienes del marido a la muerte de este, estaban cayendo en desuso. Además, si juzgamos a partir del testimonio de los sermones (evidentemente parciales), los padres mostraban una preocupación menor por una educación estricta para sus hijas. Josse Clichthove, que no era en modo alguno un predicador alarmista, daba por supuesto que su feligresía aceptaría su cuadro de una sociedad donde la educación de las muchachas se desatendía y donde se les permitía una peligrosa libertad para corretear y juntarse con malas compañías. Existía, por tanto, la sospecha de que, una vez que un marido había «comprado» a la muchacha, habría que vigilarla.

A pesar de que, legalmente, la autoridad en la familia y en la determinación de la herencia residía en el hombre, según la sátira esta autoridad estaba lejos de ser algo evidente. Un tema favorito del arte popular era la batalla por los pantalones, en la que un hombre y una mujer bregaban sobre quién tenía que llevarlos; la victoria (algunas veces adjudicada por un demonio feliz), por regla general, se le concedía a la pendenciera mujer. Otros grabados trataban, alarmantes, de casos famosos de hombres dominados por mujeres: Adán tentado por Eva, Sansón rapado por Dalila, Holofernes decapitado por Judith, Aristóteles embridado y arreado por Campaspe. El hombre calzonazos era un personaje fijo en los dramas. En una farsa de Cuvier, la suegra de Jacquinot le recuerda que «tiene que obedecer a su esposa como debe hacerlo un buen marido». Entre ella y su hija describen una prolija lista de las obligaciones del marido y le obligan a firmarla. Él se tiene que levantar el primero, encender las luces, preparar el desayuno, lavar los paños sucios de los niños; de hecho, «ir, venir, trotar, afanarse como Lucifer». El desenlace llega, con gran descanso de los maridos que hay entre el público, cuando su mujer cae en una enorme artesa y le ruega que la saque. «Eso no está en mi lista», rezan sus respuestas a cada petición, y solamente la rescata a cambio de la promesa de que, de ahora en adelante, será él amo en su propia casa. Esta es una caricatura de vena humorística, pero tras ella se esconde el miedo a una forma más oscura de dominación, ya que este era un tiempo en el que se permitió a las mujeres intervenir en las representaciones de la crucifixión con la misión de forjar alegremente los clavos de la cruz y cuando una misericordia podía pintar a una mujer que arrastraba a un hombre hacia su perdición con una cuerda atada en torno a sus genitales.

El miedo a la sexualidad de la mujer parece haber sido general. «¿Dónde, ¡ay! –suspiraba el más relevante estudioso de la oratoria sagrada impresa a finales del siglo XV en Inglaterra, G. R. Owst–, dónde está nuestra feliz Inglaterra medieval?» La Iglesia, desde luego, utilizó una larga tradición en la que se identificaba a la mujer con luxuria y se la describía en términos de abominación patológica. Mas no eran solamente los clérigos los que creían, junto con Michel Menot, que «luxuria etiam breves dies hominis facit». Étienne Champier, doctor al tiempo que poeta, avisaba a los lectores de su Livre de Vraye Amour (Libro del amor verdadero) que demasiada fornicación producía la gota, anemia, dispepsia y ceguera; y no estaba haciendo más que repetir un tópico médico. Tanto los doctores como los clérigos se hacían eco de un miedo que enraizaba en la oscuridad de los terrores populares. Este miedo estaba patente en el más popular de los libros de viajes, los Travels (Viajes) de sir John Mandeville. El autor describe a los habitantes de una isla imaginaria

donde es tal la costumbre que la primera noche de casados hacen que otro hombre yazca con sus mujeres para que les arrebate la doncellez […]. Porque los del país consideran que es una cosa tan grande y tan peligrosa arrebatar la doncellez a una mujer, que suponen que el primero que lo haga pone su vida en peligro […]. Y yo les pregunté cuál era la causa de que mantuviesen esa costumbre, y ellos me dijeron que en los viejos tiempos habían muerto los hombres por desflorar a las doncellas que tienen serpientes en sus cuerpos y muerden a los hombres en la verga, y mueren luego.

