I

Veía angelitos como burbujas que, al estallar, se convertían en pura luz. Una luz incandescente que terminaba pintándose de colores como fuegos artificiales.

Salían de atrás de los muebles, de las grietas de la pared. Eran hermosos, con alitas blanquísimas. Volaban hacia mí sonrientes y con unos ojos dulces.

—¡Vengan! ¡Vengan a ayudarme! —les gritaba con las manos en alto.

Estallaban en el aire. Los flashazos inundaban la pieza de colores encendidos. Parecía un juego de lo más divertido. “Si pesco uno, lo guardo en el bolsillo y luego le compro una cajita de cristal para que adorne la mesa de centro de la sala. No cualquiera tiene un angelito como estos”, pensaba. Pero cuando mis manos los rozaban se desvanecían.

Poco a poco, casi en forma imperceptible, empezó la angustia. La luz se volvió insoportable y necesité ponerme una mano en la frente como visera. Los angelitos volaban a mi alrededor y en sus ojos nacía la burla.

—¡Ya no quiero jugar, lárguense! —y les tiraba manotazos.

Me dolía el estómago y la respiración se me alteraba. ¿Qué estaba sucediendo si todo parecía tan divertido? Entonces descubrí que uno de ellos llevaba un tridente en las manos.

“Cómo pude pensar que eran ángeles”, me dije. “Son demonios. O quizá fueron ángeles que terminaron convirtiéndose en demonios”.

Empezaban a descender. Se paraban a los pies de la cama, en el respaldo, sobre los barrotes, a mi lado, junto a la almohada.

“Me están cercando”.

Sus ojos se descaraban y me veían con maldad.

Todos llevaban un tridente y me apuntaban con él.

La luz adquiría un tono rojizo.

—¿Qué les he hecho? —preguntaba suplicándoles compasión—. Si los manda Dios Nuestro Señor regresen al cielo a anunciarle que ya me voy a portar bien.

Uno de ellos, el que estaba junto a la almohada, se adelantaba unos pasos hasta quedar frente a mi nariz.

—El cielo y el infierno son lo mismo, idiota —me decía con una vocecita aguda—. Y ahora vamos a acabar contigo para que aprendas a no andarnos invocando.

—¡Yo no los invoqué! —contestaba, desesperado. Alargaba una mano, pero al ir a tocarlo era de nuevo la burbuja que estallaba y sólo dejaba un flashazo azul.

Entonces todos se me echaban encima y me clavaban sus tridentes.

Trataba de ponerme de pie pero descubría que me habían amarrado a la cama con un finísimo hilo blanco. Tenía los brazos en cruz.

De niño me impresionó mucho la lectura de Gulliver. Algo debe de haber dejado en mi inconsciente, porque después le encontré una estrecha relación con aquel ataque de delirium tremens.

Uno de los angelitos brincaba a mi pecho y levantaba su tridente como una bandera.

—¡A la lengua, vamos primero a la lengua!

Corría hasta mis labios y me los pinchaba. Otros lo seguían y me clavaban los tridentes en los cachetes y en la barbilla. Yo no soportaba el dolor pero no me atrevía a gritar porque si abría la boca pescarían mi lengua.

—¡Ábrela, perro roñoso! —me gritaba el angelito que parecía hacer las veces de capitán del grupo—. ¡Ábrela, cerdo inmundo, bazofia de los infiernos! Te vamos a cortar la lengua para que no sigas escupiendo blasfemias.

Gemía y con los ojos les suplicaba compasión.

—Si no abre la boca tendremos que irnos directamente a los ojos —decía otro.

—O empezar por castrarlo. Yo voto por castrarlo de una buena vez —decía un angelito que estaba a los pies de la cama.

—Calma —interrumpía el capitán—. La orden fue primero cortarle la lengua, con la que empezó a pecar.

Yo movía la cabeza a los lados. Hubiera querido explicarle que nunca juré en falso, que no maldije a nadie ni fui mentiroso.

—Hagámosle cosquillas —sugería uno de ellos—. Haciéndole cosquillas terminará por abrir su boca puerca.

