VIII. LA ENSEÑANZA SECULAR

EL LLAMAMIENTO DEL HUMANISMO

A finales del siglo XV resultaba posible describir el humanismo como una mentalidad que se origina en el estudio de los textos antiguos y que se amplía con un programa educativo basado en algunos de ellos, especialmente en aquellos que tratan de historia, de filosofía moral y de retórica. Paralelos al descubrimiento y edición de los textos y a su utilización como instrumentos educativos surgían los grandes rasgos de una vasta civilización en el tiempo y en el espacio. No cabía duda de que la decadencia primero de Atenas y luego de Roma reflejaba la voluntad del Dios de los cristianos; pero los griegos y los romanos fueron desconocedores de ello, lo que permitía que los que exhumaban y leían sus narraciones consideraran a la antigüedad en función de sus propios términos. El presente se había encontrado, como sucedió, con un alter ego. Aparte de los habitantes de la ciudad celestial de Dios, los hombres podían imaginarse ahora una sociedad parecida a la suya, a la que solo le faltaba el compás, la imprenta, la pólvora, el Papado y las Américas; una sociedad en la que, merced al aventamiento que el tiempo hiciera de sus fuentes y monumentos más triviales, semejaba haber estado habitada por una raza superior intelectual y creadora. Parecía que se hubieran alcanzado las más altas cimas, tanto en el campo de la especulación filosófica como en el de la acción política o el de las realizaciones culturales, con un vigor y una consumación supremas, y ello en un pueblo cuya historia no solo tenía la claridad que da la distancia en el tiempo, sino también el carácter rotundo de los ciclos completos, partiendo de la oscuridad, a través del imperio mundial, hasta el caos bárbaro.

A medida que, texto por texto, se procedía a la reconstrucción intelectual del mundo antiguo, se iba haciendo más clara la relevancia de ese alter ego. Sus palabras ya no resultaban oscuras; sus personalidades habían sido restauradas dentro del contexto de su propia sociedad; el prestigio de los autores que la Edad Media había conocido, esto es, Platón, Aristóteles, Virgilio, Cicerón y Ovidio, era mayor que nunca, y a ellos se habían unido muchos otros. El efecto de todas estas inteligencias sobre los hombres que las estudiaban no solo por admiración de su conocimiento o de su particular experiencia, sino en calidad de modelos de los que se podía aprender acerca de la teoría del Estado, del arte de la guerra, de la creación de obras de arte y de la capacidad, mucho más importante, de soportar la adversidad, había convertido al humanismo en una fuerza cultural. No se trataba únicamente de una lectura cuidadosa de manuscritos olvidados, sino de una comunicación llena de sentido con una raza de ilustres antepasados. Maquiavelo no era un humanista profesional: no podía hacer una edición de un texto latino (aunque en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio comentaba uno), no era capaz de enseñar humanidades, pero la nota de humanismo aparece de modo suficientemente claro en sus cartas más famosas. Dolido de los reveses políticos, describía su alejamiento de los asuntos públicos en 1513 a su amigo Francesco Vettori, quien aún se interesaba activamente por ellos. Se pasaba los días charlando con los rústicos, pero

cuando llega el atardecer, me retiro a casa y voy a mi estudio. En el umbral me despojo de mis ropas diarias de trabajo, fangosas y llenas de sudor, y me pongo los trajes de la corte y el palacio, y con este grave atuendo penetro en las cortes de los antiguos, donde soy bien recibido por ellos, y de nuevo allí saboreo los alimentos que son solo míos y para los que nací. Allí tengo el atrevimiento de hablar con ellos y de preguntarles los motivos de sus acciones, y ellos, en su humanidad, me contestan. Y durante cuatro horas me olvido del mundo, no recuerdo vejación ninguna, no le temo más a la pobreza y ya no tiemblo ante la muerte. Penetro decididamente en su mundo.

La gran época del descubrimiento de textos había pasado, pero el humanismo se encontraba todavía en una fase de entusiasmo descubridor. «Sin duda es una edad de oro –escribía Ficino en 1492– que ha restaurado a la luz las artes liberales, las cuales habían sido casi destruidas: la gramática, la elocuencia, la poesía, la escultura y la música.» Este milenarismo secular, esta creencia en la importancia y en la posibilidad de la regeneración cultural ya no era fundamentalmente un fenómeno italiano. Italia atraía aún a los que de ella querían aprender, pero la actitud de estos, como hemos visto, era de independencia creciente. Además, los Alpes nunca fueron un límite cultural: las ideas emigraban a una velocidad que no estaba determinada por la naturaleza, sino por la disposición de los individuos y las sociedades a aceptarlas, y tal disposición estaba acelerada por el testimonio del vigor creador de la cultura vernácula nativa, así como del academicismo clásico. Florencia atravesaba una «edad de oro» debido a que la poesía italiana de Lorenzo de Médicis, la escultura de Verrocchio y de Benedetto da Maiano y la pintura de Botticelli, Filippo Lippi y muchos otros, mostraba un aliento de vitalidad que podía obtener ventajas de las enseñanzas de la Antigüedad. Von Hutten, en una carta a Pirckheimer en 1518 en la que se refería a los franceses Lefèvre y Budé y a los humanistas de su propio país, exclamaba: «¡Oh, siglo; oh, letras! ¡Es un placer estar vivo! ¡Los estudios adelantan y las inteligencias florecen! ¡Ay de vosotros, bárbaros! ¡Aceptad el lazo, marchad al exilio!». Su optimismo se apoyaba en la fuente creadora más grande de literatura y arte en Alemania hasta el siglo XVIII. Educado en los Países Bajos en una época en que la música holandesa eclesiástica era un ejemplo para el resto de Europa, más tarde amigo de Holbein, Erasmo también expresaba la esperanza de que las humanidades renovarían la calidad de la vida en una época en que el ritmo creativo se estaba acelerando mucho; «el mundo está volviendo en sí, como si se despertara de un profundo sueño».

Para Erasmo y para Von Hutten, el humanismo era un llamamiento a la sabiduría del mundo antiguo para que reformara los valores del nuevo. En Europa septentrional se pensaba que los valores que estaban más necesitados de corrección eran los relacionados con la vida religiosa. Refiriéndose a la enseñanza del Antiguo Testamento, Erasmo subrayaba que «esta clase de filosofía es más un asunto de disposición que de silogismos, más vital que polémica […]. Además, aunque nadie la ha enseñado de modo tan absoluto y efectivo como Cristo, aún se puede encontrar mucho concorde con ella en los libros paganos». Con esto expresaba lo mismo que de modo más esotérico habían descrito Ficino y Pico, y Rafael había pintado, en aquella habitación del Vaticano en la que La disputa del Sacramento estaba enfrente de La Escuela de Atenas. La búsqueda que realizaron los humanistas italianos para encontrar un acuerdo entre las enseñanzas de los antiguos y las de Cristo fue lo que permitió, fundamentalmente, que los estudios clásicos se pudiesen aceptar como susceptibles de cumplir una misión útil en países que a finales del siglo XV habían realizado escasa contribución al estudio de los textos o a la reconstrucción intelectual del mundo antiguo, esto es, Inglaterra, España, Portugal y Polonia, países en los que se acometían los estudios humanistas porque se veían, principalmente, como decisivos para el estudio de las Escrituras.

Un ejemplo mostrará la importancia que se atribuía a las realizaciones de la Antigüedad con respecto a otras esferas. Los capítulos acerca del arte antiguo en la Historia natural, de Plinio, servían no solo como una declaración de ideales clásicos, sino como una afirmación estimulante de las tendencias que ya se estaban desarrollando, sobre todo a partir de las demandas de los mecenas frente a los pintores y del interés estético y técnico de estos por su trabajo. El esfuerzo por el realismo encontraba un amplio respaldo en historias como las de las uvas de Zeuxis, que estaban pintadas de modo tan realista que los pájaros trataban de comerlas, y del caballo de Apeles, ante el cual relinchaban los otros caballos. Estos ejemplos, como otros que daba Plinio, tenían una gran fuerza porque no se podían comprobar. A diferencia de la arquitectura y la escultura, la pintura antigua, aparte de algunos fragmentos decorativos, solamente se conocía por descripciones escritas en las cuales el artista podía leer lo que quisiera. La idea de una belleza ideal temperaba el realismo. Zeuxis volvía a proporcionar un ejemplo de ello. Deseando pintar una figura humana perfecta para el templo de Hera en Girgenti «pasó revista, desnudas, a las muchachas del lugar, y escogió cinco con el propósito de reproducir en el cuadro los rasgos más admirables de cada una de ellas». Aquellos pintores, cuyo interés por la perspectiva les llevaba a valorar las matemáticas, podían estudiar acerca de Pamphilo, «el primer pintor especializado en todas las ramas del conocimiento, especialmente aritmética y geometría, sin ayuda de las cuales mantenía que el arte no puede alcanzar la perfección». Artistas que andaban a la búsqueda de nuevas ideas sobre pintura, como manchas accidentales de color en las paredes, no hacían otra cosa que volver a la definición que los griegos daban de ella, porque «todos coinciden en que nació cuando alguien trazó una línea alrededor de la sombra de un hombre». A la busca de una más elevada consideración para su arte, los pintores se sentían satisfechos al leer que la pintura en el mundo antiguo «tuvo el honor de que la practicara la gente de nacimiento libre y, más tarde, personas de rango, estándole siempre prohibida a los esclavos la instrucción en este arte»; también les enorgullecía leer que Apeles gozó de tan alto favor con Alejandro Magno, que este le cedió a su amante Campaspe, de quien el artista se había enamorado cuando la pintó desnuda. En perfecta armonía con el énfasis que los humanistas ponían sobre las cualidades del hombre como creador, la importancia del genio del artista, así como de su producto ya acabado, Plinio afirmaba que en la antigüedad «se admiraba más a las últimas obras de los artistas, así como sus cuadros inacabados […], que a aquellos que terminaban, porque en ellos están visibles los esbozos y las auténticas intenciones del artista». El artista encontraba siempre reconocimiento y confirmación de la situación liberal de su profesión, ya fuera bajo la forma de la defensa del desnudo, o de acicate para el empleo de colores caros con el único fin de la ostentación, o bien la inclusión del retrato de su amante en un cuadro sagrado. Por supuesto, siempre es más fácil mostrar lo relevante que lo eficaz, pero este ejemplo, al menos, muestra la esperanza que daba la popularización de los estudios humanistas, una esperanza que Cortés expresaba en un contexto muy diferente, al exhortar a su puñado de aventureros españoles para que imitaran los hechos heroicos de los romanos; por ello registra su cronista Díaz: «Respondimos como un solo hombre que obedeceríamos sus órdenes, que la moneda había señalado la buena suerte, como dijo César al cruzar el Rubicón».

La gran atracción que ejercía la Antigüedad se basaba en los paralelismos que se establecían entre el carácter de la sociedad antigua y el de la contemporánea. Este paralelismo era muy estrecho, tanto en la política como en la guerra (con excepción de la pólvora). El paralelismo era válido también para las funciones del escritor y el orador, el abogado y el médico, así como para ciertas ocupaciones, tales como la de campesino. Es evidente que, tanto el filósofo como el científico, tenían mucho que aprender; resulta más difícil de estimar, en cambio, en qué medida se percibían las diferencias entre las dos culturas. El mundo antiguo estaba edificado sobre una base de esclavos. Cabe preguntarse si ello hacía aumentar el desprecio que los escritores humanistas sentían frente a las capas más bajas de la población. El mundo antiguo era antifeminista: ¿acaso influyó ello en la creciente subordinación de la importante función que desempeñaban las mujeres en el siglo XVI? Una tercera diferencia reside en que las técnicas de los negocios en la Antigüedad eran inferiores y, en cualquier caso, dejaron escaso testimonio de sí. No obstante, también aquí se conservan ciertas manifestaciones, no bajo la forma de textos específicos, sino de una alabanza general de la vida activa, el ideal de tomar parte de modo total y responsable en la vida de la comunidad. Era este un ideal especialmente atractivo para los académicos, ya que les toleraba una mayor libertad frente a las asociaciones enclaustradas de la enseñanza medieval. Las ideas de que la virtud y el aprendizaje progresan más rápidamente en la sociedad, de que el amor y la riqueza no son cosas que haya que evitar, sino utilizar sabiamente, reflejan la aceptación que estos conceptos humanistas gozaban entre los mercaderes y los banqueros. Los miembros ricos de las familias mercantes se contaban entre los «organizadores» del humanismo: patrocinaban a los eruditos, realizaban reuniones con el fin de discutir la literatura clásica y la historia antigua, contagiaban a sus seguidores de su propio entusiasmo.