El viajero Ludovico de Varthema cuenta una historia similar; y no cabe duda de que la intriga de La mandrágora de Maquiavelo, que gira alrededor del hecho de que un marido burlado cree que una droga que ha tomado su mujer matará al primer hombre con el que se acueste, expresa, a pesar de todas sus implicaciones cómicas, un miedo inconsciente ante la mujer como castradora. Aún hay que añadir otro hecho a este miedo y a las enseñanzas de la Iglesia y de los médicos. La literatura burguesa del tiempo repite continuamente la cantinela de las mujeres que consumen, debilitan y agotan a sus maridos. Las muchachas y las esposas no estaban aisladas del sexo. Los dormitorios no constituían lugares privados (aunque la arquitectura doméstica comenzaba a reflejar el deseo de que así fuera), lenguaje y gesto eran obscenos y a la mujer se le reconocían abiertamente sus deseos sexuales[6].

Entre las capas más pobres de la sociedad, las circunstancias económicas hacían cada vez más difícil una relación sexual natural entre un hombre y una mujer. «Poca propiedad y muchos hijos –como decía un proverbio flamenco– traen grandes desastres para muchos.» La Iglesia y, en otra medida, el servicio militar, ofrecían posibilidades de empleo fuera de la comunidad local, pero la familia se preservaba generalmente como una unidad autosuficiente (aunque solo lo fuera marginalmente), por una serie de limitaciones voluntarias. Una de ellas era la postergación del matrimonio en sí para los hombres pobres, frecuentemente hasta que habían llegado a una edad intermedia entre los 30 y los 35 años. La segunda era tener relaciones sexuales por medios que no condujeran a la concepción, medios por los que los clérigos recibían instrucciones de inquirir en el confesionario, y que ellos trataban de combatir. La tercera era el aborto, también condenada y, desde luego, penada con la muerte, pero que se practicaba con frecuencia. La última medida era correr el riesgo y en este sentido, al menos en las ciudades, los orfelinatos aceptaban a los niños abandonados, los proveían de nodrizas y se los entregaban a padres adoptivos; un sistema apoyado en la ausencia del prejuicio social, ya que no legal, contra el bastardo. Gracias a estas restricciones y a la secuela de la mortalidad por enfermedad, la familia media, probablemente, no alcanzaría una cantidad superior a los dos padres y dos o tres niños, aunque como los parientes vivían habitualmente en el mismo barrio, si no en la misma calle, esta cifra puede ocultar la redistribución de algunos niños entre parientes sin hijos o parientes ligeramente mejor acomodados. Aun así resulta difícil liberarse de la sospecha de que las confesiones en los procesos de brujas involucraban una histérica transferencia de responsabilidad por las fantasías y aberraciones originadas en una vida sexual torturada por el miedo, como así sucedía, con toda probabilidad, con las acusaciones de intromisión sexual, presentadas por los hombres, con ayuda de inquisidores célibes, contra las brujas nocturnas.

El contraste entre el precepto y el deseo no solamente era profundo, sino también abierto. Casi todas las prácticas prohibidas por el clero se pueden encontrar en el arte popular, en libros y en las diversiones públicas. Era un pecado mortal buscar placer observando el acoplamiento de los animales. En 1514 se puso en la Piazza dei Signori de Florencia un espectáculo animal ampliamente anunciado. Particularmente relevante fue el momento en que se soltaba a una yegua entre varios sementales. En opinión de un observador, el piadoso Luca Landucci, «esto disgustó mucho a las gentes decentes y de buena conducta». Pero a los ojos de otro testigo, Cambi, «era el entretenimiento más maravilloso para que lo vieran las muchachas». Erasmo, en sus muy leídos Coloquios, da por supuesto el lesbianismo, como un peligro para las monjas jóvenes; y entre las numerosas historias atribuidas al preste Arlotto Mainardi había una de un campesino que confesaba no solo haber robado el grano del preste, sino también que se masturbaba; la jovial absolución fue: «Saca a pasear a tu almirez tan a menudo como quieras, pero no robes nunca más; deja la propiedad de los demás en paz y, sobre todo ¡devuélveme mi grano!». En el arte, temas como la mujer de Putifar, Susana y los viejos, Betsabé, Lot y sus hijas, les daban una posibilidad a los pintores para mostrar una concepción inmediatamente sensual del desnudo. En las tallas en piedra y en madera de las iglesias, las figuras de la luxuria exageraban el uso de la alegoría hasta alcanzar la pura lascivia y el falismo sin ambages. En los grabados y xilografías se demostraba la «influencia» de Venus con escenas de fornicación; se mostraba a Locura y Muerte presidiendo escenas de burdel en las cuales la convención didáctica se utilizaba como una excusa para celebrar los placeres del sexo, de la misma manera que, de modo traviesamente erudito, mecenas como Federico Gonzaga y Alfonso de Este podían permitirse una afición por el erotismo mitológico, con Ios y Danaes, consiguiendo mediante artimañas, en el caso de Alfonso, la genial El festín de los dioses, de uno de los más grandes pintores de temas religiosos, Giovanni Bellini, y una Leda y el Cisne sensualmente acariciante de Miguel Ángel. Si añadimos a esto los chistes que cuenta Castiglione en El cortesano como adecuados para las reuniones mixtas, la alegría sexual de la chanson francesa y la canción italiana de carnaval (los laúdes y los libros de canciones se hallaban entre las «vanidades» quemadas por Savonarola), obtenemos una imagen de los placeres del sexo, ora completamente abiertos, ora empleando, como lo hacía la Canción de los vendedores de piña de abeto, de Lorenzo de Médicis, una imaginería sexual fácilmente visible, pero que en ningún caso despreciaba la moral cristiana convencional.