Entonces empezaban a hacerme cosquillas en las axilas y en las plantas de los pies.

Yo sabía que no podía moverme y mantenía los brazos en cruz. La risa se me quedaba adentro, sentía como si me llenara de aire y fuera a reventar.

Por fin soltaba una carcajada y en ese instante el capitán clavaba con puntería su tridente en la punta de mi lengua y la jalaba. Varios tridentes más iban en su ayuda.

Mi lengua se alargaba hasta cerca del techo.

—Tus palabras te condenaron —decía el capitán, volando hacia atrás, estirando cada vez más mi pobre lengua.

No soporté la angustia. Creo que perdí la conciencia. Cuando volví a abrir los ojos, los angelitos eran moscos volando a mi alrededor. Luego también éstos desaparecieron y comprendí que estaba solo, en un cuarto de hotel al que había ido a refugiarme por un pleito con mi esposa.

Yo, que nunca he sido religioso, salí desesperado a buscar una iglesia. Le conté a un sacerdote lo que acababa de sucederme. Estábamos solos en la sacristía y me sentí más tranquilo. Me preguntó por qué bebía tanto y qué despertaba mi culpa, simbolizada por la lengua que iban a arrancarme. Entonces le conté de mi esposa.

—Le he dicho las cosas más espantosas que pueda imaginarse —confesé—. Nuestra relación es un infierno.

Me aconsejó que pensara en Dios, que dejara de beber, que cimentara nuestra relación en la comprensión y en el amor tranquilo. Lo que yo descubrí aquel día fue algo muy distinto: que mientras continuara al lado de ella no podría dejar el alcohol.

No sé por qué empecé a beber. Pienso que como todos: porque el alcohol es parte consustancial de nuestra vida social. El problema es que de repente, cuando menos lo esperamos, de esclavo se transforma en amo y señor. Así es con todo, ¿no? Desde hace años trabajo con máquinas computadoras: no me extrañaría que un día salieran de la pared, devoraran a los técnicos que las manejamos y empezaran a vivir su propia vida. Es como si cada cosa, aun las que parecen inanimadas, encerraran un Frankenstein en potencia. Tengo un amigo que creó tal dependencia hacia la Coca-Cola que entraba en aguda crisis de angustia si no tenía una a su lado. ¿Y los barbitúricos? ¿Y el tabaco? ¿Y la televisión? Entregamos nuestra vida a las cosas y luego nos sorprendemos de haberla perdido.

No quería reconocer que había dejado de ser dueño de mí mismo. Bebía desde que despertaba, veía alacranes en la tina del baño, repentinas grietas que se abrían en la pared, las calles se me transformaban en toboganes por los que me iba de cabeza, ¿pero yo alcohólico? ¿Por qué?

Mi inconsciencia fue en aumento: por lo tanto, era un ser cada vez más estúpido. Contagié a mi esposa: de repudiar el puro olor del alcohol terminó por beber al parejo mío. En una ocasión, ya borrachos y después de una relación sexual especialmente intensa, le dije que me pidiera una prueba de amor, la que fuera. Lo pensó un momento con un dedo en los labios y unos ojos en los que nacía la morbosidad y contestó:

—Que te descuelgues por una cuerda hasta la calle.

Me quedé con la boca abierta. Vivíamos en un quinto piso. Descolgarse por una cuerda hasta la calle era un acto suicida. Qué dolor comprobar que deseaba deshacerse de mí. El alcohol había minado profundamente nuestra relación, a pesar de que, por otra parte, era el último lazo que nos unía.

—El problema es la cuerda —argumenté—, ¿de dónde la sacamos?

—Entonces ya sé. Mira, ven.

Me llevó a la ventana. La abrió. Señaló la cornisa.

—Párate en esa orilla. Yo hago como que estoy dormida y tú eres un enamorado que llega a conquistarme, ¿sí?

Pararse en una cornisa de un quinto piso, y borracho, es de veras una prueba de amor… y una estupidez. Pegaba las manos a la pared y cerraba los ojos, pero aun así sentía que me caía.

Lo que me calentó la sangre fue oír su risa.

