V. LAS CLASES

DEFINICIONES Y ACTITUDES

De 1515 a 1519 Nicolás Manuel pintó para los dominicos de Berna una Danza de la Muerte que refleja el número de categorías entre las que un habitante inteligente de la ciudad dividía su mundo social. Un papa, un cardenal, un patriarca, un obispo, un abad, un canónigo, un monje y un eremita representaban a la Iglesia; la sangre azul la representaban un emperador, un rey, un duque, un conde, un caballero y un miembro de la Orden Teutónica; un académico y un médico en ejercicio, un jurista y un abogado, un astrólogo, un consejero, un rico mercader y otro de menor categoría, un magistrado, un alguacil, un soldado, un campesino, un artesano, un cocinero y un pintor representaban a la sangre plebeya. La muerte llegaba interrumpiendo las ocupaciones de cada uno de ellos, como lo hacía para llevarse a una emperatriz, una reina, una abadesa, una monja y una prostituta y cinco figuras alegóricas: muchacha, esposa, viuda, soltera y loca.

Los conservadores aún veían a la sociedad como dividida en tres estados que se sostenían mutuamente. The Mirror of the World (El espejo del mundo) (1481), de Caxton, ponía la división tradicional en su forma más simple: el pueblo bajo, que trabaja; los caballeros, que combaten, y el clero, que reza.

Los trabajadores deben proveer a los clérigos y a los caballeros de las cosas que sean necesarias para vivir en el mundo honestamente; y los caballeros deben defender a los clérigos y a los trabajadores para que no se les haga agravio; y los clérigos deben instruir y enseñar a esas dos clases de personas, y dirigirlas en sus obras de tal manera que ninguno haga [alguna] cosa por la que pudiera disgustar a Dios o perder su gracia.

Las analogías comunes en la época popularizaban este ideal de armonía y equilibrio: la sociedad existía en función de los tres estados como Dios existía en la Trinidad; el juego del ajedrez dependía de que los caballos, los alfiles y los peones vulgares, trabajando juntos, apoyaran al rey; la vida del hombre dependía de la cooperación de sus miembros: la cabeza piadosa, los brazos protectores y el cuerpo, productor de energía. Si lo vemos en relación con un cuerpo político real, España, por ejemplo, las proporciones resultan grotescas: cabeza, 3 por 100; brazos, 2 por 100; cuerpo, 95 por 100. Que los conservadores eran conscientes del problema de tamaño del tercer estado se demuestra por la insistencia con que Edmund Dudley, en The Tree of Commonwealth (El árbol de la república) (1509), decía que tenía que funcionar como un miembro de la trinidad social, aunque «dentro de él están todos los mercaderes, artesanos, artífices, trabajadores, propietarios libres, ganaderos, campesinos, agricultores y otros, generalmente la gente de esta región».

En líneas generales, los hombres de letras –y esto incluye a los políticos de espíritu retórico– huían de la observación directa del tercer estado, con sus dos extremos de riqueza bancaria y miseria proletaria. El prestigio adscrito a la tierra, con su aura de poder legislativo y político local, dio origen a clasificaciones en el sentido de «eclesiásticos hacendados y sin hacienda». Los autores recurrían periódicamente a Aristóteles para fundamentar su tosca división entre los muy ricos, los moderadamente acomodados y los pobres, que «solo saben cómo obedecer», ignorando su división de clases más prácticas, la cual incluía no solo a los asalariados, campesinos propietarios y artesanos, sino también una «clase comerciante» que «comprende a todos aquellos que se dedican a comprar o vender».

Por lo menos, la división de la sociedad secular en capas superiores, medias e inferiores posibilitaba un análisis social realizable no en términos de deber o servicio, sino de poder adquisitivo. Así lo hizo el más «sociológico» de los observadores de su tiempo, Claude de Seyssel. El propósito de su La Grande Monarchie de France (La monarquía de Francia) (1519) era mostrar cómo debía preservar la armonía social el nuevo rey de Francia, Francisco I. Las categorías de Seyssel no incluyen el clero, al que describe al margen como representando a las capas ricas, acomodadas y pobres, paralelamente a la sociedad secular. Su primer estado es la nobleza, vista convencionalmente como defensores del reino especialmente privilegiados; el segundo comprende a los mercaderes, junto a los funcionarios reales y los burócratas empleados en la administración de justicia y las finanzas; el tercero se compone fundamentalmente de productores, esto es, campesinos y artistas, aunque también incluye empleados inferiores, mercaderes con poco volumen de negocio y los grados más bajos del ejército. Es un estado inferior, subordinado, «de acuerdo con la razón y la necesidad política, al igual que en el cuerpo humano tiene que haber órganos inferiores al servicio de aquellos de más alto valor y dignidad». Si dejamos de lado las metáforas y nos hacemos cargo de la influencia de la preocupación medieval por las tríadas, vemos que la fórmula de Seyssel estaba de acuerdo con la realidad. Un indicio de capacidad de observación aparece en el capítulo titulado «Cómo se pasa del tercer estado y del segundo al primero», en el que Seyssel explica que la ambición puede llevar a un miembro del pueblo común a abrirse próspero camino hacia el segundo estado, y que un servicio público descollante puede mover al rey a ennoblecer a miembros del segundo estado, haciéndoles entrar en el primero, cuyas filas, en todo caso, están disminuyendo continuamente merced a la guerra y –lo que es significativo– a la pobreza. Esta movilidad –explica– es una válvula de seguridad esencial: sin ella «aquellos cuya ambición es irrefrenable, conspirarán con otros miembros de su estado contra los que están por encima de ellos». Tal como están las cosas, el grado de movilidad es tal que «todos los días se ve a miembros del estado popular subiendo por grados al de la nobleza, e incontables acceden al estado medio». Y, como hombre de su tiempo, para quien la observación no era suficiente, añadió que ello reproducía la práctica romana por la cual los plebeyos podían ascender hasta convertirse en caballeros y continuar hasta la clase de los patricios.

Los gobiernos, en su legislación tributaria y social, hacían regularmente la distinción entre la sangre aristocrática, de un lado, y los diferentes grados de riqueza, del otro. Los reglamentos suntuarios ingleses de 1517, por ejemplo, iban encaminados a reducir la extravagancia y la ostentación en materia de comidas, e incluían a los clérigos. Las categorías nobles eran: cardenal (nueve platos por comida); arzobispo y duque (siete); marqués, conde y obispo (también siete); los señores seculares por debajo del grado de conde, los abades pertenecientes a la Cámara de los Lores, alcaldes de la ciudad de Londres y los caballeros de la Orden de la Jarretera (seis). A los demás, según los bienes que poseían o sus ingresos, se les permitían cinco platos, cuatro o tres. Y «se ordena que en caso de que alguno u otros de los estados antes relatados hubiera de comer o de cenar con otro de un grado inferior será lícito para la persona o personas con las que los dichos estados tienen que comer o cenar de esta manera, servirles a todos y a cada uno de ellos de acuerdo con sus grados y según las proporciones antes especificadas»; por ejemplo, un mercader con bienes valorados en 500 libras podía ofrecer una comida de siete platos para un obispo, pero solo de tres cuando comía solo o con sus colegas financieros. Esta división, según la sangre y la riqueza, se modificó para los funcionarios no aristocráticos, a fin de permitirles ensalzar su prestigio. Por este motivo, el alcalde de Londres, cualquiera que fuese su estado o grado no oficial, tenía permitidos seis platos, y también había una provisión especial para los jueces, el primer oficial del tesoro, los miembros del consejo real y los alguaciles mayores de la ciudad de Londres: a todos se les permitían cinco platos, con independencia de su posición en la vida privada.

Sin embargo, la idea de los tres estados no podía morir sino tras larga lucha. En toda Europa el clero y en la mayoría de los países la nobleza estaban sujetos a leyes diferentes de las que afectaban al tercer estado. Casi en todos los países donde había una asamblea de representantes esta estaba dividida en el brazo eclesiástico, el nobiliario y el llano, por supuesto, debido a que los monarcas deseaban extraer la riqueza del clero, los ingresos nobiliarios de la tierra y los beneficios mercantiles de los comerciantes. El estado más coherente a sus propios ojos, y a los de muchos otros, era el de la nobleza, que contenía una amplia serie de rangos e ingresos, pero era también de escaso número y la entrada en él estaba regulada por los reyes de armas y venía determinada por la intervención personal del monarca; se encontraba rodeado por el aura de un código especial de conducta y, en ciertos países, como Francia y Suecia, así como en algunas partes de Alemania, estaba exento de contribuciones. El estado eclesiástico era más numeroso y mucho más variado en su composición económica y social. La vida del clero corría pareja con la de la profanidad, lado a lado, desde los palacios de los obispos y las haciendas de los monasterios, a los frailes mendicantes y los curas beneficiados con salarios de hambre. Desde el punto de vista del estilo de vida, el arzobispo tenía más en común con un duque que con un cura párroco. Del mismo modo es posible que el mercader en granos o vinos de la localidad en el campo se sintiera más feliz negociando con el administrador del monasterio vecino que en presencia del juez itinerante. A despecho de esto, los clérigos, en su calidad de responsables ante Roma, de célibes, de administradores de los sacramentos y también de cabezas de turco del anticlericalismo, daban la impresión de ser un orden separado, desperdigado por toda la sociedad, pero esencialmente distinto de ella.

Donde la fórmula realmente se desbarataba era en relación con el tercer estado. La existencia de corporaciones municipales, leyes mercantiles, gremios, cofradías, sistemas diferentes de posesión libre y vinculada, estaba el tercer estado, fragmentado en grupos de interés, de ocupaciones y de condición social, incluso a los ojos de la ley. En los cuerpos representativos, desde el Parlamento inglés a las Cortes catalanas o a la Dieta bohemia, el tercer estado abarcaba una amplia gama social, desde los mercaderes medios hasta las personas distinguidas, propietarios de extensas tierras. En la práctica, ninguno se sentía «parte del tercer estado», sino parte de un grupo específico de actividad y, dentro de este, de un grupo específico de ingresos. Cuando los polemistas, predicadores y satíricos andaban a la búsqueda de blancos sociales, atacaban a la nobleza como un todo, al clero, habitualmente, bajo dos cabezas, obispos y curas párrocos y monjes y frailes, y al tercer estado, en función de una serie de grupos de los que se pensaba que practicaban una forma de vida que los distinguía de los demás. En su De vanitate (De la vanidad), Cornelius Agrippa atacaba a los mercaderes (estafadores y usureros), a los abogados (picapleitos) y a los doctores (curanderos), antes de pasar a una condenación general de los pobres (estúpidos, supersticiosos y zafios). Olivier Maillard, que predicaba en 1500 en Brujas, mencionaba a los príncipes y también a los cortesanos, funcionarios, mercaderes y abogados. En La nave de los necios (1494), Sebastián Brant atacaba a los artesanos, «Ningún trabajo artesanal tiene ya su valor, todo está desbordado, sobrecargado; cada aprendiz quiere ser maestro, por eso hay hoy tantas artesa­nías»[1], a los abogados y doctores, que «mientras van a casa a por los libros, el enfermo viaja a la morada de los muertos»[2], a los mercaderes y sus esposas, ya que «la mujer de un burgués se pavonea más que una condesa […] lleva en su cuerpo vestidos, anillos, abrigos y finos pasamanos de más precio que todo lo que tiene en casa»[3]; a los campesinos, que «eran aún bastante sencillos en tiempos recientes, hace pocos años»[4]; y a los criados, pues «la pereza se encuentra por doquier, ante todo en sirvientas y criados: nunca se les puede retribuir lo bastante, aunque ellos se saben cuidar con creces»[5]. Ve en todos los grupos pereza, fraude, ostentación y, sobre todo, la ambición de trepar socialmente: «En todos los países reina gran escándalo, nadie se conforma con su condición, nadie piensa quiénes eran sus antepasados, por ello está ahora el mundo comado de necios»[6].

Por supuesto, dentro de la estructura del tercer estado se daban características locales: en Inglaterra, a los labradores acomodados, propietarios agrícolas de los que se esperaba que velasen las armas si prosperaban suficientemente, se les consideraba como un grupo separado, si bien es cierto que la estimación que un hombre hacía de su propia situación social podía ser distinta de la que hacían sus vecinos. En Florencia se producía una neta división política y una división social moderadamente clara entre los miembros de los gremios mayores y menores; en algunas partes de Alemania, los maestros artesanos tenían que jurar que sus recipiendarios eran «libres y no siervos de nadie, ni tampoco hijos de un servidor de los baños, de un barbero, de un rastrillador de lino o de un trovador». Sin embargo, se puede decir que los coetáneos consideraban al tercer estado dividido ampliamente en las siguientes clases: propietarios agrícolas, trabajadores del campo, funcionarios del gobierno, mercaderes, artesanos escriturados (aprendices, oficiales), criados domésticos y trabajadores urbanos. A los abogados se les consideraba como una clase profesional aparte y a los médicos también, aunque no tanto como a aquellos. Oscilando entre estas categorías había ciertos grupos identificables: los humanistas profesionales[7], los artistas, impresores, mineros y soldados mercenarios, a todos los cuales no era fácil examinar en función del patrimonio, grado o condición, porque tampoco se podían asociar con un nivel de ingresos determinado, ya que poseían una forma de vida específica. Bien fuera a causa de su carácter errante, bien de la novedad o del cambio de actitud frente a su posición social, estos grupos no se adecuaban fácilmente en una visión estratificada del tercer estado. Tal visión tampoco tomaba en cuenta a los judíos, gitanos o esclavos.

Para complicar más esta estampa ya de por sí imprecisa, aparecía un prejuicio muy extendido, quizá más fuerte que la barrera que se establecía entre el lego y el cura; tal era el prejuicio del habitante de la ciudad contra el habitante del campo. Y no es que entre la vida rural y la urbana no hubiese contacto alguno; por el contrario, desde Lisboa a Moscú se cultivaban verduras, hortalizas y legumbres dentro de las murallas y los ciudadanos confiaban en la leche y la carne de sus propias vacas. Los burgomaestres de Fráncfort tuvieron que promulgar una ordenanza por la que se prohibía a los ciudadanos el establecimiento de pocilgas en el lado que daba a las calles de sus casas, y en otras ciudades alemanas, los vinateros y los horticultores formaban gremios especiales. En Dijon, los artesanos –aforradores, carpinteros, toneleros y otros– tenían viñedos y vendían el vino que ellos no consumían. Si bien las ocupaciones agrícolas estaban generalizadas en las ciudades, la necesidad de los habitantes del campo de tener dos fuentes de ingresos hizo que los oficios de la ciudad se trasladasen al campo, hilandería, tejeduría, fabricación de clavos. Muchos de los artesanos que llegaban a la ciudad con sus cestos, su talabartería, sus marmitas y sus gamellas, a los mercados locales, eran trabajadores agrícolas estacionarios. Aparte del pequeño mercader y del alguacil o administrador residentes en la ciudad, pocos menestrales se adentraban mucho en el campo; en cambio, las ciudades recibían de continuo el flujo de trabajadores rurales a la búsqueda de empleo. También más arriba en la escala social se daba el intercambio: el hijo del labrador acomodado que se establecía en la ciudad y cuya familia, después de dos o tres generaciones prósperas, regresaba al campo, no era un fenómeno extraño. La mayor parte de los nobles podía tener una casa en la ciudad y pasar algún tiempo siguiendo los asuntos de la corte, pero solía pasar casi toda su vida en sus posesiones agrícolas, estaba familiarizada con cada detalle del año agrícola y podía atravesar cualquier paraje rural guiada por el halcón y el sabueso.