Se producía una clara confrontación. De un lado, anécdotas (italianas) impresas, como esta: a causa de su excesivo apego al placer, Febo dal Sarasino estaba perdiendo gradualmente la vista. Cuando se quedó completamente ciego dijo: «Alabado sea el Señor. ¡Ahora podré conseguir todo lo que quiero sin temor a quedar ciego!». Y de otro, un sermón predicado por Olivier Maillard en París en 1494 en el que inquiría: «¿Habéis venido, impresores? […]. Oh miserables libreros, vuestros propios pecados ya no os bastan; imprimís libros sensuales, viles, libros sobre el arte de amar y dais a los demás ocasión de pecar; iréis al infierno». Durero, apasionado dibujante del Apocalipsis, se burlaba de Willibald Pirckheimer por su preferencia por los jóvenes, y Pomponio Laeto evitaba la crítica a su homosexualidad poniendo el ejemplo de Sócrates. Con todo, los predicadores advertían a los italianos que toda la serie de desastres, desde la invasión francesa de 1494 hasta el terremoto veneciano de 1511, era un castigo por la sodomía. Para muchos, el negro de la conducta y de los vagos ensueños podía conciliarse aparentemente sin dificultad con el blanco de la enseñanza cristiana; los hombres pasaban fácilmente del pecado a la absolución, ayudados por una Iglesia que, con gran sentido de la realidad, era más indulgente en la corte y en el confesionario que en el púlpito. Pero no todos podían aceptar tan simple dualismo; la tirantez que provocaba la obsesión sexual era demasiado evidente. En el misterio francés La venganza y destrucción de Jerusalén, Nerón ordena que se le efectúe una operación a su madre, de forma que él pueda ver el lugar concreto en que ella le concibió. Se hacían cinturones de castidad que, si bien nadie usaba, aparecían en las obras de arte. La tirantez inherente a la versión secular de la moral cristiana, elaborada exhaustivamente en las novelas de caballerías –por las que en aquel tiempo hubo un interés renaciente–, se mostraba en los grabados, en los que se manifestaba el objeto real de la adoración del héroe. La mezcla de imágenes sexuales y devotas en la poesía de Skelton es una muestra de lo penetrada que estaba la otra concepción etérea de la mujer, la mariolatría, por las imágenes de una especie más grosera.

Todo esto son testimonios que, desde luego, hay que considerar con gran cautela. De poco significado nos resulta la moda (en algunos lugares) de los trajes escotados y (principalmente en Alemania) de las portañuelas de corte y colores llamativos; resulta imposible volver a sentir el efecto sentimental de una moda pasada. Es igualmente imposible obtener conclusión ninguna de la proliferación de desnudos icásticos en el arte. La alegoría no tiene nada que ver con el realismo. Además, el desnudo podía continuar aún una tradición que lo asociaba con la vergüenza y la humillación: de este modo pintó Memling a Tommaso Portinari, arrodillado desnudo, con su mujer al lado, en los escalones que llevaban al juicio. Es dudoso, sin embargo, que nadie concibiera el sexo de modo más neutral que los utópicos, para quienes se asimilaba a los placeres espontáneos comparables a los producidos por el rascamiento o la defecación.

