Isla
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Domingo, 26 de abril de 2009.
Primera hora de la mañana

El ronroneo cercano de una cadena sobresalta a Ernst, dejando en evidencia que él es el único en el muelle que no suele viajar en ese ferry. Le sorprende la imagen de unos marinos demasiado típicos, con gorros de lana, gruesos anoraks azules, barbas de varios días y pieles rasgadas y secas. Schiermonnikoog es una isla cercana, pero adentrada en la zona más fría del país, decorada con brumas y surca–da por caminos plagados de hojarasca frágil y seca, igual que la piel de esos hombres. A unos metros del ferry, Ernst ve otro barco, aún más viejo, cubierto hasta la mitad de algas y con grietas por todos lados. Uno de los marinos baja del ferry enfundándose unos guantes, se dirige al otro barco y, al cabo de unos minutos, sale cargando un par de gruesas láminas metálicas, medio roídas ya por el óxido. Las deja en el suelo con desgana y, de nuevo, Ernst es el único en reac–cionar a ese estruendo, el único pasajero que ha abandonado la sala de espera como si el ferry fuera a cerrar sus puertas con el resoplido urgente y renqueante de un autobús o con la precisión de cuchillo afilado de un vagón de metro. El barco abandonado se balancea con una cadencia extraña, rechinando, como un fantasma, como en esas historias de barcos que deambulaban llenos de piratas muertos en vida, castigados por alguna ofensa, condenados a vagar por aguas negras asaltando las corbetas de elegantes capitanes de bigote perfi–lado y traje impoluto. Pero del barco abandonado surge una tímida columna de humo. Otro de los viajeros que espera el transbordador sale de la poco cálida sala de espera y, mientras se frota las manos y se echa aliento a pesar de llevar guantes, le explica a Ernst que se trata de un viejo barco de pesca ruso, averiado desde hace ya varios años, abandonado por el capataz y del que parte de la tripulación nunca ha marchado, ya que un marinero que deja su puesto pierde cual–quier derecho a recibir su sueldo. Por eso algunos trabajan en el ferry, para ganar algo de dinero, además de ir vendiendo partes de la vieja nave como chatarra, le dice el pasajero que echa aliento a sus guan–tes. Esos marinos son también como muertos en vida, anclados en su pasado, sin futuro, esperando una solución que saben que nunca llegará. Apátridas, errantes, vagabundos, habitantes de una tierra de nadie, guardianes de un castillo flotante a punto de convertirse en un puro esqueleto, devorado por la voracidad de sus propios inquilinos. Ernst se pregunta en qué momento un barco deja de serlo, cuál es el límite de planchas de acero que se le pueden arrancar para perder su condición, cuánto tiempo debe pasar amarrado en un puerto, sin navegar, sin levantarse aguerrido para salvar una tormenta o sin zar–par ante los ojos llorosos de unas esposas con niños colgados a sus cuellos. Esos hombres no viven en un barco, lo hacen en una imagen, en un óleo de nave hundida en el mar, medio enterrada en la arena y poblada de corales, bancos de peces huidizos y algún tiburón que pasa de largo al no oler nada de sangre. Esos hombres viven en un pasado a la espera de un presente. Al pensar eso, Ernst palpa el bolsillo de su chaqueta para notar el crujir suave del papel, una carta que recibió hace un par de semanas y que le tiene casi anestesiado, incrustado en otra particular burbuja de pasado que busca una solución en el presente. Pero su pasado es mucho más lejano que el de los marinos rusos, ya que se remonta a 1827. Algo había oído de un antepasado suyo, un militar del ejército holandés, y de un duelo con otro soldado, un amigo que acabó abandonándole por una mezcla de torpeza y co–bardía. Todos creían que el duelo se selló con la muerte del mismo Willem con un balazo certero, humeante y mortal. Ernst vuelve a palpar la carta. No la saca. Se la sabe de memoria después de leerla y releerla varias veces. Willem no murió, le cuenta un tal Ronald de Graaf, descendiente del soldado que abandonó a Willem. Ronald, en una de esas poco habituales misivas escritas a mano, con letra inclinada y hasta un lacre en el sobre, le explica detalles de un diario personal de Gorin de Graaf. Willem fue recogido por uno de los testigos del duelo y dado por muerto. Ronald también detalla que Gorin nunca tuvo la intención de abandonar a Willem. Cuando se reencontraron, un ofendido Willem retó a Gorin. Éste, convencido de haber actuado correctamente, aceptó. Y su verdad se impuso, con una bala certera, humeante y mortal. O al menos eso creyó. Y aho–ra, Ronald quiere reeditar el duelo para culminar la limpieza de esa ofensa. No le ha lanzado un guante al suelo. Ni a la cara. Con la carta es suficiente. Armas: las mismas pistolas que se usaron en el duelo de 1827. La familia De Graaf es la única que conoce el paradero de esas pistolas. Ernst aceptó. Pensó que, quizá así, podía dar un sentido a su vida, plagada de tropiezos, vacía, cobijada en las tristes paredes de una triste oficina bancaria, donde día tras día actualiza cuentas corrientes, enseña a asustados jubilados como usar el cajero automá–tico y entrega trinchadoras de carne o un cojín para las cervicales a clientes militantes que acumulan puntos comprando con sus tarjetas de crédito. Aquí le devuelvo su libreta, aquí introduce su número secreto y ya está, aquí tiene la trinchadora, disfrútela. Y sonríe. Esa carta, presagio de muerte, fue para él un presagio de vida. Sintió que en su interior algo afloraba. Sintió que si un antepasado suyo estaba convencido de la traición de un amigo debía aceptar el duelo. Sintió que conceptos como la amistad y la verdad nunca habían formado parte de su vida. Y quería cambiar eso. Y sintió que si ese antepasado tuvo un motivo para vivir y para morir, su obligación era recoger ese guante ficticio. El escenario del duelo sería el mismo, una playa en la isla de Schiermonnikoog, para mantener la tradición de buscar un lugar recóndito, sin incómodos visitantes. Para asegurarlo aún más, la hora escogida fue las seis de la mañana, con la salida del sol, de un lunes perezoso y laboral. Y Ernst aceptó. Aceptó todas las condicio–nes. Aceptó dar un sentido a su vida. Sí señora, tenemos unos planes de pensiones muy buenos. Sí señor, puede pasar cuando usted quiera a revisar su hipoteca. Sí señor, pistolas al amanecer. Ernst era otro marino ruso. Apátrida, errante, vagabundo, muerto en vida.

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Sábado, 11 de abril de 2009.
Dos semanas antes

¿Para qué sirve la ciudad si no es para estar a salvo de ella? Ernst vive en la zona norte del país, en Leeuwarden, en una casa unifami–liar, unipersonal en su caso, aislada de la ciudad donde cada día, cada semana, cada año, deambula por las calles de adoquines, sortea bicicle–tas y cruza un par de canales para entrar en su oficina bancaria, toda decorada en un tono naranja algo pastel y que huele a cítricos gracias a la gran idea de un creativo publicitario que no tenía después que embargar cuentas a morosos con un empalagoso aroma de mandarina. Su casa tiene forma de casa de dibujo de niño, con techo triangular, una ventana redonda en la buhardilla y dos ventanas cuadradas, con sus cortinas plegadas, una a cada lado de la puerta, sin olvidar el cami–nito serpenteante de baldosas y el buzón exterior, metálico y alargado. Casas con aspecto frágil, como decorados de película aguantados por un par de tablones. La vida de Ernst también es frágil, un decorado de película, un ir y venir al otro decorado con aroma de cítricos.