Y, sin embargo, a pesar de todos esos contactos, había un abismo emocional entre los habitantes de la ciudad y los del campo, abismo que era más estrecho entre los ricos y que se hacía más ancho cuando todas las otras clases se enfrentaban a aquella cabeza de turco universal, el campesino, muy evidente en los países más urbanizados, como Italia, Alemania y los Países Bajos, pero perceptible en la literatura y casi siempre visible en el arte, donde se da la torpe figura encorvada del labriego como caricatura o con una condescendencia divertida. Las gentes del campo son subhumanas, gruñía Felix Hemmerlin, un canónigo humanista de Zúrich; les sentaría bien que cada 50 años se les quemaran las casas y sus campos se les convirtieran en desiertos.

El tópico del rústico hacendado, del primo campesino, del patán que venía a pasmarse ante las maravillas de la capital, tiene una larga historia. Los cuentos como el Belfagor de Maquiavelo (entre 1515 y 1520), en el que un labriego engaña al diablo, constituyen extrañas excepciones a la regla de que los trabajadores rurales son despreciables («salvajes, traidores e ineducados», era la opinión de Sebastian Franck) o ridículos. En las obras de teatro, el labrador es un payaso, en las anécdotas resulta un bobo ignorante. En El cortesano se encuentra una versión temprana del chiste en el que un hombre solicita de un mirón que sostenga el cabo de una cuerda, mientras él va alrededor del edificio para medirlo; una vez que se ha perdido de la vista del otro, ata la cuerda a un clavo y se escapa. En El cortesano también se narra un ardid por el que un estudiante de Padua le roba a un labrador dos pollos. Sin embargo, fue en Italia donde la Arcadia desempeñó el papel más encantador e imaginativo, donde la ninfa y el pastor labraban primorosamente sus amores, y el caramillo de Pan silbaba provocadoramente a través de densas malezas de versos. Y en los urbanizados Países Bajos, el campo dio una aguda réplica a la ciudad. Entre los tableaux vivants apañados para celebrar la entrada de Carlos, conde de Flandes (el futuro Carlos V), en Brujas en 1515, había uno en el que los habitantes de los campos vecinos se presentaban con los rasgos de los verdaderos herederos de la Edad de Oro. Como lo expresaban las descripciones impresas: «En la primera edad y en la arcaica barbarie de la raza humana, bajo el gobierno de los dioses y diosas representados en este recinto, los hombres vivían en chozas y cabañas, completa y apaciblemente de la agricultura y de la ganadería, porque no buscaban ni ganancias ni frutos, salvo los de la tierra y los de los animales». Y la moraleja era que el crecimiento de las ciudades, que había roto el «bienheureux circle aurian du glorieux Saturne»[8], había arruinado también la vida sencilla y pacífica.

Este antagonismo duró siglos, durante los cuales las ciudades habían negociado y combatido por su derecho a algún tipo de autogobierno, contra la Iglesia, los nobles y el monarca, y habían eliminado el matiz de servilismo que aún persistía en el campo. Y a medida que crecían los niveles de vida y de educación en las ciudades, el contraste de formas vino a constituir una barrera más; Moro había educado a sus ciudadanos utópicos en el campo y les obligaba a volver a las tareas agrícolas de vez en cuando a fin de derribar esta barrera.

La explicación de la sátira –«Todas las naciones se han labrado la desgracia y ninguna está contenta con su suerte»– es que este fue un periodo de intenso cambio social, de rapiña competitiva. Al investigar las causas psicológicas de las guerras, de la contienda civil y de los disturbios populares, casi por unanimidad los historiadores suelen utilizar el señuelo de la ambición como factor explicativo principal. Por donde quiera que miremos se encuentran quejas que indican que los hombres no están contentos con las condiciones en las que han crecido. «La gente se da ínfulas», escribía el cronista de Lyon, Symphorien Champier, «y alimenta malos pensamientos […], y los criados, que antes eran humildes en presencia de sus señores y eran sobrios y vertían mucha agua en su vino […], ahora quieren beber mejor vino, como sus amos, sin agua alguna o cualquier otra mixtura, lo cual es una cosa contra toda razón». Los prontuarios para confesores exhortaban al clero para que previniera a sus feligreses a fin de que no envidiaran las posesiones o la posición social de otros y de que no comieran ni vistieran por encima de su condición. Clichthove se quejaba, en un sermón tras otro, acerca de las congregaciones, que trataban a la Iglesia como la plaza del mercado, cerrando contratos y discutiendo asuntos de negocios. En 1515, un predicador alemán describía un mundo que, según él, parecía haberse vuelto loco por el dinero.

Cada cual piensa que se hará más rico y que pondrá su dinero a interés con las mayores ventajas. Los artesanos y los campesinos invierten su dinero en una compañía o con comerciantes. Creen que van a ganar una enorme cantidad y a menudo lo pierden todo. Este vicio no existía en los tiempos pasados, sino que ha aumentado en los últimos diez años.

En Inglaterra, Alexander Barclay prorrumpía en invectivas en su The Shyp of Folys of the Worlde (Barco de la locura) (1509) contra las pretensiones de los campesinos que aspiraban a la clase media acomodada y contra los chicos de los carniceros que pretendían transformarse en alguaciles (en aquel mismo año, Wolsey, hijo de un carnicero de Ipswich, entró al servicio del joven Enrique VIII, como limosnero y consejero). ¿Por qué tienden los hombres a esto? Al final, la muerte lo nivela todo. «Por consiguiente se me hace que de todas las cosas la mejor es que el hombre esté satisfecho y contento con su grado». La sabiduría popular razonaba del mismo modo. En una obra teatral popular italiana, la Farsa contra el matrimonio (hacia 1500), una muchacha labradora camina hacia el mercado con una cesta de huevos equilibrada sobre la cabeza. Mientras camina, va soñando con el futuro. Venderá los huevos, comprará más, criará pollos y los venderá, comprará tierra y se hará rica. Entonces irá a su padre a decirle que quiere un marido, y no un campesino, ni un hombre de distinción, ni siquiera un noble. Su padre preguntará: «¿Es el emperador lo que quiere?», y ella, inclinando la cabeza ante el esplendor del sueño hecho realidad, dirá: «Sí, señor». Y Fortuna concluye: «Al inclinar la cabeza cayó la cesta con los huevos dentro, y así dieron al traste, y con ellos los planes que esta pobre muchacha había hecho»[9].

El mayor interés del individuo era elevar su nivel de vida dentro de su clase, ya fuera noble, burgués, eclesiástico o campesino propietario. Los más desesperados esfuerzos por mantener el nivel de vida se daban entre aquellos grupos que se aproximaban al filo de la subsistencia, los trabajadores asalariados campesinos y urbanos. El anhelo más consciente se producía entre aquellos grupos de «descolocados» que incluían artistas y humanistas profesionales, quienes, siendo frecuentemente del más humilde origen, estaban obligados a buscarse la aceptación tanto social como intelectual entre aquellas clases tradicionalmente definidas que les protegían. El sentimiento corporativo de clase se expresaba en función del odio hacia aquellos que tenían poder para oprimir o rendir por el hambre en un momento particular, en una ciudad particular o, ya más raramente, en una región particular. La mayoría de las veces era el precio del pan el que provocaba estos estallidos de resentimiento; a veces era un impuesto específico. «¡Matad a todos los hombres de distinción!», fue la respuesta de los pobres de Oberhasli, cuando los hombres de caudal en su cantón votaron por la concesión de créditos a fin de proveer al francés de tropas. Pero, en general, no había antagonismos de clase en el sentido de una clase que solo desea permanentemente desposeer a otra.

Cuando Adán cavaba y Eva hilaba,

¿quién era entonces el hombre de distinción?,

era un adagio que persistía como lema y no como actitud política. Los más bajos rangos carecían de fuerza, entre los moderadamente acomodados se daba la suficiente movilidad ascensional como para asegurar que las previsiones sociales se contenían en su mayor parte dentro de las varias jerarquías de riquezas y de honor. A los pobres, y especialmente a los pobres inmigrantes en las ciudades, se les temía menos como revolucionarios potenciales que como transmisores y nutridores de enfermedades. Además, las diferencias de ingreso alcanzaban tal magnitud que más que provocar la rivalidad de clase, la paralizaban. El ingreso anual del conde de Benavente, en las cercanías de Valladolid, era 1.700 veces superior al de un trabajador. En la misma ciudad, el ingreso de un patricio de medios modestos era 18 veces el de un artesano cualificado y 29 veces el de un hombre sin cualificar. Además, la estratificación social estaba fragmentada por las afiliaciones de clan, por los gremios, las cofradías y por los sistemas de clientela, que restringían la capacidad de pensar en términos clasistas horizontales y que asociaba a los hombres de bajo ingreso con los de más elevado en un vínculo de carácter protector. En todo caso, la tensión social en Europa estaba lejos de ser uniforme. El carácter más complejo y, por tanto, también el menos explosivo se alcanzaba en países con una densidad de población bastante regular, muchas ciudades, mucho comercio y unas reglas bien establecidas que definían las relaciones entre el gobierno, la corporación y el individuo, esto es, Inglaterra, Francia, Italia septentrional, los Países Bajos, Alemania central y meridional. En países como Noruega, Suecia y España, en los que una clase media ciudadana constituía una frontera muy tenue entre los poseedores y los poseídos, era poco probable un conflicto de clases y una escasa dispersión de la población; una Iglesia vigilante y un derecho tradicional firmemente establecido, reducían el peligro de tensión entre ellas. Sin embargo, si seguimos hacia el este, más allá de los límites del Danubio austríaco, donde el gobierno y las instituciones eclesiásticas se hallaban muy enraizadas entre una población racialmente homogénea de campesinos, ciudadanos y nobles, cuanto más avanzamos en dirección al mar Negro, o cuanto más nos introducimos en Ucrania y Polonia, tanto más simple y violenta aparece la estructura social, con una Iglesia débilmente organizada, gobiernos impotentes para imponer la ley en vastas zonas de llanura y selva, sin una clase ciudadana bien definida y una aristocracia que aún se veía a sí misma como conquistadora y que consideraba a los campesinos como una presa tolerada a duras penas, sobre cuyas tierras cabalgaron sus antepasados magiares. La crueldad con que se sofocó la rebelión campesina húngara de 1514 no era otra cosa que el más sangriento ejemplo de una propensión general en toda la Europa del este. Con Dánzig-Viena a modo de eje, la balanza de la libertad campesina ascendía en el oeste y se hundía en la servidumbre en el este. Es cierto que la composición social de los estados del este da la impresión de ser notablemente más simple de lo que era, a causa de las fuentes: crónicas monásticas escritas, como lo fueron, tras puertas cuidadosamente atrancadas, cronologías reales semejantes a sagas, un mínimo de correspondencia personal o de recuerdos de familia, incluso de centros comerciales establecidos de antiguo, como Nóvgorod; pero, por supuesto, en ningún sitio del este se daba una estratificación tan compleja que justificara a un satírico dando suelta a su malhumor en lujos tan minúsculos como el corte de un jubón.

Incluso en el oeste las posibilidades de movilidad social, de profesión en profesión, de clase en clase, estaban restringidas a una minoría muy pequeña y los cambios de profesión que implicaban un cambio de nivel de vida eran, por supuesto, muy escasos. Un 90 por 100 de la población de Europa vivía fuera de las ciudades, que eran el único lugar donde había alguna posibilidad razonable de trepar socialmente en el plazo de una generación o dos e, incluso en tal caso, la dificultad de acumulación de capital estorbaba tal movilidad; quizá el 5 por 100 de los ciudadanos, si se le ofreciera la oportunidad, temperamento y suerte, fuera capaz de mejorar su posición durante su vida. Los campesinos pobres podían buscar una nueva ocupación, pero, de cualquier modo, no conseguían otra cosa que convertirse en ciudadanos pobres. El movimiento de una clase a la otra proporcionaba un blanco muy pequeño para que mereciera la pena tirar; el satírico disparaba contra las pretensiones dentro de las clases, entendidas como desviación de la norma. Se criticaban las pretensiones porque representaban la ruptura con el ideal de servicio, de ocupar una plaza útil en la sociedad sirviendo devotamente a un superior a cambio de su protección, ideal este que no solamente era parte de la nostalgia de la literatura caballeresca, sino que todavía aseguraba la armonía dentro de la casa del comerciante entre el maestro, el aprendiz y el criado, así como la del complejo aparato social preciso para regir las vastas casas de la nobleza. El ideal no significaba nada –ni nunca lo significó– para hombres que trataban de ascender desesperadamente; podía reaparecer en las relaciones de los humanistas con sus protectores y, si bien había surgido dentro de la estructura militar del feudalismo, ahora lo negaban abiertamente los soldados profesionales, quienes se declaraban en huelga en vísperas de la batalla a fin de conseguir más alta paga. Sin embargo, los ataques contra el deseo de los hombres de cambiar la posición social los originaba la comprensión de la satisfacción emocional que proporcionaba el servicio, así como su probado valor como emoliente social.