No hay duda de que existía una comprensión auténtica y afectuosa entre los hombres y las mujeres; no obstante, la moral cristiana y los problemas del control voluntario de nacimientos dentro de la familia, habían producido una mentalidad que tenía tendencia a ver a las mujeres como categorías. Estaba la mujer de la novela, la ensoñada compañera ideal del yo intelectual y fantasioso del hombre; la mujer como diversión sexual; y la mujer como esposa, una imagen tópica de persona dedicada a la casa y a la crianza de niños, demasiado ignorante para despertar interés mental, demasiado familiar en el cuadro de la casa y producto excesivamente evidente de una negociación casi financiera, para despertar curiosidad ninguna. Atrapado entre los temores y las zozobras, el hombre casado trataba de encontrar fuera del hogar el romanticismo y el placer despreocupado, real o imaginario. Hay una serie de endechas populares (todas escritas desde el punto de vista masculino) con títulos tales como: The Newly-wed’s Complaint (El lamento del recién casado) y The Shades of Marriage (Las sombras del matrimonio). El poeta francés Coquillart describe con amarga minuciosidad cómo se escapa el amor por la ventana a medida que los embarazos y amamantamientos van haciendo más repulsiva físicamente a la esposa. Un dibujo alemán simbolizaba el matrimonio con dos troncos que crecían de un solo tocón y que terminaban en un travesaño en el que estaban crucificados un hombre y una mujer, ambos desnudos y con los ojos vendados; una actitud que más tarde resumiría Lutero en su desconsolada frase: «Sí, uno puede amar a una muchacha. Pero a la propia esposa… ¡puf!».

En El cortesano, Baltasar de Castiglione defendía el matrimonio, a menos que hubiera una gran desigualdad de edad y temperamentos; pero, al hablar de las bromas y las chanzas entre hombres y mujeres, hacía decir a uno de sus personajes que las mujeres

pueden vilipendiar a los hombres por su falta de castidad con más libertad de la que tienen los hombres para lastimarlas; y esto es porque nosotros hemos hecho una ley, según la cual una vida disoluta no es una falta o degradación entre nosotros, mientras que para las mujeres significa tan cabal desgracia y vergüenza que, una vez que se ha calumniado a una mujer, sea el cargo falso o no, es desgraciada para siempre.

En su bosquejo necrológico de Luis XI, Commines apuntaba con asombro que, durante los últimos años de su vida, el rey había sido fiel a su esposa, «considerando que la reina (aunque era una excelente princesa en otros aspectos) no era una persona en quien un hombre pudiera encontrar gran placer». Antonio de Beatis escribía del joven Francisco I que, «aunque de moral tan ligera que se deslizaba fácilmente en los jardines ajenos y bebía del agua de numerosas fuentes, trataba a su esposa con gran respeto y honor». En el elogio del emperador Maximiliano, Johannes Cuspinian subraya que, «a diferencia de otros príncipes», siempre fue virtuoso en sus relaciones con las mujeres. Esta doble pauta moral no era exclusiva de los príncipes, y la imagen de las estampas que muestran al amante escabulléndose de la habitación al entrar el marido, indican que se respondía a ella vengativamente. Los utópicos eran celosos guardianes de la moral sexual.

El motivo por el que castigan tan severamente esta falta –explicaba Moro– reside en su previa convicción de que, a menos que se impida cuidadosamente a las personas el trato promiscuo, pocos contraerán el vínculo del matrimonio, en el que hay que pasar una vida entera con un solo compañero y en el que hay que llevar con paciencia todas las inquietudes que le son propias.