Esta mañana, al salir de casa, vacía el buzón. Como de cos–tumbre, pasa los sobres, sin abrirlos. Logos de compañías de gas, de luz, de seguros o de pizzerías con motoristas a juego. Catálo–gos de dentistas, grandes superficies con los mejores precios, 3x2, mega ofertas y aproveche esta oportunidad. O sea, ningún aliciente. Pero esta mañana, el sobre lacrado y escrito a mano por Ronald de Graaf le obliga a volver a guardar el resto de facturas, promociones y folletos en el buzón para centrarse en esa extraña letra en cursiva en una carta que parece que se haya escapado de algún cuento de emperatrices, caballeros y puentes levadizos. Junto a la carta hay dos documentos más: uno, es un mapa de la isla, doblado en cuatro partes perfectas, decorado con unas letras como góticas y con un papel de esos que suenan como una chimenea crepitando. En él, se detalla la ubicación de las pistolas utilizadas en aquel duelo de 1827, en el noroeste de la isla, a tocar casi de la playa. Ernst está largo rato mirando el mapa. Es curioso, piensa, que la isla tenga forma de pistola. Lee. Relee. El otro documento es la copia de una carta escrita por Gorin de Graaf a su hijo Jens y fechada en 1830. Se sienta en el camino serpenteante de baldosas. Un número de teléfono al final del texto rompe el encanto de una misiva de otra época. Vuelve a leer. Y vuelve a entrar en casa, llama a la oficina cí–trica, finge uno de sus ataques de pánico y, a continuación, marca el número de teléfono de Ronald de Graaf. Y acepta el duelo. Acepta todas las condiciones. La isla. El día y la hora. Las pistolas. Quiere que sus dos testigos sean sus dos únicos amigos, un abogado y un guardaespaldas también presos de unas vidas frágiles. Uno, harto de defender causas en las que no cree. Y el otro, jugándose la vida por proteger a políticos de dudosa moral o a obesos millonarios, de los de amante y gran coche negro, alarmados por el creciente aumento de los secuestros por parte de grupos de esos de capucha, suba al coche y venga, arranca. Ernst, en los próximos días, contactará con los dos. Y ambos aceptarán.

La cita es al cabo de un par de semanas. Ernst alarga ese su–puesto ataque de pánico. Lejos de las hipotecas mandarina se sien–te bien, como ante uno de esos barcos de tres mástiles que tanto le gusta observar, barcos como los que en tiempos inmemoriales sur–caban los mares para traer especias de otros continentes. Ernst vive en un país marinero, un país que supo arañar terreno al mar, un país que optó por salirse del mapa y dibujar un caprichoso relieve a base de diques. De hecho, su ciudad se encuentra a pocos quiló–metros del mar del Norte y cerca también del llamado Ijseelmeer, un lago robado al mismo mar gracias a la construcción de uno de esos diques, una isla de agua que, sin dejar de ser mar, pasó a vivir rodeada de tierra. Ernst admira los trajines portuarios, los canales y hasta colecciona extraños barcos de madera y tela metidos en botellas, barcos que los propios marinos holandeses fabricaban en sus rutas de noches eternas, de ron caliente, de madera crujiente, de barbas de varios días y de miedos ancestrales. Pero Ernst nunca, nunca ha dado el paso de adentrarse en una de las numerosas islas que salpicaban ese mar del Norte. Ese mar que tanto le atrae es, a la vez, como una barrera, una alambrada que se retuerce sobre sí misma, un muro sin final, una zanja imposible de saltar plagada de cadáveres amontonados. Pero acepta el duelo. En una isla. En una isla sólo puedes dar vueltas, piensa mientras se pierde por las callejuelas de Leeuwarden, de suelo empedrado, paredes rojas y bicicletas altas y verdes apoyadas en cualquier farola o puentes de los canales. Nunca ha viajado a las islas, pero uno de sus sueños recurrentes tiene que ver con ellas. No es el de caer a un vacío sin fondo, ni el de quedarse sin dientes, ni tan sólo el de acercarse a un edificio aséptico que resulta ser una universidad para examinarse de una asignatura imposible de aprobar mientras un orondo pro–fesor ríe, ríe y ríe. Su sueño, que le despierta alterado, sudoroso y con ganas de dejarse acariciar por la primera luz de la mañana, es que se encuentra solo en una isla, un náufrago impostor castigado por la propia porción de tierra. No es el temor a la soledad, es la sensación de irse quedando sin un suelo que pisar. La isla empe–queñece, preámbulo de muerte, fauces de un lobo hambriento que se acerca. La isla desaparece y él huye hacia el centro, abandona la playa de arena blanca y cocos semienterrados, se adentra en uno de esos bosques tímidos de isla. Hasta que despierta. En el mismo sueño, un personaje sin rostro le cuenta que quiere pasar el resto de su vida en una isla solitaria, aislarse de manera voluntaria del mundo. Pero Ernst no se siente como un voluntario. Un náufrago no es voluntario, aunque él no ha naufragado. Día tras otro sueña que está en la isla. Sin motivo. Poseer una isla tropical deshabitada es el sueño de muchos, realizado por gente millonaria. Se trata de comprar soledad, arena y más cocos semienterrados. Un día, recuerda Ernst, en la oficina con olor a cítricos entró un cliente con un catálogo de islas en venta. Pidió un crédito para adquirir un pedazo de roca en el Pacífico. Ernst firmó los documentos con las manos sudorosas. Existe una enfermedad no clasificada por la ciencia médica, una dolencia del espíritu, una obsesión por cual–quier pedazo de tierra rodeado de agua. Se llama islomanía, pero Ernst quizá había aportado otra enfermedad sin nombre. Islofo–bia, podría ser. Saber que te encuentras en una isla, en un pequeño mundo rodeado por el mar, llena de una extraña embriaguez. De una isla no se sale, se escapa. Pero ahora Ernst ha aceptado un duelo a muerte con un desconocido. Y en una isla.

Sigue caminando, dejándose castigar por esa brisa fría, gélida, que a media tarde recorre las calles de su ciudad en busca de pasos que acelerar, cuellos de abrigo que levantar y bicicletas que aparcar para refugiarse en su isla particular, su casa llena de montañas de li–bros, mapas desparramados, revistas y con una minúscula nevera, una de esas de estética retro y que obliga a agacharse, con incoherentes paquetes de lonchas de pavo, natillas, cartones de leche y un paquete de salchichas caducadas.