Estos grupos de estudio, ya fueran reuniones informales de amigos, o Academias más conscientemente organizadas, tales como aquellas asociadas con Ficino, en Florencia; Pontano, en Nápoles; Pomponio Laeto, en Roma; o las cofradías alemanas modeladas sobre ellas, tenían una gran importancia a la hora de proporcionar un sentido de unidad a los estudios humanistas, especialmente donde la estructura oficial de la educación aún estaba dominada por las universidades orientadas teológicamente. Algunos hombres tales como Roberto Gaguin, en París; el abad Trithemius, Conrad Peutinger y Cuspinian, en Alemania; Ficino, en Florencia, y el peripatético Erasmo, quienes mantenían una extensa correspondencia con otros humanistas y actuaban como centros de distribución para las noticias y las ideas, vinculaban a aquellos grupos y ayudaban a crear la sensación de que existía una república general de estudios humanistas. Tal república general se hizo visible con la publicación de las cartas de sus dirigentes. Hacia 1514, cuando el doyen de los humanistas españoles, Marineo Sículo, imprimió su Epistolarum familiarum, tal costumbre estaba tan generalizada que hasta se la utilizaba como una especie de sátira. En aquel mismo año, Reuchlin, perseguido por los inquisidores dominicos debido a su defensa del estudio de los escritos religiosos judíos, publicó, a modo de testimonio abierto, una colección de cartas escritas en apoyo de sus puntos de vista, Letters of Famous Men (Cartas de hombres famosos). Dos de sus defensores, Von Hutten y Crotus Rubeanus, no se dieron por satisfechos con esto y, al año siguiente, publicaron un apéndice, Letters of Obscure Men (Cartas de hombres oscuros). Estas pretendían ser una selección de cartas escritas por sus admiradores a uno de los principales adversarios de Reuchlin, Ortvinus Gratius, un teólogo de la Universidad de Colonia. Con una gran habilidad y gracia, estos «admiradores» dejaban en claro que Ortvinus era un picapleitos ignorante e inmoral. Celebraban sus sórdidos amores, ensalzaban su habilidad para determinar asuntos tan capitales como si comer un huevo que contuviera un pollo no empollado en viernes era pecado mortal o venial y, sobre todo, impugnaban sus enseñanzas.

Cuando estuve en vuestro estudio en Colonia –escribía uno de ellos con respeto burlón– pude ver con holgura que teníais gran cantidad de volúmenes, tanto grandes como pequeños. Algunos tenían tapas de madera, otros de pergamino, algunos estaban recubiertos de cuero, rojo, verde y negro, mientras que otros estaban encuadernados. Y allí estabais vos sentado con una escobilla en la mano, para sacudir el polvo de las encuadernaciones.

Este pasivo respeto ante la cultura que se le atribuía a Ortvinus y a los que eran como él estaba en franco contraste con la utilización que de los libros hacían sus críticos. La imprenta, desde luego, tenía una importancia capital para la difusión de las ideas humanistas y, en general, los gobiernos ostentaban una actitud favorable. Juan II de Portugal autorizó la importación de libros en 1483 «porque es bueno para el bien común que haya muchos libros circulando en nuestro reino». Luis XII, en una ordenanza de 1513, se refería a la imprenta como «una invención divina más que humana». El número de ciudades con imprentas propias difería según los países: en 1500 había 73 centros en Italia, 50 en Alemania, 45 en Francia y 4 en Inglaterra. La exportación de libros estaba también bien organizada. Los textos impresos permitían a los estudiosos de diferentes países citar los pasajes con indicación de página y capítulo. La imprenta «fijó» la imagen de la cultura medieval por medio de una generosa selección de los textos que había que poner en circulación. Esta imagen fue la que los humanistas manejaron, entendiendo la cultura medieval como un amontonamiento de superstición y frivolidad que oscurecía una perspectiva clara del mundo antiguo. Hacia finales de siglo, este punto de vista ganó en extensión. En Estrasburgo, por ejemplo, donde hacia 1500 solo el 10 por 100 de los libros trataban del mundo antiguo, en el periodo comprendido entre 1500 y 1520, en cambio, el 33 por 100 eran ediciones de autores latinos y griegos o de los escritos de los humanistas. Allí, como en cualquier otro sitio, el número de ejemplares de una edición oscilaba entre 400 o 500 y 1.500 o 2.000. Un millar de ejemplares es una media aceptable para los textos clásicos, lo cual daría 200.000 ejemplares de Virgilio publicados antes de 1500 y 72.000 de los Adagia, de Erasmo, entre 1500 y 1525.

Estos números constituyen una prueba de que, a despecho de la importancia que ello tenía, la fuerza motriz tras el estudio de la Antigüedad era aún fundamentalmente académica y literaria. El humanismo carece de sentido a menos que veamos en su sustancia un estímulo puramente intelectual, el interés por la restauración de textos, la comparación, la publicación y la controversia, esto es, el invariable entusiasmo académico. Lo que se recobró enteramente fue el lenguaje. En las páginas de Paolo Cortese y Pietro Bembo se imitaba el lenguaje de Cicerón como parte del movimiento para devolver a la escritura del latín la pureza de su extraordinario modelo. A partir de 1520, al menos en Italia, el ciceronianismo se iba a convertir en una ortodoxia, y entre el deseo y el acto de escribir se perdió algo de espontaneidad y de sentimiento personal. Entretanto, la polémica sobre el estilo se convirtió en un estímulo para lecturas más amplias y detalladas; no solo se estudiaba a los autores griegos y, particularmente, a los latinos en función del tema que trataban, sino para saber cómo y por qué escribieron del modo que lo hicieron. Este interés por el estilo implicaba un interés por la forma, la que, a su vez, influía sobre lo que decían aquellos que la estudiaban y la imitaban. Así, la lectura de Tácito, Livio o Tucídides influía no solamente en la concepción de la historia, sino también en la consideración acerca de cuál era el tema adecuado para la misma. De modo similar, la poesía de Horacio y Catulo sugería no solamente nuevos modos de poetizar, sino también nuevos temas. Las comedias de Plauto y Terencio eran al mismo tiempo modelo y estímulo para Maquiavelo y Ariosto. La sátira de Luciano afilaba el ingenio y aumentaba la fantasía de Moro y Erasmo; la correspondencia de la Antigüedad, particularmente las cartas de Cicerón, extendía el alcance de lo que se consideraba como el contenido apropiado de la comunicación no convencional entre amigos.

LA REFORMA DE LA EDUCACIÓN

El estímulo intelectual, la amplitud de los intereses importantes que buscaban soluciones en lo que más que las Américas, era de verdad un «nuevo mundo» hacia finales del siglo XV y comienzos del XVI, la popularización del estudio bajo la forma de nombres cristianos «clásicos», la ostentación y las convenciones decorativas; todo ello hace que resulte tentador considerar al humanismo, convertido por entonces tanto en una moda como en un compendio, como el tema predominante de la enseñanza secular. Para comprobar esta tentación tenemos que considerar su contribución a la religión, al pensamiento político y a la ciencia; pero antes de nada hay que preguntarse en qué medida penetró de hecho el humanismo, esto es, de cuántos europeos puede decirse que estuvieran lo suficientemente educados como para poseer una vida intelectual.

Acerca de la extensión de la cultura no se pueden hacer más que vagas generalizaciones. En teoría, al menos, todo el clero, tanto secular como regular, podía leer y se le había preparado para el estudio. De las inspecciones episcopales a los monasterios y de los informes sobre ellas se deduce, sin embargo, que en las zonas rurales, sobre todo, había muchos monjes y curas que eran demasiado ignorantes para comprender los servicios que leían y cuya cultura era demasiado insegura como para enriquecerla por medio de la lectura. Entre los trabajadores pobres, el elemento más numeroso de la población, el número de los que podían leer estaba bastante por debajo del 1 por 100 y el de los que sabían escribir era todavía más reducido. Los hijos de los campesinos que habían ido a la escuela y prometían para el futuro era probable que abandonaran el campo por la vía de la Iglesia o de la ciudad. Las personas acomodadas que vivían en el campo podían leer y escribir normalmente y llevar las cuentas. La proporción de los que podían leer y escribir en las ciudades era mucho más elevada; Tomás Moro la fijaba en un 60 por 100 de los londinenses y, en una gran ciudad como Florencia, la proporción debía de ser aún mayor, aunque ambas constituían probablemente excepciones. Las personas de situación social media, sin embargo, eran capaces de escribir cartas y guardar diarios y los estatutos de muchos gremios prescribían la capacidad de leer y escribir como una condición para ingresar en el aprendizaje. Sin embargo, la capacidad para leer y escribir, aunque solo fuera para firmar o llevar la correspondencia de los negocios, resulta poco significativa a la hora de evaluar la capacidad de leer libros, por no hablar de la de deducir ideas de ellos.

Si bien aumentaba la cantidad de escuelas, especialmente en los pueblos, la mayoría de ellas continuaba utilizando métodos capaces de desalentar la curiosidad intelectual y la posibilidad de proseguir una autoeducación. La escolaridad se consideraba estrictamente como un proceso vocacional más que como una base general a partir de la cual podía un muchacho liberarse de la ocupación de su padre y de su nivel intelectual. El hijo de un comerciante, por ejemplo, abandonaría la escuela normalmente entre los doce y los quince años con el fin de comenzar a aprender el negocio de su padre. Un muchacho procedente de la clase urbana más baja la abandonaría en cuanto hubiera adquirido el mínimo de capacidad que se requería para la entrada en un gremio. Es bastante seguro que la enseñanza escolar era completa para la pequeña minoría de aquellos que estaban destinados para la Iglesia, el derecho o la medicina; si el muchacho (normalmente se trataba de muchachos, ya que había muchas menos escuelas para muchachas) permanecía el tiempo suficiente, podría leer y escribir en su propia lengua y en latín. El ritmo de avance en la educación, así como la variedad de temas, se encontraban muy restringidos, debido a la gran cantidad de asistentes a las clases, así como a los altos precios de los libros y el material. Salvo algunas excepciones, la mayor parte de la enseñanza consistía en un aprendizaje memorístico de anticuados libros de texto, algunos de los cuales se habían copiado e impreso sin cambio alguno desde los siglos XII y XIII. Tales libros –gramáticas latinas en su mayor parte– se leían en alto y se copiaban palabra a palabra por los alumnos; la forma métrica en la que estaban redactados muchos de ellos acentuaba la importancia del mero aprendizaje memorístico. Aunque se daba la mayor importancia al latín como la materia fundamental de estudio, así como el principal medio de aprendizaje, y aunque en muchas escuelas se empleaba a los muchachos para espiar a los que hablaban la lengua materna en el patio escolar e informar sobre ellos, lo cierto es que aquellos factores contribuyeron en gran medida a impedirle a la juventud el acceso que, de otro modo, hubiera tenido a la literatura humanista. Los hombres ricos y casi todos los que eran de nacimiento aristocrático preferían emplear un preceptor, en cuyo caso eran muy superiores las posibilidades de que se elevara la curiosidad mental, a menos que el padre tuviera prejuicios contra el «aprendizaje de los libros» como algo que era mejor dejar para los hijos de las personas pobres, que querían ingresar en la Iglesia.

La gran mayoría de las escuelas lo eran de día, lo cual reducía el número de muchachos pobres del campo que podían asistir, a no ser que les fuera posible permanecer gratis con algún pariente –por lo general, un cura– en una aldea grande o en un pueblo que poseyera una. Ello significa, por otro lado, que el coste de la educación sencilla era reducido; no era extraño que los maestros rurales aceptasen cobrar en especie, madera o productos del campo. En las universidades había que aportar dinero, tanto para el pago de cada conferenciante como para atender a la manutención y alojamiento. Muchas universidades tenían modos de ayudar a los estudiantes pobres; estos trabajaban como criados en los hogares de los médicos y maestros o en las residencias de estudiantes; además, podían pagar los honorarios por medio de préstamos, o bien les eran condonados o reducidos. Sin embargo, la baja proporción de estudiantes clasificados como «pobres» (16 por 100 en Colonia y solo 9 por 100 en Leipzig) supone que, incluso en esas circunstancias, muchos jóvenes seguían sin poder ir a la universidad. La carrera comenzaba normalmente a los catorce o quince años y, teóricamente, se seguía el tradicional trivium –gramática, dialéctica y retórica (todo ello preparado en forma rudimentaria en la escuela)– y el quadrivium –aritmética, geometría, astronomía y música–. Tales eran los preliminares esenciales para realizar un trabajo doctoral especializado de teología, derecho civil o canónico o medicina.