En los prontuarios de los comerciantes no se ponía el acento en cómo progresar, de qué manera hacer fortuna, sino en cómo adecuar la vida a la habilidad y las virtudes que la sociedad esperaba de un comerciante. La misma preocupación por las cosas tal como eran muestran las pinturas y grabados que contenían representaciones de los atuendos y ocupaciones de las distintas jerarquías, desde el emperador y el cambista hasta el artesano y el mendigo. Eran representaciones en función de sí mismas o estaban ligadas en series, como las de Nicolas Manuel, en las cuales la muerte danza con cada persona para llevársela, con independencia de su posición o profesión; o como en las Cartas de Tarocchi, ilustradas, en las que se incluían figuras de los planetas y virtudes como parte de un modelo de existencia predestinado e incambiable. En lugares de diversión pública, como el festival Schembart, en Núremberg, figuraban cuadros con los planetas y las virtudes; los cuadros se distinguían unos de los otros por el vestido que, en la calle, señalaba a un hombre como abogado, doctor, tendero o herrero. Este catálogo visual de las clases y las profesiones, al igual que la rigidez creciente de la organización artesanal, la codificación del derecho y la elaboración de escalafones a fin de determinar quién podría entrar, cuándo y dónde sentarse en las funciones diplomáticas, refleja una tendencia a ver la sociedad como cualquier cosa menos como algo abierto. Las solemnes procesiones religiosas y estatales en Venecia eran como diagramas animados de la teoría de los tres estados: el dogo y los senadores en un grupo, los clérigos en otro, los distintos oficios y ocupaciones representados por sus funcionarios gremiales en otro, y todos netamente distinguibles por su atuendo. La vida era pública, colorista y conformista; de aquí el miedoso salvajismo con el que se podían tratar anomalías tales como los judíos y los gitanos.

Como ya hemos visto, había una multiplicidad de fines que justificaban la legislación suntuaria, por la cual todos los gobiernos expresaban la opinión de que los hombres y las mujeres no debían vestirse ni divertirse por encima de las posibilidades de su condición social. La Iglesia anhelaba refrenar la vanidad; el Estado, detener el flujo de moneda al extranjero, así como impedir que se retiraran del uso productivo grandes sumas de dinero. Mas el fin principal era el de preservar la estratificación tradicional de la sociedad, hacer que la conducta correspondiese con la jerarquía o la ocupación y, sobre todo, impedir que la nobleza –y, en algunas ciudades, también los patricios– se agotara a sí misma fuera de la vida pública efectiva o por quedar reducida, por extravagancia, a un modo de vida inapropiado a su «verdadero» puesto en la jerarquía social.

Bastaría con señalar la posibilidad de que la fama recayese sobre escritores y artistas de humilde origen, para que fuera posible presentar este periodo como uno en el que el talento tenía abierta la posibilidad de hacer carrera; pero ello se debe a que, a veces, la moda rompía algunas de las mallas de la red social para darle libre curso al talento. Resulta posible agrupar pasajes de las páginas de escritores especulativos que subrayarían la importancia del hombre hacedor, homo faber, y de su libertad para influir en su propio destino, mas esto no tiene nada que ver con el progreso social. La carrera abierta al talento –en la medida en que era posible– fue el producto de la demanda específica de protectores del arte con habitaciones que poblar, y de florecientes administraciones con empleos por cubrir; no era la consecuencia de una nueva actitud hacia la movilidad social. Como dependían de la aristocracia o de un patriciado que estaba imitando las formas aristocráticas, los humanistas hablaban de libertad en un tono que se ajustaba al punto de vista social conservador. Respaldados por los autores clásicos, cuyos héroes eran gobernantes, filósofos, artistas e intelectuales y, por lo general, desdeñosos de los resultados de las ambiciones contemporáneas, que ponían en peligro la paz y vulgarizaban el pensamiento, a los humanistas les interesaba cambiar los corazones y las mentes, pero no exigir que se borraran, por poco que fuera, las barreras de clase.

Es posible encontrar pasajes en las discusiones sobre la naturaleza de la auténtica nobleza que parecen potencialmente destructivos de las divisiones sociales. Para citar a Erasmo de nuevo, cuyas obras alcanzaron mayor resonancia que las de cualquier otro intelectual: «Deja que los otros se pinten leones, águilas, toros y leopardos en sus escudos. Esos son los poseedores de la verdadera nobleza, que puede utilizar en sus escudos de armas ideas que han aprendido cabalmente de las artes liberales»; o, a propósito de un noble indigno: «¿Por qué, te pregunto, hay que colocar a esta clase de persona a un nivel más alto que al zapatero o al campesino?». Mas esta sugerencia de que la nobleza es esencialmente una propiedad de la mente cultivada que se pone a sí misma al servicio del bien común solo adquiría seriedad al nivel (bastante alto) de la discusión sobre la naturaleza moral del hombre. Entendida en función de la realidad social no pasaba de ser un agradable tema de discusión risqué. Castiglione la mencionó solo para acabar con ella hábilmente. A la desagradable sugerencia de que el plebeyo podría conseguir un puesto en la jerarquía se oponía el argumento de que lo bueno viene de lo bueno. Por tanto, el hombre de distinción tendría cuidado para no ensuciar su casta. Los consejos que seguían eran rotundos: el cortesano no tendría que discutir con el campesino (ello dañaría su situación social si perdiese); lo único que tendría que hacer sería moverse con confianza entre sus iguales; tendría que mezclarse contadas veces con el pueblo, por miedo a que la familiaridad engendrase el desprecio. Estos consejos muestran lo falta de crédito que resultaba la tesis de que un buen zapatero era más digno de respeto que un mal noble. ¿Acaso Dios no había insertado a los aristócratas en su sistema gradual entre los hombres ordinarios y los ángeles (como afirmaba Edmund Dudley, en grotesca parodia de Pico)?

Tampoco esas dos ramas del árbol del pensamiento humanista, Fortuna y Oportunidad, manifestaban una mayor proximidad al problema de la movilidad social. De la pintura a la más barata de las xilografías se multiplicaban las imágenes de Oportunidad, la diosa duende con la cabeza monda, tremolando el copete que el hombre ingenioso podía asir, antes de que ella se desvaneciera habiéndole pasado. En bronce y prosa, Fortuna jinglaba sobre su globo o soplaba las velas de su propio navío, Capricho personificado, menos determinista que el Hado, menos mecánicamente eficaz que la Rueda de la Suerte. Maquiavelo, en un capítulo clave de su libro sobre lo políticamente posible, El Príncipe, comparaba a la Fortuna con una mujer a la que se puede reducir a sumisión. Si bien el mensaje de estas imágenes era que el hombre es libre de configurar su carrera y no necesita la humillación ante la Fortuna, ello se aplicaba solamente a la superación dentro de una sola clase, no al esfuerzo que se requería para pasar de una a otra. El humanismo enriqueció el vocabulario subjetivo de las desesperaciones y esperanzas del individuo, en tanto que aceptaba los límites tradicionales sociales de su acción. Recordando estas indicaciones de exclusividad y restricción podemos entender por qué cuando Leonardo diseñó una ciudad ideal, partió de que esta tendría dos niveles: «Las carreteras de alto nivel son […] solamente para la conveniencia de las gentes de distinción. Todos los carros y cargas para servicio y conveniencia del pueblo llano se confinarán en el nivel bajo».

CASOS ESPECIALES

La carrera de Jacques de Beaune fue verdaderamente excepcional, pero contenía rasgos que se repitieron en otras que causaron menor conmoción; el nacimiento burgués y el testimonio de que se poseía agudeza financiera, ambas cosas aportaban un matrimonio socialmente ventajoso y los puestos oficiales que eran en sí otra ocasión para hacer más dinero. Nada nuevo había en el hecho de que los reyes utilizaran personas de origen burgués, como consejeros y administradores; muchos de los más altos empleos en el Estado aún les estaban reservados a los nobles. Fue el ritmo notablemente rápido de expansión de las administraciones real y principesca el que hizo de la carrera burocrática, sobre todas las demás, la puerta abierta al talento. En Francia, en 1512, había unos 86.000 hombres cuyas vidas estaban dedicadas, total o parcialmente, al trabajo administrativo. Su importancia variaba mucho, desde un Semblançay a un vigilante de pesos y medidas en un pueblecito, de canciller a aforero de los fardos de lana para el servicio de aduanas. Los motivos que atraían a las personas a estos servicios eran varios. La atracción manifiesta que ejercía el príncipe impregnaba a aquellos que le seguían, aunque fuera desde lejos y se podía «colocar» en el cuadro bíblico de las ocupaciones aprobadas. Las notarías y secretarías reales de Francia formaban una cofradía religiosa bajo la protección de san Juan, porque, como explicaron en 1482, «era el más importante y el más elevado secretario-evangelista de nuestro salvador Jesucristo». La burocracia ofrecía ya una cierta seguridad en la posesión del cargo. Algunos de estos, en efecto, eran hereditarios. Era una carrera que no solamente podía llevar al ennoblecimiento, sino que, además, implicaba el trato con los nobles, tanto en la corte como en los centros provinciales, en términos de mutuo interés. Tal contacto era satisfactorio por sí mismo, en un tiempo en el que el aristócrata era el tipo social más ampliamente respetado, y por las oportunidades que estas relaciones ofrecían para efectuar un matrimonio dentro de la nobleza. Por último, gracias a la costumbre, corrientísima en Francia, por la que los cargos se vendían en realidad por dinero, al mercader le resultaba posible comprar su ingreso. Se trataba de una carrera en la que pocos llegaban lejos, pero a causa de la mezcolanza de su origen social –nobles, burgueses, clérigos–, la naturaleza específica de la lealtad que fomentaba y también la mezcla de respeto y desconfianza con que se les miraba, los funcionarios requieren un lugar en la lista de las clases especiales, donde los consideraremos antes de pasar a las categorías más amplias del campo, los habitantes de la ciudad y a la misma nobleza.

La idea de los tres estados se basaba en la consideración de una sociedad en la cual cada estado ayudaba a los otros dos. Desde una perspectiva popular, los funcionarios constituían un grupo que vivía de los demás y no para los demás. Con ellos estaban asociadas otras dos ocupaciones a las que también se veía dedicadas al interés propio a expensas del resto de la sociedad: los doctores y los abogados. La medicina era una materia académica que gozaba de gran reputación –era la cátedra mejor pagada en muchas universidades–, pero resultaba casi enteramente libresca y se deslizaba con facilidad en el oscuro dominio de la astrología. Simón de Pavía, por ejemplo, quien duplicó sus funciones, como médico y como astrólogo, al servicio de Luis XI y Carlos VIII, se casó dentro de la aristocracia y murió rico. Careciendo de una tradición de investigación empírica y dedicados cada vez más a exponer los principios de la medicina clásica, los doctores buscaban las explicaciones en las estrellas más bien que en la circulación sanguínea y le daban preferencia al experimento mágico sobre el clínico. Como querían retener la ventaja crematística que se derivaba de que se les creyera tan prácticos como estudiados, se sentían inclinados a proclamar curaciones maravillosas aunque secretas, exponiéndose con ello a la acusación de curandería. Prudentemente, el público confiaba principalmente en las hierbas y en la sabiduría tradicional, y llamaba al médico únicamente en los momentos de auténtica desesperación, momentos en que un caso había ido más allá de la capacidad de la ciencia médica para curarlo. Por entonces, la imagen popular del doctor era la de una persona que cobraba mucho por fracasar en el cumplimiento de su deber, y la figura del hombre con una botella llena de orina en una mano y un talego de oro en la otra era ya una figura literaria y dramática común.

Pedro Gringoire incluía a los abogados con los doctores y los funcionarios, «llenos hasta el globo ocular con los bienes del pueblo». Aunque ya era tradicional, las maldiciones contra los abogados aumentaron en extensión y amargura. La jurisprudencia, como la medicina, era un tema del más alto prestigio. Las universidades pujaban unas contra otras, tratando de conseguir los servicios de profesores prominentes. Además, es mediante el estudio de la ley más que de la política, la religión o la literatura, como se articulan los disjecta membra de una sociedad, pasada; por consiguiente, el derecho estaba en la base de la excavación humanista del antiguo mundo e implicaba un prestigio cultural y profesional al mismo tiempo. Una capacitación en leyes era un pasaporte para la promoción en los servicios administrativo y diplomático tanto de la Iglesia como del Estado. Las familias patricias en las repúblicas italianas y las nobles en Alemania, Francia e Inglaterra enviaban a sus hijos a las facultades de derecho como un medio de conseguir un progreso apreciable. Esta tendencia era particularmente clara en Inglaterra, donde la educación legal no era competencia de las universidades, sino de los colegios dependientes de los tribunales. Su astuto padre trasladó a Tomás Moro, de Oxford, a uno de estos colegios, y Erasmo anota, bastante exageradamente, sin embargo, que en Inglaterra «no hay mejor camino para la distinción, porque la nobleza se recluta, en su mayoría, del derecho». Alexander Barclay observaba el mismo fenómeno con su habitual melancolía sardónica: «Los abogados son señores, pero la justicia está vendida». Porque mientras los abogados ocupaban altos cargos en toda Europa y algunos pasaban en algún momento a través de las manos de los hombres con formación legal, se estaba haciendo poco a fin de aumentar la rapidez y disminuir los gastos con los que tenía que enfrentarse el ciudadano en sus tratos con la ley. El conflicto de leyes y la mayor minuciosidad de la capacitación legal consiguieron que los litigantes se acostumbraran a las demoras (el pleito sobre la propiedad de Robert Pilkington duró de 1478 a 1511), al bizantinismo y al traslado de tribunal a tribunal. El mismo Moro expulsó a los abogados de su Utopía, prefiriendo esta situación a que sus ciudadanos estuvieran entrampados «en un número tan infinito de leyes ciegas e intrincadas». Y, para colmo, además de las acusaciones normales, a los abogados se les imputaba universalmente la aceptación de cohechos. Tener un apetito «tan promiscuo como la bolsa de un abogado» era ya una expresión proverbial en Francia. ¿Cuál es la cosa más delicada del mundo? El hombro de un abogado: apenas lo has tocado, su mano se dispara a por dinero. La literatura formulaba la desconfianza social en multitud de expresiones como las anteriores. Los abogados podían ser ministros, memorialistas, alguaciles o interventores de casas solariegas, estaban desperdigados a lo largo de toda la escala de ingresos; pero cualquiera que fueran sus funciones y su forma de vida, se les consideraba –y ellos se consideraban a sí mismos– como hombres capacitados legalmente cuya gran cantidad era posible gracias al afán de pleitear de la gente y cuya importancia se basaba en las necesidades de la burocracia, ya que ellos eran lo que la época poseía de más cercano a una educación muy técnica y a una profesión organizada.