3
Lunes, 13 de abril de 2009

La acusada tiene una piel fina y unos ojos vivos y centelleantes que conviven con un pelo que, recogido, es todo orden y simetría, un ángel con los brazos extendidos bajo la nieve, líneas rectas de nadadora que sale feliz de la piscina después de ganar los cien metros mariposa, una constitución frágil, tierna. Inocente, claro. Con el pelo suelto, aparece el caos, la duda, el mechón rebelde que tapa esos ojos para convertirlos en desconfiados, en huidizos, en una pintura aterra–dora, quebrada. Culpable, entonces. Por enésima vez, el magistrado llama la atención al enamoradizo abogado. Le reclama prevención y le recuerda que en otra ocasión ya facilitó la absolución de esa misma ladrona de arte moderno, Trudd Grechen, que lanzaba miradas de lástima y que, de nuevo en la calle, ya despeinada y sin la coraza que le otorgó un carísimo maquillaje, pudo escoger un nuevo objetivo. Pero esos ojos vivos, de nuevo, han podido más, y Louis Marken pierde su enésimo caso.

Al lado de los juzgados hay un bar donde el rugido de una ca–fetera, el tintineo de decenas de vasos y platitos y las imágenes de un informativo de televisión sin voz conviven con abogados, jueces, acusados, demandantes y testigos. Louis se abre paso, rompe conver–saciones a pie de barra y escoge una mesa con restos de un desayuno reciente. Hay un periódico arrugado en el que alguien ha pintado con un bolígrafo medio desgastado un bigote y unas gafas a la modelo que aparece en portada, una chica con cara de enfado, mirada dura y porte altivo en una de esas pasarelas de trajes galácticos. Migas de bocadillo y el cerco de una taza de café en el mantel completan el cuadro. En un gesto ya interiorizado y habitual, Louis se quita las gafas, las deja encima de la mesa con cuidado, hunde su rostro entre las manos y, con los dos dedos índice, aprieta con fuerza las sienes, intentando construir un pequeño masaje que ayude a eliminar esa presión, esa espesa masa que entorpece los pensamientos. Ha perdi–do otro caso y sigue sin saberse hacer el nudo de esa maldita corbata. Compañeros de su misma promoción se han convertido en aguerri–dos defensores de lo que sea y de quién sea, además de haber grabado su nombre en una de esas placas doradas de gran bufete. Así, es como De Boer, Neeskens & Zenden se convirtió un día en De Boer, Zen–den, Neeskens & Overmars Asociados. Jan Overmars se sentaba a su lado en la facultad, donde ya asistía a las clases con corbata y maletín negro, de un plástico rugoso que daba grima, pero que olía a éxito, a futuro nombre grabado en una placa dorada. En ese bufete, los abo–gados cruzan la puerta cada mañana de tres en tres, caminando en paralelo y con la mirada fija al frente, mientras dan alguna consigna, sin pararse, a la recepcionista rubia y de traje chaqueta morado, y recogen documentos que apresuradas secretarias les van entregando a la carrera e intentando no precipitarse al vacío desde sus zapatos de tacón de aguja. Louis Marken, en cambio, transformó el despacho de estudiante en casa de sus padres en su despacho profesional, por lo que al lado de gruesos tomos de derecho laboral o de jurisprudencia holandesa todavía se encuentran viejos libros, con la cubierta medio doblada, con las aventuras de Tom Sawyer, Ignatius Reilly o Patrick Bateman, así como un par de álbumes de cromos de fútbol (al de la liga 81-82 le falta sólo un jugador del Feyennord para terminarlo) y su antigua colección de revistas de música New Musical Express, que durante años adquiría fielmente en el quiosco de su barrio y con la que descubrió los efluvios de Suede, Portishead, Manic Street Preachers o Radiohead. Hace años que no mira los cromos, ni compra revistas, ni escucha música, más pendiente de tener una camisa planchada al día y de los mensajes telefónicos, en los que el juzgado de guardia le encarga casos como abogado de oficio. El ritual siempre es el mismo: Louis llega al juzgado, desparrama papeles, maletín, abrigo y llaves en una mesa austera y descascarillada en una sala claustrofóbica y con el aire pesado, se recoloca las gafas con un dedo y promete a su nuevo defendido que hará lo que pueda, que no se preocupe y que no le oculte nada. El defendido (definir como cliente a alguien que no tiene un céntimo para pagar sería una osadía) suele mirarle con des–confianza, apoyado en una silla de plástico y con los brazos cruzados, mientras con la mirada pide al guardia estático que le meta otra vez en el calabozo, que al menos allí no tiene que aguantar a abogados que se desparraman. Le toca defender a rateros que, armados con pistolas de juguete o cuchillos de cocina, atracan gasolineras y pe–queños supermercados regentados por paquistanís o a carteristas que aprovechan las aglomeraciones para abrir cremalleras de mochilas y hacerse con miserables botines de un puñado de euros y un abono para el metro. Se ha acostumbrado al caos de los juzgados, a sus ta–blones de corcho abarrotados de papeles con horarios, anuncios del gobierno y documentos de los sindicatos, a los arcos metálicos para detectar armas y a los policías con uniforme estrecho, gorra ladea–da y conversación insulsa. En las películas, los abogados se mueven por tribunales de techos altos, maderas nobles, cuadros señoriales y pasillos medio vacíos donde resuenan los propios pasos, y los juicios son rituales plagados de emoción, protesto señoría, denegada, pro–siga, letrados acérquense al estrado, testigos sorpresa, cuchillos en–sangrentados en una bolsa de plástico, prueba número siete, le pido que se siente, giros inesperados, recuerde que si miente se le acusará de perjurio, ayudantes del fiscal del distrito que se levantan con una nota en la mano para ir a buscar una prueba en casa de un confidente y confesiones finales con lágrimas y caras de sorpresa.

Jan Overmars, desde su gabán de cachemira y sus mocasines lustrados por un hábil limpiabotas con vocación de confesor, suele acordarse de Louis y de cuando le pasaba unos impecables apuntes, limpios, legibles y precisos en la universidad. Louis llegará lejos, pen–saba Jan. Pero con los años, Jan, y su gabán y sus mocasines y su nom–bre en una placa dorada, se dedicó a devolverle el favor encargándole algunos casos, ya que su bufete andaba desbordado de clientes. Pero Louis, más allá de defender a delincuentes de segunda y conseguir para ellos pequeñas penas, nunca supo encararse a personajes con los que nunca iría a cenar o ni tan sólo sería vecino de urbanización de lujo. La chica de piel fina y ojos vivos es una más de una lista de fra–casos, de culpables absueltos porque Louis se dejó impresionar por un aspecto frágil, una mirada, un gesto. Fracaso tras fracaso, Jan cada vez tardaba más tiempo en llamar a Louis, hasta que el teléfono nun–ca más sonó, hasta que perdió toda opción de trasladar en una caja de cartón sus papeles, algún marco de fotos y un bote con bolígrafos sin tapón desde casa hacia un despacho del bufete de placa dorada con colección de apellidos.