Estaban ya muy lejanos los tiempos en los que un hombre podía dominar muchos temas. Si bien las universidades eran notablemente uniformes en cuanto a organización, la intensa especialización era resultado de su distinta tónica y equilibrio en los primeros grados del plan de estudios, así como en la fama del nivel doctoral, lo que era una cuestión fundamental para los jóvenes que aspiraban a una carrera profesional –incluyendo la enseñanza universitaria– o alcanzar un ascenso en la Iglesia. Así, Bolonia y Ferrara se identificaban con derecho; Oxford y París, con teología, y Padua, con medicina. Entonces como ahora esa reputación oscilaba continuamente. Cracovia se hallaba en el cenit de su fama hacia finales de siglo, en tanto que Salamanca, en otro tiempo la más prestigiosa de las universidades españolas, se eclipsaba ante la más liberal de Alcalá de Henares, fundada en 1508. De la misma manera, si bien el estudio de Aristóteles continuaba siendo predominante en la enseñanza de todas las universidades, el método de aproximación podía diferir grandemente desde París, donde se le enseñaba en todas las facultades y de modo completamente eclesiástico, hasta Padua, donde se concedía la mayor importancia a sus escritos científicos, considerados como obras que había que leer en su totalidad y no como textos de los que había que cercenar frases para polemizar. A diferencia de las del norte, las universidades italianas hacían poco caso de la teología, o se la dejaban a instituciones clericales especializadas. Algunas universidades, de las que Lovaina constituía un eminente ejemplo, tenían reputación de ser especialmente «sanas» desde un punto de vista teológico, inhospitalarias para los nominalistas o los pietistas, por no hablar ya de las aproximaciones humanistas al tema.

Esta variedad de tónica, calidad y especialización hacía que frecuentemente fuese necesario viajar lejos con el fin de recibir la enseñanza más estimulante, lo que probablemente contribuía a gravar los platillos de la balanza en contra del estudiante pobre. En cambio, un estudiante acomodado, como Pico della Mirandola, podía permitirse el traslado desde derecho canónico, en Bolonia, a filosofía, en Ferrara y Padua, y a teología, en París, complementando sus cursos universitarios con visitas a Florencia, para encontrarse con Ficino, y a Perugia, donde había judíos, de quienes aprendió el hebreo.

Los métodos educativos eran los mismos en todas las universidades. El rasgo central lo constituía la conferencia, que no era extraño que durase dos horas. Otro era la polémica sobre un tema propuesto. Entre ambos puntos se ocupaba la mayor parte del día, quedando poco tiempo para la lectura de textos enteros y mucho menos para ramonear fuera del programa. En las conferencias se veía con malos ojos la espontaneidad; era preciso leerlas. Al igual que en la escuela, se concedía gran importancia a la memoria y a la capacidad de argumentar, más que a la originalidad o al desarrollo de la capacidad crítica. En las universidades no había una convicción mayor que en las escuelas de que el fin de la educación fuera el ejercicio de la inteligencia, que habría de ser útil en una serie de vocaciones. Las universidades existían para producir expertos. Esto no quiere decir, sin embargo, que las universidades carecieran de entusiasmo intelectual. Los factores que vivificaban el sistema, que se mantenía inmutable desde hacía más de dos siglos, estaban caracterizados por la gran importancia que tenían los estudiantes mismos en el gobierno de los asuntos universitarios, la promoción de buenos profesores debido al hecho de que se les pagaban los honorarios directamente, la práctica del traslado y las facilidades para inscribirse en las nuevas universidades, la posibilidad que tenían los profesores no ortodoxos de establecerse en los pueblos con universidad, las rivalidades interfacultativas, las tendencias dentro de cada facultad, como las de realistas y nominalistas en las facultades de Ingolstadt y Heidelberg.

Conviene subrayar este punto porque frente a la amenidad de los ataques humanistas se corre el peligro de olvidar el vigor y la sutileza que podían producir el método escolástico, compuesto por la lectura y la meditación y por libros de texto escritos en forma de preguntas, respuestas y calificaciones. Frente a la sombra de la Reforma, que cada vez se extendía más, existe el peligro de menospreciar la teología y la filosofía de las universidades como trivial y estéril. Como juicio moral es probablemente correcto; pero aun sin el estímulo de pensadores de la originalidad y la fuerza de un Guillermo de Occam o de un Tomás de Aquino, el nivel intelectual de aquellas facultades era en lo fundamental elevado. Siempre que se piensa en la Reforma resulta fácil identificarse con la crítica más devastadora de todas las que se realizaron contra las universidades de la época, la del nominalismo (especialmente en el norte) y la de un aristotelismo revivido (especialmente en Italia), que desmantelaban la armonía tomista entre la razón y la fe y conducían a una mutilación de la teología, ya que el proceso normal de argumentación no podía «probar» ninguna creencia religiosa, así como a una filosofía que no tenía ninguna relación con la vida interior del hombre. Pero esto tenía poco que ver con el ejercicio de la inteligencia. Antes de considerar el ataque humanista a las universidades y las actitudes que defendía este, resulta importante recordar que pensadores tan creativos como Pico y Ficino, Moro, Erasmo, Guicciardini y Lefèvre d’Étaples eran todos producto de una educación muy ortodoxa; que, si bien los artistas, comerciantes, nobles y mercaderes que no habían estado en la universidad determinaban en gran medida la tónica de la vida europea, la maquinaria que gobernaba el Estado y la Iglesia estaba casi totalmente controlada por hombres que sí habían ido a la universidad; y que la mayoría de los reformadores de la generación siguiente era el producto de un sistema que no se había reformado en absoluto.

El mismo humanismo se había desarrollado en parte dentro y en parte fuera de las universidades italianas. Hacia finales de siglo, cuando ya los estudiosos de la Antigüedad cubrían toda la gama desde los filólogos de todo pelaje, algunos tan avinagrados y quisquillosos como cualquier miserable profesor, hasta los filósofos originales y sistemáticos, tales como Ficino, el humanismo como movimiento tenía un claro plan de reforma educacional. En el fondo había una creencia de automejora por medio del incremento del pensamiento y ejercicio de la voluntad, y condujo a una revalorización acerca de cómo y sobre qué debían pensar los hombres, expresado en su forma más mística por Pico, quien escribió que mientras que un perro tenía que actuar siempre como un perro y un ángel no podía hacer otra cosa que actuar angélicamente, el hombre tenía la capacidad de modelar su propio desarrollo, de tal manera que podía bestializarse o espiritualizarse. Sin este elemento místico, que era esencialmente privado y contemplativo, al humanismo le hubiera faltado mucho de su intensidad. Paradójicamente, este nuevo interés por el autoperfeccionamiento permitía que se le considerase por primera vez como un movimiento reformista. El humanismo no hubiera podido tener sus propagandistas educacionales si no hubiese tenido sus escapistas.

De la creencia en que el individuo puede conformar su propia naturaleza, como Dios dio forma al mundo mismo, a la de que también puede el individuo ayudar a los demás a conformar la suya no hay más que un paso. Un fin esencial era el de reunificar el corazón y la inteligencia, de donde se derivaba un ataque al escolasticismo. Otro fin era el de la relevancia; no relevancia en el sentido de una carrera –función que desempeñaban perfectamente bien las universidades medievales, excepto en el caso de las «nuevas», tales como la diplomacia profesional–, sino en el de la evolución moral del hombre. El niño y, posteriormente, el joven tenían que darse cuenta de que todos sus estudios se orientaban hacia su conformación moral como hombres. Otro era rechazar la idea de que Dios había hablado solamente, y a menudo incomprensiblemente, por boca de sus profetas y de su Hijo, y sostener, por el contrario, que había estado esparciendo signos de su naturaleza y de sus intenciones a través de los escritos de la Antigüedad no judía, de modo que, estudiadas propiamente, las obras de Platón podían proporcionar una guía espiritual, de la misma manera que las de Cicerón podían proporcionarla ética. Estos últimos fines provocaron una nueva valoración de algunos programas de escuelas y universidades con la intención de armonizar los más nobles mensajes de la Antigüedad con las menos esotéricas afirmaciones de las Escrituras.

El humanismo, por tanto, tenía un contenido místico, ejemplificado en hombres como Pico, Colet y Lefèvre, por un círculo secundario de hombres como Erasmo y Moro, cuya inclinación era predominantemente moral, y por un círculo más amplio de popularizadores, cuya inclinación oscilaba entre la pedagogía práctica de Linacre y el cinismo inconsciente de un Castiglione. A todos les sostenía en su entusiasmo un genuino amor por las lenguas de la Antigüedad, particularmente el latín (ya que el dominio del griego aún era una hazaña poco frecuente) y un deseo de purificarla frente a una corriente general de profesores que, como Celtis lo expresaba, «hablan desde sus cátedras disparatada y brutalmente contra todo arte y regla de la dicción, con graznidos de ganso y mugidos de buey, vertiendo palabras vulgares, viles y corruptas y cualquier otra cosa que entra en sus bocas, pronunciando dura y bárbaramente la pulida lengua latina».

El ataque contra los métodos de enseñanza casaba más con el espíritu de la práctica diaria. A lo largo de todo el trivium y quadrivium, y en menor extensión, también en los estudios doctorales, tenía la lógica una importancia tan grande que, en el peor de los casos, al menos, se explotaban las disciplinas aisladas como forraje para la actividad primaria del debate y la resolución de problemas, se ponía la disciplina muy por encima de la comprensión, los compendios y las citas, por encima de los textos de los que se habían extraído. En contra de esta práctica, los humanistas subrayaban la necesidad de estudiar los textos como un todo, junto con un análisis del estilo y el conocimiento de los tiempos en los que se habían escrito. La intención era la de comprender a un escritor en función del por qué, cómo y cuándo escribió. En términos del trivium ello significaba un abandono de la gramática y de la dialéctica y una radical valoración de la retórica, el estudio de la literatura y la filosofía con el fin de comprender lo que habían dicho realmente los grandes hombres y de ser capaz uno mismo de escribir y hablar elocuente y oportunamente, ya que el gran avance de la retórica en este sentido residió en una combinación del aumento del conocimiento con un dominio creciente de la autoexpresión. Cada humanista aislado difería de los otros en su valoración de los escritores de la fase escolástica. Erasmo expresaba un gran respeto por Tomás de Aquino, Colet abominaba de él por poner su celo sistematizador por encima de la clara doctrina de Cristo. Tanto Ficino como Pico admitían que el ejemplo de los mejores escolásticos había ejercido una uniforme y unificante influencia en su propio pensamiento, un punto de vista que Pico defendía con alguna vehemencia contra los reproches del gran humanista veneciano Ermolao Barbaro, quien deseaba que el humanismo comenzara su labor en blanco. Ya se tratara de una defensa parcial de los escolásticos, ya de una temperamental acometida, la actitud de los humanistas dependía en parte de la importancia que cada uno de ellos concediera a la elegancia del lenguaje, como opuesto a la satisfacción en parte del celo religioso, como cuando Pirckheimer, en 1520, realizó una descripción de una «operación» que se llevaba a cabo sobre un adversario de Lutero, Eck, con el fin de amputarle sus sofismas, silogismos y corolarios. Todos los humanistas, sin embargo, atacaban la preponderancia de la lógica sobre el pensamiento y el sentimiento. En su In Pseudodialecticos (1519) Juan Luis Vives desarrollaba su propio ataque contra los métodos escolásticos de enseñanza, así como sus dudas, lo cual es también muy significativo.

¿Quién toleraría que el pintor pasara toda su vida preparando sus pinceles y mezclando sus colores? […] Si, en buena lógica, este gasto de tiempo resulta intolerable, ¿cuál es el lenguaje adecuado para designar esa cháchara que ha corrompido cada rama del saber? […] Yo reconocía que estaba cambiando lo nuevo por lo viejo, lo que ya había obtenido en el campo del conocimiento por lo que aún estaba por ganar […]. El cambio me resultaba tan odioso que a menudo me apartaba de la idea de mejorar los estudios humanistas, para volver a mis viejos estudios escolásticos, de modo que pudiera persuadirme a mí mismo de que no había pasado tantos años en París para nada.

Otra presunción compartida era la necesidad de regresar a las fuentes de la creencia moral, ética y religiosa, más que estudiarlas a través de textos degradados y de comentaristas medievales. La idea de «regreso a las fuentes» no era nueva. El deseo de comunicarse tan directamente como fuera posible con una personalidad completamente realizada del mundo antiguo, se había manifestado en la interpretación petrarquiana de Cicerón. La edición de textos latinos y, en menor extensión, también griegos, había sido una de las principales preocupaciones de los humanistas en el siglo XV. Una fuerte corriente orientada hacia la consideración retrospectiva de los orígenes se hacía sentir en las deliberaciones de los gobiernos, así como en el interés por la genealogía; la tendencia intelectual en muchos campos puede resumirse en la frase «reculer pour mieux sauter» («retroceder para saltar mejor»). Aún más revolucionaria –más bien por la extensión del argumento que por su originalidad– era la determinación de pasar por encima de los teólogos escolásticos, para llegar a la misma Biblia y a los primeros Padres de la Iglesia, «los viejos doctores que se hallaron cercanos a Cristo y a sus apóstoles», como lo expresaba Erasmo.