El aprovechamiento en los estudios humanistas también podía facilitar una carrera. La capacidad de leer y, aún mejor, de escribir el latín con elegante fluidez era un talento que abría las puertas de cargos tales como la secretaría de un obispo o un noble, historiador de un gobernante o una ciudad, o un puesto de consejero, lo cual requería, además, el prestigio del estilo ciceroniano de moda para la correspondencia oficial, las proclamaciones, los tratados y las solemnes alocuciones con las que los diplomáticos presentaban sus credenciales. Probablemente era extraña la persona de origen humilde que accedía al ejercicio de la ley, pero muchos humanistas tenían orígenes relativamente humildes, que ellos podían ocultar por medio de la latinización de sus nombres: Aesticampano por Sommerfeld, por ejemplo, o Laticefalo por Bredekopp. Celtis (nacido Bickel) era el hijo de un campesino. El padre de Wimpfeling era un talabartero. Marineo Sículo nació de padres humildes en el pueblecito siciliano de Vizzini. Analfabeto hasta los 25 años, un sobrino, hijo de una hermana que se había casado un poquito por encima de su condición, le enseñó a leer y escribir. Un pariente sacerdote le educó y, a fuerza de gran aplicación, recibió un puesto de preceptor en Palermo. En este refugio alcanzó tal reputación que consiguió una cátedra en Salamanca, en 1484, sin haber visitado una universidad en su vida. Los intelectuales seculares independientes constituían aún un fenómeno lo bastante extraño y nuevo como para que se les considerara una clase distinta, aunque, al no ser hereditario su talento, no atrajeron la crítica que los empleados y abogados multigeneracionales se habían ganado. De hecho, es muy difícil percibir la actitud de las otras clases hacia los humanistas profesionales. Engendraban algo del prestigio que se asociaba con los aristócratas y los comerciantes educados en humanidades; se les valoraba porque sus mercancías eran adecuadas a los tiempos que corrían. Italia seguía estando interesada (y en Europa aumentaba cada vez más este interés) en la Antigüedad no solo como descanso intelectual, sino como un talismán contra la acusación de ignorancia. Además, se les honraba con regalos, se les respetaba como expertos entre los grupos de discusión patricios o aristocráticos y podían aspirar a la coronación con la corona poética de hojas de laurel. Por otro lado, heredaron algo de la indulgente condescendencia que se les acordaba a sus antepasados juglares y cronistas, estaban sometidos a la acusación de servilismo y su estado civil de casados, así como el carácter frecuentemente disoluto de sus vidas, constituían una anomalía en una época en que la enseñanza profesional era el feudo del clero, célibe y teóricamente casto y sobrio.

Este desasosiego era similar al que aquejaba a la posición social del artista. En 1520, un diplomático portugués, de visita en Etiopía, encontró a un italiano que hacía mucho tiempo que se había instalado allí: «Era una persona muy honorable», señalaba Francisco Álvares, «y, aunque pintor, un gran caballero». Era un resumen bastante acertado de la condición algo equívoca del artista. En la Edad Media, la pintura (a diferencia de la música) no era una de las artes liberales; tampoco (a diferencia de la agricultura y la carda del algodón) una de las artes mecánicas, adecuadas a los hombres nacidos libres. Se trataba solo de un estigma teórico, pero el pintor, obligado a ser miembro de un gremio, tenía que trabajar con orden, igual que los otros profesionales, y si bien su talento podía originar una proliferación de encargos y acarrearle un cierto grado de fama y riqueza, no le elevaba en la condición social. En cambio, en 1520, el año de la muerte de Rafael, el pintor dejaba una fortuna muy considerable (16.000 ducados); y aún más, a pesar de su calidad de pintor, había vivido, se le había recibido y tratado como a un hombre de distinción. Dos años antes León X escribió al gobernador de Civitavecchia, advirtiéndole que preparara una recepción suntuosa, porque llevaba a algunos escritores y artistas con él «y estos son personas de gran importancia y de las más caras para mí». Cuatro años antes, Lorenzo Costa, pintor de corte de Francisco II Gonzaga, duque de Mantua, se había negado terminantemente a pintar a los hijos del duque. El comentario de Francisco fue moderado: «Tiene sus caprichos, como muchos hombres de genio». Alrededor del año 1512, Andrea del Sarto y Julio de Médicis, il Magnifico, se hicieron socios del convivio de la Sociedad de la Paleta en Florencia. Y, según Vasari, en 1506, una vez que Miguel Ángel, quien había salido a cumplir un encargo de Julio II, fue introducido en presencia del papa por un obispo que suplicó a este que excusara al artista, ya que «tales hombres como él son siempre ignorantes»; la ira pontificia recayó sobre el obispo por su anticuada concepción de las cualidades personales de un artista. Esto es tanto más revelador por cuanto que el padre de Miguel Ángel, por cuyas venas corrían unas gotas de sangre noble, había intentado quitarle a golpes al muchacho la determinación de ser escultor.

Aparte de Miguel Ángel, con su pizca de nobleza, del noble Juan Francisco Rustici y de Leonardo, que era bastardo de un notario local prominente, los artistas eran, por lo general, del más llano origen. El padre de Piero della Francesca era un zapatero remendón; el de Botticelli, un curtidor; el de Fra Bartolomeo, un arriero; el de Andrea del Sarto, un sastre, y el de Antonio y Pedro de Pollaiuolo, un pollero. Y Lucas van Leyden, quien se casó con una mujer perteneciente a la noble familia de Van Boshuysen, fue de las pocas excepciones a la regla de que los artistas no mejoraban socialmente a través del matrimonio. La condición de hombre distinguido-aunque-sea-pintor se les atribuía de buena gana a los individuos cuyas obras gozaban de gran demanda, pero no dejaba rastro alguno después de que aquellos hubieran muerto o caído en desgracia. Por otro lado, la cantidad de información que Vasari pudo recoger acerca de la época para componer sus Vidas, constituye en sí misma un índice del interés que despertaban los pintores, escultores y arquitectos. Difícilmente hubiera conseguido la misma cosecha de hechos si hubiera estado acumulando material para hacer una historia de los farmacéuticos. Hay que decir que tampoco la hubiera conseguido fuera de Italia. En el libro de expresiones latinas de 1520 de Robert Whittinton, los escultores, grabadores, imagineros y pintores ocupaban, sin diferencia alguna, el mismo lugar que los yeseros, los vidrieros, los techadores y otros «trabajadores».

Al igual que entre los humanistas profesionales, el éxito que permitía a un artista llevar un estilo de vida fundamentalmente distinto de lo que era habitual entre las personas de origen llano, era poco frecuente; no se podía heredar y, probablemente, solo era posible allí donde el humanismo hubiera preparado el terreno para una comunidad de intereses entre el pintor y su mecenas[10]. La idea de unos individuos independientes, intelectual y creadoramente dotados, no había hecho más que comenzar a germinar, pero afectaba más bien a lo que los humanistas y artistas pensaban de sí mismos, y no a la consideración que los demás les tributaban. A despecho de un Erasmo o de un Rafael, en esta época se pensaba más en función de expertos y de capacidades especiales que en términos de intelectuales o de genios. En las principales imprentas del continente era donde, sobre todo, podía verse en funcionamiento algo así como un estado de las artes y las letras, donde capitalistas y eruditos, consejeros humanistas, académicos y correctores de pruebas, artistas y literatos cajistas trabajaban en un ambiente a medio camino entre la fábrica y la academia. La proliferación de las imprentas se había recibido casi con júbilo universal. Los coleccionistas de manuscritos oponían alguna objeción, alguna reserva moderada, frente a un cambio excesivamente brusco de la caligrafía a la imprenta –«aunque tenemos millares de volúmenes», avisaba el abad Trithemius en 1492, «no podemos dejar de escribir, ya que los libros impresos nunca son tan buenos»–, pero el entusiasmo de los clérigos superaba al de los eruditos legos. Ya en 1476 los protectores de una imprenta en Rostock justificaban su empresa llamando a la imprenta «la madre común de todas las ciencias, la ayudante de la Iglesia», y en 1487 el médico del obispo de Augsburgo escribía al impresor Radtot que

sería difícil estimar la profunda deuda de todas las clases sociales con el arte de imprimir, que, por la gracia de Dios, ha surgido en nuestro tiempo, y, más especialmente, es este el caso de la Iglesia católica, la novia de Cristo, que gracias a aquel arte recibe gloria adicional y va al encuentro de su novio con nuevos ornamentos y muchos libros de sabiduría celestial.

A pesar de que el personal de una imprenta era poco numeroso, únicamente las personas prósperas, como el parisino Jean Petit, quien procedía de una familia de maestros carniceros, podían poner una por su cuenta, debido a los desembolsos en las prensas y los tipos y a los plazos que mediaban entre la impresión de una edición y su venta a través de un sistema de distribución lento y costoso. En ocasiones, un erudito podía conseguir apoyo como lo hizo Aldo con la familia de Pico della Mirandola. Bajo tales protecciones social y financieramente respetables se enrolaba a los mejores cerebros de la comunidad para que ayudaran en la edición y la corrección de pruebas. Si añadimos a esto la colaboración de artistas de la talla de Durero, Holbein, Burgkmair y el anónimo ilustrador de las Hypnerotomachia Poliphili (Sueño de Polífilo) se comprende fácilmente lo atractivo del ambiente de los eruditos profesionales y aficionados. Impresores como Badio en París, Amorbach y Froben en Basilea, Schürer en Cracovia y Aldo en Venecia dirigían instituciones que, por su continuidad, su independencia de los centros habituales de actividad intelectual –universidades y monasterios– y por la variedad social de sus colaboradores, ejercían más influencia a la hora de elaborar la idea de la intelectualidad que las relaciones temporales entre el pintor, el mecenas y el consejero erudito, las cuales caracterizaban a algunos de los grandes ciclos decorativos de la época.

El reconocimiento de este ambiente vino preparado, en cierta medida, por la naturaleza de la grafía de mediados del siglo XV. Sin embargo, las imprentas originaron una conmoción bastante nueva. Los conservadores podían interpretar el uso que los griegos hacían del fuego a fin de probar que la antigüedad ya sabía de la pólvora, pero la imprenta era una invención incontrovertible de los modernos; y la posibilidad de la producción en masa se abrió en una época en la que los gobiernos eran cada vez más conscientes de la importancia de la propaganda, y en la que el humanismo había despertado el interés por los textos en ediciones críticas, que no podía ser satisfecho adecuadamente, ni en su cantidad ni en su uniformidad, por los copistas. Si añadimos a esto el hecho de que un creciente número de escuelas producían semianalfabetos sin nada para leer, veremos que la extensión de la imprenta estaba asegurada. A finales del siglo XV, el número de libros impresos se estimaba en 6.000.000, compuestos de unos 30.000 títulos diferentes y producidos por cerca de 1.000 impresores distintos. Un copista profesional, trabajando aceleradamente, necesitaba seis meses para copiar 400 hojas en folios; no resulta sorprendente que las imprentas rompieran en cierta medida con los criterios sociales convencionales. Así, mientras que hacia la década de los setenta del siglo XV se satirizaba a Vespasiano da Bisticci por su intimidad con los socialmente superiores, unos 40 años más tarde el emperador Maximiliano se hacía retratar en el taller de un impresor. Por último, la imprenta dependía de una nueva clase de artesanos cualificados. Las planchas, la composición de tipos y otras ocupaciones requerían inteligencia y cultura, así como destreza manual, y estaban muy bien pagadas. La imprenta era un centro neurálgico al que afluían las noticias más recientes, las últimas ideas. Era también una industria aquejada de subempleo, cuando el crédito se hallaba demasiado extendido, o cuando decrecía la demanda de artículos tales como los impresos legales, durante las vacaciones. Muchas empresas eran pequeñas y producían solo unos cuantos libros antes de dejar de funcionar por completo. Todos estos factores se combinaban para producir una imagen característica del impresor asalariado. Su cultura le llevó a reclamar una posición más elevada que la que se concedía a las profesiones mecánicas, simbolizado en el derecho a llevar armas; el desempleo y la errabundez hacían de ellos negociadores obstinados capaces de obtener mejores condiciones de trabajo; el contacto con las nuevas ideas le daba a esa obstinación el matiz de un radicalismo inteligente.

Saber de un hombre que era impresor en aquella época era saber más acerca de él de lo que las palabras «talabartero» o «tejedor» decían acerca de los que practicaban estos dos oficios. Es posible que las otras dos únicas ocupaciones asalariadas que transmitieran de modo tan neto los rasgos del carácter, así como las usanzas del trabajo, fueran las del minero y el soldado profesional.

Tradicionalmente se consideraba que los mineros formaban una casta aparte. Esta imagen, fundada en la rudeza de su trabajo y en el aislamiento de los filones, se reforzaba por las mejoras en la perforación y en la ventilación, que les permitían trabajar más profundamente y en regiones aún más salvajes. A las tradiciones y leyendas sobre el trabajo de los herreros y acerca de las regiones montañosas –en Alemania, a los mineros se les llamaba Bergleute, gentes de las montañas– se añadía el prestigio de algunos de los más importantes descubrimientos tecnológicos de la época: la maquinaria de extracción y trituración, la topografía y la construcción de accesos, la química utilitaria del refinado y la fundición.

El minero era, por tanto, un experto. Luis XI reclutaba mineros en Alemania, e Iván III importó expertos alemanes en 1491, con el fin de que buscasen cobre y plata a lo largo del río Pechora. A causa de la importancia de su oficio y de la cohesión de las comunidades (aunque estuvieran aisladas) en las que habitaban, los mineros eran hombres acostumbrados a los privilegios. Los gobiernos los trataban con alguna precaución; en Suecia, incluso llegaban a enviar delegados propios a las reuniones de los estados. En tiempos de guerra, los oficiales de reclutamiento se dirigían sobre todo a las zonas mineras, en busca de soldados y exploradores duros, con recursos e ingeniosos.

De modo parecido, el soldado mercenario representaba una antigua profesión a la que el cambio de condiciones había dado un nuevo aspecto. Por este motivo causó una nueva impresión en la opinión contemporánea y adquirió una concepción más ceremoniosa acerca de su separación del resto de la sociedad. Las guerras las hacían aún en su mayoría soldados temporales, conscriptos para una campaña específica, que retornaban a sus ocupaciones en tiempos de paz, cuando aquella se había terminado; los hombres de distinción y unos pocos burgueses luchaban a caballo; los campesinos y los ciudadanos más pobres, a pie. Los costes de mantenimiento de un ejército permanente adecuado eran demasiado elevados y no permitían que se prescindiese de esa fórmula por completo; pero sus inconvenientes se hacían cada vez más evidentes. Los campesinos habían mostrado siempre gran renuncia a alejarse de sus cosechas durante mucho tiempo, y lo mismo los comerciantes de sus tiendas. Si bien en casi toda Europa se les exigía a los legos comprendidos entre los 16 años aproximadamente y los 60 que guardasen armas en casa o en una armería local, rara vez estaban aquellas en buen uso. Y ahora, tras las dos derrotas, convincentes y ampliamente divulgadas, de los ejércitos borgoñeses frente a los suizos hacia 1470, se habían aprendido dos lecciones. La primera era que la caballería pesada, el arma noble tradicional, no podía, por sí sola, vencer a los piqueros, y que los ejércitos precisaban ahora un equilibrio más cuidadoso del que hasta entonces podía conseguir cualquier país: caballería ligera y pesada, piqueros y alabarderos, arqueros y arcabuceros; la segunda era que se precisaba un nivel de capacitación más elevado del que el soldado temporal estaba dispuesto a admitir en época de crisis. Para las tareas de guarnición, además, así como para las guardias permanentes personales (por ejemplo, la guardia escocesa de los reyes de Francia), para el mantenimiento de los sitios y la ocupación de territorios conquistados, el soldado profesional, que podía servir en cualquier momento e ir a cualquier parte, podía proporcionar la necesaria continuidad, así como también su experiencia podía endurecer a los cuerpos de tropas escasamente preparados, a los que se añadían sus compañías en el campo de batalla.