Louis, con su habitual falta de destreza, rompe mal el sobrecito de azúcar y llena la mesa de minúsculos cristalitos dulces. Ni se inmuta. Está acostumbrado, por lo que se toma un cortado, al que el camarero nuevo y desganado le ha puesto demasiado café para su gusto. Demasiado fuerte, demasiado amargo, la leche demasiado fría. El mundo se mueve a su alrededor como un matón demasiado entusiasta, que pega y pega y pega, aun cuando la víctima yace en el suelo, encogida y con las manos en la cabeza. Louis implora que se detenga. Louis es un ejército derrotado, en retirada campo a través, añadiendo los arañazos de los árboles a las heridas de la batalla. El bar sigue llenándose de abogados, jueces, acusados, demandantes y testigos, pero él ya no oye nada y tan sólo percibe una nebulosa que huele a cafetera y a humo de tabaco concentrado en espesas nubes. Siente que el mundo, implacable, se desmorona a su alrededor. Al–guien le pide si ha terminado con el periódico. Alguien le da un codazo y un perdone camino del lavabo. Alguien le señala desde la barra y un grupito se da la vuelta para verle, entre risas, voces torpes que se pisan y un extraño brindis con tazas de capuchino, botellines de cerveza y hasta medio croissant. Un sonido amortiguado repta por su cuerpo; Louis, aturdido, tarda en reaccionar. Es su teléfono, ahogado en el fondo de su cartera, que escupe las minimalistas no–tas del Tubular Bells de Mike Oldfield, una de las pocas melodías que no le hablaban de amor o desamor, y sí de misterio, de rumbos escondidos en los mapas, de brújulas estropeadas que desorientan. Es Ernst, que le cuenta que le han retado a un duelo y que si quiere acompañarle como testigo. Acepta. Con la cucharita recoge el azú–car que queda en el fondo de la taza, reblandecido por la leche y el café pero todavía algo crujiente, se lo come, se levanta y se va. ¿Un duelo? Bueno, suena interesante.

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Jueves, 16 de abril de 2009

Empezó escribiendo frases inconexas. Desde hace un par de años sólo escribe palabras. Marco Vermeer anota en su diario sus sensaciones, sus miedos, una acumulación de tics, de movimientos ya convertidos en estereotipias. En un hospital psiquiátrico todo se ve de color verde: la pintura de las paredes, los azulejos brillantes y fríos, los marcos de las puertas, las sillas de plástico, hasta las batas de médicos y enfermeros y los tonos de las fotografías de paisajes que pueblan los largos pasillos. No se siente enfermo, pero Marco ingresó hace un par de años. Hoy sale. Cuando era pequeño cayó al suelo mientras observaba el vuelo hipnótico de una cometa. Él dijo que un ángel le había empujado para avisarle de algún peligro. Así es como empieza su diario. Hoy sale. Su amigo Ernst le espera fuera, apoyado en el coche y al otro lado de la calle, como quien espera la salida de un preso de la cárcel. Marco se despide de un enfermero en el filo de la entrada, marcado con un trozo mal cortado de precinto verde en el suelo, la frontera entre la locura y la cordura, entre aquellos que admiten su enfermedad y los que no, entre esos seres extraños que se autodefinen como normales y aquellos a los que muchos proclaman como locos.

Acuérdate de las pastillas. Dos blancas, dos amarillas y dos ver–des cada día, le dice el chico.

Mi pastillero parece la bandera de una república rara, bromea Marco mientras se ajusta bien el fardo que lleva al hombro a modo de improvisada maleta.

Una vez ha cruzado el umbral, deja el fardo en el suelo, se sube bien los pantalones, sitúa una mano a modo de visera, levanta un poco los ojos y deja que el sol pasee unos segundos por su rostro. En dos años ha visto muy poco el sol. No quería salir al patio. Sólo quería escribir en su diario, de forma casi enfermiza, en busca de una salida. Llenó más de veinte libretas.

Los tres años anteriores a su entrada en el hospital, Marco tra–bajó como guardaespaldas de Jak Blind, líder de un partido político que propugnaba el cierre de las fronteras de Holanda y la expulsión de todos los inmigrantes que no tuvieran papeles. Durante esos años, Marco convivió con amenazas, intentos de asesinato y ataques hacia su protegido. Marco se levantaba cada día intentando perder algo de su propia personalidad para adentrarse en los recovecos del cerebro de alguien con deseos de matar, ya fuera un asesino a sueldo, un fa–nático religioso o un joven estudiante, idealista y convencido de que Blind era la encarnación del mal. Cada mañana, con cada zumo de naranja, con cada tostada con mermelada, Marco se enfundaba la piel de un posible asesino. Quería pensar como él pensaría. Actuar como él actuaría. En el fondo, Marco pensaba que su trabajo se pare–cía mucho al de un mercenario. Debía conocer los mismos sistemas para matar, estudiar de la misma forma hábitos, recorridos, agendas, lugares, sistemas. Marco se obsesionó con controlar cualquier posible ataque, con anticiparse a los movimientos sigilosos de un francotira–dor en una azotea, a las bombas que podían situarse debajo del coche o a la presencia de alguien que, de forma sospechosa, se fuera abrien–do camino entre la multitud mientras se va poniendo la mano en un bolsillo interior. Marco era un protector, un escudo humano, con vista de pájaro para otear un espacio desde lo alto. Soñaba con mirillas tele–scópicas o con pistolas a un metro del cuerpo de un Blind que pasaba de la sonrisa y la mano saludando a desplomarse con esa misma mano en el corazón y un rostro dibujado por el terror que le buscaba a él para recordarle que le había fallado. Durante esos años se convirtió en la sombra de Blind: corría con él en el parque a las siete de la mañana, desayunaba solo a dos mesas de distancia, abría cualquier puerta y su mirada escaneaba el lugar por el que Blind debía pasar. Blind vivía en una verdadera fortaleza, una mansión infestada de cámaras, sensores de movimiento, alarmas y rayos infrarrojos en todas las habitaciones, una red de seguridad que Marco conocía como la palma de su mano. Marco no tenía vida. Tenía en sus manos la vida de otro. Su vida era evitar la muerte de alguien con quien, en todo ese tiempo, no habló más que tres o cuatro veces. Marco casi no osaba mirarle a sus ojos, unos ojos fríos, hundidos en un rostro demasiado rígido. Marco no tenía familia. Mejor. Su obsesión era saber cómo matar para poder, precisamente, evitarlo. Su obsesión pasaba también por convencer a Blind de que con él podía estar seguro. Cuando empezó a trabajar con el político, mantuvo con él la única conversación de más de tres minu–tos. El currículum de Marco incluía un año de trabajo con el multimi–llonario Leónidas Kuypp, al que salvó la vida hasta en tres ocasiones. Blind valoraba la valentía de Marco, aunque en la entrevista le explicó cómo un presidente africano murió a manos de uno de sus hombres de confianza. De un único disparo, a bocajarro.

¿Te interesa el empleo?, terminó, antes de chasquear los dedos para que un solícito ayudante, de caminar apresurado y gafas a media nariz, trajera una carpeta azul con el contrato dentro.