No resulta sorprendente que floreciera la prostitución, ya que el gobierno y, de mucha peor gana, la Iglesia la veían como una válvula de seguridad esencial. Siempre se había garantizado un alto nivel de aprovisionamiento, gracias a la pobreza, especialmente en tiempos de escasez, cuando las familias solo podían sobrevivir prostituyendo a sus hijas. La demanda la mantenían unas cifras demográficas que señalan una gran desproporción entre los sexos, con una mayor cantidad de hombres que de mujeres. En 1490 se daban cifras (inseguras) de 6.800 prostitutas en Roma y de 11.000 en Venecia a comienzos del siglo XVI. Su situación era distinta, según el punto de vista de las autoridades municipales. Coquillart retrata las calles de París frecuentadas por una figura familiar: «Una mujer que va sin antorcha por la noche y murmura a cada cual: “¿Me queréis?”», mientras que en Núremberg, si bien las prostitutas estaban protegidas por estatutos propios, se les exigía la permanencia en burdeles autorizados por el Estado. La aparición de la sífilis apenas si hizo cambiar esta amplia concepción; la primera reacción fue la precaución y no el pánico. Y, desde luego, durante este periodo fue cuando se le reconocieron a las prostitutas sus derechos. La sustitución de la palabra «cortesana» por la de «pecadora» revela una mayor tolerancia para la profesión en general, y en Italia, especialmente en Roma, la prostituta procuraba compañía romántica al mismo tiempo que placer. Los hombres buscaban fuera del hogar, por tanto, la camaradería de los gremios o las cofradías, el consuelo del amor menos prosaico y las alegrías de la amistad. En sociedades como la de Florencia, donde era costumbre que las muchachas se casaran alrededor de los 20 años y los hombres al final de los 30, la desproporción fomentaba las relaciones homosexuales tanto como la prostitución. En general, aparte del compañerismo habitual en los negocios y en la administración y del fuerte sentimiento de solidaridad masculina frente a las mujeres, esta fue una época de sinceras e intensas relaciones entre las personas. A ello contribuyó en cierto modo el ideal caballeresco de los paladines errantes vinculados a una dama, así como la participación en las confidencias y la vigilancia recíproca, estimuladas por la piedad lega de la Devotio moderna en interés de un perfeccionamiento espiritual. Las numerosas ediciones de De amicitia (De la amistad), de Cicerón, las historias de los famosos amigos de la Antigüedad en Grecia y Roma, Pílades y Orestes, Teseo y Pirítoo, Escipión y Lelio, junto al ideal del amor platónico, ampliamente extendido, centraron la atención en el arte y en las ventajas de la amistad. La amistad no se limitaba a los vecinos o conciudadanos. Por supuesto, el correo regular era escaso y, normalmente, restringido a la correspondencia diplomática de los estados que lo habían adoptado. La Universidad de París tenía un sistema por medio del cual los estudiantes se podían mantener en contacto con sus familias en el campo. Los comerciantes de la Hansa tenían su propio servicio postal del mismo modo que las grandes firmas internacionales, como los Welser y los Fúcar. Si se disponía de los contactos adecuados, se podían utilizar estos sistemas organizados, aunque eran caros. También llevaban cartas los mercaderes, los alguaciles y los clérigos y, si se prescindía de la demora y la falta de comodidad, también se podía aprovechar el incesante tráfago de hombres que seguían itinerarios propios. En los doce meses que van del primero de agosto de 1514 al de 1515, Erasmo envió cartas desde Lovaina, Lieja, Basilea, Saint-Omer, Londres y Amberes y recibió correspondencia procedente de Estrasburgo, Friburgo, Lovaina, Londres, París, Arlon (una aldea de Bélgica), Tubinga, Schlettstadt, Augsburgo, Halling (cerca de Rochester, en Kent) y Roma. Y todavía era posible conseguir una vinculación más perdurable que el correo. En 1517, el mismo Erasmo encargó su retrato y el de su amigo Peter Giles al pintor Quentin Massys, y le envió los dos a Moro «a fin de que estemos siempre con vos, incluso cuando la muerte nos haya aniquilado».

No obstante, dado lo poco extendido que se hallaba el don de la espontaneidad en la escritura, el informe verbal de un mensajero solía ser más apreciado que la carta que llevaba. La capacidad de mantener una relación por correspondencia era poco frecuente. A los hombres les gustaba verse y tratarse mutuamente, beber, orar, discutir y realizar negocios juntos. Les resultaba difícil imaginar aquello que no podían ver u oír; y cualquier estudio sobre los cambios de gobierno, las relaciones exteriores y la guerra ha de tener esto en cuenta.

[1] Las canciones populares de diversas regiones ensalzaban a Maximiliano y vilipendiaban a sus rivales, los franceses, mas cualquier intento de conseguir dinero para combatirlos levantaba oleadas de protesta.

[2] Aquí y en lo sucesivo se ha utilizado la edición de A. Regales Serna, Madrid, Akal, 2011, p. 97.

[3] Se refiere a las dos posibles formas de pronunciar el pronombre personal «ich» («yo») [N. del T.].

[4] En español en el original [N. del T.].

[5] En italiano en el original [N. del T.].

[6] «Es conveniente que el hombre tenga uno de estos lugares en su casa, para protegerse de la molestia de las mujeres», William Horman, Gramática Latina, 1519. Un libro similar de la misma época, el Vulgaria de John Stanbridge, revela algo del estilo conversacional. Los muchachos aprendían formas latinas para los órganos genitales masculinos y femeninos, así como para palabras tales como «pedo», «apestar», «excremento» y «orín» y para frases tales como «mierda para tu boca», «se acuesta con una puta por la noche».