En 1496, las conferencias de Colet en Oxford sobre las Epístolas de San Pablo a los corintios rompieron radicalmente con los métodos tradicionales de la enseñanza divina. En lugar de aproximarse al tema a través de los comentarios latinos medievales, recordando con ello a su auditorio que la Iglesia representaba una acumulación de interpretaciones, así como de dogmas, utilizó directamente el texto griego y explicó cómo la forma y el lenguaje de las Epístolas estaban condicionados por la visión que San Pablo tenía de los hombres a quienes iban dirigidas. Colocó al mismo Pablo dentro del contexto de la civilización romana y de los primeros años del cristianismo y, al ubicarlo claramente en el tiempo y en el espacio, consiguió que Pablo hablara casi tan directamente a los estudiantes de Oxford como lo había hecho a los corintios, como testimonio de los comienzos de la Iglesia, para animar a la reflexión personal, en lugar de que se le usara como una excusa para realizar un despliegue de erudición. Quizá aún más determinante para ejemplificar el deseo humanista de regresar a las fuentes era el de leer la Biblia en el lenguaje que, esencialmente, era el de Dios y Cristo, el hebreo. Pico estudió la lengua, y Reuchlin formuló sus reglas, de forma que otros pudieran estudiarla. Pero, una vez más, es en Erasmo donde vemos claramente la motivación. «Nadie comprende la opinión de otra persona sin conocer el lenguaje en que ha expresado tal opinión», escribía en los Adagia. «Y así, ¿qué hizo San Jerónimo cuando decidió exponer la Sagrada Escritura? […] Se convirtió en maestro en las tres lenguas merced a un incalculable esfuerzo. El que las ignoraba –añadía con su habitual capacidad para anonadar– no era un teólogo, sino un violador de la teología.» En 1508 Guillaume Budé publicaba un trabajo sobre las Pandectas, de Justiniano, en el que urgía a la lectura completa de esa obra, tan importante para el estudio del Derecho romano, no a través de las selecciones e interpretaciones de los glosistas medievales, sino como una lectura atenta de los juicios y principios legales contenidos en la obra, con su terminología original y contra el fondo de una comprensión histórica de las circunstancias en las que se había escrito. En esta obra, como en el De Asse, Budé expresaba muy claramente la alegría del descubridor al limpiar de maleza eclesiástica, a fin de revelar los monumentos de la Antigüedad en toda su prístina pureza. «Creo que soy el primero que ha emprendido la tarea de restaurar este aspecto de la Antigüedad», declara en el De Asse, donde también hacía una observación que, por su distanciamiento crítico, anunciaba la llegada del humanismo; a propósito de un error que había detectado en los cálculos monetarios de Plinio, escribía: «Me parece una absurda atadura a la que se han vinculado muchos hombres instruidos de nuestra época […] cuando sostienen que hay que venerar el simple nombre de la Antigüedad como si fuera una deidad. Creo que, de hecho, los hombres de la Antigüedad eran hombres como nosotros que, a veces, escribían sobre cosas acerca de las cuales no sabían mucho»[1].

El último principio educacional que compartían los humanistas con los más diferentes intereses era el más notable, el de la creación del «hombre completo».

¿En qué campo del conocimiento, digno de expresión literaria, era deficiente Platón? ¿Cuántos estudios de generaciones le fueron necesarios a Aristóteles para abarcar no solo todo el panorama del conocimiento filosófico y retórico, sino también para investigar acerca de la naturaleza de cada animal y de cada planta? Además, ellos tenían que descubrir todas esas cosas, que nosotros no tenemos más que aprender. La Antigüedad nos ha legado todos esos maestros y todos esos modelos para que los imitemos, de forma que no se puede concebir ventura mayor sobre todas las demás que la de nacer en esta época, desde el momento en que todas las anteriores han laborado para que podamos cosechar los frutos de su sabiduría.

Asimismo, el hombre culto

no debe circunscribirse al estudio de la lógica, sino que ha de tener una familiaridad teórica con todos los temas de la filosofía natural […], ni que mientras está familiarizado con el orden divino de la naturaleza, desconozca los asuntos humanos. Debe entender de derecho civil […], debe también familiarizarse con la historia de los acontecimientos en las edades pasadas […], ignorar lo que ocurrió antes de que uno naciera equivale a seguir siendo para siempre un niño. Porque ¿cuál es el valor de la vida humana, a menos que este se injerte en la vida de nuestros antepasados por medio de los acontecimientos registrados en la historia?

Lo significativo de estos pasajes es que están tomados respectivamente de los tratados de oratoria de Quintiliano y de Cicerón. El hecho de que se pudieran escribir en 1500 muestra con cuánta firmeza había arraigado el ideal humanista en la idea clásica de que el retórico debiera ser capaz de hablar con conocimiento y en términos adecuados, acerca de una gran variedad de temas, ampliando de este modo la retórica del trivium, tan estrechamente concebida, y convirtiéndola, por tanto, en una especie de recipiente para la educación como totalidad.

La fama del concepto de l’uomo universale, le debe mucho a su más celebrado ejemplar, Leonardo da Vinci, y a su más elocuente exponente, Castiglione. No se trataba de una nueva idea; incluso entraba en conflicto con la propia exigencia de muchos humanistas de que se estudiaran ramas particulares de la enseñanza en profundidad, adquiriendo con ello unas complicadas capacidades lingüísticas. En el estudio, en los negocios, en la administración, el móvil de la época, la más urgente necesidad era la especialización. Para la mayoría de las personas, cualquier cosa que se acercara al conocimiento universal era solo alcanzable al nivel del enciclopedismo o del diletantismo, a pesar de lo atractiva que pudiera resultar la glosa de Castiglione. Incluso en el nivel del diletantismo, no se podía alcanzar el ideal universalista más que en el caso del rico ocioso, y en este hecho descansaba mucho del interés del universalismo, ya que distinguía entre el caballero, quien no precisaba un conocimiento o capacidad especializados para asegurarse una renta, del académico o del artesano, para quienes sí era necesario.

La mayor importancia que los humanistas concedían a la comprensión sobre la memoria, a los textos sobre la discusión y, especialmente, a adecuar la educación al niño y no viceversa, consiguió un cierto efecto en la organización de las escuelas. La imprenta permitió acelerar el importantísimo proceso de aprendizaje del latín a través de nuevos medios de enseñanza, en especial gramáticas y diccionarios. Parafraseando un principio erasmiano, Marineo Sículo escribía de su propia gramática simplificada que

juzgando que estas pocas nociones son suficientes para los principiantes y no siendo necesario el resto, cedo a otros la infructuosa tarea de recargar las mentes de sus estudiantes. Porque si, tras haberse familiarizado con la forma de las palabras emplean el tiempo que los otros gastan estudiando las reglas de la gramática, en escuchar a los autores de los que se han tomado esas reglas, seguramente avanzarán más y llegarán a ser no gramáticos, sino latinistas. Así se enseña a los muchachos en Italia y en Alemania.

Lefèvre hacía la misma observación en Francia y en los Países Bajos, donde el cauto humanismo de los Hermanos de la Vida Común había proporcionado ya un ejemplo. La práctica de la enseñanza en una serie de escuelas, especialmente quizá en Deventer, aún se revisaba más decididamente siguiendo los criterios erasmianos. En Inglaterra, la Magdalen College School fue la iniciadora en los primeros años de 1480 y, entre 1508 y 1509, Colet fundó la escuela de San Pablo en Londres, en colaboración directa con Erasmo.

Por regla general puede decirse que las universidades habían aceptado a los humanistas en calidad de profesores de literatura griega o latina con mucha mejor voluntad de la que tenían para aceptar las propuestas humanistas para reformar los programas de estudio. Si la tónica del trivium se hizo más humanista ello se debía a que tales profesores, al ser libres para seleccionar sus propios textos, eran capaces de llegar hasta los otros campos de la carrera y de poner en funcionamiento un aumento beneficioso de la carrera de las artes como una totalidad. La extensión de este aumento difería según el conservadurismo de las facultades establecidas. A Marineo se le ofreció una cátedra de poesía y oratoria en Salamanca, y Pedro Mártir, en su calidad de profesor allí invitado, relata que tras una conferencia pública sobre Juvenal, le «llevaron a casa como a un vencedor de Olimpia». Pero la universidad en sí continuó siendo inflexiblemente tradicional y el gran erudito Elio de Nebrija se encontró con que su actitud de «regreso a las fuentes» respecto a la divinidad era tan impopular entre sus colegas que se vio obligado a trasladarse en busca de la atmósfera más solidaria de Alcalá. A despecho de la presencia de hombres de cuño tan humanista como Robert Gaguin, la Sorbona continuó imperturbable bajo la influencia de su facultad de teología conservadora; Oxford y Cambridge estaban dominadas por intransigentes facultades de teología cuya resistencia al cambio venía facilitada por la existencia de los colegios de abogados dependientes de la corte, que recibían a los hijos de las familias influyentes que, aspirando a realizar carreras diplomáticas o administrativas, querían una educación más realista.

Aunque el rector de Cambridge desde 1503 era John Fisher, un protector de Erasmo, la universidad obtuvo únicamente un catedrático de griego. En Oxford hacía más progresos el humanismo, si bien aquí se debía a la existencia de un nuevo colegio, el Corpus Christi, introducido en la universidad por el obispo Richard Fox en 1517. Si bien había sido fundado en un lugar donde, según rezaban los estatutos, los «estudiosos, al igual que ingeniosas abejas, han de laborar día y noche para hacer cera en honor de Dios y miel, goteando la dulzura, en beneficio de ellos mismos y de todos los cristianos», sus 20 miembros tenían que estar bien impuestos en la literatura latina secular. Aún más importante era la contribución que el Corpus había de hacer a la universidad a través de un catedrático de latín que iba a tratar de los poetas, oradores e historiadores de la antigua Roma, un catedrático de literatura griega y un catedrático de teología, quien «seguiría en la medida de lo posible a los antiguos y santos doctores, tanto griegos como romanos y, en especial, a Jerónimo, Agustín, Ambrosio […] y otros de esta categoría, no a Nicolás de Lyra, ni a Hugh de Vienne ni al resto de ellos, quienes, tanto en el tiempo como en la sabiduría, se encuentran muy por debajo de los primeros».

En el plazo de un año había crecido tal oposición contra los «griegos» del Corpus, que estos se hallaron en la calle, expulsados por los «troyanos» de la facultad de Teología, lo que obligó a Tomás Moro a venir desde la corte para regañar a las autoridades académicas. Defendió los planes de Fox diciendo que si la teología no implicaba el estudio de los primeros padres y el del latín, griego y hebreo, retrocedería de nuevo a las estériles discusiones de los académicos, esto es, que proseguiría su rumbo actual, e hizo la observación, ya familiar en la literatura humanista, pero importante a pesar de todo en aquel contexto particular, de que no solamente el conocimiento de la antigua sabiduría no suponía obstáculo ninguno para el estudio de la teología, sino que era de valor positivo para los hombres que gobernaban el Estado y cuyos deberes suponían un conocimiento tan amplio como fuera posible de los asuntos humanos.

En efecto, los gobernantes estaban nombrando a los humanistas como preceptores de sus hijos. Linacre era preceptor del hijo de Enrique, Arturo. A Pedro Mártir le hicieron jefe de la pequeña escuela de palacio, donde se educaba a Juan, príncipe de Castilla, en medio de un grupo cuidadosamente seleccionado de nobles jóvenes. Y si bien algunos de los temas infinitamente discutidos bajo la influencia humanista estaban ya muy trillados, tales como el de si la espada es más poderosa que la pluma, al menos resultaban más adecuados para la vida que los enigmas de las facultades de teología, tales como «si estamos obligados por la ley del amor a liberar al prójimo contra su voluntad de la opresión, la infamia o la muerte, cuándo no podemos hacerlo sin causarnos un daño a nosotros mismos». Como Pedro Mártir decía de sus jóvenes y belicosos alumnos: «Están comenzando a admitir que las letras no constituyen un obstáculo para el oficio de soldado, como se les había enseñado a pensar, sino que más bien son una ayuda activa». Es muy posible que tales debates de moda como armas versus letras y la colección de proverbios y anécdotas, como los Adagia, de Erasmo, inmensamente populares, hacían más por extender el interés y respeto por la oportunidad del antiguo mundo que ediciones completas de los autores clásicos o la enseñanza de los humanistas en las universidades.

El éxito de cualquier intento de introducir un nuevo programa de enseñanza y una nueva forma de pensar depende de la extensión en que se les pueda popularizar. Rechazadas por las instituciones establecidas, o solo superficialmente incorporadas a ellas, la extensión de las actitudes humanistas dependía de los instrumentos que se podían utilizar para la autoeducación. Estos eran aún escasos. Pocos hombres, incluso entre los de mediana situación, poseían más de 20 libros. Algunas poblaciones, entre las cuales Nú­remberg, Leipzig y Fráncfort, tenían bibliotecas públicas, pero las grandes bibliotecas no universitarias, como la de los Médicis y la del Vaticano, si bien estaban abiertas al público, solo las utilizaban en la práctica los estudiantes.