Ese día, Marco firmó la entrada en una obsesión que, sin ni si–quiera sospecharlo, acabaría en un psiquiátrico. Los síntomas fueron apareciendo de forma muy gradual. Primero, notó como cada pocos segundos se tocaba con el dedo índice de la mano derecha la oreja, como queriendo controlar o ponerse bien el minúsculo altavoz que llevaba incrustado. El problema es que lo hacía de forma repetitiva, incluso sin el altavoz. Otro síntoma fue el aumento progresivo de sus movimientos de cabeza buscando con la mirada cualquier figura sospechosa, además de palparse la pistolera debajo de la chaqueta, incluso sin chaqueta. Vestía trajes caros, de marcas que sonaban a importante, llevaba un corte de pelo impecable y gafas de sol para que nadie supiera dónde estaba mirando. O para que nadie supiera que estaba triste.

El doctor le diagnosticó un trastorno obsesivo compulsivo, plaga–do de tics, ataques de ansiedad y arranques depresivos. Marco quedó atrapado en un esquema de pensamientos y conductas repetitivas, sin sentido, angustiantes para él y para los demás. Casi ni podía dormir, ya que soñaba de forma recurrente que alguien se acercaba a la cama de Blind y le asestaba varias cuchilladas. Se transformó en un guarda–espaldas con tendencias suicidas, lo que le convertía en un verdadero peligro, ya que pasó de tener que evitar la muerte de Blind a tener que hacerlo con la suya propia. Una mañana, Blind decidió darse un baño de populismo en Waterlooplein, uno de los mercados más con–curridos de Amsterdam. El cuadro no podía ser más patético, ya que el político intentaba pasear su blanca sonrisa y repartir folletos entre turistas y holandeses que sólo tenían un único objetivo: husmear, con una bandeja de patatas fritas y mayonesa en la mano, entre cubetas de apetitosos discos de vinilo de segunda mano, carteles de cine, ca–denas de bicicleta, chaquetas de cuero, camisas de colores y utensilios útiles en épocas pretéritas, decorativos en la actualidad. A Marco le resultaba casi imposible abrirse paso entre la gente, mientras Blind repartía besos a bebés indefensos y recibía algunas increpaciones que iban poniendo nervioso a Marco. De repente, fue como si todo se le ralentizara, como si el aire se convirtiera en espeso, con un hedor nauseabundo, y todos los rostros empezaran a gritar contra Blind, con los puños levantados. En su afán de defender la vida de su jefe, Marco empezó a chillar y desenfundó su revólver, con el que disparó dos veces al aire. En algunas aldeas africanas todavía creen que la locura la provocan espíritus que controlan el cuerpo, por lo que a los enfermos se les encadena a un árbol, convertido en improvisado cen–tro psiquiátrico, sustituto de una falta de recursos evidente. Marco lo había visto en un reportaje de una televisión por cable. No recuerda nada más, hasta que se encontró él mismo encadenado, pero a una cama y con un bote de pastillas al lado. Los siguientes años de su vida fueron de color verde.

Ernst y Marco habían compartido piso en su juventud en Ams–terdam durante unos meses. Se conocieron a través del clásico papel medio arrugado colgado con dos chinchetas de distinto color en un tablón de anuncios abarrotado: Busco compañero de piso. Fue un buen tiempo, solía pensar Ernst, que supo del ingreso de Marco en el psi–quiátrico a través de los periódicos.

Ernst toma el fardo y lo lanza al asiento trasero de su coche.

– Haces buena cara, dice Ernst.

– Es por las pastillas. Vamos, arranca, le responde Marco.

– ¡De acuerdo! Por cierto, debo proponerte algo. ¿Quieres acom–pañarme a una isla?

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Domingo, 26 de abril de 2009.
Durante la mañana y el mediodía

El fantasma, la silueta de la isla emerge de repente de un mar frío y rígido que parece estéril. Una coraza de rocas se defiende de los envites del mar y de la presencia del ferry, que debe buscar un recoveco seguro, alejado de las agrestes defensas de un castillo que, decadente y medio en ruinas, parece no haberse dado cuenta de su fragilidad. Ernst desafía al clima, convertido casi en un mascarón de proa, mientras el resto del pasaje se cobija en la zona cubierta, forrada de moqueta ajada y de cristales que, de tan rayados, añaden una bru–ma extra a la misma bruma. Ernst, acostumbrado a caminar con la cabeza medio agachada y cubierta con una capucha en los numerosos días de frío, ahora se deja acariciar por el aire salado, que le salpica el rostro y le humedece hasta el alma. Pero no le importa.

El modesto tonelaje del ferry no le quita a la embarcación el delirio de grandeza de ser algo más, con una pomposa apariencia de barco de cruceros, aunque a escala y con exceso de decadencia. Ernst piensa que su vida ha sido siempre algo parecido, una mera pretensión, un autoengaño sobre una supuesta escalada social o pro–fesional. A su alrededor ve maletas con adhesivos de ciudades, tes–tigos de viajes, pero también bolsos y carteras negras, lisas, apáticas como sus dueños empotrados en una banqueta de plástico. El ferry lleva turistas, pero también una amplia presencia de habituales pa–sajeros en el tránsito de la gran tierra a la pequeña porción rodeada de agua y que quién sabe si algún día decidirá dejarse ir, a la deriva, para desaparecer y engullir a turistas, a empleados, a invasores. Esos habituales tienen la piel más curtida de años de trabajar en la oficina de correos, en los hoteles o en algunos proyectos de investigación biológica, bunkers alejados del pueblo donde científicos y estudiantes con la tesis a medias intentan analizar los efectos de las mareas en la fauna de la zona y en la evolución de la propia isla.

El barco, amenazado por un horizonte rocoso, busca una ense–nada donde quizá antiguos corsarios se escondían para dejarse llevar por los efluvios de ron barato y los brillos de cofres a rebosar que habían robado a elegantes galeones españoles o ingleses, antes de zarpar de nuevo en busca de nuevas víctimas. Hoy, es un refugio donde veleros y barcas de pesca reposan, se dejan mecer, mientras docenas de gaviotas aletean con fuerza y planean como escuadrones organizados en busca de pescado, moviendo sus cabezas convertidas en precisos radares. La frontera entre la vida y la muerte la marca una delgada línea de agua, una capa brillante, donde los reflejos capricho–sos del sol marcan el punto donde atacar, donde lanzarse en picado para capturar un ingenuo pez engañado y aturdido por el destello.

La bruma parece diluirse ante la amenazadora presencia del ren–queante ferry, mientras el trazo de la península que se va dejando atrás pasa de ser seguro y negro a difuminado y gris, con tímidos re–cuerdos de la tierra firme abandonada camino de un cachito de con–tinente que un día se soltó del resto o emergió después del bostezo de algún volcán dormido durante siglos. La isla es como un centinela para el continente, atenta, vigilante, en lo alto de un palo mayor al acecho no de tierra, sino de navíos amenazantes en épocas pretéritas. Hoy deja que el mar vaya lamiendo los flancos arenosos, una caricia con un suspiro constante, mientras las rocas defienden con fuerza los ataques de olas enfurecidas, masas de agua, sal y espuma que se inmolan en unos tímidos acantilados, anhelantes de parecerse algún día a los que en otros países bordean la silueta de grandes islas, como las británicas.