Los mercenarios eran de diverso origen social. La caballería incluía no solamente caballeros y gentes de noble nacimiento, sino también hombres cuyos servicios se habían premiado con el regalo de un caballo y una armadura. La infantería cubría toda la gama, desde caballeros que ya no pensaban que luchar a pie fuera indecoroso para un hombre de distinción, hasta exiliados, criminales huidos, mercaderes arruinados y comerciantes descontentos. En 1509, el conservador francés, el señor de Bayard, se negó a desmontar y tomar Padua a la carga junto con los Landsknechte. «¿Acaso considera el emperador que es justo y razonable –se quejaba– poner en peligro tanta nobleza junto con su infantería, en la cual el uno es un zapatero, el otro un labrador, otro un panadero y otros mecánicos?» Pero el lugar acordado al mercenario en la imaginación popular no estaba determinado tanto por su origen social o su capacidad para luchar como por su temperamento, conducta y aspecto; una imagen compleja, nutrida por retazos reales, especialmente estampas realizadas por artistas –Nicolás Manuel y Urs Graf entre ellos– que habían sido mercenarios a su vez. Aventureros errantes, sin lealtad para nadie salvo para el capitán del momento, capaces de matar por dinero y de despilfarrar lo que tenían en bebidas, mujeres y juegos, vestidos con galas andrajosas, blasfemos, despreocupados de la familia; estos eran los términos según los cuales los mercenarios se convirtieron en unos espantajos que los predicadores y los moralistas podían agitar. Con banderas flameantes y una vaina sobresaliente se les representaba, no sin cierta envidia mal encubierta, eructando y acuchillando por encima de cualquier costumbre decente y violando todas las leyes excepto la de la demanda y la oferta.

La antipatía social tenía una cuádruple base. En primer lugar la constituía el miedo a las pérdidas o daños. Los abogados y los mercenarios, aunque eran necesarios, podían utilizar la confianza que se había puesto en ellos para sus propios fines. De la misma manera podían hacerlo los molineros y los curtidores, hombres difamados universalmente como individuos imprescindibles para elaborar los productos ajenos, pero que podían apartar o sisar parte de esos productos sin miedo a que los descubrieran. En segundo lugar la desaprobación moral. Los hijos de los sirvientes de los baños estaban excluidos de los gremios porque los baños públicos servían para ir limpios, pero también como lugares de prostitución. En tercer lugar la inasimilación en la sociedad legalmente constituida: de aquí el desprecio de los alemanes por los tejedores de lino que carecían de gremios y, por tanto, de voz en los asuntos públicos, y también la desconfianza ante los actores ambulantes, a pesar de lo seductores que resultaban sus talentos. En cuarto lugar un odio latente hacia aquellos cuya posición moral era desconocida; que no solamente carecían de casillero en la jerarquía social, sino que, espiritualmente, eran extraños. Quienes más se destacaban dentro de esa categoría eran los judíos.

Hacia finales del siglo XV se había llegado a un difícil compromiso con los judíos que comprendía el distintivo amarillo (o su equivalente) y una imposición repentina y arbitraria, pero aseguraba la libertad de cultos. La separación no era más irritante de lo que lo era en las localidades donde se amontonaban comunidades de comerciantes cristianos; además, la riqueza podía comprar las excepciones. No solo en el comercio y la banca, sino también como médicos, músicos y profesores los judíos hicieron importantes contribuciones a algunas de las principales corrientes de la vida europea. Crecía el interés por el hebreo[11]; mas este interés en la lengua de Moisés, de los Mandamientos de Dios a los hombres y del mismo Cristo solo era una quebradiza capa de hielo que recubría los prejuicios seculares de un cristianismo occidentalizado. A partir de la Biblia Vulgata de San Jerónimo, Dios había hablado a los europeos en latín; hebreo era la lengua de los traidores, de Judas. Cuadro tras otro, el niño Jesús bendecía a la humanidad entre las ruinas de la Antigua Ley mosaica y los arcos quebrados del establo significaban el cambio de decoración, de Palestina a Roma. Las obras de teatro sobre la Pasión escenificaban discusiones en las cuales la iglesia había sustituido a la sinagoga. Cuando un nuevo papa se dirigía en procesión a San Pedro, los representantes de la comunidad judía de Roma le salían al encuentro en el puente de Sant-Angelo y le ofrecían los rollos de la Ley mosaica; como representante de San Pedro, el papa los rechazaba imperiosamente, antes de su entronamiento. Esta ceremonia simbólica se realizaba en todas partes. En Corfú, por ejemplo, donde se exhibía una familia a los visitantes como descendiente directa de Judas Iscariote, se presentaba al nuevo arzobispo un rollo de la Ley vieja para que la apartara a un lado, y la comunidad judía tenía además que cubrir las calles con alfombras para que el arzobispal pie pudiera pisarlas.

El hacinamiento, los distintivos infamantes, la intimidación espiritual, todo ello no pasaba de ser una charada humillante en tiempos tranquilos, pero mantenía viva la vulnerabilidad de los judíos como chivos expiatorios. La desaparición inexplicable de un niño cristiano podía provocar la acusación de asesinato ritual y, consiguientemente, arrestos, torturas y quema de sinagogas. Cualquier predicador podía obtener un mayor arrepentimiento penitente en su congregación, atribuyendo parte de la perversidad censurable circundante a la tolerancia frente a los crucificadores; así, por ejemplo, cuando en 1488 fray Bernardino de Feltre dio suelta a las masas en Florencia para que persiguieran a los judíos, acción por la que posteriormente se le expulsó. A raíz del miedo y de la desorientación política que siguieron a la derrota del ejército veneciano en 1509, los habitantes de ciudades tales como Verona, Treviso y Asolo se echaron sobre los judíos, saqueando sus casas y expulsándoles con sus familias, hasta que volvieron tiempos más tranquilos. Este compromiso de coexistencia, que siempre fue quebradizo, comenzó a resultar aún menos seguro cuando se percibió que la función económica para cuya realización se había tolerado a los judíos comenzaban a tomarla a su cargo en la práctica y, hasta cierto punto, también en la teoría los cristianos. Ya no era necesario acudir a los judíos para pedir dinero prestado o para empeñar las pertenencias. En los veinte últimos años del siglo XV los motines antisemitas fueron en muchos casos el resultado de una política nacional de fundación de bancos públicos de ahorro para conceder préstamos a los pobres. Estos Monti di Pietà, como se les llamaba en Italia, dependían de los intereses para su funcionamiento, pero estaban respaldados por la Iglesia y liberaban de la fastidiosa necesidad de la tolerancia. Cuando los florentinos establecieron un Monti di Pietà, cuyo proyecto se había discutido largo tiempo, a instancias de Savonarola en 1495, les concedieron doce meses a los judíos para que se prepararan para abandonar la ciudad.

El primer gueto en sentido estricto, esto es, un barrio herméticamente cerrado desde la puesta a la salida del sol, data de 1516, fecha en que se incomunicó a los judíos venecianos de este modo; sin embargo, debido a una exclusividad natural, los judíos habían vivido ya de antes en un apartamiento que resultaba afrentoso para el gregarismo de sus vecinos y daba pábulo a las sospechas: ¿cómo era posible que los judíos, que vivían aparte, casi, como así era, en secreto, siempre parecían disponer de más dinero que los francos y abiertos cristianos eternamente a la busca de préstamos? Oficialmente la Iglesia podía coexistir con los judíos, como lo podía hacer con el esclavismo, la tortura judicial, las armas de fuego y cualquier otra cosa que pareciera necesaria para mantener a la sociedad en funcionamiento, mas a los clérigos individuales y, sobre todo, a la opinión pública les resultaba difícil aceptar la infección hebrea del tercer estado. «¿Por qué los judíos no quieren trabajar con las manos?», preguntaba el predicador Geiler de Kaisersberg. «¿Acaso no están sujetos, como lo estamos nosotros, al mandato explícito de Dios “Ganarás el pan con el sudor de tu frente”?» El cronista español Andrés Bernáldez señalaba que los judíos «nunca quieren trabajar arando o cavando, ni tampoco ir por los campos vigilando el ganado, ni les enseñan a sus hijos a hacerlo; todo lo que quieren es un empleo en la ciudad para ganarse la vida sin mucho trabajo».

En 1498 se les expulsó de Núremberg (en esta ciudad el motivo fue el interés) a causa de sus «manejos usureros, perversos, peligrosos y taimados». En el mismo año se les expulsó de Wurzburgo, Salzburgo y Wurtemberg; en 1499, de Ulm; en 1500, en Nördlingen; en cada uno de estos casos con el permiso (y con la ventaja financiera) de Maximiliano. Expulsados de ciertas ciudades en Francia (entre ellas, Tarascón, Saint-Maximin, Arlés), encontraron refugio en el territorio pontificio de Aviñón. En 1495, y de nuevo en 1506, se les desterró de toda la Provenza. De Beatis comentaba que si los judíos traspasaban las escasas yardas que separaban la jurisdicción pontificia de la francesa, «cualquiera podía matarlos sin temor alguno». En 1502, Iván III derogó las medidas de protección que había extendido sobre los judíos de Rusia. Pero fue en España donde las envidias sociales, la euforia religiosa, el cálculo político y, posiblemente, la presión demográfica, produjeron la catástrofe real: en 1492 se expulsó sumariamente a los judíos practicantes, y la medida se llevó a cabo con tan estricto celo que se ha estimado en unos 150.000 los judíos que posiblemente abandonaron el país. En 1494, Torquemada ordenó que a los descendientes de aquellos a quienes la Inquisición encontrara culpables de haber renunciado formal pero no convincentemente al judaísmo, se les excluyera de una lista de ocupaciones que, a todos fines y efectos, era una definición de la clase media.

No pueden tener o poseer funciones públicas, o puestos u honores, ni pueden recibir órdenes sagradas, ni ser jueces, alcaldes, alguaciles, magistrados, jurados, administradores, funcionarios de pesos y medidas, comerciantes, notarios, escribientes públicos, abogados, apoderados, secretarios, interventores, tesoreros, médicos, cirujanos, tenderos, corredores, cambistas, inspectores de pesos, cobradores, recaudadores de impuestos, ni ostentar ningún otro cargo público similar.

Además de la expulsión de los judíos practicantes, los esfuerzos de la Inquisición fructificaron en la quema de 2.000 conversos condenados y 120.000 más huyeron del país. El vacío que se produjo en las filas medias de la sociedad no se llenó; a los pobres les faltaba talento y capital, y la aristocracia desdeñaba la vida del comerciante y el banquero. Fueron sobre todo los cristianos extranjeros quienes asumieron la dirección de los asuntos económicos españoles, esto es, genoveses, alemanes y flamencos. En interés de una sola fe y una sola raza, España comenzó su periodo de Imperio ultramarino y hegemonía en Europa gravosamente mermada en la composición social de su pueblo.

Hasta cierto punto, España compensó esta reducción en la clase distributiva con un aumento de la clase productiva por medio de la institución del esclavismo en el Nuevo Mundo. Los habitantes de las Indias Occidentales se mostraron incapaces de soportar el pesado trabajo de las minas y, posteriormente, del cultivo de la caña de azúcar. En 1501 llegaba el primer cargamento de esclavos africanos. Si bien la introducción de la esclavitud en las Américas coincidió con un descenso en el número de esclavos en la patria, lo cierto es que a aquella la propició el hecho de que en Europa meridional y oriental se daba por supuesto desde hacía mucho tiempo el uso de esclavos no cristianos como criados domésticos y trabajadores agrícolas, contando además con la connivencia de la Iglesia, la cual daba preferencia a la posible conversión del paganismo sobre la cierta pérdida de la libertad personal: mejor un esclavo cristianizado que un hombre pagano. Las órdenes misioneras llegaron a mostrar –y para ello se necesitaba un gran valor– un interés humanitario profundo por la suerte de las poblaciones indígenas de América, mas la importación de esclavos de todas partes había llegado a generalizarse tanto que apenas si permitía mantener una débil preocupación por la institución misma de la esclavitud.

Los portugueses habían estado importando esclavos africanos para su uso propio mucho antes de que comenzaran a facilitárselos a los españoles para las minas y las plantaciones del Nuevo Mundo. En 1500 se habían embarcado ya unos 150.000. A principios del siglo XVI, escribía un observador, no sin cierta exageración, que «apenas si puede uno creer que en Lisboa haya más esclavos, hombres y mujeres, que portugueses de libre condición». En Italia, los esclavos eran ya de tiempo atrás un rasgo característico de las casas ricas, y si hacia el final del siglo comenzó a decrecer su número –aunque solo en Venecia parece que llegó a haber unos 3.000–, se debía no a un cambio de actitud, sino al bloqueo de la mayor fuente de aprovisionamiento, debido al control turco sobre el mar Negro y los puertos levantinos. De ahora en adelante, los turcos absorberían los productos multirraciales del mercado de Cafa, en tanto que a los españoles, italianos y portugueses se les dejaban los etíopes, los moros del litoral africano del norte y algunos griegos y eslavos atrapados en Dalmacia. Además, los esclavos negros eran cada vez más caros y, en las casas burguesas, se habían convertido en un tedioso problema moral: su disponibilidad como bienes muebles permitía a sus propietarios comprobar la veracidad de una leyenda ya bien desarrollada acerca de la potencia de los africanos. Ahora solo se les compraba a título de caprichos, bien recibidos como una nota de oscuro exotismo en el elegante ensemble de la corte. Los luchadores negros de Hipólito de Médicis o el centenar de moros, un regalo de Fernando a Inocencio VIII en 1488 que el papa distribuyó entre sus cardenales y los nobles romanos a los que deseaba favorecer, tenían un valor productivo nulo. Y eso mismo es probablemente cierto para toda la Europa del sudoeste (hacía tiempo que la esclavitud había desaparecido del noroeste) hacia 1500. El esclavo remero de las galeras del Mediterráneo es un fenómeno que aparece a mediados del siglo XVI. Aunque los capitanes de navío utilizaban indígenas capturados en ultramar, en los viajes desde Europa los hombres escogidos para purgar sus delitos o para abandonarlos a lo largo de la ruta a fin de «europeizar» trozos de costa a beneficio de los náufragos o de los exploradores precisados de ayuda eran criminales a quienes se había conmutado la sentencia. Pero el desuso no debilitó el principio. El estudio de la teoría política antigua suscitó un renovado interés por la esclavitud, sobre la que se basaba la sociedad antigua. Este era un punto de vista desde el que se desplegaba la exquisita aristocratización de Castiglione en su concepción de la sociedad, ya que

algunos […] han nacido de tal suerte que la naturaleza les ha ordenado obedecer, así como los otros han de mandar […]. Por tanto, hay muchos hombres ocupados solamente con las actividades físicas, y estos difieren de los hombres versados en las cosas del espíritu tanto como las almas difieren de los cuerpos […]. Puesto que aquellos son esencialmente esclavos y para ellos es mejor obedecer que mandar.