La gran mayoría de los libros capaces de estimular el pensamiento y de sugerir comparaciones y nuevas ideas aún estaban impresos en latín y, por tanto, eran inaccesibles, salvo para aquellos que habían tenido una buena educación, capaces no solo de aprender latín, sino de seguir leyéndolo. La práctica de cada cual difería. Erasmo escribía solo en latín; Maquiavelo, solo en italiano. Durero buscó el consejo de latinistas como Pirckheimer cuando comenzó a escribir sus tratados y, debido a que ignoró en gran parte tales consejos, contribuyó a configurar el alemán como una lengua que, como Moro decía del inglés: «Es suficientemente rica para expresar nuestras mentes sobre todo aquello acerca de lo cual un hombre está acostumbrado a hablar con los demás». Sin embargo, Moro escribió su Utopía en latín. También Nebrija, un humanista profesional que escribía en latín y editaba textos clásicos, fue quien compuso la primera gramática de una lengua europea moderna y la justificó ante Isabel por medio de la famosa y profética observación de que «el idioma es el perfecto instrumento del Imperio». El nacionalismo ascendente era uno de los factores que coadyuvaba a la vulgarización y al incremento del uso de la lengua vernácula, aunque también aquí se daban algunas contradicciones. Felix Fabri defendió enérgicamente el alemán como «la más noble, la más distinguida y más humana de las lenguas»; pero su defensa estaba redactada en latín. Desde el punto de vista de la autoeducación en las ideas humanistas, el lector común era, hasta cierto punto, víctima de este patriotismo, ya que este llevaba a los impresores a publicar la historia nacional y la literatura nacional en lengua vernácula, más bien que a popularizar las obras de los humanistas contemporáneos o a editar textos clásicos. Hacia 1520 la lengua vernácula aún no había ganado aceptación general como medio para expresar aquellos aspectos del humanismo que le podían haber dado a la clase media europea algo parecido a una cultura común, y para muchos, que podían leer latín, aunque este retenía para ellos el aroma artificial de una lengua secundaria y no de confianza, el mundo antiguo continuó siendo extraño, tanto en las ideas como en el tiempo.

EL HUMANISMO CRISTIANO

Que los humanistas iban a combinar una función autoatribuida, la de maestros de la Europa secular, con la de reeducadores de la cristiandad, era una conclusión prevista. El complemento natural de su deseo de restablecer los textos originales de la civilización era el que les había hecho incluir no solo a Platón, Aristóteles y Cicerón, sino también al sistema de la Iglesia cristiana. Consecuencia lógica de sus ataques a los métodos del escolasticismo fue un ataque a las actitudes frente a la religión que inculcaba el método escolástico y el tipo de pastor espiritual que producían las facultades de teología.

La teología cumplía una función secundaria en las universidades italianas, lo que explica que fuera al norte de los Alpes, sobre todo, donde los esfuerzos de los humanistas para conseguirse puestos en la universidad e introducir bonae litterae en los programas condujo a un mayor interés por el carácter de la vida religiosa. A través del ataque a la negligencia en las fuentes, al aprendizaje memorístico, a la aceptación acrítica de las malas autoridades, a la insistencia en la forma por encima de la sustancia, llegaron a convertirse en críticos de una religión que subvaloraba la vida y el mensaje de Cristo, de observancias tales como la «adoración» de los santos y de la automática repetición de oraciones sin sentimiento, de oraciones fúnebres rezadas por los curas a cambio de un honorario, del culto a las reliquias y de peregrinaciones llevadas a cabo por delegación. Los humanistas vieron que una teología que no le hablaba al corazón llevaba a una vida religiosa que consistía en signos exteriores. Al criticar la práctica religiosa, tras haber criticado la práctica educativa, los humanistas encontraron apoyo en los movimientos preexistentes de piedad lega práctica y de interiorismo místico en el norte, así como en la importancia que los italianos concedían a la dignidad humana y su corolario: especial interés por la vida buena más bien que por la buena muerte. Como franciscanos en vez de benedictinos de la cristiandad humanizada, subrayaron que aunque en el centro del cristianismo había un misterio, la enseñanza de Cristo no era misteriosa.

Esta era la actitud a la que habían conducido el fervor literario de Petrarca y la sutileza filológica de Valla. ¿Cómo se explica entonces la Inquisición, Lutero, Zuinglio, Calvino, la censura de libros y la increíble reafirmación del incremento de la doctrina medieval por el Concilio de Trento?

El fracaso de este punto de vista tuvo poco que ver con el suave tinte de paganismo que acompañaba al estudio de la Antigüedad. Aunque los distintos humanistas se diferenciaban en cuanto al punto en que estaban dispuestos a atraer a los autores clásicos al redil cristiano, por decirlo así, sin que se originara disturbio ninguno –Erasmo era más tolerante que Lefèvre, y Lefèvre que Colet, por ejemplo–, Erasmo hablaba en nombre de la mayoría de sus compañeros cuando señalaba que «seguramente, corresponde el primer lugar a la Sagrada Escritura; pero a veces encuentro cosas escritas por los antiguos, por paganos y poetas, tan castas, santas y divinas, que estoy persuadido de que un buen genio les ilustró. Cierto es que se encuentran muchos en la comunión de los santos que no están en nuestro catálogo de santos».

En un cierto sentido, medio en broma medio en serio, ciertos humanistas se consideraban a sí mismos como viviendo en el contexto de las antiguas costumbres. Celtis encargó a Hans Burgkmair un anticipo de su muerte en un grabado copiado de una tumba romana, donde yace él en el sueño de la muerte, llorado por Apolo y Mercurio. La tumba de dos doctores en medicina, Girolamo y Marcantonio della Torre, llegaba a mostrarles a los dos, llevados en barca, a través de la Estigia hacia los Campos Elíseos. La iconografía clásica había pasado a ser una moda muy extendida. La tumba de los dos hijos pequeños de Carlos VIII y de Ana de Francia mostraba escenas de los trabajos de Hércules junto a escenas de la vida de Sansón, y, en el monumento al papa Sixto IV, de Pollaiuolo, estaba retratada la misma teología bajo la forma de una Diana desnuda. En 1503 Paolo Cortese, secretario del papa Alejandro VI, publicó un Compendio del Dogma, en el que se llamaba a la Virgen la madre de los dioses y a las almas de los muertos manes, el Infierno poseía las riberas del Tártaro pagano y a Tomás de Aquino se le llamaba el Apolo de la cristiandad. Cuando León X, protector de la enseñanza humanista y tan buen coleccionista de manuscritos como sus antepasados del siglo XV, Cósimo pater patriae y Lorenzo el Magnífico, entró en Roma, lo hizo bajo arcos decorados con citas clásicas, así como estatuas de Apolo y Mercurio, Venus y Baco. León continuó apreciando el arte y la literatura de la Antigüedad tras haber publicado los decretos de su predecesor en el Concilio Lateranense, que condenaban un interés excesivo en la enseñanza pagana.

Más debilitador aún del sentido de convicción total y abandono de uno mismo que se necesitaba para una amplia regeneración del cristianismo era la importancia que los humanistas le concedían a la sabiduría y a la ética a expensas de lo milagroso y revelado. Pico y Pomponazzi se contaban entre los pocos humanistas que sufrieron la acusación de herejía. La mayoría aceptaba los dogmas de la Iglesia, pero los ignoraba. Le restaron algo de terrorífico a la imagen del infierno enseñando que un hombre cuyas pautas morales eran prudentes y estrictas y cuyo autoexamen moral era honesto estaba justificado si vivía más en términos de aquí y ahora que en términos de la muerte y el juicio por venir. Sostenida por los rasgos estoicos y epicúreos, comunes a gran parte del pensamiento humanista, la dignidad especial del hombre se creía que residía en su habilidad para lograr una armonía interior placentera a Dios por medio de la ampliación de su pensamiento y de la suma de su conocimiento de la antigua sabiduría y de la enseñanza de Cristo. Había, pues, un interés menor en la naturaleza sacramental del cristianismo. El optimismo esencial de esta creencia en la autoperfectibilidad dejaba de lado la función dramática que desempeñaba el pecado original en la teología ortodoxa. El Jardín del Edén y lo que allí sucedió se convirtió en la alegoría de una elección, en un aviso sobre el carácter del combate que iba a ser librado en la naturaleza humana, más bien que en el primer paso de un drama acerca de la gente real que requería la efusión de la sangre de Cristo en la cruz. La degradación del drama «histórico» del fruto prohibido estaba sostenida por la creencia pseudohistórica en una Edad de Oro, cuando el hombre vivió durante generaciones en un estado de bienaventuranza inconsciente. Los humanistas no mostraban a los santos como intercesores en función del tesoro amontonado de sus méritos, sino que, más bien, incitaban al hombre a utilizar su propia vigilancia informada para alimentar la semilla de divinidad que había en él. Todo esto era desde luego en interés de una religión personificada. El resultado, igual e inevitablemente, era el de intelectualizarla. La cristiandad ya no era tan fácilmente perceptible. Las palabras de Cristo se convirtieron en algo más importante que sus milagros y su crucifixión. Los demonios, los ángeles, los vicios, las virtudes, el cáliz de la comunión, sostenido para recoger la sangre que brotaba de la cadera de Cristo, Judas colgado por el cuello, el tormento de los mártires, una larga herencia de arte y teatro quedaba disminuida por exhortaciones a vigilar y rezar menos y a estudiar y pensar más.

Un sorprendente eclecticismo alejaba aún más a la imaginación de la liturgia y del tema del púlpito y presidía la amplia variedad de fuentes que los humanistas juzgaban oportunas para el estudio de la vida religiosa. Una de las causas era una extraordinaria curiosidad académica. Las otras eran: la importancia concedida a la filosofía moral, que buscaba sus ilustraciones en la poesía, la retórica y la historia tanto como en la Sagrada Escritura; el interés por el auténtico sentido de la religión, el alimento a la adoración, que se puede descubrir en todos los credos y en todos los tiempos; el eclecticismo que ya se hallaba presente en algunos de los modelos básicos de los humanistas, especialmente en Cicerón.

El benévolo estudio de las otras religiones ya no estaba fuera de lugar. Cada religión se suponía que reflejaba (aunque el cristianismo lo hacía más directamente) una verdad particular emanada de un solo Dios; era posible descubrir algo significativo de las intenciones de Dios y de la espiritualidad inherente al hombre desde los obeliscos de Egipto hasta el Corán. El riesgo era que el cristianismo no quedara reforzado, sino diluido.

Los ritos y ceremonias de la religión –escribía Cornelius Agrippa– son distintos en razón de las diferencias de tiempo y región; y cada religión tiene algo de bueno, que se dirige hacia el mismo Dios, el creador; y aunque Dios no aprueba más que la religión cristiana, no rechaza por completo otros cultos practicados en su honor; tampoco los tiene por completo olvidados y los premia, si no mediante una recompensa eterna, sí mediante una temporal; o, al menos, los castiga menos.

Este sincretismo alcanzaba su grado diluyente más elevado en su reflejo de una tendencia ampliamente compartida por los humanistas: la combinación de un auténtico estudio original del Nuevo Testamento con otro semejante a una clave de código del Antiguo. Así, la Cábala judía se consideraba como un cuerpo de sabiduría secreta, transmitida oralmente desde los tiempos mosaicos, antes de que fuera confiada a la escritura, una tradición de sabiduría que, si se aplicaba a la Biblia (si era necesario, después de haber dilucidado el significado simbólico de ciertas letras hebreas), podía suplir la comprensión del Antiguo Testamento. El hecho de que a los hombres sabios se les había concedido un preconocimiento del nacimiento de Cristo y que habían venido del este lo consideraban los humanistas como un índice para buscar aún más antiguas visiones en los trabajos (o pseudotrabajos) de los sabios orientales, cuyas ideas se creía estaban incorporadas en los escritos de Pitágoras. Egipto también ejercía cierta fascinación, ya que, debido a una tradición que se halla en Herodoto y Platón, se creía que había sido la cuna original de la religión. Parecía como si esta tradición tuviera un lado real a causa de un cuerpo de escritos atribuidos a Hermes Trismegistos, de los que Ficino pensaba (habiéndolos traducido del latín), al igual que sus antecesores, que se trataba de la obra de un antiguo sabio egipcio, si bien habían sido escritos de hecho en los siglos III y IV después de Cristo. Un índice de en qué medida era bien recibido Hermes en el grupo de aquellos que podían arrojar alguna luz sobre el Antiguo Testamento es la inscripción que reza bajo una representación suya en la catedral de Siena, en 1488, donde se suponía que era «contemporáneo de Moisés». El Antiguo Egipto era también el hogar de los jeroglíficos. Estos resultaban fascinantes debido a la posibilidad de que contuvieran huellas directas de los pensamientos de Dios, que (bajo influencia platónica) se suponía que tenían la forma de imágenes-ideas completas, hasta que se dio a sí mismo una boca humana en la encarnación. Los jeroglíficos aparecían cada vez más en el arte, y Durero, por ejemplo, los utilizaba pródigamente en la contrapieza de su vasto arco del triunfo. Pero los jeroglíficos y el deseo de descifrarlos era un asunto exclusivo de especialistas. No podía existir una clara imagen del humanismo cristiano mientras sus componentes buscaran al mismo tiempo el combate con el sistema teológico, simplicidad para las masas y sabiduría esotérica para ellos mismos.