Ernst llega a la isla casi un día antes de la hora del duelo. Lo ha hecho con el primer ferry de la mañana, que se adentra en la isla todavía empañada por una luz baja, un crepúsculo que se va deshi–lachando lentamente, de forma casi artesanal. Ernst siente que su pulso es más bajo de la habitual. Se encuentra extrañamente relajado. Puede que sea el último día de su vida, pero siente una paz extrema, como si se hubiera liberado de algo, de sí mismo quizá. Su llegada con tanta antelación no se debe a ningún anhelo vital, a ningún intento de reencontrarse con él mismo en plena naturaleza; debe encontrar las pistolas y desenterrarlas. En la carta Ronald también le comen–taba que él mismo ya se encargaba de traer dos pistolas de recambio, por si acaso no aparecían las originales. Ronald tenía muy claro que Gorin enterró las pistolas no para ser encontradas, sino para ser ol–vidadas. Gorin no tuvo el valor suficiente como para enterrarlas sin señalar su localización o para lanzarlas en cualquier punto anónimo de un río que, al instante, se hubiera convertido en el ataúd perfecto para las armas. Las pistolas debían reposar, desaparecer, pero Gorin no pudo eliminarlas del todo, aunque tan sólo fuera por el recuerdo de Willem. No pudo. Dio a Willem por muerto, aunque no del todo en su memoria. Y quiso dar por desaparecidas las pistolas, aunque tampoco del todo.

Una parte del agua espesa, amenazante, metálica, silenciosa, pro–voca en el imaginario la presencia de tiburones famélicos con fauces terribles o de criaturas abisales, ciegas, monstruosas y devoradoras de viajeros de ferry que, embelesados, caen al agua con los ojos cerrados y las manos aún agarrándose el cuello de la chaqueta. En tan sólo 45 minutos, el transbordador llega al puerto de la isla. Allí, el agua forma un pequeño lago translúcido, diáfano, sin monstruos, y con la única nota discordante de restos de aceite del barco y de manojos de algas que quieren trepar al muelle por las cadenas de las anclas, los amarres y algunas escaleras reverdecidas y de uso poco recomendable. La luz del puerto no tiene piedad, se mueve a media altura y ciega a los visitantes como una advertencia a no adentrarse más allá, donde la luz ya se convierte en una tenue cortina de terciopelo gris, queriendo esconder el paisaje. El mar, el salitre, el murmullo, las olas rompiendo contra el ferry, como indicándole que no se acerque más. Todo provo–ca un sentimiento embriagador, evocador de la infancia. El ambiente marino parece elaborar un masaje facial, un tratamiento áspero y has–ta doloroso que tersa la piel, parece endurecerla para habituarse a un entorno donde la lejanía de la tierra provoca que uno se enfrente a una soledad inquietante con el viento, con el sol, con el mismo mar.

Ernst respira hondo y cierra los ojos, aunque debe apartarse ante el ajetreo que ha formado un grupo de viajeros del ferry, ya que la isla no ha escapado a la invasión de regimientos uniformados con las in–evitables bermudas y largos calcetines de lana embutidos en sandalias de piel. Aunque haga frío. Las gorras de colores chillones, como para ser localizados por algún satélite aburrido, y las ostentosas cámaras de fotos colgadas al cuello como una medalla olímpica forman parte de estos pequeños escuadrones que desmenuzan el paisaje con sus constantes comentarios de admiración y sus absurdas grabaciones en video, películas mareantes que nadie verá y que durante unos días se convertirán en toda una amenaza para los ingenuos visitantes que osen acudir a la llamada de esos desmenuzadores.

El grupo, ya en tierra y convertido en una nube de polvo y con–versaciones que se entrelazan, como en un patio de colegio, se diluye al instante al subir a bordo de un minibús que se dirige a la ciudad. Ernst, en cambio, no tiene prisa, y decide alquilar una bicicleta para merodear por la isla, acercarse al hotel e ir en busca de las pistolas.

Lo peor de la isla es la concesión folklórica que ha hecho hacia el turismo, piensa Ernst al pasar al lado de una especie de poblado que recrea la Holanda del siglo XIX, con actores que hacen las fun–ciones de aldeanos, campesinos o maestros de escuela. No hay nada más estrafalario que un grupo de holandeses disfrazados de holan–deses. En un parque temático, al menos, todo el mundo finge ser un pistolero del oeste, un samoano bailando danzas de guerra o un pescador mediterráneo remendando una falsa red agujereada. Hasta en los parques de Disney la mentira se viste con aparatosos disfraces de Mickey Mouse, Pluto o el capitán Garfio. Pero aquí no. Aquí hay holandeses disfrazados de holandeses, que consiguen que los zuecos de madera dejen de tener encanto y se conviertan, con suerte, en un llavero de recuerdo o una postal para restregarle a alguien lo bien que lo estamos pasando allí, bien lejos.

Ernst decide tomar un caminito que, entre arbustos, va a parar a una playa. La playa es de una arena gris extraña. Nada que ver con la arena blanca caribeña que llena portadas de catálogos de viajes y conversaciones tópicas sobre viajes de ensueño al paraíso. Ni con los reflejos dorados del Mediterráneo, con esa arena que varios días des–pués aún sigue presente en distintas partes del cuerpo, de la toalla o del libro que acabó depositado sobre ella ante los efluvios embriagadores del sol. Y ni mucho menos con las incómodas pero atractivas playas plagadas de piedras en el norte de Francia, agrestes y todo un desafío para la columna vertebral. La arena gris de la isla se muestra salpicada de vivos colores arriba y abajo, con pequeñas tiendas que protegen del viento y con anárquicos cometas que lo aprovechan para serpentear.

Rectos caminos, trazados con un tiralíneas, cruzan la isla con la precisión de un gran atlas abierto encima de una mesa. La isla es como un pequeño continente, con grandes zonas desérticas, esas pla–yas de arena gris y una única parte habitada, en el centro, con casas de láminas verdes y tejas rojas. Con un aspecto a medio camino entre una urbanización clónica y un antiguo pueblo pesquero, el lugar se refugia de la soledad de su cercana costa, como queriéndose proteger de las amenazas de las velas negras y de los corsarios mutilados que en otras épocas llegaban para cobijarse, para vaciar un par de posadas y para mancillar el honor de las jóvenes isleñas.

En la isla los caminos mueren, se cortan de repente en un recodo, en un arenal o en una charca custodiada por una nube de mosquitos. En el continente las carreteras empalman unas con otras, intentan alargar al máximo su vida, se bifurcan, pelean contra la geografía, alargan la agonía de su muerte distrayendo al viajero, incapaz de re–coger todo el hilo de este extraño laberinto para llegar a algún final. En la isla, eso da igual, con límites, finales y vueltas al inicio del camino. El paisaje muda con traviesas nubes bajas, que juegan a es–conder las casas de láminas verdes, con una paleta plagada de blancos y azules, difuminados, etéreos, caprichosos, entrelazados, ásperos en ocasiones, suaves y dóciles en otras.