El principio no se tradujo en acción, desde luego, pero es difícil dudar de que un conocimiento más claro de la estructura de la sociedad griega y romana, surgido de los estudios humanistas, no añadiera algo al matiz de desprecio que incitaba a todo escritor político de esta época a verter su desdén sobre las masas.

La decadencia de la esclavitud en el este fue más lenta. A la vuelta del siglo, en Rusia se utilizaban esclavos como criados domésticos en las casas de los príncipes y los boyardos y, en algunas posesiones más grandes, también como trabajadores agrícolas, pero tanto en Rusia como en Lituania la esclavitud se estaba tornando en servidumbre, como ya había sucedido en Polonia. Lituania meridional, sin embargo, constituía una fuente de aprovisionamiento para los tártaros de Crimea en sus incursiones en busca de esclavos. Protegidos por una alianza con Iván III, quien necesitaba su apoyo contra Kazán y el Kanato de la Horda de Oro, llegaron en 1482 tan lejos en sus incursiones que alcanzaron Kiev, saqueando la ciudad y llevándose a gran cantidad de sus habitantes a Cafa. Los esclavos que, en una época de altos costes de transporte, se podían transportar a sí mismos, eran una inversión muy rentable; además, no había descenso de la demanda entre los turcos, ya fuera la originada entre individuos ricos que deseaban ensalzar la variedad y la pompa de sus séquitos, ya la originada por los agentes del sultán. En un país donde el mismo sultán era hijo de un esclavo, la palabra tenía resonancias distintas de las asociaciones degradantes y a veces temibles que suscitaba en el oeste. Los esclavos adultos podían terminar remando en las galeras turcas, pero en su mayoría se empleaban como sirvientes o guardias personales. Para los muchachos que frisaban los doce años, ora comprados en los mercados de esclavos, ora parte del tributo humano que los turcos cobraban de los albanos, servios, croatas, búlgaros y griegos, la posibilidad de movilidad social –aparte de la situación legal– era mucho mayor que en el oeste, factor este que hacía que muchos padres de los Balcanes dieran la bienvenida al piquete de inspectores de niños, que pasaba cada cuatro años y que impulsara a muchas familias musulmanas a pagar a las cristianas para que hicieran pasar como suyos hijos de las primeras. Los servicios administrativos y militares del estado otomano se reclutaban de entre los esclavos cristianos reeducados, y una carrera que comenzaba en una choza albanesa podía acabar en un generalato, un extenso harén y un servicio doméstico que llegaba a los miles de personas. La suerte de los niños conseguidos como tributo se hallaba en radical contraste con la de los negros que trabajaban en las plantaciones de La Española, o con la de aquellos guineanos aún menos afortunados a quienes los franceses vendían como alimento a sus asociados caníbales del Brasil, los potiguara.

LA COMUNIDAD AGRÍCOLA, LOS HABITANTES DE LA CIUDAD Y LA ARISTOCRACIA

Hemos tratado hasta ahora de las anomalías dentro del tercer estado, desde los funcionarios del gobierno hasta los pintores, mineros y esclavos. El trabajo consistía casi exclusivamente en arar la tierra, y la población de Europa estaba constituida, fundamentalmente, por campesinos. En 1510 Lucas van Leyden conmemoraba este hecho en un grabado conmovedor sobre Adán y Eva. Las dos figuras caminan a través de un paisaje de piedras y hierbajos; a su espalda, un árbol con las ramas dobladas por los vientos. Eva, como una premonición de María (Quos Evae culpa damnavit, Mariae gratia solvit) y como el símbolo de toda maternidad, se adecúa a ese laborioso fondo, sin ser parte de él: con un rostro acariciante y el cabello suelto, su cuerpo y su vestido forman una mezcla maravillosa de gótico y antiguo, acuna un niño que yace en sus brazos como un regordete abad pequeñito. Fuera del tiempo y de las clases sociales, la madre y el niño llevan la escolta de una figura que parece haber surgido del paisaje y que está condenada a permanecer en él; es un hombre viejo, de barba y cabellos hirsutos, con el cuello hundido en unos hombros enormes, vestido con unos jirones de piel y llevando una pala de madera.

Los labradores ya no llevaban pieles, pero la pala, especialmente la de madera, todavía era el distintivo de su trabajo, ya que este consistía, sobre todo, en destripar el suelo para el grano. Si bien había pastores en España, viticultores en Borgoña y apicultores en las selvas rusas, Europa vivía sobre todo del trigo, la avena, la cebada, la escanda y el centeno. La pobreza de las comunicaciones determinaba que ningún área pudiera constituirse en panera para sus vecinos (en la misma Francia no había ni un distrito dedicado exclusivamente a las viñas), y la escasez de abonos, junto a las labores poco profundas y a una ganadería de poca importancia, obligaba a apartar grandes áreas para el grano, aun cuando la tierra fuera más adecuada para pastizal, árboles frutales o huerta, si se quería producir un exceso sobre el consumo meramente local. Existía una cierta variedad: manzanas y albaricoques, lino y judías, pollos y asnos; pero lo que determinaba la condición y organización social propias de los campesinos, reconocible en su similitud desde el Atlántico a los montes Urales, era el cultivo del grano.

Los largos siglos medievales habían producido innumerables variaciones en la propiedad y las labores campesinas, desde el esclavo sin derechos, pasando por el siervo, capaz de atraer sobre sí la atención del derecho del país a través de la cerca del control señorial, hasta el propietario libre y próspero. La propia naturaleza de la tierra producía la variedad; la orgullosa independencia del campesino bretón, quien separaba mediante cercados su pedazo de terreno del de su vecino, contrastaba con los amplios campos abiertos al sur del Loira y sus fiestas corporativas de la siega. Es posible, sin embargo, enunciar una cierta generalización; la diferencia social esencial se establecía entre aquellos que tenían un arado y los animales necesarios para tirar de él y la mayoría de los que no tenían más que una pala y no podían contribuir sino con uno o dos animales para completar el equipo de un hombre más rico. El cansancio físico, la vigilancia constante contra las intrusiones en los terruños o sembrados que no estaban delimitados mediante setos o cercados, el aislamiento, todos estos factores producían la «mentalidad campesina» y, aparentemente, justificaban la corriente de chanzas y mofas urbanas. Por supuesto, ellos eran los responsables del conservadurismo en la práctica de la agricultura y de la crueldad de la que tanto los gobiernos como los propietarios acomodados tenían que tomar cuenta. Carentes de vida privada –la mayoría tenía una choza o dos habitaciones que cumplían el doble papel de granero y establo– y con escasas pertenencias personales: una mesa, un arca (para almacenar y para sentarse en ella), una olla de hierro y una artesa, con unos niños a los que se empleaba para espantar a los pájaros tan pronto como se tenían en pie y unas esposas que trabajaban tan duramente como ellos; los campesinos no estaban en situación de interesarse en los cambios de superestructura de la civilización de la cual eran el fundamento. La voz campesina que conservan las fuentes escritas es violenta, querellante, llena de ruda superstición. Pero ello se debe a que la oímos siempre más claramente cuando se levanta contra el gobierno o cuando se la denuncia desde el púlpito. Tanto su paciencia como su capacidad para trabajar con los demás y su anhelo de tierra y bienes propios se pueden ver en la misma tierra y en las señales de su trabajo en ella; en lo que afecta al resto, es preciso observar a los campesinos de la Europa moderna, de Montenegro, Cerdeña o Irlanda, por ejemplo, para ver cuánta generosidad y humor pueden caber en un conservadurismo ignorante.

Un rápido vistazo a Europa desde el oeste al este nos mostrará las variaciones regionales sobre cuyo fondo hay que medir tales generalizaciones y nos hará conscientes del contraste entre el campesinado relativamente próspero de Inglaterra y Francia y la decadencia de su condición social y nivel de vida en Polonia y Rusia.

En Inglaterra, la variedad era especialmente grande. El aumento gradual de la población obligaba a los hombres con poca o sin ninguna tierra, a los que dependían del empleo ajeno, a afrontar una mayor competencia y a acudir a la caridad. Este mismo factor hacía insegura la vida de numerosos pequeños campesinos, hombres que poseían una casa y algunos acres de terreno, pero que buscaban trabajo estacional en otras propiedades, a fin de mantener a sus familias por encima del nivel de subsistencia. Por otro lado, durante el periodo de escasez de mano de obra que siguió a la Muerte Negra, un crecido número de campesinos había comprado o contratado haciendas propias (y si no estrictamente suyas, sí que por lo menos se podían transmitir a sus herederos sin problema alguno). Como resultado, se agrandó el abismo entre los campesinos sin tierra y los pequeños campesinos de una parte y los pequeños propietarios de otra, quienes, si bien trabajaban ellos mismos la tierra, también empleaban pastores y labradores. Tales personas podían mirar hacia un futuro en el que sus descendientes pudieran huir del trabajo manual y coger el camino al que no se aplicaban reglas reconocidas legales o universales, sino solamente el juicio local y una moderada prosperidad, hacia la amplia gama de los campesinos acomodados o de los ricos; las ganancias en la agricultura eran escasas y las propiedades solo se podían construir lentamente, una generación tras otra.

En Inglaterra, los campesinos acomodados le debían mucho a la relativa estabilidad de la organización política y a la paz que originó en el campo. Sobre todo se hallaban endeudados con el hecho de que la Guerra de los Cien Años hubiera tenido lugar sobre suelo francés. Si bien en Francia era menor la proporción de pequeños propietarios independientes y la clase de los campesinos acomodados no tenía el «peso» que la opinión local le acordaba en Inglaterra, había grandes diferencias en el tamaño de las propiedades rurales y, a despecho de los vestigios del derecho feudal y señorial, posiblemente más libertad de acción y seguridad en la posesión, debido a que, a fin de reactivar las propiedades devastadas por la guerra, los terratenientes hubieron de hacer grandes concesiones para atraer de nuevo a los arrendatarios y evitar la dispersión y el ocultamiento. Hacia finales del siglo XV aún había tierras que esperaban ser restauradas, y el sistema de métayage, por el que se pagaba la renta en especies a cambio de las herramientas, las semillas y el propio uso de la tierra, permitía que los hombres sin capital reclamaran tierra para establecerse en ella con seguridad, aun a pesar de que el beneficio que se podía extraer de una métairie era poco adecuado para producir una elevación de la condición social. Que nuestro periodo –casi precisamente nuestro periodo– era favorable al campesino francés que deseaba comprar tierra y aumentar sus bienes, nos lo sugieren las cifras recopiladas por la señorita Bézard. Para comprar un hectolitro de mestura (trigo mezclado con centeno), un trabajador hubiera tenido que trabajar seis días bajo Luis XI, dos y medio bajo Carlos VIII, dos y tres cuartos bajo Luis XII y ocho bajo Francisco I; para comprar una vaca, doce días bajo Carlos VIII, cuarenta y tres bajo Francisco I; para comprar una hectárea de terreno, cuarenta y cuatro bajo Luis XI, veintiuno bajo Carlos VIII, ciento cuarenta y seis bajo Luis XII y casi cuatrocientos bajo Francisco I[12].

Si la cantidad de material publicado acerca de la vida rural inglesa y francesa hace peligrosa cualquier generalización, las conclusiones sobre la situación del campesinado español son temerarias por la razón opuesta. Un decreto de las Cortes en Toledo en 1480 abolió la servidumbre en Castilla y los servicios feudales se abolieron en Cataluña en 1486, a cambio de una compensación en metálico. Es imposible decir, sin embargo, en qué medida se benefició de estas medidas el campesinado, en contraste con Aragón, donde prevalecían las relaciones feudales. En Castilla había bastantes propietarios campesinos prósperos, tantos que se les reconocía como un tipo social en la literatura, pero la posibilidad de que un pobre mejorara su condición estaba gravemente lastrada por la ayuda masiva que el gobierno concedía a las rutas de pastoreo, a los gigantescos rebaños que la Mesta organizaba. Aún estaban más gravados en la totalidad de la Península, debido al peso de los derechos señoriales, los impuestos estatales y los diezmos eclesiásticos; para la mayoría de los campesinos, una desesperada vida de fatigas dejaba sus fortunas exactamente como ellos las habían heredado y, además, no proporcionaba seguridad ninguna contra los endeudamientos que seguían a una mala cosecha. En Portugal, la renta, los derechos feudales y el diezmo podían llegar a constituir un 70 por 100 del producto del campesino.