Si la importancia concedida a la sabiduría secular podía llevar a un olvido de la revelación; si la búsqueda de Dios podía conducir a olvidar a Cristo; si el aliento de esa búsqueda podía llevar a un vago panteísmo, como sucedió con la afirmación de Celtis de que a Dios se le podía adorar de igual manera en el campo y en la Iglesia; si todo esto era así, también la invocación de tantas autoridades podía conducir a la desconfianza en el conocimiento mismo, y, con ello, a socavar un fin central del humanismo: que ampliando su pensamiento el hombre podía aumentar su talla espiritual. Abrumado por la acumulación de conocimientos desde los tiempos en que Tomás de Aquino realizó la conciliación de la razón y la fe, oprimido por la cantidad de estudios de la fuente de creencias, resultaba tentador continuar con el conocimiento y dejar que la fe se las arreglara como pudiera. Resultaba tentador también convertirse en un escéptico de la razón, como lo hizo el sobrino de Pico, Gian Francesco, ver la filosofía de Cristo como un discurso esencialmente autocontradictorio y, desde luego, sin esperanza para unos hombres que, sobre todo, necesitaban el tipo de afirmación que únicamente alcanza lo profundo para proporcionar el consuelo cuando es el resultado de un relámpago revelador en el camino de Damasco. Finalmente, resultaba también tentador confundir los jeroglíficos con los símbolos trazados en el polvo por el bastón del mago y, en cuanto al humanismo, interpretar el intento del hombre como una imitación más que como una búsqueda de Dios, intento que realizó Agrippa y por el que figura como uno de los inspiradores del Fausto de Goethe.

El humanismo implicaba inevitablemente la religión. Del mismo modo inevitable solo podía actuar como una levadura muy lenta dentro de la vida espiritual de Europa como un todo. Los humanistas escribían en latín para un público relativamente pequeño aunque importante. Algunos de ellos, dentro y fuera de la Iglesia, eran autónomos; otros dependían de las fluctuaciones del mecenazgo; otros picaban aquí y allá, no siempre con seguridad, entre las universidades y otras instituciones educacionales. Carecían de un cuerpo de predicadores animados de sus ideas. No estuvieron involucrados con los sentimientos patrióticos de ninguna nación. Sobre todo, quizá, a su mensaje le faltaba humildad y sentido del pecado; y como le faltaba el sentido del pecado, le faltaba la necesaria nota de esperanza. La actitud de Lutero hacia la teología reflejaba algo del matiz humanista que la Universidad de Erfurt había adquirido cuando él estuvo estudiando allí. En sus años tempranos fue un admirador de Erasmo; pero un simple pasaje puede explicar la ruptura que se produjo entre los dos hombres y la gran fuerza penetrante de la visión alemana de la religión. «Creo –escribía– que no puedo creer en Jesucristo, mi Señor, o ir hacia Él auxiliado por mi propia razón o fortaleza. Pero el Espíritu Santo me ha llamado por medio del Evangelio, me ha iluminado con sus dones, santificado y mantenido en la única fe verdadera.»

EL PENSAMIENTO POLÍTICO

Entre todos aquellos que retrocedían para considerar la naturaleza de la sociedad política como una totalidad había una gran cantidad de seguidores de la moda. Muchos sermones, folletos y tratados prolongaban aún el desfasado tema de los «Espejos de príncipes»: bastaba que un gobernante fuera un buen cristiano para que todo estuviera en orden con su pueblo. Este era un rasgo dominante en la educación de un príncipe cristiano. Un punto de vista más moderado lo representaba Seyssel, cuya La Grande Monarchie de France se funda sobre la idea de que un gobernante debe fundar sus acciones en primer y principal lugar sobre el conocimiento de su país, sus instituciones, la composición social y las necesidades del pueblo en general; tendrá que gobernar, de hecho, más con su cabeza que con su corazón o su conciencia: una vez consciente de las limitaciones a su libertad, sus acciones serán moderadas y perspicaces. Maquiavelo representa un punto de vista similar, aunque puesto al servicio del activismo; el conocimiento sobre los hechos acerca de las instituciones y la naturaleza humana permitían al gobernante aliviar el dinamismo potencial en el sistema político. Por último, en el extremo, opuesto del idealismo de Erasmo se encuentra la posición de Cornelius Agrippa, para quien el estudio de la política era simplemente gastar el tiempo; si la monarquía, aristocracia y democracia funcionaban o no, dependía de los caracteres de los individuos implicados en ellas; por lo tanto, ¿qué sentido tenía discutir sus méritos como formas institucionales?

Aparte de esta vena excluyente, existía un punto de vista ampliamente compartido entre los escritores sobre política, según el cual se podía aislar, analizar y tratar con los problemas específicos, tanto si se trataba de la injusticia social (Moro), o de las rivalidades internacionales, aparentemente sin sentido (Erasmo), o la debilidad militar (Maquiavelo). De la misma manera que los historiadores comenzaban a dejar de explicar la historia en términos de juego de ajedrez que enfrenta a Dios y al Diablo con fichas humanas, en términos de ambición individual, avaricia y codicia, también los escritores sobre política eran conscientes de que, hasta cierto punto, los destinos del hombre estaban en sus propias manos y que el resultado de ello dependía del autoconocimiento. Era necesaria mucha flexibilidad para descubrir los adornos familiares de las mejores constituciones de Aristóteles y sus malignos contrapuntos, pues el pensamiento constructivo solo podía comenzar cuando se las cotejase con la realidad. Así, Seyssel había añadido los oficiales de paz, de cualquier origen social que fueran, al elemento aristocrático en la vida institucional de Francia. Budé, en su muy antierasmiana La educación de un príncipe, señalaba que la naturaleza de la economía era más importante para el planificador político que el carácter de su príncipe. Y Savonarola, educado en la preferencia de santo Tomás de Aquino por la monarquía como el más cercano reflejo del gobierno único de Dios y el de la naturaleza (la abeja reina) y ansioso como pastor espiritual por una constitución dentro de la cual los hombres pudieran llevar vidas virtuosas, alababa la constitución republicana de 1495, tanto en sus sermones como en sus Tratados sobre el gobierno de Florencia, porque casaba con el temperamento y surgía de modo natural del condicionamiento histórico de cada pueblo particular.

Esta importancia concedida a lo que funcionaba más que a lo ideal no solo era el resultado de una observación directa; estereotipos antiguos y medievales ayudaban a ello. El cuerpo político estaba sujeto a cambios, como lo estaba el cuerpo individual; necesitaba el consejo del diagnóstico político, al igual que el individuo precisa el del doctor. Del mismo modo que el individuo se hallaba vinculado a la rueda que le llevaba del bien al mal a menos que la virtud la frenara, así las naciones pasaban de una forma de constitución a otra, de la prosperidad al desastre, a menos que la presión del conocimiento entrara en funcionamiento. Estas metáforas de cambio no tienen significado por sí solas. Ningún escritor de política pensó que el mundo se estuviera deslizando hacia la senilidad, aunque algunos predicadores y cronistas lo hicieron. Fuera de Italia existía poca comprensión sobre el fenómeno del paso de una forma de constitución a otra: la monarquía hereditaria había sido el gobierno a lo largo de los siglos. Pero ello contribuía a dar un carácter de urgencia y un sentido de misión a los escritores. Budé, Seyssel y Maquiavelo escribían en la lengua vernácula, a fin de atraer la vista de un gobernante concreto, en cualquier caso, un nuevo gobernante, el joven Francisco I y el joven Lorenzo de Médicis, nieto de Lorenzo el Magnífico. Los asuntos son fluidos; así están las cosas en este momento; esto es lo que puedes hacer; cualquiera que sean sus diferencias formales, este es el mensaje común a sus obras.

Seyssel, un obispo, administrador y diplomático, se refería con desilusión al montón de libros escritos para aconsejar a los príncipes desde la Antigüedad en adelante. ¿Qué efecto práctico habían tenido? Los príncipes o no los necesitaban o no los leían. Sin embargo, gracias a los despachos e informes del naciente cuerpo de diplomáticos, la confianza de maestros de los eruditos humanistas y la creación de los administradores profesionales legalmente preparados, era más fácil de imaginar ahora que en el pasado la función del consejero político efectivo, lo cual le concedía un nuevo sentido de oportunidad a lo que decían.

Era más fácil también conseguir que el consejo tuviera algún valor práctico por medio de comparaciones y obteniendo conclusiones de ellas, no tanto de ejemplos contemporáneos –Venecia, el Imperio, los turcos, las más importantes entre las pocas comunidades políticas que era necesario considerar en términos de instituciones más bien que de gobernantes– como de la Antigüedad. Había una relación de las acciones y de sus consecuencias, de las instituciones y de sus destinos, que los escritores y los lectores tenían en común. Si bien Maquiavelo cotejaba las modernas situaciones con las antiguas, con un sentido de su paralelismo inusitadamente agudo, y en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio proclamaba estar abriendo un nuevo sendero al señalar la importancia de la historia antigua para los problemas modernos, la costumbre de invocar la historia del mundo antiguo era casi universal. Trabajando sobre bases muy similares, aunque sin que cada uno conociera la obra del otro (a pesar de que se habían conocido en 1504), Seyssel y Maquiavelo utilizan los mismos ejemplos de la antigua Roma con una frecuencia sorprendente.

Los teóricos políticos, por supuesto, tomaban del mundo antiguo lo que apoyaba a sus propios intereses. Aquellos que se interesaban primeramente por los valores éticos se podían preguntar a sí mismos: ¿qué medio institucional conseguiría producir una nación de cicerones? Los republicanos podían volver los ojos hacia Livio; los monárquicos, hacia Suetonio; los estudiosos del cambio constitucional, a Polibio; los idealistas, a Platón. Esta gran cantidad de modelos no producía en sí misma obras de mayor originalidad que aquellas de la Edad Media, dejando a un lado las obras encaminadas a influir en los que se hallaban en el poder. Hay que recordar que algunas de las que posteriormente han aparecido como obras clave no se imprimieron hasta después de este periodo; entre ellas, la de Francesco Guicciardini, Los discursos de Logrogno (1512, impresa en 1558); la de Maquiavelo, El príncipe (1513, impresa en 1532), y la de Budé, La educación del príncipe (1518 o 1519, impresa en 1547). Cuanto más claro se veía que todas las instituciones las habían hecho los hombres y que ellos las podían alterar, y que estas alteraciones habían de tomar en cuenta la tónica de la sociedad como un todo, tanto más claramente se consideraba a estas instituciones decididamente clásicas en función de su evolución histórica. Los orígenes y mucho del primer desarrollo de las naciones contemporáneas se hallaban envueltos en la mitología; los de Roma, parecían ser claros. La ausencia de libros adecuados analíticos o de referencia contemporánea hacía que resultara más fácil ver cómo se había gobernado Roma que cómo la eran las grandes naciones en aquel momento, sin excluir muchas veces a la del mismo escritor.

Fuera de las repúblicas, la que más influyó a los escritores de política fue la claridad con la que se podía ver a la Roma imperial. En Alemania, que realmente tenía un emperador, si bien uno débil, el pensamiento político en una escala nacional continuaba siendo una aspiración más que una práctica. En Inglaterra, la idea de que el monarca se encontraba sometido a la ley y que estaba allí para proteger al mismo tiempo que dirigir a su pueblo, embotaba la fuerza de la analogía romana, como también hacía la posición de las Cortes españolas. En Francia, sin embargo, el desprecio que casi todos los que tenían una educación humanista sentían por la plebe, junto al crecimiento de la eficacia a partir de la monarquía de Carlos VII, permitían que se pudiera citar el modelo imperial romano sin inhibición ninguna.