En lugar de asustarse se reía, cómo era posible. Entonces empecé a dar pequeños pasos a los lados, a ver si así la preocupaba, alejándome de la ventana, como si nadara mar adentro, reduciendo cada vez más las posibilidades de regresar.

Quedé entre las dos ventanas.

Abrí los ojos un momento y me atreví a mirar hacia abajo. Nunca debí hacerlo. Las luces de los faroles y de los autos de juguete eran una invitación a acabar de una vez, a entregarse al vacío y al silencio. Sentí que no podía moverme y estaba sudando a chorros.

Ella continuaba con sus risas malditas.

Hasta eso, si no hubiera sido por el coraje que me provocó su risa, a lo mejor de veras me caigo.

Cerré de nuevo los ojos y regresé, siempre con las palmas de las manos deslizándolas muy lentamente por la pared.

Entré por la ventana con la sensación de haber vuelto a nacer. Ya no estaba borracho. Creo que fue un momento de profunda lucidez porque aprecié lo que valía mi vida y cómo jugaba con ella.

“¿Qué he hecho, Dios mío?”, me dije mirando por la ventana la cornisa donde había estado parado, como en el filo de una navaja. “Estoy loco. Estoy loco y soy un irresponsable.” Esas deducciones se transformaron en una furia incontenible. Mi esposa continuaba con sus risas y dijo que me veía chistosísimo ahí parado, como lagartija asustada. El primer golpe que le di fue con la mano abierta, apenas una cachetada. Me miró sorprendida. El segundo ya fue con el puño. Cayó al suelo y le di una patada en la cara (estaba yo descalzo). Empezó a llorar y mi odio se transformó en una ternura dolorosa. Me hinqué junto a ella y le pedí perdón. Tenía los ojos y la boca hinchados y se los besé largamente, la abracé, hundí mi cabeza en su pecho y yo también lloré.

¿Sabe qué le dije? Es como para no creerlo. ¡Qué si me lo pedía volvía a caminar por la cornisa! Por suerte dijo que ya no, porque seguro habría vuelto a salir por la ventana, a sudar frío, a caminar de lado con pequeños pasos hasta quedar entre las dos ventanas, a abrir los ojos y a mirar la atracción del vacío, de estrellarme en el cemento y acabar de una buena vez. Eso habría vuelto a hacer si no es porque ella dijo entre sollozos que ya no. Todavía se me enchina el cuerpo de acordarme.

¿Le da ese hecho una idea clara de lo que era nuestra relación? Podría contarle otros por el estilo, igualmente peligrosos: por ejemplo, acelerar el auto a 170 kilómetros por hora en la carretera de Cuernavaca porque íbamos discutiendo y le dije que lo mejor sería matarnos juntos.

En otra ocasión, sólo para hacerme enojar, empezó a coquetear con un amigo. Los golpeé a los dos brutalmente y luego fui al baño a cortarme las venas. Ellos mismos me vendaron las muñecas.

Una noche, también después de una apasionada relación sexual, le puse una pistola entre las cejas y la obligué a contarme con detalle las relaciones amorosas que tuvo antes de conocerme. Mi índice temblaba sobre el gatillo al escuchar las intimidades que vivió con otros hombres. Estuve a punto de disparar, ahora lo sé. Y enseguida habría llevado la pistola a mi sien para seguirla al más allá, fuera el que fuera.

No teníamos hijos y nuestra vida se reducía —como paredes que se van estrechando— a encerrarnos en nuestra casa a beber y hacer el amor. Amigos y familiares se alejaron de nuestro lado. Por supuesto, para que se forme un cuadro completo tendría que agregar la ternura, la afinidad de gustos, la pasión con que lo envolvíamos todo. Pero el alcohol se encargó de quitar esas envolturas y dejar una enfermedad y un odio descarnados.

Después de un conflicto, como hubo tantos, salí del departamento y fui a un hotel. Ahí viví el ataque de delirium tremens que le narré. El susto me sirvió para tomar una decisión: divorciarme, sólo así podría dejar de beber.

Sin verme, ella también ha podido curarse. Algún día vamos a regresar porque nos amamos, pero será en circunstancias muy distintas.