Y, sin embargo, no fue un periodo, tanto en España como en Portugal, en el que hubiera que temer una revuelta y mucho menos una guerra campesina. El rey Juan de Dinamarca (1481-1513) podía referirse a los campesinos como hombres nacidos para la servidumbre (condición de servidumbre que los daneses, a diferencia de los suecos, estaban abandonando). El proverbio francés «Jacques Bonhomme tiene fuertes espaldas y cargará con lo que sea» daba por supuesto la pasividad campesina, como también lo hacía el alemán «Un campesino es justo como un buey, solo que no tiene cuernos», a pesar de que las guerras campesinas iban a estallar en la Alemania meridional y central en 1524-1525, estando precedidas de asociaciones clandestinas, como el movimiento del Bundschuh de 1502-1517. Debido a su tamaño y a la heterogeneidad de sus instituciones, de todos los países europeos, Alemania era aquel del cual resulta más difícil generalizar, mas la condición y la prosperidad de los campesinos (y, por tanto, la diferencia entre los pobres y los acomodados) parecen haber sido más grandes en el sudoeste y haber ido disminuyendo hacia el noroeste. Hablando de Alsacia, Wimp­feling escribía: «Sé de campesinos que gastan tanto en las bodas de sus hijos e hijas o en el bautismo de sus niños que con ese dinero podrían comprar una casa pequeña, una granja y una viña». El testimonio de los moralistas es siempre sospechoso, pero, por otro lado, una ordenanza promulgada en 1497 en Lindau prohibía al «campesino llano llevar paños que cuesten más de medio florín la yarda, sedas, terciopelos, perlas, oro o vestiduras acuchilladas», lo cual confirma el testimonio de que los efectos de las rutas de comercio de lujo a lo largo del país del Rin no se limitaban a las ciudades. De mayor importancia para los moralistas y el consejo de la ciudad era la independencia nutrida por el ejemplo de los suizos vecinos, quienes, por medio de una prolongada guerra campesina, no solo se habían sacudido los derechos feudales que aún eran comunes en Alemania (aunque ya no fueran un símbolo de la dependencia), sino que habían creado una comunidad independiente. Refleja también dos factores cruciales que, en aquel momento, eran inconmensurables y gravitaban sobre la posición del campesinado en toda Europa occidental: los costes crecientes de las administraciones burocratizadas (estatales, civiles y principescas), que se descargan sobre aquellos sectores de la sociedad entre los cuales resultaba más difícil de movilizar la objeción, y la profesionalización de la guerra, lo que significaba que los terratenientes, a quienes les desaparecían los beneficios de los pagos, los pillajes y los rescates, se concentraban en la explotación de sus propiedades. Los Junker de Prusia son un claro ejemplo de esta segunda tendencia. También se reactivaron derechos feudales caducos en un movimiento orientado a reducir a los campesinos a la condición de los siervos eslavos, cuyo trabajo se hallaba por completo a disposición de su patrón.

También era clara la diferencia entre los dos modos en que los magnates trataban de asegurarse la mano de obra en sus propiedades al este y el oeste del Elba. En el oeste, la tendencia era la de reducir, conmutar o abolir las obligaciones laborales, esto es, confiar en la buena voluntad y en el contrato voluntario más que en la fuerza. En el este, los terratenientes intensificaron su demanda de mano de obra y sus esfuerzos por vincular a esta a la tierra. Este paso hacia la servidumbre lo respaldaban los gobiernos de la Europa oriental: la vida urbana, siempre menos vigorosa que en el oeste, estaba en decadencia; los gobernantes se enfrentaban con la bancarrota si no podían procurarse el apoyo financiero, así como político, de la clase terrateniente, noble o de los propietarios agrícolas. En 1497 la Dieta de Bohemia confirmó la servidumbre de los campesinos. En 1519 se declaró que el deber de servicio de una propiedad rural quedaba establecido de un día a la semana (en lugar de uno a seis días al año) y, en la práctica, resultaba mucho más pesado; una serie de leyes, promulgadas entre 1496 y 1511, prohibían tanto al campesino como a sus hijos que abandonaran las tierras sin el consentimiento del señor, y, durante la misma época, se abolió el derecho de apelación contra la justicia señorial excepto en las tierra de realengo o en las eclesiásticas. En 1514, todos los campesinos húngaros que vivieran fuera de los burgos reales libres, fueron condenados a «servidumbre real y perpetua» frente a sus señores. Un descenso semejante de condición y libertad de acción se produjo en Lituania y Rusia, con mayores demandas de obligaciones monetarias y servidumbres laborales y con una vinculación más estrecha del campesino a la gleba; según el Código ruso de 1497, un campesino solo podía abandonar a su señor durante el periodo que comprendían las dos semanas posteriores al día de san Jorge, y aun así, tras haber pagado unos elevados derechos por el privilegio de ser un hombre libre durante una ventiseisava parte del año.

La primera razón que explica esta caída en la servidumbre fue la mengua de la importancia de las ciudades y de las influyentes clases urbanas en la Europa oriental. El resentimiento de los nobles frente a las actividades competitivas de los mercados ciudadanos, el alto precio que allí alcanzaban los artículos manufacturados, el refugio que las ciudades concedían a los campesinos fugitivos y la consideración con que las trataban los gobernantes que andaban necesitados de subsidios económicos, todos estos factores provocaron la presión sobre los gobiernos para que redujeran la independencia y la actividad comercial de las ciudades; presiones que tuvieron éxito y que llegaban en una época en que la Liga Hanseática, asimismo en decadencia y atosigada en el Báltico por las marinas inglesa y holandesa, ya no podía servir como ejemplo de la energía urbana en la Europa del noreste y cuando las rutas continentales hacia el oeste se agostaron virtualmente tras la ocupación turca de la costa norte del mar Negro. En 1500 se excluyó a los habitantes de las ciudades de la representación en la Dieta de Bohemia. La recuperaron en 1517, mas la tendencia estaba clara: los nobles y el gobierno se enfrentaban a los campesinos sin el amortiguador económico y político de las ciudades.

Esto no quiere decir que en el este cesara la actividad burguesa. Los hombres continuaron vendiendo y cambiando mercancías que no producían ellos mismos, dedicándose a los préstamos y al cambio de moneda, pero lo hacían cada vez más como agentes o comisionados, empleados por los grandes de la tierra, o como buhoneros disfrazados, que obtenían ventajas de las concesiones aduaneras de importación que (al menos en Polonia) se hacían para los nobles, pero no para las ciudades. No obstante, poco significa la palabra «burgués» si no se la puede vincular a la cultura burguesa y para eso se precisan cuatro condiciones: una acumulación urbana significativa de hombres dedicados al intercambio de mercancías, servicios o dinero; representación de sus concepciones comunes en el gobierno nacional, regional o local; reconocimiento de la naturaleza y de los valores de su propia forma de vida como específicamente distinta de la de los nobles o de los productores de bienes primarios y reconocimiento de tal diferencia por los otros; posesión de la riqueza suficiente que permita dejar una huella física e intelectual en la cultura de su tiempo por medio de la construcción y el mecenazgo. Si se parte de estos criterios, resulta difícil localizar una cultura burguesa al este del Óder, incluso en Cracovia, Nóvgorod o Moscú.

Es necesario conservar en la memoria el contraste entre la vida urbana (común a toda Europa) y la cultura burguesa también cuando se trata de estudiar la naturaleza de las clases ciudadanas en Europa occidental. Una cultura burguesa significativa solo era posible en zonas en las que las ciudades prósperas estaban lo suficientemente cerca como para que, a través de su interacción, se produjera algo más duradero y más reconocible que la actividad de una ciudad aislada: Flandes e Italia septentrional en el siglo XIV y Alemania del sudoeste y las tierras del Rin en el siglo XV eran los ejemplos. En España, las comunicaciones entre las ciudades tan alejadas unas de otras eran demasiado dificultosas como para que la interacción tuviera sentido alguno. La vida burguesa de Londres encontraba poco eco en los otros centros urbanos de Inglaterra, mucho más pequeños.

A pesar de que las ciudades francesas más importantes, tales como Ruan, Burdeos, Toulouse, Marsella y Lyon, estaban muy separadas entre sí, la política económica de Luis XI había estimulado la vida urbana en general. Las ciudades volvían la vista hacia París como un centro de estímulo y fiscalización. En las ferias mercantiles, aún más que en las reuniones de los estados provinciales, la burguesía conseguía aparecer eficazmente como constituyendo un estado propio y la conexión de algunas de las grandes familias comerciantes con la administración real le daba a su condición una publicidad adicional. Lo que quizá llamara más que nada la atención de los contemporáneos más intensamente que antes era la creciente diferencia de ingresos y formas de vida dentro de la propia burguesía como totalidad.

En qué medida era aguda esta diferencia de ingresos dentro de la burguesía hacia 1500 lo podemos ver en una ciudad moderadamente próspera y medianamente grande, Hamburgo, en la que se habían distinguido cuatro categorías[13]: los ricos, con ingresos que oscilaban entre los 5.000 y los 40.000 marcos de Lübeck, esto es, los grandes mercaderes y los propietarios; aquellos con ingresos entre los 2.000 y los 5.000 marcos, principalmente dedicados a la cervecería y a la navegación; los pequeños cerveceros, los tenderos prósperos, los carniceros y herreros famosos, con ingresos entre 600 y 2.000 marcos; pequeños comerciantes y numerosos cerveceros que, más que ser propietarios, eran arrendatarios de sus establecimientos, con ingresos entre 150 y 600 marcos. Por debajo de estas categorías se encontraba la masa de artesanos pobres y empleados municipales, tales como barrenderos, porteros y criados domésticos.

Puestas en relación con estudios comparables en otros periodos, tales cifras muestran que en las ciudades europeas había una clara tendencia a acentuar el contraste, de un lado, entre los burgueses pobres y los ricos y, de otro, entre la burguesía en su totalidad y los trabajadores manuales. Un ejemplo característico es el de Núremberg, que participó en el crecimiento general de la producción de las ciudades alemanas entre 1480 y 1520. La discrepancia que aquí se encuentra entre los pobres y los muy ricos se ha descrito como «enorme»[14], pero no es posible establecer una correlación sencilla entre la riqueza, la condición social y el poder político. El dominio político residía indiscutidamente en las manos de 43 familias patricias que, a su vez, se dividían en tres categorías, según la antigüedad de su asociación con la administración civil. Al cerrar solemnemente la admisión en las filas del patriciado en 1521, el Consejo definía a esta clase como «aquellas familias que acostumbraban a bailar en el Rathaus en los viejos días y que aún bailan allí» mediante invitación formal. Un poco por debajo de los patricios en la reputación pública, pero distinguiéndose de modo similar por el atuendo y las formas de tratarse, se encontraba una clase reconocida específicamente: la de aquellos que habían adquirido más recientemente la influencia o la reputación profesional, hombres cuyos ingresos y formas de vida podían ser similares a los de ciertos patricios, o incluso más solemnes, pero que no podían compartir la peculiar aura de autoridad de aquellos.

La conciencia de las diferencias de clase dentro del tercer estado tenía la misma minuciosidad en las ciudades italianas. Si bien aquí era también importante la riqueza, esta no constituía más que uno de los criterios por los que se determinaba el respeto que se le profesaba a un hombre o el valor que él atribuía a su propia posición en la sociedad. El enlace duradero con la dirección de los asuntos cívicos creaba un grado por sí mismo, incluso allí donde, como en el caso de los gentiluomini sieneses, ciertas familias representaban un grupo cuya función política prácticamente se había anquilosado: el respeto por el linaje podía sobrevivir a la pérdida del poder. A los individuos se les «colocaba» socialmente no de acuerdo con su influencia política y sus cualidades y posesiones personales, sino con referencia a los antecedentes históricos de sus familias y a la posición social de aquellas con las que estaban relacionados por razón de matrimonio. Las antenas sociales eran sensibles y conscientes de la tradición.

Resulta imposible hablar en términos generales acerca del carácter de la vida burguesa. Había una gran distancia desde la circunspección opulenta de Venecia y la melindrería de la conducta florentina hasta las rudas orgías de los mercaderes de Bergen en la fiesta anual de iniciación de los oficiales en las filas de los avezados Bergenfahrer. El satírico abogado Guillermo Coquillart retrataba al burgués de París y de su ciudad natal, Reims, como un palurdo que aspiraba a ser aristócrata; y de lo que quizá resulta su tema más vigoroso, las relaciones de los sexos, surge un cuadro vivo compuesto de senos manoseados, faldas levantadas y traseros pellizcados, por un lado, y extraños tejidos, peinados artificiosos y gustos melindrosos, por el otro. Uno de sus poemas más chispeantes describe la pelea entre una pareja próspera acerca de con quién se casará la hija. El marido se da por satisfecho con que siga siendo una «belle bourgeoise», y la mujer insiste en que «on la demoisellera». Coquillart sugiere que, entretanto, la vistan mitad de lino y mitad de terciopelo, «moytié bourgeoise et demoyselle».

De hecho, probablemente era más frecuente que los burgueses ricos ascendieran a las filas de la aristocracia, por admisión, ya que no mediante patente de nobleza, que un pobre hombre prosperara hasta alcanzar aquellos niveles de la burguesía donde radicaba el auténtico peso social. La sociedad urbana era antigua. La distribución de poder en los asuntos municipales se había establecido desde mucho antes entre los representantes de las distintas profesiones y oficios, habiéndose hecho pocas concesiones a los cambios económicos del último siglo aproximadamente. Debido a las crecientes restricciones para la admisión entre las filas de los maestros de los gremios, el aprendiz industrioso que lograba ascender era ahora excesivamente extraño y no se le podía considerar como un símbolo del éxito social. En tanto que un maestro podía admitir a sus propios hijos sin restricción como aprendices, el límite para los de fuera de la familia era de uno o dos, y después, tras un aprendizaje que iba desde los cuatro a los ocho años, el oficial cualificado tenía que buscar trabajo por su cuenta hasta que hubiera podido acumular la cantidad que le permitiera comprarse una maestría propia.

La tendencia de la clase de los maestros a perpetuarse a sí mismos, así como la de que la condición social se determinara por la tradición y la familia más bien que por el talento o la respuesta a las fluctuaciones del mercado, se aceleró en una época en que estaba aumentando la inmigración en las ciudades y que en el aumento de los precios obligaba al oficial asalariado y al trabajador urbano, ora a una errabundez inacabable, ora a añadirse a la cola de reparto de pan a los menesterosos, lo que originaba un aumento de la presión de las capas que había sobre ellos. La existencia de un proletariado falto de recursos no era una novedad, pero se convirtió en un fenómeno más visible. «En definitiva», se ha dicho a propósito de Inglaterra, «unos dos tercios de la población urbana vivían cerca o por debajo del límite de la pobreza; el tercio superior lo constituía una pirámide social que ascendía hasta adquirir el tamaño de una aguja, desde los prósperos artífices, comerciantes y profesionales, hasta el mercader individual que podía pagar por sí solo hasta un tercio del subsidio de la comunidad»[15].

En su desesperación, los hombres carecían de la energía, la confianza mutua y la ideología precisa para unirse efectivamente. Había uniones y protosindicatos que daban una apariencia de conciencia de clase unitaria a los obreros y que ofrecían una forma de consuelo social a los trabajadores errantes o a los oficiales en busca de empleo. Se hacían huelgas por una paga mejor o por mejores horarios, especialmente en las comunidades mineras de Alemania. Pero la noción del contrato colectivo carecía de todo apoyo teórico y el desafío que representaba frente a la vieja idea del servicio mutuo era tan grande que las ciudades estaban dispuestas a perder una profesión antes que a mejorar las condiciones de trabajo aceptando las exigencias que se planteaban desde abajo. Los mercenarios eran los únicos que podían hacer huelgas con un éxito completo; únicamente ellos presentaban reivindicaciones que afectaban tanto a las vidas como a las formas de vivir.