Para Budé, que, ante todo y sobre todo, era un erudito por temperamento, el poder del rey era absoluto. A fin de probar que no solamente era esto verdad, sino que había de ser verdad también en términos de la naturaleza del ideal político, citaba (por supuesto, arreglados para este propósito) ejemplos de la historia romana y llegó a ignorar la ceremonia de coronación, con su aura de responsabilidad ante Dios y ante la Iglesia, porque carecía de analogía en el mundo antiguo. El único contrapeso para el absolutismo era la ensoñación de la conciencia del gobernante. Budé estaba utilizando la historia de Roma con el fin de abolir la de Francia, para liberar al rey de los obstáculos del pasado nacional. Por el contrario, Seyssel, aunque compartiendo en un nivel más superficial el conocimiento de Budé sobre la antigua Roma y coincidiendo con su deseo de enaltecer la autoridad del rey, señalaba que tal autoridad no podía ser absoluta en la práctica. El monarca estaba obligado a no actuar en contra de los intereses de la religión. Estaba obligado a tener en cuenta el derecho del país tal como lo conocían sus jueces. Se encontraba, por tanto, vinculado por ciertas convenciones que habían llegado a alcanzar el estatus de leyes fundamentales, convenciones que gobernaban la sucesión al trono, la inalienabilidad de las tierras de la corona, las relaciones entre la corona y el Papado. Además, el análisis que hacía Seyssel de la composición social de la nación revelaba más «frenos» (para utilizar su propia palabra) sobre la libertad de acción del monarca, ya que su poder se disolvería si ignorase arbitrariamente los intereses básicos de cualquier grupo social.

Por tanto, si bien la posibilidad de conseguir información acerca del antiguo mundo ayudaba a cambiar la tónica del pensamiento político y añadía mucho al alcance de su material ilustrativo, no determinaba su dirección. La utilizaban los profetas del absolutismo, como Budé, y los tácticos, como Seyssel; los entusiastas por imitar las acciones de los antiguos, como Maquiavelo, y los escépticos, como Guicciardini, quienes miraban hacia la Antigüedad como una guía del pensamiento, no para hacer historia. Las zonas principales donde la opinión de los escritores políticos aparecía más o menos unitaria eran la de la política exterior y la guerra. Las instituciones feudales y clericales habían impregnado tan profundamente la vida política nacional con el sentido del contrato y la rectitud cristiana que la mayoría de los teóricos políticos simplemente no podían recomendar un amoralismo cabal al discutir la orientación de los asuntos interiores. En los asuntos exteriores, sin embargo, las lecciones de sutilezas militares y diplomáticas que se podían leer de los historiadores y los escritores sobre la guerra de la Antigüedad no eran fáciles de digerir. Cuando piensa solo en Florencia, Maquiavelo está vinculado, y le gusta estarlo, a las tradiciones de su pasado republicano; pensaba en términos de honradez social, de confianza mutua y de bien común. Pero cuando reflexiona sobre las cualidades que necesita un dirigente que ha de conquistar o tratar con territorios conquistados o negociar con enemigos potenciales, aceptaba la necesidad de disimular y mentir. Expresaba la desconfianza en la naturaleza humana con más decisión de lo que lo hacían muchos de sus contemporáneos, apuntaba la necesidad del divorcio entre la moralidad privada y la política con mayor fruición que los otros, pero su punto de vista no estaba aislado. «Ya que los hombres son corruptos por naturaleza –escribía Seyssel–, generalmente tan ambiciosos y deseosos de dominación […] que uno no puede poner ni fe ni confianza en ellos, es muy recomendable y necesario que todos los príncipes responsables del gobierno de los dominios mantengan siempre un ojo cauteloso sobre sus vecinos, incluso en tiempos de paz.» Budé sancionaba el engaño, la falacia y la astucia en los intereses nacionales. No tenía a Maquiavelo presente (de quien nunca había oído hablar) cuando Erasmo recordaba a su propio príncipe cristiano ideal «los medios por los que algunos príncipes se han ido deslizando hasta el punto en que las ideas de “buen hombre” y “príncipe” parecen ser la antítesis la una de la otra. Evidentemente resulta estúpido y ridículo hablar de un buen hombre al hablar de un príncipe».

El aspecto más «realista» del pensamiento político contemporáneo debía mucho, ciertamente, al estudio de la Antigüedad. No era solamente porque la guerra ocupaba un lugar tan destacado en las obras de los historiadores romanos por lo que se argumentaba que la guerra era par excellence la verdadera materia de la historia, sino que los escritores que pagaban impuestos sabían que las guerras eran caras y, como no habían nacido de una casta luchadora, simpatizaban con la concepción de Vegetius de que casi todos los métodos de derrotar al enemigo eran mejores que combatir contra él realmente. La idea de Fortuna era común a los intelectuales. Vegecio, en su muy leída De re militari, había llamado la atención sobre la función dominante que desempeñaba la fortuna en el campo de batalla. Resultaba razonable, por tanto, sancionar el uso del terror, el engaño y el subterfugio, ardides y políticas reunidos en antología por otro autor clásico también muy leído, Frontinus. Resulta dudoso, sin embargo, si este rasgo «realista» habría quedado tan explícito de no haber sido por la crónica de engaños y estratagemas a expensas de los pueblos enemigos determinados, recogidos en el Antiguo Testamento, o incluso por la enseñanza menos consistente del Nuevo; además de los ejemplos clásicos que Seyssel cita en sus capítulos sobre relaciones diplomáticas y guerra, se refería a san Pablo à propos de la habilidad para sembrar las disensiones entre los propios enemigos, cuando dice: «Introducía un cisma entre los judíos para ver que conspirasen todos irracionalmente contra él». Resulta también dudoso si este rasgo se hubiera generalizado tanto de no haber sido por la tónica general de los asuntos internacionales y por el hecho de que los escritores políticos más originales estaban, o bien situados para observarlos –Budé, en París–, o habían tomado parte en ellos, como hicieron Maquiavelo, Guicciardini, Seyssel y Moro.

LA CIENCIA

Nadie había recibido hasta entonces el nombre de científico. «Scientia» significaba simplemente conocimiento en su totalidad (o una de sus partes) y aquellos que profesaban o estudiaban la «filosofía natural», esto es, la naturaleza del mundo físico, ponían la filosofía por encima de la investigación. La ciencia, en el moderno sentido, era, o bien el derivado de un interés profesional en medicina, magia o alquimia, o una materia fundamentalmente autoaprendida que tenía que ajustarse a otra carrera. El hombre al que más decididamente se puede llamar «científico» en este periodo (aunque sus descubrimientos no se vieron la luz hasta más tarde), Copérnico, había estudiado medicina, derecho canónico y filosofía, así como astronomía; ocupó un puesto de canónigo en la catedral de Frombork, en Polonia, y se ganaba la vida como secretario del obispo y como médico. Aunque el humanismo afectó al carácter del mayor número de zonas del estudio secular, se oponía al crecimiento de una posición científica excepto en una cuestión: la pasión por la Antigüedad produjo la publicación de textos científicos hasta entonces imposibles de conseguir. La oposición de los humanistas al escolasticismo les llevó a ignorar los avances que ya se habían conseguido con la filosofía natural, enseñada en el programa medieval, mientras que su predominante interés en la conducta humana, estudiada en relación con la literatura clásica, les apartaba del estudio de la naturaleza en sí misma. Intocada en las universidades, o escasamente influida por el humanismo, a la ciencia no le iba mejor: la enseñanza de la filosofía natural hacía mucho tiempo que se había convertido en un asunto de memoria.

Y si había pocos conocimientos que descendieran desde las universidades para animar al espíritu científico caracterizado por el proceso observación-experimento-hipótesis-nuevo experimento, también pocos conocimientos ascendían desde el nivel de prueba y error de la tecnología y el oficio. Del mismo modo que no había «ciencia» en el sentido de un método que investigara los fenómenos naturales que se pudieran transferir, aunque fuese bajo una forma diluida, a otras actividades, tampoco existía la idea de una «tecnología» como algo que implicaba la posibilidad de aumentar la eficacia o el control progresivo por el hombre de su medio. La literatura tecnológica (como pintar, forjar cañones o destilar licores) contenía sugerencias que métodos perfeccionados permitirían a la siguiente generación hacer progresar; pero los avances en las artes y oficios concretos no se combinaban en un concepto general de progreso tecnológico, pues estaba aún obstaculizado debido al secreto que guardaban los oficios y al carácter excluyente de los mismos. Había ocupaciones donde los académicos con intereses científicos cooperaban con la ayuda de los cirujanos, la literatura médica se beneficiaba de los dibujos y grabados anatómicos que realizaban los artistas; los matemáticos ayudaban a los topógrafos y a los fabricantes de instrumentos náuticos. Tales contactos, sin embargo, eran demasiado aislados y demasiado escasos y no llegaban a producir una colaboración fértil entre quienes pensaban y quienes actuaban. Fuera de las artes, además, no había lugar adecuado en el pensamiento social contemporáneo para el artesano que tuviera pretensiones intelectuales y, dentro de las artes, la superación intelectual, influida por el anhelo de elevarse de la situación del oficio, conducía a una cierta actitud de denigración del elemento manual. El desprecio de Leonardo frente a los escultores sudorosos corría parejo con el de los profesores de la facultad de medicina, quienes relegaban las disecciones a los ayudantes que aspiraban a la humilde condición de cirujanos. Entre la hipótesis y el experimento había un abismo de separación creado por un prejuicio, tanto social como intelectual.

Muchas de las actitudes intelectuales necesarias para conseguir una concepción científica del mundo existían ya. La curiosidad impulsaba a las personas a coleccionar Antigüedades, a proveerse de zoos y a buscar rarezas naturales. Si bien un topógrafo alemán podía interrumpir una descripción de Ulm para señalar que la fecha de su fundación la daba su nombre deletreado al revés (MLV o 1055), el nivel crítico de muchos escritos históricos y filológicos era elevado. El mismo sentido común riguroso que llevaba a Leonardo a deducir de la presencia de conchas fósiles en los Apeninos que los valles de estos montes estuvieron en el pasado cubiertos por el mar, se manifestaba también diariamente en los tribunales de justicia. El informe del médico forense sobre el supuesto suicidio de Richard Hun en la prisión de la Torre de Lollard, en 1515, es un ejemplo excelente y muy representativo del razonamiento deductivo a comienzos del siglo XVI:

Todos los pertenecientes a la encuesta subimos juntos a la citada torre, donde encontramos el cuerpo del citado Hun, colgado de una argolla de hierro por medio de un cinturón de seda, con limpio semblante, el cabello bien peinado y el gorro puesto sobre la cabeza, con los ojos y la boca cerrados, sin que tuviera la mirada vidriosa o estuviera boquiabierto o ceñudo; asimismo sin baba ni humor alguno en todo su cuerpo […]. El nudo del cinturón que rodeaba su cuello estaba bajo su oreja izquierda, la que obligaba a su cabeza a inclinarse sobre el hombro derecho. Sin embargo, de las ventanas de la nariz le surgían dos regueritos de sangre, que venían a ser unas cuatro gotas. Con excepción de esas cuatro gotas de sangre, la cara, los labios, la frente, el jubón, la golilla y la camisa del citado Hun estaban limpios de toda sangre. También encontramos que la piel del cuello y garganta bajo el cinturón de seda estaba frotada e irritada, por medio de aquello con que los asesinos también le habían roto el cuello. También las manos del citado Hun estaban retorcidas a la altura de las muñecas, por lo cual entendimos que le habían atado las manos. Además, vimos que en la citada prisión no había nada con lo que un hombre pudiera colgarse a sí mismo, sino solamente un taburete que estaba sobre un almohadón en una cama, en tan difícil equilibrio que ninguna persona o animal podría rozarlo sin que se cayera, por lo cual entendimos que no era posible que Hun pudiera haberse servido del taburete tal como se encontraba […]. Tampoco era posible que el suave cinturón de seda pudiera romperle el cuello o la piel debajo del cinturón. También encontramos en un rincón, algo detrás del lugar donde el cuerpo colgaba, un gran charco de sangre; también encontramos que sobre el lado izquierdo de la chaqueta de Hun, del pecho hacia abajo, corrían dos grandes regueros de sangre. Encontramos asimismo bajo la solapa del lado izquierdo de su chaqueta un gran coágulo de sangre y la chaqueta estaba doblada encima, lo que Hun nunca pudo hacer después de estar colgado. Por lo cual, a todos nosotros nos pareció muy claro que a Hun le habían roto el cuello y que este había derramado la gran cantidad de sangre antes de ser colgado. En base a todo esto nosotros encontramos ante Dios y nuestras conciencias que a Richard Hun le habían asesinado y exoneramos al citado Richard Hun de su propia muerte. También encontramos un cabo de vela que John Bellringer dijo que había dejado ardiendo junto a Hun aquel mismo domingo por la noche en que Hun fue asesinado, la cual vela encontramos emplazada sobre los enseres y apagada, a unos siete u ocho pasos del lugar donde habían colgado a Hun, la cual vela, en nuestra opinión, nunca la apagó él, debido a muchas consideraciones que habíamos observado[2].