Desde la isla, el perfil continental le parece a Ernst un anfiteatro, de los de tragedias y comedias. Los isleños son espectadores desde el silencio, rodeados de un mar que les convierte en separados, en apartados de la tierra donde las carreteras no tienen final. En algún punto, la vista pierde consistencia, un momento en que se confunden las nubes con las montañas, perfiladas con un trazo ligero, gris, tími–do, como el primer esbozo de un pintor.

Los mosquitos, invisibles, crean nubes densas a la luz de un farol o en la luminosidad de un charco. Su zumbido, apagado, se amplifica como si de un monstruo se tratara cuando alguno de ellos osa acer–carse al rostro en busca de alimento.

En esa soledad, a Ernst hasta le incomoda detectar signos vi–tales: sentir cómo late el corazón, cómo se hincha una vena o cómo un frágil cosquilleo recorre su cuerpo en busca de calor, de una tem–peratura cómoda. Encontrarse solo consigo mismo, eso es lo que le incomoda, por lo que vuelve angustiado al camino principal. Allí, la monotonía se rompe por el paso de algún coche o por el aleteo de un par de gaviotas que se alejan por unos momentos del mar, como queriendo ver tierra firme y recordar que la masa de agua tan sólo sirve para encontrar comida, no refugio.

Casi sin darse cuenta, Ernst ha pasado ya un par de horas en la isla. Paseando. Pensando. En su último día. O en el primero de algo. Un cartel como el de los antiguos pueblos del oeste americano, mal pertrechado con un par de tablones de madera, le recuerda que ha llegado al pueblo de Schiermonnikoog. Tan sólo le faltaría una ins–cripción que indicara el número de habitantes, retocada patosamente a mano después de la muerte de algún infeliz. En un duelo quizá, de esos de calle polvorienta, botas con estribos y muerte del que saca más lento. Un solo disparo, un hilillo de humo, un cañón de revólver con eco metálico y un hombre con la mano aferrada al corazón, la mirada fija y tres segundos para que su vida le pase por delante antes de caer desplomado.

El nombre de Schiermonnikoog quiere decir isla de los mon–jes grises, en recuerdo de los miembros de una orden cisterciense que fueron los primeros propietarios del lugar. Hay quien dice haber visto la sombra de unas túnicas grises entre la bruma, la sombra de unos huidizos personajes encapuchados que velan para que la isla no desaparezca. Según el mapa, la zona donde Gorin enterró las pisto–las no se encuentra muy lejos del pueblo. Después de dejar sus cosas en la recepción del hotel, con el extraño nombre de Het Schaakspel (El Ajedrez), vuelve a subirse a la bicicleta y se dirige al noroeste de la isla. Ni siquiera se molesta en registrarse y subir a la habitación. Ahora ya empieza a tener una extraña sensación, no de prisa, pero sí de encontrar respuestas. Y pistolas. Ernst tiene muchas dudas, ya que en casi dos siglos la isla puede haber cambiado mucho, pero descubre que no es así. Los caminitos y rincones detallados en el mapa coinci–den con la realidad, hasta que Ernst llega a un punto, entre una arbo–leda y el inicio de las dunas, donde un montículo de piedras todavía recuerda que allí había algún tipo de construcción pequeña, presumi–blemente un punto de descanso para los monjes grises. No hay duda. Las pistolas están enterradas dentro de esa pequeña edificación que conserva aún parte de sus muros. Ernst entra, más bien salta el resto del muro, y se sienta en el suelo. Nota un silencio incómodo, desco–nocido hasta ahora, y la sensación de miles de palabras e imágenes intentando tomar forma en el interior de su cabeza. Una ligera brisa le recuerda que se encuentra en el límite de las dunas, de la playa. Ernst ha llegado a la isla desde el sur, resguardado por la visión de la silueta del continente. Pero hacia el norte la sensación de vacío es más intensa, inquietante. Se pone las dos manos en el rostro, resopla y se arrodilla en el suelo, allí donde los monjes grises debían pasar largas horas en la misma posición, quien sabe si oteando el horizonte y la llegada de intrusos indeseados u orando en un entorno que, ya de por sí, es una pura plegaria, armónica, ribeteada de una melodía austera, limpia. Ha llegado al punto que indica el mapa. Ha llegado allí donde Gorin enterró las pistolas, pensando que para siempre. Le viene a la mente la sombra de Gorin, girándose temblorosa, cuando el antepasado de Ronald llamaba a gritos a Willem, sin respuesta, sin esperanza.

Ernst observa el terreno. Hay poco espacio, similar al de una ga–rita de vigilancia de un soldado. No hay margen de error. De su mo–chila, Ernst saca una pequeña pala de jardinería. Al mirarla le parece una escena casi ridícula, ya que en las películas y las novelas de pira–tas, desenterrar un tesoro requiere de grandes herramientas, acordes con la posibilidad de hacerse con un cofre rebosante de monedas de oro, piedras preciosas, medallones y el habitual candelabro. Ernst se remanga y, con decisión, clava la pequeña pala. La tierra, bastante reblandecida por la proximidad a las dunas, cede con facilidad. Ernst sonríe. El problema es que pala y medio brazo se hunden de repente. De hecho, la tierra que tiene bajo sus rodillas también se ha conver–tido en puro barro ante la excesiva cercanía del agua bajo tierra. En unos minutos, Ernst tiene la sensación de ser un niño que juega a los castillitos en la arena de la playa y que se pone a llorar cuando su impenetrable fortaleza se hunde de forma inexorable por la incon–sistencia de los cimientos. Embarrado, en mitad de un charco, Ernst sigue removiendo la tierra, ahora ya con las manos, aunque es inútil. El barrizal es cada vez mayor y a Ernst le parece que el mundo se está deshaciendo entre sus manos, entre sus dedos, filtrándose por los poros de su piel y colándose hacia lo más hondo del alma. Sucio y enojado, Ernst sale de ese minúsculo refugio y, con todas sus fuerzas, lanza la pala de jardinero hacia las dunas. Es entonces cuando descu–bre que alguien le está observando. Un chico que parece surgido de los confines de la galaxia, huido de algún espectáculo en órbita, está ante él, a apenas una decena de metros, impertérrito, silencioso. Le–vanta su brazo derecho muy lentamente. Y no por precaución, sino por la limitación que le provoca un engorroso traje blanco, parecido al de un astronauta. En la cabeza, lleva una especie de escafandra de plástico o de cristal, un cuadro que se completa con un pequeño artefacto en su mano izquierda, algo similar a una antena parabólica. Al fondo, entre una neblina que parece trazada por un delineante, sin distorsiones, Ernst distingue algo que antes no había visto: una casita de madera blanca llena de antenas direccionadas hacia todos los puntos de la isla. Ernst ha pasado de notar el calor de los monjes grises en su minúsculo refugio a encontrarse ante una especie de cos–monauta que parece haberse caído de algún cohete en marcha. In–cluso mira hacia el cielo, como esperando ver una improbable cápsula orbitando encima de la isla y con un astronauta haciéndole señas a su compañero pidiéndole que por favor vuelva a subir, que les esperan en Cabo Cañaveral y que ahora no es el momento de enfadarse por una tontería. Pero vuelve a fijar la mirada en el astronauta. O lo que sea. El personaje, ataviado con una vestimenta pesada y, seguramen–te, incómoda, parece en cambio gravitar. Su mirada, algo empañada por el cristal donde restos de salitre se confunden con unos traviesos rayos solares, se mantiene fija en la de Ernst.