Entre las capas superiores de la burguesía, el desprecio y el miedo crecientes frente al proletariado corrían parejos con el gusto por las maneras aristocráticas que ya había percibido Coquillart. Y esto se producía en una época en que la aristocracia europea –con muchas diferencias personales y regionales– estaba experimentando un cambio perceptible en su función y en sus valores. Se abolieron ciertas ceremonias y tratamientos, como el español «es nuestra voluntad», que imitaban los procedimientos reales. Se recortó la justicia personal. Los nobles ya no podían acuñar moneda, ennoblecer a otros o eximirles de impuestos. Aún iban los nobles a la guerra, mas a invitación del rey y premiados por él. Su posición cada vez más debilitada frente a la corona y a la burguesía se acentuaba por una reducción general de las rentas de sus posesiones, causada por un descenso en el poder adquisitivo de la moneda, un descenso que puede haber llegado a ser del orden de los dos quintos entre 1500 y 1520. Teniendo que doblegarse ante las circunstancias –prohibición de la guerra privada y de la construcción de fortalezas; obligación de conseguir más bien que de recabar por la autoridad la mano de obra agrícola; merma de la importancia de la caballería–, la aristocracia se hizo más racional en su calidad de terrateniente, más apreciativa de las oportunidades que se abrían sirviendo al gobierno por un salario, más cuidadosa a la hora de resucitar o de inventarse una parte que representar en la política regional y municipal.

Hasta cierto punto, su posición en la Iglesia compensaba a la aristocracia de Europa occidental de su pérdida de poder político. Las posiciones claves tales como los obispados, abadías, prioratos eran por lo común la prerrogativa de los hijos menores de las familias nobles. Especialmente en Alemania los nobles dominaban los capítulos catedralicios. Cuando le informaron a Erasmo de que la entrada al capítulo de Estrasburgo estaba abierta solo a aquellos que podían demostrar doce antepasados aristocráticos, tanto por el lado materno como por el paterno, comentó que «¡el mismo Cristo no hubiera podido ingresar en este colegio sin una dispensa!». Pero por cada magnate que podía señorear sobre grandes heredades, aumentadas por astutas alianzas matrimoniales y defendidas por el prestigio de los parientes eclesiásticos, había muchos aristócratas que justo se las apañaban, refunfuñando miserablemente, para mantenerse en su función cada vez más anacrónica. Escribiéndole a Willibald Pirckheimer, Von Hutten describía su vida como caballero libre del Imperio:

No envidiéis mi vida comparándola con la vuestra […]. Nosotros vivimos en los campos, selvas y fortalezas. Aquellos gracias a cuyos trabajos existimos son paisanos agobiados por la pobreza a quienes cedemos nuestros campos, viñedos, pastos y bosques. Lo que se obtiene a cambio es excesivamente ralo en comparación con el trabajo empleado […]. Tengo que vincularme a algún príncipe a la espera de protección. De otro modo, cualquiera podría considerarme como una presa fácil […]. No podemos visitar una aldea vecina, ni ir a cazar o a pescar, si no es con la armadura […]. El castillo, ya esté en la llanura o en la montaña, no tiene que ser elegante, sino firme, rodeado de fosos y murallas, estrecho por dentro, repleto de establos para el ganado y arsenales para las armas, la brea y la pólvora. Además están los perros, con su estiércol; un dulce aroma, os lo aseguro. Los hombres a caballo van y vienen, y entre ellos los asaltantes, los ladrones y los bandidos […]. El día está lleno de preocupaciones por el futuro, constantes disturbios y continuas tormentas […]. Si un año es mala la cosecha, sigue entonces una lamentable pobreza, inquietud y turbulencia[16].

Desde luego, dentro de la casta aristocrática había claras graduaciones de dignidad –en Inglaterra, desde duque y marqués, a través de barón y caballero, hasta el esquire[17] y el gentilhombre– y una distinción de clases razonablemente clara: entre los aristócratas predominantes y los hombres de prosapia heráldica reconocida pero de posición modesta, había una clase identificada con la gentry en Inglaterra, la petite noblesse en Francia, la szlachta en Polonia, la húngara köznemesség, el Ritterstand en Bohemia y los caballeros españoles; una clase cuyos privilegios legales eran distintos de un país a otro, pero que se reconocía fácilmente frente a los campesinos y burgueses prósperos. Las fuentes apenas si nos ayudan en nuestra comprensión de estas graduaciones con la delicadeza requerida. En qué medida estaba matizada la percepción de la condición social nos lo muestra el sistema de mestinichestvo (jerarquía) observado por los boyardos moscovitas cuando buscaban un cargo.

Se comparaba el linaje de cada candidato al puesto y su lugar en la línea de descendencia (su otechéstvo, como se le llamaba) […] un sistema notablemente complicado, ya que se basaba sobre las filas de parientes ocupadas por los antepasados del hombre que estaba haciendo la comparación, así como en el lugar de estos hombres en la línea de descendencia de sus antepasados. El principio fundamental del sistema era que nadie tenía por qué servir bajo superior si se podía demostrar que uno de sus antepasados había tenido una posición más elevada a aquella del superior propuesto. Además, cada servidor era responsable por el honor de todos sus parientes vivos y el de todos sus descendientes, porque si aceptaba un puesto inferior al que le permitía su prosapia, sentaba un precedente que dañaría las carreras de todos sus parientes presentes y futuros[18].

También había diferencias nacionales en cuanto a la medida dentro de la cual se consideraba propio de un aristócrata ejercer carreras distintas de las de administrador de propiedades o funcionario eclesiástico o real. En Rusia, la ocupación del comercio no se consideraba degradante. En España se despreciaba el comercio en principio, aunque no siempre en la práctica. Lo mismo sucedía en Francia, donde un aristócrata pensaba que le estaba permitido explotar la tierra –incluyendo los depósitos minerales y (ya que dependía de la madera) también la manufactura del vidrio–, pero donde la idea de que el comercio rescindía la nobleza pesaba tanto como para que se extendiera una forma de suicidio financiero en aras de la causa del honor, esto es, evitar un rico matrimonio burgués. Los ingleses llegaron a un compromiso, permitiendo a sus hijos traspasar la frontera de casta en sus estudios legales y, más raramente, accediendo al comercio.

La reducción de la independencia política y el debilitamiento de la posición económica no tenían un efecto social profundo. Dentro de la nobleza, la transición desde el casi príncipe al grande es ahora más sencilla de percibir que lo era entonces. En algunos países –Francia, España y Hungría entre ellos–, los aristócratas estaban exentos de la tributación; en todos los países tenían un sistema tributario distinto y su distinción de la burguesía se consideraba aún como un gran alivio. Los nuevos productos de la burguesía eran ya numerosos, pero no tan frecuentes como para que mermaran el prestigio del nacimiento aristocrático, y la resurrección de las formas caballerescas contribuía a acrecentar un aura de distancia social. La Morte D’Arthur (Muerte de Arturo) de Thomas Malory, impresa en 1485 por Caxton y en 1498 por Wynkyn de Worde, sugería que «todos los caballeros que llevan armas antiguas deberían en derecho honrar a sir Tristán en los excelentes términos que los caballeros tienen y usan […] para que de este modo […] todos los hombres de respeto puedan distinguir a un caballero de un campesino». La resurrección de las formas góticas a finales del siglo XV seguía el espíritu de este consejo. Se resucitaron los torneos, con toda la ceremonia medieval y nuevas complicaciones heráldicas, quedando reservados estrictamente para los caballeros; en Inglaterra nadie que estuviera por debajo del grado de esquire podía competir; en Alemania, con el fin de mantener alejados a los nuevos nobles, el número de antepasados nobles que se requería para calificarse se elevó a ocho y, a veces, incluso a dieciséis. A la par con el culto redivivo de las justas, se produjo una oleada de legislación para devolverle a la clase de los caballeros sus olvidados derechos de caza, ya fuera sobre la «caza mayor» de venado, jabalí, osos y lobos, ya sobre la «caza menor» de gallinas salvajes y liebres.

Era una resurrección que, por un lado, reafirmaba al aristócrata en su convicción de que era distinto de los otros hombres y, por otro lado, enaltecía el atractivo del medio aristocrático frente al burgués; ya que la neocaballería de este periodo era una moda y moda era algo que el burgués comprendía; incluso la imponía en algunos lugares. «La extravagancia en el atuendo ha empobrecido a la nobleza alemana», escribía tristemente un moralista alemán.

Anhelan dar el mismo espectáculo que los ricos mercaderes de la ciudad. En otros tiempos eran los directores de la moda, y ahora tienen que ver de mala gana cómo las mujeres y las hijas de los comerciantes los aventajan en la suntuosidad del atavío; y ellos no se lo pueden permitir, porque no obtienen de sus posesiones ni la vigésima parte de lo que los mercaderes pueden ganar con sus negocios y su usura.

La nostalgia por la nobleza había estado siempre presente, incluso en las repúblicas italianas. La caballería o una patente de nobleza, tales eran las condiciones sociales de una clase aún codiciada, aunque tenía poco que ver con el poder político y ejercía poca influencia sobre la forma de vida de sus poseedores. Servían para llegar hasta la ribera del mundo de los reyes y los emperadores, al honor que se debía a la sangre y no al esfuerzo continuo, a una condición social que era hereditaria y no dependía de las habilidades azarosas de un heredero. Este modo de pensar, unido al contacto con las formas francesas y españolas durante las guerras de Italia, produjo una extendida aristocratización de las capas superiores de la vida italiana. El Morgante de Pulci exponía unas ideas caballerescas domeñadas y sazonadas con ironía en el círculo de Lorenzo de Médicis. Boiardo, quien vivía en la corte semirreal de este en Ferrara, había llevado aún más lejos la naturalización de esas ideas en su Orlando innamorato (Orlando enamorado). El siglo XVI trajo el Orlando furioso de Ariosto y con él toda una literatura caballeresca italiana que respiraba un espíritu enteramente propio. También aparecieron individuos como Luigi da Porto, quien luchó en la campaña que siguió a la derrota veneciana de Agnadello en 1509; combatía como mercenario, pero en un consciente estilo de caballería, prefiriendo el combate singular, donde se podía ver brillar su bravura, exquisitamente cortés con amigos y enemigos, tenaz en el amor y orgulloso de escribir sonetos durante las pausas en el combate. Apareció también una creencia en el valor político de las formas aristocráticas. En 1516, cuando los Médicis estaban tratando cautelosamente de neutralizar las instituciones republicanas de Florencia a su regreso en 1512, Lodovico Alamanni sugirió que convenciesen a los ciudadanos más preeminentes para que se vistieran la esclavina del norte, la principesca moda, en lugar de la capa burguesa. En una época en que en los otros países occidentales la aristocracia se estaba adaptando con diversos grados de precaución a las condiciones no feudales, los patricios italianos, tan acostumbrados a la vida legal y administrativa y a la idea de servicio a la comunidad, daban señales de envidiar el individualismo o, más bien, la relativa irresponsabilidad del señor. Ni siquiera tenían que mirar al otro lado de los Alpes para ver al señor reclutando ejércitos, ejerciendo la justicia personal o colocando a sus sicarios en los puestos del Estado: en Milán y Nápoles los últimos años del siglo XV presenciaron un nuevo florecimiento de las posesiones militares y de las relaciones feudales.

El respeto italiano por las formas de vida de las aristocracias invasoras no se basaba en el respeto a sus logros intelectuales. Castiglione expresaba la esperanza de que si el duque de Angulema sucedía a Luis XII (como así sucedió), pudiera adquirir por fin el francés una cultura que comenzaría a rivalizar con su valor. Sebastian Franck escribía acerca de los aristócratas alemanes que «no tienen más ocupación que cazar con un perro y halcón, emborracharse y armar alboroto». Pero ninguna de estas condenas generales es realmente reveladora. Los hijos de los aristócratas alemanes, por ejemplo, acudían en impresionante cantidad a las universidades.

Del mismo modo, también la aristocracia inglesa era probablemente culta, a pesar de la famosa anécdota de Richard Pace acerca del estallido de humor de un esquire inglés: «Juro por el cuerpo de Dios que prefiero ver colgado a mi hijo antes que estudiando letras. Porque es apropiado que los hijos de los caballeros toquen el cuerno con maestría, cacen con pericia y lleven y traigan elegantemente un halcón. Pero el estudio de las letras hay que dejarlo a los hijos de los rústicos». Las condiciones cambiantes estaban demostrando que el prestigio y el progreso económico requerían tanto el cuerno como la cartilla[19]. Los príncipes educados andaban buscando consejeros y sirvientes públicos educados y los estaban encontrando cada vez más entre la burguesía. Que los coetáneos reconocían esta situación lo testimonia la marea de sátira antiburguesa favorecida por los protectores nobles. Y que esta sátira no era suficiente lo testimonia a su vez la advertencia de Edmund Dudley: «Verdaderamente me temo que los nobles y los caballeros de Inglaterra sean los peor educados en la mayor parte de los reinos de la cristiandad. Y, a causa de ello, los hijos de los pobres y de las gentes de la clase media se elevan hasta la autoridad que los hijos de la sangre noble debieran tener si se obrara en consecuencia».

[1] S. Brant, La nave de los necios, op. cit., p. 205.

[2] Ibid., p. 221.

[3] Ibid., p. 304.

[4] Ibid., p. 303.

[5] Ibid., p. 352.

[6] Ibid., p. 300.

[7] Véase cap. VIII.

[8] E. Armstrong, Ronsard and the age of gold, Cambridge University Press, 1968, p. 3.

[9] Sigo la sinopsis que ofrece M. T. Herrick, Italian Comedy in the Renaissance, University of Illinois, 1960, p. 36.

[10] Véase cap. VII, «El arte».

[11] Véase cap. VIII, «El humanismo cristiano».

[12] Y. Bézard, La vie rurale dans le sud de la région Parisienne de 1450 à 1560, París, 1929, pp. 236-239.

[13] Por Heinrich Reincke, cit. P. Dollinger, La Hanse, París, 1964, p. 165.

[14] Por Gerald Strauss en su Núremberg in the Sixteenth Century, Nueva York, 1966, de donde he tomado los datos siguientes.

[15] Joan Simon, Education and Society in Tudor England, Cambridge, 1966, p. 18.

[16] Hajo Holborn, Ulrich von Hutten and the German Reformation, Nueva York, 1966, pp. 18-19.

[17] Título nobiliario inglés equivalente a hacendado [N. del T.].

[18] J. Blum, Lord and Peasant in Russia from the ninth to the nineteenth century, Princeton, 1961, pp. 137-138.

[19] Juego de palabras intraducibles entre horn (cuerno) y hornbook (cartilla) [N. del T.].