Que esta curiosidad, el juicio crítico y el sentido común no se coligasen para poner en tela de juicio las ideas establecidas acerca de la naturaleza del universo no es sorprendente. Los filósofos de la naturaleza de los siglos XII y XIII habían elaborado una visión que abarcaba toda la creación, desde las plantas y las piedras hasta la esfera límite de las estrellas fijas y que resultaba lógica y bella y tenía la sanción de la Iglesia. No explicaba suficientemente algunos de los movimientos de los cuerpos celestes observados por los astrónomos, sino que dejaba campo para un debate acerca de la naturaleza del movimiento o la influencia de los planetas sobre la conducta humana. Pero resultaba coherente, sin embargo y tenía sentido si se presumía que Dios estaba únicamente interesado por el ser humano en su tranquila plataforma central, la tierra, y en su interior agrupaba los más pequeños equilibrios de explicación, tales como las analogías que se podían encontrar entre temperamentos, los elementos, las cualidades, los vientos, las estaciones, el tiempo del día y el de la vida; así, el temperamento sanguíneo se asociaba con el aire, las cualidades de húmedo y cálido; el viento céfiro, con la primavera, la mañana y la juventud. Inventado por Jehová, explicado por Aristóteles y Ptolomeo y elaborado y confirmado por innúmeros comentadores medievales, este modelo venerable ya no se discutía. El contramodelo de Copérnico, que establecía la rotación de la tierra y su traslación alrededor del sol, desafiaba a la evidencia; el globo terráqueo tendría que estar constantemente azotado por vientos impetuosísimos, una piedra no caería en línea recta cuando se la tirase. El contramodelo desafiaba a Aristóteles porque el lugar natural del cuerpo más celeste en el universo estaba en el centro de este. Desafiaba también a la importancia que los humanistas y los cristianos ponían en el hombre, convirtiendo al teatro de su vida en algo periférico al orbe sin vida, al sol. Es probable que fuera por esta razón por la que Copérnico dilató la publicación de sus ideas hasta 1543, aunque ya estaban bien configuradas hacia 1512. Incluso Pomponazzi, el más vigoroso y racional de los filósofos contemporáneos, el cual negaba que se pudiera probar la inmoralidad personal, quien se burlaba de los milagros y dudaba de la eficacia de la oración, aceptaba el modelo tradicional y buscaba el destino del hombre en la influencia de las estrellas.

Otro aspecto del modelo que no invitaba a realizar un estudio desinteresado lo constituían los siglos de servicio que había proporcionado a los astrólogos. Los astrólogos enseñaban en las universidades y recibían pensiones en las cortes de los príncipes. Enrique VII sostenía a un astrólogo, como lo hicieron Carlos VIII y Luis XII. Los condottieri como Bartolomeo Alviano y Paolo Vitelli les consultaban. Los gobiernos seguían sus consejos (o, al menos, los buscaban) antes de enviar una embajada, y las personas privadas lo hacían antes de poner la primera piedra para construir una casa o antes de salir de viaje. El alquimista necesitaba consejo antes de intentar hacer una transmutación, a causa de las relaciones entre los metales y ciertas estrellas. El médico recogía sus hierbas y las administraba en épocas determinadas astrológicamente. Los campesinos plantaban, cosechaban y hacían la matanza con gran acopio de literatura barata de prognosis en la cabeza. Desplazar a la tierra del centro del universo significaría trastornar los cálculos de todos aquellos que predecían el futuro o escogían tiempos favorables del día o del mes. Una gran cantidad de ironía acompañaba a la creencia en la astrología. Según una leyenda, un rey de Francia salió a cazar con la esperanza de disfrutar del buen tiempo que le prometía su astrólogo. Por no prestar atención a un molinero, quien le advirtió, ya que lo sabía por los tábanos arracimados alrededor de su burro, que iba a llover, el rey hubo de sufrir una tormenta torrencial. En realidad, la elaboración de horóscopos estaba prohibida por el Derecho canónico, porque negaba el concepto de libre albedrío, pero los astrólogos continuaban ejerciendo su comercio mediante el ardid de que los planetas «inclinan sin coaccionar». La influencia del humanismo condujo en general a un aumento del respeto que se le profesaba a la astrología. La actitud de Cicerón daba lugar a dudas, pero Virgilio, Plinio y Ptolomeo, todos parecían haber creído en el poder de las emanaciones planetarias y siderales, como lo hacía el Platón del Timeo.

Pico della Mirandola, el más decidido enemigo de la astrología, creía que si se pensaba que los planetas eran poderosos, ello se debía a que llevaban nombres de dioses de los que en un tiempo se pensó que influían en las vidas de los hombres. Su ataque tenía un gran alcance: tras llevar un diario del tiempo, encontró que las predicciones astrológicas eran correctas solo siete de cada ciento treinta días. Si la astrología es una ciencia, preguntaba, ¿por qué no pueden coincidir entre ellos los astrólogos? Los astrólogos confiaban en tablas de movimientos celestes y, sin embargo, se sabía que estas eran erróneas. Sus argumentos claves, no obstante, no se basaban en las observaciones del sentido común, sino en la convicción de que Dios le había dado al hombre la posibilidad de elegir libremente su destino propio. ¿Cómo podían los planetas, simples masas de rocas con nombres paganos, afectar esa elección que se ofrecía al espíritu del hombre? Pero el ataque de Pico era un ataque aislado, porque se basaba en una visión absolutamente personal más que en un razonamiento encadenado verificable que cubría todo el camino, desde guardar su diario del tiempo hasta el deseo de despojar a las estrellas de sus poderes ocultos. Incluso Ficino, su socio más viejo, no negaba tales poderes, si bien él también señalaba los errores cometidos por los astrólogos y las discrepancias entre sus previsiones. Significativamente, hubo de ser el filósofo napolitano Pontano, quien carecía de la vena idealizadora romántica de sus colegas florentinos, quien argumentó de un modo más convincente en favor de la astrología. Aun aceptando la influencia de la herencia, la educación y el medio, Pontano se concentró en la psicología del hombre y encontró aberraciones que, en aquel tiempo, solo eran explicables (dejando de lado, como él hacía, la acción de Dios sobre el alma) si se tomaba en cuenta la influencia de las estrellas.

Este campo de argumentación filosófica, desde la negativa de Pico a través del escepticismo vacilante de Ficino hasta la afirmación de Pontano, era desde luego irrelevante para la gran cantidad de gente que buscaba una certeza para el futuro, una guía en sus asuntos diarios y una explicación del carácter que solamente la astrología podía proporcionar. Y los principios astrológicos derivados del modelo cósmico medieval desviaban la crítica de este modelo en interés de otra necesidad muy arraigada: ejercer un control real sobre el futuro por medio de hechizos y encantos. La magia era una necesidad y una habilidad en su calidad de tecnología del no cualificado, de ciencia del que no estaba preparado y de poder del no privilegiado. El hombre que no se podía permitir regar su tierra podía comprar un trozo de un galimatías que, si se inscribía en un pedazo de papel blanco y se daba a comer a una rana, originaría la lluvia tan pronto como la rana volviera a saltar en una charca. Una piedra imán situada junto a una barra de hierro transfería su propiedad de señalar el norte al hierro; así pues, lógicamente, un extracto de testículo de macho cabrío que se administrara a la mujer adorada, aunque fría, la convertiría en apasionada. Los grillos y los cerrojos se fundirían si las influencias siderales que mantenían rígido al metal se interrumpían por medio de un encanto bien escogido. El hecho de que la magia tuviera sus lados prohibidos y heréticos, que comprendían el trato con los demonios, y de que hubiera una polémica en cuanto al carácter de la magia verdadera y de la falsa, únicamente conseguía que la magia apareciera más claramente como parte del orden normal de las cosas. Al trabajar dentro de una estructura intuitiva de ideas donde era tradicional, los magos y los astrólogos eran los grandes calculadores de la época, dejando aparte las filas de los negociantes y los funcionarios del gobierno. La ciencia pura dormitaba sosegadamente en las facultades de filosofía natural de las universidades. La ciencia aplicada, el deseo de utilizar un conocimiento de las leyes físicas para cambiar el medio y mejorar la cualidad de la vida de la persona humana eran más vigorosos, pero se trataba sobre todo de un asunto de horóscopos y de hechizos. En cuanto a los experimentos, era precisamente entre retortas y hornos donde los investigadores no consideraban degradante verter ácidos y traspalar combustible a fin de romper los secretos de la naturaleza.

Aparte de algunos hombres de genio, se había venido considerando desde hacía tiempo a la filosofía natural como algo que había que aprender de un puñado de textos casi sagrados. El respeto por las autoridades escritas era tal que una vez absorbido, el conocimiento adquirido se convertía en un fin en sí mismo que quizá necesitara comentario, pero que no exigía mayor investigación. Al multiplicar las autoridades, el humanismo había intensificado esta actitud. Incluso Copérnico estaba más interesado en ajustar a Ptolomeo a sus teorías que en superar a las autoridades antiguas. Además, el apoyo de esta posición era la disposición a creer que algo era verdad por el hecho de estar escrito. Alimentado por la rareza y el valor de los manuscritos, este rasgo se transmitió al amplio público que entonces podía comprar los libros impresos. La imprenta, por supuesto, extendió el conocimiento científico; pero, al mismo tiempo, extendió los errores y retrasó la especulación. Hacia 1500 se habían publicado unos 3.000 libros diferentes que trataban de temas científicos, sacando a la luz no solo los textos clásicos de fundamental importancia, como la obra anatómica de Galeno, Sobre el uso de las partes, sino también la obra llena de errores de Guy de Chauliac, Cirugía, los comentarios del siglo XIII sobre la Esfera, de Sacrobosco, y numerosas compilaciones populares que se proponían destilar todo cuanto era necesario saber a propósito de geometría o fisiología en unas pocas páginas. Ya muy avanzado el siglo XVI, cuando se pudo aventar la paja de aquella era, la imprenta iba a servir para registrar descubrimientos recientes y, con profuso uso de las ilustraciones, para igualar el modo en el que se discutían aquellos descubrimientos. De momento, sin embargo, el deseo de absorber sobrepasaba al de observar, especular y probar mediante experimentos.

Fuera del laboratorio del alquimista, el deseo de experimentar (como opuesto a las mejoras que se buscaban en la metalurgia, la imprenta y las industrias navales) se limitaba a las artes. El pintor, anhelante de hacer que por lo menos la base de su cuadro, si no el efecto final, fuera una copia exacta de la naturaleza, estaba obligado a estudiar los fenómenos de la naturaleza y a facilitarse el trabajo en el estudio elaborando reglas que iban a permitirle reproducirlos sin mirar a través de la ventana. La búsqueda de reglas venía facilitada por la parte de un todo, ahora se esperaba que la perspectiva calculada matemáticamente influyera en la representación del espacio. «Fíjate –se recordaba Leonardo a sí mismo en uno de sus libros de notas– cuánto disminuye un hombre a una cierta distancia y qué distancia es esa; luego, a dos veces esa distancia y a tres veces, y hazte de ese modo tu regla general.» Como se ve por sus dibujos, el sentido visual de Leonardo era tan grande que raramente necesitaba de fórmulas para procurar una sensación de distancia, el efecto de la luz en un cuerpo sólido o el espaciamiento de las hojas que distingue a un árbol viejo de otro joven. Su deseo de hacer que su visión interna, reflexiva y capaz de reorganizar las cosas fuera tan aguda como el ojo con el que miraba el mundo físico, le llevó a realizar afirmaciones que procuran la sensación que más tarde sería característica de la ciencia, pero que, por entonces, era muy rara: «Me parece que esas ciencias que no surgen del experimento, fuente de toda certidumbre, son vanas y están llenas de error; quien, al argumentar, recurre a la autoridad, no utiliza la inteligencia, sino la memoria». El científico deseo de Leonardo de comprender enraizaba en el artístico de copiar. Y este impulso difería del modo contemporáneo habitual de considerar un fenómeno, el cual implicaba ver su significado alegórico o moral, o su relación con fenómenos de clase muy distinta.

Para comprender mejor cuál era la imagen que se tenía de un cuerpo humano, para ser capaz de retratarlo en movimiento brusco o en combinación con algunos otros sin tener que recurrir a los modelos, Leonardo hacía autopsias y estudiaba la función de los músculos. «Los médicos –como escribía Marineo Sículo– deberían poder hacer algo más que husmear en el orinal.» Mas lo que Marineo continuaba diciendo acerca de ellos no tiene nada que ver con el escalpelo y resulta característico por completo de la mayor parte del pensamiento científico de la época: «Tendrían que saber de música, desde luego, y tener una formación matemática y cualquier cosa que ataña a la cantidad y a la medida y a las causas, movimientos, influencia, naturaleza y efectos de las estrellas; ya que si un médico ignora todas esas cosas, ni puede diagnosticar ni curar». Para la mayor parte de la gente, la investigación «científica» flotaba incómodamente en el vacío, entre la observación del sentido común y una cosmología aceptada de modo no crítico.

[1] He tomado estas citas de un estudio inédito sobre «Le Roy and Budé», que el profesor James Stayer tuvo la amabilidad de permitirme leer.

[2] C. H. Williams, ed., English historical documents, vol. V, 1485-1558, 1967, pp. 660-661.