IX

Otama nunca se había separado de su padre, y quería saber cómo estaba e ir a verlo. Sin embargo, su amo la visitaba casi todos los días, y le preocupaba dañar su relación si él iba a verla cuando no estaba en casa, por lo que se quedó todos los días en su casa sin poder ver a su padre.

El amo nunca se quedaba hasta la mañana. A menudo se quedaba al menos hasta las once. Con la excusa de que tenía un compromiso, se sentaba en ocasiones delante del brasero de carbón y fumaba un cigarrillo. No había un solo día que estuviera segura de que no fuera a ir a verla, por lo que no podía marcharse de casa. Podría haber ido durante el mediodía, pero su criada era demasiado joven y no podía dejarla sola en casa. Además, tenía la sensación de que si salía durante el día los vecinos la verían, y quería evitarlo a toda costa. Era tan tímida que, al principio, cuando quería ir a los baños públicos, le pedía a su criada que comprobara que no estuviese muy lleno.

Y, al tercer día de mudarse, le ocurrió algo que sobresaltó a Otama, que de por sí ya era asustadiza. El día que se mudó, tanto el verdulero como el pescadero le dieron una cartilla a cambio de aceptar sus servicios, pero cuando no le trajeron el pescado ese mismo día envió a Ume para que comprara algo para la comida. Otama no tenía intención de comprar pescado todos los días. Su padre no bebía alcohol pero comía cualquier cosa que no fuera perjudicial para la salud, así que no tenía ninguna manía. Sin embargo, un día escuchó a alguien comentar que debido a su pobreza no habían comprado pescado en varios días. Para evitar que Ume pensara que no tenía dinero suficiente, y como su amo no era un hombre tacaño sino generoso, le pidió a la niña que trajera pescado.

No obstante, ese día Ume regresó con lágrimas en los ojos. Cuando preguntó qué había ocurrido, respondió:

—Entré en la pescadería, pero no al de nuestra cartilla. El dueño de la tienda no estaba, pero sí su mujer. Pensé que tal vez el dueño acababa de volver del río y que, tras dejar unos pescados en la tienda, estaría repartiéndolos por las casas. Había muchísimo pescado fresco. Vi un montón de caballas que tenían muy buen color y pregunté por el precio. Y la señora me dijo: «A ti no te he visto nunca, ¿en qué casa trabajas?», y le dije que en esta. La señora puso muy mala cara. «Vaya, vaya. Pues lo siento mucho, pero tendrás que irte de aquí. Dile esto a tu señora: en esta tienda no vendemos pescado a la amante del prestamista», y se giró y me ignoró.

Ume se había sentido tan mal que no tuvo fuerzas para ir a otra pescadería y había vuelto corriendo. Aun así, y con estragos, explicó toda la historia a su ama.

Otama palideció cuando escuchó el relato. Se quedó callada. El pecho de la ingenua joven se había alborotado, se había formado un entresijo de chaos en su corazón que no era capaz de deshilar, y esas emociones habían arremetido contra su cuerpo, arrebatándola de la pureza de su corazón con una presión inigualable, y toda la sangre se quedó en el pecho mientras que su rostro perdía color y la espalda quedaba cubierta de sudor frío. Y un pensamiento insignificante pasó de inmediato por su cabeza aun en esos momentos tan tensos, de si Ume seguiría trabajando para ella.

Ume observó el rostro blanco de Otama, y lo único que supo era que su ama estaba sufriendo, aunque no entendía el motivo. Había regresado apurada y, pese a que aún no había comida en la mesa, tenía las monedas que le había dado en el obi.

—No puedo creer que existan mujeres tan crueles. ¿Quién iría a comprar pescado allí? Más allá hay un pequeño santuario del dios Inari, y hay otra pescadería. Iré ahí a comprar —dijo Ume amablemente, incorporándose.

Otama sintió que la niña se había convertido en su amiga y asintió, sonriendo un poco automáticamente. Ume salió de la casa corriendo.

Otama se quedó quieta, casi paralizada. La presión de su pecho se aplacó y notó lágrimas en los ojos, así que cogió un pañuelo de la manga del kimono. Su pecho dolía por esas emociones negativas, fruto de tanto tormento. No despreciaba a la pescadera, ni el que se encontrara en una situación en la que se le negara la compra de pescado. Tampoco estaba triste ni odiaba el que ahora le perteneciera a Suezō, de quien acababa de descubrir que era prestamista. Otama era consciente de que ser prestamista era un mal trabajo, aterrador incluso, y despreciado por muchos. Su padre solamente había pedido dinero prestado a la casa de empeños, e incluso cuando el cruel dependiente no le había querido entregar la suma deseada, su padre únicamente se había resignado, sin insistir. Para ella, el miedo a los prestamistas era tan real como el miedo a los fantasmas o a los policías, pero su antipatía hacia ellos no era tan intensa. ¿Qué era, entonces, lo que le hacía sufrir tanto?

Para Otama, esa sensación de dolor no tenía relación con odiar a las personas que dañaban a los demás. De detestar algo, sería el destino de su propia vida. Ella no había hecho nada malo y aun así pagaba, acosada por los demás. Eso era lo que más le dolía, era la causa de su desespero. Cuando la habían engañado y dejado de lado, era cuando había dicho por primera vez las palabras «¡Qué injusticia!». Y después, cuando había tenido que convertirse en una mantenida, volvió a sentir ese desespero. Ahora ya no era únicamente el ser una concubina lo que la atormentaba, sino el serlo de un prestamista despreciado por la sociedad. Sentía que la resignación que le pesaba desde hacía tiempo por el paso de los años se evaporaba, se diluía, y que podía ver por fin los colores vivos y la silueta clara del pesar. Ese era el fundamento de los sentimientos de Otama, si así se me permite describirlo.

Finalmente, se puso en pie y abrió el armario, sacó de un bolso de piel falso un delantal de caniquí blanco que había tejido ella misma y lo ató a su cintura, suspiró profundamente y se dirigió a la cocina. Tenía uno igual, de seda, que nunca usaba para trabajar y solo lo vestía en ocasiones especiales. Era tan limpia que incluso se colocaba una toallita en el pelo para evitar manchar el cuello de los yukata.

Por entonces, Otama ya se había tranquilizado. Estaba más que acostumbrada a la resignación y, mientras su estado de ánimo siguiera en esa dirección, seguiría funcionando, cual motor bien lubricado con aceite.