XXIV
—Mira, caminemos así.
Empezamos a caminar los tres, Ishihara y yo flanqueando a Okada. Desde el principio, lo que nos preocupaba era la comisaría que se encontraba en la encrucijada de Muenzaka. Con intención de prepararnos psicológicamente, Ishihara nos soltó un gran sermón. Lo que entendí yo era que nuestra psique no podía tambalearse, ya que entonces se formarían grietas y nos pillarían con las manos en la masa. Ishihara mencionó un proverbio chino, «el tigre no se come al ebrio». Me hizo plantearme si nos estaba repitiendo algún sermón que había oído de su profesor de artes marciales.
—Vamos, que la policía es el tigre y nosotros tres, los ebrios —se burló Okada.
—¡Silentium! —gritó Ishihara. Nos estábamos acercando a la esquina que nos llevaría a Muenzaka.
Cuando giramos, llegamos a una calle secundaria y las casas de Kaya-chō y las de la orilla del lago quedaron atrás, escondidas tras varios carruajes. Vimos desde esa misma esquina al policía, de pie en la encrucijada.
De golpe, Ishihara, que caminaba pegado al lado izquierdo de Okada, dijo:
—¿Conoces la fórmula para calcular el volumen de un cono? ¿Qué? ¿No la sabes? No es difícil. Como el volumen es un tercio del área de la base multiplicada por la altura, si la base es un círculo, puedes conseguir el volumen con un tercio del radio al cuadrado multiplicado por π y por la altura. Si recuerdas que π equivale a 3.1416, es fácil. Me sé el valor de π hasta el octavo decimal. Es 3.14159265. En realidad, los números que van después no sirven para mucho.
Mientras decía eso, pasamos por la encrucijada. La comisaría estaba en el lado izquierdo de la calle secundaria de donde habíamos venido. El policía estaba delante, observado a un rickshaw que iba de Kaya-chō a Nezu, mientras que a nosotros apenas nos prestaba atención.
—¿Por qué has empezado a hablar del volumen de los conos? —le pregunté a Ishihara, pero justo en ese momento vi que en medio de la cuesta había una mujer que nos observaba, y el corazón me dio un vuelco. Durante todo el camino desde el extremo norte del lago, había estado pensando en ella más que en el agente. No sabía por qué, pero supe que había estado esperando a Okada. Y no me había equivocado. Se había alejado dos o tres casas más allá de la suya.
Intentando evitar llamar la atención de Ishihara, miré tanto a la mujer como a Okada, cuya piel morena estaba más roja que de costumbre. Entonces, colocó la mano encima de la visera de su sombrero, como recolocándolo. La mujer se quedó quieta cual estatua. Lo miraba con los ojos bien abiertos, reflejando un anhelo infinito.
Escuché de fondo la respuesta de Ishihara, pero no entendí ni una sola palabra. Seguramente me dijo que la forma que había adquirido el abrigo de Okada le habría recordado un cono y que por eso había hablado de esa fórmula.
Ishihara también miró a la mujer, pero no le dio más importancia aparte de la de ocurrírsele que era hermosa. Ishihara siguió hablando:
—Os he explicado los secretos de mantener la psique firme, pero como no estáis entrenados, cuando ha llegado el momento, he sabido que no podríamos llevarlo a cabo. Entonces, lo que he hecho es desviar la atención. Podría haber hablado de cualquier cosa, y por algún motivo he pensado en la fórmula del cono. Pero da igual, el plan ha funcionado. Gracias a la fórmula del cono, habéis mantenido una actitud unbefangen y hemos pasado sanos y salvos delante del policía.
Llegamos a la casa de los Iwasaki y fuimos a una habitación orientada al este. Veníamos de una calle tan estrecha que dos richshaws individuales no hubieran podido cruzar a la vez, por lo que lo peor ya había pasado. Ishihara se movió del lado de Okada y caminó delante, como un guía. Me giré una vez más, pero no volví a ver a la mujer.
Okada y yo nos quedamos hasta bien entrada la noche en el cuarto de Ishihara. Podría decirse que acompañamos a Ishihara mientras este bebía sake y comía el ganso. Okada no mencionó el viaje a Europa, así que tuve que reprimir mis ganas de hablar con él sobre el tema. En cambio, tuve que escucharles hablar de las regatas en las que habían participado.
Cuando volvimos a Kamijō, por culpa del agotamiento y del alcohol, me despedí de Okada sin poder hablar más y me fui a dormir. Al día siguiente, cuando volví de la Universidad, Okada ya no estaba.
Igual que cuando un clavo puede cambiar el rumbo de una historia, una caballa hervida en miso servida para cenar en Kamijō fue lo que causó que Okada y Otama jamás volvieran a verse. Hay una historia más allá, pero el resto no está recopilada dentro de esta novela titulada El ganso salvaje.
Mientras escribía esta historia, contaba con los dedos cuántos años han pasado desde entonces, y son treinta y cinco. Una mitad de esta historia es parte de lo que observé mientras estaba con Okada, y la otra mitad la adquirí cuando él ya se había ido e inesperadamente me hice amigo de Otama y me lo contó ella. Igual que un estereoscopio junta dos imágenes, una a la derecha y otra a la izquierda, en una sola proyección, esta historia es el reflejo de la mezcla de lo que primero vi y después escuché.
Tal vez algún lector me pregunte:
—¿Y cómo conociste a Otama? ¿Y cuándo escuchaste esa historia?
Pero la respuesta a esa pregunta, como bien he dicho antes, no está dentro de este relato. No poseo los requisitos que podrían convertirme en el amante de Otama, así que ruego al lector que no se deje llevar por especulaciones absurdas.