Con una parsimonia casi de viajero somnoliento en el metro matutino, el personaje galáctico deja la antena en el suelo y se quita la especie de pecera que le mantiene aislado. Ernst no tiene claro si la desenrosca o la desencaja, pero sin eso en la cabeza, el hombre le parece ahora, más que un astronauta, uno de esos hombres bala que en el circo se introducen en un cañón de cartón piedra para dejarse lanzar unos metros hacia arriba y provocar la duda sobre si resultará más afectada la carpa o su propia cabeza.

¿No me diga que intenta buscar algo precisamente aquí? ¿Qué ha perdido?, pregunta el astronauta hombre bala.

Ernst nunca ha pensado que su vida pudiera experimentar un cambio radical en nada, que seguiría una línea recta, impoluta, sin distorsiones. La carta lo cambió todo, por lo que ahora no le resulta extraño encontrarse ante ese personaje astronauta hombre bala. Ni le cuesta explicarle el motivo de su visita a la isla y de su desesperado intento de encontrar algo enterrado bajo uno de los últimos rastros de los monjes grises.

El no astronauta resulta ser un científico, un experto en islas, un romántico de la ciencia que pretende demostrar que las islas, al contrario que los grandes continentes, acaban generando una especie de vida propia, con sus enfados, sus buenos momentos y, también, sus movimientos. Una isla, le explica, nace a partir de la actividad de un punto caliente. Una isla emerge. Una isla se separa. Una isla se aleja. Una isla respira, anhela, observa, acepta y rechaza. El presunto astronauta añade que las islas siguen, a menudo, un modelo en cadena, como si en su soledad voluntaria buscaran algo de compañía en orillas lejanas. Pero las islas se erosionan, convulsio–nan cuando la tierra ruge y van moldeando caprichosas esculturas ante la fragilidad de su encuentro con el agua. O sea, que si Ernst busca un estuche con dos pistolas de hace casi dos siglos enterrado a escasos metros de la zona de dunas, ya puede irse olvidando, le dice el científico con un chasquido de boca y levantándose un po–quito el flequillo con dos dedos.

Esas pistolas deben estar zambullidas del todo, comenta mien–tras con una mano le hace el gesto que le siga. Con pasos patosos, como si caminara sobre la superficie lunar o como si no quisiera des–pertar a la isla, el científico se dirige hacia el refugio blanco. Dentro, cacharros incomprensibles para Ernst por todas partes y, en el centro, una especie de radar inmenso con una señal que va cubriendo todo el perímetro de la isla. Emite un sonido similar al de un submarino cruzando el fondo marino. Es un sonido sordo que amenaza con ex–plotar en cualquier momento. Unas puntas más agudas son las únicas distorsiones a ese zumbido monótono, claustrofóbico casi.

Cada sonido agudo, le explica el científico mientras se despoja de su aparatoso traje, es una convulsión en la isla. A menudo, imper–ceptibles, sin ninguna repercusión, pero su acumulación acaba provo–cando desplazamientos en las placas tectónicas y hasta aproximacio–nes a zonas volcánicas. Algún día esta isla puede morir, desaparecer, pero también puede facilitar el nacimiento de otra.

Ernst piensa en la imagen de un submarino que, de repente, emerge a la superficie como una ballena que por ahí resopla. Piensa que una isla puede aparecer así, de repente, pero el científico mira con una media sonrisa el radar.

Está viva, dice, y creo que ha jugado con tus pistolas, que las ha transportado con la misma oscilación de la marea, con las idas y ve–nidas caprichosas de las dunas. ¿Quieres un poco de café?, pregunta mientras toma un par de esas tazas metálicas de expedición y que tan bien suenan al entrechocar.

¿Por qué no?, responde un abatido Ernst mientras se sienta en una incómoda sillita plegable estampada con florecitas, todo un reto ante lo aséptico, blanco y metálico del resto del refugio.

Si una nueva isla se abre paso desde la corteza de la tierra, le explica el ya ex astronauta hombre bala, las otras se apartan, aunque lo que yo tardo unos pocos segundos en explicar, puede tardar siglos en ocurrir. Pero no tengo prisa, sentencia el científico mientras da un pequeño sorbo de un café humeante, muy cargado y que le obliga a echar la cara hacia atrás por estar demasiado caliente.

Ronald, en su carta, ya indicaba la posibilidad de no encontrar las pistolas, ya que a pesar de la existencia del mapa y de las últimas voluntades escritas por Gorin, no fueron enterradas para eso. Gorin quiso cerrar la herida deshaciéndose de las armas cerca del lugar del duelo. Para Ernst es un pequeño fracaso. Él ya imaginaba en sus manos una de esas pistolas alargadas, con una forma parecida a la silueta de la propia isla de Schiermonnikoog, que se deben recargar manualmente después de cada disparo, con el ritual de la pólvora, la munición y un taco que hace la función de tapón para mantener comprimido todo el contenido. Ernst ya se veía realizando un único y humeante disparo. O recibiendo también uno. Y si el proyectil silbara cerca de sus oídos para incrustarse en algún tronco cerca–no, también se veía repitiendo el proceso, artesanal, pausado, casi ritual, un proceso que tan sólo se repetía en los duelos o desde las trincheras, ya que si los soldados fallaban en pleno campo de batalla la pistola se convertía en un objeto inútil y acababa lanzado al suelo, con rabia, mientras desenfundaban sables o espadas para lanzarse al cuerpo a cuerpo.

Ernst mira desde la ventana del refugio la playa y las dunas que se diluyen, mueren como las mismas olas en la frontera del primer bosque, tímido, cabizbajo, un bosque que teje sus primeras ramas casi pidiendo perdón, pero un bosque que, con el tiempo, ha bo–rrado huellas, ha cambiado sus límites, ha viajado, ha celebrado su particular duelo con la arena invasora, con ansias de crear desierto, capas simétricas y juguetonas que se filtran, ocupan, pelean, viven y mueren. Le parece incluso ver una hilera de monjes grises, sin rostro y con las manos entrelazadas. Uno de ellos, burlón, levanta la cabeza y sonríe con cierta malicia. ¿Qué pistolas traerá Ronald?, piensa aho–ra Ernst. Le cuesta imaginarse reeditar un duelo del siglo XIX con un revólver de tambor o con una Beretta de reminiscencias sicilianas y baños de sangre para limpiar honores familiares. Y mucho menos con una Glock de las que salen en las series de policías.